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El gran gordo de Pésaro


Por Laura Galindo M.

El afamado compositor Gioachino Rossini abandonó la ópera para consagrarse a su mayor


pasión: la gula. Su dedicación produjo varios nuevos platos y más de un dolor de estómago.

Ilustración de Sako-Asko
¡Castigado estoy!”, gritó Otelo en la ópera de Gioachino Rossini mientras la orquesta tocaba los
últimos cinco compases del tercer acto. Luego, se suicidó con el mismo cuchillo que le había
clavado antes a Desdémona. Fue por culpa de Rodrigo, por culpa de Yago, por culpa de unos
celos infames y de su propia desdicha. El director marcó a tutta forza la anacrusa de los acordes
finales, ta-tan, ta-taaan, y cayó el telón.

No hubo aplausos. El silencio se hizo incómodo y devino en murmullos, carraspeos fingidos y


el chirrido de algunas sillas. Poco a poco, el teatro fue quedando vacío. El Otelo de Rossini –y
digo de Rossini porque existe otro de Verdi– había fracasado en su estreno. Las razones eran
varias: aunque la ópera se inspiraba en el drama de Shakespeare, le era poco fiel y varios
personajes aparecían desdibujados, además de hacer variaciones azarosas (la trama tenía lugar
en Venecia y no en Chipre como la original). Pero, paradójicamente, al público tampoco le
gustó cuando el libreto sí se apegaba al del bardo y los malos no eran tan malos, la heroína no
era tan casta y el final no era tan feliz (porque en Italia las óperas necesitaban personajes
cabales y un final feliz).

Acostumbrado a una vida de rockstar celebrado, Gioachino Rossini no aguantó el desaire y


compuso un desenlace alternativo, un lieto fine en el que Otelo se da cuenta a tiempo de que
Rodrigo y Yago le han tendido una trampa y no mata a Desdémona. El experimento resultó
poco menos que aberrante, tanto que la historia ha querido olvidarlo por pura conveniencia y la
versión que aún sobrevive en los teatros tiene a Desdémona agonizando a los pies de su amado.
Sin embargo, los italianos de la época quedaron contentos y el Otelo con final feliz se convirtió
en una de las óperas más populares de su tiempo.

Rossini la escribió por encargo de Domenico Barbaia, un empresario que le ofreció 7.500
francos y hospedaje en un palacio en Nápoles por el tiempo que le tomara componer la música:
una obertura y tres actos con duetos, coros, arias y solos de orquesta. Pasaron seis meses y
Rossini no había hecho más que comer y beber a expensas de su mecenas. El cocinero del
palacio lo complacía con los platos más exquisitos y las mejores cosechas del viñedo, y las
criadas le alcahueteaban toda clase de dulces y postres. De la ópera, ni una sola nota.

En pocas semanas, el compositor ganó suficientes kilos para no verse los pies, lo que ya es
mucho teniendo en cuenta que sus amigos siempre lo llamaron “el Gran Gordo”. Era un
auténtico gourmet, un militante de la gula, un músico de talla grande, un abanderado del body
positive, como lo denominarían hoy las revistas de moda; un hombre “monstruosamente
obeso”, como dijo alguna vez Théophile Gautier, “al que los metales de la orquesta le
resonaban como baterías de cocina”.

Barbaia había sido paciente con “el Cisne de Pésaro” –así llamaban a Rossini en honor a su
tierra natal, aunque de cisne tuviera más bien poco–. Que las mentes más geniales también
caían en abismos de frustración, pensaba, que seguro era cuestión de saber esperar para ser
testigo de una genialidad. Barbaia lo imaginaba insomne frente al piano, flaco, cansado y
ojeroso. Conmovido, decidió visitar a Rossini y llevarle un cesto de trufas blancas que, según el
compositor, eran el “Mozart de los hongos”. Cuando llegó, lo encontró borracho y dormido
sobre un jamón ahumado.

Furioso, Barbaia ordenó que lo encerraran en los calabozos del palacio y que lo alimentaran
solo dos veces al día con pequeñas raciones de macarrones hervidos. Veinticuatro horas más
tarde, Rossini tiró por entre las rejas la obertura de Otelo, 257 compases: un andante que hacía
las veces de introducción, seguido por un vivace con aires de tarantela. En pocos días tiró el
resto de la ópera. Tres actos completos, supuestamente, con sus respectivas partes de amor,
guerra, engaño, duelo y suicidio.

Nadie se sorprendió con la hazaña. Ya he dicho antes que el famoso Cisne era un rockstar
capaz de escribir hasta cuatro óperas por año en condiciones normales, así que preso y a punta
de macarrones insípidos con seguridad era mucho más rápido. Barbaia, dándose por satisfecho,
le entregó un racimo de aceitunas y dos quesos gorgonzola como indemnización por daños y
perjuicios, y lo dejó en libertad. Pero como no tenía ni la menor idea de música, tardó varias
semanas en darse cuenta de que los tres actos de Otelo no eran más que la obertura repetida una
y otra vez. Rossini había copiado varias veces los mismos 257 compases y había acomodado
silábicamente el texto con cada nota.

