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«Una prueba indirecta de la enorme distancia a que se queda todavía el superrealismo de la

vida la encontramos en la evolución poética de Vicente Aleixandre, que desde una postura
afín a éste en el libro Espadas como labios retrocede en su última obra, en busca de una mayor
temperatura humana, hasta la imagen clásica del “paraíso”, sentido, a la manera romántica,
no sólo como “paraíso perdido”, sino también ―y esto lo ha notado precisamente Dámaso
Alonso―como recuerdo personal, infantil recuerdo. Y es que el romanticismo estaba menos
lejos de la existencia ―con estarlo mucho― que todos los movimientos poéticos posteriores
hasta Rainer María Rilke» (29).
«Pero no son ni la vía teórica ni la religiosa las que pretendemos seguir aquí sino la de una
trascendencia de la oposición existencia-poesía, desde esta última. Rainer María Rilke ha sido
el inventor de este nuevo entendimiento de la poesía. Si a Kierkegaard somos deudores de la
expresión “existencia poética” quien llenó estas palabas de contenido fue Rilke. Él es quien
ha descubierto que el poeta puede y debe serlo sin transmigrar a un “tercer reino”. Perma-
neciendo en este mundo de cada día, madurando a través de la “experiencia de la vida”, se
hace el hombre poeta. Para Rilke la poesía ―como para Heidegger la metafísica― es el acon-
tecimiento radical de la existencia. La vida es en sí misma poética; toda experiencia encierra
poesía y no hay otra que la entrañada en el vivir; solo perduran los “versos en que ha entrado
el destino”. Para Rilke no hay privilegiados instantes poéticos; el hombre entero, aun en sus
más cotidianos menesteres, puede ser ocasión de poesía. Nada es pobre. Y, así, aconseja al
joven poeta que vuelva sus ojos a la vida de cada día. De la humilde trama de la existencia
están sacadas las más de las cosas cantadas por Rilke: fatigas, labores, preñeces, partos, soli-
tarias poluciones nocturnas, viejas costumbres, objetos familiares… Las tazas del desayuno,
la tetera, el azucarero, la copa de vino, los perros de la casa, el sombrero…» (31-32).
«Rilke da, pues, de lado cualquier ficción arcádica y, en vez de églogas, escribe elegías. Pero
no olvida al pastor. […] Pastor no idílico [el de la Trilogía española], ciertamente, sino “pedre-
goso”. Es la “fatiga del pastor” la que Rilke pide para sí. Del pastor que se demora y avanza
con el día, y sombras de luces le transportan, como si el espacio fuese volteando para él,
lentamente, pensamientos» (32).
«“Paciencia es todo”, predica Rilke. Ser poeta ―y ser hombre― es aguardar con paciencia y
humildad, dejar hacer al tiempo, crecer y madurar como un árbol. Y por eso es menester
esperar hasta haber vivido toda una vida para escribir buenos versos» (32).
«El hombre es lo que es en virtud de lo que ha sido. En cierto modo, la vida madura no es
sino el alumbramiento de los tesoros conquistados durante la niñez, durante la adolescencia,
y soterrados después. Por eso, el hombre para quien una “existencia poética” tiene sentido
no intenta embarcarse para la Arcadia, salir de su ser verdadero, el actual, emprendiendo un
viaje hacia el país de “lo que hubiera podido ser” la tierra de las añoranzas y los recuerdos.
No. Su voz es evocación, una llamada a la actualidad, un esclarecimiento de sí mismo me-
diante el de la estela dejada; nunca una romántica proyección sobre el pasado, una simple
nostalgia, un recuerdo. “Existencia poética” significa poesía hecha categoría existencial, ner-
vio y entraña en la vida, pero significa también existencia aureolada, existencia circundada
por un nimbo de viejas experiencias y jóvenes esperanzas que la prolongan y la explican. Y
Rilke, extremando las cosas ―como Heidegger―, no sólo renuncia al “mundo ideal”, sino
también al mundus realissumus, al sobrenatural. Nada le importa el Dios que está, inmutable y
eterno, en el cielo. Pues «¿se puede tener un dios sin usarle?». Ni la misión poética puede ser
otra que la de alabar las cosas terrenales, las formadas por las costumbres a través del tiempo,
de generación en generación» (33).
