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JUAN ALFARO

DE LA CUESTION
DEL HOMBRE
A LA CUESTION
DE DIOS

VERDAD
E
IMAGEN
DE LA CUESTION DEL HOMBRE
A LA CUESTION DE DIOS
© Ediciones Sígueme, S.A., 1988
Apartado 332 - 38080 Salamanca (España)
ISBN: 84-301-1049-6
Depósito legal: S. 247-1988
Printed in Spain
Imprime: Gráficas Ortega, S.A.
Polígono El Montalvo - Salamanca, 1988
CONTENIDO

Presentación ........................................................................... 9

1. La cuestión del sentido y el sentido de la cuestión — 13


2. La cuestión del hombre y de Dios en la filosofía de I.
Kant, L. Feuerbach y M. Heidegger ........................... 29
3. La negación nihilista del sentido de la vida: Nietzsche,
Sartre.............................................................................. 79
4. Ludwig Wittgenstein ante la cuestión del sentido de la
vida ................................................................................ 109
5. La antropología de Karl Marx ...................................... 157
6. Escatología marxista de Emst Bloch ........................... 181
7. La cuestión del hombre en su relación al mundo ........ 201
8. La cuestión del hombre en las relaciones interpersonales. 219
9. La muerte y el sentido de la vida ................................ 239
10. El devenir histórico y su sentido .................................. 255
11. Epílogo.................................................................. 271
PRESENTACION

Los lectores de mis escritos teológicos quedarán sorprendidos ante


la aparición de este libro nuevo, que quiere ser rigurosamente filo­
sófico; por eso me siento obligado a explicarles brevemente su génesis.
A lo largo de mis 35 años de docencia en la Facultad de Teología
de la Universidad Gregoriana (Roma) he pensado y repensado el tema
de mis cursos, titulados «Existencia Cristiana» (qué significa «ser
cristiano»). Me di cuenta, cada vez más, de que no se puede com­
prender la existencia cristiana sin conocer previamente la existencia
humana (qué significa «ser hombre»). Poco a poco, año tras año,
dedicado a la lectura crítica de los principales filósofos modernos, la
cuestión filosófico-antropológica, qué es el hombre, se desarrolló en
una amplia introducción a la teología de la existencia cristiana, que
en 1984 cuajó en un volumen de 270 páginas (offset: publicado en
italiano con el título «Dalla questione dell’uomo alia questione di
Dio»). Durante los tres últimos años he repensado y reelaborado la
redacción definitiva del libro en mi lengua patria.
Tal vez alguno de mis lectores se pregunte: ¿puede un teólogo,
que, como tal, es un creyente, hacer filosofía? Esta pregunta tiene su
primera respuesta en los hechos: ya desde los comienzos de la teología
cristiana los mayores teólogos de Oriente y Occidente (Ireneo, Justino,
Orígenes, Gregorio Niceno, Agustín, etc.) han creado su propia fi­
losofía. En la edad media Tomás de Aquino ha sido el más grande
teólogo y filósofo de su tiempo. Sin ir tan lejos, son bien conocidos
los teólogos y creyentes católicos modernos que han hecho filosofía
(M. Blondel, G. Marcel, X. Zubiri, K. Rahner, etc.). Pero hay otra
respuesta dada por la teología misma, por los teólogos como teólogos.
Me limito a citar y explicar brevemente los textos densos de dos
teólogos medievales. Anselmo de Canterbury (siglo XI) define la teo­
logía como «fides quaerens intellectum»: «la fe en búsqueda de la
comprensión» de sí misma, del qué creo y por qué creo: pregunta
radical y búsqueda ilimitada. Tomás de Aquino (siglo XIII) ha escrito
10 Presentación

una frase que completa la de Anselmo: «fides supponit rationem sicut


gratia naturam»; «la fe supone la razón, como la gracia supone la
naturaleza». Interpretada y traducida en lenguaje actual: la razón es
condición previa de la fe, como el ser-humano es condición previa
del ser-cristiano. Del conjunto de estas dos frases lapidarias, tan ricas
de sentido, resulta, pues, que la teología es reflexión radical e ilimitada
sobre la pregunta qué creo y por qué creo, impuesta a la fe por la
razón humana. Y entonces hay que dar un paso más: la reflexión
teológica supone, exige y necesita la reflexión propia de la filosofía.
Esto no quiere decir de ningún modo que la teología esté vinculada a
un determinado sistema filosófico (contenido de las diversas filoso­
fías); quiere decir solamente que no se puede hacer-teología sin hacer-
filosofía: una filosofía auténtica y autónoma, fundada en sí misma, y
que no parte del contenido de la revelación cristiana; de lo contrario,
no sería filosofía. Con lo dicho aquí tan someramente no se agota, ni
mucho menos, el problema de la relación entre fe y razón, teología y
filosofía. Para una exposición más amplia de este problema remito al
lector a mi último libro1.
El nuevo libro que presento, está titulado con dos cuestiones. La
primera es pregunta sobre el ser del hombre (qué es el hombre), es
decir, sobre el sentido de la existencia humana: ¿la vida humana tiene
o no tiene sentido? Y, si lo tiene, ¿cuál es su sentido último? Cuestión
antropológica, cuya respuesta deberá ser buscada en una antropología
filosófica. La segunda cuestión es pregunta sobre la noción misma de
Dios y su existencia. Ninguna de las dos cuestiones supone alguna
afirmación o negación previa, tomada como punto de partida: son
solamente cuestión, pregunta. Pero no están meramente yuxtapuestas.
La prioridad noética (epistemológica) pertenece a la cuestión sobre el
hombre, de cuya respuesta depende que emerja o no emerja la cuestión
de Dios.
El primer capítulo del libro trata de explicar, desde el punto de
vista exclusivamente formal, la cuestión del hombre y su eventual
conexión con la cuestión de Dios; es, pues, una introducción a todos
los capítulos restantes y determina la ubicación sucesiva de los mismos.
El capítulo segundo abarca el arco que va desde Kant a Heidegger,
pasando por Feuerbach. Partiendo de la cuestión del hombre («qué
debo hacer, qué puedo esperar»: análisis de la libertad humana en su
responsabilidad incondicional y en su ilimitada esperanza), Kant ha
llegado a la que él llama fe-racional en Dios (Razón práctica). Feuer­
bach ha basado su filosofía en la antropología y ha intentado devolver
al hombre los atributos divinos de los que él mismo se había despojado

1. J. Alfaro, Revelación cristiana, fe y teología, Salamanca 1987, 123-135.


Presentación 11

y, de este modo, ha hecho de Dios una quimera: ateísmo radical.


Heidegger parte de la cuestión del hombre y, a través de ella, llega a
la cuestión suprema del ser, ante la cual permanece perplejo; esta
perplejidad se refleja en la cuestión de Dios: Heidegger no se pronuncia
ni por el teísmo ni por el ateísmo. Resulta, pues: Kant, filósofo cre­
yente; Feuerbach, filósofo ateo; Heidegger, ni teísta ni ateísta.
Nietzsche y Sartre (capítulo tercero) coinciden en la negación del
sentido de la vida: nihilismo ontológico y epistemológico y consi­
guiente rechazo de Dios. Para el hombre de nuestro tiempo «Dios ha
muerto»; aunque hubiera Dios, habría que eliminarlo. Solamente así
podrá venir el hombre auténtico, absolutamente autónomo.
El más destacado representante de la moderna Filosofía Analítica
(fundada en el análisis del lenguaje), L. Wittgenstein, ha abandonado
en su segundo período el neopositivismo lógico (reducción de las
proposiciones significativas a lo verificable o falsificable empírica­
mente y, por consiguiente, imposibilidad de hablar de Dios en lenguaje
significativo); pero ha quedado perplejo ante la cuestión de Dios; como
Heidegger, ni ateísta ni teísta (capítulo cuarto).
La antropología original de K. Marx anuncia la identificación fu­
tura de la humanidad con la naturaleza plenamente transformada por
el trabajo humano (comunismo): autogénesis del hombre, que desplaza
definitivamente y hace imposible la cuestión misma de Dios. E. Bloch
ha heredado fundamentalmente la visión marxiana de la historia y,
con su esperanza-esperante, le ha infundido un nuevo dinamismo que
culmina en un Novísimo-Último de plenitud exclusivamente inmanente
e intramundana: «patria de la identidad». No hay lugar para la cuestión
del transcendente (capítulos quinto y sexto).
En esta primera mitad del libro se presentan y se someten a crítica
las tres formas modernas de ateísmo: el nihilista, el marxista y el
neopositivista. En la segunda mitad (capítulos 7-10) expongo mi propio
pensamiento sobre la cuestión del hombre en su relación al mundo, a
los otros, a la muerte y a la historia, y sobre la cuestión de Dios tal
como emerge y se configura en estas relaciones. El epílogo final
sintetiza el itinerario recorrido y los resultados logrados.
Una vez más agradezco cordialmente a Bernardo Arruti su generosa
ayuda en la preparación del texto para la imprenta.
Juan Alfaro
Roma. Universidad Gregoriana, 1987
1
La cuestión del sentido
y el sentido de la cuestión

1. A primera vista este título pudiera parecer un juego de palabras,


de las palabras «cuestión» y «sentido»: en realidad quiere expresar la
intención de proceder con la mayor radicalidad posible en la reflexión
sobre el ser del hombre, es decir, sobre el sentido de la existencia
humana. No se parte simplemente de la cuestión del hombre sobre sí
mismo, sino todavía de más allá, a saber, de la pregunta sobre la
significatividad (sentido) de esa cuestión, en cuanto cuestión. Antes
de plantear la cuestión de la vida humana, se pregunta por el origen
de dicha cuestión, por su justificación, su significado y su formulación.
A la cuestión del hombre sobre sí mismo precede la pregunta sobre
la validez y los caracteres propios de esa cuestión. La «cuestión del
sentido» impone por sí misma la pregunta ulterior sobre «el sentido
de la cuestión». La radicalidad de este proceso reflexivo es una exi­
gencia legítima del espíritu crítico del pensamiento moderno, que pone
en cuestión ante todo las cuestiones mismas, porque en ellas se anti­
cipan ya y se configuran las posibles respuestas. Hay que calificar
como una conquista del progreso de nuestro tiempo el darse cuenta
de que la inteligencia humana puede extraviarse en pseudocuestiones
que vanamente pretenden ir más allá de lo que permiten las condiciones
de posibilidad del conocimiento humano'.
En el nivel más hondo de toda la actividad del hombre está el
preguntar y buscar: el conocer, decidir y hacer del hombre suponen
la función ontológicamente previa del cuestionar, es decir, llevan la
estructura de respuesta a una cuestión (teórica o práxica). El hombre
pone en cuestión toda la realidad que lo circunda: todo es para él
cuestionable. El preguntar humano va siempre hacia el más allá de lo
ya conocido y logrado, que permanece y permanecerá siempre ulte-'

1. W. Weischedel, Der Gott der Philosophen, Darmstadt 1971, 21-38.


14 De la cuestión del hombre a la de Dios

nórmente cuestionable. La dialéctica de preguntar para conocer (y


transformar) y de conocer (y hacer) para preguntar ulteriormente, se
revela como una dialéctica de transcendencia: transciende toda res­
puesta y toda meta alcanzada, haciendo de ellas preguntas y tareas
nuevas: el desnivel entre el cuestionar inagotable y toda respuesta
concreta lograda es insuperable. Esta constatación experiencial muestra
que el preguntar ilimitado sobre todo lo real es una dimensión cons­
titutiva (ontológicamente apriórica) del hombre2.
En este horizonte sin confines del preguntar humano emerge una
i cuestión diversa de las otras, singular: la cuestión del hombre sobre
sí mismo, sobre el sentido de su existencia. Cuestión singular, en
cuanto es la más adherida e interior a nuestra vida, la que más hon­
damente nos afecta y más vivamente nos interesa. Solamente la fórmula
qué soy yo, expresa fielmente su contenido vivencial concreto. La otra
formulación, qué es el hombre, es una derivación conceptual necesaria
y por eso legítima, pero genérica y abstracta de la primera3.
La singularidad de la cuestión del hombre se refleja a plena luz en
su misma estructura lingüística: en ella el cuestionante y lo cuestionado
son idénticos: identidad del sujeto que pregunta con el sujeto pregun­
tado y con el contenido de la pregunta. La relación del cuestionante
al cuestionado no es de sujeto a objeto,/ sino de sujeto a sujeto; más
aún, no es de un sujeto a otro sujeto, sino del sujeto cuestionante a
sí mismo como sujeto cuestionado y como contenido de la cuestión.
En ella el hombre no puede desdoblarse en sujeto que pregunta y
objeto de la pregunta. Esto quiere decir que el hombre existe ante sí
mismo como el cuestionante que, al ponerse en cuestión, es también
el cuestionado: en vez de expresar una pregunta entre objetos, el
hombre se expresa solamente a sí mismo como sujeto. Por consiguien­
te, la estructura propia de la cuestión del hombre excluye por sí misma
la relación de mera objetividad, es decir, excluye la posibilidad de
una actitud neutra del sujeto, como simple espectador, ante el con­
tenido de la cuestión. Al preguntarse sobre sí mismo, el hombre está
llamado a tomar posición sobre sí mismo: una llamada dirigida indi­
visiblemente a su inteligencia y a su libertad. En esta pregunta no hay
ningún objeto independiente del sujeto preguntante. El hombre está
ante sí mismo como cuestión que le llama a la respuesta. Se la pone,
porque se le impone e interpela su libertad. Por eso no es una cuestión
meramente teórica, sino también práxica4.

2. Cf. E. Coreth, Metaphysik, Innsbruck 1980, 81-101. '


3. Cf. M. Müller, Über Sinn und Sinngefardung des menschlichen Daseins: Phil.
Jahrb 74(1966-1967), 1-29; V. Fránkl, Der Mensch a uf der Suche nach Sinn, Freiburg
1973.
4. Cf. J. Splett, Menschsein ais Frage. Unser-Wissen nach Menschen, Herausg. W.
Kasper, Dusseldorf 1977, 81-94: Id, Sentido, Sacramentum mundi, 6, 393-397.
La cuestión del sentido 15

El origen de la cuestión del hombre sobre sí mismo está en la


experiencia más radical y propia del hombre: la conciencia autorre-
ílexiva de sí mismo, en que cada hombre se vive indivisiblemente
como el experimentante y el experimentado. La reflexión explícita,
expresada en la pregunta qué soy yo, surge de la autopresencia vi-
vencial de ser-sí-mismo y ningún otro. En todo acto de pensar, decidir
y hacer, el hombre se da cuenta de su insustituible existencia personal:
certeza vivencial innegable de su identidad consigo mismo. Pero al
mismo tiempo cada uno se experimenta como no-plenamente idéntico
a sí mismo, como llamado a hacerse, a ser más-sí-mismo a través de
su vinculación a lo otro (el mundo) y a los otros hombres. Esta paradoja
constitutiva del hombre, de ser sí mismo y de no poder serlo nunca
plenamente, hace del hombre cuestión ineludible para sí mismo, in­
quietud radical insuperable de la existencia humana. Ya en la misma
autoconciencia, primera y básica experiencia existencial, el hombre
está marcado por la cuestión sobre sí mismo5.
La cuestión del hombre sobre sí mismo proviene de otra experien­
cia, estrechamente ligada a la precedente: la experiencia, que cada
hombre vive permanentemente, del desnivel insuperable entre la li­
mitación de su ser y de sus actos, y de su inagotable aspiración a
realizarse siempre ulteriormente. El hombre no puede hacerse más a
sí mismo, sino logrando metas concretas siempre penúltimas que son
superadas por la tensión insuprimible hacia un más allá de todo lo
logrado, es decir, hacia una plenitud que por sí mismo no puede
alcanzar. Este otro aspecto de la paradoja, siempre presente en todo
acto humano, hace del hombre cuestión siempre abierta a sí mismo:
la cuestión más originaria, la más existencial, la más vitalmente ra­
dicada dentro del hombre mismo, la que está implícita en toda otra
cuestión como condición de posibilidad de todas ellas.

2. En la cuestión del hombre sobre sí mismo tienen una impor­


tancia decisiva dos constataciones tan evidentes, que ninguno de no­
sotros puede dudar de ellas: no existo desde siempre, no existiré por
siempre. Estas dos proposiciones revelan la experiencia de nuestra
existencia como limitada por su comienzo en el tiempo pasado y por
su fin en el tiempo por venir: experiencia de la negatividad de nuestro
todavía-no-ser en el mundo y de nuestro futuro no-más-vivir. Vivimos
asediados entre el todavía-no, que precedió a toda nuestra vida, y el
futuro no-más vivir que la seguirá: dos fronteras insuperables de ne­
gatividad (todavía-no, no-más), que no son exteriores a nuestra exis­
tencia, sino que la marcan radicalmente como no-autofundada en sí

5. Cf. J. Gómez Caffarena, Metafísica fundamental, Madrid 1969, 190-207.


16 De la cuestión del hombre a la de Dios

misma y como destinada a terminar en la muerte. En su principio y


en su fin (y por eso en su totalidad) la vida humana se revela como
carente de fundamento en sí misma: es decir, revela su propia radical
contingencia.
La experiencia de no haber venido por mí mismo al mundo, sino
de haber sido traído y arrojado a una existencia no escogida por mí6,
impone la pregunta obvia (expresada en representación espacial): ¿de
dónde vengo? Dicho en términos más elaborados: «¿por qué existo?».
Es la cuestión del hombre sobre sí mismo, formulada en el aspecto
de su origen. El hecho innegable de que existo y de que mi existencia
tiene su origen fuera de sí misma (no es autofundante), justifica la
cuestión de su fundamento originario como algo que ha hecho surgir
mi existencia y me mantiene en ella.
El sentido de la cuestión del fundamento originario apunta hacia
un fundamento autofundante, es decir, no fundado sino en sí mismo
y que, por consiguiente, no esté originado en otro. Ciertamente es
posible pensar (o al menos imaginar) un «regressus in infinitum», es
decir, una serie siempre creciente y sin nunca término final de fun­
damentos intermedios y, por consiguiente, no-autofundantes, porque
si, por hipótesis, ninguno de los fundamentos de la serie fuera último,
tampoco ninguno de ellos podría ser autofundante. Y si ninguno de
los fundamentos intermedios de esa serie fuera autofundante, la serie
misma (por más que se la suponga nunca terminada), permanecerá
siempre e inevitablemente carente de fundamentación ontológica, sus­
pendida en el vacío. Aparece así que el mismo pensamiento, que puede
crear la representación de una serie ilimitada de fundamentos inter­
medios (cada uno depende del otro y por consiguiente todos y cada
uno son originados), transciende su propia creación, al darse cuenta
de que, por más que crezca ilimitadamente la serie de fundamentos
no-autofundantes, quedará siempre intacta la necesidad de una fun­
damentación no ya intermediaria, sino autofundante, y por eso fun­
dante de toda serie posible de fundamentad ones no autofundantes. El
«regressus in infinitum» se revela, pues, como insuficiente para la
comprensión del sentido de la cuestión del hombre en el «por qué»
de la existencia humana, como no-fundada en sí misma, y por eso
necesitada de un fundamento, en última instancia, autofundante. Toda
serie ilimitada de fundamentos meramente intermedios remite por sí
misma a un fundamento, que está más allá y fuera de ella.
Si la experiencia expresada en la frase, «no existo desdé siempre»,
impone al hombre la cuestión de su origen que culmine en la pregunta

6. Cf. M. Heidegger, Sein und Zeit, 134-135, 193-198, 377-378; Vom Wesen des
Grundes, 46-54.
La cuestión del sentido 17

sobre su fundamento originario último, la otra proposición, «no existiré


por siempre», revela la experiencia más evidente de que nuestra exis­
tencia tiene un término final, que la marca intrínsecamente como no-
fundada en sf mtSmá. Aquí la muerte desenmascara despiadadamente
la ilusión de todo «progressus in infinitum»: es un «stop» que hace
imposible todo volver hacia atrás y todo seguir hacia adelante. Desde
que cada hombre comienza a vivir, comienza a morir, comienza a
acercarse al término final, la muerte, porque su vida está inexorable­
mente destinada a acabarse en la muerte. No es necesario mostrar que
la muerte pone en cuestión el sentido de nuestra vida: ella se muestra
por sí misma como cuestión inevitable, como la cuestión que más
fuerte y radicalmente nos cuestiona. El enigma de la muerte hace de
nuestra vida enigma, que nos interpela: «¿a dónde voy?». «Y después,
¿qué?» «En último término, ¿para qué vivir?» ^
En su misma negatividad («no-más existir») (la muerte tiene la
función positiva de conferir a la existencia humanadlas dimensiones ' \
de totalidad y de ultimidad, y así hace significativa y justifica la
cuestión del sentido último de toda nuestra vida. Es la muerte la que
hace que los momentos temporales de nuestra existencia sean irre­
versibles e irrepetibles (cada uno acontece por primera y última vez)
y, por consiguiente, que las opciones de la libertad humana no sean
meramente sucesivas y yuxtapuestas, sino integradas y unificadas en
la totalidad unitaria de nuestra vida7.
Partiendo tanto del origen, como del término final de la existencia
humana, se ha mostrado que la cuestión del hombre sobre sí mismo
(sobre el sentido último de toda su vida) es una cuestión justificada
como significativa a nivel de cuestión. Ha aparecido también que
1 origen y término final se corresponden mutuamente: en el uno y en el
otro, que constituyen los dos polos que delimitan la vida como tota­
lidad, se revela su carácter de no-autofundantes y así revelan la in­
trínseca no-autofundación, y por eso, la radical cuestionabilidad de
toda la existencia humanar el hombre no lleva en sí mismo el fun­
damento último de su ser, sino que se muestra como fundado más allá
y fuera de sí mismo: abierto a algo que lo trasciende.

El «por qué» y el «para qué» últimos de su vida constituyen al


hombre como radical y totalmente cuestionado, tanto en su inteligencia
como en su libertad: está llamado, no sólo a conocerse a sí mismo,
sino también a realizarse en sus decisiones libres: vive interpelado por
la tarea de actuar libremente sus propias posibilidades. Ante esta lla­
mada el hombre podrá tomar la actitud de indiferencia, desinterés o

7. Ibid., 323-333, 422-426.


18 De la cuestión del hombre a la de Dios

rechazo; pero no sin renunciar a ser auténticamente hombre, es decir,


sin dejar de ser fiel a su más profunda vivencia. El hombre no puede
contentarse con vivir por vivir. Un mero vivir, sin un por qué y para
qué de la vida, sería una degradación de lo más humano del hombre.

3. La cuestión primordial del hombre, la que se le presenta por


sí misma en la experiencia vivida de su propia existencia, es la cuestión
sobre sí mismo, sobre el sentido último de su vida: la pregunta accesible
a todos porque todos la viven. No se trata de una cuestión privilegia­
damente reservada a los pensadores, sino de la cuestión común a todos
los hombres y que por eso los unifica en la solidaridad de una misma
existencia: ningún privilegio ni en la experiencia de que surge, ni en
su formulación más obvia, ni en la respuesta que se le dé. En su
interpretación cuenta sobre todo la sinceridad ante la experiencia de
sí mismo, es decir, ante la llamada profunda a la existencia auténti­
camente humana.
La experiencia que el hombre tiene de sí mismo, está inseparable­
mente unida a su experiencia del mundo; por eso no se puede separar
la cuestión del hombre sobre sí mismo de la cuestión sobre el mundo.
Esto quiere decir que, al preguntarse acerca de sí mismo, el hombre
tendrá que plantearse la pregunta de su relación al mundo; pero no
quiere decir que estas dos cuestiones sean simplemente idénticas, ni
que sean igualmente próximas a la experiencia existencial originaria,
ni que estén al mismo nivel en el cuestionar humano. No se puede
pasar por alto que el ser del mundo culmina por sí mismo en el hombre,
es decir, en el único ser intramundano capaz de preguntar, en cuanto
capaz de preguntarse: el mundo no alcanza el nivel de la cuestión,
sino en el momento supremo de su evolución, que es precisamente el
hombre. Si el mundo no es inteligible, en última instancia, sino como
mundo del hombre y para el hombre, la cuestión última sobre el por
qué y el para qué del mundo no tendrá sentido sino desde dentro de
la cuestión última sobre el por qué y el para qué del hombre.
Es preciso formular inicialmente la cuestión del hombre sobre sí
mismo del modo más sencillo y más cercano a la experiencia originaria,
de modo que todos puedan reconocer en ella la expresión fiel de la
propia vivencia existencial. Desde este punto de vista parecen prefe­
ribles (como más accesibles) las fórmulas siguientes: «¿Vale la pena
vivir?» «¿Merece la vida ser tomada en serio?» «Vivir, ¿por qué y
para qué?» «¿Qué motivos justifican la actitud de enfrentamos con la
cuestión del sentido de la vida?» La formulación de Kant, que todavía
permanece plenamente actual, representa una reflexión más crítica y
elaborada de las precedentes: qué puedo saber, qué debo hacer, qué
me está permitido esperar. Tres aspectos de una misma pregunta, qué
La cuestión del sentido 19

es el hombre. Una sola cuestión, dirigida indivisiblemente a la razón


teórico-práctica, a todo el hombre, y, sobre todo, a su responsabilidad
y a su esperanza, es decir, a su libertad marcada e interpelada incon­
dicionalmente por el deber ético y por la llamada a la esperanza8.
Puesto en la existencia, que él mismo no ha escogido, y dotado de
una libertad que le ha sido dada, el hombre está constituido como
tarea para sí mismo, la tarea ineludible de hacerse actuando sus propias
posibilidades en las decisiones de su libertad. Lo quiera o no lo quiera,
el hombre está llamado a optar y realizarse (praxis) hacia lo nuevo
venidero: situado en el presente, se pregunta sobre el enigma de su
origen en el pasado y sobre su aún escondido futuro. Estas dos pre­
guntas se funden en una sola cuestión omnicomprensiva de la exis­
tencia: qué soy yo, qué sentido tiene mi vida. No se trata de la cuestión
de la esencia del hombre, sino de las posibilidades de su existencia.
Si se quiere hablar de esencia del hombre, se debe tener en cuenta
que en este caso se trata de una esencia totalmente singular, en cuanto
siempre e ilimitadamente abierta a nuevas posibilidades: el hombre
está permanentemente proyectado hacia lo por venir esperado, siempre
más allá de toda meta alcanzada.
La cuestión del sentido de la vida implica dos aspectos: a) si la
vida es inteligible, es decir, si presenta indicios que permiten com­
prender su «por qué» y sü «para qué»; b) si la vida representa un valor
capaz de empeñar nuestra libertad. Sentido de la vida quiere decir pues
inteligibilidad y valor inseparablemente unidos.
Se impone hacer aquí una distinción terminológica entre «tener
sentido» y «dar sentido». Que la vida «tiene sentido» quiere decir que
ella conlleva estructuras ontológicas que la hacen inteligible en cuanto
anticipan una finalidad y apuntan hacia nuevas posibilidades, y por
eso implica valores (motivaciones) que interpelan la libertad a la de­
cisión.
«Dar sentido» a la vida quiere decir comprometer de hecho las
decisiones de la libertad en el cumplimiento de la tarea previamente
configurada en las estructuras ontológicas que fundan su inteligibilidad
y valor. «Tener sentido» es, pues, ontológicamente previo al «dar
sentido», porque funda las condiciones necesarias para que el hombre
pueda comprometerse responsablemente (inteligente y libremente) en
la tarea de conferir sentido a su vida.
En su contexto vital, más inmediato y urgente, la cuestión del
sentido de la vida se refiere a mi existencia personal: en la tarea de
«dar sentido» a la propia vida, la persona de cada uno es insustituible.

8. Cf. I. Kant, Kritk der reinen Vernunft, WW, III, Berlin 1904, 522-523; Logik.
WW, IX, Berlin, 1923, 24-25.
20 De la cuestión del hombre a la de Dios

Pero implícitamente, en cuanto todo hombre vive su propia vida en


solidaridad y comunión con los otros, la cuestión del sentido com­
prende la existencia de cada uno y de la comunidad humana: no es,
pues, una cuestión solipsística, sino indivisiblemente personal y co­
munitaria.

4. Se ha señalado ya el distintivo más visible de la cuestión del


sentido de la vida: en ella el hombre se pregunta sobre sí mismo, y
por eso es indivisiblemente el cuestionante, el cuestionado y lo cues­
tionado: no puede desdoblarse en sujeto y objeto de la cuestión. Queda
excluida la posibilidad de la actitud neutra propia de la objetivación.
No es pues una cuestión que el hombre pueda indiferentemente plan­
tearse o no, sino la cuestión que el hombre no puede eludir, porque
su vida está estructuralmente marcada por ella, es decir, porque el
hombre la lleva en la experiencia fundamental de sí mismo. En su
autopresencia consciente (en todo acto de pensar, decidir, hacer) el
hombre vive la certeza de su propia existencia, que le impone la
pregunta qué soy yo. La formulación refleja de esta cuestión no es
sino la expresión (en conceptos y palabras) de la experiencia vivida.
La cuestión del sentido de la vida es, pues, apriórica, es decir, es­
tructura ontológica permanentemente presente en el acto mismo de
existir. Podemos huir de ella, y de hecho la evitamos sumergiéndonos
en el torbellino absorbente de los quehaceres cotidianos. Pero su lla­
mada está siempre allí, «en medio del camino de nuestra vida»9, como
la esfinge ante Edipo, y no podemos desentendemos de ella sin ser
infieles a lo más nuestro de nosotros mismos. Para tomarla en seria
consideración, es necesaria la decisión del recogimiento en profun­
didad.
El carácter ontológicamente apriórico de la cuestión última se revela
también en la libertad humana. El hombre no puede menos de hacer
opciones libres, comprometiendo su libertad en decisiones concretas;
y no puede hacerlas sin preguntarse por el por qué y el para qué de
ellas. Ahora bien: el por qué y el para qué de toda opción apuntan
por sí mismos hacia la cuestión del sentido último de la existencia
humana, sin el cual todas las motivaciones de las decisiones concretas
carecerían de fundamento. Las opciones del hombre no son inteligibles
sino como momentos intrínsecos de la totalidad y ultimidad de la vida,
como tarea de hacerse el hombre más-sí-mismo en la actuación de su
libertad.
La cuestión del sentido último de la vida tiene, pues, carácter
transcendental, en cuanto es condición previa de posibilidad de las

9. Dante, La Divina Comedia.


La cuestión del sentido 21

cuestiones particulares y las supera hacia un más allá de todas ellas:


está implícita (ontológicamente presupuesta) en todas las aspiraciones
y acciones del hombre en el mundo, que, a su vez, la suponen y
convergen en ella.
Es la única cuestión que afecta al hombre en todos los aspectos
de su existencia (conocimiento, decisión, acción), porque prefigura y
anticipa el sentido último que el hombre está llamado a dar a su
existencia} ^conocimiento, decisión, acción), porque prefigura y anti­
cipa el sentido último que el hombre está llamado a dar a su existencia):
en la libertad. Pregunta dirigida a la inteligencia y tarea asignada a la
libertad, son aquí existencialmente inseparables en interacción mutua.
Ante ella queda excluida la posibilidad de una actitud neutra, en cuanto
por sí misma interpela nuestra libertad. Lo sepa o no lo sepa (con
conocimiento reflejo), lo quiera o no lo quiera, el hombre no podrá
encontrar el sentido de su vida sino en un acto de toda la persona:
acto indiviso de conocimiento-decisión-acción. Sin la sinceridad ra­
dical para consigo mismo, sin la aceptación de sí mismo como real­
mente es, es decir, sin la aceptación de las exigencias impuestas por
sus estructuras existenciales, el hombre no puede descubrirse a sí
mismo. Porque de eso se trata: no simplemente de resolver un problema
meramente objetivo, sino de encontrar lo más hondo y decisivo de
nuestra vida, lo más nuestro de nosotros mismos. No basta el mera­
mente contemplativo «conócete a ti mismo»; hay que añadir el «hazte
a ti mismo en la autenticidad», en fidelidad a la llamada que nos pone
radicalmente en cuestión.
La cuestión sobre el sentido último de la vida no es, por consi­
guiente, una cuestión más entre las otras, sino simplemente la cuestión,
que funda y a la cual se refieren todas las demás: en ella se configura
la inquietud radical del hombre. Reclama una opción que no puede
ser sino la opción fundamental.
Se puede caracterizar al hombre como el creador del lenguaje, de
la técnica, de la cultura, del arte, de la historia; pero el distintivo, que
marca más profundamente al ser humano, consiste en su destino a
buscar el sentido último de su vida: el hombre ha sido puesto en el
mundo a la búsqueda de sí mismo y de su porvenir.
Surge aquí una pregunta ulterior: ¿es el hombre el que lleva la
cuestión del sentido o es llevado por ella? ¿es el cuestionante o más
bien el cuestionado? Si la cuestión del sentido último es apriórica, es
decir, si el hombre existe como interpelado por ella, se debe decir que
el hombre es el «ser cuestionado» radical y totalmente por la cuestión
que él mismo es para sí. Se muestra así que la existencia humana no
es autofundante, sino esencialmente referida hacia un más allá de sí
22 De la cuestión del hombre a la de Dios

misma: no podrá encontrar en sí misma la respuesta última a la cuestión


que la constituye.

La cuestión del sentido último tiene carácter totalizante, no sola­


mente porque implica la totalidad de la vida, sino también en cuanto
afecta a las funciones específicas de la actividad humana (conocer-
decidir-obrar) en su mutua irreductibilidad e inmanencia. El paso del
conocer el sentido de la vida a la decisión de darle sentido, y de la
decisión a la acción, no es un proceso automático. El conocimiento
condiciona la decisión, pero no la determina; lo mismo hay que decir
de la decisión respecto a la acción. La actitud de la libertad influye
en el conocimiento, y la acción se repercute en la actitud de la libertad.
La cuestión del sentido último de la vida transciende el campo de
lo empíricamente verificable y por eso supera la competencia de las
ciencias. Precisamente en ella surge la reflexión filosófica, que busca
el fundamento último de todo lo real en el hombre y en el mundo.
Una vez justificada como apriórica y como fundamento originario del
pensar humano, justifica y garantiza que el hombre puede hacer fi­
losofía, y que el conocimiento humano no puede ser reducido a los
límites de la verificación empírica.
Hacer filosofía no es, pues, una empresa exclusiva del pensamiento.
Ante la cuestión última del sentido de nuestra vida todo hombre (fi­
lósofo o no-filósofo) está comprometido. Su respuesta a tal cuestión
tendrá que ser indivisiblemente conocimiento y opción. Sería ilusorio
pretender tomar ante ella una actitud de mera neutralidad distanciada.
Y si la actitud tomada no proviene de la búsqueda sincera de la verdad,
es decir, de la escucha fiel de la experiencia vivida en la profundidad
de la existencia, el más genial sistema filosófico podrá extraviarse
desde su punto de partida10.
/ La índole singular de la cuestión del sentido último implica que la
respuesta (si la hay, positiva o negativa) no podrá ser «evidente»
(«constringente») porque la cuestión misma es empeñativa para la
libertad, y, por consiguiente, la respuesta será dada bajo el influjo de
la actitud profunda de la libertad. La posibilidad de una «demostración»
evidente del sentido último de la vida queda excluida, no solamente
por las dificultades que la inteligencia encuentra, cuando se mueve
más allá de los límites de lo empírico, sino también y más radicalmente
por la situación de interpelada y responsable que la misma cuestión
última impone a la libertad. Será posible, no una «demostración»,
sino una «mostración», es decir, una comprensión de los motivos

10. Cf. F. Jeanson, Le problème moral et la pensée de Sartre, Paris 1965, 270.
La cuestión del sentido 23

suficiente para justificar la opción. La evidencia propia de la «de­


mostración» no dejaría espacio para la opción.

5. Una vez analizada la cuestión del sentido a nivel de cuestión,


es necesario reflexionar sobre el método a seguir en la búsqueda de
la respuesta, sin suponer que se llegará a una respuesta, positiva o
negativa: no se puede excluir anticipadamente la eventualidad de no
encontrar respuesta.
El método a seguir no es indiferente para la comprensión de la
cuestión misma y de la respuesta: el método condiciona el proceso de
la reflexión, su validez y sus resultados: está ya precontenido y prea­
nunciado en las estructuras propias del conocer humano, es decir, es
anterior a su expresión refleja; surge de la reflexión sobre las condi­
ciones que hacen posible el proceso del conocimiento humano. El
método (ya reflejo) a seguir se decide en las siguientes preguntas: a
dónde se quiere llegar, desde dónde se debe partir, cómo se debe
proceder.
En nuestro caso, se quiere llegar a la comprensión de la respuesta
a dar a la cuestión del sentido de la vida humana. Se impone entonces
ubicar exactamente el punto de partida. Tratándose de un proceso de
conocimiento humano, habrá que decir globalmente que el punto de
partida será la experiencia: concretamente, la experiencia existencial,
a saber, la experiencia que el hombre vive de sí mismo en el acto de
existir, la precomprensión de la existencia implícita en la existencia
misma. No se trata, pues, de una experiencia personal privilegiada,
sino de la experiencia constitutiva y común a todo hombre.
Esta experiencia implica varios aspectos fundamentales pues afecta
a todas las dimensiones fundamentales de la existencia humana y se
refleja en ellas. Por eso hay que tomar, como punto de partida, todas
las dimensiones fundamentales de la existencia: a saber, la relación
del hombre al mundo («ser en el mundo»), su relación a los otros y
a la comunidad humana (dimensión interpersonal y comunitaria), su
relación a la muerte (evento singular, del qüe no se puede prescindir
ante la cuestión del sentido último de la vida), y, finalmente, la relación
del hombre a la historia. Estos aspectos de la experiencia existencial
total son mutuamente inmanentes: cada uno implica los demás y está
implicado en ellos: es, pues, necesario considerarlos todos (cada uno
distintamente: distinguir no es separar). No se puede omitir ninguno
porque en cada uno la experiencia existencial proyecta una luz nueva
que contribuirá a la clarificación de su totalidad.
Dentro de estas experiencias habrá que tener en cuenta todas las
formas de la actividad específicamente humana, es decir, del pensar-
decidir-obrar en su interferencia mutua. Esto quiere decir que la ex-
24 De la cuestión del hombre a la de Dios

periencia vivida, de la que partirá la reflexión, no se limita a la in­


terioridad del hombre, sino implica también su experiencia ante el
mundo, los otros, la muerte y la historia. Es verdad que la subjetividad
humana y la experiencia singular que tiene lugar en ella, constituyen
el núcleo específico de la existencia humana; pero parece metodoló­
gicamente preferible no partir primordialmente de su análisis, porque
es una subjetividad orientada por sí misma hacia el mundo, hacia los
otros (intersubjetividad), hacia la muerte y la historia, y, por eso, en
este proyectarse hacia lo otro de sí misma (alteridad) se podrá hablar
con más seguridad sobre el misterio de la interioridad del sujeto hu­
mano: la conciencia no puede reflejarse como tal, sino en el choque
con la realidad de lo otro y del otro.
Partir de la experiencia humana total es de importancia decisiva
para la reflexión sobre la cuestión del sentido de la vida; la parcialidad
del punto de partida pondría una grave hipoteca sobre la validez del
intento de responder a la cuestión qué es el hombre.
Una vez tomada, como punto de partida, la experiencia humana
total, el paso siguiente tendrá carácter fenomenológico: la realidad
«aparece» en el fenómeno, que es precisamente su «mostrarse» ori­
ginario. Se constatarán entonces los datos inmediatos, y, sobre todo,
las preguntas que surgen en el hacerse manifiesta la realidad misma
y que muestran ya inicialmente cómo es: en su «mostrarse», la realidad
esboza por sí misma las preguntas que orientan hacia su ulterior co­
nocimiento.
La descripción fenomenológica es tan imprescindible como insu­
ficiente para la comprensión humana. La inteligencia del hombre no
puede menos de buscar más allá de lo fenoménico; tiene que pregun­
tarse sobre las condiciones previas de posibilidad de la experiencia
vivida y sobre los presupuestos mitológicos necesarios para que la
realidad pueda ser tal como se muestra. La legitimidad de preguntar
hasta el fondo (hasta el último por qué), tiene una justificación in­
negable: el impulso irreprimible a comprender que el hombre lleva en
su inteligencia como dinamismo inagotable creativo del saber humano;
el hombre no puede frenar arbitrariamente su reflexión ante ningún
«por qué»; puede detenerse solamente cuando la cuestión misma se
muestre carente de significado.
La legitimidad de las preguntas concretas en el proceso que va de
la experiencia y de su descripción fenomenológica a la comprensión
de las condiciones previas de posibilidad, tiene como base la expe­
riencia y la exigencia de comprender: el hombre no puede contentarse
con vivir y experimentar, renunciando a comprender lo vivido.
La cuestión del sentido de la vida es radical y total, y por eso no
puede omitir la pregunta sobre el fundamento último. Pero esto no
La cuestión del sentido 25

implica, por sí solo, que tenga que haber necesariamente un último


«por qué»; no se puede excluir anticipadamente que la respuesta final
sea: la vida no tiene sentido, o no podemos saber si lo tiene. Si fuera
éste el resultado de la reflexión, quedaría verificado que la cuestión
misma del sentido no es significativa. Por eso, después de este análisis
formal de la cuestión del sentido de la vida humana, será necesario
entrar en la discusión de si la vida tiene sentido o no lo tiene, e
implícitamente si lo podemos saber.
El método a seguir será, pues: a) existencial, en cuanto se parte
de la experiencia vivida por el hombre en el acto mismo de existir, y
de la «precomprensión» implícita en esta experiencia: b) fenomeno-
lógico, en cuanto la descripción fenoménica deja que la realidad se
«muestre» y desvele así las indicaciones y preguntas concretas impli­
cadas en ella: c) transcendental, en cuanto busca los presupuestos
ontológicos necesarios para la comprensión de la experiencia mani­
festada en el fenómeno. «Método transcendental» no quiere decir sino
proceder según las exigencias del comprender humano en su dina­
mismo de preguntar y buscar siempre ulteriormente. La legitimidad
de las cuestiones concretas se justifica por su necesidad de comprender
la realidad. También las filosofías que niegan la significatividad de
las cuestiones metaempíricas, la niegan intentando hacer comprender
que más allá de lo empírico no hay nada que comprender o preguntar.
Y en este intento entran inevitablemente en lo más allá de lo empírico.

6. Una vez que el hombre no tiene una experiencia inmediata de


Dios (en la experiencia total constitutiva de la existencia humana no
hay una región reservada a la cuestión de Dios), se debe admitir que
la cuestión de Dios (si la hubiere) no será posible sino en cuanto la
experiencia de la que surge la cuestión del hombre culmina por sí
misma en «algo» más allá del hombre, el mundo y la historia, de tal
modo que la reflexión interpretativa de la experiencia existencial ten­
dría que plantearse la cuestión de una realidad transcendente. Esto
quiere decir que la cuestión de Dios no podrá surgir sino en cuanto
implícita en la cuestión del hombre, a saber, en cuanto exigida y
necesaria para responder (hasta la última instancia) a la cuestión del
hombre sobre sí mismo: solamente así será posible justificar la cuestión
de Dios a nivel de cuestión. La posibilidad de plantear la cuestión de
Dios requiere, pues, las condiciones siguientes:
a) que en la misma experiencia existencial emerjan «signos de
transcendencia», indicios que apuntan más allá de las fronteras de la
relación inmanente «hombre-mundo-historia»;
b) que la reflexión fenoménico-transcendental sobre la experiencia
constitutiva de la existencia humana logre mostrar la transcendencia
26 De la cuestión del hombre a la de Dios

de estos «signos», es decir, que no sea posible comprender hasta el


fondo lo vivido implicado en la existencia, sino planteando la cuestión
del transcendente11.
La cuestión de Dios podrá, pues, ser justificada solamente como
el «por qué» último exigido por la cuestión misma del hombre, es
decir, como condición última de posibilidad e inteligibilidad de lo que
el hombre vive en su relación al mundo, a los otros, a la muerte y a
la historia. Se la podrá formular en los siguientes términos:

a) Si es posible descubrir en el hombre algo que se le impone


incondicionalmente (estructuras ontológicas previas de la existencia),
a saber, si es posible mostrar que en la existencia humana hay algo
previamente dado, que condiciona todo acto del hombre (conocer,
decidir, obrar), de tal modo que el hombre se revele como incondi-
cionalmente-condicionado;
b) Si es posible mostrar que estos incondicionalmente-condicio-
nantes apuntan hacia el absolutamente incondicionado como su fun­
damento último: es decir, mostrar que esos condicionantes previos no
son la realidad última fundante, porque en último término no son
inteligibles, sino como referidos al absolutamente incondicionado y
transcendente.
c) Todo se decidirá, por consiguiente, en mostrar (o no mostrar)
que en el hombre hay algo que lo condiciona incondicionalmente y
que este condicionante previo (ontológicamente apriórico) no es au-
tofundante, sino que por sí mismo está referido a una realidad abso­
lutamente incondicionada y condicionante, es decir, transcendente.

7. Si la cuestión de Dios (en el caso de que la hubiera) no puede


emerger ni ser justificada, sino en cuanto momento culminante de la
cuestión misma del hombre, se puede decir ya desde ahora que en ella
se reflejarán los caracteres propios de la cuestión del hombre.
El contenido mismo de la idea de Dios podrá manifestarse sola­
mente a lo largo de la reflexión antropológica, impuesta por la ne­
cesidad de comprender el sentido de la experiencia existencial total;

11. Cf. E. Coreth, ¿Qué es el hombre?, Barcelona 1976, 250-251. El filósofo marxista
A. Schaff reconoce que la cuestión del sentido de la vida debe buscar la respuesta ante
todo en las dimensiones fundamentales del hombre. Si a este nivel se encuentra una
respuesta suficiente, no hay por qué buscar ulteriormente. Solamente si no se llega a una
respuesta suficiente, será necesario (y, por eso, justificado) plantear la cuestión de Dios.
Pero Schaff bloquea anticipadamente esta cuestión con el conocido prejuicio de su carácter
no-científico, pasando por alto el problema de los límites del método rigurosamente cien­
tífico (A. Schaff, Marxismus und das menschliche Individuum, Wien 1965, 317. Cf. H.
Rolfes, Der Sinn des Lebens im marxistischen Denken, Dusseldorf 1971, 20-21.
La cuestión del sentido 27

será un contenido sugerido por la cuestión misma del hombre (norma


hermenéutica para la justificación de la idea y del lenguaje sobre Dios).
Si la cuestión de Dios no puede darse, sino como implicada en la
cuestión constitutiva del hombre sobre sí mismo (en la cuestión que
el hombre lleva en sí mismo) se puede decir también que el hombre
no podrá plantearse la cuestión de Dios sino porque la lleva impresa
en las estructuras que condicionan la existencia humana y sus expe­
riencias fundamentales; la cuestión de Dios (si la hay) tendrá que
pertenecer a la precomprensión vivencial que el hombre tiene de sí
mismo. Más aún: hay que decir que si el hombre no estuviera cons­
titutivamente abierto al transcendente (si estuviera totalmente ence­
rrado en su relación puramente inmanente al conjunto «mundo-hu­
manidad-historia», no podría ni siquiera buscar a Dios (plantearse la
cuestión de Dios). Esto no quiere decir en ningún modo que sabemos
de antemano (a priori noético) que tenemos la cuestión de Dios: lo
podremos saber (reflejamente) solamente a posteriori (noético), e
' cir, mediante un proceso de reflexión que muestre que de hecho 1;
estión de Dios está implicada en la cuestión del hombre.
Se podrá decir, por consiguiente, que como en el fondo no es ei
/ hombre el que lleva la cuestión del sentido de su vida, sino el llevado
: interpelado por ella, así será él llevado e interpelado por la cuestión
le Dios. Propiamente hablando, no sería el hombre el que busca a
Dios, sino Dios el que vendría al encuentro del hombre.
Consiguientemente: como la cuestión del hombre, también la cues- j
ión de Dios será indivisiblemente problema y tarea, pregunta para la
inteligencia e interpelación de la libertad, llamada total al conoci­
miento-opción. Queda descartada la posibilidad de una actitud neutra
ante la cuestión de Dios; no se la podrá descubrir, sino dentro de la
disposición de la libertad comprometida, es decir, abierta a las exi­
gencias impuestas al hombre por una cuestión que se presenta como
el momento definitivamente «empeñativo» y decisivo de la cuestión
del sentido de la vida.
Finalmente: si no es posible dar a la cuestión del hombre una
respuesta «demostrativa» sino solamente «mostrativa», tampoco (y a
fortiori) será posible una respuesta «demostrativa» a la cuestión de
Dios: a fortiori, porque si en la cuestión del hombre nos encontramos
ante el misterio del hombre, en la cuestión de Dios estamos ante el
Misterio por excelencia, y porque la interpelación de la libertad vendría
a ser suprema ante la llamada de quien nos cuestiona total y radical­
mente.
En suma: la respuesta a la cuestión del sentido hay que buscarla
en primer lugar dentro de la realidad intramundana total, constituida
por la relación hombre-mundo-historia. Si la respuesta última a la
2H De la cuestión del hombre a la de Dios

cuestión del sentido se encontrara dentro de lo real intramundano, no


habría que buscar ulteriormente: no se daría la cuestión de Dios.
Solamente si las respuestas posibles que ofrece lo intramundano no
son últimas, sino que por sí mismas exigen preguntar más allá de todas
ellas, habrá que poner la cuestión del Transcendente, Último, Incon-
dicionado. Todas las preguntas sobre Dios o no-Dios, teísmo o ateís­
mo, son en el fondo una sola cuestión: el fundamento último ¿es
meramente intramundáno o transcendente respecto a la totalidad de lo
real intramundano? ¡
2
La cuestión del hombre y de Dios
en la filosofía de I. Kant, L. Feuerbach
y M. Heidegger

1. Desde hace dos siglos hasta nuestros días, la filosofía (teísta


o ateísta) plantea la cuestión de Dios, partiendo de la cuestión del
hombre; no se puede justificar la cuestión de Dios, a nivel de cuestión,
sino analizando previamente la cuestión del hombre'.
Fue I. Kant el primer filósofo que presentó expresamente la cuestión
del hombre como la pregunta primordial y básica de todo el preguntar
humano (y por eso también de la cuestión de Dios). He aquí sus dos
textos a este respecto:
«Todo el interés (tanto especulativo como práctico) de la razón se
centra en las tres preguntas siguientes: ¿quépuedo saber? ¿qué debo
hacer? ¿qué puedo esperar? La primera pregunta es meramente es­
peculativa... La segunda es solamente práctica... La tercera es si-
multáneamente práctica y teórica.» En su segundo texto, después de
repetir con las mismas palabras y en el mismo orden las tres preguntas
precedentes, Kant añade una cuarta: ¿qué es el hombre?, y las comenta
así: «A la primera responde la metafísica, a la segunda la moral, a
la tercera la religión y a la cuarta la antropología. En el fondo se
podría atribuir todo esto a la antropología, porque las tres primeras
se refieren a la última»12.
La originalidad de estos textos de Kant está en la proclamación de
que la cuestión que más interesa al hombre, es la cuestión de sí mismo,

1. Cf. W. Weischedel, Der Gott der Philosophen I, Darmstadt 1971, 191-497; II,
60-140.
2. I. Kant, Kritik der reinen Vemunft, WW, III, Berlín 1904, 522-523; Logik, WW,
IX, Berlín 1923, 24-25.
M) De la cuestión del hombre a la de Dios

la cuestión que el hombre es para sí mismo. No se trata de una cuestión


sobre la esencia constitutiva del hombre, sino sobre su existencia,
sobre las posibilidades abiertas a la decisión libre del hombre y al
futuro de su esperanza; al presentar la pregunta «qué es el hombre»
como síntesis de las tres preguntas sobre su capacidad de saber, sobre
la praxis de su libertad responsable («qué debo hacer») y sobre lo que
le está permitido esperar, Kant señala las dimensiones que hacen del
hombre un ser en-proyecto hacia su porvenir. No puede menos de
sorprender la actualidad de esta formulación de la cuestión antropo­
lógica, que pone de relieve la importancia de la praxis y de la esperanza
humana. A propósito de la pregunta «qué puedo esperar», ha notado
acertadamente P. Ricoeur: «no sé que ningún otro filósofo haya de­
finido la religión exclusivamente por esta cuestión»3.
El contexto inmediato en que aparecen estos dos textos sobre la
cuestión del hombre, muestra que Kant tuvo una conciencia clara de
que esta cuestión debía abarcar la existencia humana en su totalidad
de conocer, decidir-obrar y esperar; el interés de la razón humana no
se refiere únicamente al «saber» teórico, sino también y sobre todo a
los fines supremos del obrar y del esperar del hombre. Sus dos obras
maestras (Crítica de la razón pura; Crítica de la razón práctica) tratan
de responder, la primera a la pregunta «qué puedo saber» (condiciones
de posibilidad y límites del saber teórico) y la segunda a las preguntas
«qué debo hacer», «qué puedo esperar» (fundamento y fin últimos a
la libertad humana, marcada por el carácter incondicional del deber
ético y del esperar ilimitado del hombre)4. La interpretación del pen­
samiento de Kant sobre la «razón práctica» exige que se tenga igual­
mente en cuenta su análisis del deber ético como del esperar humano.
Ha sido mérito de P. Ricoeur el haber puesto de relieve la importancia
primordial de la esperanza en la cuestión antropológica kantiana5.
En su misma formulación de las tres preguntas, implicadas en la
cuestión «qué es el hombre», Kant nos remite a su distinción entre
«razón teórica» y «razón práctica». No se trata de dos razones diversas,
lo que haría del hombre un ser contradictorio, sino únicamente de dos
usos, complementarios entre sí, de una sola y misma razón, que se
encuentra en la situación de tener que preguntarse siempre sobre las
condiciones previas de posibilidad del conocer-obrar-esperar humano,
sin poder saciar definitivamente su necesidad de preguntar6.

3. P. Ricoeur, Le conflit des interprétations, París 1969, 408.


4. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, 517-538.
5. P. Ricoeur, o. c., 405-414. Cf. J. Muguerza, La razón sin esperanza, Madrid
1977, 66-67.
6. I. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, WW, IV, Ed. W. Weischedel,
Berlín 1956, 101; Kritik der praktischen Vernunft, Ed. Weischedel, IV, 249-252; Kritik
der reinen Vernunft, 15-20, 519-525.
Kant, Feuerbach, Heidegger 31

La razón teórica (uso teórico de la razón) tiene como campo propio


el mundo sensible (la naturaleza con sus leyes inmanentes necesarias);
si· basa únicamente en la experiencia empírica, y está condicionada
previamente por las formas (aprióricas) «espacio-tiempo» y por las
(•alegorías que hacen posibles los juicios sintéticos a priori. Coheren­
te mente sostiene Kant que mediante este uso meramente teórico de la
razón humana no se puede demostrar, ni la existencia ni la no-exis-
lencia de Dios: la cuestión de Dios, si la hay no emerge dentro del
campo de la razón teórica78.
«Práctico es todo lo que es posible mediante la libertad»9', que no
está sometida a la necesidad inmanente de las leyes de la naturaleza,
limerge así un campo nuevo, abierto a la razón humana en su uso
práctico: el campo del «mundo inteligible», accesible a la razón a base
de la experiencia metaempírica de la incondicionalidad del deber ético
y de la esperanza, que va siempre más allá de todo logro del hombre
en el mundo hacia una plenitud venidera supratemporal. En esta ex­
periencia interna del deber ético y de la esperanza del bien supremo
se revela la libertad del hombre9.
La razón práctica se pregunta sobre las condiciones de posibilidad
de la libertad humana, en la doble e inseparable incondicionalidad del
deber ético y del esperar (no limitado por el tiempo); se refiere, pues,
a realidades inaccesibles a la experiencia empírica y a la razón teórica.
Su modo de conocer estará inevitablemente marcado por la opción de
reconocer el deber ético y de escuchar la llamada de la esperanza. No
puede por consiguiente sorprender que Kant sostenga el primado de
la razón práctica sobre la razón teórica: un primado, que proviene del
mayor «interés» de su objeto propio, a saber, el fin último y completo
riel hombre: la razón humana está al servicio del hombre y por eso
liende por sí misma a las cuestiones últimas, que se refieren al com-
plimiento pleno del hombre en su praxis ética y en la esperanza de su
porvenir10.

2. En su análisis de la libertad, Kant descubre las dos dimensiones


(Mitológicas previas que condicionan incondicionalmente la posibilidad
del optar libre del hombre: la dimensión del deber ético y la de la
esperanza siempre abierta a una plenitud venidera.

7. I. Kant, Kritik der praktischen Vernunft, 175-186, 230; Kritik der reinen Vernunft,
420-426.
8. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, 520.
9. I. Kant, Kritik der praktischen Vernunft, 82-89, 62-72, 108, 133, 155-173, 211-
224, 241-242, 252, 261, 327; Kritik der reinen Vernunft, 521-530.
10. I. Kant, Kritik der praktischen Vernunft, 249-252.
32 De la cuestión del hombre a la de Dios

Es preciso notar que el «imperativo categórico» de Kant no implica


el formalismo de un principio abstracto, sino que se identifica con­
cretamente con la dignidad inviolable y sagrada de la persona humana,
que excluye incondicionalmente el ser tratada como medio y exige ser
reconocida como fin y valor en sí misma".
Kant presenta la felicidad (plenitud) del hombre, no como una
conquista del hombre mediante el cumplimiento de la ley moral, sino
como fin último de la esperanza, como algo venidero que el hombre
puede solamente esperar («Reino de la gracia»). Una vida nueva más
allá de la muerte no nos es accesible a través de una reflexión sobre
la simplicidad de una sustancia espiritual (el alma), sino únicamente
como término del esperar humano, siempre abierto a un más de ple­
nitud que el hombre no puede por sí mismo lograr ni «saber» previa­
mente de qué modo vendrá1112.
Tanto la libertad del hombre como la «vida venidera» («inmorta­
lidad»), son calificadas por Kant como «postulados» de la razón prác­
tica, a saber, como proposiciones que tienen sí un contenido objetivo,
pero que no pueden ser «demostradas» teóricamente, y son afirmadas
en cuanto exigidas y necesarias para que la praxis ética y el esperar
humano tengan sentido: el deber ético y la esperanza ilimitada están
ontológicamente referidos al bien supremo y pleno, fundamento y fin
último de la libertad13.
Es aquí donde, según Kant, la cuestión del hombre (en su totalidad
indivisa de conocer-optar-esperar) lleva por sí misma a la cuestión de
Dios: en la cuestión sobre sí mismo, el hombre se encuentra inevi­
tablemente ante la cuestión de Dios. Pero no se ha encontrado con
Dios en el camino de una reflexión puramente racional, sino única­
mente en una actitud total y omnicomprensiva de su existencia; no
por la vía «demostrativa» (propia de la razón teórica), sino mediante
la razón práctica, que compromete radicalmente al hombre en el sentido
de que está llamado a dar a su vida con la praxis y el esperar de su
libertad14.
La afirmación de la existencia de Dios a la que Kant llega a través
del análisis de la libertad humana como incondicionalmente respon­
sable y abierta a la esperanza de una plenitud venidera, tiene un estatuto

11. I. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, 73; Kritik der práktischen Ver-
nunft, 210-211, 263-264. Cf. J. Gómez Caffarena, El teísmo moral de Kant, Madrid 1983,
116-138.
12. I. Kant, Kritik der reinen Vernuft, 20, 525-529; Kritik der práktischen Vernunft,
251-252, 260-262.
13. I. Kant, Kritik der práktischen Vernunft, 253-271.
14. I. Kant, Kritik der práktischen Vernunft, 232, 266-276, 66, 95; Kritik der Ur-
teilskraft, Ed. Weischedel, V, 577, 584, 616.
Kant, Feuerbach, Heidegger 33

epistemológico propio. No es ni una mera hipótesis ni el resultado de


una demostración apodíctica y constringente. Es un «tener por ver­
dadera» (Fiirwahrhalten) la realidad de Dios, como condición onto-
lógica previa y necesaria de posibilidad del deber ético y del esperar
(no limitado al tiempo) del hombre. Se trata de un «conocimiento»
dotado de contenido «inteligible», logrado mediante el uso práctico
de la razón, es decir, vinculado al ejercicio de la libertad humana en
la opción de reconocer el deber ético y la apertura ilimitada de la
esperanza; una afirmación de Dios, que proviene de la reflexión de la
razón humana sobre sí misma, en cuanto implicada y actuada en su
«uso práctico», es decir, en las opciones de la libertad; por eso, por
esta presencia de la dimensión decisional en la razón práctica, carece
ríe la evidencia constringente, que es propia de la razón teórica. Pero
este conocimiento de la existencia de Dios no es de un grado inferior
al «saber» propio de la razón teórica, sino simplemente diverso15.
Para expresar la peculiaridad de tal conocimiento, Kant ha tenido
que crear un término nuevo y sorprendente: «Razón-fe» («fe racional»:
«Vernunftglaube»); «razón», en cuanto implica la reflexión de la razón
humana sobre sí misma en su actuación práxica; «fe», en cuanto
implica la opción de la libertad en su aceptación del «incondicional»
deber ético y de la apertura siempre abierta de la esperanza. Esto
quiere decir que no es posible afirmar la existencia de Dios, sino en
la actitud de reconocerlo como fundamento y fin último de la existencia
humana16.
Notemos finalmente que Kant distingue expresamente este aspecto
de «fe», presente en la afirmación filosófica de Dios, de la fe fundada
en la autoridad de la revelación propiamente dicha. La razón humana,
en su uso práctico, es capaz de justificar la afirmación fundamental
de la religión17.
Aparece pues que Kant legitima la cuestión de Dios, en cuanto
implícita en la cuestión del hombre y exigida por ella. Pero su plan­
teamiento de la cuestión del hombre es incompleto; faltan dos aspectos
fundamentales del ser del hombre: su relación a la naturaleza, su tarea
de transformarla, y a la historia, el hacerse histórico del hombre ha­
ciendo la historia.

15. I. Kant, Kritik der praktischen Vernunft, 117, 108, 257; Was heisst sich im Denken
Orientieren, Ed. Weischedel, III, 277.
16. I. Kant, Kritik der praktischen Vernunft, 257, 280; Kritik der reinen Vernunft,
511-538; Was heisst sich im Denken Orientieren, 277-283.
17. I. Kant, Die Religión innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft, Ed. Weis-
chedel, 655-657, 785.
34 De la cuestión del hombre a la de Dios

3. Si el teísta Kant halló en la cuestión del hombre la base para


la cuestión y afirmación de Dios, un siglo más tarde el ateísta L.
Feuerbach, partiendo también del hombre, llegó a la negación de la
existencia y de la cuestión misma de Dios.
Para comprender el pensamiento de Feuerbach hay que tener en
cuenta que todos sus escritos filosóficos giran en torno a dos polos:
a) la filosofía de su genial maestro Hegel, que en su juventud acepta
fielmente, para criticarla luego tanto en el método como en el contenido
y rechazarla al fin radicalmente; b) su actitud ante la religión cristiana,
mas aún, frente a toda religión, consideradas por él como la más
fantástica y nociva ilusión de la humanidad, que Feuerbach se preocupa
constantemente de desenmascarar para liberar al hombre alienado de
sí mismo por el espejismo de un Dios personal. Estos dos polos se
aproximan hasta coincidir en la mirada de Feuerbach, que ve en el
sistema de Hegel la cumbre suprema de la conceptualización filosófica
de la fe cristiana y de toda filosofía de la religión. Esta identificación
del Dios de la religión con el Dios del idealismo hegeliano representa
un factor importante, tal vez decisivo, en la posición de Feuerbach
ante la cuestión de Dios; como el Dios del hegelianismo es un Dios
meramente pensado, el Dios de la religión es un Dios meramente
representado, imaginado18.
El pensamiento filosófico de Feuerbach se ha desarrollado en un
constante proceso evolutivo, que comienza con el primado del pensar
y de la autoconciencia del hombre, para terminar en la supremacía de
la realidad sensible. A grandes rasgos, y con los debidos matices, se
pueden señalar tres períodos de este proceso19.
En los escritos de su juventud (1825-1838) aparece muy marcado
el influjo del idealismo hegeliano. Su tesis doctoral (Sobre la razón:
su unidad, universalidad, infinidad) tiene como tema la «razón» del
hombre en cuanto pensar-pensante, es decir, en el acto de autopénsarse
y de actuarse (realizarse): identidad hegeliana del pensar y del ser.
Como pensamiento que se piensa a sí misma, la «razón» es absoluta,
y absolutamente idéntica consigo misma; tiene en sí misma su origen

18. Cf. M. Xhaufflaire, Feuerbach et la théologie de la sécularisation, Paris 1970,


50-60, 105-122, 213-230; H. J. Braun, L. Feuerbachs Lehre vom Menschen, Stuttgart
1971, 63-81; A. Alessi, L ’ateismo di Feuerbach, Roma 1975, 128-132; W. Weischedel,
o. c ., I, 390-391.
19. Citamos los escritos de Feuerbach según la edición de W. Bolin y F. Jodl (Stuttgart
1959-1964), que lleva por título Ludwig Feuerbach, Sämtliche Werke (sigla: SW).
Kant, Feuerbach, Heidegger 35

y su fin: unidad plena de su esencia y de su existencia. La «razón»


es universal, porque en el acto de pensarse supera la distinción entre
lo singular individual y lo genérico: «en cuanto pensante, no soy éste
0 aquel hombre;... sino simplemente el hombre,... no distinto de los
otros, sino uno mismo en todos». La «razón» es una forma infinita
porque transciende todo lo finito y se identifica con todo el pensar,
y, por eso, con todo lo real; lo que los teólogos llaman Dios, es válido
decirlo de la razón. Detrás de estas elucubraciones (que implican la
enorme aporía de un universal, que en cuanto tal es real) se delinean
los rasgos de la idea hegeliana del Espíritu Absoluto en el proceso de
expresarse y de realizarse. Pero aparece ya una diferencia decisiva
entre el joven Feuerbach y su maestro Hegel; mientras el Espíritu
Absoluto de Hegel es (o, al menos, quiere ser) el Dios transcendente
y personal, la «razón universal» de Feuerbach presenta contornos pan-
teístas: es lo divino universal de la razón humana20.
El segundo período de Feuerbach (1839-1843) representa un viraje
decisivo que se caracteriza por la crítica del idealismo hegeliano (una
crítica que se hará cada vez más radical) y por la concentración de su
reflexión filosófica en el hombre real y total (no meramente en la
«razón» humana).
Hay que reconocer a Feuerbach el mérito de haber descubierto la
vulnerabilidad de la filosofía de Hegel en su mismo punto de partida;
1legel no parte de lo concreto, real y experimentable, sino de una idea
abstracta, la Idea del Espíritu Absoluto, y pretende haberse situado
así en el punto de vista absoluto, evidente e indiscutible. Además, el
proceso en que el Espíritu Absoluto se piensa, se expresa y realiza en
sus determinaciones objetivas, no puede dar lugar sino a determina­
ciones meramente pensadas; la filosofía hegeliana de la identidad pre­
senta una identidad del pensar con lo pensado: es una identidad pu­
ramente ideal21.
Feuerbach invierte totalmente, de arriba abajo, él pensamiento he­
geliano: la conciencia del hombre no es la autoconciencia de Dios,
sino al revés; solamente en la autoconciencia del hombre hay con­
ciencia de Dios: «Dale la vuelta y tienes la verdad: el saber del hombre
acerca de Dios no es sino el saber que el hombre tiene de sí mismo,
de su propia esencia»22. El Absoluto divino de Hegel queda definiti­
vamente desplazado por el Absoluto humano de Feuerbach.
La categoría fundamental de este segundo período es el hombre,
no en su individualidad finita, sino en su ser genérico: el género

20. SW, IV, 299-356; II, 222, 225 , 247, 262, 379; VI, 56; XI, 14-24, 45-53, 59,
64. Feuerbach mismo presenta una síntesis de su tesis doctoral (SW, II, 364-366).
21. SW, II, 226-229, 238, 254, 256, 274-293; VIII, 153.
22. SW, VI, 15, 278.
36 De la cuestión del hombre a la de Dios

humano (Gattung). Por ser consciente de sí mismo, el hombre puede


captar su propia esencia como pensamiento, voluntad y amor; en su
pensar, querer y amar, el hombre es autónomo y autosuficiente, divino:
tiene en sí mismo su fundamento y su fin. El hombre en su esencia ,
genérica es, pues, absoluto e infinito. En su concepto del hombre
«genérico», Feuerbach reincide en el mismo error de la noción de
«razón» en su tesis doctoral: un universal que en cuanto tal es real,
una esencia dotada en sí misma (fuera de los individuos) de realidad23.
En su tercero y último período (1844-1872), Feuerbach se dio
cuenta de que en su filosofía había una gran omisión («eine grosse
Lücke»), que ocasionaba insensatos malentendidos: la naturaleza con
sus fuerzas y leyes inmanentes y con su insuperable conexión con el
hombre24. Fue éste un descubrimiento que decidió la fase última de
su pensamiento; desde este momento, la realidad absoluta, infinita,
eterna, sin origen y origen de todo lo real, será la naturaleza.

4. La prevalencia de la «naturaleza» en el último Feuerbach está


estrechamente ligada con la importancia primordial de la «sensibili­
dad» (Sinnlichkeit) entendida tanto como realidad «sensible», cuanto
como conocimiento «sensible» (las sensaciones humanas).
Aquí nos sale al encuentro lo que constituye el principio funda­
mental de la ontología del último Feuerbach: «Solamente un ser sen­
sible es verdadero y real»; «Verdad, realidad y sensibilidad (ser sen­
sible) se identifican»; un ser no perceptible por los sentidos, no es
real25. Con esto no quiere decir Feuerbach que todo lo real es sensible;
reconoce expresamente que el hombre está constituido por la unidad
indivisible de lo sensible y de lo «espiritual». Lo que sí quiere decir
(y lo dice y repite expresamente) es que un ser carente totalmente de
la dimensión de lo «sensible», y por lo tanto inaccesible a nuestra
experiencia sensible (empírica), no puede ser real. Feuerbach concluye
lógicamente que el Dios del teísmo, puro Espíritu y por eso puramente
pensado (no captable por los sentidos), no puede ser real: es algo
meramente pensado por el hombre, pero no realmente existente26. Para
Feuerbach este principio ontológico de todo lo real, como necesaria­
mente sensible, como esencialmente implicativo de la dimensión de
lo sensible, es una evidencia; no se ha preocupado de justificarlo. Hay
que calificarlo pues como un puro presupuesto, como una afirmación
tan rotunda como no-fundamentada.

23. SW, VI, 1-40, 190, 337-345; IV, 116, 190.


24. SW, VIII, 24-25.
25. SW, II, 296.
26. SW. II. 234. 247-250. 297. 301; VIII. 15.
Kant, Feuerbach, Heidegger 37

Por lo que se refiere a la «sensibilidad» como capacidad cognos­


citiva, Feuerbach subraya con acierto la unidad inseparable del sentir
y del pensar en todo conocimiento humano, Pero el primado absoluto
corresponde, según él, a la sensación, en cuanto captación inmediata
de lo real27. Cabe preguntarse si no se esconde aquí una epistemología
un tanto ingenua, y, sobre todo, si la captación humana de lo real, en
cuanto tal, no es propia de la inteligencia en su función asertiva.
La supervaloración de lo «sensible» y concreto llevó al último
Feuerbach a poner al individuo humano por encima del «ser genérico»
del hombre, cuyo concepto (Gattung) queda postergado. Lo real en el
hombre no es sino su ser individual con sus relaciones a los otros y
al mundo (naturaleza)28.
A partir de su segundo período, Feuerbach reflexiona sobre su
propia filosofía, que designa como «la nueva filosofía», «la filosofía
del futuro»29. En contraposición al idealismo hegeliano, esta filosofía
no admite ningún presupuesto; no parte de lo abstracto y meramente
pensado, sino de lo concreto, empírico, real, y, por eso, de la intuición
sensible, como base del pensar30. «La nueva filosofía comienza con
la proposición: yo soy un ser real, sensible; el cuerpo en su totalidad
es mi yo, mi mismo ser»31. Su objeto universal y supremo es el hombre
en su realidad total, que incluye la naturaleza como su fundamento32.
«En qué consiste mi método», se pregunta Feuerbach: «En reducir
todo lo sobre-natural, mediante el hombre, a la naturaleza, y todo lo
sobre-humano, mediante la naturaleza, al hombre; pero siempre a base
de hechos y ejemplos visibles, históricos, empíricos»33; a saber, tratar
de reducir todo lo que es pensado como realidad transcendente a la
única verdadera realidad, constituida por lo sensible e inmanente en
el binomio oinnicomprensivo naturaleza-hombre.
Con este método quiere «demostrar» que las potencias ante las
cuales se inclina el hombre en la religión, no son sino un producto de
su sentimiento... y de su ignorancia. «Mi tarea se ha cumplido. He
reducido el ser extramundano, sobrenatural y sobrehumano de Dios a
elementos constitutivos del ser humano. Al final he vuelto al comienzo:
el hombre es el origen, el centro y el término final de la religión»34.
No hay más realidad que la sensible e intramundana; todo lo que
transciende esta realidad es una quimera.

27. SW, II, 296-299, 305, 310, 330, 332; X, 219.


28. sw , X, 143, 215; 11, 265.
29. SW, II, 2 2 2 -:319.
30. sw , II, 207, 208, 388, 230-231.
31. sw . II, 299-:300.
32. sw , II, 245, 239, 313, 388, 315, 317; VIII, 25-27; VI, 326.
33. sw , II, 390.
34. sw , VIII, 27-37; 'VI, 222.
38 De la cuestión del hombre a la de Dios

5. Desde 1841 Feuerbach presenta la cuestión del hombre como


la base de su filosofía; el primer capítulo de La esencia del cristianismo
se titula precisamente «La esencia del hombre»; «el primer objeto del
hombre es el hombre mismo»35. La palabra «hombre» es el nombre
de todos los nombres; todo lo que el hombre nombra y expresa, expresa
el ser del hombre36. A lo largo de sus escritos se encuentran dos textos
en que se formula expresamente la pregunta, ¿qué es el hombre?
El primer texto es del año 1844: «¿De dónde es el hombre?»
Pregúntate en primer lugar: ¿qué es el hombre? Si es claro para ti su
ser, también lo será su origen. El hombre adulto pregunta, ¿qué es el
hombre? El niño, «¿de dónde es?»37. De lo que el hombre es se podrá
conocer si tiene su origen en sí mismo o fuera de sí mismo; reflexión
correcta, pero se echa de menos en esta formulación de la cuestión
del hombre el «para qué», el interrogante ineludible del futuro, que
implica el qué hacer y el qué esperar; la cuestión de la praxis y de
la esperanza, que en el fondo no es sino la cuestión de lo más humano
del hombre: la libertad.

El segundo texto (1848) surge en un contexto de interés especial.


Feuerbach se da cuenta de que dentro del hombre mismo hay un
misterio impenetrable, un abismo insondable entre lo que constituye
el «yo» humano (conciencia, libertad) y los elementos oscuros e in­
conscientes (el «no-yo») que condicionan intrínsecamente la acción
del hombre. Ante este abismo, que lleva dentro de sí, el hombre queda
sobrecogido de estupor y asombro, que expresa preguntándose: «¿Qué
soy yo? ¿de dónde? ¿para qué?»38. A la pregunta sobre el origen del
hombre se añade aquí la del para qué, la del porvenir, la de la tarea
por hacer y del fin por alcanzar. Pero en su respuesta Feuerbach tiene
en cuenta solamente la cuestión del origen -el hombre es hechura de
la naturaleza y de su propia cultura- y no dice absolutamente nada
sobre el para qué de la existencia humana. Se confirma así que, en
su formulación de la cuestión del hombre, Feuerbach ha omitido nada
menos que el futuro del hombre, su tarea y su esperanza, la dimensión
que la antropología moderna considera como principal en la existencia
humana. Esta omisión está en conformidad con su visión del hombre
como autofinalizado en sí mismo: «conocemos para conocer, amamos
para amar, queremos para querer: solamente es divino y perfecto el

35. SW, VI, 1, 6, 100; II, 215, 245, 315.


36. SW, II, 242.
37. SW, II, 388.
38. SW, VIII, 391-400.
Kant, Feuerbach, Heidegger 39

ser que es solamente para sí mismo»39. Lo absoluto es para el hombre


su propio ser.
Feuerbach pone de relieve la relación esencial del hombre a la
naturaleza y viceversa. El hombre recibe de la naturaleza su existencia
y depende de ella en toda su actividad. Por otra parte, la naturaleza
está referida al hombre, en el que la naturaleza alcanza la cumbre de
lo personal y consciente. En suma: el primado en el orden de la
duración -eternidad- y del origen -no originada en sí misma y ori­
ginante respecto al hombre- corresponde a la naturaleza; el primado
en el orden del rango corresponde al hombre, culminación suprema
del proceso evolutivo40. Esto es todo. No se menciona el aspecto más
importante de la relación del hombre a la naturaleza: su tarea esencial,
fundada en su ser corporal, inteligente y libre, de transformar la na­
turaleza; precisamente la tarea, en que se actúa y revela la diversidad
y superioridad (transcendencia) del hombre sobre la naturaleza.

6. Mientras las filosofías precedentes habían supuesto, como mo­


delo de pensamiento, la relación sujeto-objeto (yo-ello), hay que re­
conocer a Feuerbach el gran mérito de haber descubierto la originalidad
irreductible de la relación interpersonal «yo-tú», que desde entonces
ocupa un puesto primordial en la antropología filosófica. Con intuición
certera Feuerbach ve al otro, al «tú», en su individualidad concreta,
en su unicidad irrepetible. En su ser personal, intransferible e insus­
tituible, el «tú» me interpela, me exige incondicionalmente recono­
cimiento y amor. La persona humana no puede realizarse sino en el
encuentro interpersonal de solidaridad y comunión de vida. Solamente
en este amor interpersonal se hace la experiencia de lo auténticamente
humano, se toma conciencia plena del propio «yo». Al salir de sí
mismo hacia el otro (al transcenderse), al existir para el «tú» en las
acciones de cada día, el hombre se realiza como persona41. Junto a
estos aspectos altamente positivos de la reflexión de Feuerbach sobre
la relación «yo-tú» (sobre el hombre como ser dialogal), hay que
señalar varios otros negativos. Su interpretación de las relaciones in­
terpersonales está viciada (durante su segundo período) por la ambi­
güedad de su concepto del «ser genérico» del hombre, y (durante el
tercero) por el primado de lo «sensible» en el hombre, que le impiden
penetrar en las raíces interiores humanas de la relación «yo-tú»42. Falta
39. SW, 3-5, 7.
40. SW, VIII, 25-27, 105; II, 317, 389; VII, 455.
41. SW, I, 131; IX, 136; X, 119, 280; VI, 2, 191, 188, 326.
42. SW, VI, 59-60; II, 297. En su crítica del «imperativo categórico» kantiano,
Feuerbach no se dio cuenta de que, en el fondo, no se trata sino de la dignidad inviolable
de la persona humana y no de una norma ética abstracta (SW, VI, 57-58). Cf. H. J. Baur,
o. c., 115-117.
40 De la cuestión del hombre a la de Dios

un análisis completo del encuentro interpersonal y de la relación per­


sona-comunidad. No se advierte que, si el «tú» me interpela incon­
dicionalmente, también «yo» personifico para él la misma instancia.
Y entonces se impone la cuestión del fundamento último y común de
esta exigencia incondicional que se identifica con mi ser personal y
con el del otro.
La antropología de Feuerbach reserva un puesto relevante a la
cuestión de la muerte, como lo testifica el hecho de que la haya tratado
ampliamente a lo largo de los tres períodos de sus escritos filosóficos.
Su respuesta a la cuestión es siempre la misma, aunque la presente
desde la perspectiva propia de cada período; la muerte es el aniqui­
lamiento total y definitivo de la persona humana; la pervivencia del
hombre más allá de la muerte es una quimera.
Durante el primer período, la justificación de esta respuesta se basa
en la relación «individuo» (finito)-conciencia universal (la «razón»
una e infinita). En la muerte el ser personal humano desaparece to­
talmente, absorbido y asumido en la realidad absoluta de la subjetividad
universal: se actúa y se manifiesta así la finitud del individuo humano,
cuyo ser no cuenta nada ante el primado absoluto de la conciencia
universal43. Es sorprendente que Feuerbach, por una parte, pone de
relieve la seriedad e importancia de la muerte humana44, y, por otra,
se ve obligado a despojarla totalmente de realidad, reduciéndola a
mera fantasmagoría:
El no-ser, el fin de un individuo, es para él... solamente en cuanto presiente el
fin. Pero en cuanto él presiente el fin, no es todavía el fin: la llegada del fin
excluye la existencia del individuo, ... (que) tendría el sentimiento —no el simple
pre-sentimiento- de su no-ser, solamente si en su mismo no-ser continuara todavía
siendo. Solamente antes de la muerte, y no en la muerte misma, la muerte es
muerte y dolorosa; la muerte es un fantasma, pues ella es solamente cuando no
es, y no es cuando es -e s presentida cuando aún no ha llegado, aún no es; no es
sentida, no es nada, cuando llega, cuando es-: la muerte es en sí misma nada...;
no tiene realidad ninguna... es una aniquilación que se aniquila a sí misma; al
poner fin a la vida, pone fin a sí misma, muere ella misma en su carencia de
contenido45.

