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80grados.net/fuga-de-arieles-calibanes-y-prosperos-en-caracas/
Estuve en Caracas a fines de marzo y por casualidad compré allí y leí en el vuelo de
regreso la reciente reedición venezolana del Diario 1974-1983, de Ángel Rama, que se
hubo publicado diez años antes en Montevideo. Leí el libro de un tirón, curioso por saber
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qué pensó el sabio latinoamericanista y creador de la noción de la ciudad letrada que
tanto ha servido para interrogar la cultura intelectual del continente. Rama inició su
diario a comienzos de su prolongada estadía en Venezuela como exiliado de la dictadura
uruguaya y le dedica la mitad del libro a su experiencia venezolana. Atizó mi curiosidad el
carácter emblemático que cobra tal obra en esta época en que Caracas, tal vez de
manera más dramática que cualquier otra capital latinoamericana, vive procesos
sociales y políticos que interrogan los presupuestos de la ciudad letrada y que además
parecen apuntar a una de las más llamativas personificaciones del drama letrado
hispanoamericano: la contraposición de Ariel y Calibán tal cual iniciada en 1900 por el
compatriota de Rama, José Rodó y redefinida en 1971 por el intelectual orgánico de la
revolución cubana, Roberto Fernández Retamar. El acceso del chavismo al poder en
Venezuela, un siglo después que Rodó publicara su ensayo Ariel y tres décadas después
de que Fernández Retamar publicara su Calibán, parece replantear en este siglo lo que
ya habría planteado el episodio revolucionario cubano en el siglo pasado, la supuesta
disyuntiva de los personajes de La tempestad, de Shakespeare: les toca a los
intelectuales, o identificarse con Ariel, el espíritu etéreo, representante de la razón
transparente y la imaginación alada, aliado al maestro Próspero, o identificarse con
Calibán, el nativo iletrado aferrado a la tierra, que maldice la lengua del maestro y sus
enseñanzas. El maestro representaría, por supuesto, el saber universal y civilizado
presuntamente euro-occidental.
En fin, que al presidente Hugo Chávez Frías le correspondería ser el Calibán parte dos
(contándose ya con la primera parte de Fidel Castro en Cuba) que invade la ciudad
letrada y espanta una vez más a los émulos de Ariel al son de sus improperios contra
Próspero. Y encima, el diario del maestro Rama contendría los pasajes de crítica profética
redactados tres décadas antes de la racha de victorias electorales chavistas, alusivos al
supuesto provincianismo intelectual de la ciudad letrada fallida en que se le convertía
Caracas cada día que pasaba exiliado en ella. Es como si Rama, representante de
Próspero en la tierra Caribe, advirtiera que el Calibán maldiciente desplazara al Ariel
condescendiente a medida que más y más intelectuales caraqueños ya no parecieran
responder en ese momento al particular molde liberal y cosmopolita de quien luego
escribiría La ciudad letrada, basándose en una propuesta de transculturación. En suma,
la actual evacuación de la ciudad letrada hoy día testimoniable en Caracas estaría
prefigurada en el diario de Ángel Rama. Mientras lo leía en el vuelo de regreso como que
sentí ese cruce de alegorías y sincronías. Sin embargo, el muy breve asomo a un lugar
que yo nunca había visitado sino en los libros, interfirió con esa posible lectura. Una gira
tan breve en la fascinante Caracas, de apenas una semana, quizá no me permitió
aprender absolutamente nada si la comparara con la estadía prolongada y ponderada
del sabio Rama, pero sí me ayudó a desaprender aún más el libreto de contraposiciones y
dicotomías vinculado a la alegoría shakespeareana favorita de no pocos letrados
hispanoamericanos, libreto que, dicho sea, no atrajo demasiado al maestro uruguayo.
La escucha, la atención al sentido del lugar puede alcanzarse aún durante el paso
relativamente rápido por ciertos parajes, aunque no se aprenda ninguna otra cosa más.
Algo de eso puede haberme ocurrido cuando visité la Universidad de Venezuela para
dictar una charla. Horas antes de la actividad varios universitarios “antichavistas” habían
circulado en la Internet citas de un artículo mío publicado hace meses en 80grados (en
San Juan de Puerto Rico) que añadía la irrupción de Chávez en el panorama
latinoamericano a una lista de acontecimientos favorables a la emergencia del
pensamiento salvaje. Los e-mails circulados en la Facultad de Letras cuestionaban cómo
un profesor de una universidad norteamericana como Pittsburgh se atrevía a hacer ese
tipo de expresión favorable a un gobernante que estrangulaba financieramente a las
universidades venezolanas públicas por ser mayoritariamente opositoras y luego
presentarse como si tal cosa, nada menos que en la Universidad Central de Venezuela.
Gran cantidad de chavistas y antichavistas abarrotaron la sala de conferencias.
Terminada mi exposición, hubo un turno de careo, en todo momento respetuoso, en el
cual se me pidió explicara cómo era posible que un estado fuerte y autoritario
contribuyera a la emergencia de un pensamiento salvaje que por definición se opone a
lo que Gilles Deleuze llama el “conocimiento de estado”. El artículo mío citado, de hecho,
explica esa aparente paradoja, y aclaré el asunto como mejor pude, pero lo importante
es el sentido del lugar y de las personas presentes que se sobrepuso a la contienda
teórica allí dirimida. Capté al instante que era impertinente hacer ninguna expresión de
solidaridad con ningún bando, no por evitar la controversia ni por cuestión de tacto en
una situación extranjera, sino porque había ido percibiendo, en el tiempo que llevaba
conversando con diversas personas, casi todos intelectuales de la literatura y la cultura,
que lo que importaba era, no el bando asumido o dejado de asumir ni la carencia de
ellos para adaptarse a tal o cual paradigma del intelectual dada una situación política
nacional de polarización y conflicto, sino el exceso desbordante de todo paradigma, en
términos de pasión, talento, deseo e inteligencia que esa misma polarización cataliza en
cuanto potencial inmanente a un mismo plano de coherencia. Si alguna solidaridad cabía
era con los Calibanes, Prósperos y Arieles, todos muy singulares que desplegaban un
teatro de libre indeterminación de las figuras y de la imaginación político-cultural, esto, al
menos en el terreno de una política de la cultura y del pensamiento que pide
gestionarse, no en los grandes metalenguajes ni en las solidaridades con secuencias
políticas molares, macrológicas, sino en los infralenguajes y solidaridades con
interrupciones políticas moleculares, micrológicas, gestuales y afectivas a las que apunta,
por ejemplo, un José Lezama Lima en su república secreta de la amistad, regida, no por
el príncipe moderno, sino por ese señor barroco muy caribeño y americano, que más bien
sólo “señorea”, si acaso, sus sueños y sus placeres y ni siquiera su imprevisible
exposición a la exterioridad inconmensurable de su medio.
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