Desconozco la reacción de Barbaia al descubrir el engaño. De alguna forma, Rossini


completaría luego la ópera y el 4 de diciembre de 1816 estrenaría Otello, ossia Il moro di
Venezia en el Teatro Mercadante de Nápoles. “El apetito es la batuta que dirige la gran
orquesta de mis pasiones”, asegura Stendhal que le oyeron decir luego. No exageraba, es
verdad que durante su vida Rossini sintió más inspiración con la comida que con la música. Si
bien fue uno de los compositores más importantes de su tiempo, nunca fue de los más
profundos ni consagrados. Gaetano Donizetti lo creía un vago dedicado “a devorar la vida”; y
Beethoven, ya viejo, pobre y sordo, le hizo saber al Cisne que adoraba su música fácil y
digerible porque le hacía honores al autor.

Rossini escribió 39 óperas y en todas siguió la misma receta: melodías enérgicas, arias bellas y
crescendos finales que comienzan muy suavemente y terminan en acordes apoteósicos. Su
música fue escrita sin mayores pretensiones emotivas; cambia según el libreto, pero no depende
de él en absoluto. La obertura de El barbero de Sevilla, por ejemplo, fue antes la de Aureliano
in Palmira. Las historias no pueden ser más diferentes: la primera es una comedia sobre dos
enamorados y la segunda es el drama de los romanos en la conquista de Siria.

Algo muy distinto le ocurría con la comida. Rossini era hipersensible a las texturas, los colores,
los olores. Un sabor dulce lo ponía alegre y uno amargo le estrujaba el alma. Más de una vez
aceptó componer para empresarios, seducido por el prestigio de los chefs que trabajaban en su
cocina: a monseñor Manuel Fernández Varela le compuso un Stabat Mater –himno a la Virgen
María– porque era bien sabido que en su mesa se comía mejor que en cualquier otra de Madrid.

Pero quizá la historia que más se repite alrededor de la pasión del Cisne de Pésaro por la
comida es la contada por el novelista Edmond de Goncourt, a quien en una de sus cartas
escribió: “Hoy he ido a escuchar el concierto que me dedicó Niccolò Paganini y debo
confesarte que solo he llorado tres veces en mi vida: cuando abuchearon una de mis óperas,
cuando se me cayó un pavo trufado por la borda de un barco y esta noche, después de oír tocar
a ese endiablado violinista”. El relato va cambiando según el narrador: no fueron tres veces
sino dos, cuando se murió su padre y cuando lo del pavo; o fue una sola y el pavo había sido un
regalo del famoso chef Marie-Antoine Carême, que se lo había enviado con una nota que decía
“de Carême para Rossini”, a la que el músico respondió con una pieza cuya partitura estaba
dedicada “de Rossini para Carême”. Lo único cierto es que para el Gran Gordo la música se
volvía sublime cuando lo acercaba al placer de la comida.

Con más de cien kilos y 37 años estrenó Guillermo Tell, la última ópera de su vida, y no volvió
a componer nada más. Las razones de su retiro no dejan de ser especulaciones. Que llegó
Giuseppe Verdi –el del otro Otelo– con su ópera desgarradora hasta las entrañas y la comedia
ligera de Rossini no cupo más. Que había logrado negociar una pensión vitalicia del gobierno
francés con la que podía vivir a cuerpo de rey sin mover un dedo. Que estaba enfermo de sífilis
y se había vuelto depresivo y maniático. Que, como el Gran Gordo que era, lo hizo para
dedicarse a su verdadera pasión: la cocina.

Pasó los siguientes cuarenta años inventando platos. En ocasiones, a través de interpuesta
persona, como la vez que cenaba en el restaurante del chef Adolphe Dugléré. Rossini le pidió
que preparara un filete de ternera cubierto con foie gras y láminas de trufa. Como quería ver el
proceso desde el comedor y Dugléré era tímido, Rossini le sugirió hacerlo de espaldas a los
demás clientes: “Faites-le tourné de l’autre coté, tournez-moi le dos”. De ahí el turnedó a la
Rossini. Otras veces, el compositor inventaba por mano propia: hirvió un pichón metido en una
vejiga envuelta en tocino y sazonada con vino y limón; les inyectó foie gras a unos canelones y
los puso al fuego con mantequilla y queso parmesano; combinó aceite con mostaza, vinagre y
limón, y regó la mezcla sobre rodajas de trufa. Hoy esos platos desmesurados se conocen como
pichones, canelones y “ensalada” a la Rossini.

Cada semana el compositor tenía un plato nuevo y lo estrenaba en las tertulias nocturnas que
ofrecía los sábados en su casa. Para entrar, había dos requisitos: que con la entrada del último
huésped o huéspedes el número total de asistentes siguiera siendo impar, y que estos no
ahorraran elogios para Olympe Pélissier, la segunda esposa de Rossini. Solo en esas reuniones
era posible escucharlo al piano mientras improvisaba melodías que llamaba “pecadillos de
vejez” y que Olympe esperaba vender como obras póstumas cuando su marido estirara el ala.
Al Gran Gordo de Pésaro le importaban tan poco esas florituras que las olvidaba luego de tocar
la última nota, pero tenía muy claro que sin ellas las horas de esfuerzo en la cocina habrían sido
inútiles, porque sus invitados encontraban más atractivos esos rezagos de gran compositor que
las esmeradas preparaciones que les servía. Si en sus días de músico profesional el apetito era la
batuta que dirigía la orquesta de sus pasiones, en los días de chef aficionado la música se
convirtió en el aperitivo que abría el apetito de sus comensales.

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