Con este juego de palabras (conocido ya desde Epicuro), ¿pretende


Feuerbach deshacerse de la cuestión insoslayable que la muerte pone
a la vida humana?, ¿se da cuenta de que la cuestión de la muerte no
es sino la dimensión más crítica y decisiva de la cuestión del hombre?
No lo parece, a juzgar por sus palabras: «El porvenir no debe ser
nunca objeto de reflexión y preocupación. El goce del presente es el

43. SW, I, 57-58.


44. SW, I, 60.
45. SW, I, 84-85.
Kant, Feuerbach, Heidegger 41

único cuidado sano para el futuro»46. Pero, ante el evento futuro de


la muerte, ¿puede el hombre dejar de preguntarse: qué me cabe es­
perar? (Kant).
El Feuerbach del segundo período encuadra la muerte, como ani­
quilación de la persona, dentro de la relación «individuo-género hu­
mano» (Gattung): la muerte libera al individuo de sus límites en el
espacio y en el tiempo, integrándolo en la serie nunca interrumpida
de las generaciones venideras: holocausto de la persona ante el género
humano. «En relación a su género, el individuo carece de importancia.
El fenómeno de esta insignificancia (del individuo) respecto al género
humano es la muerte»47. Como todo ser vivo, el individuo humano
está vinculado a su género en su origen y en su fin; recibe la vida por
generación y la pierde definitivamente en la muerte a favor de una
nueva generación. Lo caduco es el individuo; lo que permanece im­
perecedero es solamente su «ser genérico»48.
En su tercer período, Feuerbach se basa en su presupuesto de la
«sensibilidad» (solamente lo que es sensible, es real), para rechazar
la supervivencia del hombre más allá de la muerte: la persona humana
no puede tener conciencia de sí misma sino en la mediación de las
sensaciones, que solamente pueden tener lugar dentro de las coorde­
nadas espacio-tiempo: como ser sensible, el hombre no puede existir
sino en el mundo de lo sensible49.
Reconoce Feuerbach que el deseo supremo del hombre, el deseo
de los deseos, es el de vivir para siempre, porque la vida es el com­
pendio de todos los bienes50. Pero lejos de preguntarse ulteriormente
sobre el sentido de este deseo radical, afirma rotundamente que el
hombre tiene ya en la tierra su satisfacción plena y no anhela nada
más que lo que puede alcanzar en el mundo51; una vida futura más
allá de la muerte no es sino una creación de la imaginación: «solamente
la fantasía es el órgano del futuro»52.
La cuestión misma de la muerte, tal como Feuerbach la plantea,
suscita serios reparos. La persona humana queda rebajada a mero
fenómeno caduco y pasajero de la humanidad, única realidad absoluta
y permanente; ¿qué se ha hecho del carácter único e irrepetible de
cada individuo humano? El hombre, culminación suprema del proceso
evolutivo de la naturaleza, vuelve a hundirse aniquilado en la natu-

46. SW, II, 375.


47. SW, IV, 295.
48. SW, VII, 451.
49. SW, XI, 125-129, 146-149, 152-157, 193-196.
50. SW, VIII, 340.
51. SW, I, 157-162, 167-173, 178-179, 184-189; VI, 219-220; II, 366-367.
52. SW, I, 258-259; II, 367; VI, 215.
42 De la cuestión del hombre a la de Dios

raleza misma de la que procede; cuando la naturaleza logra su reali­


zación más alta en la conciencia humana, ésta se desintegra en la nada
de la muerte; el hombre no emerge realmente sobre el ciclo fatal de
generación y muerte, constitutivo de la naturaleza. Finalmente, Feuer­
bach no ha descubierto en la muerte sino la cuestión del más-allá, y
no la cuestión del más-acá, es decir, la cuestión del sentido último de
nuestra vida en el mundo, en cuanto marcada por la presencia de la
nada de la muerte en la vida misma. Es la cuestión del esperar radical
del hombre como impulso vital de toda su tarea en el mundo. Feuerbach
no se ha asomado al abismo de la muerte como hundimiento de la
existencia humana en la nada. Tampoco se ha preguntado cómo se
puede conciliar el deseo humano supremo de vivir para siempre, con
la satisfacción plena del hombre en una vida destinada a desaparecer
total y definitivamente en la muerte.

7. El año 1846 escribía Feuerbach: «Yo niego a Dios, es decir,


yo niego la negación del hombre... La cuestión entre el ser o no-ser
de Dios es para mí solamente la cuestión del ser o no-ser del hombre».
Y dos años más tarde: «Yo niego solamente para afirmar; niego el
fantasma de la religión solamente para afirmar el ser real del hom­
bre»53. En estas dos frases se sintetiza su posición ante la cuestión del
hombre y la cuestión de Dios: la realidad verdadera del hombre, que
implica la de la naturaleza, excluye la realidad de un ser personal
transcendente, Dios. Si en la historia ha surgido la creencia en Dios,
es porque el hombre se ha engañado en la comprensión de sí mismo
y de su mundo. Poner al descubierto este fatal engaño que ha dado
origen a la religión fue la gran tarea que Feuerbach se propuso cumplir
para que los hombres pudieran ser sólo y plenamente hombres: restituir
al hombre los atributos de que él mismo se ha despojado al proyectarlos
en un ser imaginario, exterior y superior a él: Dios.
Esta tarea de devolver al hombre todo lo realmente suyo la llevó
a cabo Feuerbach a lo largo de toda su obra filosófica dentro del mismo
proceso mental: demostrar que los predicados (infinitud, unidad, asei-
dad, etc.), que la religión considera como propios de Dios, tienen su
única verdadera realidad en el hombre -«razón universal» en el primer
período; «ser genérico» en el segundo; «naturaleza», con el hombre
como su logro supremo, en el tercero-54. Nos interesa aquí especial­
mente la posición del último Feuerbach a este respecto.
De todos los atributos «divinos» que Feuerbach descubre en el
hombre, finalmente en el binomio indisoluble naturaleza-hombre, nin-

53. SW, II, 411; VIII, 29.


54. SW, IV, 308-335; VI, 16-57; VII, 456, 503-505; VIII, 4 4 1,451, 406; II, 262.
Kant, Feuerbach, Heidegger 43

guno nos sorprende tanto hoy día como el de la infinitud; si hay alguna
convicción unánime en la filosofía de nuestro tiempo es la de la finitud
del hombre, de la humanidad y de su historia. Ya indicamos que la
reflexión de Feuerbach sobre la relación mutua «hombre-naturaleza»
presenta una gran laguna: no tiene en cuenta la función, esencialmente
propia del hombre, de transformar la naturaleza, haciendo así la
historia y haciéndose en la historia; ignora el devenir histórico y la
función del hombre en él. Y es precisamente aquí donde se manifiesta
la finitud del conjunto «hombre-naturaleza» y de cada uno de sus dos
componentes. Una plenitud definitiva dentro de la relación mutua
«naturaleza-hombre» es imposible. Toda meta lograda por el hombre
en su acción transformadora de la naturaleza, es inevitablemente pe­
núltima y se convierte en punto de partida de acontecimientos nuevos:
el hombre supera continuamente sus propios logros. Este tender hu­
mano siempre más-allá de lo ya alcanzado, es condición previa de
posibilidad de toda acción del hombre sobre la naturaleza. El binomio
«naturaleza-hombre» se presenta, pues, como una realidad siempre
potencialmente abierta a un más-allá de lo logrado y siempre actual­
mente finita. El desnivel permanente entre lo ya logrado y lo todavía
por lograr (nunca definitivamente logrado) hace evidente la insuperable
finitud actual de la historia, del hombre y de la naturaleza. Feuerbach
ha pretendido restituir al hombre, juntamente con la naturaleza, una
infinitud irreal, ilusoria. Lógicamente desaparecen también los otros
atributos «divinos» del hombre, que Feuerbach mismo considera como
inseparables de la infinitud.

Feuerbach admite en el hombre el «sentimiento de dependencia»


(Schleiermacher), es decir, de su dependencia de la naturaleza. Al no
poder dominar las fuerzas de la naturaleza, el hombre se refugia en
la quimera de un ser superior divino al que puede implorar con sus
plegarias, para poder así dominar la naturaleza a través de la mediación
de la divinidad55. Pero Feuerbach no ha mostrado que el hombre (en
su conciencia y libertad) depende exclusivamente de la naturaleza. Su
interpretación del «sentimiento de dependencia» es válida únicamente
para los ritos mágicos (patentes o latentes) en las religiones, pero no
lo es para la experiencia de una dependencia mucho más honda y
radical en la que el hombre vive la responsabilidad incondicional de
su libertad y la necesidad del perdón de sus culpas; aquí se trata de
una dependencia totalmente diversa y superior a la que afecta al hombre
respecto a la naturaleza, pues el hombre puede disponer de algún modo
(limitadamente) de las fuerzas de la naturaleza, pero de Dios no puede

55. SW, I, 440; VII, 432-439, 458-464, 481.


44 De la cuestión del hombre a la de Dios

disponer de ningún modo. El origen del teísmo no se explica, pues


(como Feuerbach pretende) por un traslado de la dependencia real del
hombre respecto de la naturaleza, a dependencia ilusoria de un ser
transcendente, meramente imaginado por el mismo hombre.
«Dios es la satisfacción fantástica del impulso del hombre a la
felicidad»'6. En esta frase condensa Feuerbach su pensamiento sobre
el deseo humano de la felicidad. Reconoce que de este deseo provienen
todos los deseos concretos y todas las acciones del hombre; es tan
radical y profundo como el deseo de vivir para siempre; y añade que
este deseo tiende solamente a la felicidad que el hombre puede lograr
en la tierra; es aquí, en el mundo, donde el hombre puede satisfacerlo
plenamente. Al referir erróneamente este deseo a un más-allá del
mundo (de lo «sensible»), el hombre ha forjado la representación de
Dios, pura representación, carente de realidad5657.
Atributos, necesidades y deseos del hombre, he aquí el único con­
tenido real que expresa la palabra Dios; la cuestión de Dios queda
eliminada a nivel de cuestión; diciéndolo en el lenguaje de nuestro
tiempo: la cuestión de Dios carece de significado, es pseudocuestión.
Expresando en una frase el pensamiento de Feuerbach: Dios es me­
ramente un fenómeno de espejismo (Spiegelung), una creación del
«poder irresistible de la imaginación» (Einbildungskraft) del hombre.
Feuerbach no se cansa de volver continuamente a la misma idea con
las mismas palabras: ilusión, fantasía, imaginación. Dios no es sino
el espejo en el que el hombre se refleja a sí mismo, su propio ser,
atributos, necesidades, deseos: la autoproyección del hombre en mera
imagen suya, personificación meramente imaginada de sí mismo58.
Tan sencilla y radical en el fondo, tan rotunda en la forma, es la
posición de Feuerbach sobre el origen del teísmo. Pero al mismo
tiempo es una posición extremadamente débil; Feuerbach la ha afir­
mado incesantemente, pero no la ha fundamentado; la ha dejado a
nivel de afirmación, es decir, de mero presupuesto.

8. En la presentación del ateísmo radical de Feuerbach nos in­


teresaba primariamente su planteamiento de la cuestión del hombre,
su consiguiente negación cíe Dios, y su invalidación de la cuestión
misma de Dios.
Hemos señalado ya que Feuerbach ha ignorado la dimensión his­
tórica de la existencia humana, la relación del hombre a la historia;
no pudo, por consiguiente, captar la apertura constitutiva del hombre

56. SW, VIII, 350.


57. SW, X, 113, 231, 255. 268; VIII, 205; IX, 207, 73; II, 367, 373, 383.
58. SW, VI, 13-14, 77-78, 449, 471; VII. 469-470; VIII, 244, 226, 231, 252, 310.
Cf. M. Cabada, El humanismo premarxista de L. Feuerbach, Madrid 1975, 53-69.
Kant, Feuerbach, Heidegger 45

a lo nuevo por-venir, su esperanza orientada hacia el último venturo


que el hombre es capaz de recibir, pero no de conquistarlo por sí
mismo. La cuestión del futuro de la humanidad quedaba eliminada de
un plumazo: el futuro no es sino un producto de la fantasía.
Intimamente ligado con la omisión precedente está el olvido del
aspecto principal de la relación del hombre a la naturaleza: la trans­
formación de la naturaleza por el hombre, en la que se revela su
superioridad sobre la naturaleza, es decir, la responsabilidad absoluta
y la esperanza ilimitada de su libertad, que apuntan hacia la transcen­
dencia.
En la cuestión de la muerte, Feuerbach no tuvo suficientemente en
cuenta al carácter único e insustituible del hombre como persona, ni
su esperar radical (como condición previa de todas sus decisiones y
acciones), que va más allá de todas sus esperanzas concretas en el
mundo.
Su misma reflexión sobre la relación «yo-tú» quedó frenada por la
supremacía de lo «sensible» en ella, y no llegó a la pregunta sobre el
fundamento último de la donación interpersonal mutua en el amor. Su
análisis del encuentro interpersonal es incompleto, como lo es su
antropología de la persona.
No se puede, pues, aceptar el planteamiento de la cuestión del
hombre del que parte la filosofía de Feuerbach. Y, sorprendentemente,
no se lo puede aceptar no ya por exceso, sino por defecto. De tal
planteamiento no podía surgir sino una antropología recortada, redu­
cida, como lo ha notado ya E. Bloch59. Feuerbach no ha visto, pues,
en la cuestión del hombre, los aspectos de los que pudiera surgir la
cuestión de Dios. Este hecho no está desvinculado de su método.
Según él, la «filosofía nueva» (la suya, en contraposición a la idealista)
no parte de ningún presupuesto y es suficientemente libre y valiente,
para ponerse en duda a sí misma60. Ahora bien, su antropología y su
ateísmo se basan en dos principios meramente afirmados y no-fun­
damentados, simplemente presupuestos: a) solamente lo sensible es
real; b) todo lo que se sitúa en un más-allá del conjunto (cerrado en
sí misino), naturaleza-hombre, es una quimera, un fenómeno de es­
pejismo. En estos dos principios están ya evidentemente excluidas de
antemano la existencia de Dios y la pervivencia del hombre allende
la muerte. Feuerbach no puso nunca en cuestión los fundamentos de
su ateísmo. Su «método de reducir» toda pretendida afirmación de lo
transcendente a la única realidad inmanente («hombre-naturaleza») es
plenamente coherente con los dos omnicomprensivos presupuestos de

59. E. Bloch, Das Prinzip Hojfnung, Frankfurt 1959, 1412, 1517-1521, 1531.
60. Cf. M. Xhaufflaire, o. c., 154.
46 De la cuestión del hombre a la de Dios

su filosofía, y por eso excluye (también de antemano) de esta realidad


inmanente todo indicio de transcendencia. Hay c|ue reconocer como
necesario, y por eso legítimo, el tomar como punto de partida lo
humano e intramundano, y tratar de comprenderlos y explicarlos ante
todo dentro de la realidad inmanente «hombre-mundo». Lo que no es
metodológicamente justificado es el suponer (como supone Feuerbach)
que toda la realidad de lo inmanente debe poder ser explicada ple­
namente dentro de la inmanencia; entonces se «reduce» arbitrariamente
la misma realidad inmanente que se trata de comprender. Esto es
precisamente lo que sucede en la interpretación que Feuerbach da del
«deseo» (ínsito en el hombre) de la felicidad y de vivir para siempre.
Por una parte reconoce que este «deseo radical» es constitutivo de la
existencia humana, y, por otra, se ve constreñido a desvirtuarlo, li­
mitando el «vivir para siempre» a la vida del hombre en el mundo y
reduciendo su felicidad plena a la que logra (o no logra) en esta vida.
Vivir para finalmente hundirse en la nada de-no-vivir-más, esperar
para definitivamente «dejar toda esperanza», he aquí lo que resulta
del hombre «reducido» por el método y por los presupuestos funda­
mentales de Feuerbach; nunca se preguntó a fondo sobre las condi­
ciones previas de posibilidad de la praxis de la libertad humana, de
su responsabilidad incondicional y de su esperanza radical.
De Feuerbach ha heredado la cultura moderna la «sospecha» ame­
nazadora de que todo lo que transciende la realidad «hombre-natura­
leza» sea una ilusión fatal (la «ilusión transcedental» de Kant): una
sospecha que exige proceder con el máximo rigor y espíritu crítico en
la justificación laboriosa de cada paso que pudiera tal vez orientar
hacia la transcendencia.

9. M. Heidegger es considerado como la figura señera de la


filosofía de nuestro siglo, sobre todo por lo que se refiere a la hondura
de su espíritu crítico, al rigor de su método y a la radicalidad en el
planteamiento de las cuestiones. Bajo este punto de vista, su «filosofar»
está mucho más cerca de Kant que de Feuerbach.
Heidegger pone de relieve la importancia primordial del «pre­
guntar» en la filosofía. Lo cuestionable es el campo propio y per­
manente del pensar humano; «hacer filosofía» quiere decir permanecer
siempre en la búsqueda de los primeros y últimos fundamentos: «una
respuesta, que renuncia a preguntar ulteriormente, se destruye a sí
Kant, Feuerbach, Heidegger 47

misma como respuesta». Presenta, pues, especial interés su posición


ante la cuestión del hombre y la cuestión de Dios61.
Ya el año 1929, en su obra Kant y el problema de la metafísica,
Heidegger llama la atención sobre el hecho de que Kant propuso la
cuestión del hombre como punto de partida de todo el quehacer fi­
losófico, y después de analizarla a fondo, la justifica y acepta como
la pregunta primera y básica de su propia reflexión filosófica. Pero,
al mismo tiempo, la interpreta. La pregunta sobre lo que el hombre
puede saber, revela que se trata de un poder finito, limitado por un
no-poder; si el hombre se pregunta qué debo hacer, quiere decirse que
no está plenamente realizado y por consiguiente es finito; la cuestión
del «qué me cabe esperar» implica que al hombre le falta algo: es
finito. De este modo Heidegger interpreta la pregunta de Kant exclu­
sivamente como la cuestión de la finitud radical del hombre62. Inter­
pretación reductiva del pensamiento de Kant, pues las respuestas del
filósofo de Königsberg al «qué debo hacer» y «qué me cabe esperar»
muestran con evidencia la incondicionalidad transcendente del «deber»
humano y la plenitud transcendente del «esperar»; aquí justifica Kant
su postulado de la existencia de Dios. Heidegger ha interpretado la
cuestión antropológica de Kant desde su propia visión del hombre
como radicalmente encerrado en su finitud.
Por su parte Heidegger ha formulado su propia cuestión filosófica
en los siguientes términos: «¿Por qué hay ente y no más bien nada?»
El adverbio «por qué» señala la búsqueda del fundamento de que haya
ente. El sustantivo «ente» (Seiendes) indica los entes concretos, de­
terminados, en su totalidad (im Ganzen) y en cuanto tales. La palabra
«nada» (Nichts) expresa lo simplemente no-ente, el no-ser de la to­
talidad de los entes: lo no-ente como adherido y perteneciente a los
mismos entes63.
La cuestión consta de dos frases. La primera -«por qué hay ente»-
tiene un contenido suficientemente preciso: los entés (reales) como un
todo. La segunda («por qué... no más bien nada») pudiera parecer
superflua (no añadiría nada a la primera) y contradictoria (imposible
pensar un fundamento de la «nada»), Pero Heidegger insiste en que
la segunda frase confiere un sentido nuevo y radical a la primera, en
cuanto sitúa los entes mismos en su posibilidad de no-ser; la pregunta
total busca el fundamento de que los entes sean, en lugar de no-ser.

61. Cf. M. Heidegger, Was heisst Denken, Tübingen 1954, 113: Nietzsche, I, Pfu­
llingen 1961, 457; Unterwegs zur Sprache, Pfullingen 1959, 175; Sein und Zeit, Tübingen,
1960, 2-7, 20-22.
62. Kant und das Problem der Metaphysik, Bonn 1959, 195-220.
63. Cf. Was ist Metaphysik?, Frankfurt 1955, 32-36, 38-40; Einleitung in die Me­
taphysik, Tübingen 1966, 17-24.
48 De la cuestión del hombre a la de Dios

Los entes están permanentemente suspendidos (schweben) entre su ser


y su no-ser; en su misma entidad de entes (Seienheit) permanecen
cuestionables como no-entes. Cambia así el contenido de la pregunta
total: se busca el fundamento de la superación de la nada en Jos entes64.

Esta es, según Heidegger, la cuestión filosófica más importante,


es decir, la más amplia, profunda y originaria. La más amplia (om-
nicomprensiva), porque abarca todos los entes que son en el presente,
que han sido en el pasado y que serán en el futuro: no tiene más
frontera que la de lo que nunca ha sido, es o será. La más profunda,
porque es búsqueda del fundamento (Grund), preguntando si los entes
tienen un fundamento último (Ur-grund) o no podemos saber si lo
tienen (abismo insondable: Ab-grund), o simplemente carecen de fun­
damento (Un-grund); el «por qué» (Warum) de la cuestión no se queda
en la superficie, sino que penetra hasta lo que yace en la hondura de
lo último (zu-grunde liegenden Bereich): entre las preguntas profundas
es la más profunda. La más originaria (ursprünlichsté), porque en ella
se da el salto (Sprung) a la raíz última (Ur-sprung) de todo legítimo
preguntar. Hacer filosofía es ponerse permanentemente esta cuestión
siempre implícita, como sostén, en toda otra pregunta65. La cuestión
heideggeriana versa, sobre el ser de los entes y, por eso, en último
término, sobre el ser en cuanto tal66; los entes son gracias al ser. Pero
no se debe olvidar que la cuestión del ser pasa inevitablemente por la
nada, como el no-ser de los entes67.
La cuestión del ser y la cuestión del hombre son, pues, primordiales
en la filosofía de Heidegger, pero de diverso modo. A la cuestión del
ser corresponde el primado de importancia, como omnicomprensiva,
la más profunda y originaria. La cuestión del hombre -de la existencia
humana: Dasein- tiene el privilegio de ser el punto de partida insus­
tituible de la filosofía: es la primera desde el punto de vista del
método68. Entre las dos hay la misma relación que entre el hombre y
el ser: el hombre es el único ente capaz de preguntarse por su propio
ser y por el ser de los entes, y así, por el ser en cuanto tal. Esta
capacidad de preguntar por el ser se identifica con su apertura estruc­
tural al ser. Por eso, solamente partiendo del hombre, del cuestionante
mismo que, al ponerse a sí mismo en cuestión, se pregunta por su

64. Einleitung.... 18-23.


65. Einleitung..., 2-5, 10.
66. Cf. Einleitung..., 14-15; Was ist Metaphvsik?, 35-38; Kant und das Problem...,
216-218, 223; Sein und Zeit, 2-11, 13-22.
67. Cf. M. Müller, Existenzphilosophie im geistigen Leben der Gegenwart, Heidelberg
1949, 65-68.
68. Sein und Zeit, 11-15, 144-148, 191-193; Kant und das Problem..., 222-224.
Kant, Feuerbach, Heidegger 49

propio ser y por el ser, se podrá descubrir la cuestión misma del ser,
la cuestión que en último término interesa a Heidegger69. El análisis
de la existencia humana es para él la única vía de acceso a la cuestión
suprema y decisiva: la del ser.
El análisis existencial se basa en que el hombre no es algo ya
hecho y cumplido; es fundamentalmente poder-ser; se define, no por
sus propiedades, sino por sus posibilidades, entre las que tendrá que
optar y que están ya previamente marcadas en él, en su estar proyectado
siempre hacia adelante de sí mismo (Sich-vorweg-sein)70. Este análisis
partirá de las experiencias fundamentales del existir humano -que no
suscitamos nosotros mismos, sino que se nos resisten, nos afectan,
nos sobrevienen y se nos imponen- para someterlas a una rigurosa
descripción fenomenológica de la que se desprendan las cuestiones
que puedan llevar a la comprensión (Verstehen) de lo previamente
precontenido en la experiencia misma. El proceso interpretativo va de
la precomprensión a la comprensión, para hacer luego el camino in­
verso (círculo hermenéutico)71. Heidegger repite con insistencia que
a un determinado modo de existir corresponde un modo determinado
de comprender la existencia, y viceversa; lo cual quiere decir que la
interpretación de la existencia humana im plica una opción
fundamental72.

10. Heidegger comienza el análisis existencial del hombre por su


relación fundamental al mundo; el ser del hombre se caracteriza esen­
cialmente como «ser-en-el-mundo» (in-der-Welt-sein); la preposición
«en» no significa situación espacial, sino apertura y vinculación del
hombre al mundo (como el término heideggeriano «Da-sein» no ca­
lifica la existencia humana como ser allá o allí [espacio], sino como
apertura a los entes y, en ellos, al ser)73.
Fiel a su método, Heidegger parte de la experiencia más inmediata
que afecta al hombre en su relación al mundo: la «preocupación»

69. Sein und Zeit, 2, 7, 8, 11, 13-16; cf. Bulletin de la Société française de Philosophie
37 (oct.-déc. 1937) 193.
70. Kant und das Problem..., 204-219; Einleitung..., 133-136; Holzwege, Frankfurt
1950, 55-56, 62-65; Nietzsche /.Pfullingen 1961, 168-170, 277-278; II, 475-476; Sein
und Zeit, 191-193, 145-148, 53-54, 60-64.
71. Unterwegs zur Sprache, Pfullingen 1959, 159; Sein und Zeit, 53-58, 60, 62, 179-
180. Cf. A. Chapelle, L'ontologie phénoménologique de Heidegger, Paris 1962, 61-64,
131-132; W. Biemel, Le concept de monde chez Heidegger, Louvain 1950, 16.
72. Cf. A. de Waelhens, La philosophie de M. Heidegger, Louvain 1955, 33, 71,
75, 77, 88-92, 127-129.
73. Heidegger presenta su análisis del «ser-en-el-mundo» principalmente en la Primera
parte, capítulos 2-3 de Sein und Zeit. Cf. Vom Wesen des Grundes, Frankfurt 1955, 20-
24, 36-54; Über dem Humanismus, Frankfurt 1949, 32-36.
50 De la cuestión del hombre a la de Dios

(Besorge) como «disposición afectiva» (Befindlichkeit: estado de áni­


mo) que surge en el hombre al tener que existir en contacto con los
entes concretos del mundo sirviéndose de ellos. La determinación
ontológica de los entes, en sí mismos, es su manejabilidad, su estar
a nuestra disposición (a nuestras manos: Zuhandenheit), su utilizabi-
lidad por el hombre, su índole de utensilio apto para algo del hombre74.
Esta es la perspectiva fundamental en la que el hombre comprende los
entes del mundo. Por eso un utensilio no puede ser entendido sino
dentro de un conjunto de otros con los que constituye una unidad
funcional de «servir para». En cuanto destinados al servicio del hom­
bre, los utensilios están mutuamente referidos entre sí y unificados
con vistas a una función determinada, que a su vez se integra en
unidades funcionales más complejas que engloban las destinaciones
particulares. Pero en esta creciente integración de las referencias mu­
tuas de los utensilios, hay un último «para qué» (Worumwillen) que
está por encima de todos los utensilios y de todos sus sistemas de
unidad funcional: el hombre, que no existe sino para sí mismo, para
realizarse en sus posibilidades propias. El ser del hombre es el «para
qué» último de los entes del mundo, que reciben de él inteligibilidad
y verdad75.
El mundo no es, pues, según Heidegger, ni un ente, ni la suma de
los entes; es más bien una dimensión existencial del hombre que
proyecta sus propias posibilidades sobre los entes y los hace así
manifiestos76. El mundo no es mundo del hombre sino en cuanto lo
«previamente-dado» (Vorhandenheit) de las cosas está referido al hom­
bre, quien a su vez está referido a ellas para conferirlas sentido y
actuar su inteligibilidad. El hombre está abierto a los entes y los
transciende en cuanto está abierto al mundo y a sí mismo; no puede
«ser sí-mismo» (Selbstsein) sino en su relación al mundo; esta apertura
constitutiva del hombre a los entes, al mundo y a sí mismo está radicada
en su apertura al ser. La cuestión del hombre como «ser-en-el-mundo»
implica en último término la cuestión del ser77.
Es sorprendente que, en su análisis de la existencia humana como
ser-en-el-mundo, Heidegger no haya puesto de relieve el aspecto pri­
mario de la relación del hombre al mundo, a saber, la tarea esencial
al hombre de transformar el mundo con el trabajo, y, por consiguiente,
no se haya preguntado por las estructuras existenciales implicadas en
esa tarea. Precisamente en esta pregunta pudiera haber puesto a una

74. Sein un Zeit, 69-76, 90-93, 178-189, 94-102, 134-142.


75. Ibid., 80-113, 114-118.
76. Ibid., 86-90, 112-117.
77. Ibid.. 123-125, 96-102. 133-135.
Kant, Feuerbach, Heidegger 51

luz nueva la transcendencia del hombre sobre el mundo, la transcen­


dencia de su libertad responsable.
Puede observarse por otra parte que el interés de este análisis
heideggeriano se extiende ampliamente en torno a la «Zuhandenheit»,
a saber, a la utilizabilidad de los entes del mundo por el hombre,
mientras se limita a mencionar la «Vorhandenheit» (la realidad pre­
viamente dada de los entes ónticamente anterior a su utilizabilidad por
el hombre), sin plantear la cuestión del fundamento, (o no-fundamento)
de esta realidad. Heidegger no plantea esta cuestión porque dentro de
su filosofía no tiene sentido: no hay otro fundamento último que la
mera facticidad. Pero la cuestión reaparece bajo otra forma: ¿puede
tener sentido hablar de la mera facticidad como fundamento último?
Y, en efecto, analizando ulteriormente la existencia humana como
«ser-en-el-mundo», Heidegger señala en ella dos nuevas estructuras
íntimamente compenetradas entre sí: el «ser arrojado» del hombre al
mundo (Geworfenheit) y su condición originaria como «mero hecho»
de existir (Faktizität). El hombre se experimenta y se comprende siem­
pre como ya-arrojado a la existencia, como ya sido (habiendo sido);
su existencia le ha sido impuesta sin que él haya podido escogerla
libremente. Y al mismo tiempo se experimenta como «arrojado» a la
tarea de realizarse a sí mismo libremente. El «ser-arrojado» afecta
permanentemente tanto a su existencia, como a la tarea de su libertad78.
Vive en la paradoja insuperable de que, siendo capaz de elegir libre­
mente entre sus posibilidades que lo constituyen como «proyecto»
(Entwurf)79, permanece radicalmente impotente y determinado res­
pecto al hecho originario de su existir y de su estar proyectado al
porvenir. Su «ser-arrojado» no es un evento meramente inicial (cum­
plido de una vez para siempre en el comienzo), sino una estructura
existencial que marca su mismo estar-proyectado a las posibilidades
nuevas de su libertad.
Con plena lógica Heidegger califica este inicial y permanente «ser-
arrojado» del hombre como mera «facticidad»; en su origen y en su
permanencia no hay más fundamento de su existir que el hecho mismo
de existir. No puede remontarse más allá de su pura «facticidad», ni
descubrir en el fondo último de sí misma sino el mero evento de
existir80. El hombre está transido de «negatividad» (Nichtigkeit) tanto
en su condición originaria como en la permanencia de su existencia;

78. Ibid., 134-135, 377-378; Vom Wesen des Grundes, 46-54; Kant und das Problem,
205-206, 212, 221.
79. Sein und Zeit, 193-198; Vom Wesen des Grundes, 39-50; Nietzsche II, 7-14, 19-
21.
80. Sein und Zeit, 135-136, 237-239, 254-255, 294; Vom Wesen des Grundes, 46-
54.
52 De la cuestión del hombre a la de Dios

detrás de su comenzar a ser, y constantemente dentro de su ser, no


hay sino la opacidad indecible de la «nada» (Nichts)81. Con la mención
de la «negatividad» y de la «nada» nos encontramos ante uno de los
temas primordiales, tal vez el más decisivo, de la filosofía heideg-
geriana: la «angustia» (Angst), como la más honda experiencia del
existir humano y como revelación de la nada y, a través de la nada,
del ser82.
Heidegger califica la «angustia» como la «experiencia fundamen­
tal» (Grunderfahrung) y la «disposición afectiva radical» (Grundbe-
findlichkeit, Grundstimmung) de la existencia humana, la experiencia
que constituye el fondo y la raíz de toda otra «disposición afectiva»
y que por eso es la manifestación eminente de la existencia. «La
angustia revela la nada», tanto de los entes del mundo como del ente
especial que es el hombre83. ¿Qué es, pues, según Heidegger esta
experiencia privilegiada? ¿cómo se revela en ella la nada y de qué
«nada» se trata? ¿y cómo en esta nada se revela el ser del hombre y
finalmente el mismo ser en cuanto tal?
Es preciso ante todo no confundir la «angustia» con el «miedo»
(Furcht). El «miedo» surge ante este o aquel ente determinado cuya
proximidad nos amenaza poniendo en peligro nuestra existencia bajo
este o aquel aspecto concreto; es inhibición y olvido, afección derivada
de la «angustia» en cuanto desviada hacia una amenaza concreta. No
penetra hasta el fondo de mi «ser arrojado» al mundo, y por eso
pertenece a la existencia inauténtica (superficial y dispersa en lo co­
tidiano: huida de sí mismo)84.
La «angustia», por el contrario, no surge ante ningún ente deter­
minado o determinable del mundo (lo «angustiante» no está en ninguna
parte), sino ante lo totalmente indeterminado, a saber, ante el exis­
tencia! del hombre como «ser-en-el-mundo»; no se refiere a una de­
terminada posibilidad de la existencia, sino simplemente a su «poder-
ser» en el mundo. Es la experiencia de que todo en el mundo, los
entes como un todo, «se escurre», «se desvanece» y «se hunde»85 en
la carencia total de significado para mí (Unbedeutsamkeit); se precipita
en el silencio de lo indecible. El mundo no tiene nada que ver conmigo,
se ha vuelto «extraño» e «inhóspito» para mí86. Se trata de una ex-

81. Sein und Zeit, 255-256, 376-385, 404-411.


82. Cf. Sein und Zeit, 182-191, 265-266, 276-277, 343-344; U to ist Metaphysik?,
29-35, 41-42; Kant und das Problem..., 228.
83. Sein und Zeit, 184; U to ist Metaphysik?, 29, 33.
84. Sein und Zeit, 185-186, 189, 254, 341-342; U to ist Metaphysik?, 31.
85. Entgleiten, Wegrücken, Versinken, Herabsinken (Was ist Metapnysik?, 29-35;
Sein un Zeit, 186-187, 343).
86. Befiemdlichkeit; Unheimlichkeit (Sein und Zeit, 188-189).
Kant, Feuerbach, Heidegger 53

periencia excepcional que acontece raras veces, pero que puede asal­
tarnos improvisadamente, despertándonos de nuestra existencia inau­
téntica y situándonos ante nuestra permanente condición originaria de
existir como inexorablemente «arrojados» al mundo (Geworfensein)
y, finalmente, a la muerte. Situándonos en la nada, la «angustia» pone
al descubierto la negatividad que afecta al hombre en su estructura
existencial más honda, a saber, la de estar «arrojado» a la muerte37.
Plenamente consciente de la dificultad de pensar y decir algo feobre
la nada dentro del marco de la lógica, nota Heidegger que de hecho
hablamos y, más aún, no podemos menos de hablar de la nada, des­
bordando así los límites de un proceso mental meramente lógico: el
«no» de la negación lógica (Verneinung) supone la previa negatividad
óntica, oculta en los entes y en el hombre8788.
La nada, revelada en la «angustia», no es un ente, ni un objeto,
ni una nada absoluta y total, no indica la aniquilación de los entes
(Vernichtung); es lo que hay de no-ser en los entes, la ausencia (aus-
bleiben) del ser en ellos: nos sale al encuentro a una con y en los
entes, suspendidos entre el ser y el no-ser sobre el abismo de lo
indecible. Anidada en la totalidad de los entes, los hace cuestionables
en sí mismos, y fundamenta así la pregunta «por qué hay entes y no
más bien nada». La negatividad de la nada constituye, pues, el fondo
oscuro que hace posible la revelación del ente en cuanto tal; la nada
se revela como el no-ser de los entes, es decir, en su alteridad respecto
a los entes89.

Partiendo de la «angustia» como experiencia fundamental del hom­


bre, el análisis existencial de Heidegger descubre la nada de los entes
y del hombre, y a través de esta nada llega hasta el ser; «el ser y la
nada se corresponden mutuamente» en su común alteridad respecto
del ente90. Pero ¿ha logrado mostrar así la mediación de la nada en la
manifestación del ser? Como ha notado críticamente W. Weischedel,
la alteridad de la nada y la del ser respecto del ente son fundamen­
talmente diversas, y por eso no se puede afirmar sin más que en la
nada se revela el ser91. La nada, en su negatividad, supone el ser, y
por eso no puede ser pensada sino como negación del ser de los entes;
mientras que el ser, en su positividad, no supone lo negativo de los
entes. ¿No habrá entonces que invertir el proceso de la reflexión

87. Was ist Metaphysik?, 35-38; Sein undZeit, 188-189, 342.


88. Einführung..., 18-22; Was ist Metaphysik?, 26-29.
89. Was ist Metaphysik?, 33-35; Einführung, 21-23.
90. Was ist Metaphysik?, 22, 23, 39, 51, 45; Vom Wesen des Grundes, 5.
91. W. Weischedel, Der Gott der Philosophen I, 1971, 483.
54 De la cuestión del hombre a la de Dios

heideggeriana, diciendo que es precisamente la manifestación del ser


la que hace posible la de la nada, y no viceversa?
Pero queda todavía otra pregunta más radical: ¿ha mostrado Hei-
degger que la «angustia» es efectivamente la experiencia humana «fun­
damental» de la que se derivan las demás? ¿No lo sería más bien la
esperanza?92 Es sorprendente el hecho de que en su análisis de la
existencia humana haya dedicado solamente unas breves líneas a la
esperanza y la haya clasificado sin más entre las otras «disposiciones
afectivas» derivadas. Y, sin embargo, su misma antropología exigía
una reflexión a fondo sobre la esperanza. Si, según él, lo que carac­
teriza al hombre es su «poder-ser», su «ser-proyecto», a saber, su
apertura al porvenir en las posibilidades que actuar por las decisiones
de su libertad, había que preguntarse sobre las condiciones previas
que hacen posibles las decisiones del hombre, la praxis humana, pro­
yectadas hacia el futuro, y entre estas condiciones no podía faltar la
esperanza. Más aún, ¿no está la esperanza-esperante en la raíz más
honda de la libertad, que constituye al hombre como llamado a hacerse
(a ser más sí mismo) en su marcha hacia el futuro? ¿qué es sino la
esperanza lo que mantiene al hombre abierto siempre a posibilidades
nuevas? ¿puede ponerse en duda el carácter originario y radical de la
esperanza? Toda opción humana supone la estructura existencial del
esperar; la misma «angustia», el «temor» y la «desesperación» la
implican93.

11. De la estructura existencial del hombre como «ser-en-el-mun-


do», pasa Heidegger al análisis de otra dimensión de la existencia
humana, inseparablemente unida con la precedente: el hombre, como
«ser-para-la-muerte» («Sein zum Tode»). La perspectiva de fondo es
la misma: el ser del hombre como «poder-ser», como «proyecto» y,
por eso, como lo que «todavía-no-es», impone la cuestión de la exis­
tencia humana como totalidad; la muerte delimita y determina las
posibilidades del hombre en el mundo en cuanto por sí misma pone
fin a su «poder-ser», a su ser en «proyecto» y a su «todavía-no-ser».
El análisis de la muerte hará reaparecer con nueva luz la existencia
humana en su mera «facticidad» de «arrojada« al mundo, y la «ex­
periencia fundamental» de la «angustia», como revelación de la «nada»
del hombre mismo y del ser a través de la nada; en este análisis
existencial-fenomenológico de la muerte busca Heidegger el acceso a
la cuestión ontológica (la cuestión del ser)94.

92. Cf. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, Frankfurt 1959, 124-126; R. Lauth, Die
Frage nach dem Sinn des Seins, München 1953, 339-349.
93. Cf. Sein und Zeit, 345.
94. Ibid., 236-246, 249-251.
Kant, Feuerbach, Heidegger 55

Heidegger pone de relieve que la muerte no es algo meramente por


venir (un acontecimiento que tendrá lugar en el futuro), sino un exis-
tencial permanente, un modo de ser propio del hombre, que lo deter­
mina como «ser-para-la-muerte»; la muerte marca al existir humano
como «ser-para-el-fin» (Sein zum Ende); es una estructura existencial
del hombre que «muere, mientras está en vida». «Tan pronto como
el hombre viene a la vida, es ya suficientemente viejo para morir»;
existir es para el hombre estar «arrojado» a la muerte como a su
posibilidad extrema (ausserste: suprema y última). «Ser-para-el-fin»
y estar permanentemente «arrojado» pertenecen a la misma estructura
ontológica del hombre95.
La muerte es insustituiblemente mía; cada hombre tiene que asu­
mirla como personalmente suya porque está ontológicamente consti­
tuida por mi «ser-yo-mismo» (Jemeinigkeit)96.
Entre todas las posibilidades de la existencia humana, existir es
«poder-ser», la muerte es: a) la posibilidad más propia (eigenste) del
hombre, porque en ella se trata simplemente de su «poder-no-existir-
más»; b) la posibilidad «irreferible» (unbezüglich: sin relación), porque
sitúa a cada hombre en la soledad y en el aislamiento radicales que
le privan de todo recurso (relación) a los otros y al mundo, dejándolo
desarmado en su mero «ser-yo-mismo»; c) posibilidad insuperable
(unüberholbar), porque ante la muerte el hombre se encuentra abso­
lutamente incapaz de sustraerse a ella y no le queda otra instancia que
la de renunciarse a sí mismo; d) posibilidad cierta (gewiss), con una
certeza más originaria que la que se refiere a los entes del mundo,
porque es la certeza que el hombre tiene de su propio ser en su
insuperable totalidad; e) posibilidad indeterminada (unbestimmt), por­
que la muerte es amenaza constante de la existencia, una amenaza
radicada en la existencia misma y que se identifica con su condición
originaria de permanentemente «arrojada» al mundo97.
Como posibilidad final e insuperable (más allá de la cual no hay
posibilidad alguna), la muerte pone todas las demás posibilidades del
hombre más acá y por debajo de ella misma (bajo su dominio), y así
determina la existencia humana como totalidad: la revela anticipada­
mente como tal y hace al hombre capaz de asumir previamente su
propia existencia como un todo98.

95. Ibid., 234, 243, 245, 250-251. La interpretación de la muerte, como anticipa­
damente presente en la vida humana, había sido ya propuesta por Max Scheler y G.
Simmel.
96. Ibid., 240, 253, 263, 278.
97. Ibid., 250-251, 262-266.
98. Ibid., 264.
56 De la cuestión del hombre a la de Dios

«Ser-para-la-muerte es esencialmente angustia»; «el estar arrojado a la muerte se


revela... en la angustia... ante la posibilidad más propia, irreferible e insuperable»;
«en la angustia el hombre se encuentra ante la nada de la posible imposibilidad
de la existencia»; «ser-para-el-fin» pertenece esencialmente al estar-arrojado del
existir humano»99.

En estas frases se condensa el pensamiento de Heidegger sobre la


existencia y la muerte del hombre. En la raíz de todo está la «expe­
riencia fundamental» de la «angustia», en la que se revelan la condición
originaria de la existencia en su mera «facticidad» (su estar «arrojada»)
y la muerte como su última e insuperable posibilidad; la existencia
humana aparece así cercada total y permanentemente por la negatividad
de su origen y por la negatividad de su fin, cercada entre los límites
de su «ser-en-el-mundo». Desde y en su mismo origen, el hombre
está proyectado hacia el definitivo «no-poder-existir-más». Si la an­
gustia revela la «nada» de los entes, revela más profundamente la
«nada» del hombre. Y precisamente en esta nada del hombre, en cuanto
«ser-para-la muerte», descubre Heidegger la revelación del ser100. Por
ahora basta tomar nota de que en la cuestión más importante de la
filosofía heideggeriana (la cuestión del ser) deberá tener en cuenta la
«nada» del hombre que se llama «muerte».
La estructura ontológica de la muerte permite comprender la actitud
que el hombre está llamado a tomar ante ella; dejar que la muerte sea
lo que es, a saber, aceptarla anticipadamente como la posibilidad
suprema, la más propia, irreferible e insuperable de la existencia. En
esta aceptación anticipada el hombre se arranca de su modo inauténtico
de existir (disperso en la banalidad superficial de las preocupaciones
cuotidianas y perdido en la huida de sí mismo) y entra en la existencia
auténtica, asumiendo en profundidad su soledad radical, desprovista
de todo recurso a los otros hombres y al mundo, y logrando así ser-
sí-mismo. La muerte y su aceptación anticipada liberan al hombre para
su morir permanente («libertad para la muerte»), para todo despren­
dimiento de sí mismo, y lo hacen capaz de situar todas sus posibilidades
determinadas dentro de la perspectiva final y suprema de la que es su
posibilidad por excelencia, única e insuperable101.
Al terminar su análisis existencial de la muerte, se pregunta Hei­
degger expresamente si la cuestión sobre el más-allá de la muerte
(Jenseits, nach dem Tode) es, o no es, una cuestión legítima, dotada
de sentido. En su respuesta declara que prefiere no pronunciarse ni
por el sí, ni por el no (bleibe hier unentschieden): es una respuesta de
reserva crítica de un pensador que tiene una conciencia aguda de los

99. Ibid., 266, 251, 254, 259.


100. Ibid., 234, 237, 240-242, 245, 249, 250.
101. Ibid., 259-265.
Kant, Feuerbach, Heidegger 57

límites del preguntar humano. Heidegger se limita a indicar, como


justificación de tener que dejar en suspenso la respuesta, que su análisis
de la muerte tiene por objeto la existencia humana como ser-en-el-
mundo, y que toda especulación sobre el más-allá supone la previa
interpretación ontológica del más-acá de la muerte'02.
Reconociendo la validez de esta explicación, cabe aún preguntarse
si es suficiente para justificar la reserva de Heidegger ante la cuestión
del más-allá de la muerte. Sorprende ante todo que se haya desem­
barazado de ella tan fácilmente y le haya dedicado tan escasa atención:
¿no se trata en ella de un aspecto decisivo de la cuestión antropológica
de la que parte toda su filosofía? Y, sobre todo, ¿no es precisamente
la ontología heideggeriana de la existencia humana y de la muerte
(como modo-de-ser de esa existencia) la que impone y así justifica la
cuestión del más-allá de la muerte? ¿no será esta cuestión el momento
imprescindible y decisivo de la cuestión ontológica?
Porque es evidente que, si la muerte es una modalidad ontológica
constitutiva de la existencia humana como «ser-para-el-fin», esta exis­
tencia y su comprensión dependen, en última instancia, de lo que sea
este «fin»: ¿es un acabarse total, sin atenuantes, del ser del hombre,
su hundimiento sin reservas en la nada total, su definitivo dejar de
ser? ¿o es el acabarse del existir del hombre, como «ser-en-el-mundo»,
hacia una supervivencia desvinculada de la relación actual del hombre
al mundo? Es esta una cuestión sin la cual no se puede comprender
lo que es el mismo ser del hombre como ser «en el mundo», «para la
muerte», «para el fin». Y lo mismo se diga de las otras estructuras
existenciales heideggerianas: el hombre como «proyecto» y como «to-
davía-no-ser». Aquí también surge la pregunta: en último término,
proyecto y todavía-no ¿de qué?: ¿de un definitivo y total no-ser-más,
o de una nueva vida diversa de nuestro existir-en-el mundo?
La cuestión sé impone más radicalmente si se tiene en cuenta que,
según Heidegger, la muerte es personalmente mía porque está cons­
tituida ontológicamente por mi «ser-yo-mismo» (Jemeinigkeit, Selbst-
sein); ¿qué «fin» implica la muerte para mi «ser-yo-mismo»? Aquí el
dilema se hace más apretado: o aniquilación, o supervivencia de mi
incomunicable ser personal. La nada asoma entonces en su pura ne-
gatividad, sin ningún atenuante, sin ambigüedades; si en la muerte se
acaba mi yo-personal, desaparece totalmente, se hunde en el vacío
absoluto. El «futuro», al que el hombre está proyectado, sería la muerte
como definitivo no-más-futuro.
Pero esta nada final y absoluta de la muerte es, según Heidegger,
la misma nada de la «Geworfenheit» de la existencia, es decir, del102

102. Ibid., 248.


58 De la cuestión del hombre a la de Dios

originario y permanente «ser-arrojado» del existir humano. Y entonces


la nada de la existencia humana (Da-Sein) pierde su carácter relativo
(hacia el ser, revelado a través de ella) para caer en la nada sin ulterior
calificativo, en la simple nulidad de la nada.
La cuestión del más-allá de la muerte pone así en cuestión los dos
pilares, en que se basa toda la ontología existencial de Hiedegger: la
«experiencia fundamental» de la «angustia» y la «estructura ontológica
fundamental» de la existencia humana como mera «facticidad», como
«arrojada» originaria y permanentemente (Geworfenheit, Faktizität).
Es precisamente la muerte, como ser del hombre «para-el-fin» (ser
para un definitivo final de no-ser-más), la que descalifica la «angustia»
y califica la «esperanza» como la experiencia fundamental del hombre.
La opción heideggeriana ante la muerte permanece ambigüa mien­
tras la cuestión de la muerte no supere la ambigüedad; y no puede
superarla hasta que sea llevada a su fase última y decisiva: la del más-
allá de la muerte. Heidegger la dejó en suspenso. Dentro del horizonte
de su preguntarse por la muerte, previamente limitado por la «an­
gustia», por la «Geworfenheit» y por el «ser-en-el-mundo», no era
posible reconocer la cuestión del más-allá de la muerte como cuestión
válida y significativa a nivel de cuestión.

12. «Ser-en-el-mundo» y «ser-para-la-muerte» son, según Hei­


degger, dos existenciales estrechamente relacionados entre sí; pero hay
todavía un tercero, implicado en el primero: «ser-con» los otros hom­
bres, co-existir (Mitsein, Mitdasein)103.
Nuestro «ser-en-el-mundo» comporta una experiencia de impor­
tancia primordial: la diferencia patente entre nuestro encuentro con los
«utensilios» y nuestro encuentro con «los otros»; los «utensilios» son-
para nosotros, para que dispongamos de ellos; «los otros» en cambio
«son-con» nosotros, comparten nuestra misma existencia, nuestro «ser-
en-el-mundo»104.
«Los otros» no quiere decir los demás hombres fuera de mí, sino
aquéllos con los que también yo co-existo, compartiendo «con» ellos
mi mundo y su mundo: estoy en comunión con ellos, participando del
mismo «ser-en-el-mundo». La existencia humana es esencialmente
existir-con los otros (Mit-sein), que a su vez coexisten conmigo (Mit-
dasein). «Existir-con» los otros es, pues, una estructura ontológica de
la existencia humana, permanentemente constitutiva del hombre, esté

103. Sein und Zeit, 114-125, 263, 298; Vom Wesen des Grundes, 54; Nietzsche I,
577-579.
104. Sein und Zeit, 118.
Kant, Feuerbach, Heidegger 59

de hecho con otros o solo; la soledad misma supone, como condición


de posibilidad, esta estructura105.
El co-existir de cada hombre es apertura a los otros, y, por eso,
en la comprensión de la propia existencia está implícita la comprensión
de la existencia de los otros como co-existencia106.
A la estructura existencial del co-existir corresponde un compor­
tamiento propio: la «solicitud» (Fürsorge) por los otros, fundamen­
talmente diverso del modo de comportarse del hombre respecto a los
utensilios y la cosas del mundo (Besorge: preocupación). En el ser
«con» y «para» los otros está y se revela la relación propia del hombre
al hombre107.
Las modalidades auténticas de la «solicitud» son el «respeto»
(Rücksicht) y la «tolerancia» (Nachsicht), entendidas en el sentido de
no pretender dominar al otro (hacerlo depender de mí) y de ayudarle
a hacerse transparente y libre para sí mismo, de liberarlo para que sea
sí mismo. La animosidad y la indiferencia hacia los otros son formas
derivadas y deficientes de la «solicitud»10*.
Esto es, en síntesis, todo lo que Heidegger ha dicho sobre el sentido
de una dimensión tan importante de la existencia humana como es la
de las relaciones interpersonales (empleando una expresión que no
pertenece a su lenguaje): una certera descripción fenomenológica que
justifica la interpretación del «ser-con» los otros como estructura on-
tológica de la existencia, y una indicación genérica del comportamiento
correspondiente a esa estructura. No se ha preguntado ulteriormente
por el fundamento de lo que tiene de específico la relación mutua de
cada hombre a los otros, ni por el valor que la persona del otro
representa para mí (y viceversa), un valor que interpela incondicio­
nalmente mi libertad. No es suficiente afirmar que el «respeto» y la
«tolerancia» son las actitudes correspondientes al «ser-con» de la exis­
tencia humana; es necesario buscar el por qué último de la implicación
de estas actitudes en el co-existir del hombre con los hombres. La
reflexión de Heidegger se ha quedado corta en un tema tan decisivo
de la cuestión del hombre, cual es el de su diferencia esencial respecto
de las cosas y utensilios del mundo: el hombre, como diverso y superior
a todas las realidades del mundo, en cuanto sujeto dotado de libertad
y conciencia de sí mismo109.

105. Ibid., 120-121, 124-125.


106. Ibid., 123-124.
107. Ibid., 121.
108. Ibid., 123.
109. La filosofía de E. Le vinas representa la más radical superación de las deficiencias
del pensamiento heideggeriano sobre el significado de la presencia del «otro» en la exis­
tencia humana.
60 De la cuestión del hombre a la de Dios

13. En su análisis existencial-ontológico, Heidegger descubre to­


davía otra estructura constitutiva de la existencia humana: la «voz de
la conciencia» moral (Gewissen), que revela y testifica que el hombre
es «culpable» (Schuldigsein)110. Parte del supuesto, repetidamente afir­
mado, pero nunca verificado, de que la modalidad existencia! domi­
nante entre los hombres es la de la «inautenticidad» (Uneigentlichkeit,
Verlorenheit, Verfallenheit)111: existencia dispersa, disipada y perdida
en la banalidad de las preocupaciones cotidianas, en la curiosidad y
las habladurías (Gerede), en la ambigüedad, en la huida de sí mismo"2.
Aun en esta situación permanece en el fondo del hombre la posibilidad
de recuperar su existencia «auténtica», es decir, de volver a su propio
ser «sí-mismo» (Selbst, Jemeinigkeit) y a su más propio «poder-ser»
en el mundo. La vuelta a la «autenticidad» se cumple en la «decisión»
(Entschluss, Entschlossenheit) de escuchar la «llamada» de la
conciencia113.
Esta «llamada» es del todo singular: llamada en el silencio y al
silencio, que «no dice nada», no proporciona ninguna información
(ningún contenido concreto, categorial), pero que «da a comprender»
al hombre su situación en la inautenticidad, dejándose oír como «re­
prensión» y «advertencia» (rugen, wamen)114. El «llamado» e «inter­
pelado» es el hombre, en cuanto caído en lo «inauténtico». El «que
llama», el «interpelante», es la existencia misma en su recóndito ser
«sí-misma», encubierto (pero no destruido) por la «inautenticidad».
Se trata pues de una «llamada» preconceptual (transcendental), que
surge del hombre, se dirige al hombre, y lo interpela a la «decisión»
de la «autenticidad»115.
¿Cómo y de dónde surge, en último término, la «llamada» de la
conciencia? Heidegger nota expresamente que «la llamada no es ni
planificada, ni preparada, ni voluntariamente suscitada por nosotros»;
surge «contra mi expectativa y mi querer». Pero esto no quiere decir
que provenga de fuera de mí mismo; «viene de mí y sin embargo por
encima de mí»116, es decir, viene de mi propia existencia, en cuanto
existencia que me ha sido impuesta: existencia de pura «facticidad»,
originaria y permanentemente «arrojada», que se revela tal en la ex­
periencia fundamental de la «angustia». La «voz de la conciencia» no

110. Sein u n d Z eit, 268-310.


111. Ibid., 43, 53, 129, 167, 175-177, 181, 190, 193, 267, 289, 293, 317, 383.
112. Ibid., 25-27, 35-38, 51-52, 59, 71, 73, 81.
113. Ibid., 42, 45, 122, 130, 179, 250-251, 295-296, 348, 306-307, 325-326.
114. Ibid., 270-271, 277, 273, 280, 288, 295, 296.
115. Ibid., 272, 273, 280, 274-275.
116. Ibid., 275,278.
Kant, Feuerbach, Heidegger 61

es, en el fondo, sino el grito de la irremediable «facticidad», que


interpela al hombre en su insustituible soledad y lo capacita para
proyectarse hacia sus posibilidades más propias, y ante todo, a la
posibilidad de aceptar la existencia a la que ha sido y sigue siendo
«arrojado» independientemente de su libertad117.
La «llamada» de la conciencia dice («da a entender») al hombre
su «ser-culpable». Con esta expresión no se refiere Heidegger a la
culpabilidad de un determinado acto libre, sino a la estructura exis-
tencial-ontológica, que es condición previa de posibilidad de lo «mo­
ralmente» bueno y malo; «ser-culpable» pertenece constitutivamente
a la existencia humana"8. El hombre lleva en sí mismo la raíz y el
fundamento de su culpabilidad. Este fundamento se identifica con la
estructura ontológica más radical de la existencia humana: su ser «arro­
jada» (Geworfenheit), su tener que existir sin ser ni poder ser dueña
de sí misma. Aquí está el fundamento de la «negatividad» (no-ser)
originaria y constitutiva de la existencia humana; una negatividad que
afecta al mismo proyectarse del hombre en sus posibilidades, pues
tendrá que escoger entre ellas, actuando unas y descartando otras; las
posibilidades actuales están, además, condicionadas y delimitadas por
el pasado. Esta doble «negatividad» de la existencia humana (como
«arrojada» y como «proyecto») constituye la estructura ontológica del
«ser-culpable», que es anterior a todo saber reflejo de la culpa y que
se revela solamente en la «angustia»119.
La escucha de la interpelación de la conciencia conlleva la com­
prensión del más propio «poder-ser» del hombre, a saber, de su «poder-
hacerse-culpable», que permanece encubierto a la existencia inautén­
tica. La «disponibilidad» de la escucha, en cuanto «querer-tener-con­
ciencia», es el presupuesto existencial originario de hacerse culpable
de hecho120.
La «decisión» (Entschlossenheit), que confiere a la existencia hu­
mana autenticidad y transparencia, se cumple en la aceptación de su
radical y constitutivo «poder-ser-culpable», de su negatividad origi­
naria: asumirse responsablemente como «arrojada», como no escogida
libremente por el hombre121. Pero la posibilidad de «ser-culpable» está
condicionada y determinada, como toda otra posibilidad del hombre,
por la posibilidad humana última y suprema: el «ser-para-la-muerte».
La «decisión» de aceptar la negatividad del propio «ser-culpable» es,

117. lbid., 276-278.


118. lbid., 283-284.
119. lbid., 284-287, 295-296.
120. lbid., 287-290, 294-296.
121. lbid., 297-299, 30!.
62 De la cuestión del hombre a la de Dios

pues, en el fondo, aceptar la nada final de la muerte122. La coherencia


de la interpretación heideggeriana de la existencia humana es impre­
sionante. Dada la experiencia fundamental de la «angustia» como
revelación de la nada (del no-ser de los entes del mundo y del hombre),
y dada la negatividad originaria de la existencia humana y la de su
fin en la muerte, también la «voz de la conciencia» y el «ser-culpable»
del hombre se deberán comprender dentro de la negatividad consti­
tutiva del ser humano. La cuestión del hombre se apropia la negatividad
fundamental de su ser. En la nada y a través de la nada del ser del
hombre, la cuestión será, en último término, cuestión del ser.
Heidegger recurre de nuevo a la «nada» de la existencia humana,
asediada entre su nada originaria de «arrojada» y su nada final en la
muerte, y a la «angustia», como experiencia de esta «nada», para
interpretar la «conciencia» y el «ser-culpable» del hombre: un recurso
que incurre en las aportas ya señaladas anteriormente. Por eso nos
limitamos a indicar los reparos que suscita su fenomenología existen-
cial de la «conciencia» y de la culpa.
Llama la atención ante todo la unilateralidad con que Heidegger
presenta la «voz de la conciencia» en su dimensión transcendental,
pasando por alto el carácter incondicional de la interpelación de la
libertad humana a cumplir o evitar determinadas opciones concretas.
Ahora bien: es precisamente en la experiencia de la interpelación
incondicional de la libertad a hacer o no-hacer determinadas opciones,
donde se revela la dimensión transcendental de la «conciencia». El
método recto parte de los actos y de su experiencia para poder descubrir
las estructuras ontológicas previas; de la experiencia implicada en las
opciones libres concretas (en la praxis humana) a las condiciones
previas de posibilidad. Y entonces la voz de la conciencia no podrá
ser interpretada como mera invitación («reprensión» «advertencia»),
sino como interpelación incondicional que transciende el ser del hom­
bre al experimentarse como radicalmente cuestionado por una voz que
lo constituye en libertad responsable. Precisamente en su ser incon­
dicionalmente responsable, la libertad humana se transciende: es trans­
cendida.

No menos unilateralmente señala Heidegger, como único funda­


mento último de la moralidad de las opciones humanas, la estructura
ontológica del «ser-culpable», a saber, la negatividad de la existencia
humana «arrojada», sin tener en cuenta la positividad necesariamente
incluida de ese fundamento como condición previa de posibilidad de
hacer opciones moralmente buenas. El «poder-hacerse-culpable» no

122. tbid., 305-310.


Kant, Feuerbach, Heidegger 63

es inteligible, sino como inseparablemente unido al poder obrar rec­


tamente.123
La distinción básica entre la existencia auténtica y la inauténtica
sufre de una ambigüedad incurable. Según Heidegger la inautenticidad
es un modo de ser diverso, pero no inferior respecto al de la auten­
ticidad y por eso no se la puede valorar negativamente. Pero entonces
¿por qué preferir la existencia auténtica a la inauténtica? ¿por qué
atribuir a la «decisión» una importancia primordial? ¿no se trata de
una opción carente de motivación? ¿se puede fundar una ética en la
interpretación heideggeriana de la «conciencia» del «ser-culpable» y
del dilema «autenticidad-inautenticidad»?124.

14. El análisis existencial heideggeriano culmina en el problema


de la temporalidad como sentido último de la existencia humana. Las
estructuras ontológicas del hombre como ser «arrojado», «ser-hacia-
adelante-de-sí-mismo», «ser-en-el-mundo», «ser-para-la-muerte», y
como llamado a anticipar su fin en la «decisión», convergen en el
existencial que abarca todas ellas: la temporalidad, que constituye el
horizonte dentro del cual el hombre se comprende a sí mismo y está
abierto al ser125. El tiempo es una dimensión constitutiva de la exis­
tencia humana: el hombre se hace a sí mismo, haciendo su tiempo:
«se temporaliza» (sich zeitigen)126. La temporalidad del hombre es
esencialmente finita, pues su existencia no es auténticamente sí misma,
sino en la anticipación de la muerte como su posibilidad más propia
y suprema: el porvenir del hombre se evidencia así como esencialmente
finito127.
Heidegger presenta su interpretación de la temporalidad en contra­
posición explícita con la representación vulgar y corriente del tiempo
como mera sucesión de instantes que salen del comportamiento del
futuro para hacer su aparición en el presente y hundirse a continuación
en la fosa del pasado, dejando sitio para otros «ahora» que seguirán
apareciendo indefinidamente128. El tiempo heideggeriano es, por el
contrario, un proceso inmanente de la existencia humana, a través del
cual puede lograrse (llegar a ser sí-misma) en sus posibilidades más
propias. No es el tiempo de las cosas, ni su medida cuantitativa, lo
que interesa a Heidegger, sino el tiempo del existir humano, llamado
a ser «sí-mismo» dentro de las posibilidades delimitadas previamente

123. Ibid., 43, 128-129, 175-176.


124. Cf. A. de Waelhens, o. c., 78.
125. M. Heidegger, Sein und Zeit, 234, 235, 326, 364, 374, 382.
126. Sein und Zeit, 17-19, 23-27, 235, 325-333, 336-339, 372.
127. Sein und Zeit, 329-330.
128. Ibid., 323-331, 422-426.
64 De la cuestión del hombre a la de Dios

por sus estructuras constitutivas. Por eso, hablará sí de «pasado»,


«presente» y «futuro», pero no como designaciones del «antes», «aho­
ra» y «después», sino como dimensiones que se implican mutuamente
en una unidad existencial129.
El pasado de cada hombre no es algo simplemente ya sido (desa­
parecido definitivamente), sino un presente «siendo sido» (Gewesen-
heit, en contraposición a Vergcmgenheit). El hombre se experimenta
siempre como permanentemente «ya sido», como actual «siendo-
sido», como pasado que sigue siendo. El pasado permanece presente,
no como mero recuerdo, sino en cuanto cada hombre lleva en sí mismo
su propio pasado y está marcado por él: lo que he sido en el pasado,
sigue siendo en mí130.
En la negatividad originaria y permanente de su pasado (su ser
siempre «arrojada»), la existencia humana implica un presente que
anticipa la negatividad del porvenir como «ser-para-la-muerte»: el «no-
ser-más» del pasado y el «todavía-no-ser» del porvenir están existen-
cialmente unidos en el presente, cuyo sentido es determinado por el
pasado permanente de la existencia «arrojada» (Geworfenheit) y por
su «ser-hacia-adelante-de-sí-misma» del porvenir (sich-vorweg-sein).
El presente supone e implica tanto el pasado (como permanentemente
«siendo sido»), como el porvenir (anticipación de las posibilidades de
la existencia)'3
El porvenir es, de algún modo, el cumplimiento del pasado; supone,
pues, el pasado, que a su vez no puede manifestarse tal, si no hay un
porvenir. El permanente «siendo sido» del pasado surge del porvenir,
que (en cuanto actualizado) da origen al presente. Aparece así la unidad
existencial del pasado, presente y porvenir, que se condicionan e
implican mutuamente; en esta unidad la supremacía corresponde al
porvenir132.
En su artículo Tiempo y Ser (Zeit und Sein) de 1962, Heidegger
acentúa con nuevo vigor la unidad de las tres dimensiones del tiempo
humano, introduciendo una «cuarta dimensión» (Sich-einander-Rei-
chen, Einheit des Reichens) como origen común de las otras tres, que
las funda y mantiene unidas, y de la que proviene que el pasado,
presente y porvenir se alcancen mutamente133.

129. Ibid., 324-326.


130. Ibid., 329.
131. Ibid., 325-326, 329.
132. Ibid., 326, 327, 328-329, 331, 338-339, 344.
133. Zeit und Sein, en Zur Sache des Denkens, Tübingen 1969, 14-18; Unterwegs
zur Sprache, 213. Cf. Y. de Andia, Présence et eschatologie dans la pensée de M.
Heidegger, Lille 1975, 252.
Kant, Feuerbach, Heidegger 65

Tal unidad existencíal de las tres dimensiones del tiempo1,4 plantea


por sí misma una cuestión que Heidegger no se ha puesto: esa «cuarta
dimensión», que origina y mantiene la unidad del pasado, presente y
porvenir, ¿no tendrá que ser transtemporal? ¿no implica esta unidad
que el hombre no está totalmente sumergido en la temporalidad, sino
que de algún modo emerge en ella y la transciende? ¿cómo podría el
hombre experimentar la inmanencia mutua de su pasado, presente y
porvenir, si no tuviera conciencia de su permanecer sí-mismo a través
del tiempo? Y este transcender el tiempo, ¿no será la condición previa
de su hacerse en el tiempo, de su «temporalizarse»?
En la temporalidad del hombre se funda, según Heidegger, su
«transcendencia»1 34135, que implica un transcendente (el hombre), lo
transcendido (los entes), un «hacia qué» (Woraufhin) del transcender
(el mundo) y un «para qué final» (Worumwillen) del mismo (el hombre
como «ser-sí-mismo»)136. Como ya hemos indicado previamente (n.
9), el mundo heideggeriano no es la mera suma de los entes, sino el
conjunto de sus mutuas referencias funcionales que se unifican en
sistemas cada vez más comprensivos, referidos (en última instancia)
al hombre.
La transcendencia del hombre tiene lugar, pues, en su dimensión
existencíal de «ser-para-el-mundo»: el hombre transciende los entes,
en cuanto está abierto al mundo, y a través del mundo, al ser. La
comprensión implícita de la totalidad-unidad de los entes en sus mutuas
conexiones y referencias, es decir, del mundo en su referencia fun­
damental al hombre, pertenece esencialmente a la existencia humana;
en esta comprensión anticipativa global y proyectiva de las posibili­
dades del hombre como «ser-en-el-mundo», el hombre transciende los
entes, los supera confiriéndoles inteligibilidad, proyectando sobre ellos
la luz del ser. Y, al mismo tiempo, el hombre despliega sus propias
posibilidades (su constitutivo «poder-ser») y así deviene (se hace) sí
mismo. La frase «el hombre transciende los entes» significa, pues,
que el hombre estructura el mundo, es decir, desarrolla las referencias
constitutivas de los entes, proyectando sobre ellos sus propias posi­
bilidades; actúa su propio ser, configurando los entes con las posibi­
lidades de su libertad, que se identifica con su transcendencia137.

134. Cf. J. B. Lotz, Martin Heidegger und Thomas von Aquin, Pfullingen 1975, 168-
176.
135. M. Heidegger, Sein und Zeit, 14, 28, 363-366, 419; Kant und das Problem...,
70-76, 81-88, 106-117; Einleitung..., 14; Vom Wesen des Grandes, 16-23, 37-49.
136. Vom Wesen des Grundes, 10-12, 26; Was ist Metaphysik?, 15.
137. Vom Wesen des Grundes, 26-31.
66 De la cuestión del hombre a la de Dios

La transcendencia (como «temporalización») es condición de po­


sibilidad de la historicidad del hombre y del devenir histórico138. Es
preciso notar aquí que Heidegger ha pasado por alto el análisis del
devenir histórico y que esta omisión representa una laguna notable en
su interpretación de la existencia humana.
A propósito de la transcendencia finita de la existencia humana,
hay dos textos de Heidegger que merecen especial atención.
«La proposición: la esencia del hombre se funda en el ser-en-el
mundo, no implica ninguna decisión sobre si la esencia del hombre...
es solamente del más-acá o del más-allá»139. Heidegger toma aquí la
misma actitud de reserva crítica que había adoptado ante la cuestión
del hombre, como «ser-para-la muerte», sobre el mero «más-acá» o
el «más-allá». En el fondo se trata en ambos casos de la misma
cuestión: la cuestión de la «nada» de la existencia humana, «arrojada»
al mundo y por eso destinada a «nada» de la muerte, y de la revelación
de esta «nada» en la experiencia fundamental de la «angustia»: una
«angustia» des-esperanzada y una nada total, que cierran el acceso a
un «más-allá» de la muerte y del mundo.
El segundo texto de Heidegger sobre la pura finitud del hombre
está redactado en forma de pregunta: «¿se puede explicar la finitud de
la existencia humana, aun al solo nivel de problema, sin una presu­
puesta infinitud? ¿de qué modo es este presupuesto en la existencia
humana? ¿qué significa la así puesta infinitud?»140. Heidegger no res­
ponde a esta pregunta; se limita honradamente a plantearla, recono­
ciendo así su validez. Pero ¿no habría que añadir que el hombre no
podría tener la experiencia de su finitud, como finitud, sin la expe­
riencia concomitante de lo trans-finito, es decir, sin la experiencia de
una aspiración orientada hacia un más-allá de su propia finitud? ¿Y
no será este horizonte de trans-finitud (de trans-cendencia respecto a
lo finito) la condición previa de posibilidad de experimentar y com­
prender la finitud como finitud?

15. A lo largo de todas las etapas del análisis existencial la fi­


losofía de Heidegger se desarrolla en torno a la cuestión del hombre
y, a través de ella, plantea la cuestión fundamental: la cuestión del
ser. Solamente el hombre es cuestión para sí mismo y por eso lleva
en sí mismo la cuestión del ser; solamente él tiene la experiencia de
su propio ser y de la nada de sí mismo (y de los entes), y en esta

138. Ibid., 28. La transcendencia implica, no solamente la comprensión implícita del


mundo como una unidad referencial de los entes, sino también la «disposición afectiva»
(Befindlichkeit) de la «angustia» (cf. Ibid., 33).
139. Brief iiber den Humanismus, 38.
140. Kant und das Problem..., 236.
Kant, Feuerbach, Heidegger 67

experiencia puede captar la nada como no-ser y el ser sobre el fondo


oscuro de la nada. El ser, en cuanto tal, no depende del hombre ni es
un producto o proyecto del hombre. Es más bien el hombre el que
existe como proyecto del ser, como fundamentalmente abierto al ser
e interpelado por él a guardar la verdad del ser. Este es el sentido de
la frase de Heidegger: «el hombre es el pastor del ser»141.
En su intento por «mostrar»142 la noción del ser, Heidegger parte
de la diferencia ontológica entre el ser y los entes. El ser no es ni un
ente, ni un constitutivo de los entes, ni la totalidad de los entes; no
es ni Dios, ni un fundamento último del mundo143. Los entes provienen
del ser, no mediante una causalidad eficiente, sino en cuanto son tales
gracias a la iluminación (Lichtung) del ser; es decir, el ser es la luz
que irradia verdad e inteligibilidad a los entes y hace así posible su
manifestación. No identidad, pero sí inseparabilidad entre el ser y los
entes; los seres no son, sino en cuanto iluminados por el ser; y el ser
no «se da» (es gibt), ni se manifiesta sino en los entes por él iluminados.
He aquí el primer rasgo del «ser» heideggeriano: es la luz que saca a
los entes de su ocultamiento y se hace así presente en ellos como su
fundamento transcendente. Esta relación del ser a los entes pertenece
internamente al mismo ser144.
«El ser se oculta en cuanto se descubre en los entes»145, es decir,
en lo que no-es el mismo ser. Al no manifestarse sino en los entes,
«se oculta» en su mismo «desocultarse». Esta es la dialéctica intrínseca
del ser: su «descubrirse» y su «encubrirse» se condicionan mutuamente
(Entbergung-Verbergung). Al hacerse presente en los entes, y sola­
mente en ellos, el ser «se ausenta» (ausbleiben); y viceversa. La nada,
en su alteridad respecto de los entes, es el velo del ser, el velo que
en cuanto vela el ser, lo desvela. Esta conexión entre el ser y la nada
se funda en que el ser nunca se hace presente sin los entes146.

El ser heideggeriano no es algo estático; es algo que acontece, o


mejor dicho, es simplemente «acontecer» (Geschehnis, Ereignis), un
acontecer de pura iniciativa del mismo ser, que acontece en cuanto se

141. Sein und Zeit, 7, 38, 114, 269; B rief Uber..., 10, 12, 14, 18, 19, 24, 32, 33,
48; Vorträge und Aufsätze, Pfullingen 1954, 124-125; Nietzsche II, 483; Einleitung...,
94; Was ist Metaphysik?, 44-41.
142. Sein und Zeit, 6.
143. Einleitung, 67; Brief über..., 19.
144. Was ist Metaphysik?, 15, 44, 46; Nietzsche II, 325, 338, 373, 481; Einleitung...,
97; Holzwege, 41-42, 245. Brief über..., 16, 19; Unterwegs..., 122, 134. Cfr. Max Müller,
o. c ., 75.
145. Holzwege, 310.
146. Nietzsche I, 102, 107; II, 353-355, 382; Sein und Zeit, 36, 178, 222; Vorträge,
135; Holzwege, 42.
68 De la cuestión del hombre a la de Dios

«descubre» y se «encubre», se «ausenta», se «retira», se «rehúsa» o


«interpela» al hombre (entziehen, verweigern, ansprechen)147. Hay una
historia del ser que no es sino el «acontecer» del ser, el ser como
acontecer. El mismo «olvido del ser», que según Heidegger marca
toda la metafísica occidental, tiene su origen en el «esconderse» del
ser; es, en último término, asunto del mismo ser. No puede sorprender
que Heidegger hable del ser como «destino» (Geschick, Schicksal):
el ser se envía a sí mismo, se hace acontecimiento148. El ser no puede
ser pensado sino como mero acontecer. La última palabra de Heidegger
sobre el ser como acontecer, es el acontecer mismo, la pura facticidad
(el puro «dass») del acontecer149.
El «ser» heideggeriano no se «descubre» al hombre sino en los
entes, y por eso queda «encubierto» y velado en el no-ser (en la nada)
de los entes. El hombre no puede provocar por sí mismo la venida
del ser en cuanto tal; no puede superar el destino de la «ausencia» y
del «olvido» del ser, sino únicamente aguardar su venida, «estar atento
a la voz del ser»150. Que el hombre piense (denken) la verdad del ser
no puede acontecer sino gracias a (danken) la iniciativa del mismo
ser, que transformaría así su relación al hombre, y al hombre mismo
en su relación al ser. La nueva venida del ser no puede tener lugar
sino en la «vuelta» (Kehre) del hombre desde el olvido del ser a la
verdad del ser: esta venida decidiría del futuro del hombre y del mismo
Dios151.
Heidegger llega a decir:
Quizás estamos ya en las disipadas sombras de la venida de esta vuelta. Cuándo
y cómo esta venida acontecerá, nadie lo sabe; hay señales del ser; el pensar esencial
está atento a los signos lentos de lo incalculable y reconoce en ellos la venida
imprevisible de lo inevitable.

Esta actitud de atención a la eventual venida del ser implica la tarea


de reflexionar sobre el destino del ser, es decir, sobre su olvido de
parte del hombre como resultado del abandono y ausencia del mismo
ser. Ante la eventualidad de esta nueva venida del ser, Heidegger se
muestra críticamente reservado: quizás en el futuro crecerá la ausencia
del ser152.

147. Holzwege, 42-43; Nietzsche I, 654; II, 354-355, 358, 485; Unterwegs..., 134,
258; Einleitung..., 153; Vorträge, 40-41.
148. Was ist Metaphysik?, 12; Brief über...,, 24; Nietzsche I, 654; II, 353, 411; Sein
und Zeit, 19-26, 35-36; Zur Seinsfrage, Frankfurt 1976, 415.
149. Protokoll: Die Technik und die Kehre, Pfullingen 1962, 56.
150. Was ist Metaphysik?, 9, 46, 50; Nietzsche I, 476; II, 29.
151. Holzwege, 103; Vorträge..., 139; Was ist Metaphysik?, 10; Nietzsche I, 476;
Die Technik und die Kehre, 42.
152. Die Technik..., 40; Nietzsche II, 383, 481, 490; Vorträge..., 184; Identität...,
71.
Kant, Feuerbach, Heidegger 69

En esta eventualidad se centra su escatología. Que el hombre se


logre o se malogre no depende del proceso de la historia, sino úni­
camente de algo que el hombre no puede ni alcanzar por sí mismo ni
esperar, sino solamente aguardar (warten, erwarten); la venida nueva,
instantánea y vertical, del ser (Augenblick, Einblick, Einblitz), que
se revelará al hombre en su verdad y así lo transformará en un hombre
nuevo.153
Heidegger es el primero en reconocer que la cuestión del ser, tema
fundamental de su filosofía, implica dificultades enormes, tal vez
insuperables: «con la cuestión sobre el ser nos aventuramos hasta el
borde de la oscuridad total»154; «la reflexión sobre el ser expulsa las
representaciones de una perplejidad a otra, sin que se pueda mostrar
el origen de esta perplejidad»155; la interpretación del ser está aún por
hacerse156. La cuestión del ser nos deja desconcertados (ratlos); es un
enigma que nos aconseja renunciar a la respuesta y aun a la misma
pregunta157.
Esta reserva crítica de Heidegger ante la cuestión del ser y ante la
respuesta que él mismo le da, está plenamente justificada por las
cuestiones ulteriores y las aporías que surgen de su noción del ser.
El rasgo más original del ser heideggeriano no es el de «ilumina­
ción» (Lichtung), ya conocido en las filosofías precedentes, sino el
de «acontecimiento», mero «acontecer». ¿En qué experiencia basa
Heidegger su interpretación del ser como puro «acontecer»? No lo ha
dicho. Afirma, sí, que el ser tiene su propia historia, que se refleja
en la historia del «olvido del ser» a lo largo de toda la metafísica
occidental. Pero aun suponiendo que Heidegger haya mostrado el
hecho universal, en la historia de Occidente, del olvido del ser, la
prueba de tal hecho no sería una prueba de la experiencia de este
olvido y, mucho menos, de su origen en el «acontecer» del ser como
ausencia (ausbleiben) del mismo ser158. Por otra parte, ¿es pensable
un mero acontecer en el que no acontece sino el mismo «acontecer»?
¿No tiene que recurrir Heidegger a la pura facticidad (dass) del acon­
tecer como comprensión última de tal «acontecer», que absolutiza así
el acontecer como acontecer?
El ser, como «acontecer», determina en último término todo lo que
acontece en el mundo, en el hombre y en la historia; el mismo «olvido

153. Die Technik..., 42; Unterwegs..., 213; Vortrage..., 183. Cf. Y. de Andia,
Présence et eschatologie dans la pensée de M. Heidegger, Lille 1975, 259-260.
154. Kant und das Problem..., 204.
155. Zur Seinsfrage, 407-408.
156. Sein undZeit, 437; B rief über..., 31.
157. Der Satz vom Grund, 154; Zeit und Sein, 11, 17.
158. Cf. W. Weischede, o. c., 484-486.
70 De la cuestión del hombre a la de Dios

del ser» de parte del hombre es asunto del ser; todo depende de su
iniciativa espontánea. El ser «abandona», «se ausenta», «se retira y
rehúsa», «interpela», «viene». Pero este espontáneo «acontecer» del
ser ¿es libertad o destino? Heidegger no ha disipado esta ambigüedad,
que afecta a la cuestión fundamental de su filosofía: el carácter personal
o impersonal de lo que funda radicalmente todo lo inteligible. Una
ambigüedad que se refleja en la aporta del ser, por una parte «finito»159,
y por otra, transcendente (sin límites) respecto a la totalidad de los
entes. ¿O tal vez no se trata de una transcendencia plena, sino recordada
por la temporalidad como horizonte de comprensión del ser?160
No puede sorprender que Heidegger se haya quedado perplejo ante
la eventualidad de la futura «venida» del ser, por él mismo sugerida.
Afirma que hay «señales» de esa venida, pero no indica concretamente
ninguna161. Reconoce que nadie sabe cómo tendrá lugar la venida del
ser, pero no se plantea una cuestión más radical: ¿no excluye su
ontología antropológica toda posibilidad de pensar, de hablar sensa­
tamente (con sentido) de esa venida?, ¿no es un principio fundamental
de su ontología que el ser no puede manifestarse sino en los entes, y,
de su antropología, que la apertura del hombre al ser está condicionada
por su «ser-en-el-mundo?
¿Dónde está en este hombre la apertura necesaria para una eventual
manifestación del ser en sí mismo, y dónde está la posibilidad del ser
heideggeriano para manifestarse eventualmente fuera (más allá) de los
entes del mundo?
Tal vez se puedan interpretar las frases de Heidegger sobre la venida
del ser como expresión de una esperanza suprema. El lenguaje por él
empleado indica más bien una mera espera (warten, erwarten) que
una esperanza (nunca aparece el verbo hoffen: esperar). A pesar de
este detalle verbal, cabe quizás comprender sus palabras en el sentido
de esperanza. Entonces habría que concluir que Heidegger espera en
el don (danken, Ankunft) de una plenitud venidera para el hombre.
Pero si esto se acepta, se ponen radicalmente en cuestión los funda­
mentos mismos de la filosofía heideggeriana: la experiencia funda­
mental del hombre no podría ser la «angustia» sino la esperanza, y
habría que cambiar radicalmente su ontología del no-ser (la nada) y
del ser, y su interpretación del hombre como «ser-en-el mundo» y
«ser-para-la-muerte». La existencia humana estaría esencialmente sos-

159. Was ist Metaphysik?, 40; Protokoll, 53, 58.


160. Sein und Z£it, 38, 17-19, 23-27; Kant und das Problem..., 216-219. Was ist
Metaphysik?, 16-18; Einleitung, 157.
161. Solamente en el mismo devenir histórico es posible buscar señales de una eventual
venida del «éschaton». Pero Heidegger se ha cerrado esta pista, al concebir la venida del
ser como un acontecer vertical, totalmente desvinculado del proceso de la historia.
Kant, Feuerbach, Heidegger 71

tenida por la esperanza de una plenitud venidera. ¿Cabe preguntarse


si el hombre Heidegger vivía de esta esperanza, que ciertamente no
encaja en la lógica de su sistema filosófico? ¿Una esperanza más fuerte
que la coherencia de su pensamiento?