«La filosofía más importante de nuestro tiempo se vuelve más y más hacia la poesía ―hacia
la poesía que es salir de nuestra casa, “sosegada” o sin sosiego, ponerse a la puerta del alma
o en el umbral del mundo, y esperar allí, con los ojos muy abiertos o muy cerrados para no
dormir, el regreso del viajero inopinado que es siempre Dios―. La filosofía, fatigada de ese
su largo paseo solitario que ha sido la época moderna, busca la compañía de la poesía, que
es, de una manera u otra, religión. Y, de otra parte, la teología, la teología actual, quiere ha-
cerse, más prometedora que nunca, al alcance del hombre indigente de este tiempo y, a la
vez, más libre de históricas ligaduras de escuela: abierta de par en par a la divina y humana,
viva, fluyente realidad» (56).
«¿Qué decir, mirándola de cerca, de esta poesía presente, la que estaos viendo hacer día a día
a nuestro lado y que es uno de los pocos bienes que nos van quedando? ¿En qué sentido y
hasta qué punto acompaña ella al hombre o, mejor, le resume, sustenta y, sobre realidad, le
da ser? El hombre, ante el derrumbamiento de todo, puede quedarse a solas con su voz. No
es mal cimiento, para levantar un mundo nuevo, ese poco de aire movido que es la palabra
del hombre. Lo más noble y transparente, lo más hondo, lo más poderoso que nosotros,
hombres de carne y huesos, tenemos es también lo más efímero y quebradizo, puro soplo y
reflejo: mirada y voz. […] Y […] la palabra, sobre todo cuando se desnuda a sí misma y se
hace poesía, es transustanciación, fondo y peso de la vida misma, incluso más verdadera que
ésta, siempre que sepa ser “poesía en el tiempo”, porque todo vivir está como desleído en
largas horas inciertas, rutinarias y vacías, muertas; mas la poesía concentra el sentido, discanta
el ritmo vital, revela la verdad de esa existencia tantas veces confusa y dispersa» (56-57).
«Claro que estamos hablando de una especie determinada de poesía, aquella cuya costumbre
consiste en caminar al paso de la vida […]. […] si mi propia tesis de Poesía y existencia es
verdadera, el poeta debe vivir la vida íntegramente, incluso, si fuere menester, manchándose
con ella» (57).
«Pero se trata tanto, por lo menos, de una experiencia de recogimiento, asunción divina y
mística, como lo que denota la expresión “experiencia de la vida”. En este sentido la poesía
no solo no excluye la pureza, antes la requiere. Pensemos en un San Juan de la Cruz, pense-
mos en un Hölderlin. Y si el Rilke vate, es decir, el de las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo,
no alcanza la altura de aquellos, ¿no será acaso por su residual esteticismo, o sea, en definitiva,
impureza?» (58).
«La historia era ya para Hegel, hace siglo y cuarto, campo de ruinas. Mas ahora es la vida
misma campo de ruinas en el que no solamente es imposible encontrar cobijo, sino que, para
construir en él, nos vemos en la necesidad previa de descombrar. Pues bien: ese descombrar
y “hacer camino”, ese empezar desde el principio, ese el grande y grave destino de la poesía
de nuestro tiempo. Los más altos poetas ―el mismo Machado, Nietzsche, Rilke― lo han
comprendido así. Pero esta poesía repristinada, renacida, consciente de su tarea fundante,
conserva como lastre, a pesar de todo, ese aire formal, “tradicional” y “al abrigo” común a
toda lírica europea […] Hay, pues, en la mejor poesía europea última una inadecuación entre
el sentimiento desasistido, indigente, “solo” y la forma entonada, sostenida, conservada y
conservadora. Esa inadecuación viene ya de antiguo, arranca del poeta y precursor y vatici-
nador de nuestra situación espiritual, Federico Hölderlin» (60).
«Por eso, Bollnow ha podido decir que la poesía de Rilke no brota de sobreabundancia, sino
de la indigencia, pero esta indigencia del poeta no es propiamente suya, sino condicionada y
aun impuesta por la indigencia de su época» (69).
«A propósito de Rilke se ha considerado la “despedida” como una situación fundamental
humana. Aquella muchacha vivía despidiéndose, como suspendida por el fotógrafo para
siempre, en actitud a todo y a todos adiós» (86).

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