16. La posición de Heidegger ante la cuestión de Dios está de­


terminada por su posición ante la cuestión del ser.
En plena coherencia con su rechazo de la metafísica occidental, en
cuanto basada en la cuestión del ente («olvido del ser»), rechaza el
Dios concebido por esta metafísica como ente supremo, «causa sui».
Un Dios, cuya existencia pudiera ser demostrada (beweisen: prueba
evidente de la razón humana) sería un Dios no-divino, un Dios del
que el hombre podría disponer con su razón, pero no invocarlo ni
adorarlo como gracia y misterio. Insinúa así Heidegger que, si hay
para el hombre algún acceso a Dios, no puede ser el de una demos­
tración racional, sino más bien el de un acto humano total que implique
el «pensar» radical (Denken) hasta la profundidad del ser (Abstieg) y
la actitud orante-adorante del hombre'62.
Dentro de su propia ontología existencial, basada en la cuestión
del ser, nos ha dejado Heidegger tres textos (de 1929, 1946 y 1957,
respectivamente), en los que formula con suficiente claridad su pen­
samiento sobre la cuestión de Dios.
«Mediante la interpretación ontológica de la existencia del hombre,
como ser-en-el-mundo, no se decide ni positiva ni negativamente sobre
un posible ser de Dios»162163; el análisis existencial heideggeriano no
implica ni excluye la existencia de Dios; no dice nada sobre la cuestión
de Dios.
Esta primera declaración de neutralidad es confirmada y ulterior­
mente aclarada en 1946: «Con la determinación existencial del ser del
hombre no se decide nada sobre la existencia o no-existencia de Dios,
y mucho menos sobre la posibilidad o imposibilidad de seres divi­
nos»... El «pensar» radical (das Denken), que se muestra en la verdad
del ser..., no decide de ningún modo por el teísmo. No puede ser ni
teísta ni ateísta. Y esto, no por razón de una actitud de indiferencia,
sino en atención a los límites impuestos por la verdad del ser al
«pensar» como «pensar»164. El des-velamiento del ser, que condiciona
la posibilidad de pensarlo, no permite ni la afirmación ni la negación
de Dios.
El texto de 1957 expresa la conclusión de los dos anteriores:

162. Identität und Differenz, Pfullinger 1957, 51, 70; Nietzsche I, 324, 366; Holzwege,
235; Platons Lehre von der Wahrheit, Bern 1947, 48; B rief über..., 35-37.
163. Vom Wesen des Grundes, Frankfurt 1976, 159, nota 58.
164. B rief über..., 36-37.
72 De la cuestión del hombre a la de Dios

Quien, a través de una formación crecida y arraigada en el pasado (aus gewachsener


Herkunft), ha hecho la experiencia tanto de la teología de la fe cristiana como de
la filosófica, prefiere hoy día callar sobre Dios en el ámbito del pensar165.

Estas palabras evocan reminiscencias autobiogáficas: es Heidegger


mismo quien, a través de su experiencia personal del Dios de la fe
cristiana y del Dios de la filosofía, se ha dado cuenta de que hoy día
es preferible guardar silencio sobre la cuestión de Dios. Ni teísmo, ni
ateísmo; hoy por hoy la mejor respuesta es el silencio. Heidegger ha
calibrado cautamente sus palabras: se trata de un silencio limitado a
la situación actual del pensamiento filosófico; no se excluye ni se
incluye que en el futuro podrá encontrarse una respuesta, positiva o
negativa, a la cuestión de Dios.
Heidegger señala las condiciones necesarias para una eventual ma­
nifestación de Dios en el porvenir:

Solamente desde la verdad del ser se puede pensar la esencia de lo sagrado.


Solamente desde la esencia de lo sagrado se puede pensar la esencia de la divinidad.
Solamente a la luz de la esencia de la divinidad puede ser pensado y dicho lo que
la palabra Dios tiene que designar166.

Pero nuestro momento histórico se caracteriza por la ausencia del


ser, de la que proviene la falta de la «dimensión de lo sagrado» y la
extinción del «fulgor de la divinidad», y, en consecuencia, la «ausencia
de Dios»167. Si Dios vive o permanece muerto, tendrá que acontecer
«dentro de la constelación del ser»168. La ausencia del ser y, consi­
guientemente, de Dios, es simplemente destino (Verhängnis) de nues­
tra época y no responsabilidad del hombre169.
Inspirándose en los poemas de Hölderlin, Heidegger habla de la
eventualidad de una venida nueva de Dios, «de una venida de su ser
inagotable». Pero, al mismo tiempo, nota por su parte que esta venida
nueva de Dios está vinculada al «destino del ser», es decir, a la
eventualidad del desocultamiento del ser en cuanto tal. Con lo cual la
venida nueva de Dios incide en las mismas aportas, que hacen tan
problemático el futuro des-velamiento del ser.170

165. Identität und Differenz, 51.


166. Brief über..., 36; Holzwege, 249.
167. Holzwege, 248, 250; B rief über..., 26, 37; Nietzsche II, 396.
168. Die Technik..., 45-47; Nietzsche II, 29.
169. Holzwege, 34, 248.
170. Erläuterungen zu Hölderlins Dichtungen, Frankfurt 1951, 27, 44, 104; Vor­
träge..., 183; Brief über, 37; Nietzsche I, 352-353; Holzwege, 249.
Kant, Feuerbach, Heidegger 73

17. Hemos tratado de seguir el itinerario existencial heideggeria-


no, que va de la cuestión del hombre a la cuestión del ser, y, a través
de ésta, a la cuestión de Dios. Recorriendo el mismo camino en sentido
inverso, se podrá tal vez señalar con precisión de dónde proviene la
posición de Heidegger ante la cuestión de Dios171
Si se tiene en cuenta la claridad y vigor con que Heidegger, a lo
largo de todo el período 1929-1957, ha expresado su pensamiento
sobre la cuestión de Dios, habrá que desistir de todo intento de inter­
pretarlo como lógicamente ateísta o como teísta a pesar suyo, y re­
conocer con él que su ontología existencial conduce, en último término,
al silencio ante la cuestión de Dios, es decir, a la imposibilidad de
una respuesta, positiva o negativa, sobre la existencia de Dios. Los
mismos textos en que formula su posición ante la cuestión de Dios,
la presentan expresamente como resultado de su interpretación onto-
lógica de la existencia humana, y, por eso, de su noción del ser.
La reserva de Heidegger ante la cuestión de Dios es la consecuencia
de su reserva ante la cuestión del ser. Ha sido él mismo el primero
en reconocer que la cuestión del ser está aún por hacerse: es un enigma
que nos aconseja renunciar a la respuesta y aun a la pregunta misma.
Y, en efecto, las aportas implicadas en su noción del ser justifican
esta actitud crítica de reserva: a) el carácter meramente fáctico del ser
como «acontecer»; ¿qué explica el ser como facticidad pura de «acon­
tecer»?; b) la ambigüedad del ser entre espontaneidad y destino, entre
realidad e idealidad, entre finitud y transcendencia, transcendencia
limitada dentro de la temporalidad, como horizonte de comprensión
del ser. No es, pues, en último término, la cuestión de Dios la que
impone a Heidegger la respuesta del silencio, sino ante todo y más
radicalmente, la cuestión misma del ser, cuya mediación condiciona
la cuestión de Dios. Una venida nueva del ser decidiría, según Hei­
degger, la cuestión de Dios; pero tal venida le parece tan problemática,
que le deja perplejo172'
La reserva de Heidegger ante la cuestión del ser aparece a su vez
como resultado de su análisis existencial, concretamente de sus deli­
berados silencios ante las preguntas decisivas del sentido último de la
existencia humana.

171. Vorträge..., 177; Brief über..., 19, 26; Holzwege. 103.


172. Heidegger habría dicho ocasionalmente: «toda mi filosofía es una espera de
Dios». Esta frase debe ser entendida dentro de su propio pensamiento sobre la «ausencia»
del ser y la de Dios, y sobre la eventual venida del ser y de Dios. Se trata de una «espera»
ante la que Heidegger mismo se muestra reservado y que, en todo caso, no decide nada
sobre la existencia o no-existencia de Dios ni sobre la posibilidad de su venida. Cf. D.
Sinn, Heideggers Spätphilosophie: Philosophische Rundschau, 1967, 2, 157; Y. de Andia,
o. c., 160.
74 De la cuestión del hombre a la de Dios

En el análisis de la primera dimensión del hombre, como «ser-en-


el-mundo», el silencio es la respuesta de Heidegger a la pregunta de
si la esencia del hombre «es solamente del más-acá o del más-allá»173;
la cuestión decisiva de la mera inmanencia intramundana de la exis­
tencia humana, o de su transcendencia respecto del mundo, queda en
suspenso, puesta entre paréntesis. Y no se da ninguna explicación de
esta deliberada omisión.
También en el análisis de la dimensión más reveladora del ser
humano, la de «ser-para-la-muerte», Heidegger responde con el si­
lencio a la pregunta última sobre la muerte como hundimiento total y
definitivo de la vida o como apertura de una vida nueva: el dilema
que decidiría del sentido último de la existencia humana. Heidegger
no ha justificado esta actitud de silencio, porque no se ha preguntado
si nuestra existencia en el «más-acá» (aquí y ahora en el mundo) tendría
sentido como camino que lleva finalmente al aniquilamiento total y
definitivo de la persona (de mi ser yo-mismo). No se puede plantear
en toda su radicalidad la cuestión del sentido último de la vida, sino
en el dilema que impone la muerte como hundimiento en el vacío total
de la nada o como don de una vida nueva. Según Heidegger, las
dimensiones existenciales de la «voz de la conciencia» del «ser-cul­
pable» y de la «llamada» a la «decisión» son, en el fondo, el resultado
del «ser-para-la-muerte». Por consiguiente, su silencio ante la cuestión
de la muerte envuelve también la pregunta sobre la transcendencia o
la mera inmanencia, de estas dimensiones.
Heidegger ha formulado expresamente la pregunta de si la expe­
riencia de la propia finitud no presupone en el hombre una apertura
hacia lo más-allá de lo finito: aquí estaba la pregunta decisiva sobre
la transcendencia del hombre respecto a todo lo finito. Ante ella Hei­
degger se ha abstenido de toda respuesta, dejando así la transcendencia
en la ambigüedad de lo no-decidido: una transcendencia, de la que no
se dice si va o no va más allá del horizonte meramente temporal de
la existencia humana como «ser-en el mundo» y «para el fin», «para
la muerte».
A estos significativos silencios de Heidegger ante las preguntas
decisivas sobre el sentido último de la existencia humana hay que
añadir las lagunas notables que presenta su análisis existencial:
a) Heidegger supone la realidad óntica de los entes como «pre­
viamente dada» (Vorhandenheit), sin preguntarse por su origen; omite
la cuestión del origen del mundo y del hombre: ¿de dónde venimos?
¿del dinamismo meramente inmanente de la materia o de una realidad
transcendente respecto al proceso de la evolución?

173. Brief über..., 38.


Kant, Feuerbach, Heidegger 75

b) en su análisis de la relación mutua «hombre-mundo» no dice


nada sobre la tarea fundamental del hombre de transformar el mundo
con su trabajo; y, sin embargo, esta tarea podría tal vez revelar algo
importante y exclusivamente propio del hombre: la tensión dialéctica
entre su vinculación al mundo (dependencia y finitud) y su diversidad
radical respecto del mundo (transcendencia);
c) el análisis heideggeriano de la relación del hombre a los otros
hombres y de la «voz de la conciencia» (es decir, de la cuestión ética)
no llega a las preguntas últimas; ¿por qué la persona del otro representa
para mí, y viceversa, una interpelación incondicional de mi libertad?
¿no es en la experiencia de la incondicionalidad de la «llamada» de
la conciencia donde se revela la dimensión responsable y transcendente
de la libertad?, ¿por qué no se puede evitar la pregunta «qué debo
hacer», y cuál es el sentido último de este «debo»?
d) la cuestión del devenir histórico y, por consiguiente, del sentido
último de la historia está totalmente ausente en la filosofía de Hei-
degger; una ausencia de impresionante gravedad, porque afecta a la
dimensión primordial de la existencia humana a nivel comunitario: la
del porvenir de la humanidad. Es la cuestión del «a dónde vamos»,
de la aventura de riesgo y esperanza que solidariza todas las genera­
ciones humanas en la empresa común de hacer la historia. Esta es­
peranza, que empuja la humanidad siempre adelante, siempre más allá
de toda meta lograda, plantea por sí misma la cuestión de la trans­
cendencia de la libertad humana.
Todas estas observaciones permiten constatar que el análisis exis-
tencial de Heidegger ha sido incompleto y que su cuestionar adolece
de falta de radicalidad. ¿Habría que ubicar aquí la raíz de las aporías
de su noción del ser y de su actitud de reserva ante la cuestión de
Dios?
Sorprendentemente, las preguntas de Kant, «qué debo hacer, qué
me es dado esperar» (aspectos complementarios de una misma cues­
tión, «qué es el hombre») afectan más entrañablemente a nuestra exis­
tencia, que las que surgen del análisis existencial heideggeriano. Kant
parte del análisis de la praxis humana y descubre en ella, como con­
diciones de posibilidad, el incondicional deber hacer y el insuprimible
esperar, que apuntan por sí mismos más allá del hombre, del mundo
y de la historia. Heidegger recorta el sentido de las preguntas de Kant,
reduciéndolo dentro del horizonte de la mera finitud. Pero ¿no es
precisamente la tensión entre la experiencia de la finitud y la expe­
riencia de la transcendencia, la que constituye la dimensión existencial
más propia y honda del hombre?, ¿cómo podría el hombre experi­
mentarse como finito, si no tuviera la experiencia de su apertura a lo
más-allá de lo finito?
76 De la cuestión del hombre a la de Dios

La aporía más grave de la antropología filosófica de Heidegger


surge precisamente de las tres nociones básicas de su interpretación
existencial: la existencia humana en su «ser-arrojada» y en su mera
«facticidad», captadas en la experiencia fundamental de la «angustia»
(Geworfenheit, Faktizität, Angst); tres nociones que se implican mu­
tuamente y cuya unidad indivisible tiene lugar en las estructuras on-
tológicas del ser humano como «ser-en-el-mundo», «ser-para-la-muer-
te» y «ser-culpable».
«Ser-arrojada» y «facticidad» son la última palabra de Heidegger
tanto sobre el origen de la existencia humana como sobre su fin en la
muerte: lo que equivale a reconocer como ineliminable la doble in­
cógnita del origen y del fin de la vida humana. Heidegger lo dice
expresamente: «el de dónde y el a dónde permanecen en la oscuri­
dad»174. Y, en efecto, la mera facticidad (como palabra última) no es
inteligible, ni en sí misma ni desde fuera de ella, porque sería lo no-
fundado ni en sí mismo ni fuera de sí; sería simplemente un enigma,
aceptado como tal. La doble incógnita del origen y del fin imponen
el silencio sobre el sentido o no sentido de la vida humana. Si Hei­
degger ha dejado en suspenso la cuestión última de la existencia hu­
mana, no puede sorprender que haya dejado también suspensas la
cuestión del ser y la cuestión de Dios.

La aporía de la «facticidad» incide necesariamente sobre la «an­


gustia» como experiencia fundamental de la ontología existencial. Al
poner entre paréntesis la cuestión del sentido último de la muerte,
Heidegger ha dejado en suspenso la cuestión del sentido último de la
vida. De habérsela planteado, hubiera podido decidirse entre el fin de
la vida como nada total y definitivo, o como acceso a una vida nueva;
es decir, entre una «angustia» diversa y más radical que la suya, y la
esperanza como estructura fundamental de la existencia. El primado
del futuro (expresamente afirmado por Heidegger) reclama el primado
de la esperanza. ¿Cómo podría el hombre optar por el sentido de su
vida como totalidad, sin una esperanza que transcienda esta totalidad?
Hay un texto de Kant, que permite comprender la diferencia entre
su actitud de fondo ante la cuestión del hombre y la de Heidegger:
La balanza de la razón no es completamente imparcial, y uno de sus brazos, el
que lleva la inscripción esperanza del futuro, tiene una ventaja mecánica que hace
que aun ligeros motivos, depositados en el platillo correspondiente, logren superar
las especulaciones de mayor peso intrínseco depositadas en el otro. Esta es la
única inexactitud que no puedo suprimir y que efectivamente no quiero suprimir
en ningún caso175.

174. Sein und Zeit, 134.


175. I. Kant, Träume eines Geistsehers II, Hartenstein, 357.
Kant, Feuerbach, Heidegger 77

18. Tomando como punto de partida la cuestión del hombre,


Kant, Feuerbach y Heidegger se han enfrentado con la cuestión de
Dios y han llegado a resultados totalmente diversos: afirmación de
Dios, rechazo de la cuestión de Dios como carente de significado,
silencio deliberado ante ella. Es curioso notar que la base antropológica
de estos tres filósofos adolece del mismo defecto: omisión de la re­
lación del hombre al mundo como tarea de transformarlo y de hacerse
en la historia haciendo la historia (el devenir histórico como obra propia
del hombre).
Kant ha tenido el acierto de centrar su análisis antropológico en la
praxis humana, que le ha permitido descubrir la incondicionalidad del
«deber» ético y la ilimitación dél esperar humano, que implican la
apertura constitutiva del hombre al fundamento y fin1transcendentes,
cuyo nombre es Dios.
Desde el comienzo hasta el fin de sus escritos, Feuerbach se revela
como ateo convencido y militante. A lo largo de los notables cambios
de su pensamiento filosófico permanece inmutable su intención do­
minante de invalidar la cuestión de Dios; el contraste entre esta actitud
y el espíritu altamente crítico de Kant salta a la vista. Tal actitud le
impidió darse cuenta de que los dos pilares de su filosofía: a) no hay
más realidad que la sensible; b) Dios no es sino la proyección de la
imaginación del hombre, eran meras afirmaciones, tan absolutas como
carentes de fundamentación. Como tampoco se percató de que dejaba
sin respuesta el aspecto primordial de la cuestión del hombre: el «para
qué» de la existencia humana, la tarea impuesta al hombre por su
misma libertad responsable y sostenida por la esperanza, como con­
dición de posibilidad de toda opción y acción humanas; ¿también el
ser-responsable y el esperar radical del hombre serán mera proyección
de su fantasía? La negación de la cuestión de Dios implica en Feuerbach
una mutilación reductiva de lo más humano del hombre.
No se puede menos de reconocer el rigor metodológico que ha
guiado todo el quehacer filosófico de Heidegger: análisis atentísimo
y original de las experiencias fundamentales de la existencia humana,
descripción fenomenológica en la que surgen, se delimitan y justifican
las cuestiones, búsqueda de la «comprensión» (interpretación) en pro­
fundidad de lo que «se muestra» en los fenómenos. Pero es preciso
notar también que Heidegger ha dejado deliberadamente en suspenso
(en silencio) varios aspectos, tan imprescindibles como decisivos, de
la cuestión del hombre: el dilema último impuesto por la experiencia
de la muerte, la apertura del hombre a lo más-allá de lo finito como
condición de posibilidad de la experiencia de lo finito como tal, el
problema de la mera facticidad como última palabra en la búsqueda
78 De la cuestión del hombre a la de Dios

del fundamento, la ausencia de una reflexión sobre la función insus­


tituible de la esperanza en las decisiones de la libertad176. ¿No deben
ser calificadas estas omisiones como una interrupción, no justificada,
del proceso de «comprender», es decir, de la búsqueda de una respuesta
a las preguntas impuestas por el análisis existencial?
En el proceso mental, se va (o pretende ir) de la cuestión del hombre
a la cuestión (o no-cuestión) de Dios, es preciso comenzar por un
análisis completo, y a fondo, de la cuestión del hombre en su dimensión
formal de cuestión. Tal análisis se echa de menos, tanto en Kant y
Feuerbach, como en el mismo Heidegger.
Hay que partir de una reflexión sobre la cuestión del hombre en
cuanto cuestión: a saber, sobre la experiencia de la que surge, sobre
la estructura ontológica escondida en esta experiencia, y sobre el len­
guaje en que se expresa. Esta reflexión inicial es imprescindible para
justificar la significatividad de la cuestión del hombre a nivel de cues­
tión y su legitimidad como punto de partida de todo el quehacer
filosófico. De lo contrario se tomaría un punto de partida arbitrario.

176. Antes de que E. Bloch publicara Das Prinzip Hojfnang, había escrito J. Ortega
y Gasset: «Está por realizar una fenomenología de la esperanza. ¿Qué es en el hombre la
esperanza? ¿Es posible un humano vivir... que no es un esperar? ¿No es la función primaria
y más esencial de la vida la expectativa y su más visceral órgano la esperanza?» (El
hombre y la gente, Obras Completas VII, Madrid 1961, 111-112.)
3
La negación nihilista
del sentido de la vida: Nietzsche, Sartre

1. En el capítulo primero se ha analizado la cuestión del sentido


de la vida desde el punto de vista fenoménico-formal: se ha tratado
de señalar su origen y sus caracteres propios. Ahora se quieren exa­
minar las eventuales respuestas, en primer lugar las negativas, que se
presentan como sigue:
a) hoy por hoy no sabemos si la vida tiene sentido (agnosticismo
abierto): el hombre estaría hoy en la situación de buscar la respuesta
sin saber si la encontrará: la cuestión permanece abierta, no solamente
a la respuesta positiva o negativa, sino también a la eventualidad de
ninguna respuesta;
b) no podemos saber si la vida tiene sentido o no lo tiene (ag­
nosticismo cerrado): entonces la cuestión se revelaría pseudocuestión;
una cuestión que excluye toda posibilidad de respuesta no puede ser
cuestión para nosotros;
c) la vida no tiene sentido (nihilismo ontológico): la cuestión del
sentido desaparece; buscando el sentido, el hombre buscaría el no-
sentido, la nada.
A nivel de actitud existencial ante la cuestión del sentido se pueden
distinguir los siguientes tipos humanos: el cínico, cuyo programa de
vida se reduce a gozar del momento presente, sin preocupación alguna
por el sentido último de la vida; el indiferente (escéptico o resignado),
que se pregunta para qué sirve plantearse la cuestión del sentido de la
vida: el práctico, que, sin rechazar la cuestión, vive absorbido en el
vértigo de los quehaceres de cada día, que no le dejan espacio para
reflexionar sobre sí mismo, sobre el por qué y para qué de su vida.
Por otra parte, no solamente en el pasado, sino en nuestro tiempo,
la cuestión del sentido de la existencia humana constituye un tema
80 De la cuestión del hombre a la de Dios

primordial de la filosofía, de la novela, del teatro, etc. La cuestión


del hombre permanece totalmente actual: una actualidad tan evidente
como la diversidad de las respuestas. Consideramos aquí la respuesta
más negativa, la nihilista, cuya figura más representativa ha sido F.
Nietzsche.
En su obra autobiográfica, Ecce Homo, proclama enfáticamente
Nietzsche que ya desde su niñez los conceptos de «Dios», «inmor­
talidad», «más-allá», no le decían nada y que su ateísmo no fue el
resultado de sus reflexiones filosóficas, sino el presupuesto instintivo
de las mismas1: un ateísmo que él ha vivido como misión profética
de anunciar el hundimiento irreversible del cristianismo y el nacimiento
de una humanidad nueva, sin-Dios y sin-moral2.
Según Nietzsche, el mensaje originario de Jesús habría sido adul­
terado por S. Pablo al introducir en él la filosofía platónica3, es decir,
el mundo supraterreno de las «¡deas», de las esencias eternas e in­
mutables, el «supramundo», un mundo superior y único «verdadero»,
contrapuesto a nuestro mundo temporal y mudable de las «aparien­
cias». En la cima del supramundo de las «ideas» estaría el «Dios-
Verdad» absoluta, el «Dios-Moral» que prescribe y sanciona los va­
lores normativos de la libertad humana, el Dios que desde lo alto vigila
y ve todo cuanto el hombre hace4. El cristianismo institucional es
calificado por Nietzsche como enemigo declarado del Evangelio; con
sus dogmas y con sus ideales morales, tal cristianismo estaba destinado
desde sus comienzos al fracaso por su contradicción con la Vida del
hombre5. En toda su tarea filosófica Nietzsche no ha pretendido sino
poner al descubierto su escondida vaciedad: su nada. Con la palabra
«metafísico» designa el «supramundo» de las ideas y de los valores
morales, porque ese mundo irreal está más allá de lo humanamente
pensable y sensible6. El hombre no tiene ningún órgano para conocer
el «supramundo», que no puede ser deducido de nuestro mundo terreno
de las «apariencias». El «supramundo» de lo eterno e incondicionado
no es sino una ficción creada por la imaginación del hombre, un «nada
celestial». No podemos atribuirle sino predicados puramente negativos
porque no es ninguna realidad positiva, sino solamente negación de
lo que es real en nuestro mundo «aparente».

1. Ecce Homo, § 1. Cf. P. Valadier, Nietzsche. L ’athée de rigueur, Paris 1975, 17-
22 .
2. Die fröhliche Wissenschaft, § 357, 53, 219.
3. Der Antichrist, § 37-39, 25; Der Wille zur Macht, § 3.200; Jenseits von Gut und
Böse, Vorrede; Die Unschuld des Werdens, § 1.047.
4. Menschliches, Allzumenschliches, § 141; Zur Genealogie der Moral, § 24.
5. Der Antichrist, § 36; Der Wille..., § 168. 169. 195.
6. Menschliches..., § 5. 6. 9.
Nietzsche, Sartre 81

El origen del «supramundo» está en la insatisfacción que el hombre


experimenta en su mundo real terreno, es decir, en los deseos del
hombre de que haya otro mundo mejor; el sufrimiento, el cansancio,
la impotencia del hombre han creado la idea del «supramundo». La
religión es la expresión de la decadencia del hombre, de las cobardías
de su espíritu. Por otra parte señala Nietzsche que la idea de Dios
surge del sentimiento de la propia fuerza, que se apodera del hombre
arrebatadamente en los grandes afectos que el hombre experimenta
como no provenientes de sí mismo, sino de algo ajeno y superior a
él, es decir, divino; frente a estos sentimientos, cuya grandeza le
asombra, el hombre no se atreve a reconocerlos como producidos por
él mismo y tiende a explicárselos como suscitados por una potencia
divina7. Salta a la vista que estas reflexiones de Nietzsche, con las
que intenta probar que Dios es una mera creación del hombre, se
encuentran ya en los escritos de Feuerbach8.

2. La originalidad de la filosofía ateísta de Nietzsche proviene


de su punto de partida, en lo que él considera como «el más grande
acontecimiento nuevo» de nuestra época: ¡a fe en el Dios cristiano
está dejando de ser creíble, la «muerte de Dios» comienza a proyectar
sus primeras sombras sobre Europa9. En su más célebre parábola
presenta su interpretación sobre el significado de este gran aconteci­
miento:

¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco, que en un radiante mediodía encendió
una linterna, se fue al mercado y gritaba sin cesar: yo busco a Dios, yo busco a
Dios?. Como muchos de los allí reunidos no creían en Dios, respondieron con
una gran carcajada: Dios se ha perdido: quizás se ha extraviado como un niño:
tal vez se ha escondido o tiene miedo de nosotros. Así gritaban y se reían. Pero
el hombre loco saltó en medio de ellos y los clavó con su mirada: ¿Dónde está
Dios?, gritó: ¡yo quiero decíroslo! ¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo!
Todos nosotros somos sus asesinos. ¿Cómo hemos podido hacer esto? ¿cómo
pudimos vaciar el mar? ¿quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte?
¿qué es lo que hicimos al separar esta tierra de su sol? ¿hacia dónde se mueve
ahora? ¿a dónde nos dirigimos? ¿lejos de todos los soles? ¿no nos precipitamos
sin parar?... ¿no caminamos extraviados, como a través de una nada infinita? ¿no
aspiramos el espacio vacío?... ¿no viene siempre la noche y más noche? ¿no oímos
nada del mido de los sepultureros, que entierran a Dios? ¿no sentimos todavía
nada del hedor de la putrefacción divina?... ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece
muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos nosotros, los
más grandes asesinos? Lo más grande y fuerte que hasta ahora tenía el mundo,
se ha desangrado al filo de nuestros cuchillos: ¿quién puede quitar de nosotros
esta sangre? ¿con qué agua podríamos limpiamos? ¿qué ceremonias expiatorias,

7. Cf. W. Weischedel, o. c. I. 431-434.


8. Véase más arriba, cap. 1. n. 3-6.
9. Die fröhliche..., § 343.
82 De la cuestión del hombre a la de Dios

qué representaciones sagradas tendríamos que inventar? ¿no es esta acción de­
masiado grande para nosotros? ¿no deberíamos volvemos dioses para mostramos
dignos de ella? Nunca ha habido una acción más grande que ésta, y todos los
hombres que nazcan después de nosotros pertenecerán, en virtud de esta acción,
a una historia más excelsa que toda la historia pasada». Aquí el hombre loco calló
y volvió a mirar a sus oyentes; también ellos callaron y le miraron extrañados.
Finalmente tiró contra el suelo su linterna, que saltó hecha pedazos, y se apagó.
«Llego demasiado pronto», dijo: «todavía no es el tiempo». Este grandioso acon­
tecimiento está todavía en marcha y camina, no ha penetrado todavía en los oídos
de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de los astros necesita
tiempo, las acciones necesitan tiempo, aun después de hechas, para poder ser
vistas y oídas. Esta acción (de matar a Dios) está más alejada de los hombres que
las estrellas más remotas, y con todo son ellos los que la han realizado. Se cuenta
todavía que el hombre loco entró el mismo día en varias iglesias y entonó en ellas
su Réquiem ■aeternam deo; llevado fuera e interpelado, replicó siempre: «¿Qué
son las iglesias, sino tumbas y monumentos sepulcrales de Dios?»10.

El centro de la parábola, y, puede decirse, de toda su filosofía,


está expresado en la frase «Dios ha muerto», con la cual Nietzsche
no quiere en modo alguno decir que Dios haya estado vivo en el pasado
y ahora haya desaparecido en la muerte, sino que proclama el anuncio
del acontecimiento histórico irreversible de la fe ateística en la hu­
manidad actual, para la cual el Dios-Verdad, el Dios-Moral del cris­
tianismo, no cuenta nada porque no es sino una nada divinizada por
el hombre11.

Nietzsche se dio cuenta de que su anuncio de la «muerte de Dios»


era prematuro: «vengo demasiado pronto». Como, según una leyenda,
varios siglos después de la muerte de Buda, su sombra se mostraba
en una caverna, así el Dios-muerto proyecta todavía su sombra en la
interioridad oscurantista de no pocos hombres. Con las palabras «Lo
hemos matado: vosotros y yo», Nietzsche quiere persuadir a sus oyen­
tes a aceptar con plena responsabilidad el ateísmo escondido en ellos,
es decir, les pide la decisión existencial de una fe totalmente ateísta:
«también la sombra del Dios-muerto hay que eliminarla cómo un
residuo peligroso»; «y nosotros debemos triunfar hasta de su sombra»:
«si no hacemos de la muerte de Dios una renuncia grandiosa y una
victoria permanente, tendremos que pagar las consecuencias»12.
Nietzsche prevé que su proclamación de la muerte de Dios suscitará
en la gente común el sentimiento de precipitarse en un «nada infinito»,
en el vacío y en la oscuridad totales. Pero

10. Ibid., § 125.


11. Die f r ö h l i c h e , § 108, 125, 343; Also sprach Zarathustra, § 2, 3; Der Antichrist,
§ 48.
12. Die fröhliche..., § 108.
Nietzsche, Sartre 83

con la noticia de que el viejo Dios ha muerto, nosotros los filósofos y espíritus
libres nos sentimos como iluminados por una nueva aurora. Nuestro corazón
desborda de gratitud, admiración, presentimiento, expectación: por fin el horizonte
se nos presenta otra vez libre...; finalmente pueden zarpar de nuevo nuestras naves
a pesar de todos los peligros: toda audacia está de nuevo permitida; el mar, nuestro
mar, está otra vez abierto, quizá no ha habido nunca un mar tan abierto13.

En la fe ateísta tiene lugar la liberación del hombre: surge una


historia nueva de la humanidad, una historia más gloriosa que cualquier
historia del pasado.
Nietzsche concibe su proclamación de la «muerte de Dios» como
ratificación filosófica de una consecuencia decidida ya anticipadamente
por la lógica de la historia: desde sus comienzos el Dios del cristianismo
estaba destinado a su decadencia total en la muerte. Se identifica de
tal modo con su lema, «Dios ha muerto», que no puede menos de
mirar y orientarse hacia un «más-allá-de Dios», allende la transcen­
dencia divina, dándose cuenta de las dificultades enormes (por no
decir insuperables) de decir algo sobre este futuro «allende-Dios».

3. En el pensamiento de Nietzsche, el acontecimiento de la


«muerte de Dios», es decir, de la fe ateísta, trae consigo la venida del
«nihilismo»; como el Dios cristiano ha sido durante veinte siglos el
sentido y el fin de la humanidad y del mundo, el resultado de la muerte
de este Dios es la ausencia total de sentido en el hombre y en el
mundo14.
«La parodia más seria que yo he oído, es ésta: “ en el Principio
era el No-sentido (Un-sinn) y el No-sentido estaba en Dios, y Dios
era el No-sentido” . El nihilismo es la fe en la absoluta ausencia de
sentido. El filósofo nihilista está persuadido de que todo lo que pasa
carece de sentido (sinnlos) y es en vano (umsonst). No hay respuesta
al «porqué» ni al «para qué»: nada es Verdadero, todo está permitido15.
La existencia humana no tiene, pues, ningún sentido, al hundirse en
la nada de Dios-Verdad, el Dios-Moral. La palabra «nihilismo» tiene
dos significados: a) la desaparición creciente del «supramundo» ideal;
b) la aceptación del vacío que ha surgido de la destrucción de ese
idealismo16. El nihilismo de Nietzsche comprende los dos significados:
la nada, el absoluto no-sentido de todo lo que pertenece al supramundo

13. Ibid. § 343; Morgenröte, § 575.


14. Cf. K. Lowith, Gott, Mensch und Welt in der Metaphysik von Descartes bis zu
Nietzsche, Göttingen 1969, 179.
15. Menschliches..., § 22; Der Wille zur Macht, Aphorismus 2; Zur Genealogie...,
§ 24; Die Unschuld des Werdens, § 1395, 448.
16. Der W ille..., § 617.
84 De la cuestión del hombre a la de Dios

metafísico, en cuya cima está Dios y la decisión de aceptar esta si­


tuación inquietante como destino de una época17.
«Lo que yo narro es la historia de los dos próximos siglos. Yo
describo lo que viene, lo que no puede menos de venir: la venida del
nihilismo. Este futuro se anuncia en cientos de signos, este destino se
manifiesta por todas partes». «El nihilismo está a la puerta». El ni­
hilismo es, pues, un fenómeno histórico que se está cumpliendo como
manifestación de la conciencia ateísta; en el lugar que deja vacío el
Dios muerto, se instala la nada como ausencia absoluta de sentido.
«¿De dónde viene el más inquietante de los huéspedes?» Al aconte­
cimiento de la muerte de Dios seguirá la perversión de la existencia
hasta lo inquietante: tiempo inconfortable y misteriosamente
tremendo18.
Reconoce Nietzsche que el nihilismo de su tiempo es todavía in­
completo. No se retiene nada de sobrehumano como fundamento que
confiere sentido a la existencia humana; pero se admite todavía en el
hombre mismo la autoridad de la conciencia moral y de la razón como
condicionamiento de la libertad.
Aunque sea más radical que el precedente, permanece todavía in­
completo el nihilismo de los que afirman la desaparición de todo
sentido (aun a nivel intramundano e infrahumano), pero lamentan esta
carencia total de sentido, porque piensan que no debería darse tal
carencia. Nietzsche considera esta actitud como incoherente, una vez
que se admite que no es posible fundamentar de ningún modo el sentido
del hombre y el mundo.
El nihilismo completo está aún por venir; exige la fuerza de voluntad
de vivir en un mundo «sin sentido», «sin Dios» y «sin moral», «más-
allá-de Dios», y por eso «más-allá del bien y del mal». No se puede
lograr la plenitud del nihilismo sino en la decisión existencial de
aceptarlo como destino irreversible de nuestra época; «amor del des­
tino, éste será desde ahora mi amor», una actitud de la libertad en la
que el hombre se despoja de toda fe, deseo y certeza, y en tal situación
baila de alegría. Entonces el nihilismo será perfecto y podrá llegar a
ser un modo divino de vivir y pensar19.
Nietzsche se proclama como «el primer nihilista de Europa que ha
vivido el nihilismo hasta sus últimas consecuencias» y así lo ha dejado
«detrás de sí, debajo de sí, fuera de sí»20. Guiado por esta experiencia,
señala las fases del proceso que lleva al nihilismo perfecto: la pro-

17. Menschliches..., § 408.


18. Der W ille..., Vorrede, § 1.
19. Der Wille... § 4, 21, 611, 707; Die Unschuld..., § 622; Die fröhliche... § 374;
Jenseits..., § 2. Cf. W. Weischedel, o. c., 445-446.
20. Der W älle..., § 1.
Nietzsche, Sartre 85

gresiva interiorización del acto moral, pasando de la heteronomía del


«tú debes» a la autonomía del «yo quiero», y a través de éste a la
plenitud del «yo soy». La primera fase, «tú debes», tiene lugar en la
avidez de normas éticas claramente definidas, y considera la pérdida
de estas normas, impuestas desde fuera al sujeto, como el desierto de
una existencia absurda. La segunda fase, «yo quiero», interpreta el
vacío dejado por la superación del deber ético como el espacio de una
actividad responsable; su nihilismo es aún imperfecto porque, en su
intento de mostrarse como libertad más-allá-de Dios, adolece todavía
de la dualidad entre el querer y lo querido. La tercera fase, «yo soy»,
expresa la interioridad propia de la inocencia del niño: sin molestia
de parte de las exigencias del «tú debes» y sin el agarrotamiento
implicado en la voluntad de actuar («yo quiero»), el niño descansa
olvidado de sí mismo; en este estado infantil de no-sumisión y de un
espontáneo no-querer, la existencia humana alcanza la plena interio­
ridad como un «estar-dentro-de-la-nada», encuentra en la nada la nor­
ma de su acción. La inocencia del «yo soy» quiere decir la existencia
tal como ella pertenece totalmente a sí misma antes del desdoblamiento
que sufre en la reflexión sobre sí misma y antes de que se manifieste
el conflicto moral: la existencia en su estado prelógico y premoral, es
decir, en la pura espontaneidad. Nietzsche ve en el niño el símbolo
de la plena unidad interior que el hombre vivirá una vez eliminada la
idea de Dios: recuperación de la inocencia, superación de la división
interior, una vida nueva en coincidencia total consigo mismo: el niño
juega en la playa al juego de hacer y deshacer, al juego de jugar por
jugar2'.

4. Más agresivamente que al Dios-Verdad, impugna Nietzsche


al Dios-Moral, que impone desde fuera al hombre normas de acción
y sanciones. Como el Dios-muerto es la consecuencia lógica de la
autodestrucción del «supramundo» de las ideas á lo largo del proceso
de la historia, así la devaluación de las normas morales es el destino
inevitable de la autodestrucción de los valores, que se están derrum­
bando fatalmente en Europa.
Nietzsche denuncia el origen falaz de los valores: no hay ningún
fenómeno moral sino solamente una interpretación moral de los fe­
nómenos. Los valores no son sino apreciaciones mediante las cuales
nos mantenemos en vida; no están en las cosas, sino que el hombre
los pone en ellas. «La vida nos constringe a establecer valores». Ol­
vidando este origen de los valores en la vida, el hombre los absolutiza21

21. Der W ille..., § 21. 617. 765. 940; Also sprach Zarathustra. A uf den glückseligen
ínseln; Der Wanderer und sein Shatten, § 81. Cf. K. Lowith, o. c., 163.
86 De la cuestión del hombre a la de Dios

atribuyéndoles significado metafísico y religioso: los proyecta falsa­


mente en la esencia de las cosas. Pero los valores, desvinculados de
su origen en la Vida, se han vuelto hostiles a ella y por eso se han
destruido a sí mismos22.

El hombre, «en cuanto desea», es la «bestia más absurda» porque


aspira a valores e ideales que no puede alcanzar y así introduce en su
existencia la contradicción interior insuperable. Con la aceptación de
una forma ética de la vida, ratifica su disociación incurable de sí
mismo: se siente siempre despojado de su propio ser y siempre inten­
tando superarse hacia el proyecto vacío de sí mismo. La imposición
heterónoma de normas de acción hace de la existencia humana «un
monstruo». La sola superación verdadera de esta escisión interna del
hombre tendrá lugar en la inocencia de la autosuficiencia, propia del
nihilismo perfecto. Nietzsche espera que, una vez liberada la huma­
nidad por la muerte de Dios, la existencia humana llegará a una plena
coincidencia consigo misma en la inocencia autosuficiente. Al renun­
ciar a considerarse como resultado de una causa transcendente, el
hombre se integra en su propia totalidad, descansa en sí mismo, des­
preocupado de sí como un niño23.
Pero mientras se deja conducir por los valores e ideales del «su-
pramundo» metafísico, el hombre inquieto por el «gigantesco vacío»
que le rodea desde que se pregunta por el sentido de su existencia,
esboza el ideal divinizado de sí mismo en la inútil esperanza de superar
así el abismo de su experimentada problematicidad24.
Para superar la experiencia de su disociación interna entre sus
aspiraciones y su incapacidad de actuarlas, el hombre crea el proyecto
vacío de los valores, que tienen su origen en la carencia insuperable
implicada en la contradicción constitutiva del hombre; valores e ideales
son solamente un fenómeno de espejismo, autoalienación que culmina
en la proyección de la verdad y de las normas morales, y, finalmente,
en la idea de una conciencia absoluta (Dios), testigo y juez de nuestros
actos; la existencia humana deviene un «monstruo» y el hombre pierde
su libertad al sentirse vigilado por la mirada del Dios-Verdad, que lo
sabe todo25.
La agresividad de Nietzsche frente a los valores morales se lanza
violentamente contra la moral cristiana del amor del prójimo y de la

22. Jenseits..., § 1. 211. 269; Die Unschuld..., § 4.875; Der W ille..., § 253.258;
Zur Genealogie..., § 2.24; Also sprach Zarathustra, Vorrede § 4. 456. 258. 401.
23. Die Unschuld..., § 4.335.917; Zur Genealogie..., § 28; Der W ille..., § 707;
Menschliches... , § 86.
24. Zur Genealogie..., § 28; Der W ille..., § 253.
25. Der W ille..., § 707. 708.
Nietzsche, Sartre 87

igualdad entre los hombres. Afirma la desigualdad natural, en virtud


de la cual la clase de los hombres más fuertes intelectual, social y
racialmente, constituyen una clase superior que los distingue y separa
de la clase inferior de los débiles; llega hasta establecer dos morales
diversas, la de los señores (poderosos, dominadores) y la de los es­
clavos (impotentes, degradados). Ataca duramente a San Pablo («el
apóstol de la venganza») como heraldo de la moral de la igualdad de
los hombres y de los pueblos, que ha hecho de ella «su arma principal»
contra todo lo que hay «de noble, gozoso y magnánimo en la tierra».
Más aún: Nietzsche afirma que el principio de la igualdad de los
hombres tiene su origen en el rencor reconcentrado de los débiles, que
no quieren resignarse a las relaciones existentes del poder y se sienten
incapaces de cambiarlas: «el resentimiento», «el odio reprimido de los
débiles». Los ideales de bondad, de humildad, de amor de los ene­
migos, y sobre todo de justicia en la tierra, son fabricados en el taller
de los incapaces de una acción victoriosa, es decir, de los débiles26.
La autodestrucción de los viejos valores en la venida del nihilismo
perfecto es necesaria para la creación de valores nuevos (inversión de
los valores) y para la superación del nihilismo. Esta será la empresa
del hombre nuevo: «Este hombre del futuro, que nos librará de los
ideales pasados... y del nihilismo,... este toque de campana al me­
diodía, que devolverá a la tierra su sentido y a la humanidad su
esperanza, este anticristo y antinihilista, este vencedor de Dios y de
la Nada, tiene que venir»27.
Es necesario «escribir valores nuevos en tablas nuevas»28: he aquí
la tarea de los filósofos (personalmente de Nietzsche). Los valores
nuevos no podrán ser tomados del «supramundo» metafísico del que
han surgido los ideales morales que ahora se están hundiendo defi­
nitivamente; en lugar de los valores morales, valores meramente na­
turales (naturalización de la moral) tomados de .este nuestro mundo
mudable y aparente... que es necesario divinizar (absolutizar) y acep­
tar.
El presupuesto necesario para la creación de valores nuevos está
en la afirmación absoluta de la Vida como su fundamento:

Decir Sí a este mundo terreno, tal cual es, sin quitar nada, sin acentuar ni seleccionar
nada. Tras milenios de engaño y de confusión, he tenido la fortuna de haber
descubierto el camino que conduce a un S í y a un No. Yo enseño el No a todo

26. Zur Genealogie..., § 14; Der Antichrist..., § 62; Der W ille..., § 765. 871.
Jenseits..., § 8. 257.
27. Zur Genealogie..., § 24.
28. Also sprach Zarathustra, § 9.
88 De la cuestión del hombre a la de Dios

lo que nos hace débiles, a todo lo que causa agotamiento. Yo enseño el S í a todo
lo que justifica el sentimiento de fuerza29.

Todo cuanto Nietzsche ha podido decir sobre los valores nuevos


de la humanidad futura se reduce, pues, a proclamar su esperanza en
la venida de tales valores y a indicar que la medida de los mismos
será su utilidad para la Vida, es decir, «para el desarrollo de las fuerzas
de la naturaleza humana, desde las más elevadas hasta las más bajas».
No se puede decir que esto sea suficiente para desplazar los viejos
valores, ni para colmar el vacío que deja su destrucción. Nietzsche
no ha sabido decir cuáles serían concretamente los valores nuevos:
«perderemos la fuerza de gravedad, que nos mantenía en vida; durante
un tiempo no sabremos qué hacer»30. «Con el más-allá de Dios» y de
la moral, «con el más-allá del bien y del mal», se formula el gran
interrogante... «Comienza la tragedia»31. Más aún: ante esta perspec­
tiva de incertidumbre, Nietzsche expresa su deseo de que las cosas
sean diversas de su pensamiento y de que venga alguien que vuelva
increíbles sus ideas32.
Lo único que queda después de la empresa destructora de los valores
es la esperanza de que «los intrépidos aventureros» puedan encontrar
el todo en la nada, esperanza continuamente oscurecida por la incer­
tidumbre de tal porvenir: «Oh Zaratustra... Te lanzaste hacia lo alto;
pero toda piedra, arrojada hacia arriba, tiene que caer»33.

5. Nietzsche no se limita a rechazar la verdad del «supramundo»


metafísico, sino que afirma la problematicidad radical de toda verdad.
Pero, en su intento de crear una filosofía nueva, no puede menos de
pronunciarse sobre la noción de lo verdadero y sobre su funcionamiento
normativo; ha expresado su pensamiento con palabras claras:
a) «La verdad por sí misma... es algo imposible»; «el concepto
de verdad es absurdo»; «la verdad es, por consiguiente, más funesta
que el error y la ignorancia»; «Verdad no designa lo opuesto al error,
sino la relación de ciertos errores a otros». El nihilismo de Nietzsche
aniquila la verdad en sí misma34.
b) «Es verdadero para nosotros lo que es provechoso para la Vida.
Lo auténticamente verdadero es solamente la Vida; secundariamente
lo que sirve a la Vida, a las fuerzas más elevadas y más bajas de la

29. Cf. W. Weischedel, o. c. I, 448.


30. Der W ille..., § 20.
31. Die frohliche..., § 382.
32. Carta a F. Overbeck (1-7-1885).
33. Der W ille..., § 67; Zarathustra III, § 1.
34. Die Unschuld... II, § 266. 448; Menschliches..., § 2; Der W ille..., § 625 , 452;
Jenseits..., § 34.
Nietzsche, Sartre 89

naturaleza humana»; «las categorías son verdaderas solamente en el


sentido de que para nosotros condicionan la Vida». La función de la
verdad se agota, pues, en servir a la Vida; lo que en último término
decide de lo verdadero y de lo falso es su relación a la Vida, que no
tiene otro fundamento que sí misma y por eso constituye la instancia
última de la filosofía35.
Al explicar ulteriormente en qué consiste la Vida, Nietzsche crea
un término nuevo de importancia primordial en su pensamiento: «don­
de hay Vida, hay... Voluntad de Poder»; «la Vida misma es Voluntad
de Poder»; «la esencia del mundo y de la Vida es Voluntad de Po­
der»*6.
«Voluntad de Poder» quiere decir «aspirar y tender a más y más
Poder». La interpretación de la realidad como «Voluntad de Poder»
no se limita a los seres vivos; desde los seres inorgánicos hasta las
formas más elevadas del espíritu humano, todo es metamorfosis y
expresión de la Voluntad de Poder, que es la misma en la naturaleza
y en el hombre. La realidad del mundo y de su devenir no es sino el
despliegue de la «Voluntad de Poder», que no ha comenzado nunca
y vive de sí misma, sin ningún porqué, ni para qué, sin razón ni
sentido: «el gozo del juego de las fuerzas, sin ninguna finalidad»37.

He aquí, pues, el principio fundamental ontológico y epistemoló­


gico de la filosofía de Nietzsche, su Absoluto: el principio dinámico
autofundante, que impulsa todo el proceso del mundo y de la huma­
nidad a más y más potencia y fuerza (Macht, Kraft). «Dios es super-
fluo»: no hay otra realidad que la del mundo y de la humanidad,
sostenida en su devenir por el Absoluto impersonal y plenamente
inmanente que se llama «Voluntad de Poder».
Para sobrevivir a la muerte de Dios y al consiguiente nihilismo
(no-sentido, ausencia del para qué del hombre y del mundo), es ne­
cesaria la transformación y superación del hombre que ha existido
hasta ahora; de nuestra misma humanidad surgirá el hombre del futuro,
como superación humana del hombre en un hombre superior: el «su­
perhombre». Reconociendo que «todavía no ha habido ningún super­
hombre», Nietzsche expresa su esperanza en la venida de este «ven­
cedor de Dios y de la nada» (más allá de Dios y más allá del bien y
del mal); no solamente superación del «tú debes» y del «yo quiero»,
sino la plena coincidencia interior consigo mismo en el «yo soy»;

35. Der W ille..., §515.


36. Also sprach Zarathustra II, Von der Selbstüberwindung; Jenseits..., § 13. 36.
51. 186. 198; Zur Genealogie..., § 12; Die fröhliche..., § 349.
37. Der W ille..., § 30. 67. 702. 1066; Die fröhliche..., § 382; Zur Genealogie III,
§ 27. 259; Zarathustra III, § 1.6.
90 De la cuestión del hombre a la de Dios

sentimiento supremo de «fuerza, jovialidad, facilidad y delicia»; «el


superhombre es el sentido de la tierra», «el que devolverá a la tierra
su fin». Poroso puede renunciar a todas las esperanzas supraterrenas,
a todo el «supramundo» metafísico; su existencia será meramente
intraterrena (fidelidad a la tierra), sin ninguna transcendencia. Susti­
tuirá a Dios en el señorío del mundo38.
6. En lugar de la metafísica y de la religión, la doctrina del «eterno
retorno» (die ewige Wiederkehr), que Nietzsche considera como «la
cumbre de la reflexión», «el pensamiento de los pensamientos». El
eterno retorno es
el incondicionado e infinitamente repetido movimiento circular de las cosas, todo
lo que puede acontecer, ha acontecido ya antes y tendrá que acaecer de nuevo;
todas las cosas retornan y nosotros con ellas; nosotros hemos estado ya mil veces
y todas las cosas con nosotros; la existencia, tal cual es, sin sentido y sin finalidad
(ohne Sinn und Ziel), sino inevitablemente retomando sin un término final en la
nada39. ¿Sabéis lo que para m í es el mundo?... Este mundo: un cúmulo inmenso
de la fuerza, sin principio ni fin..., un mar de fuerzas que se enfurecen y se agitan
en sí mismas, transformándose continuamente, retomando eternamente, de lar­
guísimos años de retorno, con cambios... de sus formas, animado por la necesidad
de pasar de las más simples a las más complejas y regresando entonces otra vez
a lo simple, del juego de las contradicciones a la felicidad de la armonía, afir­
mándose a sí mismo incluso en esa igualdad de sus cursos y de sus años, ben-
diciéndose a sí mismo como aquello que ha de venir eternamente, como un devenir
que no conoce hartura, ni hastío ni cansancio... Un mundo del crearse eternamente
a sí mismo, del destruirse eternamente a sí mismo, un más allá del bien y del
mal, sin fin ninguno, a no ser que se considere como fin la felicidad misma del
círculo...40.

El eterno retomo consiste, pues, en el movimiento circular inde­


finido, es decir, sempiterno, sin ningún término final, del mundo y
de la humanidad, y que en su incesante circularidad carece de todo
sentido y finalidad; un mundo, no creado por un Dios extramundano,
sino divinamente perfecto en sí mismo, absolutamente autofundante
y autosuficiente, por sí mismo permanente desde siempre y para siem­
pre, incesantemente haciéndose y pereciendo, no puede tener ningún

38. Ecce Homo, § 1.6; Die fröhliche..., § 343; Zur Genealogie II, § 22; Zarathustra,
§ 3.4.7; Vom Gesindel; Von den Priestern III, § 4; Antichrist, § 61.
39. Zarathustra, § 1; Vom Gesicht und Rätsel, § 2; Der Genesende, § 2; Ecce Homo,
§ 3; Menschliches, § 2.; Der W ille..., § 617. 1062.
40. Der W ille..., § 1066-1067. Vale la pena transcribir el siguiente texto poético de
Nietzsche: «Todo se va y todo retoma: eternamente gira la rueda del ser. Todo perece y
todo florece de nuevo: eternamente pasa el año del ser. Todo se rompe y todo se reúne:
eternamente se construye la casa del ser. Todo se despide y todo se presenta de nuevo:
eternamente permanece fiel el anillo del ser. En cada instante recomienza el ser. El centro
está en todas partes. Curvo es el camino de la eternidad» (Cf. W. Weischedel, o. c. II,
449).
Nietzsche, Sartre 91

para qué, ningún sentido más allá de sí mismo, ningún todavía-no de


la esperanza41. Con su doctrina del «eterno retomo» no ha superado
Nietzsche el nihilismo: él mismo reconoce que el indefinido (sin co­
mienzo ni término último) devenir del mundo carece de «sentido y
finalidad», «ohne Sinn und Ziel»42.

7. «No hay ningún Dios», «Dios es totalmente superfluo».


Nietzsche no se limita a negar la existencia de Dios, sino que rechaza
como absurda la idea misma de Dios: «¿podrías pensar un Dios?».
Dios resulta tan absurdo que se debería exterminarlo aun cuando exis­
tiera. La hipótesis de un ser divino implica el absurdo de la fatal
escisión interior del hombre consigo mismo. La única posibilidad de
dar significado a la palabra Dios sería pensarlo como un punto en el
proceso evolutivo de la Voluntad del Poder, es decir, reducirlo a una
función de servicio del impulso meramente intramundano e impersonal
de la Voluntad de Poder y del eterno retorno43. Para comprender y
evaluar la radicalidad de este ateísmo no basta de ningún modo invocar
su misma confesión personal de ateo por instinto, sino que es necesario
buscar sus raíces escondidas en su antropología y en su escatología.
Nietzsche elimina radicalmente la cuestión misma de Dios al limitar
el conocimiento humano a la sola realidad sensible; el hombre no tiene
ningún órgano propio para captar a Dios: reducción del campo del
conocimiento humano a lo inmediatamente experimentable, y exclu­
sión del pensamiento reflexivo y conceptual como contrario a la Vida.
Nietzsche no ha examinado a fondo la relación entre conocimiento
experiencial y conocimiento conceptual, diversos pero no opuestos
entre sí, más aún, mutuamente inseparables y complementarios; ambos
son necesarios para un conocimiento plenamente humano. La base
insustituible de todo conocimiento humano es la experiencia, indivi­
samente externa e interna. Pero la experiencia sola no es suficiente
para que el hombre pueda captar la realidad del mundo y la suya de
modo consciente propio del hombre; la afirmación humana, única
forma de captar lo real en cuanto tal, implica necesariamente el pensar
reflexivo y conceptual; en cuanto consciente de sí misma (autorrefle-
xiva), la experiencia humana pide ser expresada en categorías con­
ceptuales. El pensar reflexivo no está pues desvinculado de la vida
vivida, sino que constituye un aspecto vital propio del hombre, una
dimensión esencial de la vida humana. Su función es precisamente la

41. Cf. K. Lówith, o. c 158-159; 165; 172-177.


42. Menschliches..., § 2. Cf. W. Weischedel, o. c., 450-452.
43. Zarathustra. A u f den glückseligen Inseln; Der W ille..., § 114. 142. 595; 1037.
1051-1052; Cf. K. Lowith, o. c., 186-189; R. Garate, Nietzsche. Su Filosofía, Bilbao
1968, 129.
92 De la cuestión del hombre a la de Dios

de reflexionar sobre la experiencia para comprender su contenido y


poner al descubierto sus implicaciones. Si no hubiera en el hombre
otro modo de conocer que el de la experiencia inmediata, tendría razón
Nietzsche al excluir todo acceso humano a la cuestión de Dios: el
hombre no tiene experiencia inmediata de Dios. Pero si en el contenido
mismo de la experiencia que el hombre tiene de sí mismo (en su
relación al mundo, a los otros, a la muerte y a la historia) emergieran
indicios que la reflexión humana pudiese justificar como «signos de
transcendencia», no se podría menos de abordar la cuestión de Dios.
La consecuencia de la reducción del conocimiento humano a la
experiencia se refleja en la posición fundamental sobre la voluntad
humana: «el hombre prefiere querer la nada a no-querer»44. ¿Se ha
preguntado Nietzsche si el hombre puede querer la nada, o si puede
abstenerse absolutamente de todo querer? ¿no muestra la praxis del
optar humano que el hombre no puede tomar· ninguna decisión (incluida
la decisión de no querer decidir), sin un previo conocimiento reflejo
del objeto y de los motivos de la decisión? Querer o no-querer se
refieren siempre a una realidad concreta y por eso suponen una mo­
tivación expresa en conceptos. «Querer la nada» sería «no querer-
nada», es decir, absoluto «no-querer». El dilema de Nietzsche es falaz
en los dos polos de la alternativa, porque ambos son irreales y carentes
de significado. El hombre sería absurdo, si prefiriera «querer la nada»
al mero «no-querer»; pero este absurdo lo ha creado Nietzsche mismo
en su interpretación del querer humano.
«La libertad es el fruto del amor»45. Pero Nietzsche entiende el
amor, no como autodonación interpersonal, sino como apoderarse del
otro, como posesión: la raíz de la libertad sería pues el deseo de
dominar al otro. Se comprende entonces la coherencia lógica de Nietzs­
che en su rechazo del valor propio de todo hombre en virtud de su
inviolable dignidad personal y en su proclamación de la discriminación
entre los hombres fuertes y los hombres débiles, entre los hechos para
dominar y los hechos para ser dominados.
Aquí se decide lo que Nietzsche no se cansa de repetir sobre la
devaluación de todos los valores y sobre el valor nuevo de la «Voluntad
de Poder»; la dignidad del otro como persona ¿no interpela incondi­
cionalmente mi propia libertad? ¿puede ser mi condición de hombre
fuerte, frente a la debilidad del otro, la norma operativa de mis op­
ciones? La humanidad que conocemos hoy, un siglo después del anun­
cio profético de Nietzsche, ¿está prefiriendo la naturalización de la
moral (el valor nuevo de la Voluntad de Poder) o más bien reconoce

44. Zur Genealogie..., § 28.


45. Die Unschuld..., § 415.
Nietzsche, Sartre 93

de modo más consciente el valor inviolable de todo hombre como


persona? ¿no es la dignidad personal del hombre, en sí misma y por
sí misma, el valor radical del que provienen los otros valores de la
justicia, fraternidad y solidaridad? Nietzsche interpreta el «tú debes»
como heteronomía, es decir, como imposición inaceptable de otro ser
exterior a mí (el Dios-moral). Pero tal interpretación está viciada por
el error de partir de un concepto abstracto del deber ético y no de la
realidad concreta que todo hombre representa para mí, y viceversa: la
interpelación incondicional de mi libertad a reconocer práxicamente
(en las acciones) la dignidad personal del otro. La norma operativa de
la libertad no es impuesta al hombre desde fuera sino que es intrínseca
a la libertad humana en cuanto está por sí misma llamada a las rela­
ciones interpersonales que implican el reconocimiento del otro en su
dimensión inviolable de persona: relaciones de mutua corresponsabi­
lidad, es decir, de mutua incondicional interpelación, que implica en
sí misma la cuestión de su fundamento común y último, transcendente.
Por eso el «yo quiero» no es arbitrariedad de la libertad, ni actuación
de la Voluntad de Poder, sino opción condicionada y justificada por
el valor del otro como persona.

Nietzsche rechaza el yo-personal como un error y como una de las


más funestas adulteraciones introducidas por la fe cristiana46. En plena
lógica con esta depreciación del sujeto humano como valor en sí
mismo, impugna violentamente la supervivencia del hombre más allá
de la muerte, calificándola como «la desvergonzada doctrina de la
inmortalidad personal», «la más despreciable de las utópicas prome­
sas», «desatino tremendo», «el más pérfido atentado contra la hu­
manidad», «el burdo desvarío de una inmortalidad personal»47. Estas
afirmaciones tan rotundas no son el resultado de un análisis atento de
la muerte humana. Nietzsche no se ha percatado de la importancia
privilegiada de la muerte como situación-límite de la existencia humana
y de la cuestión del sentido de la vida: una grave omisión en la reflexión
filosófica sobre la cuestión del hombre y sobre la cuestión de Dios.
La antropología de Nietzsche presenta al hombre como un ser
contradictorio, irremediablemente disociado de sí mismo, porque sus
aspiraciones van más allá de la posibilidad de actuarlas por sí mismo;
impulsado por este desnivel insuperable entre sus deseos y la impo­
sibilidad de realizarlos, el hombre esboza el ideal divinizado de sí
mismo, es decir, crea el proyecto vacío de sí en la única e inútil
esperanza de superar la problematicidad de su existencia, inevitable-

46. Der W ille..., § 196. 370. 785.


47. Der Antichrist..., § 40. 41. 43; Der W ille..., § 166. 529.
94 De la cuestión del hombre a la de Dios

mente dividida interiormente. La superación de esta absurda escisión


existencial no es posible sino mediante la vuelta del hombre a sí mismo,
a la plenitud del «yo soy», al estado de inocencia autosuficiente: volver
a la situación anterior al desdoblamiento en pensamiento reflejo y al
conflicto moral del «tú debes», como el niño que juega en la playa al
juego de hacer y deshacer, olvidado de sí mismo y sumergido en el
presente, sin preocupación alguna por el futuro. Una vez liberada por
la muerte de Dios, la humanidad llegará a la coincidencia plena consigo
misma: renunciando a considerarse como dependiente de una causa
transcendente, el hombre se integrará en su propia totalidad que des­
cansa sobre sí misma. Este es el núcleo de la antropología de Nietzsche.
¿Qué pensar de tal antropología?
Con pleno acierto Nietzsche ha puesto de relieve el desnivel in­
superable entre la aspiración profunda del hombre y su incapacidad
de actuarla por sí mismo; pero no se ha preguntado si, tal vez, este
desnivel, lejos de implicar una contradicción, no sea más bien con­
dición ontológica indispensable de la acción libre del hombre: la
libertad humana no puede actuarse, sino en cuanto impulsada por la
aspiración constitutiva de tender siempre más allá de toda meta lograda.
¿No quiere decir esto que la libertad se transcienda en todas sus op­
ciones y que tal ilimitado transcenderse implica la cuestión del «hacia
qué» se transciende, a saber, la cuestión de la transcendencia? En su
doble dimensión ontológica, la de ser incondicionalmente interpelada
(responsabilidad) y la de tender siempre más allá de toda meta alcan­
zada (esperanza ilimitada), ¿no implica la libertad humana la cuestión
del Incondicionado Transcendente?
Hay que estar también de acuerdo con Nietzsche en su afirmación
de la problematicidad de la existencia humana; pero es necesario dar
un paso más para comprender su significado. Problematicidad del
hombre quiere decir que existe cuestionado, que el «ser-cuestionado»
es una dimensión constitutiva del hombre. Aquí surge la pregunta
inevitable, ¿cuestionado por algo o por alguien, por qué o por quién?
Existir, en cuanto tal, «cuestionado-por», expresa la contingencia
radical, que marca la existencia humana en todos sus aspectos y en
su totalidad. El hombre está, pues, cuestionado por una realidad de
la que no puede disponer, que lo transciende, diversa y superior a él:
la realidad que lo hace incondicionalmente interpelado (responsable)
e ilimitadamente esperante. Según Nietzsche, solamente la vuelta del
hombre a la situación prelógica y premoral (la situación cuyo símbolo
es el niño en su jugar por jugar) podrá liberarle de su disociación
interior. Aquí surge también, obviamente, la pregunta: ¿puede el hom­
bre volver a tal situación? ¿no se trata de una vuelta ilusoria, de una
ficción creada esta vez por Nietzsche mismo? ¿cómo podrá el hombre
Nietzsche, Sartre 95

suprimir la reflexión sobre sí mismo, acallar la voz de la conciencia,


situarse realmente más allá del bien y del mal? ¿puede el hombre
desentenderse de su responsabilidad sin caer en la arbitrariedad?
La Voluntad de Poder y el eterno retomo confieren a la escatología
de Nietzsche su originalidad. La Voluntad de Potencia es la realidad
absoluta y absolutamente inmanente (intramundana), autofundante por
sí misma y autosuficiente, sin otro origen ni otra finalidad que sí
misma; fuerza impersonal, que en la espontaneidad del juego impulsa
el devenir incesante de todo (mundo y humanidad) hacia más y más
poder. El eterno retomo se cumple, bajo el impulso de la Voluntad
de Poder, en el proceso circular del siempre nacer y del siempre perecer
«sin sentido ni finalidad»: escatología del devenir por devenir (cerrado
en sí mismo) del no-sentido y de la fatalidad. En ella se muestra que
Nietzsche no ha logrado superar el nihilismo, la carencia de sentido.
Tanto la antropología como la escatología de Nietzsche despojan
al hombre de su libertad en cuanto lo ponen al servicio de la Voluntad
de Poder, es decir, por debajo de un absoluto impersonal y fatal; la
conciencia y la libertad del hombre, que constituyen su transcendencia
respecto del mundo, quedan reducidas a momentos intrínsecos del
desarrollo de la Voluntad de Potencia. La persona humana no es
reconocida como valor en sí misma, sino solamente como medio res­
pecto al único valor (la Vida como Voluntad de Potencia). En cohe­
rencia con su depreciación del yo-personal del hombre, Nietzsche
interpreta la muerte humana como aniquilación de la persona. En el
eterno retorno hay algo que no retoma: los muertos. La persona humana
puede ser aniquilada como mero episodio para que permanezca y crezca
la Voluntad de Poder.
De esta degradación de lo humano, de esta antropología reducida
y disminuida, no podría surgir la cuestión de Dios, porque el hombre
queda despojado de lo más propio de sí mismo, precisamente de lo
que constituye su transcendencia sobre la naturaleza y la historia: la
exclusión de lo específicamente humano lleva coherentemente a la
exclusión de Dios48.

8. El lema de Nietzsche, «Dios ha muerto», reaparece en los


escritos del filósofo francés J. P. Sartre: «Dios no existe... ¡Gozo,
lágrimas de alegría!... Dios ha muerto... Te digo que Dios ha
muerto». «Un tiempo Dios nos habló; ahora calla y no palpamos sino

48. Cf. K. Lowith, o. c., 168, 190-196.


96 De la cuestión del hombre a la de Dios

su cadáver». «Ahora Dios ha caído en el olvido y el hombre está


tranquilo»*9.
En su obra autobiográfica Les mots (Las palabras) cuenta Sartre
que en su infancia hizo algo reprochable y sintió la mirada de Dios...
«Pero la indignación me salvó: me enfurecí ante tal indiscreción y
blasfemé». «Dios no volvió a mirarme nunca». Y, en efecto, durante
toda su vida mantuvo la certeza de que «Dios no existe»4950. Su exis-
tencialismo «no es sino un esfuerzo por sacar todas las consecuencias
de una posición atea coherente». Pero su ateísmo «no se agota con
demostrar que Dios no existe», porque, aunque Dios existiera, nada
cambiaría para el hombre. «Es necesario que el hombre se redescubra
a sí mismo y se persuada que nada pueda salvarlo de sí mismo, ni
siquiera una prueba válida de la existencia de Dios». El problema
primordial de Sartre no es, pues, el de la existencia de Dios, sino el
de la libertad y autorrealización del hombre. Su filosofía está centrada
en la cuestión antropológica, que en sí misma implica la cuestión de
Dios. Será, pues, necesario seguir las etapas del análisis fenomeno-
lógico de Sartre sobre las estructuras constitutivas de la existencia
humana5152.
En la ontología de Sartre tiene una importancia decisiva la distinción
entre el «ser-en-sí» y el «ser-para-sí» (être-en-soi: être-pour-soi). El
«en-sí» es simplemente lo que es, macizo, opaco, sin fisura alguna,
plenamente idéntico a sí mismo; coincidencia perfecta consigo mismo,
totalmente lleno de sí mismo, cerrado en su propia identidad, sin
relación alguna a todo a lo que no sea él; no hay en él ningún vacío
en el que pudiera deslizarse la nada. El «en-sí» está ahí, sin más, en
las cosas y objetos del mundo, y no hay por qué preguntarse por su
origen; no podemos ir más allá de su pura facticidad ni preguntarnos
si el mundo pudo no ser (contingencia) o si tuvo que ser (necesidad)51.

Con la fórmula «para-sí» designa Sartre la conciencia, que distingue


radicalmente al hombre de todo ser «en-sí» de los entes del mundo.
La conciencia no se da sino como conciencia de algo (objeto) que no
es ella y, por tanto, como negación de no ser ese algo; debe, pues,
negar los calificativos del «en-sí» que ella no es. Por eso la conciencia
es pura negatividad, referencia intencional a lo otro como no-suyo,
carencia de todo contenido objetivo, mera autopresencia del sujeto a
sí mismo. La conciencia que el hombre tiene de sí mismo, no es ni
49. Situations, Paris 1947, 153-154; Le Diable et le bon Dieu, acto 10, escenas 4-5.
50. Les mots, Paris, 1964, 83.207.210.212.
50. Les mots, Paris, 1964, 83.207.210.212.
51. L'existentialisme est un humanisme, Paris 1946, 16, 21, 94, 95.
52. L ’Être et le Néant, Paris 1943, 32-33, 60, 116-118.
Nietzsche, Sartre 97

puede ser plena; implica la nunca lograda identidad del hombre consigo
mismo, la fisura en la que la nada anida «como un gusano»; «el hombre
es el ser, a través del cual la nada aparece en el mundo»; «el ser de
la conciencia, como conciencia, consiste en el existir como presencia
de sí en la distancia de sí: esta distancia., es la nada»53. A pesar de
la presencia de la nada en su conciencia, el hombre es proyecto y
aspiración de transformar su «para-sí» en un «En-sí-Para-sí» que cons­
tituiría su propio fundamento; pero la síntesis del «en-sí», que excluye
la nada, con el «para-sí», que la incluye, es un ideal imposible y el
deseo de lograrla sería vano: por eso el hombre es «una pasión inútil».
El proyecto humano de devenir «en-sí-para-sí»... es el ideal de una
pura conciencia de sí misma. Tal ideal se lo puede llamar Dios. «Se
puede, pues, decir que lo que hace más concebible el proyecto fun­
damental de la realidad humana es que el hombre es el ser que proyecta
ser Dios». «Ser hombre es tender a ser Dios;... el hombre es fun­
damentalmente deseo de ser Dios». Pero, según Sartre, la idea de
Dios es contradictoria: Dios sería «un ser que es lo que es, en cuanto
es todo positividad y fundamento del mundo, y a la vez un ser que
no es lo que es, en cuanto conciencia de sí y fundamento necesario
de él mismo»54. El hombre «pasión inútil» y Dios «idea contradictoria»
se implican mutuamente y llevan el signo del absurdo: el hombre
absurdo, porque no es sino pasión inútil, aspiración fundamental a la
imposible plenitud de identidad consigo mismo y deseo del imposible
devenir Dios; Dios absurdo, en cuanto término último del deseo im­
posible del hombre.
Esta descripción fenomenológica sartriana de la conciencia suscita
varias cuestiones fundamentales:
a) ¿Se puede reducir la conciencia a mera negatividad y a mera
autopresencia del «para-sí»? ¿no se muestra el fenómeno de la con­
ciencia como sujeto personal que se autoactúa en sus actos? Una
conciencia que no sea autoactuación del sujeto es impensable. Si la
conciencia implica la actuación del yo-personal en sus actos, quiere
decirse que es algo positivo y real, una realidad diversa de las reali­
dades del mundo, pero realidad. La realidad de las cosas del mundo
y la realidad de la conciencia del sujeto humano son diversas, pero
inseparables en su mutua y diversa referencia;
b) ¿El proyecto constitutivo de la existencia humana se muestra
como tendencia a la identidad de un «ser-en-sí-para sí»? ¿no revela
más bien que la aspiración radical del hombre va siempre más allá de
toda meta lograda, sin poder superar por sí mismo el desnivel insu-

53. L ’Étre..., 17-18, 37. 40, 46, 60, 1 19-121.


54. L ’Étre..., 133, 653, 707-708, 717; La Nausee, París 1938, 131.
98 De la cuestión del hombre a la de Dios

primible entre su subjetividad y sus objetivaciones? Una plenitud de


identidad sujeto-objeto (un «para-sí-en-sí») sería contradictoria;
c) Si la idea sartriana de Dios es contradictoria, ¿no lo será pre­
cisamente como conclusión lógica del proyecto humano hacia la in­
conciliable identidad del «en-sí-para-sí»? ¿hay algo más contradictorio
que definir al hombre como «el ser que proyecta ser Dios», «tender
a ser Dios», «deseo de ser Dios»? No pretendemos aquí anticipar, si
la hay, la idea de Dios; pero sí podemos decir del hombre que no
podrá nunca devenir Dios: ese Dios tendría que ser absurdo.

9. Inspirándose en Heidegger, Sartre comienza así el análisis de


la libertad humana: «somos una libertad que escoge, pero no esco­
gemos ser libres: estamos condenados a la libertad»; «el hecho de no
poder no ser libres es la facticidad de la libertad». Como la existencia,
la libertad está ahí sin que podamos decir cómo ni por qué.
La libertad coincide, en su fondo, con la nada, que está en lo íntimo del hombre...
El hombre es libre porque no es sí mismo, sino solamente presencia a sí mismo...
La libertad es precisamente la nada... que constringe al hombre a hacerse. En su
libertad el hombre se proyecta hacia el futuro y por eso es deseo de ser-en-sí,
deseo de la imposible unidad del ser-para-sí y del ser-en-sí55.

Hay que reconocer a Sartre el mérito de haber acentuado en el acto


libre su dimensión de decisión, que excluye reducirla a mero resultado
de la deliberación o de cualquier otro factor previo. El hombre es
libertad y por eso no es sino lo que él decide de sí mismo, lo que
libremente se hace, superándose continuamente y construyendo así su
futuro. Lo que caracteriza la libertad es su poder de autodecisión:
decidir por sí de sí. «Nuestros proyectos particulares... se integran en
el proyecto global que somos nosotros». No puede, pues, sorprender
la importancia que en la libertad sartriana corresponde a la
responsabilidad56.
Según Sartre la libertad humana es absoluta y absolutamente au­
tónoma, valor supremo que con sus opciones crea los otros valores57.
Y, sin embargo, el ejercicio mismo de la libertad revela su índole de
esencialmente condicionada por la situación histórica concreta en que
se actúa, por la deliberación que hace posibles sus decisones, por su
referencia intrínseca a la libertad de los otros. Estos factores no de­
terminan la opción, pero son requisitos indispensables para que la
libertad se autodetermine. Sin el conocimiento del contenido y de los

55. L'Être..., 61, 65, 134, 515-516, 565-567, 653, 708.


56. L ’Existentialisme,..., 21-24, 28, 36; L ’Être..., 560.
57. L'Être..., 76; Ecrire pour son époque: Temps modernes 33 (1948) 2115.
Nietzsche, Sartre 99

motivos que invitan a la libertad a la opción, ésta sería optar por optar,
mera arbitrariedad. Una libertad pura, separada de la razón y de las
razones que iluminen la elección, se degradaría en una forma del azar.
Pero la deliberación no es tampoco acto de la sola razón: en la per­
cepción de un valor concreto como valor para mí actúa también mi
actitud personal libre; el valor es captado, como tal, por la «razón
práctica»58.
En su justificada exaltación de la libertad, Sartre ha olvidado que
no es fin para sí misma, sino una de las funciones primordiales de la
persona humana. Una superación de esta visión unilateral permite
constatar que el valor supremo del hombre es su dignidad de persona
constituida por su conciencia, su inteligencia y su libertad como valores
mutuamente inseparables y mutuamente irreductibles que se implican
mutuamente: no hay prioridad entre ellos sino unidad en su insuperable
diversidad.
En coherencia lógica con su concepción de la libertad humana como
absoluta y absolutamente autónoma, Sartre concluye la inconciliabi­
lidad entre la existencia de Dios y la libertad del hombre: «si Dios
existe, el hombre no es libre; si el hombre es libre, Dios... no existe»59.
La primera respuesta a este dilema es obvia. Según el mismo Sartre
la idea de Dios es contradictoria: de tal idea no se puede deducir nada.
Por otra parte, la libertad humana no es, como Sartre pretende, ab­
soluta, sino condicionada. El dilema no es válido en ninguno de sus
términos. A esto hay que añadir que, en su dilema, Sartre supone sin
más que toda repercusión de la existencia de Dios en el hombre tiene
que ser necesariamente imposición destructiva de la libertad humana.
Tal suposición le impide pensar en la posibilidad de que la existencia
de Dios represente para el hombre, no una imposición constringente,
sino una mera llamada, una invitación a reconocerla libremente; en
este caso quedaría intacta en el hombre su libertad de aceptar o de
rechazar la existencia de Dios. Exista o no exista Dios, nadie puede
tener una evidencia constringente de su existencia, y por eso la libertad
tiene una función imprescindible en la afirmación o negación de Dios,
como lo muestra la experiencia de toda conversión a la aceptación o
al rechazo de su existencia, experiencia vivida por el mismo Sartre
(Le mots, 83). Más aun: precisamente en la opción por Dios o contra
Dios, la libertad humana se actúa de modo supremo; he aquí la libertad
más libre del hombre: puede aceptar o rechazar a Dios. Tanto la fe

58. En la opción de la libertad el hombre hace suyo el valor; no solamente lo reconoce


como valor, sino que lo actúa como tal, confiriéndole sentido. El valor interpela la libertad
a la opción; la libertad supone, pues, el valor y el valor supone la libertad, sin la cual no
podría haber valor como llamada a la libertad.
59. Le Diable et le bou Dieu, § 67.
100 De la cuestión del hombre a la de Dios

teísta, como la ateísta o antiteísta, implican la opción libre del hombre.


¿Cómo ha olvidado Sartre su propia afirmación de que, aunque Dios
existiera, no cambiaría nada para el hombre? ¿no debería decir según
esto que, aunque Dios existiera, permanecería la libertad del hom­
bre?60.

10. En su análisis del «en-sí» y, sobre todo, del «para-sí» (con­


ciencia y libertad), descubre Sartre una dimensión nueva y fundamental
de la existencia humana que designa con la fórmula «ser-para-el-otro».
La relación del hombre a los otros es indispensable y primordial en
su antropología: «yo tengo necesidad del otro para captar plenamente
las estructuras de mi ser»6'. «Ser-para-el-otro» es una experiencia de
todo momento: la existencia del otro pone un límite a mi libertad, un
límite que tengo que aceptar libremente. «El otro» es un existente que
me roba el mundo, descentrando a su manera ese mundo del que yo
era el centro: siento que mis posibilidades están constantemente ame­
nazadas por el otro. El otro y yo somos dos libertades que se enfrentan
y dependen mutuamente. Por eso mi proyecto de recuperar mi ser (el
«para-mí», no puede realizarse, sino apoderándome de la libertad del
otro y reduciéndola a ser libertad sometida a la mía... Esto implica
un modo de apropiación: deseamos apoderarnos de la libertad del otro
en cuanto tal62. Las relaciones interpersonales implican en cada uno,
en mí y en el otro, la actitud de apropiarse de la libertad del otro.
Sartre lo explica con toda la claridad deseada:
Todo lo que vale para m í, vale también para el otro. Mientras yo intento librarme
del límite que el otro es para m í, el otro intenta librarse del límite que yo soy
para él; mientras yo busco dominar al otro, el otro busca dominarme... El conflicto
es el sentido original del ser-para-el-otro. Ser para-el-otro es rechazo radical del
otro...; no es posible ninguna síntesis unificadora de los (mutuamente) otros. El
para-sí, que yo soy, es rechazo del otro. Estoy empeñado en el conflicto con el
otro. El infierno es los otros.

La raíz de la relación recíproca del hombre, como ser-para-el-otro,


está, pues, en el conflicto. De aquí deduce Sartre que las relaciones

60. En el fondo de la frase de Sartre, «Si Dios existe, el hombre no es libre», parece
esconderse el presupuesto siguiente: si Dios existe, pre-conoce y pre-determina lo que el
hombre hará en su proyecto de realizarse: una representación evidentemente antropomórfica
de la relación entre Dios y el hombre, porque Dios no pre-fija ni pre-determina la libertad
del hombre, sino que la sostiene, y en esta su acción permanentemente presente conoce
las opciones libres del hombre. Ninguna prioridad de orden cognitivo o predeterminativo
entre la libertad absoluta de Dios y la libertad condicionada del hombre. Cf. Mise au
point: L ’Action (29-12-1944).
61. L ’Être..., 271, 227, 406, 494, 300, 307.
62. L ’Être..., 310-336, 434-435, 641, 644, 648.
Nietzsche, Sartre 101

humanas concretas deberán ser consideradas desde la perspectiva fun­


damental del conflicto63. Esta perspectiva es constitutiva del hombre
en cuanto inseparablemente «ser-para-sí» y ser «para-el-otro» y en
cuanto conciencia insuperablemente dividida en subjetividad y obje­
tividad (referencia del sujeto al objeto).
Sartre considera el amor como el modo fundamental del «ser-para-
el-otro», un «ser-para-el-otro» que no puede menos de sorprender, y
de importancia decisiva en su antropología: «amar no es sino el pro­
yecto de hacerse amar», «querer ser amado por el otro», intento de
conquistar su subjetividad (conciencia y libertad). Son fórmulas que
se repiten hasta la saciedad en sus escritos y que expresan que el amor '''
no es darse al otro, sino exigir que el otro se me entregue: no es
autodonación de mí al otro, sino intento de apoderarme de la subje­
tividad del otro. En su aspecto sexual el amor busca la posesión
corporal del otro. Sartre mismo explica las consecuencias de este
concepto suyo del amor. He aquí sus palabras:
a) «Cada uno quiere que el otro le ame, sin darse cuenta de que
amar es querer ser amado, y que por eso, queriendo que el otro le
ame, quiere solamente que el otro quiera que él le ame. Así las re­
laciones de amor no son sino un sistema de reenvíos indefinidos». Mi
amor al otro no es sino querer que me ame y este amor del otro a mí
no es sino querer que yo le ame. Todo queda reducido en cada uno
al querer ser amado sin llegar efectivamente a la realidad del amor.
Cada uno devuelve al otro el querer ser amado: se hace del amor un
juego. Sartre lo reconoce al interpretar este amor como «un sistema
de reenvíos sin fin».
b) «Las conciencias (la mía y la del otro) están separadas por la
negatividad insuperable (del para-sí)... El amor es un esfuerzo con­
tradictorio por superar esta negatividad... Yo exijo que el otro me ame
y hago todo lo posible para realizar mi proyecto; pero si el otro me
ama, me decepciona radicalmente en su mismo amor», que en el fondo
no es sino el deseo de que yo le ame. «El problema del ser-para-el-
otro queda pues insoluble: cada uno permanece para-sí mismo en una
subjetividad total (las conciencias del uno y del otro permanecen se­
paradas); nada puede librarlos de su deber de hacerse existir cada uno
para-sí». El concepto sartriano del amor, como mero querer ser amado,
no puede explicar el sentido de las relaciones interpersonales. El con­
flicto de egoísmos queda erigido en principio de la convivencia hu­
mana. También las otras relaciones humanas (amistad, simpatía, be­
nevolencia, generosidad, solidaridad, etc.) toman la forma de conflicto

63. L 'Ê tre..., 431, 310, 343, 488; Huis Clos, escena V.
102 De la cuestión del hombre a la de Dios

y acaban en el fracaso; Sartre no ve en los diversos modos del don


de sí mismo a otro sino el goce de la apropiación y posesión64.
F. Jeanson, discípulo de Sartre, sintetiza así el pensamiento de su
maestro:
Yo estoy condenado a querer suprimir pura y simplemente la libertad del otro para
no tener nada que temer de ella...: busco conseguir del otro que me quiera libre­
mente, como limitación de su propia libertad; busco hacerme amar de él, apro­
piarme de su libertad...: ...siendo el amor exigencia de ser amado por la libertad
del otro, tiene que ser rigurosamente recíproco, y por eso esta libertad debe dirigirse
a la mía: lo que yo quería era que la subjetividad del otro me funde como objeto
absoluto; lo que yo logro es que me devuelva a mi propia subjetividad. Apenas
he conseguido ser amado, el ser que me ama ha perdido su poder de fundarme y
me rechaza a mi deber de hacerme existir para mí mismo65.

En suma: mi amor al otro es solamente exigencia de ser amado


por él; el amor del otro a mí es solamente exigencia de ser amado por
mí; mi amor al otro es, pues, en el fondo, mero amor de mí mismo,
y el amor del otro a mí es mero amor de sí mismo. El «ser-para-el-
otro» queda reducido al ser-para-sí mismo. En fin de cuentas, el amor
sartriano degenera en el más desesperado solipsismo: la carencia de
comunicación mutua es total. Sartre quiere evitar el solipsismo; pero
no puede lograrlo una vez que ha puesto «el conflicto» en el origen
mismo de las relaciones interpersonales66. Priva al hombre de lo que
hay de más humano y hermoso en la vida: el amor desinteresado, la
amistad, la benevolencia, la generosidad, la fraternidad, la solidaridad,
para sustituirlas con el afán de poseer al otro como un objeto y con
el «innoble fulgor del sadismo»67. ¿Qué humanismo es el de este
existencialismo que degrada a la persona humana en las dimensiones
más propias de su subjetividad, que son su conciencia y libertad, y
en su ser-para-el-otro? En esta disminución de la persona humana no
puede haber lugar para la cuestión de la transcendencia.

11. Con las palabras del personaje principal (Antoine Roquentin)


de su novela La Náusea, describe Sartre la experiencia que él mismo
tuvo en varios momentos de su vida, en la que superó la apariencia
de las cosas y se le reveló una realidad nueva: la existencia, que

64. L ’Être..., 431,443-445, 463, 469-476, 684-685.


65. F. Jeanson, Le problème moral et la pensée de Sartre, Paris 1947, 272-273.
66. Critique de la raison dialectique, Paris 1960, 192-193.
67. L ’Ê tre..., 684; Les chemins de la liberté, Paris, 1945, III, 399. Sartre ha tenido
la feliz intuición de que la mirada es la revelación privilegiada de la interioridad del
hombre, de su subjetividad, y le atribuye la función de fijar al otro en objeto, pero no ha
notado que la mirada es también interpelación del otro, como sujeto, en su ser personal.
Nietzsche, Sartre 103

me penetra por todas partes... Y de pronto, de un golpe, de un solo golpe, el velo


se desgarra, he comprendido, he visto... Y después he tenido esta iluminación.
Me cortó el aliento. Jamás había presentido antes lo que quería decir «existir»...;
de ordinario la existencia se oculta. Está ahí en tomo a nosotros, en nosotros: ella
es nosotros... Si me hubieran preguntado qué era la existencia, habría respondido
que no era nada, exactamente una forma vacía que se agrega desde fuera de las
cosas, sin modificar su naturaleza. Y de golpe estaba allí clara como el día: la
existencia se descubrió de improviso:... era la sustancia misma de las cosas...; la
diversidad de las cosas, su individualidad, era sólo una apariencia... Eramos un
montón de existencias incómodas...; no teníamos la menor razón de estar ahí, ni
unos ni otros; cada uno de los existentes... se sentía de más (de trop) respecto a
los otros. De más fue la única relación que pude establecer (entre ellos)... Yo
sentí lo arbitrario de estas relaciones... Soñaba vagamente en suprimirme, para
destruir por lo menos una de esas existencias superfluas. Pero mi misma muerte
hubiera estado de m ás... La palabra «absurdo» nace ahora de mi pluma; hace un
rato en el jardín no la encontré... sin formular nada claramente, comprendía que
había encontrado la clave de mi existencia, la clave de mis náuseas, de mi propia
vida. En realidad todo lo que pude comprender después se reduce a este Absoluto
fundamental, Absurdo... Aquel momento fue extraordinario. Yo estaba... sumido
en un éxtasis horrible. Pero en el seno mismo de ese éxtasis, acababa de aparecer
algo nuevo: comprendía la Náusea, la poseía. A decir verdad, no me formulaba
mis descubrimientos. Pero creo que ahora me sería fácil expresarlos con palabras.
Lo esencial es la contingencia... Existir es simplemente estar ahí... La contingencia
no es una apariencia que pueda disiparse: es lo absoluto68.

En esta célebre descripción de su experiencia anticipa Sartre varios


conceptos primordiales de su filosofía:
a) la existencia: Sartre se apropia el estar-ahí heideggeriano (Da-
sein), pero la concibe como la sustancia misma del hombre y de las
cosas; la existencia es nosotros mismos: estamos-ahí sin ninguna razón;
b) el estar de más como relación única y arbitraria a los otros
existentes: todo lo que existe en el mundo está de más;
c) El Absurdo como clave de mi existencia, de mi propia vida:
no tiene sentido preguntar por qué existe algo «más bien que nada»;
d) La contingencia es lo esencial y absoluto; absolutización de la
mera facticidad y lógicamente exclusión de toda transcendencia; no
hay ninguna razón para que el mundo exista, pero no es posible que
no exista;
e) La náusea, como estado de ánimo que corresponde a la absur­
didad de la existencia, y que toma el lugar de la «angustia»
heideggeriana69.
En las abundantes páginas que Sartre dedica al análisis de la muerte
humana, cobra singular relieve su pensamiento sobre la absurdidad,
tanto de la muerte misma como de la vida. Comienza su reflexión
notando que la muerte ha sido considerada siempre como fin de la

68. La Nausée, 159-165.


69. Cf. H. Paissac, Le Dieu de Sartre, París 1950, 50-52.
104 De la cuestión del hombre a la de Dios

vida humana y que la filosofía no puede pensarla sino como puerta


abierta a la nada del hombre, como cese absoluto de la existencia: la
muerte es el evento último de la serie que constituye la totalidad de
mi vida personal. Pronto nos salen al encuentro las afirmaciones ta­
jantes: «Hay que notar ante todo el carácter absurdo de la muerte...,
la revelación de la absurdidad de todo esperarla. La muerte no es mi
posibilidad de no realizar ya la presencia en el mundo, sino una
aniquilación siempre posible, que está fuera de mis posibilidades»7071.
Dentro de su concepto del hombre como hacerse proyectándose
hacia el futuro, explica Sartre que
nuestra vida es una larga espera de la realización de nuestros fines.

Por eso
hay que considerarla como hecha, no solamente de esperas, sino de esperas que
a su vez esperan otras esperas... Todas ellas llevan evidentemente una referencia
a un término último, que será esperado sin nada más por esperar... Toda la serie
está suspendida de este término último (la muerte).

Pero
no podemos decir que la muerte confiere sentido a la vida (a sus esperas): un
sentido no puede provenir sino de la subjetividad, de la libertad. Puesto que la
muerte no pertenece al ámbito de nuestra libertad, no puede sino quitar a la vida
V> toda significación. Si yo soy espera de esperas, y de un golpe son suprimidos el
>- yP objeto de mi espera última y yo mismo que espero, el esperar recibe retrospec­
CK
tivamente (de la muerte) el carácter de absurdidad:... todo el conjunto de mis
actitudes y esperas particulares se precipita en el absurdo. Por consiguiente, la
muerte no es nunca lo que da sentido a la vida: es, por el contrario, lo que le
quita por principio todo sentido. Si debemos morir, nuestra vida no tiene sentido...:
Es absurdo que hayamos nacido y es absurdo que muramos1' .

Con esta frase sella Sartre su posición nihilista sobre el hombre:


es absurda la vida porque es absurda la muerte, y viceversa. Antro­
pología del absurdo. Sartre ha descubierto una nueva definición del
hombre: ser-hombre es ser-absurdo. La vida humana, hecha de pro­
yectos y expectativas, se hunde en la nada de la muerte, en el absurdo
total, en el vacío absoluto.
El análisis del pensamiento de Sartre sobre las dimensiones cons­
titutivas de la existencia humana muestra que su antropología está
marcada por la negatividad: el hombre es «pasión inútil», «está des­
tinado al fracaso»; negatividad de la conciencia y de la libertad, de
las relaciones interpersonales «(ser-para-el-otro) radicadas en el con-

70. L 'Ê tre..., 617-621.


71. Ibid., 622-624, 631.
Nietzsche, Sartre 105

flicto»; negatividad del amor, degradado a intento de apoderarse de


la libertad del otro, y del «estar de más» de los otros, de sí mismo y
del mundo; negatividad, sobre todo, del absurdo de la vida humana
y de la muerte. Sobre la nada del absurdo no se puede fundar ninguna
cuestión: ni la del hombre, ni la de Dios.
En la antropología nihilista de Sartre se decide su posición ante la
cuestión de Dios. Si la vida humana es absurda, si carece totalmente
de sentido, se tiene que negar lógicamente la existencia de Dios; más
aún, hay que eliminar la cuestión misma de Dios como carente de
significado.
En la cuestión primordial de su filosofía, qué es el hombre, Kant
ha introducido las preguntas «qué debo hacer, qué puedo esperar»,
como expresión de la responsabilidad y de la esperanza de la libertad
humana, y como punto de partida de la cuestión de Dios72. Sartre ha
puesto de relieve la responsabilidad, pero no se ha preguntado ante
quién es el hombre, en última instancia, responsable; no ha logrado
elaborar una ética. Por lo que se refiere a la esperanza del hombre,
ha mantenido un silencio total: dentro del absurdo de la vida humana
no hay lugar para la esperanza, sino solamente para la «náusea».

12. El nihilismo de Nietzsche y de Sartre es antropológico, basado


en el análisis existencial del hombre, de su conciencia y, sobre todo,
de su libertad. El resultado del análisis es la negación del sentido de
la vida humana, de su por qué y para qué, y la consiguiente negación
de Dios, más aún, de la cuestión misma de Dios. Ambos coinciden
en la absolutización de la libertad humana, que excluye toda hetero-
nomía, y en la omisión total (Sartre) o rechazo de la esperanza (Nietzs­
che: «ningún todavía-no de la esperanza»).
La revisión de este nihilismo deberá hacerse tomando el mismo
punto de partida de Nietzsche y de Sartre: el análisis de la libertad
humana sobre las implicaciones vividas en sus decisiones, en la praxis
humana como humana. Para ver dónde se resuelve la cuestión de si
la vida tiene sentido o no lo tiene, es necesario buscar cuáles son las
condiciones que hacen posible las acciones libres del hombre, una
reflexión que permita descubrir los presupuestos ontológicos (estruc­
turas previas constitutivas del hombre) indispensables para que la pra­
xis humana se revele inteligible.

72. Cf. supra, cap. 1, nn. 1-2.


106 De la cuestión del hombre a la de Dios

a) Análisis de las opciones de la libertad. La experiencia de cada


día y de cada uno permite constatar con evidencia que el hombre no
puede vivir sin hacer opciones concretas, particulares. Ahora bien:
toda opción humana implica sus condiciones de posibilidad. Estas
condiciones son fundamentalmente dos: la certeza vivencial de que la
opción concreta tiene sentido y un saber reflejo suficiente de su sentido;
es decir, toda opción humana concreta implica un por qué de finalidad
(para qué hacer esto), de inteligibilidad y de valor; una motivación
que justifique la opción ante la razón práctica. La libertad humana no
puede actuarse sino dentro de estas condiciones previas. Por consi­
guiente, las opciones concretas están condicionadas por la inteligibi­
lidad y el valor de su objeto (contenido y motivo): están dotadas de
sentido, tienen sentido.
Pero las opciones concretas del hombre a lo largo de su vida no
están meramente una tras otra, mutuamente desvinculadas, sino que
constituyen los momentos intrínsecos de un proceso, del hacerse pro­
gresivo del hombre; por eso no son inteligibles sino en cuanto inte­
gradas en la totalidad de la existencia: su último por qué es el proyecto
vital total. Sin el sentido total de la vida, las opciones concretas
carecerían de sentido: el hombre no podría hacer ninguna opción. Se
debe reconocer por consiguiente que, si por una parte las opciones
concretas no son posibles sino como opciones «sensatas» (dotadas de
sentido), y por otra parte su sentido tiene lugar dentro de la totalidad
de la vida, la existencia humana como totalidad no puede menos de
tener sentido. De lo contrario ninguna opción concreta sería posible.
Por tanto, la libertad humana, en cuanto llamada, lo quiera o no lo
quiera, a hacer opciones concretas «sensatas», está previamente con­
dicionada por el sentido de la vida como totalidad. El «tener sentido»
se revela así como estructura ontológica de la existencia humana; si
el hombre está llamado a «dar sentido» a su vida con las decisiones
de su libertad, esto supone que la vida humana es, en sí misma, capaz
de recibir sentido y de libremente darse sentido: la existencia humana
está ontológicamente estructurada como «tener sentido».

b) La cuestión del porvenir. El hombre vive de cara al porvenir:


no puede menos de proyectar su existencia hacia el porvenir último,
es decir, hacia la vida como totalidad venidera dentro de un límite de
tiempo. La muerte hace de la existencia humana «ser-para-el-fin»,
tiempo marcado anticipadamente por el futuro de «no-ser-más-en-el-
mundo»73. La actitud de no querer preguntarse sobre el porvenir último
de la vida se revela totalmente ilusoria, porque el porvenir vendrá

73. Cf. Ibid. n. 10.


Nietzsche, Sartre 107

inexorablemente. La cuestión del porvenir es, pues, constitutiva de la


existencia humana y se identifica con la cuestión del sentido de la
vida como totalidad. Por eso, si la vida no tuviera sentido, el porvenir
del hombre y la cuestión misma del porvenir carecerían de sentido.
Pero en tal situación (pensada y, sobre todo, vivida) la libertad humana
quedaría paralizada: el hombre no podría vivir como hombre. Esto
significa que los que piensan y dicen que la vida no tiene sentido, lo
pueden pensar y decir (paradójicamente y en contradicción con la
propia experiencia vivencial) precisamente en cuanto viven del por­
venir como dotado de sentido.

c) La esperanza-esperante, condición de posibilidad del optar hu­


mano. No se puede vivir sin esperar que la vida tiene sentido, que
vale la pena vivirla. Esta esperanza radical e ilimitada, que desborda
todas las esperanzas concretas en el acto mismo de lograrlas, es cons­
titutiva del hombre; se identifica con su existencia, como voluntad-
de-vivir: un querer-vivir anterior a toda opción concreta de la libertad,
en cuanto condición ontológica previa de cada opción. Al constatar
esta originaria voluntad-de-vivir, se llega al núcleo más profundo de
lo humano74. No se puede ni siquiera preguntarse sobre el sentido de
la vida sin la esperanza vivida de que la vida tiene sentido. Porque el
mismo preguntarse sobre el sentido tiene su origen en la voluntad-de-
vivir, es decir, en la esperanza de que la vida tiene sentido y de que
es sensato buscarlo. Si la cuestión del sentido es ontológicamente
apriórica, quiere decirse que el hombre vive interpelado por el sentido,
llamado a la búsqueda del sentido. La esperanza en el sentido de la
vida, y la certeza de sentido vivida en esta esperanza, son, pues,
condiciones previas de posibilidad de la cuestión refleja.

El no-sentido de la vida supone el sentido: lo supone, no sólo


lógica, sino también ontológicamente, porque di no-sentido no se lo
puede comprender, ni se lo puede vivir, sino en referencia al sentido.
Sin una experiencia originaria del sentido no se podría, no solamente
negar el sentido, sino ni siquiera preguntarse sobre el no-sentido. La
negación del sentido, o la cuestión del no-sentido, no son posibles
sino supuesta, o mejor dicho, puesta la positividad del sentido. El
mero no-sentido, como la nada absoluta, sería lo absolutamente im­
pensable: extrapolación del pensar humano.

d) A primera vista, el suicidio responsable parece mostrar que la


vida humana no tiene sentido y que la desesperación total del suicida

74. Cf. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, Frankfurt 1970, 1-5.


108 De la cuestión del hombre a la de Dios

descubre la des-esperanza radical del hombre. Pero si se examina en


profundidad su significado, el suicidio se revela, paradójicamente,
como una confirmación de la experiencia vivida del sentido y de la
esperanza-esperante. ¿Por qué el suicida pone fin a su vida? Porque
no puede soportar una vida carente de sentido, porque no puede vivir
en el total no-sentido, en la total des-esperanza. Con su trágico gesto
el suicida proclama que, si su vida no tiene ya ningún sentido, no vale
la pena seguir viviendo. Se esconde aquí una lógica tremenda. Si en
la desesperación y en la persuasión de que su vida no tiene ya sentido,
el suicida acaba violentamente su existencia, testifica de modo supremo
que sin esperanza de sentido la vida es insoportable. Está aquí la más
enérgica protesta de que la vida debe absolutamente tener sentido: no
se puede vivir en el absurdo de un total no-sentido. Precisamente en
el acto de su autodestrucción responsable el suicida obra en la espe­
ranza equivocada, pero esperanza, de huir del insoportable no-sentido
de la vida; pero, en el fondo, huir del no-sentido es nostalgia de sentido.
La desesperación no es posible sin la esperanza-esperante: quien de­
sespera, es porque espera75.

e) Según Sartre, la náusea es la experiencia existencial suscitada


por el absurdo de la vida. Pero no se ha preguntado ulteriormente por
qué, ante el no-sentido de la vida, el hombre experimenta precisamente
náusea: ¿no será porque ante lo absurdo de su existencia siente una
invencible repugnancia, se siente radicalmente desconcertado? Y esta
experiencia de náusea, ¿no muestra la persuasión viviencial de que la
vida debería tener sentido? ¿es posible la náusea ante el absurdo de
la vida, sin la dimensión ontológicamente previa de la esperanza de
sentido? Náusea quiere decir desilusión: pero solamente quien espera
puede sentir desilusión.
Despojando al hombre de la responsabilidad y de la esperanza de
su libertad, Nietzsche ha concluido, lógicamente, el absurdo de la
existencia humana y el no-sentido de la historia. Surge, pues, la pre­
gunta: ¿por qué ha podido hacer del hombre un ser carente de res­
ponsabilidad y esperanza? Porque no se ha planteado la cuestión de
las condiciones de posibilidad de las decisiones humanas, es decir, de
la necesidad de motivación previa y de apertura al porvenir último,
para que la libertad del hombre pueda actuarse de modo auténticamente
humano en las opciones concretas. Las palabras de Nietzsche «danzar
de alegría» «dentro de la nada», no tienen significado, porque, en­
cerrado en la nada, el hombre no podría hacer nada, ni siquiera danzar.

75. Cf. R. Lauth, Die Frage nach dem Sinn des Daseins, München 1953, 256-257.
4
Ludwig Wittgenstein ante la cuestión del
sentido de la vida

1. Hemos examinado la cuestión del sentido de la vida en las


filosofías nihilistas y agnósticas modernas. Pero hay una filosofía
reciente e innegablemente original que aborda esta cuestión desde un
nuevo punto de partida y con un método nuevo: a saber, el análisis
del lenguaje humano. Esta corriente filosófica, que desde sus co­
mienzos se ha revelado polimórfica, se caracteriza como búsqueda de
una nueva epistemología, basada sobre el análisis lingüístico de las
proposiciones (las palabras tienen sentido solamente dentro de las
proposiciones). El conocimiento humano (el pensar y lo pensado), su
justificación, sus límites y sus errores son examinados en el fenómeno
singularmente apto para su análisis exacto, que es el lenguaje, porque
en él se configura del modo más controlable el pensamiento humano.
Para superar las ambigüedades e imprecisiones del cuestionar humano
es necesario partir, no del pensar pensante o pensado, sino de su reflejo
en las formas concretas del lenguaje: el proceso va de cómo el hombre
habla a cómo piensa, de los límites del hablar con sentido a los límites
del pensar con contenido. El lenguaje constituye un lugar privilegiado
para descubrir cómo funciona el conocimiento humano y para contro­
larlo.
Se llama, pues, filos ofía analítica toda filosofía que se basa, como
método, en el análisis lingüístico. Dentro de esta denominación caben
y se dan de hecho sistemas filosóficos muy diversos que coinciden en
la importancia primordial atribuida al análisis lingüístico. De hecho,
no pocos de los representantes de la filosofía analítica mantienen, más
o menos radicalmente, el así llamado «neopositivismo lógico», es
decir, no reconocen otro tipo de conocimiento que el verificable em­
píricamente. Se impone, pues, evitar la identificación de los términos
110 De la cuestión del hombre a la de Dios

«filosofía analítica» y «neopositivismo», aunque ambos coincidan en


su recurso común al análisis del lenguaje'.
El neopositivismo tiene su carácter distintivo en el «principio de
verificación»: una proposición tiene significado si es verificable o
falsificable empíricamente, es decir, si expresa un contenido cuya
concordancia o discordancia con la realidad es controlable empírica­
mente. Por eso los defensores del «principio» pueden decir que el
«significado» de las proposiciones -el hecho de que tengan o no tengan
significación- consiste precisamente en que puedan ser controlables
(verificables o falsificables) empíricamente, es decir, dentro del campo
de la experiencia sensible: el significado de una proposición coincide
con el método de su verificabilidad o falsificabilidad empírica. Hay
que distinguir, pues, entre «significado» y «verdad» de las proposi­
ciones. «Significado» quiere decir solamente que la proposición lleva
en sí misma la posibilidad de ser verificada o falsificada empírica­
mente: una proposición no verificable empíricamente no dice nada, y
por eso no puede ser ni verdadera ni falsa; está simplemente privada
de toda significación: carece de sentido ya a nivel de cuestión. Una
proposición es verdadera o falsa según su conformidad o no-confor­
midad con la realidad. El nivel de lo verdadero o falso supone el nivel
anterior de lo verificable o falsificable.
Es, pues, evidente que el «principio» de verificación exclusiva­
mente empírica predetermina por sí mismo el campo y el método dentro
de los cuales podría haber proposiciones significativas: las podrá haber
únicamente en el campo y método propios de las ciencias empíricas,
por excelencia en las ciencias naturales (Física, Química, Biología).
En plena coherencia con el principio de verificación, el neopositivismo
no reconoce sino dos tipos de proposiciones.
a) Las proposiciones llamadas analíticas, que no expresan ninguna
relación a lo real-fáctico, sino únicamente una relación lógico-formal
entre el sujeto y el predicado; el predicado no añade nada al contenido
del sujeto porque se limita a decir con otras palabras lo que está ya
dicho en el sujeto; no dicen, pues, nada, no tienen ningún significado
(proposiciones de las matemáticas y de la lógica formal). Tales pro­
posiciones son necesariamente o tautológicas o contradictorias: v.g.
«un triángulo tiene tres ángulos» (tautología); «los hermanos gemelos
tienen padres distintos» (contradicción). Son proposiciones que no
dicen nada sobre la realidad de las cosas o de los hechos; dicen so-

1. A este propósito es interesante notar la diferencia entre los filósofos analistas del
«Círculo de Viena» (Schlick, Carnap, Neurath, Hahn, etc.), que mantienen el neoposi­
tivismo (reducción del conocimiento humano a lo empíricamente verificable) y los filósofos
analistas de la «Escuela de Oxford» (Toulmin, Austin, Hall, Haré, Ryle, etc.) que rechazan
el reduccionismo neopositivista.
Ludwig Wittgenstein 111

lamente: «si pienso esto (el sujeto), pienso o no pienso aquello (el
predicado): no pueden ser verificables ni falsificables empíricamente.
b) Las proposiciones descriptivas, sintéticas, que expresan algo
Táctico que acontece en el mundo, y por eso tienen la posibilidad de
ser verificadas o falsificadas empíricamente; tienen significado (v.g.
«el reloj está sobre la mesa», «está lloviendo»). Por consiguiente,
solamente las proposiciones descriptivas pueden ser verdaderas o fal­
sas; las analíticas no pueden ser ni verdaderas ni falsas.
Una vez admitido el principio de verificación empírica como único
modo de verificabilidad, y, por consiguiente, como única posibilidad
de proposiciones dotadas de significado, se hace evidente que no es
posible un tercer tipo de proposiciones que no sean ni meramente
analíticas, ni empíricamente verificables. Quedan excluidas, como
inevitablemente carentes de significado, todas las proposiciones me-
taempíricas, es decir, que se refieren a realidades que están más allá
de lo verificable exclusivamente dentro del campo de la experiencia
sensible, y pretenden así tener un contenido real propio, verificable,
partiendo de una experiencia diversa de la meramente empírica2. Se
revela aquí que la filosofía neopositivista se juega todo a una sola
carta; el principio de la verificación empírica, propia de las ciencias
naturales. Aquí está su fundamento epistemológico último. Pero surge
entonces la cuestión de la fundamentación del fundamento. El «prin­
cipio», ¿es una proposición analítica o descriptiva, o ni lo uno ni lo
otro? ¿es verificable empíricamente, o es un mero postulado no jus­
tificado ni justificable? ¿es una proposición tautológica? «Esta es la
cuestión». ¿No hay en la vida cuestiones no empíricamente verificables
pero que se imponen por sí mismas como sensatas a cada hombre, si
quiere vivir como hombre?
Para examinar la cuestión del sentido de la vida desde la perspectiva
de la filosofía analítica me limito a presentar el pensamiento de L.
Wittgenstein (1889-1951). El ha sido no solamente el primer pensador
que ha hecho del análisis lingüístico el tema primario (por no decir
único) de su incansable reflexión a lo largo de toda su vida, sino
también el más fecundo en descubrir continuamente aspectos nuevos
de método y contenido, y, por eso, el que más ha influido y sigue
influyendo en el desarrollo todavía actual de esta nueva filosofía en
Europa (Austria, Alemania y, sobre todo, Inglaterra) y en Estados
Unidos. Los estudios dedicados a la interpretación crítica de sus obras
constituyen una amplísima bibliografía. Hay que añadir que, a dife-

2. Las proposiciones de este tercer tipo son calificadas en la filosofía analítica como
«metafísicas». Para evitar las ambigüedades, implicadas en este calificativo, prefiero de­
signarlas con el término «metaempíricas».
112 De la cuestión del hombre a la de Dios

renda de los demás filósofos analistas de su tiempo, Wittgenstein toca


la cuestión del sentido de la vida. En la presentación de su filosofía
seguiré el mismo proceso de su evolución desde la primera y señera
obra de su juventud («Tractatus logico-philosophicus»), pasando por
sus escritos de transición, hasta su última y también señera obra «Phi­
losophische Untersuchungen» (Investigaciones filosóficas)3.

2. En el conciso y preciso Prólogo del «Tractatus» escribe Witt­


genstein:

El libro trata de problemas filosóficos y, a mi parecer, muestra que el plantea­


miento de estos problemas se basa en el desconocimiento de la lógica del lenguaje.
Se podría resumir el sentido total del libro en las siguientes palabras: todo lo
que se puede decir, se puede decir claramente; de lo que no se puede hablar, se
debe callar. El libro quiere, pues, trazar un límite al pensamiento, o más bien,
no al pensamiento, sino a la expresión de los pensamientos... El límite podrá,
pues, ser trazado solamente en el lenguaje, y todo lo que está más allá de este
límite, será simplemente sin-sentido (Unsinn)... La verdad de los pensamientos
expresados aquí me parece intangible y definitiva. Soy, pues, del parecer de haber
resuelto definitivamente en lo esencial los problemas4.

El joven Wittgenstein estaba convencido de que con su análisis del


lenguaje había resuelto definitivamente los problemas filosóficos y de
que estos problemas provienen únicamente de que los filósofos no se
dan cuenta del mal funcionamiento de su lenguaje y, consiguiente­
mente, de su pensamiento. En el fondo, no hay sino un problema
filosófico: el problema que los filósofos mismos han creado y en el
que permanecen encarcelados, es decir, el no darse cuenta de las
ambigüedades escondidas en el lenguaje con que formulan los pro­
blemas. Si el lenguaje y el pensar filosófico están enfermos, la tarea
auténtica de la filosofía deberá ser la búsqueda del origen de esta
enfermedad, y el único modo de descubrirla será el análisis descriptivo
del lenguaje5.

3. Wittgenstein no perteneció al Círculo de Viena, pero en varias ocasiones discutió


la filosofía del «Tractatus» con algunos miembros del «Círculo» (Schlick, Carnap). G.
Hallett, A Companion to Wittgensteins’s Philosophical Investigations, London 1977, 776-
786, presenta una buena bibliografía, aunque no completa.
4. El análisis del «Tractatus» exige tener en cuenta los «Cuadernos» (Notebooks) en
los que Wittgenstein anotó durante los años 1914-1916 las reflexiones que luego integró,
perfiló o simplemente omitió en la preparación del «Tractatus» (1917-1921).
5. «La mayor parte de las proposiciones y cuestiones que se han escrito sobre temas
filosóficos, no son falsas sino sin sentido (unsinnig). A cuestiones de este género no
podemos, pues, responder, sino solamente constatar su carencia de sentido... Y no hay
que maravillarse de que los más profundos problemas no sean propiamente problemas»
(Tractatus logico-philosophicus, London 1960, n. 4.003).
Ludwig Wittgenstein 113

Surge así un concepto nuevo de la filosofía (del hacer-filosofía)


que permanecerá idéntico en todos sus escritos, desde el «Tractatus»
hasta las «Phil.Unters»:

La tarea de la fdosofía es la clarificación lógica de los pensamientos. La filosofía


no es una doctrina, sino una actividad. Una obra filosófica consta esencialmente
de clarificaciones. El resultado de la filosofía no son proposiciones filosóficas,
sino el hacerse claras las proposiciones. La filosofía debe hacer claros y precisos
los pensamientos que, de lo contrario, resultarán confusos y túrbidos. Toda la
filosofía es crítica del lenguaje6.

Wittgenstein considera, pues, la filosofía como una técnica tera­


péutica: «el filósofo trata una cuestión como una enfermedad». Una
terapia meramente descriptiva que, mediante el análisis gramatical del
uso de una palabra en las múltiples proposiciones en que aparece,
permite descubrir las confusiones provenientes de falsas analogías y
de transposiciones acríticas de significado. La descripción analítico-
lingüística permite comprender (Einsicht, Insight) cómo funciona el
pensar humano y eliminar así los pseudoproblemas. No hay, pues, un
solo método filosófico, como no hay una sola terapia. Esta actividad
terapéutica no debe ser considerada como meramente negativa (impedir
las pseudocuestiones), sino también como positiva, en cuanto acla­
rando cómo actúan el lenguaje y el pensar humano, pone en la dirección
acertada para comprender el sentido de las cuestiones, y esto es más
importante que encontrar las respuestas7. No se puede menos de re­
conocer que las obras de Wittgenstein representan un grandioso es­
fuerzo de búsqueda de caminos nuevos para el análisis del lenguaje
humano en sus tan diversos campos: ciencias, ética, estética, etc.
Precisamente dentro de esta «constante» de su intención fundamental,
la filosofía de Wittgenstein presenta una notable evolución.

3. El «Tractatus» de Wittgenstein consta de una larga serie de


afirmaciones expresadas en frases concisas, seguidas frecuentemente
de sobrias explicaciones más bien que de comprobaciones; son tesis
que pretenden responder a dos problemas fundamentales: a) qué es y
cómo es el mundo: cosmología; b) en qué consiste y cómo funciona
el pensar humano: epistemología. Pero esto no es todo; en el fondo,
lo primordial y decisivo son el método del análisis lingüístico y la
teoría del lenguaje.

6. Tract., n. 4.112; 4.0031.


7. Philosophische Untersuchungen, Oxford 1958, n. 109. 131. 133; Bemerkungen
iiber die Grundlagen der Mathematik, Oxford 1954, 68; Cf. M. Micheletti, 11 problema
teológico della filosofía analítica I, Padova 1971-1972, 115.
114 De la cuestión del hombre a la de Dios

a) «El mundo es todo lo que acontece», «es la totalidad de los


hechos (Tatsachen, Facts: eventos) y no de las cosas» (Dinge, Things:
objetos). Es de capital importancia la distinción entre hechos (eventos)
y cosas (objetos): v.g. en la frase, «el reloj está sobre la mesa», el
estar el reloj sobre la mesa es un hecho, mientras el reloj y la mesa
son meramente cosas. «El mundo está determinado por la totalidad de
los hechos, no de las cosas»; «La realidad total de los hechos es el
mundo»8. El mundo se divide en «hechos», y los hechos se dividen
en objetos, que son «simples» (no divididos) porque son la sustancia
del mundo, es decir, lo que existe anteriormente (prioridad ontológica)
e independientemente de todo lo que acontece, de los hechos. Los
objetos no existen aislados entre sí, sino que se unen de un modo
determinado y constituyen así los hechos y su estructura9. Los hechos,
que constan solamente de cosas, objetos, y que por eso no pueden
dividirse en partes que a su vez sean hechos, son hechos «atómicos»;
un hecho, que constara de otros hechos, sería un hecho compuesto,
molecular. Los hechos atómicos son diversos porque constan de ob­
jetos diversos. Cada hecho atómico tiene su estructura propia, deter­
minada intrínsecamente por las propiedades internas de los objetos
que lo constituyen10. La estructura no es, pues, algo añadido al hecho
atómico: es el hecho mismo en cuanto determinado por la unión mutua
de tales y tales objetos. Lo esencial en los objetos es su posibilidad
(no necesidad) de combinarse entre sí, de un modo determinado, por
sus propiedades, y dar así origen a determinados hechos11. Wittgenstein
llama «forma lógica» la posibilidad de la estructura, es decir, la po­
sibilidad que los objetos tienen de integrarse mutuamente en la unidad
constitutiva de los hechos. Por consiguiente, la «forma lógica» no
puede menos de tener algo en común con el mundo real: «lo que es
pensable es también posible», y viceversa, porque pensar es «confi­
gurar» una determinada forma lógica12. Si se conoce exhaustivamente
un objeto, se conocen sus propiedades internas y así todas las posi­
bilidades de combinarse con otros objetos. Si se conocieran así todos
los objetos, se conocería totalmente el mundo13.
b) Desde el número 2.1 hasta el 13.05 formula Wittgenstein sus
tesis sobre el conocimiento humano del mundo (epistemología). Co­
nocemos el mundo en cuanto «nos hacemos imágenes de los hechos».
La imagen (Bild, Picture) es un modelo de la realidad en cuanto los

8. Tractatus, 1: 1.1; 1.1 21; 2.01; 2.012: 2.4; 2.03; 2.034; 2.04; 2.0272.
9. Ibid., 1.1; 1.12; 2.02; 2.021; 2.01.
10. Ibid., 2.03: 2.04; 2.031: 2.032; 2.024.
11. Ibid.. 2.0021; 2.001.
12. Ibid., 2.022: 2.024.
13. Ibid.. 2.02.
Ludwig Wittgenstein 115

elementos de la imagen corresponden a los objetos (Gegenstand) y los


representan. La imagen consiste en que sus elementos se relacionan
entre sí de un modo determinado: esto quiere decir que también las
cosas se relacionan entre sí del mismo determinado modo14. La co­
nexión de los elementos de la imagen se llama su estructura, su forma
lógica de configuración (Abbildung), que constituye la posibilidad de
que las cosas se relacionen entre sí como los elementos de la imagen;
así la imagen está vinculada con la realidad y la alcanza, y está cons­
truida como medida de la misma realidad15. La relación configurativa
(abbildende Beziehung) consiste en la mutua orientación de los ele­
mentos de la imagen por una parte y de las cosas por otra. Para ser
imagen, los hechos deben tener algo en común con lo configurado.
Para que la imagen de lo configurado sea tal, tiene que haber algo
idéntico en ambos. La imagen tiene en común con lo configurado la
forma de la configuración, que es la posibilidad de su estructura16178. Lo
que la imagen representa es su sentido lógico. En la conformidad o
disconformidad de la imagen y de su sentido con la realidad de los
hechos que constituyen el mundo, consiste su verdad o falsedad. Para
conocer si la imagen es verdadera o falsa, debemos compararla con
la realidad; en la sola imagen no se puede conocer si es verdadera o
falsa: no hay imágenes verdaderas a priori. La imagen lógica de los
hechos es el pensamiento: que un estado de cosas es pensable quiere
decir que podemos hacemos una imagen del mismo. El conjunto de
los pensamientos verdaderos es una imagen del mundo. Podríamos
conocer a priori que un pensamiento es verdadero, si pudiéramos
conocer su verdad por sólo el pensamiento mismo, sin compararlo con
los objetos'7. En síntesis: los elementos de la imagen y su conexión
articulada corresponden a los elementos de la imagen y a su conexión
real; la estructura lógica de la imagen refleja la estructura real de los
hechos. «Lo que la imagen representa es su sentido»: «la verdad o
falsedad de la imagen consiste en la concordancia o discordancia de
su sentido con la realidad»'8.

4. De la exposición de su cosmología y de su epistemología


(basada en la idea de «imagen» y de «forma lógica»), el «Tractatus»

14. Ibid., 2.1; 2.12; 2.13; 2.14; 2.15.


15. Ibid., 2.151; 2.1512; 2.1511.
16. Ibid., 2.15; 2.151; 2.1511; 2.1514; 2.16; 2.161; 2.2.
17. Ibid., 2.223; 2.224; 2.205; 3; 3.001; 3.01; 3.05.
18. Ibid., 2.221; 2.222. Aparece así que Wittgenstein entiende la «imagen», que él
mismo traduce siempre del alemán (Bild) al inglés no con la palabra image sino picture
(pintura), cuyo sentido es más fuerte y realista: equivale a figura, dibujo. Cf. M. Malcolm,
Wittgenstein, The Enciclopedia o f Philosophie, London 1967, 8, 330.
116 De la cuestión del hombre a la de Dios

pasa a lo que constituye su tema más importante: la teoría del lenguaje,


en la que se matizarán ulteriormente la «imagen» y la «forma lógica».
Como el mundo consta de cosas (objetos), de hechos'simples (ató­
micos, no divisibles en otros hechos) y de hechos compuestos (divi­
sibles en varios hechos), así el lenguaje consta de nombres (deno­
minación de las cosas), de proposiciones elementales (que expresan
hechos atómicos) y de proposiciones moleculares (que representan
hechos compuestos). En el lenguaje, los nombres corresponden a las
cosas, a los hechos atómicos las proposiciones elementales, a los
hechos compuestos las proposiciones moleculares.
Los nombres designan las cosas, los objetos, que son signos simples
(Urzeichen) y por eso no se pueden descomponer en una definición;
no tienen sentido, sino dentro de una proposición19. Un nombre está
para una cosa y otro para otra; en la proposición están unidos entre
sí, y así el todo representa, como imagen viva, el estado de las cosas
en el mundo. El nombre muestra (zeigt) que designa un objeto; no es
una imagen del objeto: no dice nada (de cómo están las cosas en el
mundo). Pero tiene la posibilidad de combinarse con otros nombres y
constituir así una determinada proposición. Solamente dentro de la
proposición, en la conexión interna que la constituye, el nombre tiene
sentido. Los nombres son necesarios para poder enunciar que tal cosa
tiene determinadas propiedades. La posibilidad de las proposiciones
se funda en el principio de la representación de los objetos mediante
signos (nombres). Los últimos elementos del lenguaje son nombres,
que designan objetos simples. La existencia de estos objetos es ne­
cesaria para que pueda ser definido el sentido de las proposiciones20.

Las proposiciones elementales constan de tres nombres; para com­


prenderlas es necesario conocer los objetos indicados por los nombres,
y, por consiguiente, se deben conocer todos los objetos y sus posibles
combinaciones; los objetos y su combinación en proposiciones se co­
nocen mediante su descripción. Estas proposiciones no pueden ser
indicadas a priori: pretender señalarlas así sería un evidente no-sen­
tido. De una proposición elemental no puede deducirse otra. Las po­
sibilidades de verdad o falsedad de las proposiciones elementales cons­
tituyen sus condiciones intrínsecas de verdad o falsedad, es decir,
constituyen su sentido, su verificabilidad al ser confrontadas con la
realidad (eventos del mundo) como efectivamente verdaderas o falsas.
La proposición tiene sentido (significado) si tiene en sí misma la
posibilidad de ser verificada o falsificada; son verdaderas o falsas si

19. Tractatus, 3.202; 3.203; 3.22; 3.221; 3.26; 3.261; 3.3; 4.24.
20. Ibid., 4.0311; 4.126; 3.203; 3.3; 4.23; 4.0312; Notebooks 31-5-15.
Ludwig Wittgenstein 117

efectivamente están en concordancia (Übereinstimmung) o discordan­


cia con el estado de las cosas (los «hechos»). La realidad del mundo
está limitada por la totalidad de los objetos; este límite se muestra en
la totalidad de las proposiciones elementales. El mundo está descrito
totalmente mediante la indicación de todas las proposiciones elemen­
tales y de cuáles son verdaderas y cuáles falsas. A toda combinación
de hechos atómicos corresponde una proposición molecular, que ex­
presa qué combinaciones de hechos hay y no hay. «Todas las pro­
posiciones son el resultado de operaciones de verdad (verificación)
sobre las proposiciones elementales»21.
Como la proposición atómica, que representa un solo «hecho»,
consta de nombres unidos entre sí, la proposición molecular consta de
proposiciones atómicas combinadas entre sí. Wittgenstein no se cansa
de repetir que toda proposición, sea atómica o molecular, es una
«imagen de la realidad»: no algo semejante a la realidad, sino literal
y rigurosamente una pintura, una figura, un retrato de la realidad. Si
comprendo la proposición, comprendo la realidad representada en ella:
a los elementos de la imagen corresponden los elementos de la pro­
posición. A primera vista, las proposiciones no parecen ser una imagen
de la realidad; pero, a primera vista, tampoco las notas musicales,
escritas en el papel, parecen ser una imagen de la música, ni el alfabeto
parece ser una imagen de los fonemas del lenguaje. El disco fono­
gráfico, la notación musical, las ondas sonoras, están mutuamente en
la misma relación configurativa que hay entre lenguaje y mundo. Para
comprender la esencia de toda proposición hay que pensar en la grafía
jeroglífica que configura los hechos que describe: la proposisión es
una descripción de un estado de cosas en el mundo. La realidad es
confrontada con la proposición: ésta puede ser verdadera o falsa, en
cuanto es o no es imagen de la realidad. A la configuración de los
elementos dentro de la proposición corresponde la configuración de
los objetos (signos simples) dentro de su situación en el mundo. Se
comprende una proposición si se comprenden sus elementos (palabras)
y su articulación en una determinada relación del uno al otro; com­
prenderla es saber qué acontece, si es verdadera. La proposición puede
ser verdadera o falsa, es decir, en concordancia o discordancia con lo
que en el mundo acontece (hechos): en esta posibilidad consiste su
sentido, es proposición dotada de sentido; será verdadera si efecti­
vamente corresponde a las cosas en el mundo. En la proposición el
pensamiento se expresa en signos sensibles (de viva voz o por escrito),

21. Tractatus, 5.4711; 5.472; 5.5571; 5.134; 4.41; 4.431; 4.3; 4.21; 5.5561; 4.25;
4.26; 5.3. [NB. Se ha atribuido a K. Popper la añadidura de la «falsificabilidad» a la
verificabilidad de las proposiciones. Pero es claro que ya Wittgenstein en el «Tractatus»
menciona repetidas veces la falsificabilidad: 2.222-2224; 405-4063, etc.].
118 De la cuestión del hombre a la de Dios

que usamos como configuración proyectiva de los posibles estados de


las cosas en el mundo. Wittgenstein resume su teoría del lenguaje en
las siguientes afirmaciones apodícticas:

El lenguaje es la totalidad de las proposiciones. La totalidad del lenguaje (de lo


que puede ser dicho) es una configuración completa del mundo. La totalidad de
las proposiciones verdaderas es una imagen del mundo. Si se dan proposiciones
elementales, se dan a la vez todas las proposiciones elementales.

Hay que distinguir entre sentido y verdad de las proposiciones: una


proposición tiene sentido si tiene la posibilidad de ser confrontada con
la realidad; es verdadera o falsa, si efectivamente está en conformidad
o disconformidad con la realidad. Su sentido es condición de posi­
bilidad de su verdad o falsedad; si no tiene sentido, no puede ser ni
verdadera ni falsa22.

5. Los objetos tienen en sí mismos la posibilidad de combinarse


el uno con el otro y de constituir así los hechos, modelando la estructura
de los mismos y de su expresión en proposiciones. Esta posibilidad,
común a los objetos, hechos y proposiciones, se llama su «forma
lógica»: estructura formal que articula de un modo determinado los
objetos en hechos y los hechos en proposiciones. Se puede hablar, de
algún modo, de esta propiedad formal de los objetos, hechos y pro­
posiciones, pero no se puede representar en imagen: se muestra en
la proposición misma. Las proposiciones pueden representar toda la
realidad (y solamente la realidad del mundo, los hechos); pero no
pueden representar lo que ellas deben tener en común con la realidad
para poderla representar: «la forma lógica»; para poderla representar
deberíamos poder situarnos con la proposición fuera de la lógica, es
decir, fuera del mundo. Pero la «forma lógica» se refleja (spiegelt
sich) en la proposición que muestra (zeigt) la estructura lógica de la
realidad. «Lo que puede ser mostrado no puede ser dicho»; «El len­
guaje no puede representar lo que en el lenguaje mismo se refleja».
En este contexto resulta clara la frase de Wittgenstein: «La lógica es
transcendental», a saber, es la estructura formal de los hechos y de
las proposiciones, que no puede ser representada en proposiciones,
porque constituye la condición previa de posibilidad del pensar y del
lenguaje humanos (pensar y lenguaje son inseparables, pero no idén­
ticos). La «forma lógica» es, pues, siempre anterior a todos los pen­
samientos y proposiciones, y por eso se manifiesta (se muestra y se

22 . Ibid., 4 .01 ; 4 .021 ; 4 .023 ; 4 . 05 ; 4 . 06 ; 4 . 1; 4 .062 ; 4 . 024 ; 4 .026 ; 4 . 03 ; 4 .011 ;


4 .014 ; 4 . 016 ; 3 . 21 ; 3 . 221 ; 4 . 022 ; 4 . 03 ; 3 . 1; 3 . 11; 3 . 12; 3 . 13; 3 . 14; 3 . 141; 4 . 001 ; 3 . 01 ;
5 . 524 ; 2 . 0124 ; 2 . 221 ; 2 . 222 .
Ludwig Wittgenstein 119

refleja) solamente en el ejercicio mismo del pensar y del lenguaje.


Comenta Wittgenstein: «es claro que las leyes lógicas no pueden estar
sometidas a leyes lógicas». La lógica se impone por sí misma como
lo incondicionalmente originario: es el a priori que hace posible la
configuración de los hechos y de las proposiciones23.

6. Una vez establecidas las condiciones necesarias para que una


proposición pueda tener sentido y verdad, Wittgenstein examina cuáles
son concretamente y cuáles no son las proposiciones dotadas de sentido
y verdad. Su respuesta se basa en la distinción entre las proposiciones
de la lógica y de la matemática por una parte, y por otra, las propo­
siciones de las ciencias naturales. Las primeras carecen de sentido,
no pueden ser confirmadas ni desconfirmadas por la experiencia, son
o meramente tautológicas o contradictorias: meramente analíticas. No
pueden decir nada sobre las «cosas» y «hechos» del mundo, expresan
un nexo meramente lógico; tautología y contradicción no son imágenes
de la realidad. Toda tautología y toda contradicción muestran por sí
mismas que son nada más que tautología y contradicción. Tales pro­
posiciones no pueden ser ni verdaderas ni falsas: son simple y radi­
calmente carentes de sentido24.

Con la misma claridad se expresa Wittgenstein sobre las proposi­


ciones de las ciencias naturales: «La totalidad de las proposiciones
verdaderas es el conjunto de las ciencias naturales, es decir, la to­
talidad de las ciencias naturales»; no se debe decir, «sino lo que puede
ser dicho, a saber, proposiciones de las ciencias naturales»; «de lo que
no se puede hablar, se debe callar»25.
La posición de Wittgenstein sobre la filosofía es a la vez resultado
y explicación ulterior de su pensamiento sobre las ciencias naturales.
Según él, «la filosofía no es una de las ciencias naturales», es sim­
plemente «crítica del lenguaje». Esto quiere decir que «la filosofía no
es una doctrina (un sistema de proposiciones propias), sino una acti­
vidad», a saber, la tarea de clarificar las proposiciones y pensamientos
mediante el análisis lingüístico, sin el cual éstos quedarían turbios y
ambiguos. El resultado de este modo de hacer-filosofía no serán pro­
posiciones analizadas. La filosofía tiene, pues, la función positiva de
delimitar el campo disputable de las ciencias naturales, señalando lo
impensable a través de lo pensable, lo indecible (lo que no puede ser

23. Ibid., 2.032; 2.033; 2.0131; 4.122; 4.124; 4.12; 4.116; 4.121; 6.13; 6.123; 6.124;
4.0312; 2.172.
24. Ibid., 5.142; 5.143; 6.127; 4.46-4.462; 4.463; 6.1; 6.11; 6.12; 6.13; 6.2; 6.21;
6.22; 6.211; 6.34; 6.121; 6.1222.
25. Ibid., 4.11; 6.53; 7.
120 De la cuestión del hombre a la de Dios

representado en proposiciones) a través de la clara representación de


lo decible: «donde termina lo decible, comienza lo indecible». Los
dos textos siguientes son decisivos para comprender la diferencia entre
la significatividad de las cuestiones de las ciencias naturales y la no-
significatividad de las pseudocuestiones de la filosofía:
a) La mayor parte de las proposiciones y cuestiones que se han escrito sobre
temas filosóficos son, no falsas, sino (más radicalmente) sin-sentido (unsinnig:
carentes de sentido). Por eso no se les puede dar una respuesta, sino únicamente
constatar su no-sentido. La mayor parte de las cuestiones y proposiciones de los
filósofos provienen de que no se comprende la lógica del lenguaje. No hay, pues,
por qué admirarse de que los problemas más profundos no sean realmente ningún
problema (sino peseudoproblemas).
b) El método correcto de la filosofía sería propiamente el siguiente: no decir nada
sino solamente lo que se puede decir, a saber proposiciones de las ciencias naturales
y, por consiguiente, algo que no tiene nada que ver con la filosofía; y, entonces,
si alguien quisiera decir algo metafísico, probarle que en sus proposiciones no ha
dado ningún significado a determinados signos (palabras); tal método sería insa­
tisfactorio para el otro, que no tendría la impresión de que le estamos enseñando
filosofía; pero este método sería el único correcto26.

De todo lo que hemos presentado sobre el pensamiento del joven


Wittgenstein sobre las proposiciones de las ciencias naturales y de la
filosofía, resulta con evidencia que, según él, solamente las propo­
siciones de las ciencias naturales son significativas, tienen sentido,
mientras las proposiciones de la filosofía son inevitablemente carentes
de sentido. Lo que está más allá de las ciencias naturales, lo metafísico,
lo metaempírico, no es falso, sino radicalmente sin-sentido: reducción
tajante del lenguaje significativo al lenguaje de las ciencias naturales.
Pero entonces surge y queda intacta la pregunta: ¿cómo justifica Witt­
genstein esta reducción? ¿se ha preocupado de fundarla o se trata de
un presupuesto acrítico, impuesto por su teoría del lenguaje? ¿ha
probado que es vana toda pretensión de hacer proposiciones en las
que hay algo de metafísico (metaempírico), o simplemente lo ha afir­
mado?

7. No se puede dudar de que en el «Tractatus» no se reconoce


como «sensatas» sino las proposiciones de las ciencias naturales, ba­
sadas en la experiencia sensible de los «hechos» que acontecen en el
mundo. Pero el «Notebooks» (1914-1916) y también el «Tractatus»,
escrito durante los años 1917-1920 y publicado en 192127, nos reservan
una sorpresa. Comencemos por el «Notebooks» (Cuadernos).

26. lbid., 4.0031; 4.111; 4.112-4.115; 4.122; 4.003; 6.53.


27. Wittgenstein no publicó en vida sino el «Tractatus» y el ensayo «Notas sobre la
lógica» (1913). Todas sus demás obras son postumas.
Ludwig Wittgenstein 121

¿Qué sé yo de Dios y del fin de la vida? Sé que el mundo existe... y que en él


hay algo problemático que llamamos su sentido. Sé que este sentido no está dentro
del mundo sino fuera, que mi voluntad es buena o mala, y que así el bien y el
mal pertenecen de algún modo al sentido del mundo. El sentido de la vida, a
saber, el sentido del mundo, lo podemos llamar Dios... Rezar es pensar en el
sentido de la vida (11-6-1916)28. Si el querer bueno o malo tiene algún efecto en
el mundo, lo tiene solamente en los límites del mundo y no en sus hechos, es
decir, en lo que no puede ser configurado (representado) por el lenguaje, sino
solamente mostrado en el lenguaje (5-7-1916). La solución del problema de la
vida se descubre en la desaparición del mismo (es decir, al descubrise que tal
problema no es problema). ¿Se puede vivir del tal modo, que la vida pueda dejar
de ser problemática? (6-7-1916). ¿No es quizá por esto por lo que hombres que
después de muchos años de dudas se les hizo claro el sentido de la vida, no
supieron decir en qué consiste este sentido? (7-7-1916). Creer en Dios quiere decir
comprender la cuestión del sentido de la vida. Creer en Dios quiere, pues, decir,
ver que los hechos del mundo no son todo. Creer en Dios quiere decir darse cuenta
de que la vida tiene sentido... Que el mundo me ha sido dado equivale a decir
que mi voluntad mira hacia el mundo completamente desde fuera como a un hecho
cumplido... Tenemos, pues, la sensación (Fühlen, Gefühl) de estar dependientes
de una voluntad ajena. Sea como sea, en todo caso somos de algún modo depen­
dientes, y aquello de lo que dependemos lo podemos llamar Dios... Entonces yo
estoy, por decirlo así, en armonía con aquella voluntad ajena de la cual me parece
depender. Esto quiere decir la frase yo cumplo la voluntad de Dios... Si mi
conciencia turba mi equilibrio, yo no estoy en armonía con Algo. Pero ¿qué es
este Algo? ¿el mundo? Ciertamente, es correcto decir: la conciencia es la voz de

28. Estos números indican la fecha (día, mes, año) que Wittgenstein ponía al terminar
cada una de sus reflexiones. NB. Simultáneamente con el «Notebooks» (1914-1916)
escribió Wittgenstein en grafía cifrada, las peripecias de su vida militar durante las batallas
entre las tropas autríacas y rusas, a orillas del Vístula, por la ocupación de la ciudad de
Cracovia. Este diario, hasta ahora inédito, ha sido publicado recientemente por Willhelm
Baum en la revista «Saber» de Barcelona (1985, nn. 5-6) con el título Ludwig Wittgenstein,
Geheime Tagebücher. Impresiona en su lectura la insistencia con que Wittgenstein confiesa
su fe cristiana en sus continuas invocaciones a Dios, en la aceptación de su Voluntad y
en el abandono confiado a su amor (más de treinta veces). Vale la pena copiar algunos
textos suyos: «Todo está en las manos de Dios»; «Lo único importante es no olvidar a
Dios»; «Lo único que el hombre necesita es Dios»; «Me siento cercano a la desesperación.
Que Dios me ilumine, que Dios me ilumine, que Dios me ilumine» (2-12-1914; 7-12-
1914; 30-4-1916; 29-3-1916). «Hoy duermo bajo el fuego de la artillería y probablemente
moriré. Que Dios siga conmigo por toda la eternidad. Amén. Que Dios sea alabado
eternamente. Amén. Entrego mi alma al Señor» (11-5-1916; 4-5-1916; 29-7-1916). No
puede sorprender que, ante el peligro de morir, Wittgenstein se pregunte por el sentido
de la vida: «He comprado el volumen octavo de Nietzsche y estoy impresionado por su
hostilidad contra el cristianismo... Ciertamente el cristianismo es el único camino seguro
para la felicidad; pero, ¿qué pasaría, si alguno despreciase esta felicidad? ¿y por qué no
llevar una vida carente de sentido? ¿qué debo hacer para que mi vida no se malogre?» (8-
12-1914). Con su simultáneo «Notebooks», el diario muestra con evidencia que el Witt­
genstein del período 1914-1916 fue hondamente creyente (cf. supra, n. 7). Pero durante
los años siguientes, que precedieron a la publicación del «Tractatus» (1916-1921) abandonó
su fe, como lo testifican sus cartas a P. Engelmann (cf. más abajo, n. 12). NB. En su
diario nota Wittgenstein que está leyendo el libro de Tolstoi sobre los Evangelios, un libro
magnífico: «Lo llevo conmigo como un talismán. Dios conmigo» (2-9-1914; 11-10-14).
122 De la cuestión del hombre a la de Dios

Dios (8-7-1916). La ética debe ser una condición del mundo como la lógica. Se
puede querer bien, querer mal y no querer. Amar al prójimo, esto significa querer
(24-7-1916; 29-7-1916). Pero es claro que la ética no tiene nada que ver con pena
y premio. Este problema de las consecuencias de una acción no puede menos que
carecer de importancia. O, al menos, estas consecuencias no deben ser eventos...
Todo esto es, en verdad, profundamente misterioso. Es claro que la ética no puede
ser formulada: es transcendente (30-7-1916). Solamente de la conciencia de la
unicidad de mi vida surge la religión y esta conciencia es la vida misma... La
ética debe ser algo fundamental... Se podría decir: el mundo de las representaciones
no es ni bueno ni malo; bueno y malo es (solamente) el sujeto que quiere (2-8-
1916).

Estos textos del «Notebooks» nos revelan los continuos intentos


de Wittgenstein por formular una problemática que va más allá de las
fronteras de los hechos del mundo (del mundo mismo) y de las ciencias
naturales: intentos y nada más que intentos. No se los puede considerar
como toma de posición, sino más bien como planteamiento de pre­
guntas y reflexión sobre un tipo nuevo de cuestiones. Pero son intentos
de mucho interés para comprender su pensamiento en el «Tractatus»,
y sobre todo para descubrir los problemas vitales que ya entonces y
más tarde preocupaban personalmente a Wittgenstein. En ellos se
revela que el joven Wittgenstein sintió la cuestión del sentido de la
vida y la vivió estrechamente unida con la cuestión ética y la cuestión
de Dios; se dio cuenta de que las tres cuestiones, sentido de la vida,
ética, Dios, superan la frontera del mundo (los «hechos») y por eso,
dentro de su cosmología y de su teoría del lenguaje, no podían ser
expresadas en el tipo de las proposiciones significativas, exclusiva­
mente propias de las ciencias naturales, las únicamente capaces de
decir lo que en el mundo acontece, a saber, cómo es el mundo. Se
revela también que Wittgenstein se planteó seriamente el problema de
si los «hechos» del mundo son todo y por eso el hombre no puede
pasar por alto la cuestión de un Algo transcendente. Aparece así la
tensión vivida por Wittgenstein entre la necesidad de reconocer que
sentimos este «Algo» y la imposibilidad de hablar de El en un lenguaje
significativo; a este «Algo» inefable pertenecen la cuestión del sentido
de la vida, de la ética, de Dios. Esta temática, formulada en el «No­
tebooks», fue reformulada en el «Tractatus» de un modo más crítico,
exacto, depurado y reservado (sobre todo en la cuestión de Dios: una
sola mención, «Dios no se revela en el mundo») (6-4-1932). He aquí
los textos del «Tractatus»:
Nosotros sentimos (Wir fühlen, We feel) que, aunque todas las posibles cuestiones
de las ciencias (naturales) recibieran una respuesta, nuestros problemas de la vida
(Lebensprobleme, problems of life), no estarían ni siquiera tocados. Entonces,
ciertamente, no quedaría ninguna cuestión; y precisamente ésta es la respuesta.
Se ve la solución del problema en la desaparición del mismo (¿No será ésta la
razón por la cual hombres, a quienes después de un duradero dudar se Ies ha hecho
Ludwig Wittgenstein 123

claro el sentido de la vida, no han podido decimos en qué consiste este sentido?)
No se puede expresar (aussprechen, put into words) una cuestión, si no es posible
expresar una respuesta. El enigma no lo hay. Si es posible plantear una cuestión,
es también posible la respuesta. Solamente donde hay respuesta (posible), hay
cuestión; y hay respuesta, solamente donde algo puede ser dicho29.

El pensamiento de Wittgenstein en estos cuatro números es tan


preciso y claro como paradójico: a) Sentimos que la solución de todos
los problemas posibles de las ciencias deja intacta la cuestión del
sentido de la vida; b) no es posible «expresar», en proposiciones
sensatas, una respuesta a la cuestión del sentido de la vida, y por
consiguiente tampoco es posible «expresar» la cuestión misma: una
cuestión a la que (ya en línea de principio) no se puede dar ninguna
respuesta, es una cuestión carente de sentido, pseudocuestión; c) por
una parte, sentimos que las ciencias no pueden de ningún modo res­
ponder a la cuestión del sentido de la vida; por otra, no podemos
formular en lenguaje significativo esta cuestión.

Es la paradoja de lo que Wittgenstein llama «lo místico»:


Hay verdaderamente lo inexpresable. Se muestra: es lo místico (Es gibt Unauss-
prechliches. Dies zeigt sich, es ist das Mystiches): Lo místico no es cómo es el
mundo, sino que el mundo es (existe). La visión del mundo sub specie aeterni es
su visión como un todo. El sentimiento (Gefühl) del mundo como un todo limitado
es lo místico30.

Frases densas y exactas que no se pueden comprender sino dentro


del contexto de la cosmología y de la epistemología (teoría del len­
guaje) del «Notebooks» y del «Tractatus». En concreto, hay que tener
en cuenta lo que Wittgenstein dice sobre la transcendencia de la forma
lógica, de la ética y de la existencia del mundo. La lógica es trans­
cendente en cuanto es condición previa necesaria para que sean posibles
las proposiciones como imagen de los hechos que constituyen la to­
talidad del mundo; es, pues, lo originario, lo que no puede ser repre­
sentado (dicho), pero que se muestra y se refleja en el ejercicio mismo
del pensar y del hablar; donde termina lo decible, comienza lo inde­
cible. «La ética es transcendental», es decir, tiene lugar solamente en
el límite del mundo y no en sus hechos, en lo que no puede ser
configurado sino solamente ser mostrado en el lenguaje. No puede
haber proposiciones sobre la ética. La existencia del mundo es trans­
cendente, es decir, ontológicamente anterior a los objetos y hechos
del mundo: condición de posibilidad de los mismos y del lenguaje en

29. Tractatus, 6.52; 6.521; 6.5; 5.51.


30. Ibid., 6.44; 6.45; 6.522.
124 De la cuestión del hombre a la de Dios

que son expresados. La totalidad del mundo, y la de las proposiciones


y del lenguaje, se corresponden mutuamente; pero son totalidad li­
mitada. El sentido del mundo (de la vida) debe estar fuera del mundo
en su límite.
Se puede sintetizar ahora lo que Wittgenstein dice en sus tres frases
sobre lo místico: a) afirmación de la realidad de lo místico: hay lo
místico; b) lo místico es indecible, no expresable en proposiciones;
no se demuestra, sino meramente se muestra; c) no es el cómo es el
mundo, no es ni objeto ni hecho del mundo, sino el desnudo existir
del mundo; d) es ver (sentir) el mundo como un todo limitado. Ex­
periencia de lo indecible, del límite del mundo y del lenguaje, de la
totalidad del mundo y del lenguaje como limitada. La totalidad del
lenguaje representa la totalidad del mundo y de lo decible, una totalidad
limitada. El límite no puede ser representado: se muestra y se refleja
en el ejercicio mismo del lenguaje. Al vivir el límite como límite, se
capta vivencialmente el ultra-límite. En la experiencia del límite, y
desde dentro del límite, vivimos lo que transciende el límite: expe­
riencia de contraste del ultra-límite en el límite en cuanto límite, de
lo indecible a través de la totalidad limitada de lo decible.
Norman Malcolm, discípulo preclaro y amigo íntimo de Witt­
genstein, que tuvo con él muchas y largas conversaciones sobre su
filosofía y mantuvo una copiosa correspondencia epistolar hasta pocos
días antes de la muerte de su maestro, explica así el pensamiento de
Wittgenstein sobre «lo místico»:

Wittgenstein dice en el Tractatus: No cómo es el mundo es lo místico, sino que


el mundo es (existe). Creo que un sentimiento de admiración de que el mundo
exista fue experimentado por Wittgenstein no solamente durante el período del
«Tractatus», sino también cuando yo lo conocí. Una vez leyó unas páginas, en
las que decía que varias veces tuvo una experiencia que se podría describir del
mejor modo diciendo: «qué extraordinario es que el mundo exista»3'.

No puede sorprender que varios filósofos neopositivistas hayan


calificado el pensamiento de Wittgenstein sobre lo «místico» como
criptometafísico. R. Carnap es más radical. Según él, la frase «hay
verdaderamente lo inexpresable», puede ser interpretada de dos ma­
neras. Primera interpretación: «Hay objetos inexpresables», equivale
a decir: «Hay objetos para los cuales no hay denominación». La tra-31

31. N. Malcolm, Wittgenstein. A memoir, London 1966, 70. La discípula de Witt­


genstein, G. Anscombe, testifica con las mismas palabras de Malcolm esta experiencia
de admiración de que el mundo exista (cf. G. Anscombe, An Introduction to Wittgenstein’s
Tractatus, London 1959, 173). En una conversación con M. Schlick (1930) dijo Witt­
genstein: «A m í me llega al alma lo que entienden los hombres cuando dicen que el mundo
existe» (cf. M. Micheletti, o. c. I, 151).
Ludwig Wittgenstein 125

ducción sintáctica de esta última proposición da el resultado siguiente:


«Hay denominaciones de objetos que no son denominaciones de ob­
jetos» (contradicción). Segunda interpretación: «Hay hechos inexpre­
sables», equivale a decir: «Hay hechos que no son descritos en ninguna
proposición». La traducción sintáctica de esta última proposición da
el resultado siguiente: «Hay proposiciones de hechos que no son pro­
posiciones de hechos» (contradicción)32. Pero Carnap ha olvidado que
en «lo místico» de Wittgenstein no se habla ni de objetos, ni de hechos:
precisamente «lo místico» no es cómo el mundo es (los objetos y los
hechos); sus dos interpretaciones están fuera de sitio: en ellas se hace
decir a Wittgenstein lo que no ha dicho. Según Wittgenstein objetos
y cosas son expresables en nombres y proposiciones; por el contrario,
lo místico es inexpresable. Carnap ha tergiversado totalmente el pen­
samiento de Wittgenstein, identificando lo indecible; que el mundo
es, con lo decible, cómo el mundo es: sus dos interpretaciones se
fundan en esta tergiversación de los términos que constituyen la frase:
«hay verdaderamente lo inexpresable». La frase no es contradictoria:
dice que hay algo que no puede ser dicho con el lenguaje representativo
de los objetos y hechos del mundo («cómo el mundo es»).

8. En la historia de la filosofía el «Tractatus» de Wittgenstein


aparece como una obra maestra, indiscutiblemente original y cons­
truida con una coherencia y arquitectura geniales. El análisis lingüístico
que el mismo Wittgenstein hace en la reflexión y composición de su
libro, marca el nacimiento de una modo nuevo de hacer filosofía, de
un filosofía nueva en su método y en su contenido; su obra se presenta
así como modelo de lo que esa filosofía quiere ser: análisis del len­
guaje. La profundidad, exactitud y densidad de sus proposiciones (tesis
y explicación de las mismas) difícilmente serán superadas; son actua­
ción viva de la tarea que su nueva concepción de la filosofía le impone:
clarificar el lenguaje (nombres y proposiciones) y así los pensamientos.
La más importante contribución de Wittgenstein a la filosofía está en
haber centrado su atención en la cuestión del lenguaje humano.
Como toda filosofía, también la de Wittgenstein lleva en sí misma
la indispensable cuestión crítica sobre su validez y su comprobación:
la cuestión de su verificación. Mi intento de llevar a cabo esta reflexión
crítica se inspira en dos acertadísimas observaciones, una de Heidegger
y otra del mismo Wittgenstein, que comparto plenamente: no se puede
pensar sin presupuestos; en la filosofía es más importante el buscar
(preguntar) que el hallar (encontrar respuesta). Esto quiere decir que,
conforme a mi propio método, quiero ir a lo radical: la problemática

32. R. Carnap, The logical syntaxe o f language, London 1937, 313.


126 De la cuestión del hombre a la de Dios

(la cuestión como cuestión) del pensamiento filosófico de Wittgens­


tein, y sus presupuestos o no presupuestos: qué cuestiones se ha plan­
teado o no se ha planteado. Mi reflexión se desarrolla toda ella al
nivel primario y originario del «cuestionar humano» que ha sido exa­
minado en el capítulo primero.
Hoy día, las diversas interpretaciones del «Tractatus» reconocen
que su idea central es la teoría del lenguaje: conocemos el mundo en
cuanto nos hacemos imágenes de los hechos del mundo; toda propo­
sición es una imagen de la realidad; el lenguaje es la totalidad de las
proposiciones y esta totalidad es la imagen total del mundo. He aquí
la formulación de la teoría del lenguaje: el lenguaje es imagen de la
realidad; imagen, en el sentido literal y riguroso de la palabra; no es
como una imagen (semejanza o analogía) sino estrictamente y sola­
mente imagen. A todo elemento de la imagen (proposición simple o
compuesta) corresponde en la realidad el mismo elemento. Es inte­
resante notar que en el «Notebooks» se habla ampliamente del lenguaje
como imagen de la realidad, y que la palabra «imagen» es varias veces
sustituida por el término retrato (desde la fecha 30-10-14 hasta 30-7-
17). Esta teoría del lenguaje es el punto más discutible y menos con­
vincente del «Tractatus». En una atenta lectura y relectura se observa
que Wittgenstein no se cansa de repetirla, que la explica con ejemplos
y hasta la ilustra con dibujos, pero no la comprueba, no la verifica
confrontándola con la realidad, ni la funda en ninguna experiencia
concreta. Es, pues, mera teoría que permanece siempre tal: es nada
más que un presupuesto lógico necesario para que se pueda hablar
(lenguaje) de proposiciones dotadas de sentido y verdad: presupuesto
no verificado ni verificable. ¿Y cómo se podría verificar la proposición
que dice: el lenguaje es imagen de la realidad?
Los intérpretes del pensamiento de Wittgenstein no están de acuerdo
en un problema importante: ¿está o no está presente en el «Tractatus»
el «principio» neopositivista de la verificación empírica?33.

Se debe notar ante todo que tanto en el «Notebooks», como en el


mismo «Tractatus», no se menciona ni una sola vez el «principio»
neopositivista, ni aparece nunca el binomio «verificación-empírica»
(una sola vez se encuentra la palabra «empírica» como calificativo de
la realidad del mundo: «Tractatus» 5.5562). Observaciones interesan­
tes, pero manifiestamente insuficientes para resolver esta cuestión.
La respuesta hay que buscarla dentro de la cosmología y de la
epistemología del «Tractatus», y en concreto, en lo que expresamente

33. Cf. G. Hallett, o. c. 411-412.


Ludwig Wittgenstein 127

se dice sobre las proposiciones exclusivamente propias de las ciencias


naturales. He aquí los tres textos decisivos del «Tractatus»:
a) La totalidad de las proposiciones verdaderas es el conjunto de las ciencias
naturales, la totalidad de las ciencias naturales. La filosofía no es una de las
ciencias naturales (4.11; 4.111).

Es evidente que en esta tesis se dice implícitamente que solamente


las proposiciones de las ciencias naturales (y no ya de las ciencias en
general o de las ciencias humanas) constituyen la totalidad de las
proposiciones verdaderas, de las que, por consiguiente, tienen pre­
viamente sentido: lo que equivale a decir que solamente las cuestiones
y proposiciones de las ciencias naturales son significativas: reducción
de todo lo que puede ser dicho en lenguaje significativo a las pro­
posiciones de las ciencias naturales. Tiene que haber, pues, en ellas
algo exclusivamente propio que las distinga, no solamente de la fi­
losofía, sino también de las otras ciencias; este distintivo, que confiere
significatividad exclusivamente a las proposiciones de las ciencias
naturales, no puede ser sino su verificabilidad empírica: no hay otra
verificabilidad que sea exclusivamente propia de las ciencias naturales,
exclusividad, tanto respecto a la filosofía, como a las demás ciencias.
El análisis de este primer texto del «Tractatus» sobre las ciencias
naturales muestra, pues, que en él está implícito el «principio neo-
positivista» de que solamente tienen significado las proposiciones em­
píricamente verificables.
b) El método recto de la filosofía sería propiamente el siguiente: no decir sino
lo que se deja decir (lo que puede ser dicho), y, por tanto, proposiciones de las
ciencias naturales, es decir, algo que no tiene nada que ver con la filosofía; y
entonces, siempre que el otro quisiera decir algo metafísico, indicarle (hacerle
ver) que en sus proposiciones no ha dado ningún sentido a determinados signos.
Este método no sería convincente (satisfactorio) para el otro, que no tendría la
impresión de que le estamos enseñando filosofía; pero sería el único método
estrictamente recto.

En este texto se habla directamente sobre el método de la filosofía,


cuya tarea, según Wittgenstein, no es la de hacer proposiciones nuevas
de contenido propio de la misma filosofía, sino la de clarificar el
lenguaje. Pero el texto dice algo más, a saber, que solamente las
proposiciones de las ciencias naturales pertenecen a lo decible en
lenguaje significativo, y que todo intento de decir «algo metafísico»
es erróneo, y por eso no logrará dar sentido a determinados signos de
la proposición. ¿Qué es este «algo metafísico»? Nos lo dice el mismo
texto de Wittgenstein: algo diverso de lo que dicen las proposiciones
de las ciencias naturales; algo que no puede formar parte de ellas; en
una palabra, algo metaempírico. Se impone pues la conclusión: el
128 De la cuestión del hombre a la de Dios

«Tractatus» reduce el campo de las proposiciones significativas a las


proposiciones de las ciencias naturales, al campo de cómo es el mundo,
es decir, a lo empíricamente verificable. Esta reducción equivale al
presupuesto tácito del «principio» neopositivista de la verificación
empírica: presupuesto, porque Wittgenstein ha afirmado, pero no ha
probado, que solamente las proposiciones de las ciencias naturales
son significativas; tácito, porque no está expresamente afirmado, sino
que permanece implícito en la afirmación de que solamente las pro­
posiciones de las ciencias naturales tienen significado.
c) Hay todavía una tercera tesis del «Tractatus», que aclara lo dicho en las dos
precedentes:

La mayor parte de las proposiciones y cuestiones, que han sido


escritas sobre cuestiones filosóficas, no son falsas, sino in-sensatas
(unsinnig). Por eso no podemos responder a tales cuestiones, sino
solamente constatar su no-sentido.
La expresión de «la mayor parte» (y no «todas»), se explica como
excepción de los temas de la lógica y del análisis lingüístico. Lo que
constituye la «mayor parte» es todo lo que hay de metafísico en las
cuestiones de la filosofía. A tales cuestiones no se puede dar ninguna
respuesta, porque ya a nivel de pregunta no tienen ningún sentido.
También aquí se supone tácitamente que solamente las proposiciones
que no tienen nada de metafísico (a saber, las proposiciones de las
ciencias naturales), son empíricamente verificables y, por eso,
significativas34.
En plena lógica con este presupuesto tácitamente neopositivista
(solamente las proposiciones de las ciencias naturales tienen sentido),
y aun reconociendo expresamente que las ciencias naturales no pueden
ni tocar los problemas más profundos y fundamentales del hombre (la
cuestión del sentido de la vida, de la ética, de Dios), Wittgenstein se
desentiende tajantemente de estos problemas, calificándolos, sin la
menor duda, de pseudoproblemas: «no hay que maravillarse de que
tales problemas sean propiamente ningún problema». Aquí adquiere
todo su rigor y vigor el epitafio sepulcral, que dice la palabra final
sobre todo lo expuesto en el «Tractatus»; «De lo que no se puede
hablar, se debe callar». Ante los problemas más hondos, y por eso
34. Tractatus, 4.11; 4.111; 4.003; 6.53. La reducción tan radical de las proposiciones
significativas a las solas ciencias naturales plantea obviamente la pregunta de si no hay
alguna otra ciencia que contenga proposiciones significativas, v.g. la historia: Los «he­
chos», de los que la historia habla, ¿no son hechos del mundo que tienen lugar en el
mundo? ¿no son hechos de los que podemos decir «ha acontecido esto y esto, o no ha
acontecido? ¿y no podemos verificar estos hechos empíricamente, aunque su método de
verificación no sea idéntico con el de las ciencias naturales? ¿no hay que distinguir entre
verificación y verificación, aun dentro de la experiencia empírica?
Ludwig Wittgenstein 129

más humanos del hombre, se debe callar: la única respuesta es el


silencio del no-pensar, ni hablar35.
La reducción de las cuestiones de la filosofía a las cuestiones de
las ciencias naturales (las únicas dotadas de sentido) ha desembocado
inexorablemente en eliminar como insensata la cuestión del sentido
de la vida. Wittgenstein añade, como confirmación del no-sentido de
esta cuestión, el hecho de que hombres, que después de muchos años
de duda vieron con claridad el sentido de la vida, no han podido decir
en qué consiste este sentido36. Esta confirmación de Wittgenstein delata
su excesiva facilidad y su evidente debilidad, pues con la misma
facilidad se puede decir que ha habido también hombres que, después
de un largo dudar, han visto con claridad el sentido de la vida y han
podido decir en qué consiste este sentido. Con unas palabras o con
otras han podido decir, en el fondo, lo mismo: que la vida ofrece al
hombre motivos suficientes para justificar ante sí mismo y ante los
otros la opción de vivir su propia vida en una actitud determinada y
de un modo determinado; que el sentido de la vida consiste en la
posibilidad de vivir la propia vida de un modo digno y propio del
hombre en cuanto dotado de inteligencia, de libertad y de responsa­
bilidad ante sí y ante los otros.

9. Una vez descubierto el presupuesto tácito que lleva consigo


la reducción (no-justificada) del cuestionar y del lenguaje humano
sensatos a las cuestiones y proposiciones de las ciencias naturales,
parecería que hay que poner punto final a la interpretación del método
y del contenido filosófico del «Tractatus». Y, sin embargo, la fidelidad
al pensamiento total de Wittgenstein nos impone hablar de lo que él
mismo ha hablado, aun declarando que «se debe callar». Hay que
reconocer que, el afirmar la realidad y la índole singular de «lo
místico», Wittgenstein no solamente hace un gestó admirable de hon­
radez intelectual (atreviéndose a decir algo que, al menos a primera
vista, destruye toda la lógica de su filosofía), sino que abre una ventana
(por pequeña que sea) a la transcendencia, a lo que no puede darse
(es gibt) sino más allá de la totalidad del mundo y de la totalidad del
lenguaje. Es la experiencia del límite, en cuanto tal: el límite que
imponen al mundo, tanto la totalidad de los objetos, de los hechos y
del lenguaje, como el sujeto mismo que habla: un límite, que no se
representa ni se demuestra, pero se muestra (Zeigt sich)37. Una ex­
periencia que permite a Wittgenstein decir: «El sentido del mundo, de

35. Tractatus, 4.003; 6.52; 7.


36. Ibid., 5.5561; 5.632.
37. Ibid., 6.41; 5.641; Notebooks (7-8-16); 5.5561.
130 De la cuestión del hombre a la de Dios

la vida, no puede darse sino fuera del mundo»: «Hay realmente en


la filosofía un sentido en el cual se puede hablar sobre el Yo no-
psicológicamente» (no-científicamente). «El Yo es un misterio pro­
fundo»™. Todo esto equivale a decir: más allá de todo lo que hay en
el mundo y de todo lo decible sobre «cómo es el mundo», hay real­
mente algo que se muestra en la experiencia del límite del mundo y
del lenguaje; el mundo no es ni lo absolutamente todo, ni lo último;
lo último, que envuelve todo el mundo, es el Misterio. Realidad y
Misterio no se excluyen mutuamente: no se contradicen. Hasta aquí
ha llegado la reflexión de Wittgenstein sobre «lo místico». Y aquí se
detiene. Surge entonces la pregunta, ¿por qué se ha detenido? ¿por
qué no se ha preguntado si la experiencia del límite, como límite,
implica lo no-limitado como condición previa para poder hablar del
mundo como totalidad limitada? Sabe que hay en el hombre una
experiencia metaempírica en la que se muestra al hombre lo indecible
y que transciende todo lo decible sobre el mundo (cómo es el mundo):
¿por qué no se ha preguntado sobre la diferencia entre la experiencia
sensible y esta experiencia singular metaempírica, y sobre el hombre
como el sujeto que vive esta experiencia? Wittgenstein no se ha pre­
guntado si tal experiencia está implicada en la experiencia más pro­
funda del hombre, la que él vive en todos sus actos de preguntar,
hablar, pensar, decidir, obrar: es la experiencia básica, radical y en­
globante de la autopresencia del hombre a sí mismo que hace del
hombre pregunta inevitable sobre sí mismo y que es la raíz de todo
el cuestionar humano: una pregunta que no es solipsista pues incluye
en sí misma qué es el hombre en sus relaciones constitutivas al mundo
(no solamente conocer cómo es el mundo, sino también transformarlo)
y a los otros hombres. Pregunta que se vive, aun sin formularla, y
que la gente expresa en el más simple lenguaje: vivir, ¿para qué?
¿Quién no entiende, de algún modo, lo que es vivir y lo que significa
para qué? Pregunta justificada, a nivel de pregunta, porque está fun­
dada en la experiencia que el hombre vive, no solipsísticamente, sino
en su relación al mundo y a los otros y por eso es experiencia total,
interior y exterior, metaempírica y empírica. Si la vida tiene sentido
es, pues, cuestión sensata, que puede ser expresada en la cuestión
¿qué es el hombre?

La insuficiencia radical de la filosofía del «Tractatus» está en la


reducción de todo el cuestionar humano a dos cuestiones que se im­
plican mutuamente y así constituyen, en el fondo, una sola cuestión:
la cuestión de «cómo es el mundo» y la cuestión del lenguaje, a saber,38

38. Ibid., 6.521.


Ludwig Wittgenstein 131

«cómo el hombre habla». Todas las demás cuestiones filosóficas que­


dan apodícticamente sentenciadas por Wittgenstein a pseudocuestio-
nes. De tal reducción (no-justificada) del cuestionar filosófico no puede
resultar sino una filosofía irremediablemente deficiente y no aceptable,
no tanto por lo que en ella se dice, cuanto por lo que no se dice, no
se puede decir. Al Wittgenstein del «Tractatus» le interesa sobre todo
el mundo (cómo es el mundo); del hombre no se interesa, sino cómo
habla39. Los problemas más profundamente humanos del hombre (con­
ciencia, libertad, responsabilidad, esperanza) quedan condenados al
silencio: «se debe callar». La cuestión del mundo y del lenguaje hu­
mano son problemas filosóficos legítimos y necesarios, pero no su­
ficientes, y, sobre todo, no los únicos. Por eso, de la reducción de la
problemática filosófica a estos dos problemas (en el fondo, uno), no
puede surgir sino una filosofía radicalmente deformada, porque se
basa en la tesis (no-justificada y, por eso, mero presupuesto) de que
solamente las cuestiones de las ciencias naturales tienen sentido. Esta
es la razón por la que Wittgenstein ha podido solamente afirmar la
realidad de lo indecible (lo místico) y no ha podido preguntarse ul­
teriormente sobre el cómo es lo místico, sobre su sentido; no ha podido
salir de la prisión que él mismo se ha construido al reducir el campo
del lenguaje significativo a las cuestiones de las ciencias naturales y
mantenerse así dentro del presupuesto tácito de la significatividad
exclusiva de lo empíricamente verificable.
Aun teniendo en cuenta el carácter más bien interrogativo y heu­
rístico del «Notebooks», es interesante comparar lo que Wittgenstein
ha dicho allí sobre las cuestiones del sentido de la vida, de la ética y
de Dios, con lo que dirá después en el «Tractatus». Así podrá quizás
aparecer con una luz nueva la posición de Wittgenstein sobre los
problemas que él mismo califica como los más profundos y funda­
mentales de la vida humana.
a) En el «Notebooks» se lee: «el sentido de la vida... lo podemos
llamar Dios». «Rezar es pensar en el sentido de la vida»; «creer en
Dios quiere decir comprender el sentido de la vida»; «creer en Dios
quiere decir ver que la vida tiene sentido» (11-16-16; 8-.7-16). Estos
textos revelan que Wittgenstein ha pensado en la cuestión del sentido
de la vida y que parece suponer que la vida tiene sentido. En el

39. No se puede pasar por alto el contraste radical entre la cuestión primordial de la
filosofía de Wittgenstein en el «Tractatus» y la de la filosofía de Kant: qué puedo conocer,
qué debo hacer, qué puedo esperar; en una palabra, qué es el hombre (Kritik der reinen
Vernunft, WW III, 522-523; Logik, WW IX, 24-25). El problema filosófico central de
Kant es plenamente antropológico; el de Wittgenstein es cosmológico y muy escasamente
antropológico: reduce la cuestión qué es el hombre a cómo el hombre habla, al análisis
del lenguaje.
132 De la cuestión del hombre a la de Dios

«Tractatus» se suprimen todos estos textos; más aún, se afirma con


toda claridad que la cuestión del sentido de la vida no es cuestión
sensata, sino simplemente pseudocuestión (4.11; 4.111; 4.03; 6.52;
4.003; 5.5561; 5.632; 6.53; 6.521).
b) Se dice en el «Notebooks»: «Ciertamente es correcto decir: la
conciencia es la voz de Dios», «la ética es fundamental»; «quiero
llamar voluntad ante todo al (sujeto) portador de lo bueno y de lo
malo»; «si no hubiera la voluntad, tampoco habría aquel centro del
mundo que llamamos el Yo y que es el portador de la ética» (8-7-16;
2-8-16; 21-7-16; 5-8-16). Se dice aquí que la ética es una dimensión
fundamental de la vida humana y que el portador de esta dimensión
es el sujeto humano, el hombre como dotado de voluntad (libertad).
Ninguna de estas proposiciones sobre la ética ha sido incorporada en
el «Tractatus», donde por el contrario se afirma que «del querer, como
portador de la ética, no se puede hablar», y que la ética pertenece a
lo indecible: las proposiciones sobre la ética carecen de sentido (6.42;
6.43; 6.421; 4.23)40.
c) La palabra «Dios» aparece repetidas veces en el «Notebooks»,
y siempre en conexión con el «sentido de la vida», con la conciencia
como «voz de Dios», y con la totalidad del mundo y de las proposi­
ciones elementales en cuanto totalidad limitada, en la que el límite se
muestra de nuevo (11-6-16; 8-7-16; 1-8-16; 26-4-16). El «Tractatus»
omite todos estos textos e introduce otro nuevo y único sobre Dios:
«Cómo es el mundo, es totalmente indiferente para lo más Alto. Dios
no se revela en el mundo» (6.432). Para comprender lo que Witt-
genstein quiere decir con estas dos frases, hay que darse cuenta de
que estas proposiciones no están meramente yuxtapuestas, sino unidas
en estrecha conexión lógica; entonces se capta su sentido, a saber:
puesto que cómo el mundo es (los eventos del mundo) no tiene nada
que ver con lo más Alto (con lo que lo transciende), hay que decir
que Dios no se revela en el mundo; de los eventos intramundanos no
se puede deducir que hay Dios. Por consiguiente, lo que en el texto
se niega es únicamente la validez de una demostración cosmológica
de la existencia de Dios, la posibilidad de un acceso a Dios a través
del «cómo es el mundo», es decir, de la cosmología41. No se excluye

40. Según Wittgenstein, tanto la lógica como la ética son «transcendentales», es decir,
pertenecen a lo indecible. Pero, mientras acertadamente nota que la lógica es condición
previa de posibilidad del lenguaje, del hablar humano, no se ha preguntado si la ética no
será también condición previa de posibilidad del obrar libre y responsable del hombre. Y
entonces no podría menos de ser una estructura constitutiva de la vida humana y debería
ser posible hablar sensatamente de la cuestión del hombre como sujeto libre y responsable.
41. Años después de la publicación del «Tractatus» testificaba N. Malcolm que
Wittgenstein sentía repugnancia ante todo intento de cuño cosmológico, de probar la
Ludwig Wittgenstein 133

que pueda haber otro camino de acceso a la cuestión de Dios. Y lo


que es más, no se niega de ningún modo la existencia misma de Dios42.
Ante la cuestión de la existencia de Dios, el Wittgenstein del «Trac-
tatus» no se pronuncia ni por el sí, ni por el no: calla. Su filosofía,
como la de Heidegger (pero por razones diversas), no es ni teísta, ni
ateísta. Pero no basta constatar esto. Queda aún la pregunta: dentro
de su presupuesto tácito de que solamente tienen sentido las cuestiones
de las ciencias naturales, las únicas empíricamente verificables, ¿cómo
podría Wittgenstein reconocer la significatividad de la cuestión de
Dios? Solamente de un modo: preguntándose ulteriormente sobre la
realidad y caracteres propios de «lo místico» y sobre la experiencia
humana total, en la que tal vez está implicada la cuestión de ese
Misterio que llamamos Dios. Wittgenstein no se ha hecho esta decisiva
pregunta.
10. Desde la publicación del «Tractatus» (1929), Wittgenstein
interrumpió su actividad filosófica43. Una notable conferencia de L.
E. Brouwer (Viena 1928), que ponía en crisis los presupuestos fun­
damentales del «Tractatus», y las numerosas conversaciones con F.
P. Ramsey (también con Schlick) contribuyeron a que Wittgenstein
iniciara una revisión radical del tema primario del «Tractatus»: el
análisis del lenguaje. En septiembre de 1929 volvía a Cambridge para
continuar su docencia y sus escritos sobre este tema. Su modo de
enseñar filosofía era original: sin papeles ni apuntes, con una asom­
brosa potencia de concentración mental, ante un auditorio selecto del
que salieron eminentes representantes de la filosofía analítica (prin­
cipalmente ingleses y norteamericanos), pensaba y repensaba las cues-
existencia de Dios (cf. o. c., 70). Se confirma así la interpretación dada al texto 6.432
del «Tractatus»: partiendo del «cómo es el mundo» no se puede probar que Dios «se
revela», es decir, que nos manifiesta su existencia... Idéntica es la interpretación de
Engelmann (Letters, 98. 77).
42. A la cuestión de la muerte (que es la otra cara de la cuestión de la vida y hace
de la totalidad de la vida de cada hombre cuestión), dedica el «Tractatus» una sola línea:
«La muerte no es evento (Ereignis) de la vida. La muerte no se la vive» (erlebt: experiencia
vivencial; 6.4311. Cf. «Notebooks» 8-7-1916). La observación de que no tenemos ninguna
vivencia del morir mismo parece indiscutible; pero esto no excluye que pueda haber una
experiencia anticipada de que estamos destinados a la muerte (Heidegger). En cambio, la
afirmación de que la muerte no es evento de la vida, del mundo, es muy discutible: ¿no
es la muerte de cada hombre un hecho histórico, algo que realmente acontece en el mundo
(Ereignis)? ¿no es un evento empíricamente verificable? Cuando el médico dice de un
hombre determinado, «ha muerto», ¿dice algo insensato, carente de sentido? ¿no enten­
demos todos el sentido y la verdad de este lenguaje? ¿no es tal lenguaje una proposición
de las ciencias naturales, concretamente de la biología?
43. Se retiró en Austria a una aldea pequeña y hermosa y ejerció allí la profesión de
maestro en una escuela rural. En 1926 se informó sobre la posibilidad de incorporarse
como monje en un monasterio benedictino, cuyo abad le disuadió de tomar esa decisión
íef. N. Malcolm. o. c.. 10-1 Ib
134 De la cuestión del hombre a la de Dios

tiones en permanente diálogo con sus alumnos, examinando ante todo


las cuestiones a nivel de cuestión y dejando abiertas las respuestas:
un método vivo, socrático y agustiniano: vale más buscar que hallar.
Al estallar la segunda guerra mundial, interrumpió de nuevo sus lec­
ciones, para recomenzarlas en 1944 hasta su renuncia a la cátedra en
194744. Durante el período 1930-1939 escribió numerosas obras que
testifican la continua transición de su pensamiento, desde el abandono
de las posiciones fundamentales del «Tractatus» hasta la maduración
de su nueva filosofía en su obra última y definitiva: las Philosophische
Untersuchungen (Investigaciones filosóficas). Me limito aquí a señalar
los jalones de este período de transición, para después presentar el
método y el contenido propios de su última y magistral obra45.
En las «Observaciones filosóficas» (Philosophische Bemerkungen)
aparece por primera vez el concepto del lenguaje como un instrumento
que puede ser usado en varios modos: «Las palabras son como ma­
nivelas que hacen posibles diversas operaciones»; es como decir «que
un bastón puede ser usado como palanca; solamente el uso, el modo
de usarlo, lo hace ser palanca». Ya en el comienzo de su revisión de
la filosofía del «Tractatus» sobre el lenguaje, Wittgenstein introduce
este tema nuevo que marca un viraje decisivo hacia un modo nuevo
de analizar el lenguaje: importancia singular de los diversos usos de
una misma palabra en varias proposiciones. Aparece además otra no­
vedad: el análisis lingüístico debe partir, no de un lenguaje ideal (el
creado por los científicos), sino del lenguaje corriente de cada día
(everyday language, Umgangsprache). «El análisis lógico es análisis
de algo que tenemos y no de algo que no tenemos»; «yo no puedo
salir del lenguaje con el lenguaje». Dentro de estas dos novedades se
comprende la observación de Wittgenstein: «Hasta ahora los filósofos
nos han dicho solamente insensateces; lo que pasa es que no se daban
cuenta de que usaban una misma palabra en sentidos totalmente di­
versos». En la lectura de las «Observaciones filosóficas» se nota la
ausencia total de la teoría del lenguaje como imagen de la realidad.
Pero se nota también que Wittgenstein no había superado aún la po-

44. Ibid., 13, 16-17.


45. He aquí, en el orden del tiempo en que fueron escritas, y con la indicación de
la fecha de su publicación postuma, las obras de Wittgenstein durante el período de
transición (1930-1940): Philosophische Bemerkungen, Oxford 1964; Wittgenstein’s Lec­
tures in 1930-1933 (integradas por su discípulo G. E. Moore en la obra de éste Philosophical
Papers, London 1959, 252-324); The Blue and Brown Books, Oxford 1969; Bemerkungen
über die Grundlagen der Mathematik, Oxford 1974; Zettel (fragmentos dictados por Witt­
genstein entre 1945-1948, publicados en 1967, Oxford) On Certainty, Oxford, 1969;
Lectures and Conversations (obra no escrita por Wittgenstein: contiene solamente notas
tomadas por sus alumnos, no revisadas por él, publicada en Oxford 1966).
Ludwig Wittgenstein 135

sición del «Tractatus» sobre la significatividad exclusiva de las pro­


posiciones de las ciencias naturales46.
En sus «Lecciones» (Lectures, 1931-1933) Wittgenstein critica
expresamente como equivocada (mistake) su propia teoría sobre el
lenguaje como imagen de la realidad (Tractatus) y rechaza expresa­
mente el principio neopositivista de que «el significado de una pro­
posición es el método de su verificación». Toma así conciencia de que
está creando una problemática nueva sobre el lenguaje, fundamental­
mente diversa de la del «Tractatus». Mas aún, es consciente de la
novedad de su método, de su modo de hacer filosofía: tiene la per­
suasión de estar abriendo caminos nuevos, que conducen a una filosofía
realmente nueva, y de estar probando la imposibilidad de la filosofía
tradicional. Hablaba así a sus alumnos: «Lo que yo os doy es la
morfología del uso de la expresión. Os muestro que tal expresión tiene
usos que ni siquiera habíais soñado... Sugiero posibilidades en las que
no habíais pensado. Creíais que no había sino una posibilidad o, al
máximo, dos. Pero yo os he hecho pensar en otras... Así os he librado
de vuestro calambre mental, y ahora podéis mirar alrededor en el
campo del uso de las expresiones y descubrir los modos diversos de
usar “ una misma expresión” ». Sobre el tema de la significación de
las palabras, decía Wittgenstein que el significado de cada palabra en
un lenguaje está constituido y determinado por las reglas gramaticales
(semántica, sintáctica, práctica), según las cuales son usadas en ese
lenguaje, y que, por consiguiente, toda palabra significante debe ser
reconocida como perteneciente a un sistema, de tal modo que su
significado se presente, como en su lugar propio, en un sistema gra­
matical: «la verificación determina el sentido de una proposición so­
lamente cuando ella ofrece la gramática de la proposición de que se
trata». Por primera vez aparece (repetidamente) en los escritos de
Wittgenstein el término «juego-lingüístico» («language games»,
«Sprachspiel») que tendrá desde entonces una importancia primordial
en su nueva y última concepción del lenguaje: aparece desde su co­
mienzo en conexión con la cuestión del significado de las palabras y
de las proposiciones. Por último, las «Lecciones» nos ofrecen una
observación interesante: «Wittgenstein expresó una vez su deseo de
decir algo sobre la gramática de las proposiciones de la ética... o de
la palabra, Dios. Pero, de hecho, dijo muy poco sobre palabras como
Dios y también muy poco sobre las proposiciones de la ética. Sobre
la palabra Dios, lo principal que dijo fue que esta palabra se usa en
varios sentidos gramaticalmente diversos y que muchas discusiones
sobre Dios pueden ser resueltas diciendo: yo no estoy usando esta

46. Phil. Bern., 51-55; 58-59; 61; 282-283.


136 De la cuestión del hombre a la de Dios

palabra en el sentido que tú le das, y que mientras unas religiones


consideran la palabra Dios como dotada de sentido, otras tratan de
ella como insensata: unas niegan proposiciones (sobre Dios) que otras
afirman». Realmente fue muy poco lo que dijo sobre la palabra Dios;
menos que poco47.
De las lecciones de los años 1933-1936 surgieron dos nuevas obras
The Blue Book y The Brown Book (El libro azul y El libro marrón)
que fueron publicadas veinte años más tarde con un solo título. El
tema principal de estas obras es la cuestión del significado de las
palabras partiendo precisamente del análisis de la palabra significado.
Examinando las diversas funciones (operaciones) que la palabra sig­
nificado ejerce en el lenguaje, se constata que no es posible decantar
un concepto único y fijo de esta palabra. Significado no es un solo
concepto, sino una familia de conceptos semejantes entre sí de varios
modos, según los diversos usos que se hace de ellos y los variados
contextos en que son empleados. «El significado de una palabra es
su uso», su puesta en práctica. «El uso de una palabra no obedece en
el lenguaje ordinario a normas previas, sino a la práctica del mismo»:
lo importante es la diversidad de usos que hacemos de las palabras en
los «juegos-lingüísticos»; se explica ulteriormente este término como
el diverso papel que una misma palabra puede jugar (hacer) en los
diversos usos que podemos hacer de ella, de las diversas combinaciones
en que puede ser empleada. El ejemplo-modelo es el juego del ajedrez,
en el que el movimiento de una sola pieza cambia las posibles com­
binaciones de todo el conjunto. Hay juegos-lingüísticos simples, do­
tados solamente de nombres, como ocurre en el lenguaje infantil. Pero
basta añadir palabras como aquí, allí, más, ahora, para que surjan
nuevos y más complicados «juegos», que constituyen un conjunto total
unitario; la función y significado de una palabra
podrán ser comprendidas fácilmente si nos fijamos en el papel que esta palabra
juega realmente en nuestro curso del lenguaje. Si queremos estudiar los problemas
de la verdad y de la falsedad, de la concordancia o discordancia de las propo­
siciones con la realidad, estaremos en situación de ventaja al observar las formas
originarias del lenguaje, en el que estas formas de pensar aparecen sin el bagaje
confuso de procesos mentales complicados.

Estas nuevas perspectivas hacia una comprensión nueva del len­


guaje (pluralismo semántico de la palabra significado, juegos-lingüís­
ticos, etc.) guiaron poco a poco la reflexión de Wittgenstein a una
concepción nueva de la tarea propia de la filosofía: «En realidad, la
filosofía es meramente descriptiva»; «nuestro método es puramente
descriptivo». Describirlo que hacemos en los juegos lingüísticos, cómo
47. Wittgenstein’s Lectures: (G. E. Moore, Philosophical Papers) 257; 260-266: 312;
317; 322-323; 278-279; N. Malcolm. o. c., 50.
Ludwig Wittgenstein 137

funciona nuestro lenguaje. Atenerse a la pura descripción sin ninguna


construcción explicativa o interpretativa. Ante la evidente claridad de
esta reducción de la tarea de la filosofía, se impone la pregunta:
reconociendo que el análisis descriptivo del lenguaje es una tarea básica
y necesaria (indispensable) de la filosofía, ¿se puede admitir que la
filosofía tiene solamente esta tarea descriptiva? La filosofía, ¿es so­
lamente descripción? ¿no podrán surgir de la descripción misma cues­
tiones (quizás las más profundas e importantes para el hombre) que
apuntan más allá de lo meramente descriptivo?48.
De este período de transición quedan todavía por notar algunos
textos interesantes sobre la ética y sobre la fe religiosa en sus con­
ferencias de 1938... Después de afirmar que las proposiciones de la
ética carecen de sentido, Wittgenstein añade:
...veo ahora cómo estas expresiones insensatas eran tales, no porque yo no hubiera
encontrado todavía la expresión correcta, sino porque la carencia de sentido era
su característica propia: con ellas yo me proponía efectivamente llegar a un más-
allá del mundo, es decir, más allá del lenguaje significativo. Mi tendencia, y, a
mi parecer, la tendencia de cuantos han intentado escribir o hablar de ética y de
la religión, ha sido la de arrojarse contra los límites del lenguaje. Este arrojarse
contra las murallas de nuestra prisión es totalmente, absolutamente desesperado.
La ética, en cuanto surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la
vida, el bien absoluto, el valor absoluto, no puede ser una ciencia: lo que dice,
no añade nada a nuestro conocimiento; pero es un documento de una tendencia,
interior al hombre, que yo no quisiera poner en ridículo jam ás, ni a costa de mi
vida49.

Este texto, que tiene aún sabor del «Tractatus», presenta unidas
la cuestión ética y la de Dios como dos aspectos de la cuestión del
sentido de la vida, y testifica la misma honradez intelectual y la misma
seriedad ante el misterio de lo «inefable», y la tensión permanente del
hombre Wittgenstein entre la vida vivida y su posición filosófica sobre
los límites del lenguaje significativo. No menos interesante es lo que
dice Wittgenstein sobre la fe religiosa; según él la fe en Dios implica
un cambio total del hombre, es decir, una conversión: «cambiar toda
mi vida»; «el creyente auténtico se siente cogido (ergriffen) por la
verdad». La fe no es ni racional ni irracional: no puede fundar de
ningún modo su credibilidad. Quien lea las cartas de san Pablo, lo
encontrará escrito: la fe no es racional; es locura. (Wittgenstein ha
mostrado en varias ocasiones su simpatía por el fideísmo de Kirke-
gaard). No puede menos de sorprender el acierto de Wittgenstein al
48. The Blue..., 1-2; 17-18; 26-27; 35; 43-45; 69; 77-81; 108; 125.
49. L. Wittgenstein, Lezioni e conversazioni sulVetica e la credenza religiosa, Mi­
lano, 1967, 223,226; P. Engelmann Leiters from L. Wittgenstein, Oxford, 1967, 46; C.
Barrett, Lectures and Conversations, Oxford, 1966, 58; M. Micheletti, o. c., I, 154.
138 De la cuestión del hombre a la de Dios

concebir la fe religiosa (creer en Dios), no ya como una mera afir­


mación de la existencia de Dios, sino como un cambio total del hom­
bre: opción fundamental vivida y cumplida en la acción. Acierto suyo
también el de la imposibilidad de llegar a la fe por un proceso me­
ramente racional, aunque no se dé cuenta de que el hombre no puede
decidirse a este cambio total de su vida sin tener algún conocimiento
de los motivos que justifiquen el carácter responsable de su opción de
creer. Precisamente porque la fe es opción libre, excluye que sea acto
de la pura razón, pero incluye que surja de la razón práctica, es decir,
de una praxis, que por ser humana, está guiada por la reflexión sobre
los motivos que iluminan la opción.

11. En su prólogo, tan sobrio como sincero (fechado en Cam­


bridge, enero 1945), a su obra última, en la que se proponía dar forma
definitiva a su pensamiento filosófico, escribe Wittgenstein:
Las ideas que publico en las páginas siguientes, constituyen el destilado de las
investigaciones filosóficas (título del libro) que me han tenido ocupado durante
los últimos diez y seis años... Hace cuatro años tuve ocasión de releer mi primer
libro («Tractatus»)... De repente se me ocurrió que debía publicar aquellos pen­
samientos, ya envejecidos, juntamente con los nuevos de ahora, y que estos últimos
no aparecerían en su exacta perspectiva, sino en contraposición ccn mi pasado
modo de pensar... Al retornar a mi tarea filosófica..., tuve que reconocer los
errores graves que había cometido en mi primer libro. La crítica a la que mis
ideas fueron sometidas por F. Ramsey (tuve con él innumerables conversaciones
durante los dos últimos años de su vida), me ayudó en gran medida a reconocer
aquellos errores. Más aún que a esta crítica (siempre vigorosa y segura), mi
gratitud es para P. Scraffa, profesor de esta Universidad, que durante muchos
años ha ejercido una incesante crítica sobre mi pensamiento. A este estímulo debo
las ideas más fecundas contenidas en el libro que ahora presento...; por eso no
quiero adelantar ninguna pretensión sobre su propiedad... Hubiera deseado escribir
un buen libro; no ha sido así, pero ha pasado ya el tiempo en que hubiera podido
hacerlo mejor50.

En este Prólogo se revela, de cuerpo entero, la figura humana de


Wittgenstein, su honradez intelectual, su sinceridad a toda costa y su
desármente verdad: ¿cuántos filósofs, a lo largo de la historia, han
presentado de un modo parecido sus propias obras? Pero atengámonos
ante todo a lo que dice sobre su primera obra, la de su juventud.
Reconoce que hay en ellas «errores graves» y que solamente en con­
traposición con ella se podrá comprender lo que hay de nuevo en su
obra última. ¿Cuáles son estos «graves errores»? No es difícil adivi­
narlos, pero Wittg. mismo se encarga de señalarlos desde las primeras
páginas, en las que con crítica demoledora rechaza la idea básica del
50. Philosophische Untersuchungen, Vorwort. (Indicaré con números las «secciones»
de que consta la obra en sus dos partes).
Ludwig Wittgenstein 139

«Tractatus», la teoría del lenguaje como imagen (retrato y reflejo) de


la realidad, y, consiguientemente, su epistemología y su cosmología,
en las que juegan un papel decisivo los conceptos «simple» y «com­
puesto»; el lenguaje, constituido de meros «nombres», «proposiciones
atómicas» (simples) y «proposiciones moleculares» (compuestas); el
mundo, constituido de meras «cosas», de «hechos simples» y de «he­
chos compuestos»; la totalidad del lenguaje (totalidad de las propo­
siciones) y la totalidad del mundo (totalidad de los hechos) se corres­
ponden mutuamente. El lenguaje no puede ser reducido a la indicación
de cosas por medio de nombres, ni a formular proposiciones simples
o compuestas: la denominación, por sí sola, es como poner una eti­
queta, es solamente preparación para el uso de una palabra51. La
importante afirmación del «Tractatus» sobre las proposiciones de las
ciencias naturales como las únicas que tienen significado, desaparece
totalmente: no deja ni rastro en la última obra de Wittgenstein.
A la teoría del «Tractatus» sobre el lenguaje como imagen de la
realidad, contrapone ahora Wittgenstein su nueva teoría sobre el sig­
nificado del lenguaje: el significado de una palabra o de una pro­
posición es su uso en el lenguaje. «No busquéis el significado: buscad
el uso»: todo signo, en sí solo, parece muerto. ¿Qué le da vida? El
signo vive en el uso. Aprender el significado es aprender el uso de
algo (signo, palabra, proposición). Aprendemos una lengua no sola­
mente con la indicación de nombres, sino mediante adiestramientos
operativos: mandar, preguntar, narrar, etc. pertenecen a nuestra vida
como el caminar, comer, jugar. Pero ¿qué quiere decir el uso de una
palabra? Quiere decir que las palabras entran en diversos contextos
lingüísticos según determinadas reglas explícitas o implícitas. Que una
palabra tiene varios modos de uso, equivale a decir que tiene varias
normas de su uso52.
Con el término «gramática» (del profundo) designa Wittgenstein
el conjunto de las reglas de uso que constituyen el significado de un
signo. Hay gramática de una palabra, de una frase, de una proposición:
la gramática no hace sino describir el uso de los signos. Pero ¿cómo
surgen las reglas del uso? No hay una super-regla que regule el uso
de las reglas. Todo el lenguaje humano con sus reglas nace en cuanto
responde a determinadas necesidades y exigencias de la vida humana
y ejerce determinadas funciones en situaciones concretas. El uso nace
de la vida y cambia a lo largo del tiempo53.

51. Phil. Unters., n. 1-3. 8. 13. 25-30. 32-33. 40. 46-47.


52. Ibid., n. 20. 25. 43. 49. 421. 432.
53. Ibid., 84. 187. 232. 90. 353. 574-575. 257. 496. 572. 574. 587. 660.
140 De la cuestión del hombre a la de Dios

El término «juego-lingüístico», presente ya en el período de sus


escritos de transición, «representa en el pensamiento del segundo Witt-
genstein el instrumento conceptual decisivo, el modelo operativo con
que se acerca al análisis del lenguaje con la preocupación de no vio­
lentarlo... y de seguirlo en todos sus matices»54. Con este término
designa Wittgenstein el conjunto total del lenguaje y de las actividades
con que el lenguaje está tejido. La niebla que envuelve el significado
de las palabras y proposiciones, «se disipará si examinamos los fe­
nómenos del lenguaje en las formas originarias de su uso, en las cuales
se puede ver con claridad la finalidad y el funcionamiento de las
palabras. Estas formas primitivas del lenguaje son las del niño cuando
aprende a hablar. Aquí la enseñanza del lenguaje no es una explicación,
sino un «adiestramiento»: «podemos imaginarnos que todo el proceso
del uso de las palabras se encuentra en uno de los juegos con que los
niños aprenden la lengua materna». Quiero llamar a estos juegos,
«juegos lingüísticos». Wittgenstein propone, como ejemplos, una lista
de catorce modos concretos de las diversas actividades implicadas en
el lenguaje. Pero se pueden crear otros innumerables modos dentro de
una misma proposición, cuyos significados serán diversos según el
contexto de las circunstancias, de la actitud del que habla y del que
escucha, del estado de ánimo, de los gestos, de los tonos de voz, etc.
Los diversos modos de uso concreto de las palabras determinan sus
diversos significados55. Los juegos del lenguaje fluyen continuamente;
son, como el lenguaje mismo, un instrumento, un modelo operativo
en la praxis analítica, cuya eficiencia se manifestará en sus resultados.
Otra novedad decisiva del pensamiento del segundo Wittgenstein
está en su recurso al lenguaje ordinario, de cada día, en contraposición
al lenguaje formalizado y exclusivo de las ciencias: «cuando yo hablo
sobre el lenguaje, tengo que hablar del lenguaje de cada día: no
podemos hacer de él otro lenguaje». No se trata de hacer del lenguaje
ordinario algo absoluto; pero sí de reconocerlo como algo básico e
insustituible, imprescindible en el análisis lingüístico. Su validez in-

54. Cf. D. Antiseri, Dopo Wittgenstein. Roma 1967. 228.


55. Phil. Unters., 2.5.7. Propongo aquí dos ejemplos: 1) La frase, «mañana vengo»,
puede significar, según los casos (circunstancias, contexto vital, tono de voz, gestos) un
mero anuncio, una pregunta, una promesa, una amenaza. 2) La palabra «llueve» puede
significar, según las diversas circunstancias, a) una mera información del hecho: está
lloviendo (afirmación); b) dicha después de una larga temporada de excesivas lluvias,
todavía sigue lloviendo (desagrado); c) después de una sequía muy duradera y nociva, por
fin llueve (satisfacción, alegría); d) en el momento de salir de excursión a las montañas,
a buena hora llueve: nos han aguado la fiesta (desilusión); e) dicha por la madre a su
hijo a la hora de ir al colegio, coge el paraguas, o ponte el impermeable (mandato,
exhortación, recomendación); f) pronunciada por una persona obsesionada por la preo­
cupación de evitar los catarros, en mal hora llueve (enfado, contratiempo).
Ludwig Wittgenstein 141

negable consiste en que es el único en que los hombres (y no solamente


algunos privilegiados, los científicos) se han entendido y siguen en­
tendiéndose porque responde a las necesidades y exigencias de la vida
humana, de la que ha nacido y sigue funcionando normalmente. El
lenguaje de cada día esta ahí como un hecho previamente dado y
siempre vivo en la creación de modos nuevos de usarlo: un fenómeno
histórico complejísimo que hay que situar en determinados contextos
sociales y culturales que se nos imponen y no podemos controlar dentro
de confines precisos. El lenguaje humano está vivo en el uso que de
él hacen los hombres (científicos y no-científicos) cada día: es la matriz
permanente de la que nacen todos los otros lenguajes, el único medio
(instrumento) universal de comunicación entre los hombres: «el sig­
nificado del lenguaje es su uso en la vida». El lenguaje de cada día
funciona normalmente bien: «está en orden tal cual es»; cumple su
finalidad propia de hacerse entender. Pero tiene también un aspecto
negativo: puede inducir a trasladar su gramática a otros «juegos lin­
güísticos», a otras escalas, creando entidades inexistentes y «embru­
jando» así nuestra mente. Wittgenstein concluye: el lenguaje de las
ciencias no goza de ningún privilegio como punto de partida del análisis
lingüístico: no se puede tomar el método de las ciencias como modelo
único, o ideal, del conocimiento humano (tentativa vana de algunos
miembros del Círculo de Viena, de crear un lenguaje ideal, el propio
de las ciencias)56.
Aunque el término «forma de vida» (Lebensform, form of life) no
figura en sus escritos sino cinco veces, no se puede dudar de que tiene
singular importancia en la nueva teoría del segundo Wittgenstein sobre
el lenguaje, en cuanto implicada en los «juegos lingüísticos». Según
él, «imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida»; «hablar
un lenguaje es participar en una forma de vida»; «¿por qué una forma
de vida no debería culminar en una expresión de fe sobre el Juicio
final?» En estos textos se presenta la «forma de vida» como algo que
está en estrecha conexión con el lenguaje humano; un algo que per­
tenece al lenguaje y lo constituye. Este algo es designado por el mismo
Wittgenstein como «el modo de pensar y de vivir»; «solamente en la
corriente del pensar y del vivir tiene significado». Esto quiere decir
que la actitud de cada hombre en sü modo de pensar y de vivir su
vida es básica y determinante para el significado de su lenguaje: la
«forma de vida», como actitud fundamental de la persona que habla,
está implicada en el uso del lenguaje57.

56. Ibid., 36. 79-88. 116. 120. 249. 630. Cf. M. Micheletti, o. c. 112-116.
57. Ibid., 19.23.241; Parte II, 11; Lecturas, 58; Zettel, n. 173; Bemerkungen über
die Grundlagen der Mathematik, 57.
142 De la cuestión del hombre a la de Dios

El significado del lenguaje en cuanto determinado en su uso, los


juegos lingüísticos, la gramática del profundo, el carácter insustituible
del lenguaje ordinario de cada día y la forma de vida, unidos en honda
conexión mutua, constituyen los sólidos pilares que sustentan la nueva
teoría del segundo Wittgenstein sobre el lenguaje humano y orientan
la admirable tarea analítica de su obra última y maestra. Su rigurosa
y exacta praxis analítica nos adiestran para aprender a analizar el
lenguaje mucho más que su misma teoría; nos enseñan lo que quiere
decir su lema «no pienses, solamente observa»5*.
Si confrontamos la teoría del lenguaje, presentada en su «Tracta-
tus», con la nueva del segundo Wittgenstein, nos daremos cuenta del
viraje de 180 grados que ha hecho su reflexión filosófica5 859. El pre­
supuesto tácito neopositivista del «Tractatus» ha sido totalmente su­
perado. Queda eliminada la reducción del lenguaje significativo a las
proposiciones de las ciencias naturales: se amplía notablemente el
horizonte de la significadvidad del lenguaje, que abarca ahora las más
diversas cuestiones de las ciencias humanas, de la conciencia, de los
estados de ánimo, de las emociones, intenciones, etc.

Pero, aun reconociendo que el segundo Wittgenstein ha sustituido


su primera teoría del lenguaje por otra radicalmente diversa (en ambos
casos, posición fundamental de su sistema) y que, consiguientemente,
ha ensanchado el campo del lenguaje significativo, no se puede pasar
por alto que hay un tema que nos revela que la rotura con el «Tractatus»
no ha sido total y que tampoco ha sido total su apertura a horizontes
nuevos de significatividad lingüística. Esta constatación resulta del
concepto de su propia filosofía, en contraposición con la que él llama
filosofía tradicional, esencialista y de un modo u otro metafísica. Es
pues preciso analizar su concepto de filosofía a lo largo de todos sus
escritos: a saber, cuál es, según él, la tarea y el método de su filosofía.
En el «Tractatus» se dice que la filosofía tradicional está llena de
las confusiones más fundamentales y que la mayor parte de las cues­
tiones filosóficas carecen de sentido, y no se puede responder a ellas,
sino únicamente constatar su insensatez. Por eso la tarea propia de su
nueva filosofía no será la de crear contenidos filosóficos («doctrina»),

58. El número 11 de la segunda parte de las «Investigaciones filosóficas» revela la


asombrosa potencia analítica de Wittgenstein
59. Nota acertadamente N. Malcolm que la evolución del pensamiento de Wittgenstein
(del «Tractatus» a las «Investigaciones filosóficas») representa probablemente un caso
único en la historia de la filosofía; un pensador que, en diferentes períodos de su vida,
crea dos sistemas filosóficos, altamente originales, cada uno resultado de muchos años de
intenso trabajo, cada uno expresado en un estilo elegante y vigoroso, cada uno de gran
influjo en la filosofía contemporánea, y siendo el segundo un rechazo crítico del primero.
Cf. Wittgenstein, en The Encyclopedia o f Philosophy, London 1967, vol. 8, 334.
Ludwig Wittgenstein 143

sino la actividad clarificativa y delimitativa de los pensamientos, que,


de lo contrario, permanecerán turbios y confusos60. En su última obra
(Investigaciones filosóficas) Wittgenstein explica ulteriormente esta
indicación precisa del «Tractatus»; los textos se acumulan:

El lenguaje de la filosofía (tradicional) está enfermo y así sus problemas surgen


de continuas confusiones lingüísticas y de analogías equivocadas: los problemas
filosóficos nacen de la confusión mental, de conceptos túrbidos; no se puede
superar esta situación sino reconduciendo las palabras desde su uso metafísico
(esencialismo) a su uso en el lenguaje ordinario. Lo que así se destruye es solamente
castillos en el aire61.

Wittgenstein estaba persuadido de que los problemas eternos de la


filosofía no son cuestiones sensatas, sino estados patológicos62. Los
problemas eternos de la filosofía tradicional (verdad, ser, mundo,
realidad, etc.) son pseudoproblemas que surgen del «embrujamiento»
(Verhexung. Bewitshment) de la mente humana. Por eso la filosofía
nueva trata tales cuestiones como una enfermedad: debe ser terapia,
tarea terapéutica. Su programa es «lucha contra el embrujamiento de
la mente humana» mediante el análisis lingüístico63. La nueva filosofía
combate lo carente de sentido, no ya resolviendo las cuestiones, sino
haciéndolas desaparecer. El gran enfermo es el lenguaje de la filosofía
tradicional64.
Los resultados de la nueva filosofía analítica (técnica del análisis-
lingüístico como técnica terapéutica) son «el descubrimiento de un
claro no-sentido y de los chichones que el entendimiento se ha hecho
chocando con los límites del lenguaje. Y estos chichones nos hacen
comprender el valor de este descubrimiento»: «nuestra investigación
parece destruir todo lo que es interesante, grande e importante. Pero
lo que destruimos es solamente edificios de cartón, y, destruyéndolos,
limpiamos el terreno del lenguaje del que habían surgido». «La cla­
ridad a que aspiramos, es una claridad completa. Pero esto quiere decir
solamente que los problemas filosóficos deben desaparecer comple­
tamente»65. El lector habrá podido constatar con evidencia que la tarea
de la filosofía nueva del primero y del segundo Wittgenstein es fun­
damentalmente la misma, con la sola diferencia de que el segundo la
ha presentado más completamente y, sobre todo, ha criticado más
duramente (muy duramente) la filosofía tradicional esencialista y meta-

60. Tractatus, 3. 324; 4.003; 4.0031; 4.111-4.115; 4.122.


61. Phil.Unters., 111; 115-116; 122-123; 118; 558.
62. Ibid., 124; 126-128; 599; 107.
63. Ibid., 133; 255; 393; 109; 118-126; 309; 383; 436.
64. Ibid., 129; 119; 133; 124-128; 309; 115; 343; 558; 465.
65. Ibid., 118; 119; 133.
144 De la cuestión del hombre a la de Dios

física. A continuación veremos que a lo largo de todos sus escritos


Wittgenstein ha rechazado todo lo que es meta-descriptivo, y según él,
metafísico.
Si pasamos ahora al examen del método de la filosofía de Witt­
genstein, nos encontramos con una observación curiosa: en la primera
línea de su primer escrito (1913), anterior al «Notebooks» y al «Trac-
tatus», y que lleva el título de «Notas sobre la lógica», se lee lo
siguiente: «en filosofía no hay deducciones; la filosofía es puramente
descriptiva». Con estas palabras66 el joven Wittgenstein proclamaba
el método de su filosofía: describir y solamente describir (los hechos,
las palabras y las proposiciones). Y, en efecto, los análisis lingüísticos
del «Tractatus» son en sí mismos descripciones y son calificados por
él como tales67. Añade expresamente que el único recto método de la
filosofía es eliminar lo que en su contenido pueda haber de «metafí­
sico»68.
En los escritos del período de transición se formula con toda la
claridad deseada que el método de la filosofía es puramente descrip­
tivo: atenerse a la mera descripción, sin ninguna explicación o inter­
pretación ulterior69. En su última obra se perfila con toda precisión su
pensamiento:
La filosofía puede, en última instancia (am Ende) solamente describir el uso del
lenguaje; toda explicación debe ser arrinconada y solamente la descripción (Besch­
reibung, Description) debe tomar su puesto; la filosofía se limita a poner las cosas
ante nosotros sin explicar ni deducir nada, solamente describiendo; la filosofía se
limita a poner todo a nuestra vista; no explica ni deduce nada70.

Las fórmulas, «solamente la descripción», podrían ser interpretadas


en el sentido de que la filosofía de Wittgenstein es de hecho meramente
descriptiva, sin que excluya que otras filosofías puedan ser más que
descriptivas, o en el sentido de que Wittgenstein quiere hacer una
filosofía meramente descriptiva, sin negar que otros puedan legíti­
mamente hacer filosofías de otro tipo. Pero es el mismo Wittgenstein
quien nos explica cómo él entiende su fórmula «solamente la des­
cripción»: con su análisis meramente descriptivo pretende precisa­
mente que desaparezcan los problemas filosóficos haciendo ver que
son pseudoproblemas, solamente edificios de cartón. Hay que des­
truirlos para siempre porque no son sino resultado de estados pato-

66. Cf. A. Conte, Ludwig Wittgenstein, Tormo 1964, 201.


67. Tractatus, 2.0201; 2.02331; 3.144; 3.24; 3.317; 3.33; 4.016; 4.023; 4.0641;
4.26; 4.5; 5.02; 6.341; 6.043; 6.3432.
68. Ibid., 6.53.
69. Cf. supra, nota 47.
70. Phil. Unters., 124; 109; 599; 126.
Ludwig Wittgenstein 145

lógicos, es decir, del «embrujamiento» del entendimiento humano: el


análisis descriptivo del lenguaje es el único método válido para que
desaparezcan definitivamente las pseudocuestiones, que constituyen
las filosofías tradicionales, y son todas ellas metadescriptivas, meta­
físicas. La descripción analítica del lenguaje no es sólo una fase previa
indispensable e insustituible para poder pasar a un nivel superior de
cuestiones metadescriptivas (las cuestiones más radicales, propias del
pensar filosófico): es el único método recto de hacer filosofía. Salirse
de este método (de cualquier modo que sea, superación, pretensión
de ir más allá, supresión), sería recaer precisamente en la «enferme­
dad» del lenguaje que la descripción analítica quiere curar: renunciar
a la lucha contra el «embrujamiento» patológico del que surgen las
pseudocuestiones, las cuestiones a las que no se puede responder, sino
únicamente constatar su carencia de sentido. Lo metadescriptivo es
inevitablemente lo metafísico: son lo mismo'. Solamente con la des­
cripción, y sin salirse de ella, se pueden eliminar los pseudoproblemas
constitutivos de la metafísica, es decir, descubrir que simplemente no
son problemas71.
La lectura y necesaria relectura de su última obra permite comprobar
que Wittgenstein ha mantenido fielmente su método filosófico exclu­
sivamente descriptivo: su análisis lingüístico, sus continuas preguntas,
sus penetrantes reflexiones, no van más allá de la descripción72. Con
una originalidad, que se podría calificar de insuperable, busca los
posibles significados, o no-significados, de las palabras, cuestiones y
proposiciones (casi siempre breves, y tomadas del lenguaje cotidiano)
en sus usos diversos según los variados contextos y circunstancias,
dentro de nuevos juegos lingüísticos, y mirándolas en todas sus facetas,
conforme a su lema: no pienses, sino mira (Phil. Unters. 66). No
pocos de sus riquísimos análisis terminan con un interrogante que pone
en cuestión todo lo que ha dicho a lo largo del examen del sentido de
la palabra o de la proposición: el primer Wittgenstein (Tractatus) es

71. Ibid., 116; 118; 115; 133; 309; 465; 558. La frase de Wittgenstein, «No hay un
método de la filosofía, sino que hay métodos, como igualmente hay terapias diferentes»
(Phil. Unters., 133), pudiera tal vez ser entendida, a primera vista, como si en ella se
dijera que puede haber dos métodos filosóficos rectos, el de la metafísica y el de la
descripción analítica. En realidad esta frase se entiende por sí misma, teniendo en cuenta
lo que Wittgenstein ha dicho sobre su método descriptivo. La frase dice: como hay diversas
técnicas terapéuticas, así hay diversas técnicas (métodos) de descripción analítica para
curar la enfermedad del lenguaje filosófico. Lejos de ser un método terapéutico, la filosofía
tradicional lleva en sí misma, en su propio método, la necesidad de ser tratada terapéu­
ticamente mediante la descripción analítica del lenguaje: así es como sus cuestiones se
revelarán como no cuestiones. La variedad de métodos, que la frase de Wittgenstein indica,
tiene lugar solamente dentro de la operación descriptiva.
72. El término «descripción» (Beschreibung) aparece continuamente a lo largo de
Phil. Unters. 24; 54-55; 108; 123; 179-180; 240; 404-405; 471-472; 524; 585; 598.
146 De la cuestión del hombre a la de Dios

el de las tesis, de las afirmaciones: el segundo es el de las preguntas73.


Ahora se cumple realmente la frase que tomó de san Agustín: más
vale buscar (preguntar) que hallar la respuesta.

Al reducir su método filosófico a la descripción, Wittgenstein ha


reducido lógicamente (necesariamente) el contenido de su filosofía: el
campo de sus cuestiones filosóficas queda limitado a lo descriptible,
a lo fenoménico. No puede, pues, sorprender que no haya dicho nada
sobre la cuestión ética, la cuestión del sentido de la vida, la cuestión
de Dios: ni siquiera las menciona a nivel de cuestión. Ahora no dice
que sobre tales cuestiones «se debe callar»...; se calla, y nada más.
En el «Tractatus» había hecho mención de la cuestión ética, de los
problemas más profundos y fundamentales de la vida y aun de Dios,
para remitirlos a lo «inexpresable» en lenguaje significativo. En su
conferencia de 1938 habló sobre la ética, el sentido de la vida y la
religión, calificándolas como intento desesperado de arrojarse contra
los límites del lenguaje; pero había reconocido que tal intento es do­
cumento de una tendencia, interior al hombre, «que yo no quisiera
poner en ridículo jamás, ni a costa de mi vida». En sus Lecturas
(Lectures, pág. 58) había escrito: «¿Por qué una forma de vida no
debería culminar en una expresión de fe en el Juicio final? No podría
decir «sí» o «no»... Y ni siquiera «quizá», ni siquiera «no estoy
seguro». En su última obra escribe Wittgenstein: «...nuestra investi­
gación parece destruir todo lo que es interesante, grande e importante.
Pero lo que destruimos es solamente castillos en el aire...». Lo inte­
resante, grande e importante74, que el método descriptivo destruye,
descubriendo su carencia de sentido, ¿no será lo mismo que los textos
aquí examinados designan como la cuestión ética, el sentido de la
vida, la religión, como pertenecientes al campo de lo no-expresable
en lenguaje significativo? También hay que notar que todo lo que en
el «Tractatus» se dice sobre lo Místico (su realidad, su vivencia en la
experiencia del límite como tal y su inefabilidad) desaparece totalmente
(sin dejar ninguna huella) en los escritos de transición y en su última
obra: de nuevo Wittgenstein se calla: silencio impuesto por el método
reductivo. Ahora se puede formular con toda precisión la diferencia
entre los límites del lenguaje significativo en el primero y en el segundo
Wittgenstein: el primero dice que solamente son significativas las
proposiciones de las ciencias naturales; el segundo dice que solamente
son significativas las proposiciones descriptivas de todas las ciencias

73. A. Kenny ha comprobado que las Phil. Unters. contienen 784 preguntas y so­
lamente 110 respuestas, 70 de las cuales son declaradas erróneas (cf. Aquinas and Witt­
genstein: Downsid Review 77 (1959) 325.
74. Phil. Unters, 118.
Ludwig Wittgenstein 147

humanas y del lenguaje ordinario; el primero pone la frontera del


lenguaje significativo en lo metafísico, y el segundo en lo metades-
criptivo, cuya frontera es la misma de lo metafísico. Se ha desplazado
en amplitud la frontera impuesta por las ciencias naturales; pero, en
última instancia, aun en la ampliación constituida por lo descriptivo,
queda intacta la misma frontera, la de lo metafísico75.
Se impone plantear aquí la cuestión de si y cómo ha justificado
Wittgenstein la reducción de su método filosófico a la mera descripción
analítica del lenguaje humano. Hoy día es evidente que el análisis
descriptivo del lenguaje constituye una base necesaria e insustituible
para toda filosofía: hay que reconocerlo como un mérito singular y
una conquista definitiva de la filosofía analítica. La cuestión no está
ahí, sino en la reducción de todo el quehacer de la filosofía a la sola
descripción analítica del lenguaje. Wittgenstein justifica su método
por sus resultados: delatar y eliminar las pseudocuestiones de lo me-
tadescriptivo, reconduciéndolas a su uso en el lenguaje ordinario,
matriz de todo lenguaje significativo. No se puede dudar de que estos
resultados son reales y altamente positivos. Pero la cuestión de la
justificación del método exclusivamente descriptivo no termina aquí:
más bien, comienza aquí.
Wittgenstein ha tomado del lenguaje ordinario las cuestiones que
analiza en su último libro: la cuestión es por qué no ha tomado otras
cuestiones que indiscutiblemente pertenecen al lenguaje de cada día y
van más allá de lo puramente descriptivo. Se pueden señalar tantas,
pero me limito a las siguientes: «debo respetar a los otros», «me siento
responsable de esta decisión», «cargo con esta responsabilidad», «eres
un irresponsable», «para qué estamos en el mundo», «¿vale la pena
vivir?» Todas estas cuestiones son importantes, interesantes, para los
hombres, que las usan en los más diversos contextos y circunstancias
y las viven como experiencias de su propia existencia y como preguntas
que tocan lo más humano del hombre. Y no se puede dudar de que
son significativas; tienen sentido a nivel de cuestión, y, al mismo
tiempo, son por sí mismas metadescriptivas. Dentro de la mera des­
cripción no se puede responder a ellas. Es, pues, sintomático el hecho

75. Hay dos alusiones de Wittgenstein a la teología: 1) «Por sí solas, las palabras no
dicen cómo una palabra será comprendida (teología)» (Zettel, 144): a) «La gramática dice
qué tipo de objeto es una cosa. Teología como gramática» (Phil. Unters , 373). Lo cierto,
en estas dos frases, un tanto sibilinas, es que con la palabra «teología» no se dice nada
sobre la existencia o la cuestión de Dios. En estos dos textos la palabra «teología» figura
solamente como ejemplo formal de análisis lingüístico. En el primero parece decirse que
la palabra «teología» no puede ser comprendida con solas palabras, a saber, sin los demás
requisitos constitutivos del lenguaje humano. En el segundo se diría que también la teología
deberá tener en cuenta las estructuras gramaticales (semántica, sintáctica, praxis) y los
diversos usos de las palabras, si pretende hablar un lenguaje significativo.
148 De la cuestión del hombre a la de Dios

de que Wittgenstein no las haya tomado del lenguaje ordinario para


analizarlas76. El método meramente descriptivo deja abierta la pre­
gunta: ¿es la descripción analítico-lingüística la tarea única y total de
la filosofía?; hacer filosofía, ¿es solamente investigar cómo y cuándo
el hombre habla un lenguaje significativo? ¿es este el único problema
de la filosofía? ¿no se esconde aquí una infundada reducción (no
justificada, ni justificable) del cuestionar humano? La cuestión cómo
el hombre habla no es sino un aspecto de la cuestión radical y englo­
bante de qué es el hombre, la cuestión que el hombre lleva en la misma
estructura ontológica, que lo constituye como autopresente a sí mismo
en todos sus actos, específicamente humanos de sentir, pensar, decidir,
hablar, obrar; ¿puede el hombre renunciar a las preguntas que le im­
pone su tarea de actuar como hombre, a saber, de reflexionar sobre
el sentido que está llamado a dar a su propia vida? Precisamente la
vida del hombre L. Wittgenstein nos da la respuesta a esta pregunta.

12. A lo largo de toda su vida tuvo Wittgenstein no pocos amigos


a los que confió sus íntimos sentimientos; pero entre todos ellos des­
tacan sus dos grandes amigos, el arquitecto austríaco P. Engelmann
con el que en su juventud (1916-1926) mantuvo una abundante co­
rrespondencia epistolar y en sus últimos años tuvo muchas y largas
conversaciones, y el americano N. Malcolm, preclaro discípulo suyo
en Cambridge, con el que se carteó hasta los últimos días de su vida.
Los dos nos han dejado un precioso testimonio que nos revela cómo
el hombre Wittgenstein vivió lo más profundo de su vida. En sus cartas
a Engelmann hay dos textos en los que se refleja lo que el joven
Wittgenstein sentía y pensaba de su propia vida:
Me encuentro en una situación en la que he estado frecuentemente durante mi
vida... Sé que es una situación lastimosa... Es como si alguien que no saba nadar
se cae en el río, agita pies y manos, y siente que no puede mantenerse en la
superficie. En esta situación estoy yo. Sé que el suicidio es una porquería, pues
nadie puede desear su propia aniquilación... Esta situación proviene obviamente
de que ya no tengo fe. Veremos qué pasa. Desde hace más de un año estoy
totalmente muerto moralmente. Con esto podrá Ud. juzgar si me va bien. Yo soy
uno de estos casos que quizá no son raros en nuestro tiempo: tenía una tarea y no
la he cumplido, y por eso ahora me estoy hundiendo. Ye debía haber orientado
mi vida hacia el bien y así llegar a ser una estrella. Pero me he quedado en la
tierra, cayendo más y más hacia abajo. Mi vida se está haciendo realmente algo
que no tiene sentido y por eso consiste solamente en superfluos episodios. Los

76. Se hubiera podido esperar que en su amplio análisis lingüístico de la «conciencia»


(Phil. Unters., 412-427), Wittgenstein hubiese llegado a descubrir la estructura más pro­
funda de la conciencia humana, a saber, la autopresencia interior del hombre a sí mismo,
la índole autorreflexiva del sentir, pensar, hablar, decidir humanos. Esperanza vana: su
descripción no capta esta dimensión fundamental de la existencia humana.
Ludwig Wittgenstein 149

que están junto a mí no lo notan y no lo podrían comprender; pero yo sé que lo


fundamental me falta.

En esta íntima confidencia con Engelmann expresa Wittgenstein


su nostalgia de la' fe perdida, reconoce su infidelidad a la tarea de
hacer el bien (deber ético) y se da cuenta de que le falta algo funda­
mental, por no haber dado sentido a su vida. Se revela así que para
él contaba más oír la voz de la conciencia que su misma dedicación
a la filosofía.
Recordando sus conversaciones con Wittgenstein hasta su muerte,
el creyente Engelmann se pregunta, «¿era Wittgenstein religioso?». Y
responde: «La idea... de un Dios, creador del mundo, difícilmente
hubiera merecido su atención. Pero el pensamiento de un Juicio final
le preocupaba profundamente. La frase, cuando nos encontremos en
el Juicio final, le era familiar y la usaba en muchas conversaciones
como un tema muy importante; la pronunciaba con una indescriptible
mirada hacia dentro en sus ojos, la cabeza inclinada, imagen de un
hombre ensimismado en su más profunda interioridad». Y añade En­
gelmann: «Wittgenstein creía apasionadamente que todo lo que real­
mente importa en la vida humana es precisamente lo que, a su parecer,
debemos callar»77. Su honda persuasión del Juicio final era el resultado
de la vivencia de ser responsable de sus acciones ante Alguien: esto
es lo realmente importante en la vida humana. Pero no se puede olvidar
que el mismo Wittgenstein ha expresado fuertemente su perplejidad
ante la idea de un Juicio final: «¿por qué una forma de vida no debería
culminar en una expresión de fe en el Juicio final? No podría decir sí
o no... ni siquiera quizá, ni siquiera. No estoy seguro» (Lectures, 58).
Reflexionando más sobre la actitud de Wittgenstein, Engelmann llega
a decir:
La clave para comprender los frecuentes reproches de. Wittgenstein a sí mismo,
expresados por él antes y durante su último período de docencia, está en el hecho
de que no era un arrepentido (he was not a penitent). Vituperarse a sí mismo, en
una actitud aun remotamente semejante (al arrepentimiento), le hubiera parecido
hipocresía religiosa, hacia la cual sentía una mortal aversión... He descrito ya su
vivo y profundo interés por lo que yo le decía (sobre su actitud ante la religión)
y se reconocía a sí mismo en ello... Nada estaba más lejos de sus intenciones que
el intento de describir lo más allá de la muerte. Veía la vida como una tarea y en
esto estábamos de acuerdo... El y yo teníamos un concepto diferente de la religión.

Esta reflexión personal de Engelmann confirma la perplejidad de


Wittgenstein ante la religión: le interesa profundamente y se da cuenta
de que el único acceso a ella es la conversión, «cambio total de la

77. P. Engelmann, Letters from L. Wittgenstein, Oxford 1967, 32-34: 40: 71-79: 97
150 De la cuestión del hombre a la de Dios

vida». Esta formulación tan acertada de la fe revela que Wittgenstein


había vivido la experiencia de creer en Dios y que no había perdido
totalmente la fe: nostalgia de la fe perdida, que precisamente, en cuanto
nostalgia, no había perdido totalmente.

El testimonio de N. Malcolm coincide con el de Engelmann en los


puntos fundamentales de la actitud de Wittgenstein ante el deber ético
y ante la religión; pero su información es más completa y exacta. He
aquí sus palabras:

Quisiera decir ahora lo que puedo sobre el difícil asunto de la actitud de Witt-
genstein ante la religión. Me dijo una vez que en su adolescencia la había des­
preciado, pero a la edad de veintiún años pasó luego algo que suscitó en él un
cambio de actitud. En Viena asistió a un espectáculo teatral mediocre, uno de
cuyos personajes expresó el pensamiento de que, pasara lo que pasara en el mundo,
nada malo podía pasarle a él, porque era independiente del destino y de las
circunstancias. Wittgenstein quedó impresionado por esta idea estoica; por primera
vez percibió la posibilidad de la religión. Me dijo también que, durante el servicio
militar en la primera guerra mundial, llegó a través de Tolstoi a los Evangelios,
que le hicieron una gran impresión. Wittgenstein dice en el Tractatus: Lo Místico
no es cómo el mundo es, sino que el mundo existe. Yo pienso que un sentimiento
de estupor, de que algo existe realmente, fue experimentado bastantes veces por
Wittgenstein, no solamente durante el período del Tractatus, sino también más
tarde, cuando lo conocí. No es claro para mí, si este sentimiento tenía algo que
ver con la religión; pero Wittgenstein me dijo una vez que él pensaba poder entender
la idea de Dios en cuanto está implícita en nuestra conciencia de pecado y de
culpa; añadió que no podía comprender el concepto de un creador. Pienso que las
ideas del juicio divino, del perdón y de la redención eran de algún modo inteligibles
para él, en cuanto que en su mente estaban relacionadas con su sentimiento de
disgusto para consigo mismo, con un intenso deseo de pureza y con el sentimiento
de la impotencia del ser humano para hacerse mejor. Wittgenstein sugirió una vez
que un camino, en el que la noción de inmortalidad pudiera adquirir sentido, sería
a través del sentimiento de que tenemos deberes de los que no podemos eximimos
simplemente por la muerte. El mismo tenía un severo sentido del deber. Pienso
que Wittgenstein, por su mismo carácter y experiencia, estaba dispuesto para
comprender la idea de un Dios que juzga y redime. Pero una concepción cos­
mológica de la divinidad, deducida de las nociones de causa o de infinito, sería
inaceptable para él. Wittgenstein perdía la paciencia ante las llamadas pruebas de
la existencia de Dios y ante todo intento de dar a la religión una fundamentación
racional. Una vez en que yo le cité un texto de Kierkegaard a este respecto,
-¿cómo puede ser que Cristo no exista, si yo sé que El me ha salvado?— Witt­
genstein exclamó: «¡Ya lo ves! ¡No es cuestión de probar nada!». Tenía estima
de Kierkegaard y aludía a él con una expresión de veneración como ante un hombre
auténticamente religioso. No quisiera dar la impresión de que Wittgenstein aceptó
una fe religiosa -ciertamente no la tuvo-, o que fuera una persona religiosa; pero
pienso que, en cierto sentido, había en él la posibilidad de religión. Creo que
consideraba la religión como una form a de vida (usando una fórmula tomada de
las Investigaciones), en la cual no participaba, pero sí sentía simpatía y gran interés
por ella, aunque en este punto, como en los demás, sentía desprecio por la insin­
ceridad. Me parece que consideraba la fe religiosa como basada en cualidades de
carácter y voluntad, de las que él se sentía privado. Hablando de sus dos discípulos,
Ludwig Wittgenstein 151

Smithies y Anscombe, convertidos al catolicismo, me dijo: no puedo persuadirme


a creer todo lo que ellos creen. Pienso que con esto no expresaba menosprecio
por la fe: era más bien una observación sobre su personal incapacidad. El carácter
de Wittgenstein era profundamente pesimista, tanto sobre sus propias expectativas
como sobre las de la humanidad. Quienes han pasado con él un rato de intimidad,
se han dado cuenta de que tenía el sentimiento de que nuestras vidas son perversas
y n uestras m entes oscuras: un sentim iento frecuentem ente cercano a la
desesperación78.

En este detallado retrato de Wittgenstein que Malcolm nos ha le-


gado, destacan varios rasgos importantes: el profundo sentimiento de
la responsabilidad, del deber, de la culpa (conciencia moral) y de la
impotencia del hombre para ser mejor; la consiguiente comprensión
de un Dios que juzga, perdona y redime; la simpatía y gran interés
por la religión; la ausencia de la fe religiosa; la negación de toda
fundamentación racional de la fe; sinceridad y honradez intelectual
por encima de todo. Rasgos complejos, sorprendentemente paradóji­
cos, de un pensador perplejo en su hondamente sincera búsqueda de
la verdad, nunca instalado en la cómoda superficialidad de la tranquila
indiferencia, en la fingida seguridad de la posición definitivamente
lograda.

13. La evolución del pensamiento filosófico de Wittgenstein des­


de el «Tractatus» hasta las «Investigaciones Filosóficas», justifica ple­
namente la distinción entre el primero y el segundo Wittgenstein: esta
distinción se refiere solamente al filósofo Wittgenstein, a su hacer-
filosofía. Pero hasta ahora no se ha notado otra distinción, tan singular
como importante: la impresionante dicotomía entre el filósofo Witt­
genstein y el hombre Wittgenstein, entre su pensamiento filosófico y
su vida vivida; una dicotomía que permanece a lo largo de sus escritos
filosóficos y de sus vivencias personales, tales cuales se revelan en la
intimidad de su epistolario y de sus conversaciones con Engelmann y
Malcolm.
En el período del «Tractatus» (1916-1926), el filósofo Wittgenstein
afirma que las cuestiones del sentido de la vida, del deber moral y de
Dios carecen de significado: pertenecen a lo indecible, a lo que «se
debe callar» porque «no se puede decir». Pero, al mismo tiempo, el
hombre Wittgenstein escribe a Engelmann que no ha dado sentido a
su vida porque no ha cumplido su deber de hacer el bien, y, en el
fondo, porque ya no tiene fe en Dios; es evidente que este lenguaje
vivo, con el que abría a su íntimo amigo el secreto más hondo de su

78. N. Malcolm, o. c., 70-72. En su breve esbozo biográfico, G. H. Wright subraya


en la figura de Wittgenstein su atormentada conciencia del deber y su idea de Dios como
Juez (Ibid., 19-20).
152 De la cuestión del hombre a la de Dios

vida, era para el hombre Wittgenstein un lenguaje significativo: al


hablar del sentido de la vida, del deber moral y de la fe en Dios, sabía
que tal lenguaje, el más auténticamente suyo, decía algo que no podía
callar.
Durante el período de transición, que culmina en su obra definitiva
(Investigaciones Filosóficas), el filósofo Wittgenstein reduce el len­
guaje significativo al campo de lo meramente descriptivo; lógicamente
califica de carentes de sentido, o arrincona en el silencio, las cuestiones
y proposiciones que pretendan decir algo metadescriptivo. Pero, pre­
cisamente durante este período, sus conversaciones con Engelmann y
Malcolm nos reservan lo más sorprendente del hombre Wittgenstein:
su actitud personal ante la religión, ante la cuestión de Dios. El hombre
Wittgenstein se confiesa no-creyente, pero confiesa también su vi­
vencia del deber moral, de su responsabilidad ante Alguien, de su
culpa y de su necesidad de perdón, y expresa esta experiencia en la
persuasión de un Juicio final y de un Dios que juzga, perdona y redime.
¿Calificaría Wittgenstein este lenguaje, tan personalmente suyo, como
carente de sentido? El mismo se ha hecho la pregunta: «¿Por qué una
forma de vida no debería culminar en una expresión de fe en el Juicio
final? No podría decir sí o no. Y ni siquiera quizás, ni siquiera no
estoy seguro»79: una respuesta, que precisamente no es respuesta, sino
solamente la expresión de una tensa perplejidad.
La filosofía de Wittgenstein, considerada en su totalidad, no puede
ser calificada ni como teísta, ni como simplemente ateísta. Tal vez lo
más exacto sería decir que en ella la cuestión de Dios queda entre
paréntesis. Más difícil es la pregunta de si el hombre Wittgenstein fue
creyente o no-creyente. Por respeto a su persona y a la sinceridad de
sus palabras, no se puede decir que fue creyente. Pero también por
respeto a la sinceridad y veracidad de sus propias «confesiones» no
podemos calificarlo simplemente de no-creyente. Si sentía no sola­
mente respeto, sino también preocupación profunda, «interés y sim­
patía», por la religión, si vivió y expresó la experiencia de la respon­
sabilidad, del pecado, de su impotencia para ser mejor y de la necesidad
del perdón, y abrió así su mirada hacia un Dios que juzga y redime,
hay que reconocer que había en él algo así como llamada a la fe. No
fue indiferente ante la cuestión de Dios; se sintió perplejo entre el sí
o el no. Una perplejidad no meramente intelectual, sino vivencial, de
«profunda preocupación»; algo que se podría denominar búsqueda del
Dios escondido (inefable)80.
79. Lectures, 58.
80. En una carta a Malcolm (noviembre 1942) dice Wittgenstein que, si es difícil
pensar bien sobre los problemas filosóficos (certeza, probabilidad, percepción, etc.), «es
todavía más difícil, si cabe, pensar o intentar pensar sobre la propia vida o la de los otros»
(Malcolm, o. c., 39).
Ludwig Wittgenstein 153

La dicotomía, no-superada, entre el pensamiento filosófico y la


vida vivida de Wittgenstein implica un grave interrogante, tanto de
orden vital como de orden filosófico: ¿está el hombre condenado a
vivir los problemas más profundos de su existencia sin poder hablar
de ellos con un lenguaje significativo, es decir, sin poder reflexionar
sobre ellos? ¿no era significativo el lenguaje sobre el sentido de la
vida que usaba Wittgenstein en sus cartas a Engelmann y en sus
conversaciones con Malcolm? En la confrontación entre vida y filo­
sofía, ¿será la filosofía la que tiene que decir sobre qué problemas
vitales se puede hablar, o será más bien la vida humana la que impone
a la filosofía su tarea y sus cuestiones propias?

Las «confesiones» de Wittgenstein revelan dónde está el punto


decisivo para un diálogo con el neopositivismo: ¿hay o no hay la
cuestión del sentido de la vida? ¿puede la filosofía dejarla aparte,
ponerla entre paréntesis? ¿no tiene cada hombre la tarea responsable
de dar sentido a su vida? ¿cómo podrá el hombre actuar libremente,
como hombre, sin preguntarse por los motivos- normativos de sus
decisones y conducta (cuestión ética)? Y, si debe hacerlo así, ¿no
podrá expresar en lenguaje significativo la cuestión fundamental que
le impone su vida? El hombre no puede menos de reflexionar y de
hablar sobre lo que hace de él un ser diverso del mundo y de la
naturaleza, es decir, sobre lo específicamente humano, sobre las di­
mensiones exclusivamente suyas que hacen posible su pensar, decidir
y actuar.
¿Pueden las ciencias naturales responder a la cuestión del sentido
de la existencia humana, a la cuestión del hombre precisamente en su
diversidad respecto a la naturaleza? Y si la cuestión del hombre supera
el método y las fronteras de las ciencias naturales, ¿habrá que des­
calificarla sin más como cuestión carente de significado? ¿no se deberá
más bien repensar la validez y los límites del «principio» de la veri-
ficabilidad empírica? No se puede dudar de la validez del método
propio de las ciencias naturales que ellas mismas han descubierto y
siguen descubriendo, ni se puede dudar de su autonomía. La verifi­
cación empírica, como norma metodológica de las ciencias naturales,
es la válida y propia de las mismas: esto no es hoy día ningún problema.
Tampoco es problema que toda proposición debe ser verificada y que
su verificación debe basarse, en última instancia, en algún modo de
experiencia, sin reducir a priori el campo de la experiencia humana
a la experiencia empírica. No hay en el hombre una sola experiencia,
la empírica; ni hay una sola verificabilidad, la empírica.
La pregunta surge cuando el principio neopositivista de la verifi­
cación empírica es afirmado o implícitamente supuesto como el único
154 De la cuestión del hombre a la de Dios

válido para todo conocimiento humano, y, por consiguiente, para la


significatividad de todo lenguaje. El neopositivismo debe justificar
(verificar) su aserción fundamental sobre la validez universal y exclu­
siva de la verificabilidad empírica. ¿La ha justificado? ¿la puede jus­
tificar? ¿cómo se podrá probar que toda la riquísima variedad de
lenguajes que el hombre ha creado y sigue creando, dentro de la cual
el lenguaje de las ciencias naturales no es sino una pequeña parte,
carecen de significado porque no son verificables empíricamente? ¿no
es evidente que el principio neopositivista implica una reducción ar­
bitraria, un desastroso prejuicio? No puede sorprender el hecho de que
hasta ahora ningún filósofo neopositivista lo haya comprobado.
Aquí se nos descubre la herencia que Wittgenstein nos ha dejado
como filósofo y como hombre. Como filósofo, en cuanto superó su
presupuesto neopositivista, implícito en la afirmación de que solamente
las proposiciones de las ciencias naturales tienen significado y reco­
noció este «grave error» de su «Tractatus», y sobre todo, porque creó
una nueva teoría del lenguaje, de amplios horizontes, fundada en el
uso de los diversos lenguajes, en el análisis del lenguaje de cada día,
en los juegos lingüísticos, en la pragmática del profundo y en la forma
de vida. Esta nueva filosofía y nueva praxis del análisis lingüístico
han sido acogidas y perfeccionadas después de su muerte por toda una
generación de ilustres representantes de la filosofía analítica en las
universidades de Oxford y Cambridge, que no solamente han legado
al olvido el principio neopositivista, sino que algunos de ellos han ido
más allá del segundo Wittgenstein hasta lo metadescriptivo, y han
reconocido la posibilidad de unir descripción y metafísica, abriendo
así la puerta a la cuestión de Dios81. Dentro de esta evolución de la
filosofía analítica después de Wittgenstein es sintomática la frase de

81. En Oxford, F. Strawson, R. Haré, S. Hampshire, S. Toulmin y sobre todo J.


Austin y G. Ryle. En Cambridge, J. Wisdom, G. Paul, M. Laserowitz y N. Malcolm. A
estos hay que añadir W. Zuudeeg, J. Crombie, J. Hick, T. Ramsey y G. Warnock. Cf.
F. Ferré, Language, Logic and God, New York 1961; D. Antiseri, Dopo Wittgenstein,
Roma 1967; P. Lucier, Empirisme logique et langage religieux, Montréal 1976. Partiendo
del «principio» de la verificabilidad empírica, como la única verificabilidad, el neoposi­
tivista radical A. Ayer deduce lógicamente la no-existencia de Dios. La deducción es
evidente, supuesta la premisa del «principio»; el problema está en la previamente necesaria
verificación de la premisa, que Ayer pasa por alto. Por otra parte Ayer exige una de­
mostración evidente de la existencia de Dios mediante una prueba cosmológica. Ayer
comete dos errores: reducir las llamadas «pruebas» de Dios a la cosmológica, ignorando
que hoy día no se parte de la cosmología, sino de la cuestión antropológica (qué es el
hombre) y no darse cuenta de que la cuestión de Dios es indivisiblemente pregunta dirigida
a la inteligencia e interpelación de la libertad del hombre. La presencia de la libertad en
el acceso a Dios excluye por sí misma una demostración evidente e incluye una mostración
de los motivos que justifican la opción teísta o ateísta (cf. A. Ayer, Language, Truth and
Logic, London 1936, 115-120.
Ludwig Wittgenstein 155

B. Mitchell: «Sería un empirista realmente no-empinsta quien, antes


de una atenta investigación, presumiese afirmar que no tiene funda­
mento lo que la teología pretende»82.
El hombre Wittgenstein, en sus cartas y conversaciones, ha testi­
ficado lo más profundo de sí mismo, su preocupación última (Ultimated
Concern de P. Tillich) por la cuestión del sentido de la vida, de la
conciencia moral y de la fe como «cambio total» del hombre (con­
versión). Y en esta revelación de lo más hondamente humano ha puesto
la base imprescindible e insustituible para que el hombre pueda y deba
preguntarse de verdad por el sentido de su vida, para pensar y expresar
en lenguaje significativo esta cuestión primordial y radical de todo el
cuestionar humano, y para señalar las condiciones necesarias de po­
sibilidad de un lenguaje significativo sobre lo metaempírico y lo me-
tadescriptivo.
La primera condición es que haya en el hombre una experiencia
diversa de la empírica, sensible. Esta experiencia se da: es la expe­
riencia vivida que el hombre tiene de sí mismo en todo acto de pensar,
decidir, actuar en el mundo y con los otros hombres, e incluso en los
actos de la experiencia sensible; porque en los mismos actos de sentir,
ver, etc., el hombre es consciente de sí mismo como sentiente, vidente,
etc. Se trata nada menos que de la experiencia exclusivamente propia
del hombre, de la experiencia por excelencia de la existencia humana.
Es la experiencia que funda la pregunta sobre el sentido de la vida,
la pregunta del hombre sobre sí mismo en su relación al mundo, a los
otros, a la muerte, y a la historia: son, pues, experiencia y pregunta
que van más allá de lo empírico.
La segunda condición es que el hombre pueda expresar esta ex­
periencia en un lenguaje que permita a los otros darse cuenta de que
también ellos viven esta misma experiencia. Este lenguaje se da: es
el lenguaje vivo de la comunidad en que todos los hombres se entienden
cuando hablan de la propia experiencia personal; de la propia subje­
tividad que implica la intersubjetividad. La expresión oral y escrita de
esta experiencia constituye una parte muy importante y totalmente
singular del lenguaje de cada día. Las palabras «yo», «tú», «nosotros»,
tienen su uso propio, su propia forma de vida, su propia gramática
(semántica, sintáctica, praxis).
La tercera condición es que la descripción de esta experiencia
singular plantee por sí misma cuestiones que apuntan más allá de lo
fenoménico-descriptivo, es decir, cuestiones sobre las estructuras on-
tológicas previas que hacen posible tal experiencia metaempírica. Tam­
bién esta condición se cumple: el hombre se experimenta como llamado

82. B. Mitchell, Faith and Logic, AA.VV., London 1958, 5-6.


156 De la cuestión del hombre a la de Dios

a preguntarse sobre el por qué y el para qué de su propia existencia.


El lenguaje, en que el hombre se pregunta sobre el sentido de su vida,
funciona, es decir, cumple las exigencias de su origen y de su finalidad
en la necesidad de los hombres de entenderse mutuamente: es un
lenguaje que ha nacido de la vida humana y es vivo solamente en ella.
Por consiguiente, este lenguaje singular, que expresa lo metaempírico
y lo metadescriptivo, tiene una verificabilidad diversa de la verifica-
bilidad empírica. Estas tres condiciones se revelan como fundamen­
talmente suficientes para justificar la verificabilidad de un lenguaje
sobre lo metaempírico.
5
La antropología de Karl Marx

1. En los capítulos anteriores se ha examinado la cuestión del


sentido de la vida en su estructura formal y fenomenológica, y se ha
mostrado (en confrontación con el nihilismo y con la filosofía neo-
positivista) que la vida tiene sentido. Queda ahora la tarea de buscar
cuál es su sentido, una tarea que debe comenzar por el análisis de la
primera dimensión fundamental de la existencia humana: la relación
del hombre al mundo, a la naturaleza. Esta relación «hombre-natu­
raleza» constituye la base de la filosofía de K. Marx; por eso se presenta
ante todo su pensamiento acerca del hombre, su antropología. Se debe
reconocer que el tema principal y explícito de Marx no es meramente
el hombre, sino el hombre alienado y llamado a la liberación de su
alienación. Pero en este tema está evidentemente implícita la cuestión
del hombre; la alienación no puede ser comprendida sino dentro de
una determinada concepción del hombre. Los escritos de Marx no
contienen una antropología sistemáticamente pensada, pero sí una serie
suficiente de rasgos que permiten construir una antropología filosófica;
cualquiera que sea el objeto de sus obras, su interés es, ante todo, el
hombre en su necesidad de liberación y emancipación1.
Durante el largo período de sus escritos (1843-1883) su pensa­
miento se ha centrado en el hombre, es decir, en su situación actual
de alienación y en su plena autocreación venidera: un humanismo
nuevo cuyo primado corresponde a la praxis de la autoliberación y de
la autogénesis del hombre. De este humanismo nuevo surge una forma
nueva de ateísmo, a saber, la eliminación práxica definitiva de la
cuestión de Dios: el hombre nuevo venidero, plenamente autorreali-
zado, hará prácticamente imposible la cuestión misma de Dios.

1. Cf. G. Guijarro, La concepción del hombre en Marx, Salamanca 1975, 11-69; C.


Gouliane, El marxismo ante el hombre, Barcelona 1970; A. Schaff, Marxismus und
menschliche Individuum, Wien 1965; H. Popitz, Der entfremdete Mensch, Frankfurt 1967;
E. Fromm, Das Menschen Bild bei Marx, Berlín 1965; K. Axelos, Marx, pensador de la
técnica, Barcelona 1969.
158 De la cuestión del hombre a la de Dios

La novedad de la filosofía de Marx proviene de la novedad de su


método: partir, no de «ideas abstractas» o del concepto de «esencia»,
sino de la experiencia de la realidad histórica concreta, es decir, de
la situación histórica actual del hombre mediante el análisis económico-
social de esta situación. Las ciencias económicas, sociológicas e his­
tóricas, constituyen la base empírica imprescindible para la reflexión
filosófica, que supera el campo propio de las ciencias. Esta intuición
metodológica, que implica una intuición de «contenido» sobre la im­
portancia primordial del factor económico en la historia de la huma­
nidad (a la luz de la situación económica «capitalista» de su tiempo),
ha determinado la reacción crítica de Marx respecto a los dos filósofos
que más influyeron en su pensamiento: Fr. Hegel y L. Feuerbach.
Marx rechaza la filosofía idealista de Flegel porque no parte de la
experiencia concreta y sensible, sino de la Idea abstracta del Absoluto
en el proceso de pensarse a Sí mismo: un proceso que permanece
cerrado en la esfera del pensamiento sin alcanzar la realidad concreta,
lo real sensible; pero Marx retiene de Hegel su concepto de realidad
como proceso dialéctico, que va de la posición a la negación (En-
tausserung, Entfremdung), y, mediante la negación, a la superación
(Aufhebung: negación de la negación), transfiriendo este proceso de
la esfera del espíritu (conciencia) a la esfera de la realidad sensible,
a la materia. De Feuerbach acepta Marx la crítica de la religión como
resultado de la autoalienación del hombre, que se despoja de sus
propios atributos proyectándolos en una hipóstasis divina, pero rechaza
su concepto del hombre como «esencia» ya constituida, ignorando lo
más propio del hombre, a saber, su autogénesis, su hacerse permanente
en la historia; la alienación del hombre no es la meramente esencialista
e interior, sino la histórica económica-social; Feuerbach no llega hasta
el hombre en su existencia efectiva y activa en el mundo, sino que se
queda en una visión abstracta del hombre".
Marx no se limita a criticar las filosofías de Hegel y Feuerbach.
Frente a todas las filosofías del pasado proclama enfáticamente: «los
filósofos se han limitado a interpretar de modos diversos el mundo;
ahora se trata de transformarlo»2 3.
La situación alienada del hombre no puede ser superada por una
reflexión meramente teórica, sino solamente por la praxis compro­
metida en la creación de un hombre nuevo. Sin esta intencionalidad
práxica la filosofía no vale nada: su función propia es la de interpretar
y guiar la praxis liberadora. Y realmente la vida y los escritos de Marx
muestran con evidencia que su actividad filosófica estuvo guiada por

2. Cf. J. Y. Calvez, La pensée de Karl Marx, París 1956, 104-152, 335-371.


3. K. Marx, Thesen über Feuerbach, XI, Berlín 1956.
Karl Marx 159

la praxis histórica de su tiempo y por su compromiso radical de trans­


formar aquel mundo deshumanizado en un mundo digno del hombre:
este fue el sentido último de su vida y de su filosofía. Y dentro de
este contexto se deberá interpretar su antropología filosófica4.

2. Marx considera la relación mutua «hombre-naturaleza» como


absoluta. El hombre proviene de la naturaleza y no puede subsistir ni
actuar sino dependiendo de ella incondicionalmente. Por su parte, la
naturaleza no tiene sentido sino en cuanto referida al hombre; es «el
cuerpo inorgánico del hombre», «ser-para-el-hombre». Esta relación
mutua es diversa y complementaria: en sus facultades e inclinaciones
el hombre está vuelto a la naturaleza como sujeto capaz de transfor­
marla, y ésta, a su vez, se refiere al hombre como objeto que le ofrece
la posibilidad de satisfacer sus necesidades y de actuar su subjetividad5.
El aspecto fundamental de la relación «hombre-naturaleza» está
constituido por las necesidades que el hombre tiene de la naturaleza
para poder sobrevivir y por la capacidad de la naturaleza para satisfacer
esas necesidades. En esta dimensión fundamental de la relación «hom­
bre-naturaleza» no interviene ningún otro factor (ideológico, político,
religioso): es la dimensión primaria, insustituible y permanente en
todo momento concreto de la historia6.
La relación «hombre-naturaleza» reclama por sí misma el trabajo
humano como actividad exclusivamente propia del hombre, que con
su inteligencia y con sus manos transforma la naturaleza haciéndola
más apta para satisfacer sus necesidades. El trabajo «humaniza» la
naturaleza en cuanto el hombre actúa y expresa en ella su subjetividad
y la introduce así en la esfera de lo humano. Al mismo tiempo el
trabajo «naturaliza» al hombre, que se objetiva y cosifica en él. El
trabajo es, pues, la mediación básica entre el hombre y la naturaleza:
mediación impuesta por la condición subjetiva del hombre y por la
condición objetiva de la naturaleza, y, por eso,' mediación insupri-
mible. Esta mediación del trabajo, es decir, esta actividad objetivante
del hombre sobre la naturaleza, no es en sí misma alienación, pero sí
condición de posibilidad de alienación. Más aún, el trabajo constituye
la autogénesis del hombre como hombre: transformando la naturaleza
transforma su misma relación a ella y así se transforma a sí mismo.
Marx exalta esta autocreación del hombre, este crecimiento del hombre
como hombre, este ser-más-hombre que tiene lugar precisamente en
el trabajo: de dependiente de la naturaleza, el hombre se hace su

4. Cf. H. Rolfes, Der Sinn des Lebens im marxistischen Denken, Dusseldorf 1971,
27-37, 68; G. Guijarro, o. c., 72-75, 169-172.
5. K. Marx, Manuscritos: economía y filosofía, Madrid 1970, 86.
6. Manuskripte 1844, MEGA, I, 82.
160 De la cuestión del hombre a la de Dios

dominador (desacralización de la naturaleza)7. El siguiente texto de


El Capital sintetiza la función mediadora del trabajo:
El trabajo es, ante todo, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso
en el que el hombre mediatiza, regula y controla su cambio de materia con la
naturaleza mediante su propia acción... Pone en movimiento las fuerzas naturales
que pertenecen a su corporalidad, los brazos y piernas, la cabeza y la mano, a fin
de apropiarse las materias en una forma útil para su propia vida... Al mismo
tiempo que, mediante este proceso, actúa sobre la naturaleza exterior y la trans­
forma, transforma igualmente su propia naturaleza. Desarrolla las facultades que
en ella dormitan, y somete el juego de las fuerzas de la naturaleza a su propio
dominio. El individuo no puede actuar sobre la naturaleza sin la actividad de sus
propios músculos bajo el control de su propio cerebro. Lo mismo que en el sistema
natural van unidas la cabeza y la mano, así el proceso de trabajo une el trabajo
de la cabeza y el trabajo de la mano8.

Marx pone de relieve la diferencia insuperable entre el trabajo de


los animales y el trabajo humano. Los animales transforman la na­
turaleza dentro de esquemas fijos y limitados. Por el contrario, el
trabajo humano progresa ilimitadamente, inventando y creando ins­
trumentos nuevos y mejores de trabajo y de producción. Lo específico
del trabajo humano es la creación de medios nuevos de trabajo. La
historia de la humanidad es fundamentalmente la historia del progreso
tecnológico. Más aún: el hombre mismo es el resultado más importante
de su propio trabajo; toda la llamada historia universal no es sino la
autogénesis del hombre por su trabajo. El hombre tiene así la prueba
evidente, irrefutable, de su origen en sí mismo, del proceso de su
autocreación. Por eso se ha hecho práxicamente imposible la pregunta
por un ser extraño situado por encima de la naturaleza y del hombre
(Dios). El hombre lleva en sí mismo, en su relación a la naturaleza,
todo el fundamento de su existencia y de su proceso de hacerse más
hombre. El binomio «hombre-naturaleza» es, pues, plena y exclusi­
vamente inmanente, autofundante. La experiencia de esta inmanencia
absoluta que el hombre vive en el trabajo como actividad transfor­
mativa de la naturaleza y del hombre mismo, excluye como imposible
la cuestión de Dios. El crecimiento en conciencia y libertad, que el
hombre experimenta en su acción transformativa de la naturaleza, le
hace ver su origen como autogénesis9.

3. En sus Tesis sobre Feuerbach señala Marx otro rasgo funda­


mental de su antropología: en su realidad el hombre es el conjunto de1

1. Ibid., 190. 111-112.


8. Das Kapital I, Berlin 1968, 192.
9. Ibid., 57, 86, 192-198; Manuskripte 1844, 107, 152, 188; Die deutsche Ideologie,
MEGA, I, 19. 47.
Karl Marx 161

sus relaciones sociales10. Trabajo y relación del hombre a la sociedad


no son dos dimensiones humanas meramente yuxtapuestas, sino dia­
lécticamente referidas entre sí: mutuamente diversas, mutuamente in­
clusivas y en mediación mutua. La sociedad es mediadora en la relación
del hombre a la naturaleza como la naturaleza es mediadora en la
relación del hombre a la sociedad. Ambas mediaciones son igualmente
imprescindibles. La mediación de la sociedad bs necesaria para que
la relación del hombre a la naturaleza sea humana; la mediación de la
naturaleza es necesaria para que las relaciones sociales sean reales,
efectivas. La forma básica de las relaciones sociales y la más próxima
a la naturaleza es la familia: en ella la relación mutua hombre-mujer
está ya directamente determinada por el hecho meramente natural de
la diferencia de sexo y por la mutua necesidad de esta diferencia. Las
otras formas de sociedad humana están menos directamente condicio­
nadas por la naturaleza. Objetivándose mediante el trabajo en los
productos logrados por la transformación de la naturaleza, el hombre
crea la posibilidad de formas más complejas de sociedad, en primer
lugar las económicas y después las derivadas de ellas. Entonces las
relaciones sociales son mediadas, no directamente por la naturaleza,
sino por la segunda-naturaleza (naturaleza transformada por el hom­
bre). Como lo hemos notado a propósito de la relación «hombre-
naturaleza» , es preciso notar aquí que las relaciones sociales implican
necesariamente la objetivación, pero no la alienación: en su objeti­
vación llevan solamente la posibilidad de su degradación en
alienación1112.
A la luz de la relación del hombre a la naturaleza y a la sociedad
(relación actuada en el trabajo) descubre Marx que el hecho histórico
originario (fundamental y determinante respecto a todos los otros) es
la producción de medios que permiten satisfacer las necesidades cre­
cientes del hombre. La historia está basada, en última instancia, en
los medios de producción y en el conjunto de las relaciones sociales
correspondientes a una etapa determinada del modo de producir: «apa­
rece de golpe un vínculo materialista de los hombres entre sí...: un
vínculo que toma siempre formas nuevas y presenta así una historia,
aunque no exista todavía ningún misterio político o religioso»1'. Se
perfila aquí la distinción entre la base (la infraestructura) y las su-
praestructuras, distinción que Marx explica ulteriormente: «En la pro­
ducción social de su existencia, los hombres entran en relaciones
determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, en relaciones

10. Thesen über Feuerbach, V.


11. Das Kapital I, 86; National Ökonomie und Philosophie, 231, 241, 274.
12. Die deutsche Ideologie, 19.
162 De la cuestión del hombre a la de Dios

de producción, que corresponden a una fase determinada del desarrollo


de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de las relaciones
de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la
base real sobre la que se eleva la supraestructura jurídica o política,
y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia»13.
La infraestructura básica de la sociedad y de la historia está cons­
tituida por las fuerzas productivas, que se identifican con la relación
del hombre a la naturaleza, y por las relaciones de producción, que
son las relaciones sociales incluidas en el trabajo. El conjunto de estos
dos elementos constituye el modo de producción, que determina las
supraestructuras (jurídica, política, ideológica, religiosa): «el modo de
producción condiciona el proceso de existencia social, política y es­
piritual en su conjunto»14.
Cuando el desarrollo de las fuerzas productivas materiales entra en
contradicción con las relaciones sociales vigentes de producción, es
decir, con las relaciones jurídicas de propiedad (en las que hasta en­
tonces se han actuado las fuerzas de producción), comienza inevita­
blemente una época de revolución social. Con la modificación de la
base económica (infraestructura) se derrumba, más o menos rápida­
mente, el conjunto de las supraestructuras.
Marx ve la historia como una cadena dialéctica de varias tríadas: toda formación
económico-social (esclavitud, feudalismo, capitalismo) atraviesa una fase inicial
de correspondencia entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción,
seguida de otra fase en la que surge y se intensifica la contradicción entre unas y
otras, hasta que se encuentra la solución de la contradicción en la transformación
revolucionaria, que crea una nueva formación. Es un ritmó dialéctico, que por su
misma índole debería continuar indefinidamente15.

Queda, pues, claro el pensamiento de Marx sobre la «infraestruc­


tura» y las «supraestructuras». El elemento básico (originario, pri­
mordial) de toda la realidad histórica está constituido por las fuerzas
de producción (relación absolutamente inmanente «hombre-naturale­
za»), que por sí solas determinan las relaciones de producción. Todas
las demás estructuras de la realidad histórica (derecho, política, ideo­
logía, religión y aun el fenómeno de la conciencia) son derivadas y
de secundaria importancia respecto a la infraestructura económica.
Marx reconoce que las supraestructuras reaccionan a su vez sobre la
infraestructura. Pero queda en pie que la determinación primaria (pri­
mado de rango y de función) de todo el resto permanece siempre en

13. Ibid., 13.


14. Zitr Kritik der politischen Ókonomie, Berlin 1949, 13.
15. G. Wetter, Marxismo, en Diccionario teológico interdisciplinar III, Salamanca
-1986, 432-475.
Karl Marx 163

la estructura básica económica: el «modo de producción» mantiene en


dependencia todas las otras.
Esta visión de la «infraestructura» económica, como base perma­
nente de todas las demás dimensiones de la realidad histórica, aparece
ya en los escritos de su juventud (Manuscritos de París, 1844). «Re­
ligión, familia, estado, derecho, moral, ciencias, arte, etc., no son
sino modalidades particulares de la producción». Todo lo demás se
basa en el «movimiento» de la economía. Allí deberá tener también
su raíz la cuestión del hombre sobre sí mismo16.

4. Marx ha analizado ante todo la infraestructura económica par­


tiendo de la situación histórica de su tiempo. Precisamente durante el
período de su actividad filosófica se ha desarrollado en Europa un
proceso profundo y acelerado de industrialización de la que ha surgido
una nueva estructura económica: el capitalismo. Los trabajadores del
campo abandonaban su tierra emigrando a las ciudades industriales.
Surgió así el fenómeno nuevo de las masas obreras (proletariado) que
vivían únicamente del salario retribuido por su trabajo en las fábricas.
El proletariado trabajaba y vivía en una situación que hoy día podemos
difícilmente imaginamos; salarios ínfimos apenas suficientes para so­
brevivir, jornadas de trabajo de al menos doce horas, trabajo en con­
diciones nocivas para la salud; las masas obreras amontonadas en los
suburbios de las grandes ciudades, verdaderos tugurios infectos, en
los que los porcentajes de enfermedad y de mortalidad prematura eran
espantosamente elevados. Dentro de esta situación de opresión y ex­
plotación deshumanas se desarrolló la economía capitalista que Marx
analizó para descubrir sus leyes como sistema económico y como
condición de posibilidad de alienación, tanto del obrero como del
patrón capitalista17.
El primer dato que Marx descubrió en esta situación fue la relación
y la diferencia entre dos tipos de hombre (clases) que hacen posible
el sistema: a) el obrero, que no posee sino la fuerza-trabajo y que la
vende al capitalista a cambio del salario; b) el capitalista, que posee
(propiedad privada) los medios de producción y compra la maquinaria,
las materias primas y la fuerza-trabajo para lograr y vender las mer­
cancías con el resultado final de la ganancia, es decir, para ganar más
que los gastos hechos en la compra de las máquinas, de las materias
primas y de la fuerza-trabajo. El ciclo del proceso es D-M-D’, a saber,
dinero gastado en las compras (D), mercancía producida por la trans-

16. Manuskripte 1844, 88.


17. Das Kommunistische Manifest, Wien 1947, 23-24, 30-35; Manuskripte 1844, 5-
10, 18, 71; Das Kapital I, 382-384, 444; II, 142, 404-418, 662, 799.
164 De la cuestión del hombre a la de Dios

formación de las materias primas mediante el trabajo (M), aumento


del dinero que resulta de la venta de las mercancías (D’)18·

Marx distingue en las mercancías «el valor de uso», que consiste


en la utilidad de las mercancías para satisfacer, con sus cualidades
específicas, las necesidades del hombre, y «el valor de cambio» (no
específico, sino universal), que consiste en la intercambiabilidad de
las mercancías. Mientras «el valor de uso» de una mercancía per­
manece invariable, «el valor de cambio» puede variar según las con­
diciones del mercado. Hay pues un desnivel entre «valor de uso» y
«valor de cambio»19.
¿De dónde proviene el aspecto universal, común a todas las mer­
cancías, y que las hace intercambiables? Las mercancías se comunican
entre sí a través de algo homogéneo que hace de intermediario y de
lo que representan una cantidad determinable: el elemento común al
que se reducen todos los valores de cambio, es el trabajo; una mer­
cancía no tiene valor de cambio sino en cuanto el trabajo humano se
ha objetivado y materializado en ella. El valor de cambio se mide,
pues, por la cantidad de trabajo contenido en la mercancía y, a su vez,
la cantidad de trabajo se mide por su duración temporal, concretamente
por el tiempo medio de trabajo necesario para la producción de una
mercancía determinada.
Mediante el análisis de los factores que intervienen en el proceso
total de producción en el sistema capitalista, Marx llega a la conclusión
de que, para el aumento final del valor de cambio (plus-valor), tiene
que haber dentro del proceso una mercancía cuyo valor de uso tenga
la cualidad particular de ser fuente de valor de cambio, de tal modo
que consumirla será crear este valor. Esta mercancía la hay en el
mercado: es la fuerza-trabajo dentro de determinadas condiciones. Se
requiere: a) que haya hombres, que no poseen sino la fuerza-trabajo;
b) que estos hombres se presenten al mercado y vendan la única
mercancía que poseen, su fuerza-trabajo; c) que no puedan vender las
mercancías producidas por su trabajo20.
El mecanismo del que surge la plusvalía aparece claro. El salario
que el obrero recibe por su fuerza-trabajo cuesta al capitalista lo que
se requiere para el mantenimiento del trabajador, es decir, para la
conservación de la fuerza-trabajo. El valor de la fuerza-trabajo se mide
por el tiempo de trabajo necesario para la producción de las mercancías
cuyo valor de cambio sea suficiente para la supervivencia del obrero.

18. Ibid.. I, 127-129, 156. Cf. J. Y. Calvez, o. c„ 294-297.


19. Das Kapital I, 39-54.
20. Ibid., 1-5, 11.
Karl Marx 165

Pero, de hecho, el obrero trabaja y produce mercancías durante un


tiempo superior al necesario para producir mercancías cuyo valor de
cambio llegue al coste del salario. Por consiguiente, el valor de la
fuerza-trabajo (concretado en el salario) y el valor, que de hecho crea
la fuerza-trabajo en las mercancías producidas, son cuantitativamente
diferentes. Esta diferencia es la plusvalía: concretamente, la diferencia
entre el salario que el capitalista paga al obrero como cambio por su
fuerza-trabajo y el valor que de hecho la fuerza-trabajo crea en la
mercancía producida. Dada la duración de tiempo, con que Marx mide
cuantitativamente el trabajo, la plusvalía surge de la diferencia entre
el tiempo necesario para que el obrero produzca lo que se requiere
para su mantenimiento, y la duración total efectiva de su trabajo: la
producción de la plusvalía no es sino la creación de valor (mercancías)
mediante el trabajo prolongado más allá de un determinado límite de
tiempo. La relación entre la plusvalía y el trabajo necesario para la
producción de lo equivalente al salario constituye el tanto-por-ciento
de la plusvalía (grado de explotación).
He aquí, en suma, el mecanismo de la plusvalía: el propietario
capitalista compra la fuerza-trabajo, una mercancía, que como las
otras, tiene un «valor de uso» específico que se muestra en su consumo.
Pero en el caso concreto de la fuerza-trabajo, el consumo de su valor
de uso es producción de mercancías nuevas cuyo valor de cambio es
superior al salario. La fuerza-trabajo es, pues, una mercancía de tipo
único, en cuanto es tal que su consumo aumenta el valor de cambio
de las mercancías producidas, es decir, crea la plusvalía: es lo que,
en último término, interesa al capitalista21.

5. Como ya se ha señalado, Marx distingue netamente entre ob­


jetivación y alienación. La alienación es actitud existencial deshumana
y deshumanizante, contradicción entre lo que el hombre está llamado
a hacerse y la situación histórica concreta en que de hecho se encuentra.
La ilusión no afecta sino a la inteligencia, mientras la alienación es
un fenómeno total que concierne al hombre como tal: es una situación
histórica concreta en la que el hombre se ha perdido.
En la situación del hombre en la economía capitalista el obrero
vive una existencia totalmente alienada:
a) alienado del producto de su trabajo, que se vuelve totalmente
ajeno a él y propiedad exclusiva del capitalista: mas aún, este producto,
del que es despojado el obrero, se transforma en capital y así se vuelve
en explotación creciente de la fuerza-trabajo;

21. lbid., 19, 27, 41, 50-59, 165-174.


166 De la cuestión del hombre a la de Dios

b) alienado de su acto mismo de trabajar, que reduce el trabajo a


mercancía de compra-venta: el obrero vive su actividad laboral como
una actividad impuesta, como trabajo-forzado;
c) alienado de sí mismo, porque en vez de autocrearse mediante
el trabajo, pierde en él su humanidad, reducida a mercancía, a cosa
e instrumento;
d) alienado así de su relación a la naturaleza, que se vuelve hostil
al obrero, como objeto de trabajo impuesto;
e) alienado de sus relaciones sociales que están pervertidas: se
siente como mercancía de compra-venta, y por eso en actitud hostil
hacia su enemigo capitalista;
fj alienado también en sus actividades no laborales (comer, beber,
relaciones conyugales), que se vuelven animales2223.
La alienación del obrero se transfiere, en otro registro, al propietario
capitalista, alienado también en su relación a la naturaleza, al trabajo,
al producto, al trabajador, a sí mismo, a la sociedad:
a) el propietario no participa en el trabajo como relación activa
con la naturaleza;
b) por eso no se interesa por el producto del trabajo sino bajo el
aspecto abstracto de la plusvalía;
c) como el obrero no ve en el trabajo sino un medio de subsistencia,
el propietario no lo ve sino como un medio de ganancia;
d) como el obrero no ve en el propietario sino un poder enemigo
de dominio, el propietario no ve en el obrero sino una mercancía e
instrumento de explotación;
e) el propietario está a su vez dominado por el deseo de tener más
a costa de ser-menos y dominado por la idea abstracta del capital; está,
pues, alienado de sí mismo, de su auténtica realización como hombre;
f) como el obrero, pero por motivos diversos, el capitalista de­
rrocha ilusoriamente su libertad en actividades inferiores y animales.
De este penetrante análisis de la alienación de obreros y propietarios
concluye Marx que el hombre del sistema capitalista es un ser des­
humanizado, tanto física como espiritualmente: inmoralidad y embru­
tecimiento del trabajador y del capitalista21.
La alienación básica de la economía capitalista repercute en la
alienación social: la sociedad dividida en clases, la dominante y la
dominada, inconciliables dentro del sistema. Esta alienación lleva con­
sigo la alienación política, a saber, el Estado como forma concreta de
poder, que personifica la clase dominante y que expresa precisamente

22. Manuscritos: economía y filosofía, 55, 60-62, 106-114, 156-157; Manuskripte


2844, 57-72; Das Kapital I, 595."
23. Manuscritos: economía y filosofía, 54, 57, 119, 541; Manuskripte, 5-9, 22, 47,
55, 67.
Karl Marx 167

la no-participación democrática de todos los ciudadanos. El Estado


capitalista ejerce su dominación mediante la estructura alienada y alie­
nante de la burocracia.
La alienación ideológica, que Marx descubre en la filosofía idealista
(Hegel), consiste en su carácter meramente teórico, que no capta la
realidad concreta de la situación histórica y no se interesa por la praxis
como única vía para transformar la sociedad. Tal filosofía refleja la
ideología de la clase dominante y del poder político del Estado: la
clase que posee el poder socio-económico-político tiene necesidad de
presentarse como portadora de ideas universales. Los filósofos idea­
listas forman una casta privilegiada al servicio de la clase dominante24.

6. Según Marx, el mismo proceso histórico que ha engendrado


el sistema capitalista tiende a su propia desintegración. En su intento
de lograr ganancias mayores con nuevas tecnologías, el propietario
tiene que aumentar la parte del capital que ha invertido en los medios
de producción y en las materias primas: el aumento de esta parte del
capital lleva consigo la disminución del grado de plusvalía. Por otra
parte, con la explotación creciente de la fuerza-trabajo de cada obrero
aumenta el empobrecimiento del proletariado. Como consecuencia de
la libre competencia, un número siempre más alto de pequeños pro­
pietarios son arrojados al proletariado, que crece sin cesar. Se forma
así «el ejército industrial de reserva», al que recurren los capitalistas
en los períodos de expansión económica, para volver a arrojar en él
a los obreros, de los que no se tiene necesidad, cuando se para el
mecanismo de producción.
Las crisis económicas del sistema capitalista provienen de la su­
perproducción, acompañada del infraconsumo proletario. Este doble
fenómeno no es casual, sino que proviene de las condiciones de pro­
ducción propias del sistema, es decir, de la explotación de la fuerza-
trabajo. El capitalismo no puede hacer sino acumular siempre más
buscando ganancias mayores y manteniendo a los trabajadores en la
miseria: produce demasiado respecto a lo que los obreros pueden
comprar con el ínfimo salario que reciben. La superproducción de­
sencadena la crisis: la demanda resulta demasiado pequeña. Surge la
parálisis del mercado que, a su vez, provoca la parálisis de las inver­
siones y así la del trabajo: «La razón última de todas las crisis es
siempre la pobreza y el consumo limitado de las masas, en oposición
a la producción capitalista que tiende a desarrollar las fuerzas pro­
ductivas como si éstas no tuvieran más límites que la capacidad ab­
soluta de consumo de la sociedad»25.
24. Das Kommunistische Manifest, 30-35, 56-59, 60-67, 74-76.
25. Das Kapital III, 192-193; II, 316.
168 De la cuestión del hombre a la de Dios

Marx piensa que todas las revoluciones de la historia han surgido,


en último término, del cambio de la estructura económica: el progreso
de los factores de producción entra en contradicción con las condi­
ciones sociales de producción hasta entonces vigentes.
Las revoluciones anteriores a la revolución proletaria han sido so­
cialmente «parciales», es decir, realizadas por minorías en el interés
de minorías: inevitablemente una masa de individuos quedaba degra­
dada a mero instrumento de producción. Por el contrario, la revolución
proletaria será social y total, es decir, transformará toda la sociedad
y creará la verdadera sociedad humana. La originalidad de esta re­
volución proviene del agente que la hará: el proletariado, como la sola
clase universal y como realidad del todo negativa que el capitalismo
ha creado privando a los obreros de toda propiedad y derecho, y
arrojándolos así en una situación de total deshumanización. Por eso
el proletariado no puede emanciparse, sino emancipando todas las
esferas de la sociedad. Siendo la pérdida total de lo humano, el pro­
letariado no podrá reconquistarse a sí mismo sino con la reconquista
total del hombre. Es, en el fondo, el capitalismo el que engendra los
agentes que un día podrán aniquilarlo: sus sepultureros.
La fuerza motriz de la revolución proletaria será la conciencia que
el proletariado tomará de su explotación por obra del capitalismo: se
dará cuenta de que su situación encarna la alienación total respecto al
producto de su trabajo, a su actividad laboral y a las relaciones sociales
de producir. Crecerá así la rebelión de la clase obrera educada, unida
y organizada mediante el mecanismo del proceso mismo de producción
capitalista.
La revolución proletaria necesitará de un período provisional, más
o menos largo («socialismo»), del proceso de transición hasta la crea­
ción del «comunismo» sobre bases económico-sociales radicalmente
nuevas. La primera etapa será la constitución del proletariado como
clase dominante a nivel político: el proletariado se servirá de su su­
premacía política para arrancar, poco a poco, a la burguesía todo el
capital y para centralizar en las manos del nuevo Estado (es decir, del
proletariado organizado en clase dirigente) todos los medios de pro­
ducción y aumentar cuanto antes el conjunto de las fuerzas de pro­
ducción. Esta organización del proletariado en clase dirigente la llama
Marx «dictadura del proletariado», a la que lleva necesariamente la
lucha de clases; «período político de transición, durante el cual el
Estado no podrá ser sino la dictadura revolucionaria del proletariado».
La revolución proletaria no se reducirá a la mera supresión de la
propiedad privada de los bienes de producción, sino que será también
el proceso en que el proletariado se hará capaz de fundar la sociedad
Karl Marx 169

sobre bases nuevas: es decir, no se cambiará solamente la infraes­


tructura económica, sino que, haciendo este cambio, el proletario hará
de sí mismo al hombre nuevo en el que resplandecerá la nobleza de
la humanidad en la verdadera fraternidad. La revolución proletaria será
definitiva e irreversible: llevará al «comunismo»26.

7. En coherencia con su pensamiento sobre la infraestructura eco­


nómica y las supraestructuras, Marx reduce (en último término) la
historia universal a la historia de los modos de producción, es decir,
de la relación históricamente cambiante del hombre a la naturaleza
mediante el trabajo. Toda la historia se basa finalmente en la industria
y todo está determinado por ella: la historia universal no es sino la
autocreación del hombre mediante el trabajo en cuanto transformación
de la naturaleza por el hombre. La dimensión originaria y fundamental
de la historia está pues constituida por el modo de producción, es
decir, por la interacción de las fuerzas de producción y de las relaciones
sociales de producción: «El conjunto de las relaciones de producción
constituye la estructura económica de la sociedad, la base real en que
surge la sobreestructura jurídica y política, y a la que corresponden
las formas sociales determinadas de conciencia». El «materialismo
histórico» de Marx consiste, pues, en su visión del devenir histórico
de la humanidad, en cuanto determinado, en última instancia, por el
modo de producción de los bienes materiales, es decir, por el progreso
en el modo de transformar la naturaleza para satisfacer las necesidades
del hombre. Todos los demás aspectos de la historia dependen de esta
dimensión básica (material, económica) de la relación del hombre a
la naturaleza. Los virajes revolucionarios de la historia han surgido
de la contradicción entre el cambio de las fuerzas de producción y el
no-cambio correspondiente de las relaciones sociales de producción.
En los escritos de Marx no aparece el término «materialismo dia­
léctico», pero sí su contenido. Precisamente el «materialismo histó­
rico» impone la cuestión: ¿Por qué en la historia el primado absoluto
corresponde a la infraestructura económica? ¿por qué en el hombre el
primado corresponde a su relación a la naturaleza? ¿cuál es el origen
de la naturaleza y del hombre? A tal pregunta no se podía responder
sino con una visión total de la estructura general de la realidad, tanto
del hombre cuanto de la naturaleza y de su relación a la historia, de
tal modo que se pueda explicar la dialéctica constitutiva de la, historia
(posición, negación, superación): el «materialismo histórico» no podía
ser explicado sino dentro de una visión total, materialista (meramente

26. Zur Kritik der politische Ökonomie, 13-14; Die deutsche Ideologie, 58-60; Das
Kommunistische Manifest, 76-77, 94-96; Carta a Weidemeyer, 5 marzo 1852.
170 De la cuestión del hombre a la de Dios

inmanente) y dialéctica de toda la realidad. En su visión del devenir


histórico, Marx se apropia el proceso dialéctico hegeliano, pero re­
chazando el «Espíritu absoluto» como motor y creador del proceso,
es decir, como Transcendente respecto a la naturaleza, al hombre y a
la historia (Dios). En el origen último de la naturaleza, del hombre y
de la historia está la Materia, cuya más excelente cualidad es el mo­
vimiento y la potencia de tensión, las fuerzas primitivas inherentes a
Ella y productoras de las diferencias específicas27.
Aunque Marx no ha prestado especial atención a la explicación del
proceso de la materia hacia la aparición del hombre, no se puede dudar
de que, según él, el hombre proviene del dinamismo intrínseco de la
naturaleza, que a su vez no tiene otro origen que sí misma: la cuestión
de un Ser transcendente respecto a la naturaleza y al hombre, carece
de sentido: se ha vuelto práxicamente imposible. El «materialismo
dialéctico» marxiano queda pues claro: el origen y fundamento per­
manente de todo lo real es la Materia en su proceso intrínseco dialéctico
que va de la posición a la negación y finalmente a la supresión-
superación: un proceso incesantemente creativo de formas nuevas, es
decir, que se desarrolla en un devenir histórico indefinido: los inter­
cambios materiales entre el hombre y la naturaleza son una necesidad
física de la vida humana28.

8. Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el


período de la transformación revolucionaria de la primera en la se­
gunda. A este período corresponde también un período político de
transición («socialismo»), cuyo Estado no puede ser sino el de la
dictadura revolucionaria del proletariado. Así escribía Marx en su
Crítica al programa de Gotha (1875). Ya en una carta a J. Weyde-
meyer (1852) había dicho que «la lucha de clases conduce necesaria­
mente a la dictadura del proletariado, que constituye solamente el
tránsito... a una sociedad sin clases». Este «gobierno de la clase
obrera» es la necesaria etapa intermedia para consolidar los cambios
económicos y sociales logrados por la revolución proletaria. La so­
ciedad nueva y el hombre nuevo, que acaban de nacer del capitalismo,
llevan todavía en todos sus aspectos el sello de la vieja sociedad, de
cuya entraña proceden. Pero Marx nota con agudo realismo que sin
un capitalismo altamente desarrollado, la revolución proletaria no po­
dría repartir sino miseria: en este estado de pobreza surgirían nuevos
grupos privilegiados, nuevas luchas por lo indispensable y una creación

27. Manuskripte 1844, 94, 122, 127; Die deutsche Ideologie, 17-20, 29, 34, 39, 347;
Zur Kritik..., 13-14.
28. Die heilige Familie, 235-239; Manuskripte 1844, 37, 49, 90, 112, 160-161, 170,
181-186.
Karl Marx 171

nueva de una masa desprovista de todo. El desarrollo del capital es


condición necesaria para que pueda surgir una sociedad nueva: una
revolución verdadera no será posible si no se dan las condiciones
económicas, que hay que buscar en el proceso histórico del
capitalismo29.
La evolución misma del capitalismo, con su introducción de nuevas
tecnologías, abre perspectivas nuevas al trabajo humano y así al hom­
bre mismo. El hombre ya no es mero instrumento de trabajo, sino el
vigilante y regulador de todo el proceso de producción: director de la
nueva maquinaria automatizada. La nueva revolución científico-téc­
nica exige una alta capacitación para dominar el proceso de producción.
El capitalismo crea así los presupuestos para un hombre nuevo; pero
el hombre nuevo no puede aparecer mientras permanezcan las rela­
ciones capitalistas de producción30.

La conciencia de vivir explotados y degradados en la sociedad


capitalista es la raíz de la protesta y rebelión de los obreros y el motor
que los empuja a la lucha por su liberación. Solamente la clase obrera
puede sentir la opresión capitalista como barrera que le impide su
desarrollo humano. De esta conciencia crítica del proletariado surgen
el hombre nuevo socialista y el hundimiento del capitalismo. La base
para la superación de toda alienación está en la supresión de la pro­
piedad privada de los bienes de producción31.
El hombre nuevo se hará a sí mismo participando en el proceso
revolucionario. Cambiando las relaciones de producción, se cambiará
a sí mismo. En sustitución de la vieja sociedad burguesa con sus
antagonismos de clases surgirá una asociación en que el libre desarrollo
de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos32.
En su obra La guerra civil en Francia presenta Marx la revolución
proletaria de 1871 y la erección de la Comuna como el modelo de
todo Estado socialista. La clase obrera toma en sus manos la dirección
y el control de los asuntos comunes en la nueva sociedad. No pretende
la supresión física de los capitalistas, sino transformarlos en trabaja­
dores. Su objetivo es la liberación económica del trabajo y así la
liberación de toda explotación. Una vez que se haya emancipado el
trabajo, todo hombre se convierte en trabajador y el trabajo productivo
deja de ser peculiaridad de una clase. Con la alienación económica
desaparece la alienación social en clases. También la clase capitalista

29. Zur Kritik des Gothaer Programms, Berlin 1946, 29; Die deutsche Ideologie, 36;
Grundrisse der Kritik der politischen Ökonomie, Berlin 1953, 237-239,
30. Ibid., 227-228.
31. Ibid., 169, 424, 362, 102.
32. Die deutsche Ideologie, 88, 195.
172 De la cuestión del hombre a la de Dios

logrará su liberación humana convirtiéndose en trabajadores. La Co­


muna estaba constituida por obreros elegidos por sufragio universal.
Era un gobierno de la clase obrera para el pueblo y por el pueblo, la
forma política finalmente descubierta bajo la cual se podía realizar la
liberación económica del trabajo. Todos los que desempeñaban cargos
públicos debían vivir con salarios de obreros. No había miembros
privilegiados y, por eso, ninguna explotación del hombre por el hom­
bre. La Comuna era, pues, la recuperación de la vida social del pueblo
por el pueblo y para el pueblo. Era la revolución para destruir esa
máquina abominable del dominio de clases33. En esta descripción
idealiza Marx la revolución proletaria de 1871 con la intención de
presentar la fase «socialista» como camino para llegar a la realización
plena del hombre y de la sociedad en la meta venidera, final y definitiva
de la historia, es decir, en el «comunismo»; en los Manuscritos de
París, Marx ha legado su visión filosófica sobre este fin intrahistórico
de la historia: su escatología.
El comunismo, como supresión positiva de la propiedad privada (entendida como
autoalienación del hombre), y así como real apropiación de la esencia del hombre
mediante el hombre y para el hombre; por eso, como retorno total del hombre
para sí, del hombre como ser social, es decir, humano: retorno completo hecho
consciente y madurado dentro de toda la riqueza del devenir histórico hasta hoy.
Este comunismo se identifica, en cuanto naturalismo, llegado a su propio cum­
plimiento, con el humanismo, y en cuanto humanismo, llegado al propio cum­
plimiento, con el naturalismo; es la solución verdadera del antagonismo entre
naturaleza y hombre, entre hombre y hombre, la verdadera solución del conflicto
entre existencia y esencia, entre la objetivación y la autoafirmación, entre la libertad
y la necesidad, entre el individuo y la especie. Es la solución del enigma de la
historia y es consciente de ser esta solución. El movimiento total de la historia
es, pues, por una parte, el acto de procreación real de este comunismo (el acto
de nacimiento de su existencia empírica) y, por otra, es para su conciencia pensante
el movimiento comprendido y conocido de su devenir. La esencia humana de la
naturaleza no existe sino para el hombre social, porque solamente en la sociedad
la naturaleza es para él vínculo con el hombre, como existencia de sí mismo para
el otro y del otro para él, así como elemento vital de la realidad humana; solamente
así la naturaleza es para el hombre el fundamento de su propia existencia humana.
Y solamente entonces su existencia natural es para él su existencia humana y la
naturaleza se ha hecho para el hombre. La sociedad es, pues, el cumplimiento de
la unidad esencial del hombre con la naturaleza, la resurrección verdadera de la
naturaleza, el cumplido naturalismo del hombre y el humanismo cumplido de la
naturaleza34.

En estos tres textos, el joven Marx ha esbozado los rasgos fun­


damentales del verdadero «comunismo», a saber, no mera supresión
de la alienación económica y consiguientemente de las demás, sino

33. La guerra civil en Francia, Madrid 1970, 66-67.


34. Manuskripte 1844, 87-89.
Karl Marx 173

positivamente cumplimiento pleno, y, por eso, definitivo, del hombre


en su relación a la naturaleza y a la sociedad; reconciliación, unidad
e identidad entre el hombre y la naturaleza por él transformada, entre
el hombre y sus objetivaciones, entre el hombre y el hombre, entre el
individuo y la especie; humanismo plenamente cumplido de la natu­
raleza y naturalismo plenamente cumplido del hombre, es decir, coin­
cidencia total del hombre con la naturaleza transformada definitiva­
mente por el trabajo humano. No más mediación dialéctica, sino
plenificación inmanente de la historia sin ulterior devenir histórico:
plenitud intrahistórica de la historia. El comunismo será la meta de­
finitiva de la emancipación de la humanidad: no meramente una historia
nueva después de la historia alienada o una etapa particularmente
importante de la historia, sino su cumplimiento definitivo. De lo con­
trario el hombre comunista no sería todavía el hombre verdadero,
plenamente autorrealizado.

9. El ateísmo del joven Marx (que aparece ya en su tesis doctoral:


1841) está claramente influenciado por el de Feuerbach. El mismo
reconoce que desde Feuerbach «la crítica de la religión está esencial­
mente acabada en Alemania»: disolución de la religión y de la teología
en la antropología. Pero muy pronto Marx critica, por su parte, la
antropología de Feuerbach, en cuanto limitada a la relación del indi­
viduo al individuo: el hombre no puede ser conocido sino dentro del
contexto de sus relaciones sociales y de sus condiciones concretas de
vida. Feuerbach no tiene en cuenta la historicidad del hombre ni su
actividad en el mundo y por eso ignora la cuestión del hombre en
cuanto condicionado por su situación histórica concreta35.
La crítica de Marx a la religión parte de la perversión de las re­
laciones socio-económicas, que constituyen la situación alienada del
hombre. Al no encontrar satisfacción en el mundo pervertido en que
vive, el hombre se refugia en un sobremundo divino: la religión no
es sino una creación fantástica del hombre alienado.
La crítica del cielo se convierte en crítica de la tierra; la crítica de la religión
termina en la doctrina de que el hombre es para el hombre la realidad suprema
y, por consiguiente, en el imperativo categórico de invertir todas las relaciones
en las que el hombre es un ser humillado, esclavizado, abandonado y despreciado.

La supresión de estas relaciones sociales pervertidas llevará consigo


la superación de la alienación religiosa. La religión puede desaparecer
solamente cuando las relaciones de la vida práctica, diaria, trabajadora,

35. Cf. G. Wetter, Der dialektische Materialismus, Wien 1958, 12-17; G. Guijarro,
o. c., 116-144.
174 De la cuestión del hombre a la de Dios

representen para los hombres relaciones entre ellos mismos y con la


naturaleza... transparentes como el día; desaparecerá con la desapa­
rición de su base terrena, reduciéndola a su autenticidad, a su índole
meramente terrena36.
Marx califica la religión como «sol ilusorio», «opio del pueblo»,
«halo de santidad», «suspiro de la criatura agobiada», es decir, como
consuelo aparente del sufrimiento humano. Reconoce en las religiones
cristianas el aspecto de ser «protesta» contra la miseria real: una pro­
testa que proviene del principio de igualdad de los hombres como hijos
del mismo padre, Dios. Pero nota al mismo tiempo que lo importante
y decisivo no es la mera doctrina, sino su actuación en la praxis
liberadora de la opresión de la clase obrera, y no puede menos de
constatar y denunciar que, efectivamente, las Iglesias cristianas de su
época estaban instrumentalizadas por el Estado capitalista37. Pero no
es aquí donde surge la novedad radical del ateísmo marxiano, sino en
su escatología, es decir, en su visión del comunismo como etapa final
de la historia, como plena identificación mutua entre la humanidad y
la naturaleza definitivamente transformada por la actividad humana.
El texto siguiente de los Manuscritos es decisivo al respecto:
Pero para el hombre socialista, todo lo que se llama historia universal no es sino
la generación del hombre por el trabajo humano (el devenir de la naturaleza para
el hombre); por eso tiene la prueba evidente e irrefutable de su generación por sí
mismo, del proceso de su origen (autogénesis). Si la realidad esencial del hombre
y de la naturaleza, si el hombre que es para el hombre mismo, la existencia de
la naturaleza y la naturaleza que es para el hombre la existencia del hombre se
han vuelto un hecho, algo concreto y evidente, la cuestión de un ser extraño, de
un ser que está por encima de la naturaleza y del hombre se ha vuelto prácticamente
imposible: tal cuestión implicaría el reconocimiento de la inesencialidad de la
naturaleza y del hombre. El ateísmo, en la medida en que niega esta inesencialidad,
carece de sentido, porque es una negación de Dios y mediante esta negación pone
la existencia del hombre; pero el socialismo, en cuanto tal, no necesita esta
mediación (de negar a Dios). El socialismo parte de la conciencia teórica y prác­
ticamente sensible del hombre y de la naturaleza como lo esencial: es la conciencia
de s í positiva del hombre, que no es más por la mediación de la supresión de la
religión38.

10. Supuesta la escatología de Marx, que culmina en el «co­


munismo» como identidad plena venidera entre la humanidad y la
naturaleza definitivamente transformada por el hombre, es totalmente
lógica la conclusión de que en esta inmanencia mutua y plena entre
la naturaleza y el hombre no hay lugar, no solamente para Dios, sino
ni siquiera para la cuestión de Dios; más aún, para ninguna pregunta,

36. Das Kapital, 98-99.


37. Manuskripte 1844, 60, 80, 88, 95, 126, 131.
38. Ibid., 98-99.
Karl Marx 175

porque en la escatología marxiana de identidad plena entre el sujeto


(hombre) y el objeto (mundo, naturaleza) no es posible preguntar nada.
Queda pues en pie la cuestión misma del «comunismo»: la cuestión
que Marx no se ha planteado. Pero la vulnerabilidad de su escatología
es demasiado evidente. La mutua plenificación meramente inmanente
del hombre con la naturaleza (por él definitivamente transformada)
haría imposible toda ulterior objetivación del hombre sobre la natu­
raleza: sería definitivamente superado el desnivel entre sujeto (hombre)
y objeto (naturaleza), a saber, precisamente el desnivel que constituye
la condición previa de posibilidad de toda acción del hombre sobre la
naturaleza. Y por consiguiente, el hombre nuevo, llegado a su plenitud
humana, no podría descubrir nada ni hacer nada: quedaría impotente
ante la naturaleza plenamente transformada. En realidad, la plenitud
final de la historia sería la victoria de la naturaleza sobre el hombre,
reducido en último término a instrumento para la transformación plena
de la naturaleza. La identidad absoluta del sujeto humano y del objeto
es inalcanzable. Y entonces la promesa del «comunismo» no pasaría
de ser «opio» para el proletariado. El humanismo de Marx proclama
el primado absoluto del hombre sobre la naturaleza; pero su escatología
pone al hombre al servicio de la naturaleza, es decir, del pleno de­
sarrollo de sus potencialidades39. Marx estaba convencido de que el
ateísmo práxico hará desaparecer la religión en el mundo; el hombre
nuevo y verdadero del «comunismo» tendrá la prueba evidente de que
toda la realidad está constituida exclusivamente por la relación del
hombre, cumplida plenamente, a la naturaleza y a la sociedad. Pero
entonces se hace evidente que su previsión de la desaparición futura
de la cuestión de Dios en el evento final del «comunismo» vale tanto
como su escatología de una plenitud intrahistórica de la historia.
El «comunismo», como identidad plena entre la humanidad y la
naturaleza definitivamente transformada por ella, constituye la di­
mensión comunitaria de la escatología de Marx.. Queda todavía por
examinar su pensamiento sobre la dimensión individual de su esca­
tología, es decir, sobre el sentido de la muerte.

39. La imposibilidad de una identidad plena del hombre con la naturaleza, por él
totalmente transformada, ha sido puesta de relieve por J. Y. Calvez: «el hombre quedará
enterrado en una feliz identidad con la naturaleza»; «la objetivación, que es la condición
de posibilidad de la alienación histórica, es incompatible con el logro totalmente feliz de
la historia que describe Marx en el término de la alienación histórica». «Marx identifica
humanismo y naturalismo. Una naturaleza plenamente humanizada no es sino una forma
nueva de la naturaleza que se ha modificado a sí misma. El hombre plenamente naturalizado
es un hombre hundido en la naturaleza» (La pensée de Karl Marx, 617, 621, 627). También
H. G. Gadamer ha notado que «la identidad absoluta de la conciencia y el objeto es, por
definición, inasequible para una conciencia histórica finita»; «ser histórico significa no
poder resolverse nunca en autotransparencia» (Verita e método, Milano 1979, 274. 278.
352; Verdad y Método, Salamanca 31988).
176 De la cuestión del hombre a la de Dios

Es preciso notar ante todo que Marx se interesó primordialmente


por la muerte en la clase obrera, es decir, por las circunstancias des­
humanas en que tenía lugar la muerte de los trabajadores40. Sobre la
muerte, como fenómeno humano universal, nos ha dejado solamente
el breve texto siguiente: «La muerte aparece como una dura victoria
del género (humano) sobre el individuo y (parece) contradecir a la
unidad del género; pero el individuo determinado es solamente un ser
genérico determinado y, como tal, mortal»4'. Con estas palabras Marx
niega la inmortalidad (personal) de los individuos humanos, afirma la
supervivencia imperecedera del género humano, y señala la conexión
entre la mortalidad del individuo humano y la inmortalidad de la
especie humana: la muerte de cada individuo es considerada meramente
como condición de posibilidad de la supervivencia de una realidad
superior, a saber, del género humano. La mortalidad del hombre in­
dividual está en función de la inmortalidad de la humanidad en su
totalidad colectiva. La «dura victoria» de la especie humana sobre el
individuo (la victoria que es la muerte) se justifica en cuanto necesaria
para que la especie humana pueda mantenerse en vida; la muerte no
tiene sentido sino como sacrificio de la persona humana en aras de la
supervivencia colectiva; he aquí la conexión entre el individuo mortal
y el género humano inmortal; para que la humanidad permanezca en
vida es necesario que los individuos se hundan en la nada de la muerte.
La persona humana queda degradada a momento anónimo del proceso
histórico de la humanidad.
Esta visión marxiana de la muerte se inspira en la del segundo
período de Leuerbach:
En relación a su género, el individuo carece de importancia. El fenómeno de esta
insignificancia (del individuo) respecto al género humano, es la muerte. Como
todo ser vivo, el individuo humano está vinculado a su género en su origen y en
su fin: recibe la vida por generación y la pierde definitivamente en la muerte a
favor de una nueva generación. Lo caduco es el ser personal de cada hombre: lo
que permanece imperecedero es solamente su ser genérico42.

Tanto Leuerbach como Marx sitúan la cuestión de la muerte y su


respuesta dentro de la relación entre la persona humana y la especie
humana; en esta relación el primado corresponde al género humano:
la persona humana debe desaparecer en la nada para que permanezca
la humanidad. La victoria del género humano sobre la persona es una
exigencia insuperable de la naturaleza; la razón última de ser del

40. Cf. G. Girardi, El marxismo frente al problema de la muerte: Concilium 94


(1974) 131-136.
41. Frühe Schriften 1, Stuttgart 1962, 598.
42. L. Feuerbach, SW, 451.
Karl Marx 177

individuo es la de contribuir a la supervivencia de la humanidad. La


aniquilación de la persona humana constituye la victoria definitiva de
la naturaleza sobre el hombre, que realmente no emerge sobre el ciclo
fatal de generación y muerte impuesto por la naturaleza. Se revela así
la insuficiencia de la respuesta de Marx a la cuestión de la muerte
humana, en cuanto en ella se afirma el primado absoluto del ser
genérico del hombre sobre su ser personal y, en el fondo, el primado
de la naturaleza sobre el hombre: en último término sería la naturaleza
misma la que crea el desnivel insuperable entre la humanidad como
inmortal y la persona como mortal. El resultado de la escatología de
Marx en su dimensión comunitaria («comunismo») y en su dimensión
personal (muerte) es el mismo: victoria de la naturaleza sobre lo
humano; el humanismo marxiano es, ante todo, naturalismo. Es la
naturaleza la que absorbe la vida del individuo en la nada de la muerte
y la que absorberá la comunidad humana en su panificación intrahis-
tórica. En ninguna de estas dos dimensiones de la escatología de Marx
podría surgir la cuestión de Dios: la naturaleza sería la realidad absoluta
y absolutamente inmanente, intramundana.

11. La antropología de Marx gira en torno a la distinción entre


la «infraestructura» y las «supraestructuras»; la dimensión originaria
y más profunda de la existencia humana es la económica (primado de
origen y de importancia, que determina todas las otras: jurídica, po­
lítica, ideológica, religiosa) que se derivan y dependen de la «infraes­
tructura» económica; la historia de la humanidad estaría determinada,
en último término, por los cambios en los modos de producción (ma­
terialismo histórico). Ante esta tesis fundamental de la antropología
de Marx hay que reconocerle el mérito de haber descubierto la im­
portancia singular del factor económico en la humanidad y en la his­
toria. Pero no se puede omitir la cuestión de si no se esconde aquí
una simplificación de la compleja realidad de lo humano y de su
historia: ¿no hay en la cultura humana otras dimensiones originarias
que no pueden ser explicadas como meras derivaciones de la estructura
económica? Basta indicar algunas formas concretas de cultura: ¿no
sería una empresa imposible la de intentar probar que la creación
artística (pintura, escultura, música, poesía, etc.), en sus asombrosas
manifestaciones, tiene su origen en los modos de producción material
de una época determinada? ¿no es la expresión artística algo autónomo
que supera totalmente lo que en ella puede haber de producción ma­
terial? El sentido y la expresión de la belleza pertenecen a una esfera
originaria de lo humano cualitativamente diversa de la producción de
bienes materiales destinados al consumo del hombre.
178 De la cuestión del hombre a la de Dios

Hay en la cultura humana una actividad no menos relevante que


la creación artística: es la obra del pensamiento humano que llamamos
filosofía. Los diversos sistemas filosóficos delatan el mismo origen
común en el impulso de la inteligencia humana a buscar radical e
ilimitadamente la comprensión creciente del «por qué» y del «para
qué» (fundamento y finalidad) del mundo y del hombre. Este anhelo
inagotable de saber, y, por eso, de preguntar siempre ulteriormente,
lleva en sí mismo el sello de la propia originalidad: es una aspiración
innata, impresa en la interioridad constitutiva del hombre, y no está
determinado por la «infraestructura» económica. Sería vano todo in­
tento de reducir la herencia filosófica de la humanidad a una «super­
estructura» derivada y dependiente de los «modos de producción». De
un modo más o menos explícito, la filosofía ha buscado y continúa
buscando la respuesta a la cuestión del hombre sobre sí mismo, es
decir, sobre el sentido último de su vida. Esta es precisamente la
cuestión que se impone por sí misma al hombre y lo hace radicalmente
abierto al más allá que lo transciende: al preguntarse sobre sí mismo,
al reconocerse como fundamentalmente interpelado, se revela como
referido a una Realidad que está por encima del hombre y funda su
existencia. La radicalidad del ateísmo de Marx rechaza la cuestión
misma de Dios como mero producto de una abstracción carente de
sentido.
Si tú planteas la cuestión de la creación de la naturaleza y del hombre, prescindes
del hombre y de la naturaleza. Tú los pones como no existentes y me pides que
te demuestre que existen. Yo te digo entonces: abandona tu abstracción y aban­
donarás también tu cuestión, o, si quieres mantenerte en tu abstracción, sé con­
secuente... y piénsate como no existente, porque también tú eres naturaleza y
hombre. No pienses más, no me preguntes, porque desde que tú piensas y me
preguntas, tu manera de hacer abstracción del ser de la naturaleza y del hombre
no tiene ningún sentido... Pero para el hombre socialista todo lo que se llama
historia universal no es sino generación del hombre por el trabajo humano, el
devenir de la naturaleza para el hombre; tiene, pues, la prueba evidente irrefutable
de su autogénesis. Si la realidad esencial del hombre y de la naturaleza (existencia
de la naturaleza para el hombre y viceversa)..., es evidente que la cuestión de un
ser extraño superior a la naturaleza y al hombre se ha hecho prácticamente
imposible*3.

Para Marx, pues, la cuestión sobre la existencia del conjunto na­


turaleza-hombre es absurda, una abstracción carente de sentido. Y,
sin embargo, es el hombre mismo el que no puede menos de plantearse
esta cuestión, la cuestión de si la realidad total intramundana natu­
raleza-hombre tiene o no tiene, en sí misma, su fundamento último:
cuestión filosófica inevitable, aun dentro de una cosmovisión mate-43

43. Manuskrípte 1844, 98-99.


Karl Marx 179

rialista. ¿Es la materia la realidad última, autofundante, o está fundada


en algo que la transciende? Al no plantearse esta cuestión, el mate­
rialismo marxiano parte de un mero presupuesto que no puede ser
superado sino mediante un análisis ulterior de la relación hombre-
mundo. Y en este análisis será inevitable lo que constituye la supe­
rioridad del hombre sobre la naturaleza en su condición de persona,
de sujeto dotado de autoconciencia y libertad.
6
Escatología marxista de Ernst Bloch

1. Han pasado dos siglos desde que Kant situó el problema central
de la filosofía en la cuestión, ¿qué es el hombre?, y dentro de ella
concretó la pregunta, ¿qué puedo esperar?1. Hoy día esta pregunta es
vivida y formulada en relación con el porvenir de toda la humanidad:
¿quépodemos esperar?; una pregunta apremiante para cualquier hom­
bre que se pone a pensar.
Si la filosofía de nuestro tiempo tiene que partir de la cuestión del
hombre y de su esperanza (a nivel personal y comunitario), y por eso
tendrá que ser fundamentalmente humanista, la medida del valor de
los diversos humanismos la dará la interpretación de la esperanza
humana que cada uno presente. Nuestra época se caracteriza por el
enfrentamiento entre dos humanismos: el de inspiración marxista y el
de inspiración cristiana.
Varios pensadores de nuestro tiempo, que se profesan marxistas,
han abordado la cuestión de la esperanza de la humanidad2. Pero entre
ellos hay uno que puede ser llamado el filósofo de la esperanza mar­
xista, porque su filosofía representa el más poderoso intento de lanzar
el marxismo hacia el espacio, sin confines, del esperar humano: Ernst
Bloch3.

1. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, WW, III, 833-834.


2. Me refiero principalmente a R. Garaudy, M. Machovec, V. Gardavsky. Cf. J.L.
Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista, Salamanca 1978.
3. Cito las obras de Bloch en su edición completa: Gesamtausgabe, Suhrkamp Verlag,
Frankfurt 1961-1975. Las siglas siguientes señalan los títulos de cada obra: AC, Atheismus
in Christentum; EM, Experimentum Mundi; EZ, Erbchaft dieser Zeit; GU, Geist der
Utopie; LA, Litterarische Aufsätze; DM, Das Materialismusproblem; NW, Naturrecht
und menschliche Würde; PH, Das Prinzip Hoffnung; SO, Subjekt-Objekt; SP, Spuren;
Tübe, Tübingen Einleitung in die Philosophie; TLU, Tendez, Latenz, Utopie; TM, Thomas
Münzer als theologe der Revolution; ÜKM, Über Karl Marx; VPR, Vorlesungen zur
Philosophie der Renaissance; ZP, Zwischen Welten in der Philosophie-geschichte. Los
escritos sobre la persona y sobre la filosofía de Bloch son extraordinariamente numerosos.
Los ha recogido recientemente M. L. Ureña en su excelente obra, Ernst Bloch: ¿Un futuro
sin Dios?, Madrid, 1986, XVIII-XXXIII.
182 De la cuestión del hombre a la de Dios

Hay que decir, ante todo, que Bloch ha sido un pensador de per­
sonalidad muy marcada, y que su marxismo debe ser matizado aten­
tamente. Estaba convencido de que Marx ha visto, como nadie hasta
entonces, el futuro de la humanidad. Su ateísmo es de matriz marxista,
basado en la materia como fundamento único de toda realidad (aun
humana) y en la plenitud futura puramente inmanente de la historia
(origen y fin, protología y escatología)4. De Marx ha heredado la
importancia de la praxis revolucionaria para la supresión de la alienante
diferencia de clases sociales; pero, en cambio, se ha dado cuenta de
la unilateralidad de Marx, al considerar el factor económico como la
dimensión básica y decisiva de la historia. Su extraordinaria cultura
(literatura, arte, filosofía, historia de las religiones) le ha ayudado a
descubrir, y aun denunciar, las lagunas del humanismo marxista, para
tratar de superarlas con una visión más rica de la complejidad y hondura
de las aspiraciones del hombre. La dignidad de la persona humana (y
por eso el problema de la muerte) y los ideales de la libertad, de la
fraternidad y del amor, toman en sus obras un relieve ante el que
palidecen las mejores intuiciones del joven Marx5.
Si Marx interpretó el fenómeno religioso como alienación conso­
ladora de los oprimidos económica y socialmente (aunque, alguna vez,
como impulso a la protesta), Bloch ha visto en las religiones (sobre
todo en el judaismo y en el cristianismo) la expresión más vigorosa
del ser del hombre como éxodo de esperanza (por más que para él se
trate de una expresión plasmada en el mito de Dios), es decir, de
aquella esperanza que constituye el tema primordial de su filosofía6.

2. Bloch parte de la persuasión de que, después de Marx, la


filosofía no puede ser sino un saber acerca de las dimensiones sub­
jetivas y objetivas de la esperanza, como apertura permanente hacia
el futuro7. La cuestión filosófica por excelencia es la del porvenir, que
la humanidad anhela y busca: he aquí la vivencia humana primaria,
incesante e indestructible. La des-esperanza (Hoffnungslosigkeit) sería
para el hombre lo absolutamente insoportable8.
Critica duramente a Heidegger (a mi parecer, con razón) por haber
hecho de la «angustia» (Angst) la dimensión existencial fundamental;

4. PH, 16-20, 28-32, 288-333, 1602-1628.


5. GU, 302-307, 346; PH, 76, 227-229, 572-578, 725, 1420, 1608; AC, 188, 350;
Tübe, 175.
6. PH, 1408-1415, 1450-1493; AC, 87-92, 144, 190-230, 334. Bloch reconoce en
los profetas de Israel, y sobre todo en Cristo, los heraldos de la protesta contra la opresión
humana.
7. PH, 5, 1618.
8. AC, 332-334.
Escatología marxista de E. Bloch 183

porque el deseo, y por consiguiente la esperanza, son condición on-


tológica previa de la angustia. Lo originario es el querer vivir, que se
identifica con el esperar9.
La esperanza, como impulso hacia adelante, impresa tanto en la
materia como en el hombre (momento culminante del devenir de la
materia), es el vínculo que orienta mutuamente la naturaleza y la
humanidad hacia su definitiva plenitud inmanente10. Aspiración fi­
nalizada y orientación hacia la meta final (Zielstrebigkeit, Zielbezo-
genheit) caracterizan la ontología de Bloch11. La esperanza «suprime
el ciclo», porque en todo logro mantiene la misma aspiración de ir
más lejos, que tenía desde el principio. No puede haber retorno (Wie-
derkehr) al comienzo, sino únicamente éxodo hacia lo nuevo por
venir12.
Bloch distingue expresamente entre la esperanza-esperante (hof-
fende Hoffnung: spes qua speratur) y la esperanza-esperada (gehoffte
Hoffnung: spes quae speratur), es decir, entre la subjetividad del es­
perar y el contenido objetivo de lo esperado. La esperanza-esperante
es creída y por eso tiene la certeza de la confianza segura; mientras
la esperanza-esperada es, a lo sumo, probable (posibilidad de fracaso).
De lo contrario (si la realidad esperada fuera cierta), la esperanza-
esperante sería algo trivial, carente del riesgo y por eso del coraje
(«optimismo militante»). El resultado final de la historia está abierto,
no decidido previamente13. Pero en su unidad de esperante y esperada,
la esperanza no es arbitraria, sino «fundada» en un saber de los Indicios
anticipadores de la plenitud venidera (geschulte Hoffnung: docta spes)
en el logro total y totalmente inmanente de la relación mutua natu­
raleza-humanidad14.

3. El título de la obra más importante de Bloch, El Principio-


Esperanza (principio ontológico y epistemológico), hubiera sido más
significativo si le hubiese añadido: «El Principio-Materia». El concepto
de la materia juega un papel decisivo en toda su ontología. Bloch lo
toma de Aristóteles («ser en potencia») y le da una interpretación
personal que supera la de Avicena, Averroes y Giordano Bruno15: «En

9. PH, 1-7.
10. Tübe, 137; PH, 163-166, 389-390.
11. PH, 350-368, 1577-1593.
12. PH, 234. Bloch rechaza, una y otra vez, todas las filosofías, que según él implican
el «retorno» al principio (Heráclito, Hegel, Nietzsche). C f., PH, 233-243, 984-995, 1000-
1028. 1276.
13. PH, 1623-1628.
14. PH, 390, 1510, 1548, 1610, 1618.
15. MGS, 140-145, 152-160, 169-172; PH, 17-19, 36-43, 144-147, 153-160, 169-
172, 272, 235-241, 449-452, 483-515, 535-544.
184 De la cuestión del hombre a la de Dios

el principio era el Acto (la Acción)»16. La materia es en sí misma puro


acto de existir, puro ser-real, sin ninguna forma determinada, sin
ningún calificativo (puro «Dass», «Dass-Sein», «Dass-Kern», sin nin­
gún «Was»)17: absolutamente autofundante y por sí misma productora
de sus propias formas, de todo lo real concreto del devenir cósmico
e histórico18. Imperecedero (sin principio ni fin) y autofecundo, este
núcleo dinámico originario funda todas las posibilidades de futuro del
mundo y de la humanidad, y la misma posibilidad última como
salvación19; permanece siempre «en el año cero del comienzo del
mundo», como principio en acto inagotable de principiar; siempre en
vanguardia en la primera línea del tiempo, hacia adelante, como matriz
que contiene potencialmente todos los datos del devenir y su plenitud
final20: acto puro (no en el sentido de plenitud actual, sino como pura
tendencia dinámica y puro dinamismo en tensión hacia adelante), es­
condido en cada realidad concreta como su sostén invariable21.

Esto quiere decir que el ser de la materia no es esto o lo otro, pero


tampoco es nada: su ser es «todavía-no-ser», lo aún-no-determinado;
el vacío de contenido («horror vacui»), que precisamente por eso tiende
y empuja hacia su creciente determinación objetiva y finalmente hacia
su plenificación. Bloch ha creado así la ontología del «todavía-no».
Hay que distinguir entre el «No» (Nicht) y la «Nada» (Nichts). El
«No», de simple negación viene a ser «todavía-no», anuncio de su­
peración de la negación, negación dinámica de la negación (materia­
lismo dialéctico). Dialéctica de la diferencia óntica entre lo que es y
lo que «todavía-no-es», inmanente en el núcleo material originario, y
que por eso marca todo el devenir de la naturaleza y del hombre: en
la naturaleza será lo «todavía-no-devenido», y en el hombre, lo «to-
davía-no-consciente», en su correlación mutua22. La dimensión on-
tológica del «todavía no» se configura en impulso radical, tensión de
espera y esperanza hacia el futuro, no como destino fatal, sino como
tarea de la libertad y del trabajo del hombre; la humanidad y la na­

16. PH, 364.


17. PH, 356-359, 1628. No es fácil traducir al castellano este «Dass» de Bloch con
una sola palabra; es preciso recurrir a una perífrasis: mero acto de existir, sin ningún
calificativo concreto, que se actúa a s í mismo produciendo sus propias determinaciones.
Recurriendo a la lengua madre, el latín, hay que traducir el «Dass» como «Quod» (sujeto
puramente sujeto), y el «Was» como »Quid, Quidditas» (cualificativo, predicado). Bloch
mismo recurre una vez al «Quod» y al «Quid» latinos para traducir su «Dass» y su «Was»
(PH. 1628).
18. PH, 786, 1623, 273-274.
19. PH, 271-272, 237, 1627.
20. PH, 359.
21. PH, 235-241, 358-360, 1303, 1623, 1627.
22. PH, 135, 148, 222-225, 275, 285, 353-363, 230-233, 1623, 139-148, 356.
Escatología marxista de E. Bloch 185

turaleza, en su vinculación mutua, constituye el único receptáculo de


futuro23: «el proceso hacia este futuro es únicamente el de la materia,
que se compendia en el hombre como en su floración suprema»24.

4. «Lo real es proceso», no la facticidad de lo logrado, sino la


vanguardia (Front) en movimiento hacia lo posible todavía-no total­
mente determinado25. Lo «posible» de Bloch no es lo previsible a base
de un conocimiento parcial de sus condiciones previas: es lo que él
llama «real-posible», todo aquello cuyos requisitos todavía no han sido
objetivados, sino que están madurando y por eso aguardan aún las
condiciones necesarias para que aparezca lo nuevo: lo «real-posible»
está en fermento, todavía escondido en el dinamismo de la materia y
en la conciencia del hombre (en los «sueños de día», proyectados hacia
lo por-venir)26. Aquí es donde actúa la «utopía», la «función utópica
de la esperanza», basada, sí, en el conocimiento de los resultados
logrados, pero que lleva en sí misma su propia dimensión de índole
cognoscitiva en la tensión dinámica hacia lo futuro nuevo (Zukunfts­
intention, Erwartungsintention, Erwartungszustand): en la tendencia
de la espera-esperanza de la naturaleza y del hombre, «alborea» y «se
vislumbra» (dämmern, ahnen), se anticipa lo nuevo todavía latente,
aún-no-realizado, y por eso no-manifestado, en el mundo y en el
hombre. La ontología dinámica del «todavía-no» reaparece aquí con
todo su relieve: tendencia-latente y latencia-tendiente, con todas las
derivaciones imaginables del verbo «tender» (Intendieren, Intention,
Intendierbar)27.
Dentro del «frente» del proceso, «donde la génesis auténtica está
(siempre) a punto de partir de cero»28, Bloch señala la importancia
singular de la subjetividad humana, del «instante vivido» (erlebte Au­
genblick): «el núcleo del existir» (la materia), devenido conciencia en
el hombre, es vivido en su profundidad oscura, en la inmediatez de
su realidad pura, desnuda de toda objetivación (das nackte Dass unseres
Daseins, das unobjektivierte Dass, das Dass-Sein), y por eso como
abierto a la totalidad de sus objetivaciones y anuncio indicador de su
plenificación futura29.
El resultado del proceso, siempre en el comienzo de la génesis, es
lo «Nuevo» (Novum) del devenir histórico: lo «Nuevo» que surge de

23. PH, 166, 363, 227, 285.


24. PH, 285.
25. PH, 225, 1623.
26. PH, 236-242, 96-111.
27. GU, 243-247, 341; PH, 11, 17, 161-167, 180, 188-190, 389-390, 198, 367-368,
1601, 1576.
28. PH, 230-235.
29. PH, 253, 354-359, 1534, 1549.
186 De la cuestión del hombre a la de Dios

lo real-posible y de la tendencia finalística de la esperanza, y por eso


del trabajo humano, como anticipación creadora del futuro30.
La esperanza transciende todo «Nuevo» concreto ya logrado, toda
objetivación constitutiva del proceso. Por eso todos los «Nuevos»
históricos tienen el carácter común del «todavía-no» (de lo no-defi­
nitivo) que se repite en todos ellos: son «Nuevos», que se remiten, en
cuanto todos pertenecen al proceso, a lo aún-no-logrado plenamente31.
Es el «núcleo originario del existir» (en último término el origen
de todo, la materia presente en la naturaleza y en el hombre), el
impulsor del proceso, el realizador que se realiza a sí mismo, y por
eso durante el proceso queda todavía-no-realizado, y permanece en el
comienzo de su propia realización. Bloch hace aquí una distinción
importante entre lo imperecedero y lo caduco, entre el «núcleo» y la
«envoltura» del devenir histórico. El «núcleo del existir», fundamento
del devenir y del perecer, está aún en proceso, aún-no-realizado, aún-
no-manifestado. Por eso no puede perecer mientras dura el proceso;
no puede ser tocado por la caducidad («exterritorialidad»). Cuando se
haya realizado plenamente, tampoco podrá perecer, porque el proceso
habrá terminado y habrán cesado el devenir y la caducidad32.
En el proceso histórico comienza ya la supresión-superación (Auf-
hebung) de la distancia entre el hombre y la naturaleza: «la aguja
magnética de la tensión hacia el término final comienza a hundirse
porque el Polo está cerca: la distancia entre el Sujeto (humanidad) y
el Objeto (naturaleza) cede, mientras amanece el presentido punto de
unidad». El proceso es, por consiguiente, humanización creciente de
la naturaleza y naturalización creciente del hombre: un crecimiento de
incesante acercamiento mutuo, finalizado por sí mismo hacia la iden­
tidad de la inmanencia plena «humanidad-mundo»: identidad todavía
escondida, desconocida en sí misma, pero mostrable (erweisbar) y
captada como «concepto-límite» de su anticipación en la vivencia de
la «intención» dinámica (tensión hacia) del núcleo originario, que
empuja incesantemente hacia adelante la correlación mutua naturaleza-
hombre33.
5. El proceso histórico, con el repetirse del todavía-no de cada
«Nuevo», camina hacia un absoluto «Ultimum» de plenitud y por eso
irrepetible, sin más «Nuevo»: lo «Ultimum» será totalmente nuevo
respecto a todo momento del proceso, y totalmente logrado sin nuevos

30. PH, 230-233, 1623.


31. Ibid.
32. AC, 341; PH, 235, 358-359, 1387-1391, 1549-1550.
33. TUbe, 202; AC, 344-347; PH, 367-368, 288, 1549,'1628.
Escatología marxista de E. Bloch 187

logros posibles34. No hay, pues, mera continuidad entre el proceso y


lo «Ultimum», sino «salto» (Sprung), «estallido» (explosión: auf-
sprengen). La verdadera génesis del «núcleo del existir» no es la del
origen, sino la del fin35.
Entonces surgirá «el Bien Supremo», «lo Utopísimo», «lo Espe-
radísimo» en todo esperar, el «Todo» de lo definitivamente logrado:
la «Heimat», la Patria de la Identidad3637.Bloch no se cansa de repetir
los términos «identificación», «identidad»: el hombre totalmente rea­
lizado, totalmente idéntico consigo mismo, con los demás y con la
naturaleza31.
Explosión del «primum Agens materiale» que ha alcanzado su
punto «omega»: la naturaleza devenida totalmente para el hombre, y
el hombre devenido por vez primera sí mismo38. No más «real-posible»
en la materia, no más «deseo» en el hombre: adecuación absoluta entre
el desear humano y lo deseado, entre el esperar y lo esperado. Todas
las posibilidades de la naturaleza y del hombre, escondidas en el
«núcleo del existir» (que en el proceso era y «todavía-no-era»), se
actualizarán y manifestarán39. El sujeto (hombre-naturaleza) y los con­
tenidos objetivos coincidirán (Einklang) absolutamente: identificación
del «Quod» (Dass, Dasskern) y del «Quid» (Was, Washeit), es decir,
del sujeto «hombre-naturaleza» y de sus objetivaciones: incrustación
(Einschlag) de lo objetivo plenamente logrado en el «núcleo» reali­
zante, plenamente autorrealizado40. Fin definitivo del proceso: «fin»
en el doble sentido de la palabra, es decir, de lo anhelado y por alcanzar
(Ziel), y de lo totalmente logrado y acabado (Ende). Y por eso fin,
que es comienzo de una vida y de una duración supratemporal41.
Escatología de plenitud final y de la inmanencia total. Superación
de toda alienación (no sólo de las sociales) del hombre respecto a sí
mismo, al «nosotros» y a la naturaleza. Realización plena del hombre
y del mundo en su relación mutua: hombre nuevo, imperecedero, y
mundo nuevo también imperecedero. La «natura naturans» (el núcleo

34. PH, 233-235.


35. El «salto» proviene de la tensión de la materia y de la esperanza hacia («Spreng-
intention») su mutua realización total; no es un dato objetivamente constatable, sino la
paradoja de la esperanza (PH, 233 , 235, 1626, 1628, 162, 1546-1547, 1411-1413; AC,
334).
36. PH, 368.
37. AC, 294, 347, 351, 58, 312-314; Tübe, 76; PH, 1142-1943, 368, 241, 269,
1549-1554, 1628.
38. «Omega aller Seinsmaterie»; AC, 334; PH, 235, 267.
39. PH, 1601, 288, 1549. (Cf., 235, 367-368, 1566, 1576, 1628).
40. PH, 288, 235 (Cf., 1628, 164, 1410, 334, 1549, 580-590).
41. PH, 1562-1577, 1593-1602, 1623-1628, 1331.
188 De la cuestión del hombre a la de Dios

material originario) del mundo y del hombre ha dado por sí misma el


salto explosivo a la «natura supernaturans»4243.

6. Bloch rechaza un devenir indefinido del proceso humanidad-


naturaleza, un devenir siempre en devenir sin plenitud final. Y no
puede menos de rechazarlo, dada su concepción de la materia como
finalizada en su propia realización (Zielstrebigkeit, Zielbezogenheit),
y de la esperanza como impulso fundamental (Grundtrieb) de la na­
turaleza y del hombre a su plenitud mutua41.
Por otra parte, rechaza con la misma energía una plenitud trans­
cendente. Su posición queda expresada en la precisión de su frase:
«transcender sin Transcendencia»44. Es decir, un transcender todo
«Nuevo» provisional y penúltimo («todavía-no») hacia una Inmanencia
de plenitud final que hace superflua toda Realidad Transcendente: Dios
no es sino la personificación mítica del esperar humano, la proyección
ilusoria de las aspiraciones del hombre45. El «Deus absconditus» no
es sino el «homo-absconditus», aún no-realizado, aún-no-manifestado.
La existencia de Dios es incompatible con la libertad del hombre (todo
estaría predeterminado) y con un último final verdaderamente nuevo.
Dios tendría que ser «origen y fin» de todo, y entonces el fin del
proceso histórico no sería lo nuevo, sino la vuelta al origen: retomo,
ciclo cerrado (Wiederkehr). La esperanza dejaría de ser «éxodo» hacia
lo todavía-no-realizado, ni manifestado46.

7. La plenitud final e inmanente, a la que tiende la esperanza


esperante del mundo y de la humanidad y en la que por vez primera
se realizará la esencia verdadera del hombre (aparecerá el hombre
verdadero, que durante el proceso todavía-no-era), representa para
Bloch una respuesta obvia al problema de la muerte47. El proceso del
devenir cesa al llegar a su logro total, y por consiguiente cesan el

42. AC, 341-342. Bloch presenta varias veces su escatología (identificación mutua,
plenamente lograda, naturaleza-hombre) como interpretación del conocido texto del joven
Marx (París 1944), que anuncia el comunismo como superación definitiva del antagonismo
entre la naturaleza y el hombre, es decir, como «humanización» plena de la naturaleza y
«naturalización» plena del hombre (Cf. K. Marx, Werke, I, Darmstadt 1962, 594).
43. PH, 216, 360, 366-367, 1615.
44. AC, 338; PH, 166, 241, 1625.
45. PH, 1410-1417, 1523-1534.
46. PH, 1320, 1390, 1402-1413, 1515-1533, 1625.
47. Desde 1918 hasta 1968, Bloch ha tratado ampliamente el tema de la muerte en
cuatro de sus obras: en GU (1918) sostiene la teoría de la transmigración de las almas,
que luego abandonará: PH (1559, 1287-1391); Tübe (1964, 173-175); AC (1918, 335-
354). Me limito aquí a los puntos esenciales de su pensamiento. Para una exposición más
detallada de su pensamiento me remito a la obra de J. L. Ruiz de la Peña, citada en la
nota 2, 51-65.
Escatología marxista de E. Bloch 189

perecer y la caducidad. La «envoltura» (cáscara: Schale) del devenir


queda fuera de la «identidad» final. Queda solamente el núcleo del
«existir» del mundo y del hombre, plenamente realizado y por eso
«exterritorial» respecto al perecer, es decir, imperecedero: el hombre,
llegado por vez primera a su verdadero ser (sin ningún «todavía-no-
ser»), no puede ser tocado por la caducidad de la muerte. Bloch puede
dar un sentido nuevo a la frase de Epicuro, invirtiendo sus términos:
la muerte es, mientras el hombre todavía-no-es (durante el proceso):
cuando el hombre sea en su esencia verdadera (Patria de la Identidad),
la muerte no será más4S.
De este modo ha encontrado una respuesta al problema de la muerte
para la humanidad por venir en la plenitud final. Queda en pie la
cuestión de la muerte de los hombres que han muerto y siguen muriendo
a lo largo del proceso de la historia: la cuestión de la muerte en su
dimensión personal.
^-Ciertamente Bloch se ha dado cuenta de la gravedad de este aspecto
de la cuestión de la muerte4849. La repetición machacona de sus dos
lemas, «Non omnis confundar» (no desapareceré del todo, no caeré
totalmente en el caos de la nada) y «Spero, ergo ero», anuncian a
primera vista la supervivencia del yo personal. Pero una lectura atenta
de los textos en que explica el sentido de estos dos lemas, permite
descubrir que los entiende únicamente como supervivencia de la na­
turaleza humana, como tal. Lo imperecedero es el «núcleo» del género
humano, que subsiste a la caducidad del proceso y permanecerá de­
finitivamente plenificado en la identidad venidera «humanidad-natu­
raleza»50. Algunas frases parecerían insinuar una presencia del indi­
viduo humano como tal (durante el proceso) en este «núcleo»
imperecedero: son frases de una indescifrable ambigüedad entre lo
genérico humano y lo personal, con una evidente preponderancia de
lo primero sobre lo segundo. En suma: no se puede dudar ni de que
Bloch se ha dado cuenta de la cuestión de la muerte humana en su
dimensión personal, ni de que ha escamoteado la respuesta: no la ha
encontrado51. Más aún: no la podía encontrar, dada su reducción de

48. PH, 1384-1391; AC, 341-344; Tübe, 174.


49. GU, 315; PH, 15, 1298-1304; AC, 335-339.
50. AC, 341, 342, 332, 344; PH, 1391, 1384.
51. En su canto épico al «héroe rojo» (der rote Held), al mártir de la «causa» (Sache)
comunista, que muere sin el consuelo de la esperanza en su personal supervivencia más
allá de la muerte (como «materialista» sabe que su vida se disolverá en el polvo, al igual
que la de su asesino), no le concede Bloch sino lo «no-asesinable de la conciencia solidaria-
revolucionaria», a saber, «lo inmortal de la persona, en cuanto es lo inmortal de sus
mejores intenciones y contenidos» (PH, 1378-1384). Estas páginas de Bloch son el mejor
comentario al «non omnis confundar»: en la muerte del «héroe rojo» está totalmente
ausente la esperanza en la supervivencia personal: quedan solamente sus mejores inten­
ciones y contenidos.
190 De la cuestión del hombre a la de Dios

toda la realidad al «proceso» naturaleza-hombre; a lo largo de la his­


toria, el «proceso» se va desprendiendo de los muertos. No hay para
ellos ninguna posibilidad de supervivencia ni dentro ni fuera del «pro­
ceso», cuyos dos únicos factores son el imperecedero núcleo de la
materia y el núcleo, también imperecedero, de lo humano genérico-
colectivo.

8. Hasta aquí me he limitado a presentar la ontología de Bloch


en sus líneas fundamentales, ateniéndome rigurosamente a sus mismos
conceptos y lenguaje; ahora se puede intentar una valoración crítica.
¿Cómo intentarla sin prejuzgarla? En una actitud autocrítica que se
desprenda de cualquier presupuesto exterior al pensamiento de Bloch,
en un esfuerzo por comprenderlo desde dentro, tratando de descubrir
su coherencia: partiendo con él desde la inmanencia mutua «naturaleza-
hombre», y permaneciendo con él en ella, sin introducir ni siquiera
el problema de la transcendencia, a no ser que surja por sí mismo de
la inmanencia. Se trata simplemente de examinar a fondo el sentido
último del esperar humano, partiendo de su inmanencia intramundana,
tal como Bloch la concibe.
Esta actitud autocrítica no impide, sino que, por el contrario, exige
una atención especial ante los posibles presupuestos implícitos en la
filosofía de Bloch, teniendo en cuenta la certera observación de Hei-
degger de que nadie piensa sin presupuestos52, y añadiendo que las
lagunas de toda reflexión humana pueden ser tanto de contenido como
de método. Lo que un filósofo no ha dicho, porque no lo ha pensado,
puede ser decisivo para comprender lo que ha pensado y dicho.
No es difícil señalar la lógica interna que une los tres momentos
fundamentales de la ontología de Bloch: Origen, Proceso, Fin (término
final) del devenir histórico. Los tres se corresponden e incluyen mu­
tuamente: en cada uno de ellos están implícitos los otros dos. Lo cual
lleva consigo que, o se mantienen los tres, o los tres caen.
Se debe notar también que la intención de la filosofía de Bloch no
es destructiva ni iconoclasta (antiteísta), sino marcadamente construc­
tiva en la búsqueda de un humanismo nuevo, de un sentido último de
plenitud para la humanidad dentro de su ser-en-el-mundo. Este intento
de recuperación de una inmanencia total y exclusivamente intramun­
dana del hombre representa un desafío honrado y necesario, un servicio
para la significatividad de la transcendencia, que no podrá ser plan­
teada, ni al nivel de cuestión, si la inmanencia no implica en sí misma
signos de algo que la transciende.

52. M. Heidegger, Vom Wesen des Grundes, Frankfurt 1959, 42.


Escatología marxista de E. Bloch 191

El humanismo de Bloch tiene su aspecto más positivo, altamente


positivo, en la importancia primordial que reconoce a la vivencia
humana de la esperanza: el hombre vive en cuanto espera, su vivir es
esperar. Será, pues, en el análisis de la esperanza donde se podrá
buscar el sentido de la vida humana, de la persona y de la comunidad.
La esencia del hombre está en su apertura a posibilidades nuevas, al
futuro, al hacerse en la historia, en la esperanza siempre esperante: la
historia, lugar privilegiado de lo nuevo bajo el impulso de la esperanza,
que no puede renunciar a marchar siempre más lejos.

9. ¿De dónde comenzar la discusión crítica de la esperanza de


Bloch? ¿Del Origen-Materia, del Proceso, o de la «Heimat»? De esta
última: porque la verdadera génesis tiene lugar al fin, porque «la
realidad es proceso», cuyo sentido se decidirá en la plenitud final; y
porque el Origen mismo del proceso está finalizado en ella.
Pues bien: la «Heimat» de Bloch presenta dos rasgos claros y
precisos: identidad total entre la naturaleza (transformada por el trabajo
humano) y la humanidad: no queda ya ninguna posibilidad de nuevo
(de «real-posible») en la mediación naturaleza-humanidad, ni ningún
«deseo» (esperanza, utopía, «sueños de día») en el hombre.

Desaparece, pues, definitivamente el desnivel entre lo específica­


mente humano, la subjetividad consciente y libre, y su objetivación
en la naturaleza; y desaparece, no por la negatividad de lo irremedia­
blemente no-cumplido (por un fin del proceso en el vacío, en el fra­
caso), sino por la positividad suprema de lo plenamente logrado.
Pero entonces asoma una aporía grave: ¿ese hombre nuevo, el
verdadero hombre según Bloch, es verdaderamente hombre? ¿puede
seguir siendo conciencia y libertad? Porque, mientras sea consciente
y libre, tendrán que permanecer su diversidad ante todo lo objetivado
y la conciencia de esta diversidad. En el desnivel o no desnivel, entre
la subjetividad humana y todo lo objetivo intramundano, se decide «la
cuestión de ser o no ser» para el hombre. Ante esa naturaleza pleni-
ficada y plenificante del «deseo» humano, que no le ofrece ninguna
«posibilidad» nueva, el hombre no tendría nada que hacer ni esperar:
quedaría paralizado, radicalmente incapaz de descubrir ni decidir nada.
La ecuación absoluta «naturaleza-hombre» no puede ser sino la muerte
del hombre por asfixia, por la impotencia total de respirar (aspirar,
esperar) para su conciencia y libertad. La subjetividad humana, en su
vinculación a la naturaleza (en su inmanencia intramundana), no puede
vivir sino objetivándose, actuándose y expresándose en la creación de
objetivaciones nuevas. Subjetividad y objetivación se condicionan mu­
tuamente, y este condicionamiento constituye precisamente su abso­
192 De la cuestión del hombre a la de Dios

lutamente necesario e insuprimible desnivel mutuo; lo cual quiere decir


que esta dialéctica de mutua inclusión en la diversidad implica en sí
misma la imposibilidad absoluta de una plenitud definitiva en la re­
lación hombre-naturaleza (Patria de la identidad). Por lo demás, ¿no
es del mismo Bloch la frase lapidaria «el hombre vive, en cuanto aspira
y espera?»53. Y entonces, ¿cómo podría vivir en la imposibilidad de
aspirar y esperar? ¿sería pura retórica preguntarse si el hombre con su
trabajo transformador de la naturaleza no habría construido finalmente
su propia prisión? Y el «salto» a lo Ultimo, la «explosión» a lo de­
finitivo, ¿sería la liberación del hombre o su absorción en la naturaleza,
su integración plena o su desintegración?

10. La aporía de la plenitud final, naturaleza-hombre, recae sobre


el Proceso y sobre el Origen. Pero es que, además, el Proceso, con­
siderado en sí mismo (tal como Bloch lo presenta), suscita nuevos
interrogantes.
Ante todo, desde el punto de vista metodológico, se echa de menos
un análisis fenomenológico del devenir histórico, como imprescindible
punto de partida para poder detectar sus variantes e invariantes, y
plantear así críticamente la cuestión del sentido último de la historia.
Bloch, por el contrario, interpreta el proceso de la historia proyectando
sobre él una serie de categorías que implican ya de antemano (todas
y cada una de ellas) la idea de una plenitud inmanente de la historia.
Y, en primer lugar, la categoría primordial de su ontología: el
«todavía-no», como negación de la negación, como positividad de un
dinamismo finalizado hacia la plenitud última, y por eso superador-
supresor de todo lo plenamente devenido. El fenómeno del devenir
histórico muestra sí un «todavía-no», pero diverso del de Bloch: sim­
plemente un «todavía-no» de todo logro histórico concreto, en cuanto
anticipadamente superado por la apertura a un «plus» de posibilidades.
Y muestra, además, que esta apertura, siempre abierta hacia más allá
de toda conquista del hombre en el mundo, es condición permanente
de posibilidad de toda acción del hombre sobre la naturaleza, y que
por eso una plenitud final intramundana llevaría consigo la desapari­
ción total de la relación «hombre-naturaleza».
La subjetividad del «instante vivido» es interpretada por Bloch
como vislumbre anunciador de la plenitud venidera del hombre en el
mundo. Pero se le pasa por alto que esa vivencia no solamente está
condicionada actualmente por la concreción de lo objetivo, sino que
necesita expresarse en objetivaciones nunca definitivas, y que por eso

53. «Primar lebt jeder Mensch, indem er strebt, zukunftig». «Das Desiderium, die
einzig ehrliche Eigenschaft aller Menschen» (PH, 2, 4).
Escatología marxista de E. Bloch 193

la escisión interna del hombre, entre la subjetividad vivida (aspiración


sin límite) y sus objetivaciones (realizaciones-expresiones), es insa­
nable. Precisamente en esta escisión vive el hombre su constitutiva
incompleción (en este sentido, su finitud)54.
Dentro de su idea de lo «Ultimum» y, por consiguiente, del «to-
davía-no», Bloch ve en los resultados de la acción del hombre sobre
la naturaleza una aproximación creciente de ambos hacia su plenitud
final. Y, sin embargo, la fenomenología de la transformación de la
naturaleza no parece justificar tal interpretación: la realidad del devenir
histórico aparece más compleja. Muestra, sí, que el trabajo humano
transforma progresivamente la naturaleza en «naturaleza-para-el hom­
bre», y, en este sentido, la humaniza; pero muestra también que al
mismo tiempo el hombre crece en humanidad, en su conciencia, li­
bertad y dominio de la naturaleza, es decir, precisamente en aquello
que lo diversifica de la naturaleza y lo sitúa frente a ella en una
capacidad creciente de crear posibilidades nuevas en la naturaleza
misma. En todo logro del devenir histórico se restablece por sí mismo
el desnivel originario «hombre-naturaleza». ¿No dice Bloch que la
génesis está siempre «a punto de partir de cero», «en el año cero del
comienzo del mundo» y que la esperanza no renuncia a ir más lejos
que lo estaba al principio? Más aún: si el proceso se acerca progre­
sivamente por sí mismo hacia la identificación final «hombre-natu­
raleza», ¿por qué «postular» ulteriormente el salto explosivo para que
surja esa identidad? ¿no será porque, en el instante mismo en que la
aguja magnética está a punto de hundirse en el polo, el proceso per­
manece aún en el año cero de su comienzo? He dicho «postular»,
porque Bloch no se ha planteado la cuestión de la fundamentación del
«salto», que entra en escena como un «Deus ex machina», necesario
para la plenitud inmanente.
A lo largo de las 1628 páginas de su obra, Das Prinzip Hojfnung,
sólo excepcionalmente se pueden señalar algunas en las que Bloch no
afirme (de uno u otro modo) la tendencia de toda la realidad «materia-
hombre» hacia su mutua plenitud definitiva: esta convicción funda­
mental domina en todo momento su pensamiento. No sorprende, pues,
que no haya reflexionado sobre la aporta que representan, por una
parte la génesis y la esperanza siempre en acto de principiar, y, por
otra, la progresiva supresión de la distancia que las separa de su
plenitud definitiva; ni tampoco sobre la posibilidad de un devenir
histórico indefinido. En las escasas ocasiones en que Bloch alude a
esta cuestión, considera solamente un devenir absolutizado como de­

54. El hombre, desgarrado internamente entre su aspiración a su unidad y su inca­


pacidad de lograrla, constituye el tema dominante en las novelas de A. Camus.
194 De la cuestión del hombre a la de Dios

venir (que con razón rechaza, porque implicaría la absolutización del


esperar como esperar)5556; pero no tiene en cuenta la hipótesis de un
devenir indefinido no absolutizado como tal, es decir, de un proceso
abierto siempre a la posibilidad de lo nuevo.
No puede sorprender que Bloch haya quitado importancia a la
presencia de lo negativo en el devenir histórico reduciéndolo al pa­
réntesis de «servicio» (Dienst), «uso» (Gebrauch) y «medio» (Mittel)
en orden a la victoria final5'': no ha mirado al rostro bifronte de la
historia, que aparece siempre marcada por la ambivalencia de posi-
tividad-negatividad. Desde sus comienzos, el progreso técnico ha con­
llevado posibilidades nuevas de destrucción, que en nuestros días han
culminado en la realidad aterradora de un potencial atómico-nuclear
suficiente para aniquilar la humanidad, y que sigue creando también
recursos crecientes de manipulación ideológica y de opresión del hom­
bre. El aumento de la producción da origen a formas nuevas de alie­
nación, marginación y explotación a nivel nacional y mundial (tanto
en los países capitalistas como en los socialistas). Los cambios en las
estructuras económico-sociales provocan conflictos humanos radicales
que desembocan en la violencia armada. La misma mecanización del
trabajo trae consigo una esclavitud nueva del hombre ante la máquina.
En la planificación de! futuro, y aun en las conquistas más audaces
del hombre, surge lo imprevisto de lo irracional y amenazador, siempre
en emboscada. ¿Se puede interpretar con Bloch toda la enorme ne-
gatividad de la historia como un «todavía-no», en el que lo negativo
está ya anticipadamente superado? Esta colosal invariante negativa del
devenir histórico, ¿no representa una grave hipoteca sobre una plenitud
futura inmanente de la historia?
Lo realmente sorprendente es que Bloch haya banalizado la ne-
gatividad más evidente y aplastante de la historia: el enorme peso
muerto de todos los muertos que hicieron, hacemos y harán la historia:
ese proceso histórico, que vive de los muertos y va dejando caer las
generaciones humanas, una tras otra, en la nada de la muerte. Por más
que Bloch se haya dado cuenta de la enormidad de esta cuestión para
la esperanza humana y por eso le haya dedicado tantas páginas, su
respuesta es tan decepcionante que equivale, en el fondo, al dantesco
«dejad toda esperanza».
Porque, si no hay más realidad que la del «proceso» (el núcleo
material originario en devenir), es evidente que los muertos están
definitivamente desvinculados de esa realidad única: se han hundido
en el vacío de la nada. No puede ser otra la suerte que espera a todos

55. Textos citados en la nota 43.


56. PH, 361-364, 1532.
Escatología marxista de E. Bloch 195

los hombres que mueren a lo largo del proceso de la historia, de todos


esos hombres que según Bloch todavía-no-son el hombre verdadero
(«la esencia verdadera del hombre»), el hombre nuevo por venir,
plenamente logrado y liberado de la caducidad en su identificación
con el núcleo imperecedero de la materia. ¿También esa negatividad
de los muertos, a lo largo de la historia, está superada anticipadamente
en el todavía-no de la plenitud venidera? ¿la muerte de todos los
muertos tendrá el sentido de «medio» y «servicio» para el no-más-
muerte en la ventura identidad humanidad-naturaleza? ¿los muertos
que han muerto y moriremos, tienen que desaparecer del «proceso» y
por eso hundirse en la nada, para que finalmente pueda tener lugar la
génesis de la nueva humanidad imperecedera? Y, entonces ¿no se
reduce el ser personal de cada hombre a un momento necesario para
la continuidad del devenir histórico y para el logro final de la «esencia»
de lo humano, del «genus» colectivo? ¿y qué queda de la solidaridad
de todos y cada uno de los hombres en la misma esperanza, del esperar
de todos para todos, que constituye el insustituible vínculo unificador
de la humanidad y el más hondo impulso permanentemente creador
de la historia?

11. Las aportas de la identidad final «humanidad-naturaleza» y


del Proceso repercuten lógicamente sobre su origen común, la Materia,
tal cual Bloch la define: puro existir nuclear, autofundante e impe­
recedero; dinamismo inagotable que se autorrealiza realizando todo
lo real-posible; inmanente en cada momento del proceso («das im-
manentenste materielle Agens») como principio siempre en acto de
principiar; tendencia superadora de todo lo todavía-no-logrado en el
proceso, y como tendencia invariablemente orientada por sí misma a
su actuación total y por eso definitiva. Este concepto de Bloch sobre
la materia, continuamente repetido, aparece siempre como punto de
partida, no fundamentado ni justificado: en una palabra, como puro
postulado. En particular, Bloch tendría que haber mostrado de algún
modo que la materia es inagotable como materia para el hombre, es
decir (en términos suyos), que la correlación, entre lo aún-no-deve-
nido-en el mundo y lo aún-no consciente en el hombre, no puede cesar.

Una vez supuesto el concepto de Bloch sobre la materia, el proceso


y su resultado final no pueden ser sino los que él afirma: el «todavía-
no» en superación creciente de toda negación y el logro total último
en la identidad «naturaleza-hombre». Pero entonces aflora una nueva
aporta.
Bloch subraya con insistencia que el proceso puede malograrse,
pues está abierto a la alternativa del Todo absoluto o de la nada
196 De la cuestión del hombre a la de Dios

absoluta: de aquí la presencia permanente del riesgo (Gefahr), con­


dición necesaria para la esperanza57.
Surge obviamente la cuestión: ¿permite la materia de Bloch esta
alternativa? ¿no dice él mismo que la conexión del «todavía-no» con
el Todo es de finalidad, mientras que su relación con la nada tiene el
sentido de aniquilación de lo inadecuadamente devenido mediante la
explosión inmanente de la materia?58. Si la invariante radical del pro­
ceso es el «materielle Agens» con su dinamismo inagotable y su orien­
tación invariable finalizada hacia su logro total, no hay modo de
descubrir en ella una sola grieta abierta a la posibilidad del fracaso
definitivo. Podrá haber en el proceso momentos de negatividad parcial
y provisional; pero ni en su ser nuclear imperecedero, ni en su dina­
mismo, ni en su inmanente finalización deja la materia espacio alguno
al «real-posible» de la derrota final, y ni siquiera (según Bloch mismo)
de un devenir indefinido. Lo cual quiere decir que el proceso, con su
dialéctica del todavía-no como negación de la negación y su resultado
como positividad totalmente lograda, estaban ya precontenidos y pre­
decididos, dinámica y tendencialmente, en el origen: la materia. El
postulado «materia» proyecta su propia fragilidad sobre el proceso: el
devenir histórico está ya marcado de antemano por la materia hacia
su plenitud inmanente. Bloch no ha disipado la ambigüedad marxista
entre necesidad y libertad, ni ha logrado aclarar la diversidad entre el
devenir cósmico y el devenir histórico. Y es que su «materia» mantiene
siempre su absoluta primacía aun respecto de la libertad humana.
Bloch mismo ha plasmado en una frase de tres palabras la lógica
interna de todo su pensamiento, que incide sobre el devenir histórico
y sobre la esperanza: «transcender sin Transcendencia»59. Si el origen
inmanente de la historia y de la esperanza es el «puro núcleo del
existir» (la materia, que tiende dinámicamente a su propia plenitud),
el «transcender» del proceso y del esperar humano tiene que ser li­
mitado y provisional, y acabará por hundirse en la inmanencia del
núcleo material originario («Dass-Grund»): es un «transcender», sos­
tenido y empujado, en último término por el «inmanenteste materielle
Agens» hacia sí mismo, hacia su propia plenitud: un esperar absolu­
tamente condicionado por las posibilidades de su origen y de su fin:
la materia. La esperanza-esperante, de condición apriórica de toda
objetivación (de toda acción del hombre sobre la naturaleza), queda
rebajada a la necesidad de perder definitivamente su diferencia on-
tológica sobre la naturaleza para ser finalmente absorbida en la iden-

57. PH, 355, 361-364, 199, 222, 515, 1533, 1628.


58. PH, 361.
59. Textos citados en la nota 44.
Escatología marxista de E. Bloch 197

tidad con ella. Fundada en el ser impersonal de una materia, que


precontiene ya en sí misma el resultado final, la esperanza esperante
carece de la confianza y del riesgo, y por eso ya no podrá ser esperar,
sino mero aguardar.
El núcleo material originario se va desprendiendo del desecho hu­
mano de los muertos, que no llegaron a la esencia verdadera del
hombre, pero sí al nada de la nada: para ellos no hay ninguna esperanza-
esperada.
¿Y qué ha quedado de la esperanza «como éxodo» de Bloch?
Ciertamente hay «éxodo», en el sentido peor de la palabra, para los
muertos durante el proceso. Para la humanidad «verdadera» y nueva
de la «Patria» venidera no podrá haber «éxodo», porque su identifi­
cación con la naturaleza paralizaría la libertad y el deseo. Hay «éxodo»
solamente para la materia en camino hacia su realización plena.
El «transcender» de la esperanza de Bloch está emparedado entre
dos inmanencias absolutas: la del origen, puro existir nuclear de la
materia, y la del fin, autorrealización plenamente lograda de la materia.
Se ha cerrado el «círculo»: la materia, origen indiferenciado; la ma­
teria, en proceso de realizarse en la «Aufhebung» de sus determina­
ciones; la materia, plenamente vuelta a sí misma en la absorción
definitiva de sus objetivaciones. Unidad originaria, escisión, unidad
plenificante reconquistada. Para Hegel es el Espíritu; para Bloch, la
Materia. Pero la «forma mental» (Denkform) y la dialéctica ontológica
presentan una sorprendente semejanza.
Se llega así a la pregunta más importante sobre el humanismo nuevo
de Bloch, el humanismo de la esperanza, fundada en la Materia: ¿a
quién corresponde la victoria, al «Principio-Esperanza» o al «Princi­
pio-Materia»? ¿no señala la lógica interna del pensamiento de Bloch
un vencedor, la materia, y un vencido, el hombre con su esperanza?

12. Si se quiere comprender a fondo la esperanza de Bloch, es


preciso partir de su base antropológica: el «esperar», estructura on­
tológica que condiciona la posibilidad de toda decisión y acción del
hombre. Tiene razón Bloch: el hombre vive en cuanto espera.
El sentido del «esperar», constitutivo de la existencia humana, se
revela sobre todo en dos «situaciones-límite»: la muerte (cuestión
crucial de la esperanza en su dimensión personal) y el porvenir de la
historia (cuestión crucial de la esperanza en su dimensión comunitaria).
La muerte, presente siempre en la vida misma como su posibilidad
última, impone a cada hombre el dilema decisivo entre un esperar
confinado por la barrera de la muerte y un esperar siempre esperante,
entre «no esperar más» y «esperar a pesar de». Una situación-límite
determinada, por una parte, por el radical querer vivir identificado con
198 De la cuestión del hombre a la de Dios

el mismo vivir humano como aspirar-esperar y, por otra, por la im­


potencia absoluta del hombre de pasar por sí mismo (por todo aquello
de que dispone en el mundo) la frontera de la muerte. Si el fin de la
vida es la caída de la persona humana en la nada, es también el
hundimiento de todo el «esperar», y de todas las esperanzas del hom­
bre, en la nada; si lo último de la vida es la nada, toda la cadena de
las esperanzas se precipita con el último eslabón en el vacío; el «es­
perar» humano sería solamente un fenómeno de espejismo, una ilusión
que tapaba la nada final de la vida.
Acorralado en esta «situación-límite», no le quedan al hombre sino
dos opciones posibles: la aceptación de la muerte como caída en la
nada (una aceptación que puede ser lo mismo coraje y rebelión que
resignación y náusea; no hay ninguna razón que justifique el preferir
lo uno a lo otro) y la opción de esperar el don de una vida nueva (don,
porque el hombre no puede lograrla por sí mismo), es decir, la opción
de confiar en «algo» diverso y transcendente respecto del hombre y
del mundo. En la actitud personal de confiar, ese «algo» es vivido
como «Alguien» de quien se puede esperar el gesto del don absolu­
tamente gratuito, es decir, como Persona y Libertad: «Dios a la vista»
(Ortega), como la Esperanza60.
La situación-límite del porvenir de la historia presenta una sor­
prendente semejanza con la de la muerte. No solamente porque la
muerte es una invariable insuperable de toda la humanidad en su
creación de la historia, sino sobre todo porque la historia se revela en
sí misma como absolutamente-incapaz de dar el salto a su plenitud
definitiva. Si la esperanza-esperante condiciona incondicionalmente la
posibilidad de la historia, quiere decirse que supera anticipadamente
toda posibilidad histórica: tiende por sí misma («a priori») «plus ultra»
de todo logro histórico. Si ese desnivel cesara, la historia cesaría por
agotamiento, a saber, no en plenitud sino en incompleción. La historia
(la humanidad que la realiza) está, pues, marcada por la esperanza-
esperante, como apertura permanente a una plenitud que por sí misma
no puede lograr, es decir, al don gratuito de su plenitud, y por eso a
una realidad transcendente y libre, personal: «Dios».
El análisis antropológico del esperar humano permite descubrir su
carácter solidario, unificador de toda la humanidad a lo largo de la
historia; por encima de todos los demás vínculos (genético, cultural,
lenguaje, etc.), el que hace radicalmente la unidad de la humanidad,
es el de una misma esperanza. Y permite también constatar la iden­

60. Cf. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid 1938, 39-58.
Escatología marxista de E. Bloch 199

tificación «esperanza-libertad» y su orientación esencial a la libertad


de cada uno a la de los otros, y de todos a la Libertad transcendente61.

13. A pesar de que Bloch ha intentado sinceramente superar la


insuficiente antropología de Marx, no ha podido lograrlo una vez
admitido el presupuesto materialista marxiano, y, sobre todo, una vez
que se ha apropiado la escatología exclusivamente inmanente del joven
Marx y la ha incorporado en la «Patria de la Identidad» que sacrifica
lo específicamente humano (conciencia y libertad) al dios-impersonal
de la Materia en su suprema plenificación. El «núcleo originario»
material no permite al hombre emerger en su irreductible carácter de
persona, conciencia y libertad, y por eso esperanza transcendente,
ilimitada. El hombre de la «Patria de la Identidad» deja de ser deseo
y esperanza, deja de ser hombre.
Como Marx, ha partido Bloch de un ateísmo considerado ya como
definitivamente adquirido, es decir, del postulado materialista, y tal
vez por eso no ha analizado a fondo las dimensiones fundamentales
de la existencia humana (sobre todo la libertad en su carácter respon­
sable, en las relaciones interpersonales, en la relación persona-co­
munidad, en la solidaridad de la esperanza), en las que pudiera surgir
la cuestión de Dios. El ateísmo de Bloch no es solamente negación
de la existencia de Dios, sino, más radicalmente, exclusión de la
cuestión misma de Dios como carente de significado.
La Materia, «laboratorium possibilis salutis», no podrá resucitar a
los muertos ni llevar la historia a su plenitud definitiva. Bloch le
atribuye propiedades divinas, pero le falta una: el carácter personal.
Este «dios impersonal» no puede salvar a la persona humana. Sola­
mente un Dios-personal podrá salvar al hombre como realmente hom­
bre, libre y personal.
El «caso» Bloch confirma una vez más que no hay sino dos res­
puestas últimas a la cuestión del hombre: el dios-impersonal-Materia
o el Dios-Personal.

61. Cf. G. Marcel, Homo Viator, Paris 1944, 189-232; J. Gómez Caffarena, Meta­
física Fundamental, Madrid 1969, 201-207, 248-254; W. Pannenberg, Gottesgedanke und
menschliche Freiheit, Göttingen 1972, 9-78.
7
La cuestión del hombre en su relación al
mundo

1. Una vez mostrado en los capítulos precedentes que la cuestión


del hombre es significativa y que la vida humana tiene sentido, queda
por investigar cuál es este sentido, analizando sucesivamente las di­
mensiones fundamentales de la existencia humana y, ante todo, la
«mundanidad» del hombre, es decir, la relación «hombre-mundo».
Que hay una relación «hombre-mundo» es una experiencia que
vivimos en todo momento y que conlleva un saber implícito de la
vinculación esencial del hombre al mundo y de su diversidad respecto
al mundo: una experiencia exclusivamente propia del hombre; por eso
la cuestión sobre la relación hombre-mundo surge en el hombre mismo.
Habrá que considerar también la relación inversa «mundo-hombre»
porque se trata de una relación mutua entre el hombre y el mundo:
pero la perspectiva dominante de la cuestión es la del cuestionante,
del hombre1,.
El análisis de la relación hombre-mundo debe tener en cuenta la
hipótesis, altamente probable, de la evolución, es decir, del proceso
irreversible de la materia a la vida, de lo inorgánico a lo orgánico
hacia organismos progresivamente más complejos, y, finalmente, de
los «antropoides» al hombre. En el estado actual de las ciencias na­
turales y humanas este proceso presenta todavía lagunas relevantes
precisamente en su fase última de transición de los homínidos al

1. A. Portmann, Biologische Fragmente zu einer Lehre des Menschen, Zürich 1955;


H. Plessner, Die Stufen des Organischen und der Mensch, Berlín 1965; A. Gehlen, El
hombre. Su naturaleza y su situación en el mundo, Salamanca 21987; J. Ayala, Origen y
evolución del hombre, Madrid 1970; X. Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Madrid 81981;
J. L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías, Santander 1983; T. Dobzhansky, Evo­
lución del género humano: Evolución, Barcelona 1980; W. H. Thórpe, Naturaleza animal
y naturaleza humana, Madrid 1980; K. Popper-J. Eccles, El yo y su cerebro, Barcelona,
1980; W. Penfíeld, El misterio de la mente, Madrid 1977; R. W. Sperry, A modified
Concept o f Conciouness: Psicological Review, (1969).
202 De la cuestión del hombre a la de Dios

hombre2. Sin embargo, la hipótesis evolucionista presenta garantías


suficientes para aceptarla como presupuesto preferible para una refle­
xión sobre la relación hombre-mundo.

2. Heidegger ha calificado la existencia del hombre como «ser


en el mundo». Esta fórmula expresa una experiencia originaria, cons­
titutiva de la existencia humana: una experiencia que se nos impone
como siempre presente. El mundo no es meramente la morada insus­
tituible del hombre, sino también el lugar de su origen y la base
permanente de toda su actividad. El hombre experimenta en todo
momento su dependencia del mundo. En su mismo cuerpo lleva la
presencia de la naturaleza con sus procesos físico-químico-biológicos:
presencia que se revela así como constitutiva del hombre.
La dependencia del hombre respecto al mundo tiene lugar no so­
lamente en la esfera de sus necesidades somáticas (supervivencia),
sino en todas sus actividades, incluidas las específicas y más altamente
humanas (pensamiento, decisiones, lenguaje, etc.). No hay ningún
acto humano que no esté (de algún modo) condicionado por la natu­
raleza. Todo intento de comprender al hombre, que pase por alto o
disminuya la constatación fenomenológica de la dependencia del hom­
bre respecto al mundo y (en este sentido) de su pertenencia al mundo,
está anticipadamente condenada al fracaso. Queda, pues, excluido todo
idealismo pseudo-espiritualista que ignore la importancia de la reli­
gación esencial del hombre con la naturaleza. Más aún: precisamente
desde la radical «mundanidad» (ser-en-el mundo) del hombre adquiere
más fuerte relieve el contraste diferenciativo entre el hombre y el
mundo.
En la misma experiencia de «ser-en-el mundo» vive el hombre otra
experiencia: la de existir de frente al mundo, es decir, de su diversidad
respecto al mundo. El mundo está allí ante el hombre como una realidad
anterior a él, autónoma, constituida por procesos inmanentes no es­
tablecidos por él: el mundo ha acontecido y sus procesos acontecen
por sí mismos, sin la intervención del hombre. Experiencia singular,
tan compenetrada con la existencia humana, que pasa inadvertida y
puede ser vivida por el hombre de modos contrastantes: entusiasmo,
identificación, perplejidad y amenaza; en una palabra, familiaridad y
distancia.
De frente al mundo, el hombre no puede menos de preguntarse
cómo y qué es el mundo, qué sentido tiene para el hombre mismo.

2. «Nos queda un tremendo vacío entre los antropoides y el hombre. Y no tenemos


ninguna idea clara de cómo se vadeó este vacío». Hay «una auténtica sima entre el animal
y el hombre» (W. H. Thorpe, o. c., 301, 269).
El hombre en su relación al mundo 203

En esta pregunta el hombre se desliga del mundo, es decir, se da


cuenta de la diversidad mutua que los separa. Esta experiencia de
distancia no-mensurable respecto al mundo culmina en la certeza per­
manente de la realidad y diversidad del mundo. No podemos de ningún
modo eliminar la afirmación de que el mundo es real, porque nos
encontramos continuamente con lo «mundano», como algo que en
todo momento nos resiste3.
Este es el dato fenomenológico que marca la distancia insuperable
entre el hombre y el mundo: el hombre sabe la realidad del mundo y
la suya propia; el mundo no sabe ni la una, ni la otra. Un dato tan
sencillo como decisivo que pone al descubierto que la distancia entre
el hombre y el mundo no es cuantificable, sino inconmensurable. Aquí
se revela la situación-límite de la relación hombre-mundo: límite del
hombre, que depende incondicionalmente del mundo; límite del mun­
do, que no se conoce a sí mismo y por eso no puede dialogar con el
hombre; límite cualitativo e insuperable entre el hombre y el mundo.
En la experiencia de la realidad del mundo, el hombre vive su
propia existencia como real y realmente diversa de la realidad del
mundo. Las dos afirmaciones («el mundo es», «yo soy») se implican
mutuamente como expresiones de una misma experiencia: son inse­
parables, mutuamente condicionadas e irreductibles entre sí. El mismo
verbo «ser» tiene un sentido diverso en la afirmación de la realidad
del mundo y de la mía propia. En el mismo acto de conocer el mundo,
el hombre se conoce a sí mismo como realidad diversa de la del mundo.
El binomio «hombre-mundo» designa la relación sujeto-objeto, mu­
tuamente diversa; la condición previa de posibilidad de esta relación
está en su mutua diversidad cualitativa. Solamente el hombre conoce
esta relación, que por eso no es inteligible sino partiendo de la ex­
periencia en que el hombre vive su religación al mundo.
Si se profundiza hasta la raíz de esta diversidad, hay que decir: el
hombre consciente de sí mismo, el mundo no-consciente de sí. Aquí
está la frontera decisiva entre el hombre y el mundo, y el origen de
la existencia humana como «ser-frente-al mundo». El hombre se ex­
perimenta como desvinculado del mundo por razón de lo que lo di­
versifica radicalmente de toda la realidad infrahumana: la conciencia
autorreflexiva. Porque es consciente de su propia realidad, el hombre
capta la realidad del mundo como diversa de la suya propia.
3. Como hemos visto en el capítulo IV, n. 7, según el Wittgenstein del Tractatus no
se puede decir con lenguaje significativo sino cómo el mundo es y no que el mundo es
(existe). Pero al mismo tiempo vivió y expresó su experiencia de estupor de que el mundo
exista: «qué extraordinario es que el mundo exista». Si no se puede decir que el mundo
existe (es algo real), la cuestión de «cómo es el mundo» queda colgada en el vacío: no
se podría decir si esta cuestión se refiere a una realidad o a algo meramente pensado: el
cómo es carece de significado si no supone que el mundo es.
204 De la cuestión del hombre a la de Dios

El análisis de la relación hombre-mundo descubre otra dimensión


inmanente en la conciencia y que (como ella) desliga al hombre de
los procesos de la naturaleza: el obrar libre del hombre, en el que se
experimenta como no-sumergido, sino emergente en el devenir de la
naturaleza, es decir, como capaz de actuar en ella según posibilidades
nuevas creadas por su libertad. El hombre es consciente de su capa­
cidad de modificar el curso de la naturaleza según proyectos forjados
y actuados libremente por él, sirviéndose de las constantes de la na­
turaleza. Lo ha formulado el «padre del positivismo», A. Comte:
observar la naturaleza para prevenir su curso y, así, dominarlo. Ya
en los instrumentos más rudimentarios creados por el hombre primitivo
se manifiesta la diferencia cualitativa entre el actuar de la naturaleza
y el actuar del hombre. Lo humano más elemental representa algo
nuevo respecto a los procesos más maravillosos de la naturaleza.

3. En virtud de su vinculación a la naturaleza mediante su cor­


poralidad y de su diversidad del mundo en su cc¡nciencia y libertad,
el hombre está llamado a una tarea exclusivamente suya: la tarea de
transformar la naturaleza hacia un más allá de sus procesos inmanentes.
La presencia del hombre representa una actuación de las posibilidades
escondidas en la naturaleza que lleva a resultados que la naturaleza
no podría lograr por sí sola. A la potencialidad objetiva ilimitada de
la naturaleza corresponde la potencialidad proyectiva ilimitada del
hombre. Y viceversa: a la posibilidad ilimitada de crear lo nuevo,
propia del hombre, corresponde la posibilidad ilimitada de ser trans­
formada, propia de la naturaleza.
En esta correspondencia mutua entre el hombre y la naturaleza, el
hombre se revela como la cima culminante del devenir cósmico, que
precisamente en el hombre da el paso definitivo hacia la realidad del
devenir histórico: «con la aparición del hombre la evolución orgánica
se ha trascendido a sí misma»4. Dando origen al hombre, la evolución
se ha lanzado más allá de sí misma hacia una órbita superior, hacia
el porvenir histórico siempre nuevo. Se puede, pues, decir que el
devenir cósmico alcanza su sentido en el hombre en cuanto en él llega
a su configuración suprema que, a su vez, confiere al mundo la po­
sibilidad de un porvenir ilimitado.

Mediante el conocimiento y la transformación de la naturaleza, el


hombre crece en su dominio y por eso crece, como hombre, en la
conciencia de sí mismo y en las posibilidades de su libertad.

4. F. G. Ayala, Origen y evolución del hombre, Madrid 1980, 9.


El hombre en su relación al mundo 205

La función del hombre respecto al mundo se presenta polifacética.


Uno de sus aspectos más evidentes es el de transformar las cosas del
mundo mediante el trabajo, es decir, mediante la producción de los
bienes que el hombre necesita para su propia subsistencia; pero aun
esta actividad productora de los bienes de consumo es humana, actuada
de modo específicamente humano y orientada al desarrollo integral
del hombre como hombre. Pero, sobre todo, se debe notar que la
función del hombre no se reduce a la productividad mediante el trabajo.
El hombre es un ser curioso de saber cómo es el mundo, de descifrar
el enigma del mundo. De este deseo innato de saber han surgido y
continúan surgiendo los inventos, que marcan las etapas del progreso
humano.
Mediante el conocimiento y la transformación de la naturaleza, el
hombre crece en su dominio y por eso crece precisamente como hombre
en la conciencia de sí mismo y en las posibilidades de su libertad;
crea posibilidades humanas nuevas, es decir, crea el proceso de hu­
manización creciente de la naturaleza y de la humanidad. De este
proceso humanizante resulta que el hombre crece en lo más profundo
de sí mismo, en la conciencia y radicalidad con la que vive y piensa
la cuestión del sentido de su vida. Cuanto más señor de la naturaleza
se hace el hombre, más relevante se hace el porqué último de su
existencia y de su tarea en el mundo; cuanto el hombre emerge más
sobre la naturaleza, más se encuentra a sí mismo de frente a la cuestión
última, el porqué último del mundo, de la relación del mundo al hombre
y del hombre mismo.
No se pueden ignorar otros aspectos fundamentales de la función
del hombre en el mundo, distintos del trabajo y más creativos: el arte
en todas sus formas, la cultura, el lenguaje, etc. Son actividades en
las que el hombre expresa su interioridad y hace de la naturaleza el
instrumento expresivo de su subjetividad. Se puede decir que estas
actividades provienen de una necesidad del hombre, pero de una ne­
cesidad diversa de las biológicas; es la necesidad que el hombre vive
de expresarse a sí mismo creando una belleza irreductible a la de la
naturaleza, una cultura a la medida del hombre, un lenguaje del que
la naturaleza carece.
Todo esto quiere decir que el resultado principal de la acción del
hombre es el progreso del hombre como hombre precisamente en lo
que lo especifica y lo diferencia de la naturaleza; cambiando su relación
al mundo, el hombre se cambia a sí mismo, se hace más hombre5.
En la relación hombre-mundo se manifiesta otra experiencia que
Heidegger ha formulado como «ser arrojado» a la existencia; expe­

5. Cf. J. Alfaro, Hacia una teología del progreso humano, Barcelona 1969, 37-46.
206 De la cuestión del hombre a la de Dios

riencia de existencia originada, proveniente de fuera de nosotros. No


he venido por mí mismo al mundo, sino que he sido traído: la existencia
me ha sido impuesta, no dispuesta por mí, sino originariamente y
permanentemente dada. Experiencia personal de una existencia con­
dicionada por una serie innumerable de circunstancias históricas, re­
sultado de la combinación de tantos actos libres y de tantos procesos
naturales, enormemente marcados por la eventualidad.
Esta experiencia del aplastante condicionamiento de la existencia
personal de cada hombre, que impone la pregunta «por qué existo
precisamente yo», se refleja en la acción del hombre en el mundo, en
cuanto su resultado es ambivalente, indivisiblemente positivo y ne­
gativo, marcado por lo imprevisto, lo irracional y, aún más, lo ame­
nazante. En nuestro tiempo lo hemos experimentado del modo más
tangible y terrible: el progreso científico y tecnológico ha hecho posible
la autodestrucción de la humanidad (energía nuclear) No sería retórica
vacía decir que el hombre, manipulando la naturaleza, corre el riesgo
de ser víctima de sus propias manipulaciones.
En el análisis total de la relación hombre-mundo aparece, pues,
una situación-límite vivida en la experiencia de lo finito y contingente,
que imponen la cuestión qué es el hombre.

4. La vinculación del hombre al mundo por su corporalidad y su


desvinculación por su interioridad, revelan que el hombre; tiene una
apertura singular al mundo que se debe analizar.
El hombre está en el mundo para actuar y actuarse como hombre,
es decir, para realizarse en lo que lo diversifica del mundo, en su
autoconciencia y en su libertad.
Su actividad interior está condicionada por las impresiones sensi­
bles provenientes del mundo. Por otra parte, es su interioridad la que
lo hace capaz de llevar la naturaleza más allá de sus procesos propios
meramente inmanentes. Esto quiere decir que la apertura del hombre
al mundo pertenece a su estructura ontológica: el hombre está abierto
al mundo en virtud de su unidad constitutiva subjetivo-corpórea. Es
la subjetividad la que hace de los seres del mundo objetos, realidades
que están ante un sujeto y por eso se manifiestan. La objetivación
surge del encuentro del sujeto humano con las cosas del mundo, pero
su matriz originaria es la subjetividad humana que confiere forma a
los contenidos de las sensaciones6.

6. Subjetividad y objetividad aparecen así mutuamente condicionadas e inseparables,


pero, en última instancia, es la subjetividad la que proyecta su luz sobre las cosas del
mundo, configurando así su contenido experimentado como inteligible. Y es precisamente
la actividad objetivante del sujeto humano lo que hace posible la acción humana trans­
formadora del mundo.
El hombre en su relación al mundo 207

La apertura del hombre al mundo es pues objetiva y, por eso,


proyectiva, creadora de proyectos hacia el futuro del mundo, hacia lo
nuevo respecto a los procesos de la naturaleza y a toda transformación
hecha ya por el hombre («naturaleza segunda»). La apertura del hombre
al mundo se revela, pues, como ilimitada, en cuanto no se detiene ni
puede detenerse en ninguna meta alcanzada.
La constante fundamental del hacer del hombre en el mundo es
que todo término logrado se vuelve punto de partida para nuevas metas.
La apertura del hombre es, pues, apertura siempre abierta, que en el
acto mismo de crear lo nuevo, lo transciende hacia lo siempre nuevo
sin poder alcanzar lo nuevo definitivo, último: todo nuevo logrado
lleva en sí mismo la marca indeleble de lo penúltimo. En cuanto
apertura siempre abierta constituye la condición previa de todo pro­
greso del hombre en el mundo y al mismo tiempo de la insuperable
penultimidad de toda meta lograda.
En la estructura ontológica de esta apertura ilimitada están ya anti­
cipadas todas las objetivaciones futuras, todo lo nuevo por venir y
también la superación de todo lo que el hombre hará en el mundo.
Anticipadamente esta apertura tiende más allá de todo resultado con­
creto: hace posible todo lo nuevo venidero y a la vez transciende todo
lo nuevo logrado.
He aquí el carácter transcendente (ir siempre más allá) de toda
acción del hombre en el mundo (también del trabajo) y el origen de
esta transcendencia en la subjetividad humana. El hombre transciende
el mundo en cuanto (con motivo de su subjetividad) no sólo se pregunta
cómo y por qué es el mundo, sino también en cuanto está desvinculado
de los procesos inmanentes de la naturaleza (libertad), y por eso puede
actuar sobre la naturaleza y transformarla según sus propios proyectos.
La transcendencia del hombre sobre el mundo comprende, pues, in­
separablemente unidas, la conciencia y la libertad.
La misma apertura, que transciende la naturaleza, transciende tam­
bién al hombre; es, pues, apertura autotranscendente en cuanto va
siempre delante de toda acción humana sobre el mundo y de toda
autorrealización del hombre: va siempre hacia adelante como requisito
previo de todo pensar, decidir, obrar humanos. El hombre es hombre,
en cuanto sostenido e impulsado por su subjetividad, por la transcen­
dencia que es él mismo, es decir, por su autotranscendencia.

El hombre vive hacia adelante, superando el pasado y el presente


en virtud de su transcendencia hacia el porvenir, que se manifiesta en
el hecho de ser llamado a preguntarse sobre el sentido de su vida, que
es la cuestión de su porvenir: el autocuestionarse del hombre revela
su autotranscendencia. La misma apertura, que implica la cuestión
208 De la cuestión del hombre a la de Dios

del hombre acerca del mundo, conlleva la cuestión del hombre sobre
sí mismo. La respuesta tendrá que buscarse en el hombre mismo, en
su interioridad (conciencia y libertad), que constituye su apertura al
mundo. Hay que decir, pues, que el hombre transciende el mundo,
porque se transciende a sí mismo: se trata de una misma transcenden­
cia, que constituye la condición previa de posibilidad de toda la ac­
tividad interna y externa del hombre, marcado, en su conciencia y
libertad, por su orientación hacia el futuro siempre abierto: apertura
que condiciona la posibilidad de percibir el pasado como pasado y el
presente como presente.

5. El análisis de la relación hombre-mundo ha mostrado que la


diversidad entre el hombre y los seres infrahumanos tiene su origen
en la subjetividad, en su interioridad pensante, decidiente, operante.
Aquí se revela lo específico y exclusivamente propio del hombre, y
por eso imprescindible en la cuestión qué es el hombre. Se impone,
pues, una reflexión ulterior y exhaustiva sobre la subjetividad humana.
El dato más inmediato y constatable es el siguiente: en todo acto de
sentir, preguntar, pensar, decidir, hacer, etc., nos damos cuenta (nos
percatamos) de sentir, preguntar, pensar, decidir, hacer. Y nos damos
cuenta, no en un acto posterior, sino en el acto mismo de sentir,
pensar, decidir, etc. Tal es el carácter exclusivamente propio de estos
actos: son actos autorreflexivos, autopresentes, manifiestos a sí mis­
mos por sí mismos. Por eso son designados con la palabra cons-ciente
(con-ciencia): actos que conllevan en sí mismos el conocimiento de
sí mismos. Se impone aquí una observación importante: podemos saber
qué es sentir, pensar, decidir, etc., en cuanto el sentir, pensar, etc.,
se manifiestan en los actos mismos de sentir, pensar, etc.: podemos
saberlo únicamente a base de esta experiencia interior. El hecho
(innegable) de la conciencia confiere al hombre un saber de sí mismo;
por eso el conocimiento humano no es tributario exclusivamente de
la experiencia externa. Es verdad que los actos de sentir, pensar,
decidir, etc., están siempre religados y condicionados a un contenido
sentido, pensado, etc.; pero su carácter de autopresentes (de ser cons­
cientes) es intrínseco y constitutivo de los actos mismos. El objeto
condiciona imprescindiblemente el surgir de los actos, pero no crea
su carácter específico de conscientes.
Hay otro rasgo propio de los actos conscientes: aunque son suce­
sivos en el tiempo, aparecen unidos en un vínculo permanente; es
decir, hay en nosotros un centro unificativo e integrativo de los actos
que supera su sucesión. Los actos implican y revelan este centro
dinámico, consciente de su actividad permanente en el sucederse de
los actos: el sujeto pensante, decidiente, etc. No hay conciencia ni de
El hombre en su relación al mundo 209

los actos solos, ni del sujeto solo, sino del sujeto como actuándose en
los actos y de los actos como actuados por el sujeto. La experiencia
interior del sujeto y de los actos constituyen un bloque vital indiviso.
El sujeto permanece en su «mismidad» al ser modificado por los actos;
queda idéntico en la conciencia de sí, que es la inmanencia suprema
respecto a toda realidad del mundo: el sujeto humano se automodifica
permaneciendo sí mismo.

6. En la conciencia está la raíz de la diversidad y de la transcen­


dencia del hombre respecto a toda realidad infrahumana; su interpre­
tación representa un problema primordial de la antropología.
La conciencia constituye y manifiesta por sí misma su propia ori­
ginalidad como realidad, como experiencia y como conocimiento: es
una realidad exclusivamente interior al hombre, autónoma en su au-
topresencia, que precisamente, en cuanto presencia de sí a sí misma
(auto-reflexiva) es experiencia y conocimiento implícito de sí misma.
La conciencia no puede actuarse sino en cuanto condicionada por
los contenidos objetivos y por las sensaciones externas, pero en su
núcleo de autopresencia es autónoma y ontológicamente previa a las
sensaciones y objetivaciones, porque es su condición de posibilidad.
Las sensaciones humanas no son un mero sentir, ver, etc., sino un yo
siento, yo veo, etc. La autopresencia interior del «yo» invade las
sensaciones humanas y las hace así esencialmente diversas de las
sensaciones de los animales. En la actuación del sujeto como sujeto,
la conciencia es la fuente de todo conocimiento y acción del hombre,
tanto sobre los seres del mundo como sobre sí mismo: en ella se esconde
el origen de la transcendencia del hombre respecto al mundo y a sí
mismo.
No es, en último término, la sensación sentida, el pensamiento
pensado, la decisión decidida, lo que marca la diversidad entre el
hombre y los seres infrahumanos; lo que en última instancia caracteriza
al hombre es lo que hace posible el sentir, pensar, decidir, es decir,
la conciencia que se actúa en el sentir semiente, en el pensar pensante,
en el decidir decidiente. Cualquiera que sea el contenido del sentir,
pensar, decidir, el hombre dice implícitamente yo-siento, yo-pienso,
yo-quiero, es decir, afirma siempre su insustituible ser personal.
La afirmación (siempre presente e implícita) de la propia existencia
goza de un estatuto privilegiado, descubierto por el análisis lingüístico:
la palabra «yo» es autorreflexiva, es decir, expresa la autoexperiencia
del sujeto como sujeto y, por eso, es imprescindible en el lenguaje.
Las proposiciones formadas con el pronombre «yo» del indicativo
presente significan algo no traducible en ninguna otra clase de pro­
posiciones: reclaman la atención de los otros sobre lo que es exclu­
210 De la cuestión del hombre a la de Dios

sivamente mío. Los demás pronombres personales conllevan implícito


el «yo»: designando a los otros como «tú», «él», me afirmo a mí
mismo como «yo»7. Todas las proposiciones formadas con la palabra
«yo» coinciden en afirmar la singularidad intransferible de mi exis­
tencia personal. La misma palabra «yo», pronunciada simultáneamente
por varios hombres, expresa una realidad distinta porque en cada «yo»
está el sujeto personal, único e irrepetible; significa que yo llevo en
mí mismo la experiencia interior de mi propia realidad como diversa
de las realidades infrahumanas y como insustituible respecto a los
demás hombres. Es esta una certeza exclusivamente mía e interior,
aunque condicionada por las experiencias externas: el yo consciente
constituye el núcleo radical de mi existencia8.
He aquí la originalidad de la conciencia como realidad, experiencia
y conocimiento: experiencia interior autocomprensiva por sí misma,
conocimiento conceptual que no consiste en representaciones objeti­
vas, y por consiguiente no está determinado por lo sensible externo.
Autopresencia del sujeto en todos sus actos, subjetividad que se actúa
como tal. Siendo realidad, experiencia y conocimiento interior (vi-
vencial), la conciencia no es cuantificable ni mensurable: no es ve-
rificable empíricamente. Solamente mediante la experiencia interior
de pensar, decidir, etc., podemos conocer qué es pensar, decidir, etc.
La conciencia transciende, pues, las coordenadas fundamentales de la
experiencia empírica, el espacio y el tiempo: transciende la cantidad
y por consiguiente el espacio, y transciende también la sucesión tem­
poral de los actos en cuanto es centro permanentemente unificativo de
sus actos, que son vividos como actos del mismo sujeto.
Precisamente porque no es empíricamente verificable, la conciencia
se expresa en un lenguaje exclusivamente suyo, en el que cada uno
exterioriza su propia experiencia interior, y que resulta significativo
para los otros en cuanto también ellos viven la misma experiencia
subjetiva: un lenguaje que puede ser calificado como «sugerente»
porque evoca en el otro su propia interioridad. Si el lenguaje de la
conciencia (es decir, del «yo») funciona (constituye una forma im­
prescindible del lenguaje ordinario de cada día) es porque dice algo
que todos experimentan en sí mismos: «el yo consciente constituye
una experiencia universal de la humanidad»9.

7. Cf. D. M. High, Language, Persons and B elief New York 1967,^113-115, 121-
126, 167-171; S. Shoemaker, Self-Knowledge and Self-Identity, Ithaca 1963; J. L. Austin,
Quand dire, c ’est faire, París 1970, 86-87; M. Polangi’s, Personal Knowledge, Chicago,
1958.
8. El «yo» no es yo, sino en referencia al «tú»; pero, a su vez, el «tú» no es tú, sino
en referencia al «yo».
9. Cf. K. Popper, o. c., 181.
El hombre en su relación al mundo 211

La índole exclusivamente interior de la conciencia impone la cues­


tión de su origen. Una vez admitida la hipótesis de la evolución, la
cuestión se presenta así: ¿puede ser la materia, por sí sola, el origen
último de la conciencia? ¿se puede explicar la conciencia, en última
instancia, como resultado del proceso de la sola materia? La respuesta
deberá tener en cuenta que un proceso de la sola materia tiene que ser
un proceso material y, por eso, empíricamente verificable. La con­
ciencia humana, cima culminante de todo el proceso evolutivo, no
pertenece a lo empíricamente verificable; no puede ser el resultado de
un proceso meramente material. La materia es, esencialmente, realidad
sensible y tales son también sus procesos: sensible y material son
idénticos. El carácter fundamental de la conciencia, su inaccesibilidad
a la verificación empírica (sensible), no permite explicar su origen con
los procesos de la sola materia.

7. La libertad humana es de importancia primordial en la relación


hombre-mundo. En cuanto no insertado en las constantes de la natu­
raleza, sino desligado de ellas por su libertad, el hombre es capaz de
crear en la naturaleza posibilidades nuevas y de dar así el salto del
devenir cósmico al devenir histórico. Se revela aquí que la libertad
humana pertenece a la situación-límite constituida por la relación hom­
bre-mundo y que la comprensión de la libertad es necesaria para la
comprensión total de esta relación. Conciencia y libertad, unidas entre
sí, constituyen el yo personal, la subjetividad humana: el análisis de
la conciencia impone el examen de la libertad.
El acto libre tiene su carácter distintivo y exclusivo en que no está
predeterminado por ninguna realidad anterior a él; es decir, ni por los
procesos de la naturaleza, ni por las circunstancias históricas que lo
condicionan, ni por los motivos que lo justifican, ni por la misma
libertad de que provienen, ni por los actos libres que lo preceden: es
algo nuevo y discontinuo respecto a todas las condiciones que lo hacen
posible. No es meramente manifestación de lo previamente dado, sino
lo que acontece en cuanto no precontenido en todo lo que lo precede,
tanto temporalmente como ontológicamente. Por eso se llama de-cisión
(cortado-de)10. Esta es su diversidad radical y cualitativa respecto a
los procesos de la naturaleza: el acto libre implica la actuación de
posibilidades que transcienden las de la naturaleza. Por eso el cono­
cimiento que lo precede y lo hace posible es de un orden superior a
todo conocimiento meramente sensible.
Pero el acto libre no es solamente decisión sobre esto o aquello
(objeto de la decisión), sino también, y principalmente, decisión del
10. La palabra latina «de-cidere» y la alemana ent-scheiden expresan el carácter
discontinuo del acto libre.
212 De la cuestión del hombre a la de Dios

sujeto humano sobre sí mismo, sobre las posibilidades de su existencia.


Puesto que la libertad se identifica con el sujeto libre, es el sujeto el
que crea el proceso de su propio devenir permaneciendo sí mismo;
decidimos de nosotros: nos hacemos libremente.
Aquí se encuentra el origen de la diversidad entre el devenir his­
tórico y el devenir cósmico: el hombre decide de sí por sí mismo. Se
manifiesta así de modo privilegiado la inmanencia (interioridad) su­
prema del hombre respecto de toda otra realidad del mundo. Inma­
nencia talmente interior, que el sujeto actúa sobre sí mismo en el acto
libre puesto por él, y el acto libre es interior al sujeto, diverso de él
y acto suyo. Obrando libremente, el sujeto se hace más sí mismo: el
«yo» es origen y término de sus actos libres".
En el acto libre la existencia humana alcanza su cima más alta y
a la vez su hondura más profunda. En esta interioridad suprema el
hombre transciende la naturaleza y se transciende a sí mismo.
Transciende la naturaleza, porque en su libertad actúa de un modo
diverso y superior respecto a los procesos «naturales», que son pre­
visibles y explicables por los factores previos que los condicionan. Se
transciende a sí mismo en sus decisiones, que no son previsibles ni
plenamente explicables ni siquiera por su libertad. En sus actos libres,
el hombre va más allá de lo que era: se autotransciende.

8. La libertad humana no es solamente «libertad-de», sino tam­


bién «libertad-para». «Libertad-de» quiere decir que sus decisiones no
son determinadas por ninguno de los factores que las condicionan y
hacen posibles. El paso del pensar al decidir, de la deliberación previa
(que lo condiciona) a la decisión, se hace solamente en la decisión
misma.
«Libertad-para» quiere decir libertad del hombre para disponer de
las realidades infrahumanas y para disponer de sí mismo en sus de­
cisiones, que es un modo de transcenderse: libertad no para sí misma,
ni en última instancia para el sujeto libre, sino para y hacia un más-
allá de sí misma, abierta al porvenir de cada hombre, de la humanidad
y de la historia, que solamente ella puede crear1112.

11. La reflexión sobre la imposibilidad del salto, desde los procesos materiales-
sensibles de la naturaleza a la interioridad de la conciencia, gana en claridad cuando se
trata del salto de los procesos naturales a los actos libres. La decisión de la libertad rompe
todos los esquemas pensables de un proceso meramente natural, es decir, controlable
mediante la experiencia empírica. El devenir cósmico no puede ser el origen de la libertad
humana.
12. Varios científicos modernos de fama mundial (entre ellos los premios Nobel W.
Penfield y J. Eccles) han notado la distancia insuperable entre los animales y el hombre:
una diversidad cualitativa proveniente de que solamente el hombre tiene conciencia y
libertad, que transcienden el funcionamiento neuronal del cerebro humano. No se puede
El hombre en su relación al mundo 213

La libertad y el porvenir están al mismo nivel (ontológico): la


apertura al porvenir y la apertura a decisiones nuevas se identifican.
Solamente el hombre tiene porvenir ante sí; su libertad, en cuanto
orientada por sí misma hacia el futuro, lo impulsa a transcender lo
que ha sido en el pasado y es en el presente. El hombre es hombre
en cuanto va hacia el más allá de lo que ha sido y de lo que ahora es.
La experiencia de la libertad constituye la experiencia propia de la
existencia humana. Como el hombre no se ha dado la existencia,
tampoco se ha dado la libertad, sino que la ha recibido. La libertad
es don y vivida como don; pero es un don que implica una tarea, la
tarea fundamental, a la que el hombre no puede sustraerse, de dar
sentido a su vida. Precisamente en su libertad está llamado a hacerse
en sus decisiones; tiene que decidirse ante la cuestión insoslayable del
sentido último de su vida, del para qué vivir.
La libertad humana es, pues, libertad responsable. La responsa­
bilidad no es un mero predicado de la libertad, sino su esencia en
cuanto libertad-para. De lo contrario, la libertad estaría cerrada y
absolutizada en sí misma: sería arbitrariedad. Una libertad arbitraria
sería, en realidad, falta de motivación y por eso falta de libertad:
carecería de fundamento. Quien decidiera así, entregaría su decisión
al antojo, a la casualidad.
Libertad-responsabilidad quiere decir libertad radicalmente inter­
pelada, cuestionada, llamada a responder de sí, de sus actos. Todo
hombre existe cuestionado en su libertad, referido a la libertad de los
otros: esta referencia es constitutiva de la libertad y de su autotrans-
cendencia.
La libertad humana lleva, pues, en sí misma la cuestión de su
origen y de su orientación ontológica hacia el futuro por venir, o sea,

considerar la conciencia como idéntica con los fenómenos neuronales: se trata de una
entidad emergente respecto al aparato cerebral: los fenómenos mentales transcienden cla­
ramente los fenómenos de la fisiología y de la bioquímica (R. W. Sperry, a. c., 149-
150). Con el hombre ha surgido una distinción radical entre vida y mente. Aquella es
cuestión de química y física; ésta escapa a la química y a la física (T. Dobzhansky, a. c.,
439, 448, 451). No hay una parte definida del cerebro que corresponda al yo. No hay
ningún factor inmanente al funcionamiento neuronal del cerebro que sea determinante para
la toma de decisiones. La mente autoconsciente es apta para actuar sobre los mecanismos
cerebrales y responsable de las decisiones dictadas a éstos (K. Popper-J. Eccles, o. c.,
310, 331, 407). La mente es una esencia distinta y precisa; las acciones de los mecanismos
cerebrales, reflejos o automáticos, son numerosas y complejas; pero lo que realiza la mente
es completamente distinto, y de ello no es responsable ningún mecanismo neuronal que
yo alcance a descubrir (W. Penfield, o. c., 90, 99). La conciencia de la mismidad, que
es una conciencia autorreflexiva, está ausente en los animales. El hombre es capaz de
«percatarse de sí mismo» (W. H. Thorpe, o. c., 302, 352, 354.) (NB: Para una exposición
exhaustiva de este tema remito al lector a la excelente monografía de J. L. Ruiz de la
Peña, Las nuevas antropologías, Santander 1983, 119-130, 174-199.
214 De la cuestión del hombre a la de Dios

la cuestión del «de dónde viene» y del «a dónde va». Son dos aspectos
de la misma cuestión; siendo la libertad en sí misma apertura ilimitada,
su origen no podrá ser sino la misma realidad que suscita y sostiene
esta apertura: «origen de» y «término hacia el que» se identifican. La
cuestión puede ser formulada en términos de responsabilidad: ¿de
dónde proviene la responsabilidad (su ser responsable) del hombre y
ante quién es, en última instancia, responsable? También en esta for­
mulación el «de dónde» y el «hacia dónde» (hacia quién) son aspectos
de la misma realidad: la realidad última, que hace responsable la
libertad (es decir, de la que proviene la libertad responsable), será la
misma ante la cual el hombre es, en última instancia, responsable.

9. Ante esta cuestión del origen y del término último (fundamento


último) de la libertad-responsabilidad, se presentan tres respuestas
posibles: a) el fundamento último es la naturaleza, la materia en su
proceso evolutivo; b) la libertad de los otros; c) una realidad diversa
y superior respecto a la naturaleza y a la libertad de los otros.

a) En la responsabilidad de la libertad humana hay que distinguir


entre responsabilidad-de (de-algo: contenido y objeto del acto libre)
y responsabilidad-ante alguien, ante quien el hombre está llamado a
dar cuenta de sus actos libres (dimensión formal de la responsabilidad,
constitutiva de la existencia dialógica del hombre): encuentro inter­
personal entre un «yo» llamado a dar razón de sus actos libres y un
«tú» que le pide responder a esta llamada. La responsabilidad no puede
tener lugar sino en la relación entre mi ser personal y el ser personal
del otro. No tiene sentido hablar de responsabilidad sino dentro de
una relación interpersonal, entre persona y persona, entre libertad y
libertad. El hombre es responsable-de la naturaleza (ecología) y de su
transformación al servicio de la humanidad, pero no puede ser res­
ponsable (propiamente hablando) ante una realidad impersonal, cual
es la naturaleza: tal responsabilidad estaría en contradicción con la
transcendencia del hombre sobre la naturaleza. El hombre está hecho
para transformar la naturaleza, pero, en última instancia, para hacerse
más hombre (humanización creciente), precisamente en cuanto diverso
y superior (inteligencia, conciencia y libertad) respecto a la
naturaleza13.

13. Toda filosofía se encuentra ante el dilema inevitable: la realidad última (originaria,
no puede ser sino o la materia autofundada y autofundante, o la realidad transcendente
libre y personal. Por eso toda filosofía materialista, que pone en el origen de todo lo real
la materia con su evolución cósmica, queda aprisionada en el devenir meramente material
de la naturaleza. Y entonces la explicación última tiene que ser el hado, el destino, la
«moira» de la filosofía griega, «el azar y la necesidad» de J. Monod. Pero esta explicación
El hombre en su relación al mundo 215

b) La libertad de cada hombre es realmente responsable ante la


dignidad personal (conciencia y libertad) de los otros; pero también,
viceversa, los otros son responsables ante mi ser personal, ante mí
como persona; es, pues, una responsabilidad mutua, común de todos,
igualmente esencial y constitutiva de cada uno como persona; la del
uno y la del otro (todas) están al mismo nivel ontológico y axiológico.
Por consiguiente, la libertad-responsabilidad del otro no es el funda­
mento último de la mía, ni viceversa. El fundamento último de cada
una y de todas deberá ser un fundamento común a todas y transcendente
respecto a todas. Cada hombre es también responsable ante la hu­
manidad venidera, pero no de tal modo que su responsabilidad esté
reducida, en última instancia, a su relación a la humanidad por venir.
Como no se puede reducir la persona humana a su relación a la co­
munidad (excluyendo las relaciones interpersonales) tampoco se puede
reducir su responsabilidad a esta relación14.

c) Resta, pues, que el fundamento último de la libertad humana,


es decir, la realidad ante la cual el hombre es, en último término,
responsable, no puede ser sino diversa y transcendente respecto a la
naturaleza, al hombre y a la totalidad de lo real intramundano. Tendrá
que ser una realidad personal y libre, porque solamente ante tal realidad
puede el hombre ser, en última instancia, responsable. Si el hombre
existe radicalmente cuestionado, interpelado a dar sentido último a su
vida, si ser hombre es ser radicalmente, absolutamente responsable
(más allá de toda responsabilidad particular), el origen y fundamento
de su libertad responsable no puede ser sino la Realidad fundante,
personal y absolutamente transcendente, que es designada con un nom­
bre propio y único; Dios. Surge así la comprensión de Dios como
Aquel que llama al hombre en su interioridad suprema de libertad-
responsabilidad, y una comprensión del hombre como aquél cuyo

es evidentemente insuficiente; pasa por alto lo más humano del hombre, lo supremo en
que culmina todo el proceso de la naturaleza: la libertad y responsabilidad del hombre,
que hacen del devenir cósmico el devenir de la historia creada por la libertad humana.
Queda sin respuesta la cuestión fundamental del hombre, la que lo constituye en su
dimensión ontológica y axiológica de ser-cuestionado. Monod se percató de este problema,
ante el cual permaneció perplejo, sin excluir ni incluir la respuesta (cf. El azar y la
necesidad, Barcelona 1971, 186-190). Queda, pues, en pie que la responsabilidad del
hombre no puede comprenderse sino como responsabilidad ante un Alguien transcendente
y personal.
14. Aunque la generación humana es un acto libre de los progenitores, no depende
de su libertad que el resultado de la procreación sea un ser dotado de libertad. Los
progenitores son libres de hacer o no hacer el acto procreativo (la unión sexual hombre-
mujer) y de impedir e interrumpir el proceso generativo; pero no pueden escoger que el
resultado de tal acto sea o no sea un ser humano dotado de libertad.
216 De la cuestión del hombre a la de Dios

núcleo existencial es la de ser el radicalmente cuestionado, interpelado:


llamado.

10. Llegados a este punto, se puede todavía hacer un paso ulterior


sobre la relación hombre-mundo, sobre la naturaleza. Una vez admitida
la hipótesis evolucionista, la persona humana se presenta como el
resultado último (no solo temporalmente, sino cualitativamente, en
cuanto interioridad suprema, conciencia y libertad) del proceso evo­
lutivo.
Las condiciones de posibilidad de la totalidad del proceso deben
ser consideradas partiendo de su término último que es el hombre.
Solamente a la luz que proyecta el término último y supremo al que
ha llegado el proceso evolutivo, se puede plantear rectamente la cues­
tión de los requisitos necesarios para explicar la totalidad del proceso;
estos requisitos no pueden ser sino los previamente necesarios para
explicar el término último.
Se ha mostrado ya que los procesos meramente naturales (es decir,
los procesos posibles dentro de los fenómenos físico-químicos, veri-
ficables empíricamente) no pueden explicar el ser personal (consciente
y libre) del hombre. Hay que admitir entonces que, si de hecho el
proceso evolutivo ha culminado en su término último, el hombre, ha
habido ya dentro del proceso un «plus» de dinamismo respecto a las
posibilidades procesales de la sola materia; es decir, la materia ha
debido recibir este «plus» de una realidad transcendente. Pero si la
materia ha recibido tal «plus», depende de esa realidad transcendente,
y entonces hay que decir que la Realidad personal, Fundante del
hombre, es también Fundante respecto a la materia: también la materia
está fundada en la Realidad Fundante, Dios. En el análisis de la
cuestión del hombre en su relación al mundo ha aparecido la cuestión
de Dios, como la Realidad fundante personal de toda la realidad in-
tramundana; ha aparecido también la respuesta y, en ella, la verifi­
cación de la cuestión de Dios como significativa.
Toda la reflexión sobre la relación «hombre-mundo» desemboca
en la cuestión fundamental del hombre, del sentido de su vida como
totalidad, y en la cuestión de Dios. Ambas constituyen dos aspectos
de la misma cuestión, la cuestión que expresa la dimensión que hace
del hombre el ser radicalmente cuestionado: cuestión dirigida indi­
visiblemente a su inteligencia y a su libertad. La respuesta no podrá
ser, por consiguiente, una demostración, es decir, una conclusión
evidente, constringente, de un discurso meramente racional que ex­
cluiría la intervención de la libertad. La respuesta no puede ser sino
una mostración, una presentación de los motivos que justifican la
opción de dar sentido a la vida creyendo en Dios: mutua implicación
El hombre en su relación al mundo 217

de conocer y decidir, acto total de comprender y optar, comprensión


comprometida, persuasión. Rigurosamente hablando, la existencia de
Dios no se demuestra: se cree, es decir, se afirma en una decisión
(convicción) suficientemente motivada para que sea opción auténti­
camente humana. Esta mutua implicación del conocer y decidir no es
exclusivamente propia de la afirmación de Dios; es una ley que rige
todo el campo de lo metaempírico (meta-físico): mutua interacción
entre la inteligencia y la libertad15.

15. Para expresar el carácter propio de esta implicación de conocer y optar, I. Kant
creó el término sorprendente «Vemunftglaube» «fe-racional» (cf. supra, 2, n. 2).
8
La cuestión del hombre en las relaciones in­
terpersonales

1. Todo hombre vive su relación al mundo en comunión y co­


laboración con los demás hombres: la vida humana es esencialmente
con-vivencia, vivir-con los otros. «Una persona aislada dejaría de
serlo... ¿A quién en efecto amaría? Y si no ama, no es persona»
(Unamuno). «Solamente entre hombres llega el hombre a ser hombre»
(Fichte). «En el lenguaje humano hay dos palabras fundamentales,
originarias (Grundworte): yo-tú y yo-ello. Yo-tú expresa la relación
del hombre a otro hombre: yo-ello expresa la relación del hombre al
mundo» (Buber)1.
La relación del hombre al mundo y su relación a los otros están
inseparablemente unidas: el mundo mediatiza las relaciones interper­
sonales y éstas, a su vez, se interfieren en la relación de todo hombre
al mundo. La transformación de la naturaleza es tarea de cada hombre
y de todos ellos, es decir, de cada uno en cuanto miembro de la
comunidad humana. En virtud de la función objetivante, propia del
trabajo humano, lo que hace cada hombre es accesible y disponible
para los demás: la objetivación del trabajo en «naturaleza-transfor-

1. M. Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid 1971, cap. VU; H.


Fichte, Grundlage des Naturrechtes, Werke II, 43; M. Buber, lch und Du, München
1962, 32, 40. Cf. E. Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca 21987; De otro modo de
ser o más allá de la esencia, Salamanca, 1987; D. von Hildebrand, Metaphysik der
Gemeinschaft, Stuttgart 1971; Das Wesen der Liebe, Stuttgart 1971; P. Laín Entralgo,
Teoría y realidad del otro, Madrid 1961; K. Lówith, Das Indiviáuum in der Rolle des
Mitmenschen, Darmstad 1969; P. Primi, Gabriel Marcel e la metodología delV inverifi-
cabile, Roma 1959; R. Lauth, Le problème de Vinterpersonalité chez Fichte: Archives
de Philosophie, 25 (1962), 325-344; Max Müller, Erfahrung und Geschichte, Freiburg
1971; J. de Finance, L ’affrontement de Vautre, Roma 1973; J. Gómez Caffarena, El teísmo
moral de Kant, Madrid 1984; J. Muguerza, La razón sin esperanza, Madrid 1977; M.
Theunissen, Der Andere, Berlin 1971; Fr. Jeanson, Le problème moral et la pensée de
Sartre, París 1947.
220 De la cuestión del hombre a la de Dios

mada» (segunda naturaleza) hace del trabajo la empresa común a todos,


que une la humanidad en el devenir de la historia. Por eso la relación
del hombre al mundo pide una reflexión sobre las relaciones inter­
personales del hombre y sobre su relación a la comunidad humana.
Se trata efectivamente de una dimensión primordial de la existencia
humana, diversa e inseparable respecto a la relación hombre-mundo,
y que por eso no puede ser omitida en la búsqueda de la cuestión qué
es el hombre.
La convivencia interpersonal no es algo accidental o extrínseco a
la persona humana. En el núcleo intransferible del yo personal todo
hombre está llamado a la comunidad interpersonal: la apertura al «tú»
(al otro respecto a mí) es constitutiva del «yo»; tal es también la
apertura del «yo» y del «tú» a la comunidad humana.
Lejos de excluirse mutuamente, la dimensión personal y la inter­
personal y comunitaria se incluyen recíprocamente: la persona no pue­
de realizarse sino en la alteridad, es decir, en el darse a los otros y
en el recibir de ellos. La subjetividad humana es, pues, esencialmente
intersubjetividad, subjetividad dialogal, encuentro entre sujeto y su­
jeto. Se manifiesta así un aspecto nuevo de la cuestión del hombre:
la libertad personal de todo hombre está por sí misma referida a la
libertad del otro: relación de mi libertad, en cuanto libertad, a la libertad
del otro como libertad, Surge, pues, la cuestión de las condiciones de
posibilidad de la libertad humana y de su fundamento último.
Hay un evento, exclusivamente propio del hombre, en que se pone
de relieve la estructura interpersonal del ser humano: el lenguaje,
creación del hombre, en el que se refleja su unidad corpórea-interior.
El lenguaje no es solamente transmisión de informaciones, sino tam­
bién, y principalmente, comunión interpersonal de la persona como
persona con el otro personal. Lo ha notado E. Levinas: «la esencia
del lenguaje es la relación al otro». El lenguaje instaura una relación
irreductible a la relación sujeto-objeto; es en sí mismo interpelación
dirigida al otro personal, es decir, implica y actúa la alteridad inter­
personal. El carácter específico del lenguaje humano es, pues, la co­
municación de conciencia a conciencia, encuentro entre libertad y
libertad: es aquí donde podrá revelarse lo más humano del hombre,
la esencia de su libertad. Libertad ante libertad quiere decir qué re­
presenta la libertad del otro para la mía y viceversa: qué representa
cada hombre como hombre (en lo que lo diversificá radicalmente de
la naturaleza) para el otro como hombre2.

2. I. Levinas, Totalidad e infinito, 220-221.


El hombre en las relaciones interpersonales 221

2. La posición de P. Sartre sobre las relaciones interpersonales


es la consecuencia de su antropología. La existencia humana es pura
facticidad irracional, lo absurdo de lo que no se puede encontrar razón
alguna. Lo absurdo del hombre se revela en la conciencia de sí mismo,
insuperablemente dividida entre el «en-sí» y el «para-sí», que aspira
a la identificación imposible de ambos; por eso el hombre es una
«pasión inútil», «proyecto de ser Dios». La nada del hombre está aquí,
en su insuperable escisión entre el en-sí y el para-sí, y en la aspiración
imposible a superar esta escisión. «La libertad coincide, en el fondo,
con la nada que está en lo íntimo del hombre: el hombre es libre porque
no es idéntico a sí mismo». Como la existencia humana, la libertad
es sin razón; el hombre está condenado a ser libre. La nada, que
escinde al hombre de sí mismo, lo constringe a hacerse realizando sus
propios proyectos. En su pura facticidad irracional, la libertad humana
es absoluta: no puede querer sino a sí misma, realizarse como libertad
absoluta. Solamente ella crea sus propios valores al hacer sus opciones:
la autonomía absoluta de la libertad es la fuente única de los valores.
Sartre reconoce que las opciones humanas se hacen siempre dentro de
una situación histórica concreta; pero, al mismo tiempo, afirma que
los actos libres no tienen más motivación que la de obrar en la libertad,
de realizarse libremente. Todo valor previo que por sí mismo com­
prometiera la libertad, sería negación de la autonomía de la libertad
que consiste en fijarse los propios fines y motivos, creando así los
valores. Esto no quiere decir eximir la libertad de su responsabilidad,
sino más bien lo contrario: tener el coraje de tomarse la responsabilidad
de una libertad absoluta y total. Abandonado a sí mismo en el mundo,
el hombre se carga toda la responsabilidad de un mundo no creado
por una potencia superior. La tarea de apropiarse toda la responsa­
bilidad de su libertad, es decir, de mantener la ambigüedad de la
conciencia, de la existencia y de la libertad, constituye la esencia de
la moral humanista sartriana: el hombre condenado a ser responsable
de dar sentido a una existencia que en sí misma es absurda. La
imposibilidad de la coincidencia de la conciencia en sí misma, la
«pasión inútil» que es el hombre, es, según Sartre, el origen de todo
sentido. Solamente sería liberadora la ética fundada en la libertad como
valor único, fundamento y fin de sí misma: la única actitud auténtica
sería la que corresponde al proyecto de ser Dios (identidad plena del
ser-en sí y del ser-para sí). Desde esta visión de la existencia, de la
conciencia y libertad, interpreta Sartre el sentido de las relaciones
interpersonales.
«Nos encontramos con los otros, no los constituimos». El otro es
el que me roba el mundo y me priva de ser el centro del mundo. Por
eso el sentido originario de las relaciones interpersonales es el con-
222 De la cuestión del hombre a la de Dios

flicto: la relación al otro es rechazo radical del otro. Porque el otro


pone en peligro el proyecto de realizarme sobre el fundamento absoluto
de mi libertad, mi amor al otro es solamente el intento de hacerme
amar por él, de hacer de mí mismo el valor absoluto para él, es decir,
de seducir su libertad y así suprimirla para no tener que temer nada
de ella.
En su configuración sexual, el amor quiere apoderarse del otro
mediante la apropiación total de su cuerpo: busca la posesión. Pero
como también el otro, amándome, busca hacerse amar por mí (es
decir, seducir mi libertad y apoderarse de mi corporeidad), la relación
interpersonal reenvía a cada uno a la propia subjetividad: el amor es
un sistema de reenvíos indefinidos: «amar no es sino el proyecto de
hacerse amar». «El hombre no es para el hombre sino un brujo».
Porque el hombre no quiere sino la propia libertad como un absoluto,
ante la libertad del otro crea el truco del amor para apoderarse de la
libertad y de la realidad total del otro: este es, según Sartre, el sentido
de las relaciones interpersonales, que llevan por sí mismas al fracaso:
«el infierno son los otros».
Por cuanto se refiere a la conexión entre los valores éticos y la
cuestión de Dios, la posición de Sartre es neta y precisa: el auténtico
humanismo no puede reconocer más valores que los creados por el
hombre mismo. Esta es una exigencia inevitable de la libertad humana
y de la autonomía del hombre, que Sartre considera como absoluta­
mente absolutas. Tal humanismo no es simplemente ateo, sino anti-
teístico: Dios no es solamente negado, sino también rehusado. Aunque
existiera Dios, el hombre no podría realizarse, sino rebelándose contra
El. «El hombre debe encontrarse a sí mismo en la persuasión de que
nada puede salvarlo de sí mismo, ni siquiera una prueba de la existencia
de Dios»3.
La valoración crítica del pensamiento filosófico de Sartre debe
partir, no de su ateísmo antiteístico, sino de su interpretación de las
relaciones interpersonales y de la libertad humana.

¿Se puede reducir el sentido de las relaciones interpersonales al


conflicto, al rechazo del otro o al truco del amor para poseer al otro?
Ciertamente no. Es verdad que en las relaciones humanas habrá siem­
pre conflictos provocados por la tendencia egocéntrica del hombre.
Pero no se puede reducir la presencia de los otros a manantial de
conflictos, porque es también fuente de nuevas y más altas posibili-

3. Para una exposición más detallada de la antropología y de la ontología de Sartre


véase el número 8 y las notas 49-71 del capítulo tercero. Cf. F. Jeanson, o. c., 266, 272-
276, 281.
El hombre en las relaciones interpersonales 223

dades de realización para la libertad de cada uno. Precisamente en su


relación a la libertad de los otros, la libertad personal de todo hombre
alcanza un nivel de autorrealización superior al que pudiera lograr en
una relación solipsista (puramente autocéntrica) al mundo: la relación
interpersonal enriquece la libertad de cada persona. Más aún: sola­
mente en la mutua relación dialogal puede el hombre llegar a su
plenitud humana. El hombre se hace más hombre en el darse al otro
y en el recibir del otro4.
Absolutizando la libertad personal de cada uno, Sartre desconoce
que la persona del otro representa para mí un valor que yo no he
creado: no tiene en cuenta el valor del otro para mí en cuanto persona
ni el valor de mi ser personal para el otro. Reduce el otro a competidor
de mi libertad, un competidor cuya libertad hay que suprimir para
poder actuar lo absoluto de mi libertad. No se puede eludir la pregunta:
¿qué humanismo es éste que reduce la persona del otro a medio para
mi autoafirmación, a objeto de posesión? ¿cómo podría Sartre justificar
su compromiso por la justicia para el cual ha luchado durante toda la
vida? Sin reconocer la persona del otro como valor que interpela mi
libertad, no se puede fundar ninguna ética, sea atea o teísta. Pero si
se reconoce la persona del otro como valor interpelativo de mi libertad,
se hunde la tesis de Sartre sobre la libertad como creadora de los
valores en sus decisiones: el valor de la libertad del otro, que interpela
incondicionalmente la mía, es ontológicamente previo a las decisiones.
La reducción sartriana de las relaciones interpersonales al conflicto,
proviene de la absolutización de la libertad de cada uno. Se revela
aquí la deficiencia de la fenomenología de Sartre: no tiene en cuenta
que la libertad es un bien de cada uno y de todos, que los une entre
sí: es vínculo de comunión. Por eso la libertad de cada uno está referida
por sí misma a la de los demás, es decir, está llamada a reconocer la
libertad del otro como valor por sí misma. No puedo pretender que
los otros reconozcan el valor de mi libertad, sin darme cuenta de que
también la libertad del otro es un valor que interpela mi libertad
precisamente como libertad. No he sido yo quien ha creado el valor
de la libertad del otro, como no ha sido el otro quien ha creado el
valor de la mía.
Esta reflexión permite ver que la libertad humana no crea los va­
lores, porque toda libertad concreta está ya condicionada e interpelada
por la libertad del otro. Nadie ha escogido su propia libertad, ni ha
escogido que la libertad de los otros pida por sí misma a los otros que
la reconozcan como valor en sí. Por consiguiente, dentro de la relación
inmanente libertad propia-libertad ajena, la libertad humana se revela

4. Cf. P. Lain Entralgo, o. c., II, 333.


224 De la cuestión del hombre a la de Dios

como no-absoluta ni creadora de valores, sino condicionada por el


valor de la libertad del otro, valor no creado por ninguna libertad
humana. La crítica de Levinas a Sartre da en el clavo: «La libertad
no se justifica por la libertad misma. Reducida a sí misma, se realiza
en la arbitrariedad...»; «la presencia de la libertad del otro no es una
amenaza para mi libertad, ni le impone límites, sino qué revela lo no-
absoluto de mi libertad, el no tener en sí misma su razón de ser». Los
otros no son límite, sino condición de mi libertad5. La absolutización
de la libertad humana es, según Sartre, el resultado del absurdo de la
existencia humana en cuanto constituida por la escisión entre el en-sí
y el para-sí. Su inaceptable fenomenología de las relaciones interper­
sonales confirma la inaceptabilidad de su antropología. Y muestra ante
todo que, si la existencia humana no tiene sentido, hay que decir que
todo el orden del sentido y del valor se inserta en un radical absurdo.
Hay aquí una mancha originaria que nada puede borrar; los valores
que el hombre creara estarían siempre referidos a un primario no-
sentido y, por eso, carentes de justificación. El nihilismo antropológico
sartriano lleva, lógicamente, al nihilismo axiológico: el no-sentido de
la existencia humana implica el no-sentido de la tarea fundamental del
hombre de dar sentido a su vida.
Se descubre ahora que el rechazo de Dios, que Sartre pide como
exigencia de la autonomía absoluta de la libertad humana, es radical­
mente inconsistente en cuanto pseudofundado en una autonomía ab­
soluta que la libertad humana no tiene. «Quamvis Deus non daretur»
(aún cuando no hubiera Dios) la libertad humana no sería absoluta­
mente absoluta, sino esencialmente condicionada por el valor de la
libertad de los otros y por las motivaciones que justificarían sus op­
ciones como auténticamente humanas. En su misma relación a la
libertad del otro, toda libertad humana está referida al valor de la
libertad de los otros, es decir, inmanentemente condicionada por ella.
Antes de apresurarse (impulsado por su obsesión antiteísta) a pro­
clamar el rechazo de Dios (en nombre de la autonomía absoluta de la
libertad humana), Sartre hubiera podido detenerse más atentamente en
el análisis fenomenológico de la libertad humana, a saber, de su vin­
culación inmanente a la libertad de los otros y del condicionamiento
intrínseco de esta vinculación. No es necesario introducir la cuestión
de Dios para descubrir la no-absolutez (autonomía no-absoluta) de la
libertad humana, porque esta libertad lleva en sí misma (en su vin­
culación esencial a la libertad del otro) su propio intrínseco condicio­
namiento.

5. I. Levinas, o. c., 307.


El hombre en las relaciones interpersonales 225

3. La experiencia vivida en las relaciones interpersonales se in­


serta en la experiencia existencial fundamental, constituida por la au-
toconciencia y la libertad del hombre. En esta estructura ontológica,
exclusivamente suya, el hombre está llamado a su que-hacer propio,
es decir, a cumplir la tarea de dar sentido a su vida: tarea rigurosamente
intransferible de cada uno en su unicidad insustituible, irrenanciable.
Todo hombre (cada uno) está llamado a hacerse libremente en la opción
fundamental de dar sentido a su vida y, consiguientemente, a cumplir
esta tarea en las opciones particulares concretas, que no pueden tener
sentido sino en cuanto referidas a la opción fundamental y sostenidas
por ella6.
Esta llamada a la opción fundamental, y, consiguientemente, a las
opciones particulares, no la ha creado el hombre, como tampoco ha
creado su propia existencia; es, pues llamada recibida, don y tarea
como lo es la misma vida: llamada constituida por su autoconciencia
y libertad, que fundan por sí mismas la condición ontológica previa
del hombre en cuanto ser-responsable: una responsabilidad que hace
posibles, tanto la opción fundamental, como las opciones particulares
de cada día.
Como ser humano, el hombre no puede obrar libremente (optar)
sin las motivaciones que condicionan sus decisiones, es decir, las
motivaciones que justifican las opciones como sensatas y auténtica­
mente humanas. La opción fundamental supone (suposición no lógica,
sino ontológica) la motivación fundamental de dar sentido a la vida y
las motivaciones concretas de las opciones particulares. Tanto la op­
ción fundamental, como las particulares, están condicionadas por su
motivación. Lo que las motiva (el motivante) se denomina con las
palabras valor y valores, valor fundamentante y valores derivados,
fundados. El carácter específico del valor y de los valores es su re­
ferencia esencial a la libertad, que los necesita para que la opción
fundamental y las opciones particulares sean auténticamente humanas,
es decir, conformes con la estructura constitutiva del hombre como
ser autoconsciente y libre. Valor fundamental y tarea de dar sentido
a la vida (llamada a darle sentido) son idénticos. Valores particulares
y derivados, y llamadas concretas a hacer esto o aquello, son idénticos.
El valor fundamental se califica rectamente como dignidad de la per­
sona humana, en cuanto valor personificado en cada hombre en la
intransferible unicidad de su autoconciencia y libertad. En su misma
experiencia existencial del sujeto autoconsciente y libre (persona), el
hombre vive su experiencia de estar referido a los otros como sujetos
autoconscientes y libres. La subjetividad humana es, pues, esencial-

6. Cf. J. Ortega y Gasset, El hombre y la gente, Madrid 1957, 69.


226 De la cuestión del hombre a la de Dios

mente intersubjetividad, relación interpersonal, llamada recíproca del


sujeto-yo y del sujeto-tú: interpelación mutua del yo y del tú. En su
ser personal cada uno personifica la llamada al otro. El ser del «tú»
no es para el «yo» imposición ni exigencia, sino llamada a la respuesta
libre de respeto y amor: el «tú» como persona es digno de ser respetado
y amado. El respeto y el amor recíproco, interpersonal, implica la
realización auténtica del «yo» y del «tú» como personas, el crecimiento
de ambos en lo más propio del hombre: su ser personal7.

Para comprender qué se dice con las palabras valor y valores (axio-
logía), hay que partir de la antropología (qué es el hombre). En los
capítulos 112-13 de la Summa contra Gentiles, Tomás de Aquino
explica cómo y por qué el hombre (como individuo y como especie)
tiene en el universo el carácter át fin, y todo lo demás está ordenado
a él. En toda su reflexión están implícitas las categorías de finalidad
y de superioridad del hombre sobre todos los seres del universo. Porque
el hombre es en el mundo el único ser inteligente y libre, está por
encima de todos los seres intramundanos: es en sí mismo fin, fin en
sí y para sí; su superioridad lo constituye en fin de todo lo que hay y
acontece en el mundo. Se traduce fielmente en términos modernos
esta cosmovisión antropocéntrica, si se afirma la dignidad suprema de
la persona humana respecto a todas las realidades intramundanas; el
hombre, fin y valor supremo para todas ellas: fin, por sí mismo y para
sí mismo. La jerarquía de valores se ordena según el grado de su
conexión con el sujeto humano, valor supremo.
Porque el valor supremo y fin último es el ser del hombre como
persona y como miembro de la comunidad humana, es el hombre
mismo fin-final para sí y para los otros: hay una norma última de la
acción libre del hombre y, en último término, justificativa de sus
opciones. La dignidad del hombre como persona se identifica con el
ser mismo del hombre que, en cuanto autoconsciente, inteligente y
libre, postula ser reconocido y asumido en la motivación justificante
de sus decisiones. El valor no se funda, pues, en el concepto abstracto
del ser, sino en la realidad concreta del individuo humano como cons­
ciente, inteligente y libre, y, por consiguiente, llamado a hacerse como
fin de su acción en el mundo: tarea ineludible de dar sentido a su vida
en su opción fundamental y en sus opciones particulares. Toda opción
no-normada, no-motivada, sería arbitraria, carente de razón y de ra­
zones, sin-sentido y, en el fondo, sin auténtica libertad; ilusión de
libertad8.

7. Cf. P. Lain Entralgo, o. c., II, 247, 330, 271, 327, 329, 242.
8. La arbitrariedad sería lo sin-razón, sin-sentido: nihilismo ético. El hombre no puede
querer vivir sin-sentido: no puede querer esta opción nihilista.
El hombre en las relaciones interpersonales 227

4. En las relaciones interpersonales vivimos una experiencia nue­


va, radicalmente diversa de la experiencia incluida en la relación a la
naturaleza, a los objetos, a las cosas.
Los objetos y las cosas están a nuestra disposición, a nuestra ma­
nipulación como instrumentos de los que nos servimos para nuestra
utilidad, deleite, etc., es decir, como medios para nuestros fines. La
alteridad de las cosas respecto al hombre es alteridad de subordinación.
En su relación a la naturaleza el hombre intenta dominarla para su
propia autorrealización, para crecer en su humanidad.
Lo nuevo y originario del encuentro interpersonal está en que nos
encontramos ante un «tú» personal como yo, del cual no puedo dis­
poner ni manipularlo como dispongo de las cosas y las manipulo. La
realidad del «tú» (de todo hombre concreto que está ante mí) está
situada más allá de la relación de utilidad para mí, de mero medio
para mis fines. El «tú» no es un utensilio para mi uso, en último
término para hacerme más hombre. La alteridad del «tú» no es, pues,
de subordinación (dominación, posesión, manipulación) sino de co­
munión, unión-con, recíprocamente unificante del yo y del tú como
personas. El otro personal, con sola su presencia, me llama a tomar
una actitud personal ante su persona, es decir, me pide no meramente
conocerlo, sino reconocerlo en su dignidad de persona: aceptarlo en
su concreto e intransferible ser personal. El otro personifica en sí
mismo (en su mismidad irrenunciable) a alguien que interpela incon­
dicionalmente mi libertad a aceptarlo como valor en sí mismo. Esta
es la experiencia originaria, constitutiva y distintiva de todo encuentro
interpersonal: la experiencia del «tú» como realidad singular, de la
que no puedo pretender disponer ni usar para mis fines: realidad in­
violable, que pone entre el otro y yo una barrera insuperable.
E. Levinas designa este carácter sagrado del otro con la palabra lo
infinito del otro, una palabra que parece excesiva y'por eso no apro­
piada, pero que expresa una intuición profunda; el otro, con su dignidad
de persona pone un veto incondicional, un «no» absoluto a mi libertad,
un «no» que no puede ser superado sino en el «sí» de la aceptación
del otro en el valor que es él mismo, su ser-persona; y todo esto, no
con motivo de sus cualidades particulares, o de cualquier dato cir­
cunstancial, sino meramente por razón de su dignidad de persona. La
distancia inconmensurable que el otro pone ante mí, no es superada
por el solo conocimiento de su dignidad de persona, sino solamente
puede ser recorrida en el «aproximarse» práxico a él, que es reco­
nocerlo en su singularidad concreta e intransferible, aceptarlo en sí
mismo por sí mismo. La presencia del otro interpela incondicional-
228 De la cuestión del hombre a la de Dios

mente mi libertad, me pide salir de mí mismo hacia el otro con motivo


de aquel valor de que carecen las realidades impersonales9.
Para expresar la experiencia vivida en las relaciones interpersonales
(es decir, la interpelación incondicional que el otro personifica para
mí), el lenguaje humano ha creado una palabra singular: el respeto,
la actitud que corresponde al carácter inviolable del otro como persona,
la sola actitud que hace fundamentalmente verdaderas las relaciones
interpersonales. Reconocer al otro en su dignidad de persona, aceptarlo
(práxicamente) en su valor incondicional, constituye la base insusti­
tuible para la autenticidad de las relaciones interpersonales.
Las relaciones interpersonales implican, pues, una experiencia ra­
dicalmente diversa de la relación de las personas a las cosas: la ex­
periencia común que el yo y el tú hacen del valor del otro en cuanto
persona. Una experiencia vivida a un nivel de profundidad interior en
la que no entra el orden de los intereses, ni los del otro, ni los míos.
Si se tratara de intereses, no habría razón para preferir los intereses
del otro a los míos, ni viceversa.
El origen de esta experiencia está en la recíproca vinculación de
la libertad de cada uno a la libertad del otro: nexo entre libertad y
libertad según el valor incondicional que la una representa para la otra.
Se revela así la esencia de la libertad humana, en cuanto incondicio­
nalmente vinculada por y a la libertad del otro e incondicionalmente
vinculante de su libertad. El vínculo, que las «acomuna» (unifica),
las transciende; cada una está llamada incondicionalmente a reconocer
el valor de la otra y por eso es transcendente respecto a la otra. Ha
notado acertadamente Levinas que esta recíproca referencia incondi­
cional no es de mera correlación, sino asimétrica, en cuanto el valor
de la libertad del otro hace posible y justifica que yo pueda renunciar
a mí mismo (salir de mí hacia el otro) más de lo que puedo postular
del otro. Esta mutua asimetría permite comprender (hace visible) la
transcendencia recíproca de las libertades: ambas son autotranscen-
dentes y no constituyen una totalidad cerrada en sí misma, sino abierta
de ambas partes10.
La actitud de recíproco respeto, postulada por el valor del otro
como persona, es en el fondo actitud de amor, porque es reconoci­
miento práxico del otro en su alteridad personal: es decir, salir de sí
mismo hacia el otro, hacia el valor incondicional de su ser personal
concreto, intransferible, irrepetible. Respeto y amor se implican mu­
tuamente como aspectos complementarios de la misma actitud de cada

9. I. Levinas, o. c., 72-76, 85, 100, 209-210; En decouvrant Vexistence avec Husserl
et Heidegger, Paris 1974, 114-116, 171-172.
10. I. Levinas, Totalidad e infinito, 228-229, 77, 294-305, 266-267.
El hombre en las relaciones interpersonales 229

uno a los otros. El «respeto» subraya el matiz de reconocimiento de


la inviolabilidad del otro; el «amor» pone de relieve la gratuidad
desinteresada para con el otro. Amor no es repliegue en sí mismo sino
recíproca autodonación gratuita al otro y mutua aceptación desinte­
resada del otro. Cada uno busca el bien del otro: ésta es la esencia
del amor. El amor no se exige, no se impone, no se manda: se inspira
y se ofrece amando. Un amor impuesto sería precisamente su negación,
su contradicción. La ley del amor es paradójicamente la ley de la
gratuidad y de la libertad. Quien ama de veras a otra persona, la
respeta dejándola intacta en su autonomía, en su unicidad inviolable,
en su alteridad insuprimible. La relación interpersonal culmina en la
mutua entrega de plena confianza recíproca, es decir, en el amor.
Solamente en el amor se puede cumplir, en plenitud, la vinculación
interpersonal; solamente en esta vinculación cada uno es para el otro
persona; solamente en el auténtico amor (y no es auténtico si no es
recíproco) puede realizarse la liberación de la libertad: amor quiere
decir libertad liberada".

La actitud radicalmente opuesta al respeto-amor, y por eso en


contradicción con las estructuras intrínsecas de las relaciones inter­
personales, lleva el nombre de manipulación: la palabra que expresa
la variedad polifacética de los intentos de disponer de la libertad de
los otros, es decir, de explotar y dominar al otro, de apoderarse de
él, tratándolo como un objeto al servicio de los propios intereses y
fines. La manipulación degrada el ser personal del otro al nivel im­
personal de las cosas: es la perversión radical del encuentro interper­
sonal porque pretende instrumentalizar la persona del otro, hacer de
ella un objeto.

5. La experiencia singular vivida en las relaciones interpersonales


revela algo de relevante importancia, a saber, que todo hombre per­
sonifica para los otros la exigencia de respeto-amor; personifica el
valor que pide ser aceptado por los otros como valor en sí mismo. La
palabra «exigencia» tiene en este contexto un significado especial; no
quiere decir «constricción» de la libertad, «imposición» extrínseca a
la libertad, sino precisamente lo contrario: llamada a la libertad como
libertad, llamada de la libertad a su autenticidad, a su esencial refe­
rencia a la libertad del otro, a realizarse como libertad. Una libertad
que hiciera de sí su fin, absolutizándose así, rebotaría contra sí misma;
giraría en el vacío. La libertad del otro interpela mi libertad y viceversa.1

11. Cf. P. Lain Entralgo, o. c., 329.


230 De la cuestión del hombre a la de Dios

La libertad del otro se me «impone», no como una realidad que


quita la libertad impidiéndome obrar libremente, sino ante la cual estoy
llamado a dar sentido a mi libertad, reconociendo la del otro. En esta
actitud desinteresada hacia el otro, la libertad se transciende a sí misma,
es decir, actúa en conformidad con su autotranscendencia y por eso
se realiza auténticamente.
I. Kant ha traducido la experiencia, vivida en las relaciones inter­
personales, en el lenguaje formal de un principio ético: «Compórtate
siempre de tal modo, que tomes la humanidad, tanto en tu persona
como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca
solamente como un medio», «... el hombre existe como fin en sí
mismo». El hombre no puede comportarse como persona sin aceptar
a los otros como personas: no se comporta como hombre si reduce los
otros a medios. He aquí el «imperativo categórico» del «deber» moral.
Hay que clarificar esta terminología kantiana teniendo cuenta de lo
que el mismo Kant expresa con el término «dignidad» (Würde) como
algo insustituible que pertenece solamente a la persona y que pide «el
amor recíproco» (wechselseitige Liebe) y el «respeto» mutuo. Aparece
entonces el carácter incondicional (categórico) de la llamada que el
ser personal del otro representa para mí. El término «imperativo» puede
sugerir la idea de un mandamiento extrínseco, de una ley formalizada
como ley, es decir, como norma abstracta con consistencia propia,
cuando en el fondo se trata de la realidad concreta del ser personal
del otro. También la palabra «deber» postula ser comprendida, no
como imposición, sino como interpelación de la libertad en su refe­
rencia constitutiva a la libertad del otro, que pide la actitud del respeto-
amor. Interpretada así, la fórmula de Kant refleja el núcleo de la
experiencia de las relaciones interpersonales, es decir, de la conciencia
moral y de su carácter de interpelación incondicional de la libertad12.
Será siempre perverso engañar, seducir, explotar, violentar, des­
preciar al otro, someterlo a mis propias ventajas, oprimirlo, asesinarlo:
es decir, todo modo de apoderarse del otro con cualquier clase de
poder. Aunque en las evaluaciones de la perversidad de los diversos
modos concretos de oprimir al otro influyen factores eventuales y
contingentes (culturales y sociológicos), queda inconcuso que nadie
puede decirse a sí mismo que puede disponer de los otros y de su vida
a su arbitrio. Precisamente con el progreso de la humanidad, con el
hacerse el hombre más hombre, crece la conciencia y persuasión del
valor incondicional de cada hombre como persona. Esto se muestra
con singular relieve en los casos-límite, en los que entra en juego la
propia vida con motivo del valor del otro como persona.

12. J. Gómez Caffarena, o. c„ 179-183, 197; I. Kant, Grundlegung..., 429.


El hombre en las relaciones interpersonales 231

Ni siquiera el motivo de salvar la propia vida puede justificar la


ejecución del mandato de matar hombres inocentes (no culpables). El
valor del otro manifiesta aquí la incondicionalidad del «no-matar»: el
valor personal del otro es tal que justifica en todo caso la decisión de
perder la propia vida para no cumplir la orden de matar a un inocente.
Pero el valor incondicional de la persona del otro se revc:la de modo
insuperable en el caso positivo diverso, que justifica la opción de quien
libremente se ofrece a morir para salvar la vida de otro: la incondi­
cionalidad del «no-matar» («no-deber-matar») es superada aquí por la
incondicionalidad del no-deber, pero sí poder renunciar a la propia
vida por salvar la de otro: el valor de la persona del otro es tal que
confiere a la libertad de cada hombre la justificación de la opción de
sacrificar la propia vida. He aquí el caso-límite, por excelencia re­
velador de la asimetría en las relaciones interpersonales y del valor de
la persona del otro: la más evidente interpelación y autorrealización
de la libertad como libertad. M. Kolbe y S. D’Aquisto no debían,
pero podían hacer la opción heroica (crearla en plena libertad) de
sacrificar su vida para salvar la de otros; pero que tal opción no fuera
arbitraria (y, por consiguiente, ilusoria), sino auténticamente libre y
totalmente humana, provenía del valor en sí de las personas por quienes
han ofrecido su propia vida: autotranscendencia de la libertad, en
cuanto interpelada por el valor del otro que la transciende13.

6. La apertura de todo hombre a los otros no se agota en las


relaciones interpersonales. Los individuos (cada uno irrepetible en su
intransferible singularidad) pertenecen a la comunidad humana. Esta
pertenencia comunitaria es testificada por una experiencia tan antigua
como la historia de la humanidad y que a lo largo de los siglos se ha
hecho más consciente, y en nuestro tiempo más que nunca, gracias al
aumento de los medios de comunicación: la experiencia de comunión
de conciencia, de pensamiento y de libertad, de Convivencia y de
destino en el mundo. Una experiencia totalmente radicada en el hom­
bre, que no ha podido ser destruida por tantos y tan graves conflictos
bélicos. Hoy día se la denomina rectamente con la palabra solidaridad,
que designa la raíz ontológica de la comunidad humana, es decir, el
vínculo ontológico que une cada hombre con todos los otros: el hombre
lleva en sí mismo el ser-en-comunión con toda la humanidad. Una
dimensión constitutiva del ser humano; de ella surge la tarea, común

13. Durante la última guerra mundial han ocurrido estos dos casos opuestos. Los
soldados del general Kappler ejecutaron en las Fosas Ardeatinas la orden injusta de matar
numerosos inocentes por salvar la propia vida. Maximiliano Kolbe (en Polonia) y Salvio
d ’Aquisto (en Italia) ofrecieron en sacrificio su propia vida para salvar de la condena
capital a personas inocentes.
232 De la cuestión del hombre a la de Dios

a todos, de colaborar y participar para el bien de la comunidad humana,


al progreso de la humanidad como tal, es decir, en sus estructuras
comunitarias.
Si hablo de comunidad y no de sociedad, es porque lo originario
y fundamentante es la comunidad; la sociedad (y las sociedades) es la
forma concreta y mutable de la comunidad, con finalidades particulares
y normadas por determinadas estructuras jurídicas. La sociedad es la
realidad concreta en la que los hombres actúan su pertenencia co­
munitaria. Pero aquí nos interesa ante todo la realidad englobante que
funda el origen de toda sociedad: la comunidad humana.

La comunidad es rigurosamente interpersonal: unión vinculante de


las personas humanas en cuanto tales. Los hombres están vinculados
entre sí precisamente por lo que constituye su ser personal: la con­
ciencia y la libertad. La comunidad no funda por sí misma la dignidad
del hombre; más bien la supone, la implica y la reconoce.
Precisamente en cuanto comunión de personas, la comunidad hu­
mana no es una persona colectiva, supraindividual: la conciencia y
libertad son realidades insustituiblemente e intransferiblemente per­
sonales que no pueden converger en una super-persona. La categoría
de lo colectivo, aplicada a la humanidad, implica, pues, un concepto
equívoco (un mal-entendido) de la persona humana, y, por consi­
guiente, de la comunión de personas que constituye la comunidad: la
base permanente de la comunidad humana es el ser personal del hom­
bre.
En la comunidad las personas están unidas como personas y no
por un vínculo extrínseco a ellas. De aquí proviene que la comunidad
no sea una mera suma numérica de personas, sino una realidad cua­
litativamente nueva respecto a la singularidad de cada persona.
El hecho evidente de que la comunidad es esencialmente unión de
personas como personas, y de que por eso permanece comunidad
solamente en cuanto los individuos siguen siendo personas dentro de
la comunidad, nos advierte de la ambigüedad de las categorías «pars-
totum» aplicadas a la relación «persona-comunidad». La comunidad
no es un «todo cuantitativo», y por eso no es válido para ella (sin
ulteriores precisiones) el principio, «el todo es mayor que la parte».
La comunidad es, más bien, un «nuevo cualitativo» respecto a cada
una de las personas, sin suprimir su cualidad de personas, ni situarlas
en la relación de mera subordinación a la comunidad.
La relación ontológica entre comunidad y persona es, pues, sin­
gular, porque se trata de realidades mutuamente irreductibles entre sí,
y no-reductibles a un «tertium» conglobante de ambas; comunidad y
El hombre en las relaciones interpersonales 233

persona están mutuamente condicionadas y vinculadas estrechamente


en una referencia mutua y diversa.
La persona está por sí misma referida y vinculada a la comunidad,
de tal modo que solamente en esta referencia puede realizarse como
persona (personalizarse). A su vez, la comunidad está por sí misma
referida y vinculada a cada una de las personas, de tal modo que
solamente así puede ser comunidad humana y desarrollarse como tal.
La dialéctica «comunidad-persona» no es, pues, la exclusión, de
oposición o de absorción de una respecto a la otra, sino de mutua
inclusión y de muto crecimiento. Cuando la persona obra para la
comunidad, se hace más persona; cuando la comunidad contribuye al
progreso de las posibilidades de las personas, se hace más comunidad.
Comunidad y persona son, pues, valor en sí y valor correlativo de la
una para la otra: valor incondicional, que ambas están llamadas a
reconocer y respetar. La solidaridad de todos los hombres y la res­
ponsabilidad de cada uno se condicionan recíprocamente. La comu­
nidad solamente puede encontrar su unidad y conservarla dentro de
una comunión que englobe y transcienda sus miembros: una mediación
que sólo puede ser, ella misma, personal.
La comunidad humana no puede absolutizarse erigiéndose en valor
supremo y reduciendo así a cada una de las personas a meros instru­
mentos para el progreso de la humanidad. Toda absolutización de lo
comunitario (se la llame «nación», «estado», «partido», etc.) lleva en
el fondo el mismo nombre: totalitarismo. El bien de la comunidad no
puede consistir en la negación o reducción del valor de la persona.
Por su parte, la persona está llamada a colaborar y sacrificarse por
el bien común, es decir, por la creación de estructuras comunitarias
más aptas para la participación (social, económica, política) de todos
(sin el exclusivismo de los privilegiados). La solidaridad ontológica
de los hombres funda y pide la solidaridad ética hacia las estructuras
ideales de la justicia social (a nivel nacional e internacional: plane­
tario).
Se ha hecho, pues, visible la transcendencia recíproca entre persona
y comunidad: la una es en sí misma valor incondicional para la otra.
En su vinculación a la comunidad, la persona se transciende: en su
vinculación a la persona, la comunidad se transciende. La una postula
de la otra ser reconocida como valor en sí misma. Un valor que justifica
por sí mismo, no solamente el «no» incondicional de no utilizar ni
instrumentalizar al otro, sino también el positivo «más» de la gene­
rosidad hacia el otro («asimetría» en la relación persona-comunidad)14.

14. Cf. D. von Hildebrand, Metaphysik der Gemeinschaft, 99-109, 114-117, 127-
131.
234 De la cuestión del hombre a la de Dios

7. El análisis fenomenológico de las relaciones interpersonales


(y de la relación persona-comunidad) ha descubierto que la persona
humana es en sí misma un valor que interpela incondicionalmente la
libertad del otro, un valor inviolable que pide ser reconocido (respeto-
amor) por los otros15. Se pueden señalar ahora los rasgos específicos
de este valor:
a) Es un valor común a todos los hombres, no solamente porque
se identifica con el ser personal de cada uno, sino, sobre todo, porque
«acomuna» a todos los hombres en una vinculación ontológica recí­
proca de comunión interpersonal;
b) Es un valor que transciende a cada persona y a la comunidad
humana, en cuanto postula ser reconocido por ellas; es decir, les pide
incondicionalmente salir de sí mismas y superarse hacia el valor del
otro: un valor que el hombre no ha creado, como no ha creado su
dignidad de persona;
c) Es un valor de la libertad como libertad para la libertad como
libertad, un valor que interpela la libertad del otro; no la interpela por
razón de algo sobreañadido a la libertad, sino simplemente porque es
libertad humana llamada a realizarse auténticamente, es decir, abierta
al valor como valor, a actuarse en el único modo digno de ella; el
valor del otro llama a la libertad a su liberación, a la opción liberadora
del respeto-amor al otro;
d) Es un valor revelador de la autotranscendencia de la libertad,
porque manifiesta que la libertad humana no está, en último término,
finalizada en sí misma, sino ontológicamente orientada hacia-más-allá
de sí misma: dinámica ex-céntrica.
Estos rasgos específicos del valor de la persona plantean la cuestión
del fundamento último de tal valor: cuestión justificada, en cuanto
necesaria para la comprensión del valor, de la persona y, en el fondo,
de la libertad humana. Se trata de la cuestión del sentido último de la

15. La reflexión sobre las relaciones interpersonales ha partido de la experiencia


existencial fundamental que impone a cada hombre la tarea irrenunciable de dar sentido
a su vida: una tarea que interpela la libertad humana. «Ser-interpelada» (llamada a cumplir
esta tarea) es dimensión constitutiva de la libertad, cuyas decisiones tienen que ser «mo­
tivadas», para que sean auténticamente humanas. La «motivación» es condición previa
imprescindible para justificar las opciones de la libertad con razones dignas de la persona
humana. Lo «motivante», lo que excluye la arbitrariedad y confiere sentido a las decisiones
de la libertad, se llama «valor»: la libertad está esencialmente referida al «valor». Lo
«moral» está, pues, ya presente implícitamente en la experiencia existencial fundamental
que hace de la vida tarea. La ética es, en el fondo, solamente la explicitación de esta
experiencia. Queda así eliminada, desde el punto de partida, la llamada «falacia natura­
lista»: no hay deducción de lo meramente «fáctico» al «deber», sino explicitación de la
vivencia originaria del hombre: la vivencia que implica el qué-hacer, «qué debo hacer».
El hombre en las relaciones interpersonales 235

existencia humana, que se configura aquí como sentido último de la


libertad del hombre.
El primer intento de respuesta debe hacerse dentro de la inmanencia
intramundana, es decir, dentro de las relaciones interpersonales y de
la relación hombre-mundo. Porque, aunque haya una transcendencia
mutua interpersonal, tal transcendencia pudiera quizá resultar mera­
mente correlativa, sin ir más allá de la inmanencia de las realidades
intramundanas (naturaleza, persona, comunidad).
Pero entonces se manifiesta que ni cada una de las personas, ni la
comunidad humana, son el fundamento último de su valor. De lo
contrario la persona, la comunidad y su valor, teniendo en sí mismos
su fundamento último (siendo autofundantes), serían realidades ab­
solutas y no podrían estar incondicionalmente vinculadas al valor del
otro, ni referidas incondicionalmente a ese valor: la libertad humana
sería absolutizada y así estaría en contradicción con la estructura on-
tológica constitutiva de la misma libertad (Sartre). Persona y comu­
nidad tienen, pues, una apertura común hacia un más-allá de sí mismas.

Queda todavía por considerar si el fundamento último pudiera ser


el devenir de la humanidad o la relación «humanidad-naturaleza». Pero
en esta consideración se descubre que el valor de la persona humana
transciende el devenir de la humanidad y la relación «humanidad-
naturaleza», en cuanto ninguno de los dos puede justificar el hacer de
la persona humana un instrumento para el devenir de la humanidad o
de la relación humanidad-naturaleza; ninguno de los dos puede jus­
tificar la reducción de la persona a objeto del que se pueda disponer
para el progreso de la humanidad o para actuar la relación «hombre-
naturaleza».
Hay que concluir, pues, que el fundamento último del valor de la
persona y de la comunidad humanas tendrá que ser común a ellas y
transcendente respecto a toda la realidad intramundana, es decir, trans­
cendente respecto a las relaciones interpersonales y a la relación per­
sona-comunidad, respecto a la relación humanidad-mundo, respecto
al devenir histórico y al devenir de la naturaleza en cuanto presupuesto
del devenir de la historia.
Tanto cada una de las personas, como la comunidad humana, tienen
un fundamento último común y absolutamente transcendente: se trans­
cienden hacia este fundamento. Este autotranscenderse no es sino la
autotranscendencia de la libertad como libertad: autotranscendencia
común y «acomunante», que implica en sí misma la orientación on-
tológica previa hacia un centro común absolutamente transcendente.
Fundamento último y transcendente de la libertad humana y centro
común finalizante y transcendente de la libertad, son idénticos.
236 De la cuestión del hombre a la de Dios

El fundamento, común y transcendente, funda la libertad en cuanto


la constituye como orientada hacia el centro común transcendente:
hacia el centro quiere decir hacia el centro que la atrae. En cuanto
fundamento, constituye la libertad en libertad-para (hacia), la cons­
tituye en libertad ex-céntrica, no centrada en sí misma, sino orientada
hacia el más-allá de sí misma, hacia el centro común transcendente:
el fundamento último de la libertad es fundamento en cuanto es centro
finalizante.
A su vez, el centro común y transcendente es centro que atrae hacia
sí la libertad como libertad, es decir, en cuanto la hace autotranscen-
dente. Origen fundante y término finalizante de la libertad humana
son la misma Realidad transcendente, porque la libertad es esencial­
mente tender-hacia y por eso está constituida, como libertad, por el
término transcendente hacia el cual tiende.
Aparece así que el fundamento último y absolutamente transcen­
dente de las relaciones interpersonales, no puede ser sino su centro
común y transcendente, a saber, el Hontanar, la Fuente de la solida­
ridad, de la comunión y del amor: el Amor originario, que funda las
relaciones interpersonales, del que surgen la persona y la libertad, y
que hace crecer a la persona en la autotranscendencia de la libertad,
tiene que ser Persona y Libertad. El Fundamento último, personal y
libre del respeto-amor de las relaciones interpersonales, lleva un nom­
bre exclusivamente suyo: Dios.
La explicitación de la experiencia vivida en las relaciones inter­
personales ha conducido a la cuestión de Dios y a una respuesta positiva
de su existencia, que el lenguaje ordinario expresa en la frase «hay
Dios». ¿Qué se encierra en esta frase? Como la cuestión del sentido
de la vida está dirigida indivisiblemente a la inteligencia y a la libertad
en su interacción mutua, y por eso la respuesta tiene que ser totalmente
humana (conocimiento, opción y praxis inseparablemente unidos), así
la respuesta a la cuestión de Dios implícita en la cuestión del sentido
(que surge de la experiencia de las relaciones interpersonales), tendrá
que ser respuesta humana total constituida por la mutua inserción de
la reflexión cognitiva, de la actitud de la libertad y de la praxis. Como
en las relaciones interpersonales el otro no es conocido sino en cuanto
es reconocido en el respeto-amor, así, e inmensamente más, Dios, el
Otro por su excelencia suprema (Transcendencia absolutamente ab­
soluta), no puede ser conocido sino en cuanto reconocido en la actitud
de la adoración y del amor, hecho efectivo en la praxis del respeto-
amor de los otros. La adoración es el lenguaje de lo inefable que
corresponde al misterio de Dios como Dios; si no fuera misterio, no
sería para nosotros Dios. Como Amor originario, Manantial del amor,
no tenemos acceso a Dios sino en el amor y en su praxis. En el amor
El hombre en las relaciones interpersonales 237

auténtico, gratuito, desinteresado y universal está implícito el origen


del amor, el Amor Originario16.
Aparece de nuevo que el acceso a Dios no tiene lugar en una
«demostración» evidente, constringente; no es la conclusión de un
proceso meramente racional: en un proceso tal quedaría excluida la
presencia de la libertad. La cuestión de Dios no estaría dirigida al
hombre total, es decir, indivisiblemente a su inteligencia y a su li­
bertad. El acceso a Dios implica más bien una «mostración» suficiente
para justificar la opción de creer en Dios como opción auténticamente
humana, es decir, en conformidad con la estructura propia de la li­
bertad, que es decidir, no arbitrariamente, sino guiada por el cono­
cimiento de los motivos. La frase, «hay Dios», expresa la convicción
y persuasión sostenidas por el conocimiento de razones válidas, pero
no es deducción de la «pura razón».
La opción ética, actuada en las relaciones interpersonales, es pos­
tulada por el valor intrínseco de la persona humana: un valor que
implica en sí mismo la orientación hacia su Fúndamento último, Dios.
El hecho de que Dios sea el fundamento transcendente del valor in­
trínseco de la persona humana, no suprime ni disminuye este valor,
sino que lo funda y lo constituye como mediación necesaria para el
acceso del hombre a Dios. La persona humana pide por sí misma ser
respetada y aceptada en sí misma. El llamado mandamiento de Dios
sobre el amor al prójimo no es sino la acción de Dios al fundamentar
el valor intrínseco de la persona humana, es decir, en hacerla surgir.
La negación de Dios no puede, pues, ser justificada en nombre de
una ética humanista. La cuestión del valor de la persona humana debe
ser discutida y decidida antes de llegar a la cuestión de Dios: ¿el valor
de la persona humana es autofundante o autotranscendente? ¿tiene en
sí mismo su fundamento último o está orientado hacia un fundamento
transcendente, es absoluto o condicionado? Esta es la cuestión que
debe ser examinada ante todo dentro de las relaciones interpersonales,
dentro de la inmanencia intramundana. El análisis de la opción ética,
implicada en las relaciones interpersonales, ha mostrado que la ab-
solutización de la persona humana y de su libertad está en contradicción
con la recíproca autotranscendencia entre mi libertad y la del. otro. La
cuestión primaria y decisiva es la siguiente: ¿es posible absolutizar la
libertad humana y mantener todavía una ética? Pero si hay una ética,
es decir, si mi libertad está incondicionalmente llamada a reconocer
el valor de la libertad del otro, entonces la autonomía del hombre, tal

16. Es interesante notar que el conocimiento de Dios, del que se habla en la Primera
Carta de S. Juan, incluye la praxis del amor del prójimo: solamente quien con sus obras
ama el prójimo, conoce verdaderamente a Dios, porque Dios es amor (1 Jn 4,8; 3,17).
Es un eco del mensaje de los grandes profetas de Israel.
238 De la cuestión del hombre a la de Dios

cual realmente es, no es absoluta ni autofundante, sino fundamentada


por el Transcendente personal, Dios.
La libertad humana es constitutivamente responsable, llamada a
responder en última instancia ante Alguien que no es ni la naturaleza
ni el hombre: responsabilidad recibida de Aquél ante Quien el hombre
es, en último término, responsable. Responsabilidad recibida quiere
decir libertad recibida, y viceversa.
9
La muerte y el sentido de la vida

1. En la relación de todo hombre al mundo y a los demás hombres


se inserta un evento absolutamente singular, que consiste precisamente
en la destrucción de esta relación: el evento que llamamos muerte y
que significa el término final de la existencia de cada hombre en el
mundo. Por eso, la reflexión sobre la relación del hombre al mundo
y a los otros pide ser llevada hasta el evento de la muerte, que dice
la última palabra sobre la vida humana y, por consiguiente, sobre la
cuestión del hombre1.
La cuestión del sentido de la vida surge tan obvia, como dramática,
ante la muerte, que, siendo lo último de la vida humana, se presenta
en sí misma como la cuestión del sentido último de la vida: la muerte
se muestra por sí misma como cuestionamiento radical del sentido de
la vida2.
Comienza ya aquí la paradoja de la muerte: oculta e impalpable en
sí misma, nos impone inevitablemente la cuestión del sentido de la
vida. Todo intento de eludir esta pregunta es vano, porque lo pensemos
o no lo pensemos, la muerte nos alcanzará inexorablemente. Pretender
vivir como si no hubiéramos de morir, sería una ilusión alienante; si
queremos vivir auténticamente como hombres, tenemos que enfren-

1. Cf. E. Jüngel, Morte, Brescia 1972; M. Scheler, Tod und Fortleben, Bem 1957;
A. Ferrater Mora, El sentido de la muerte, Buenos Aires, 1948; M. de Unamuno, Del
sentimiento trágico de la vida, Madrid 1931; V. Jankelevitch, La morí, París 1966; P.
Laín Entralgo, La espera y la esperanza, Madrid 1958; J. Chorón, La morte nel pensiero
occidentale, Barí 1971; J. Pieper, Muerte e inmortalidad, Barcelona 1970; J. Vuillemin,
Es sai sur la signification de la mort, París 1948; P. L. Landsberg, Essai sur l ’expérience
de la mort, París 1936; M. F. Sciacca, Morte e immortalitá, Milano 1958; M. Bordoni,
Dimensioni antropologiche della morte, Roma 1968; J. L. Ruiz de la Peña, El hombre y
su muerte, Burgos 1971; Muerte y marxismo humanista, Salamanca 1978; F. Ormea,
Superamento della morte, Torino 1970; A. Basave, Metafísica de la muerte, Madrid,
1965; F. Reisinger, Der Tod im marxistischen Denken, München 1977.
2. El tema de la muerte ocupa un lugar importante en toda la filosofía occidental y
oriental, en la literatura, en el arte y, modernamente, en el cine.
240 De la cuestión del hombre a la de Dios

tamos con la cuestión de la muerte, que marca indeleblemente nuestro


ser humano como destinado a morir3.
Como término final de toda la vida, la muerte es en sí misma la
cuestión del sentido de la vida como totalidad. Pero ¿qué totalidad?
No totalidad de plenitud, sino de incompletez, de mero acabamiento,
porque la vida humana es proyecto hacia el futuro y la muerte la
destruye precisamente en su proyectarse hacia el porvenir. Por eso la
vida humana, quebrada por la muerte, plasma en sí misma la figura
de un arco roto, de un puente que no alcanza la otra orilla, y quedan
suspendidos en el vacío: el arco roto de la vida traza el signo interro­
gante de sí misma; hace, de su totalidad, cuestión.
Porque la vida en su totalidad es cuestión en cuanto, terminada en
la muerte, la implicación mutua de la cuestión de la vida y de la muerte
aparece paradójica. Para pensar en la cuestión de la vida, hay que
pensarla en su referencia a la muerte; y para pensar en la cuestión de
la muerte, hay que pensarla en su referencia a la vida. ¿Qué es, pues,
la vida y qué es la muerte, si el hombre vive vuelto hacia la muerte
y muere vuelto hacia la vida? Hay que tener presente la perspectiva
auténtica de la cuestión «vida-muerte». Si pensamos en la muerte, es
solamente para comprender nuestra vida. Más aún: si pensamos en la
muerte, lo hacemos desde dentro de la vida y no desde el más-allá de
la vida, porque no disponemos de representaciones de ese más-allá.
Si podemos pensar en la muerte, tendrá que ser en cuanto de algún
modo toca la vida, en cuanto suscita en nosotros la sacudida de su
oculta presencia.
Estamos hablando de la muerte sin haber indicado el significado
de esta palabra. No era necesario hacerlo desde el principio, porque
todos tenemos un saber general común de la muerte que expresamos
con la fórmula «fin de la vida». Pero esta fórmula pone ulteriores
interrogantes: ¿qué quieren decir aquí los términos «fin» y «vida hu­
mana»?
La reflexión sobre el sentido último de la vida, sobre la relación
«hombre-mundo» y sobre las relaciones interpersonales, ha mostrado
que la vida humana es fundamentalmente conciencia y libertad, una
libertad marcada por la responsabilidad y sostenida por la esperanza-
esperante. La pregunta de Kant, qué puedo esperar, se hace decisiva

3. «Sondeos realizados recientemente, aunque limitados en extensión, demuestran con


suficiente claridad que el hombre medio piensa en la muerte mucho más frecuentemente
de lo que se ha creído hasta ahora. Y si la literatura más importante de nuestro tiempo es
indicativa del interés que reina en nuestra época (basta pensar en Hemingway, Faulkner,
Malraux, Camus, T. S. Eliot y Dylan Thomas), hay que concluir que la muerte es
agudamente sentida por una gran parte de la humanidad contemporánea» (Cf. J. Chorón,
o. c., 307).
La muerte y el sentido de la vida 241

cuando se la confronta con el «no-más vida», que llamamos muerte.


Vivir es esperar y esperar es tener futuro. Pero el esperar humano,
tenso hacia el futuro, hacia el proyecto vital, choca con el muro de
la muerte. Entonces el proyecto vital se configura por sí mismo en el
dilema: esperar solamente dentro de los límites del «aquende» la
muerte, o esperar ilimitadamente, es decir, «allende» la muerte. Apa­
rece así que la interpretación (teórica y práxica) de la existencia humana
no puede prescindir del evento muerte; más aún, se decide en la
interpretación de la muerte. «No nos preguntamos sobre la muerte por
pura curiosidad»4. Podemos y debemos definir al hombre como el ser-
cuestionado-por la muerte.

2. En el célebre coro de la tragedia Antígona, Sófocles dice que


el hombre con su ingenio sabe encontrar el modo de salir de toda
situación difícil: solamente ante la muerte se siente desconcertado,
totalmente impotente y carente de recursos. La muerte es para él algo
extraño de lo que en ningún modo puede librarse. Así describe Sófocles
la situación totalmente singular del hombre ante el enigma de la muerte.
En su novela Adiós a las armas, E. Hemingway expresa su estupor
ante el cadáver de un compañero, apenas muerto en la batalla, con
estas solas palabras: «estaba verdaderamente muerto». El gran no­
velista, eminente por su potencia descriptiva, no ha sabido decir sino
esta frase tan lacónica como enigmática.
También el lenguaje ordinario sobre la muerte se revela sobrio y
enigmático. En un momento dado, los presentes en tomo al moribundo
se preguntan (tal vez solamente con la mirada): ¿vive todavía? Ob­
servando los síntomas de la agonía, el médico dice con un gesto o
verbalmente: «es el fin». El fin ¿de qué? ¿el fin de los procesos
meramente biológicos o el fin absoluto de la persona? Muere todo el
hombre en la unidad de su corporalidad, que lo vinculaba al mundo,
y de su subjetividad que lo mantenía en comunicación con los demás.
El muerto no siente, no ve, no oye, no habla, no piensa; no volverá
jamás a vivir en el mundo ni a convivir con los otros: está muerto de
una vez para siempre.
La muerte es designada por el lenguaje humano multisecular como
«no-vivir-más», como negación de continuar-vi viendo. La proposición
que dice de un hombre, «ha muerto», considerada gramaticalmente
es afirmativa, pero semánticamente es negativa; niega que ese hombre
continúa viviendo, afirmando implícitamente que ha vivido: afirmación
negativa y negación afirmativa, he aquí la paradoja y el enigma de la
muerte y de su lenguaje.

4. E. Jüngel, o. c., 21.


242 De la cuestión del hombre a la de Dios

Sorprendentemente, en cuanto negación de la vida, la muerte dice


algo muy relevante sobre la vida misma; dice que la vida de cada
hombre es finita en el sentido pleno de la palabra: vida cuyo origen
y cuyo término final le son impuestos (el hombre arrojado a la exis­
tencia y a la no-más-existencia); vida de duración limitada y por eso
destinada a desaparecer; vida definitivamente acabada, desprendida de
la historia: la existencia humana, existencia en camino hacia el de­
finitivo no-existir-más en el mundo.
Diciendo que «la muerte es el fin de la vida», podría parecer que
se ha encontrado la fórmula clara y exacta. Pero esta proposición no
deja de ser extraña; se esconde en ella la imagen de un tiempo limitado
cuyo instante último no es temporal, sino metatemporal. Se esconde
también la imagen espacial de frontera de la vida, frontera-muralla
que no se pasa y de la que no se vuelve hacia atrás. «Stop» absoluto
sin más camino, ni hacia adelante ni hacia atrás. Imagen también
espacial de «abismo» insondable, en el que no hay sino oscuridad y
silencio: nada.
En su negatividad, en su ser meramente frontera, la muerte deter­
mina y expresa el carácter fundamental de la vida humana: su irre­
versibilidad. Y, a su vez, la vida, en cuanto proceso hacia su término
final, expresa la definitividad de la muerte.

A pesar de su enigmaticidad, la descripción de la muerte como


«fin de la vida» nos permite saber algo sobre la muerte, y este «algo»
pone radicalmente en cuestión mi vida y a mí mismo. La cuestión de
la muerte es, pues, cuestión sensata, dotada de sentido, porque es
cuestión radical sobre el sentido último de mi vida: «la vida se deja
interrogar a propósito de la muerte»5.

3. Todo hombre adulto sabe (con un saber reflejo) que un día


morirá. San Agustín ha calificado este saber como el único cierto
(«incerta omnia: sola mors certa»)6. E. Young y S. Freud han dicho
algo diverso: «Cada uno de nosotros tiene a todos como mortales,
menos a sí mismo», «en el fondo, ninguno cree en su propia muerte»7.
Hay algo de verdad en estas proposiciones aparentemente contradic­
torias, porque el saber de mi propia muerte es singular. Con un saber
general e informativo estoy cierto de que moriré; pero no puedo per­
suadirme de mi propia muerte que es para mí algo extraño, ajeno y
lejano.
5. Ibid., 30.
6. Enarrationes in Psalmos, 38,19; Sermones, 97,3.
7. E. Young, Works III, London 1774, 17; S. Freud, Gesammelte Werke, London
1946, 10, 341; Cf. A. Shopenhauer, Werke, 332.
La muerte y el sentido de la vida 243

El saber informativo sobre la muerte proviene de la experiencia


externa de la muerte de los otros, de lo que vemos y oímos de los
demás. Las ciencias naturales (especialmente la biología) nos dan una
explicación de la certeza de la muerte como estructura intrínseca del
organismo humano. Cada día miles de células se atrofian y se regeneran
de tal modo que con el pasar de los años la materia orgánica se renueva
totalmente. Pero este proceso vital compensatorio, entre el desgaste y
la renovación de las células, degenera por sí mismo en el predominio
del perecer orgánico sobre el regenerarse: hay, pues, en el cuerpo
humano, un creciente desgaste de la sustancia orgánica que por sí
mismo lleva a la muerte: corporalmente (orgánicamente) estamos des­
tinados a morir8. De la experiencia externa y de las ciencias naturales
recibimos un saber informativo y una explicación cierta de la muerte9.
Queda, sin embargo, la pregunta: ¿todo nuestro saber sobre la muerte,
y principalmente sobre nuestra propia muerte, se reduce a este co­
nocimiento general, meramente informativo? ¿no hay ninguna expe­
riencia, personal y vivencial de la muerte?
Hace veintitrés siglos, el filósofo Epicuro (341-271 a. C.) pronun­
ció dos frases con las que quiso demostrar la inexistencia de la muerte:
«El mal más terrificante, la muerte, no nos toca. En efecto, mientras
nosotros existimos, la muerte no está; cuando la muerte está, nosotros
no existimos más» (es decir: no temas la muerte porque no te encon­
trarás nunca con ella)10. Un juego de palabras que puede divertir. Un
sofisma que no libra a nadie de la preocupación de morir, y que no
convence ni al mismo Epicuro. ¿Por qué ha calificado la muerte como
el mal más terrificante? ¿cómo puede ser terrible un mal que no nos
tocará nunca y que, por consiguiente, no es ningún mal para nosotros?
El sofisma está en contradicción con la realidad: «la muerte nos toca;
cuando nosotros existimos, está también la muerte; cuando todavía
no existimos o ya no existimos, tampoco la muerte está». La muerte
se nutre de la vida.
En nuestro siglo L. Wittgenstein ha escrito sobre la muerte una
frase a primera vista semejante a la de Epicuro, pero en el fondo muy
diversa: «La muerte no es un evento de la vida. La muerte no se
vive»", es decir, no es en sí misma un evento del mundo: no tenemos

J k Cf. W. D oeiT, Vom Sterben, 628.


( 9 j La tecnología biológica actual permite constatar la muerte clínica como resultado
d e lc e se del funcionamiento del corazón, de los pulmones y del cerebro. Pero la muerte
humana no puede ser reducida a un fenómeno meramente biológico. Queda por resolver
el misterio del morir propio de la persona humana, tarea que compete a la filosofía.
10. El texto de Epicuro se encuentra en Diógenes Laertius, Vitae philosophorum X,
125, Ed. S. Long, Oxford 1964, 553.
11. L. Wittgenstein, Tractatus, 6.4311.
244 De la cuestión del hombre a la de Dios

una experiencia empírica del paso de la vida a la muerte, del morir,


ni del estar muertos. Es importante darnos cuenta de ello: no tenemos
experiencia directa del morir, del pasar de la vida a la muerte, ni del
estar muertos. El silencio de la experiencia implica el silencio de las
representaciones. En su frase «la muerte no es un evento de la vida»,
Wittgenstein quiere decir que la muerte no es un evento del mundo,
un evento empíricamente verificable, y por eso no se puede hablar de
la muerte con un lenguaje significativo: se debe callar.
Y sin embargo Wittgenstein ha hablado de la muerte con un len­
guaje sensato, ha hablado de la muerte hablando de la vida, en relación
a la vida; de la vida tenemos que hablar y no podemos hablar de ella
sin hablar de su término final, la muerte. Conforme a su principio de
la verificabilidad empírica como garantía única del lenguaje signifi­
cativo, Wittgenstein no debería hablar ni siquiera de la vida humana
porque no es un evento empíricamente verificable. ¿Por qué, pues, ha
hablado de la vida? ¿quizá porque tenía una experiencia interna del
vivir humano? ¿por qué ha hablado de la muerte como no experi­
mentada en sí misma? ¿quizá porque hay alguna otra experiencia de
la muerte?
Efectivamente: algunos años después de la publicación del «Trac-
tatus», Wittgenstein ha escrito estas dos frases sobre la muerte: «Sé
que el suicidio es siempre una porquería: nadie puede querer real­
mente la propia aniquilación», «vivimos cercados (acosados) por la
muerte»'2. Con estas palabras ha dicho Wittgenstein que en la vivencia
misma del hombre hay algo que le preocupa gravemente: la amenaza
de la muerte. Este algo sin nombre, meramente vivencia, se manifiesta
en el impacto singular que suscita en nosotros el pensamiento de la
muerte: nos sentimos radicalmente interpelados, tocados en lo más
profundo, en el sentido último de nuestra vida: ¿qué es mi vida, qué
soy yo, si tendré que desaparecer en el vacío de la muerte? En el
núcleo mismo del hombre, en su experiencia de vivir, se esconde la
anticipación vivida de la muerte: el mero saber informativo y general
no nos cuestionaría, no suscitaría en nosotros esa perplejidad y sa­
cudida inefables.

4. Hay situaciones especiales en que esta experiencia anticipada


es tan fuerte, que nos deja sin pensamiento y sin palabras: en la noticia
inesperada de la muerte repentina de una persona con la que hemos
convivido durante muchos años; en los síntomas de la enfermedad
mortal (el cáncer, palabra tabú, que se rehúsa pronunciar); al ser
internados en una clínica para una intervención quirúrgica de resultado12

12. P. Engelmann, Letters from L. Wittgenstein, 21. 6.1920.


La muerte y el sentido de la vida 245

incierto13; pero, sobre todo, en la muerte de las personas queridas


que amamos profundamente. San Agustín ha vivido esta experiencia
con una hondura insuperable y la ha descrito, de modo también in­
superable, en el Libro IV de las Confesiones. En su período juvenil
de profesor de retórica en Tagaste y de su adhesión al maniqueísmo,
murió precozmente un compañero de estudios desde la infancia al que
amaba con todo su ardiente corazón. Dejemos que con sus mismas
palabras nos narre lo que entonces sintió:

Con qué dolor se entenebró mi corazón; y todo lo que miraba era muerte. Mi
patria era suplicio para mí y mi casa paterna era desconcertante infelicidad; y todo
lo que con él había convivido, sin él se había vuelto un inmenso tormento. Mis
ojos lo buscaban por todas partes, y no se me daba; y todas las cosas me daban
hastío, porque a él no lo tenía, y ya no podían decirme que vendrá, como cuando
vivía y estaba ausente. Me volví gran enigma para m í mismo y preguntaba a mi
alma por qué estaba triste y por qué me perturbaba tanto, y nada podía responderme.
Si decía, espera en Dios, con razón no me respondía, porque el queridísimo
amigo, que había perdido, era más verdadero y mejor que el fantasma (maniqueo)
en el que se me mandaba esperar. Solamente el llanto era dulce para mí y sustituía
a mi amigo en las delicias de mi alm a... y el tedio de vivir era gravísimo en mí
y el temor de morir. Creo que cuanto más lo amaba, tanto más aborrecía y temía
la muerte, como atrocísima enemiga, que me lo había robado... Me admiraba de
que los demás hombres vivieran, porque había muerto aquel que había amado,
como si no hubiera de morir (quasi non moriturum). Y me admiraba, aún más,
de que yo viviera, una vez muerto él, porque yo era para él otro-yo. Bien dijo
alguien de su amigo: la mitad de mi alma. Porque yo sentí que mi a,ma y su alma
habían sido una sola alma en dos cuerpos. Así la vida era horror para mí porque
yo no podía vivir como mitad... Yo había quedado para m í como lugar funesto
en el que no podía ni estar, ni salir de él.

Su situación de desesperanza permanecerá en su vida, hasta que


haya encontrado al Dios, que llamará mi «esperanza» (Spes mea)14.
Nota acertadamente P. L. Landsberg que en estos textos de las
Confesiones se descubre lo que se puede designar como participación
existencial, como un nosotros constituido por la comunión entre dos
personas, y se ve cómo, por el hecho de la constitución de este no­
sotros, producto y núcleo del amor, Agustín se encontró no solamente
ante su propia muerte, sino en el interior de ella misma. «Yo me
admiraba de que los demás mortales vivieran, porque había muerto
aquel que yo amaba como no-morituro, y me admiraba aún más de
que yo viviera después de su muerte, porque yo era su otro sí-mismo...,
mitad de mi alma... una sola alma en dos cuerpos». La muerte de su

13. En su novela Pabellón de cáncer, A. Solzhenitsyn describe maravillosamente el


personaje Pavel Nikolaievich Rusanof en su terrible angustia ante la amenaza mortal del
cáncer.
14. S. Agustín, Confessiones, IV-V.
246 De la cuestión del hombre a la de Dios

amigo desgarró el alma de Agustín, que la sintió en lo más hondo de


sí mismo15.

5. La realidad de la muerte, su cercanía, su inexorable poder, su


enigmaticidad; hacen tangible la fragilidad de nuestra vida: vivimos
en el sin-salida de la muerte; bajo nuestros pies, o mejor dicho, dentro
de nosotros mismos, se esconde un vacío abismal. Entonces el hombre
calla y habla la verdad, es decir, entonces se nos revela nuestra verdad
más verdadera que nos enmudece: en la experiencia- de nuestra vida
vivimos anticipadamente la experiencia de la muerte.
La experiencia humana de vivir es experiencia de querer-continuar-
viviendo. La vida humana es tensión hacia el futuro: vive del futuro.
Al vivir así, experimentamos que tenemos necesidad de la naturaleza
y de los otros como realidades sobre las cuales no tenemos poder total,
y que por eso representan una amenaza para nuestra vida. En esta
dependencia de realidades sin las que no podemos continuar viviendo
y de las que no disponemos plenamente, vivimos la experiencia anti­
cipada de la muerte: las mismas realidades, de las que necesitamos
para vivir, pueden llevarnos a la muerte.
El vivir humano es «pro-yecto», es decir, existéncia arrojada hacia
adelante. Pero este «pro», que va siempre hacia adelante como con­
dición de posibilidad de vivir, es un «pro» amenazado por factores
ajenos que el hombre no puede controlar. La experiencia del vivir
como «pro-yecto», es decir de un «pro» no autosuficiente para rea­
lizarse por sí mismo, implica la experiencia del vivir como «yecto»
(arrojado), es decir, como no fundado en sí mismo y, por eso, expuesto
a perecer (caducidad de la vida humana).

La experiencia anticipada de la muerte tiene, pues, lugar en el


núcleo del sujeto humano, en la conciencia de sí nunca lograda ple­
namente, siempre necesitada de lo otro, es decir, de las objetivaciones,
y, en el fondo, del mundo y de los otros. Es, pues, experiencia de su
constitutiva insuficiencia, de no ser autofundante, de la posibilidad
insuperable de no existir-más: experiencia, la más profunda, de la
propia contingencia.
Y porque la experiencia fundamental de la dualidad «sujeto-objeto»
es la experiencia de la temporalidad humana, precisamente en esta
experiencia de la irrevocabilidad del pasado y de la irreversibilidad
del presente y del futuro que se harán pasado (vida pasada quiere decir
vida que ha sido y que ya no es), el hombre vive la experiencia
anticipada de la muerte como irreversibilidad irrevocable y definitiva

15. P. L. Landsberg, o. c .y 54; F. Ormea, o. c., 17-24.


La muerte y el sentido de la vida 247

de la vida. Todo instante de la vida humana es vivido de «una vez


para siempre», una vez para nunca más, por la primera y la última
vez. En todo instante vivido hay un morir anticipado, un llegar y partir
definitivos. Que la existencia humana tenga una duración finita, un
fin que se llama muerte, no puede acontecer sino en cuanto el tiempo
de la vida humana es irreversible. Una duración indefinida de la vida
haría imposible la irrevocabilidad del tiempo y la irreversibilidad de
las opciones de la libertad. Se debe, pues, concluir que en la expe­
riencia de su temporalidad el hombre vive la experiencia anticipada
del fin de su vida, de su muerte.
Hay otro aspecto de la experiencia anticipadora de la muerte: la
experiencia de soledad, que constituye el fondo permanentemente pre­
sente aun en los momentos más exaltantes de comunión interpersonal,
de autodonación mutua en el amor y de las más logradas autorreali-
zaciones. Cada hombre está insuperablemente solo consigo mismo,
nunca plenamente integrado en la realidad de lo otro (mundo, per­
sonas): solo, también, en la no-plena identificación consigo mismo.
Esta es una soledad de muerte, es decir, de vida nunca plenificada,
de no-vida, de vida mordida por la muerte16.
Ni siquiera la muerte casual, accidental, escapa a esta experiencia
anticipada de la muerte. En realidad, no hay ninguna muerte mera­
mente accidental, porque la vida de todo hombre está expuesta a la
posibilidad del accidente mortal, que no se puede jprever ni evitar. La
vida humana está esencialmente amenazada de terminar accidental­
mente, es decir, en un accidente.

6. Cuando pensamos en la muerte, nos referimos espontánea­


mente al momento último de la vida, al instante venidero de salir
definitivamente del mundo y de la historia, de un salir extraño: salida
¿hacia dónde, hacia qué? Tal modo de pensar en la muerte no es
equivocado, pero hay que purificarlo de las representaciones espacio-
temporales que lo acompañan. No nos engañamos al presentir la muerte
como el instante final de nuestra vida, cualitativamente único, sin
ningún «después» temporal: momento crítico del incógnito como ani­
quilación o como apertura a una vida nueva metatemporal. Precisa­
mente al presentir de este modo el instante último venidero de la vida,
la muerte está ya ahora permanentemente presente en nosotros como
compañera no-deseada y, sin embargo, inseparable e íntima, de la que
no podemos desentendemos. En esta presencia permanente, la muerte
es sentida como algo radicalmente opuesto a mi vida (como despojo
de mí mismo) y corno compenetrada con mi vida: sombra, que no es

16. Cf. M. Legaut, L ’homme à la recherche de son humanité, Paris 1971, 148-152.
248 De la cuestión del hombre a la de Dios

ni siquiera sombra, cuya potencia está en su oscuridad; pero sombra


instalada en la luz misma del vivir, clavada en el núcleo de la vida
(de mí mismo).
El hombre vive su vida como internamente minada por la muerte,
por la amenaza de su aniquilación: se siente y se sabe totalmente
impotente ante la potencia de la muerte, llevado por la muerte a la
muerte, hacia el definitivo allende-la vida, un «allende» sin hacia-
dónde (experiencia suprema de su contingencia, más aplastante que
la de su venida al mundo); se siente y se sabe vencido (en anticipo)
por la muerte; no puede evitarla de ningún modo, ni por sí mismo, ni
mediante todo lo que puede disponer en el mundo, ni con la ayuda de
los otros: es decir, mediante ninguna realidad intramundana e intra-
histórica.
A esta experiencia de la absoluta inevitabilidad de la muerte per­
tenece también su imprevisibilidad; está al acecho; vendrá, pero no
sabemos cuándo ni cómo. Su poder está en su enigmaticidad, en su
estar más-allá de toda representación, en el vacío del silencio total.
Por eso la muerte es vivida como cuestión desnuda sobre el sentido
de la vida. Cuestión que formulamos, transfiriéndola al instante último:
y después, ¿qué? Cuestión, que situada en su recta ubicación, qué es
la vida, resulta así: ¿qué se esconde en el fondo del vivir? ¿qué lleva
en sí mismo el núcleo de la vida humana que la hace destinada a
terminar en la muerte?
A. Schopenhauer ha hecho una observación interesante sobre la
diversidad entre la vida y la muerte: la vida humana tiene una duración
brevísima, delimitada por dos duraciones temporales: el tiempo que
ha precedido a mi existencia (el tiempo en que yo no existía todavía)
y el tiempo que seguirá a mi muerte (el tiempo en que yo no existiré
más); la duración anterior del todavía-no y la duración posterior del
no-más. Nuestra experiencia de estas dos duraciones temporales es
diversa. El tiempo en que yo todavía-no-existía, aunque de duración
inmensa, no me es totalmente extraño, porque su duración aparece
poblada de eventos sucesivos de algún modo conocidos. En cambio,
el tiempo en el que yo no existiré-más (mi no-vivir-más) lo experimento
como un vacío informe, como silencio sin fin17. Pero Schopenhauer
no ha notado la razón más profunda de la diversidad de estas dos
experiencias; su diversidad proviene, en última instancia, de que entre
ellas se interpone mi vida, la experiencia de mi vivir, que no se siente
amenazado por el no haber-vivido-antes, pero sí por mi venidero no-
vivir-más.

17. A. Schopenhauer, Samtliche Werke II, Leipzig 1905, 1244-1246.


La muerte y el sentido de la vida 249

Lo específico de la muerte humana no está meramente en que sea


límite de la vida, sino más bien en que la vida sea experimentada
como limitada por el venidero no-vivir-más, es decir, por la nada
escondida en mi propia vida- Efectivamente: la experiencia de la muer­
te y la experiencia de la nada están estrechamente unidas; la expe­
riencia anticipada de la muerte es la experiencia más honda de la
amenaza de la nada. Por eso la muerte se revela tan paradójica como
la nada. La paradoja está en el hecho de que tenemos una experiencia
positiva de la negatividad de la muerte como amenaza de aniquilación.
No podemos evitarlo: tenemos que contar con la bancarrota de la vida
en la muerte, es decir, con el fin ya presente en nuestro vivir-en-el-
mundo.

7. La filosofía, marcadamente existencial, de Miguel de Una-


muno se caracteriza como un combate continuo entre la razón humana,
que niega la supervivencia del hombre más-allá de la muerte, y la
experiencia del invencible anhelo de eternidad, de su esperanza in­
superable de sobrevivir a la muerte, de querer-vivir por siempre. Por
más contradictorias que parezcan, las palabras de Unamuno no pueden
ser más claras.
a) Por cualquier lado que la cosa se mire, siempre resulta que la razón se pone
enfrente de nuestro anhelo de inmortalidad personal y nos lo contradice. Y todas
las elucubraciones pretendidas, racionales o lógicas, en apoyo de nuestra hambre
de inmortalidad, no son sino abogacía y sofistería. Y vuelven los sensatos, los
que no están a dejarse engañar, nos machacan los oídos con el sonsonete de que
no sirve entregarse a la locura y dar coces contra el aguijón, pues lo que no puede
ser, es imposible. Lo viril -dicen-, es resignarse a la suerte, y pues no somos
inmortales, no queramos serlo; sojuzgémonos a la razón sin acongojarnos por lo
irremediable, entenebreciendo y entristeciendo la vida. Esa obsesión -añaden- es
una enfermedad. Enfermedad, locura, razón...: El estribillo de siempre. Locura
tal vez, y locura grande, querer penetrar en el misterio de ultratumba; locura querer
sobreponer nuestras imaginaciones, preñadas de contradicción íntima, por encima
de lo que una sana razón nos dicta. Y una sana razón nos dice que no se debe
fundar nada sin cimientos, y que es labor, más que ociosa, destructiva, la de llenar
con fantasías el hueco de lo desconocido18.

Ante este dictado de la razón humana Unamuno se rebela:


b) Pues bien: ¡no! No me someto a la razón y me rebelo contra ella y tiro a crear,
fuerza de fe, a mi Dios inmortalizador... Y, sin embargo... Hay que creer en la
otra vida, en la vida eterna de más allá de la tumba, y en una vida individual y
personal, en una vida en que cada uno de nosotros sienta su conciencia y la sienta
unirse, sin confundirse, con las conciencias todas en la Conciencia Suprema, Dios;
hay que creer en la otra vida para vivir ésta y soportarla, y darle sentido y

18. M. Unamuno, Ensayos II, Madrid 1945, 793-975, 958. 940.


250 De la cuestión del hombre a la de Dios

finalidad1'’. Lo único que importa es llegar a creer en mi persistencia individual


eterna, en que mi conciencia no se anula al morirme... El gran Pascal tenía
razón...1920.

Unamuno aclara finalmente su combate entre la razón y la espe­


ranza:
c) La veracidad, el respeto a lo que creo ser racional, lo que lógicamente llamamos
verdad, me mueve a afirmar... que la inmortalidad del alma es algo, no sólo
irracional, sino contrarracional; pero la sinceridad me lleva a afirmar también que
no me resigno a esa otra afirmación y que protesto contra su validez. Lo que
siento es una verdad, tan verdad por lo menos como lo que veo, toco, oigo y se
me demuestra -y o creo que más verdad aún-, y la sinceridad me obliga a no
ocultar mis sentimientos; sólo mediante la desesperación... podemos llegar a la
esperanza, a esa esperanza cuya ilusión vitalizadora sobrepuja todo conocimiento
irracional, diciéndonos que hay siempre algo irreductible a la razón. Lo que no
es racional es contra-racional. Y así es la esperanza21.

En una frase tan breve, como densa, Unamuno expresa su expe­


riencia vital de la muerte:
En mis angustias supremas grito con Michelet: mi yo, que me arrebatan mi yo.
Es la esperanza en Dios, esto es, el ardiente deseo de que haya un Dios que
garantice la eternidad de la conciencia, lo que nos lleva a creer en El: llevamos
a Dios dentro como sustancia de lo que esperamos. No concibo la libertad de un
corazón... que no esté segura de su perdurabilidad después de la muerte22.

Resumiendo: Unamuno reconoce que la razón no puede demostrar


la supervivencia del hombre más-allá de la muerte: el ultratumba es
totalmente inaccesible a la razón. Pero la esperanza supera el cono­
cimiento racional; es irreductible a la razón. Sin la esperanza de una
pervivencia imperecedera, nuestra vida en el mundo carecería de sen­
tido; se hundiría en la nada, en el despojo del yo-personal (de mi-yo).
La esperanza es anhelo insuprimible de eternidad, un querer-vivir para
siempre, que solamente Dios puede garantizar: «Dios es la sustancia
de lo que esperamos»: en nuestro yo-personal, en la conciencia de
nuestro ser-yo-mismo, llevamos a Dios como fundamento de una es­
peranza que no puede morir23.

19. Ibid., 758, 941.


20. Carta de Unamuno a su amigo Pinilla, 30-11-1902.
21. Ensayos II, 817, 863.
22. Ibid., 754, 718, 825, 829, 837. La diferencia entre el existencialismo de Heidegger
y el de Unamuno es evidente. Lo primordial para Heidegger es la «angustia» y no tiene
importancia la esperanza. Lo primordial para Unamuno es lá «esperanza». En su «angustia»
Heidegger no puede responder a la cuestión de la muerte y vacila ante la cuestión de Dios.
La «esperanza» de Unamuno responde a las dos cuestiones.
23. En sus poesías (Antología poética, Madrid 1942) aparece frecuentemente el tema
de la esperanza en una vida nueva imperecedera, eterna. En su obra, Espera y esperanza
La muerte y el sentido de la vida 251

8. El temor que la muerte suscita en el hombre, es totalmente


singular: temor de no vivir más, de no ser más yo-mismo. Aquí está
la raíz de este temor: si el hombre teme morir, dejar de ser sí-mismo,
es porque la vida humana lleva en sí misma el querer radical de vivir;
está sostenida por el anhelo insuprimible de continuar viviendo. Este
radical querer-vivir no es sino la esperanza-esperante originaria, cons­
titutiva del hombre e ilimitadamente abierta al futuro. Vivir y tener
porvenir se identifican. Buscando ulteriormente en el esperar humano,
esencialmente orientado hacia lo porvenir, se llega al núcleo íntimo
del hombre, a su yo-personal (único, intransferible, insustituible e
irrepetible), que en la conciencia de sí mismo lleva el querer radical
de permanecer siempre sí-mismo. Y porque la muerte es la amenaza
suprema sobre este núcleo del hombre, sobre mi yo-personal, es decir,
la amenaza de mi aniquilación, por eso la muerte suscita el temor
supremo: solamente el hombre es un yo consciente de sí mismo y no
por eso teme la muerte como aniquiladora de su yo personal. Se revela
así que el temor humano de la muerte no es posible sin la esperanza-
esperante de continuar viviendo. La dimensión originaria no puede ser
el temor sino la esperanza: el temor de no vivir-más supone el deseo,
ontológicamente previo, de continuar viviendo; el temor de la muerte
es un fenómeno derivado que supone la esperanza-esperante. Donde
no hay deseo ni esperanza, no puede surgir el temor.
La esperanza es, pues, condición previa de posibilidad de todas
las opciones y acciones de la libertad humana: dimensión constitutiva
de la existencia humana. Un esperar que no se agota en ninguna de
las opciones intramundanas: las transciende todas, es decir, queda
siempre abierta a un más-allá de toda meta lograda. La muerte no
plenifica, pues, la esperanza-esperante, que transciende la totalidad
de la vida y por eso la muerte misma; es transcendental, es decir, va
siempre más allá; está ilimitadamente abierta y no se deja sucumbir
ante la amenaza de la muerte.
La penultimidad constitutiva de todo logro del hombre en el mundo
revela que la esperanza permanece siempre esperante: el desnivel entre
lo que el hombre alcanza y su aspiración insuprimible hacia lo porvenir,
es insuperable. El hombre sigue siempre esperando. Espera sin fin:
no puede vivir sin esperar.

(p. 385-419), P. Laín Entralgo ha copiado los más bellos cantos de Unamuno a esta
esperanza. Cito un verso de su grandiosa poesía al Cristo de Velázquez: «Los rayos... de
tu suave lumbre -nos guían en la noche de este mundo- ungiéndonos con la esperanza
recia de un día eterno »·
252 De la cuestión del hombre a la de Dios

9. Las observaciones precedentes permiten ubicar la cuestión de


la muerte en la persona humana, amenazada de aniquilamiento: por
una parte, el yo-personal como querer radical de permanecer-sí-mismo,
como esperanza esperante de vivir; por otra, la experiencia de la muerte
como el fin de la vida, como el no-más-vivir.
Se impone reconocer que en la muerte se acaba totalmente la vida
de cada hombre en el mundo. La historia de la humanidad continúa
y en ella se perpetúa lo que los muertos hicieron en su vida; pero los
muertos están definitivamente muertos y no participan rnás en el pro­
ceso del devenir histórico del que la muerte los ha arrancado para
siempre.
La idea de una supervivencia impersonal y anónima de los muertos
en el Todo del universo (absorción de la persona humana en un absoluto
impersonal), o de la transmigración de las almas en seres vivientes
infrahumanos, o en la siempre renovada comunidad humana (inmor­
talidad colectiva), no resisten a la crítica más obvia.

La muerte impone el dilema decisivo: o aniquilación definitiva de


la persona, o la persona humana recibe en la muerte el don de una
vida nueva (metatemporal, metahistórica).
Queda todavía la posibilidad de preguntarse: ¿no debería la refle­
xión humana detenerse incierta ante este dilema (como lo ha hecho
Heidegger) o debe intentar buscar una respuesta? Si la cuestión del
sentido de la vida es ineludible e implica la cuestión del sentido de la
muerte, hay que enfrentarse con este dilema impuesto por la muerte;
si se quiere vivir sensatamente la propia vida, no se puede prescindir
de la cuestión del sentido último de la muerte.
Todo intento de respuesta deberá tener en cuenta que el hombre
no puede de ningún modo dar por sí mismo el salto que (a través de
la muerte) le lleve a una vida nueva metatemporal. En esta impotencia
total del hombre a superar por sí mismo el poder destructor de la
muerte, toma todo su relieve la primera parte del dilema: la muerte,
aniquilación de la persona humana.
Pero precisamente de aquí, de la muerte como aniquilación del yo-
personal, surge una luz nueva sobre el sentido de la muerte y de la
vida. Si la muerte fuera el hundimiento de la persona humana en la
nada, se impondría la conclusión de que la vida humana, como to­
talidad, carece de sentido: es absurda. Puesto que el sentido de la vida
como totalidad se decide y se revela en su término final (la muerte),
si este fin fuera la aniquilación definitiva de la persona, el sentido
último de la vida humana sería estar en marcha hacia la nada de la
muerte. La aniquilación final haría de toda la vida un proceso continuo
hacia la nada final, es decir, hacia el final y definitivo no-sentido. El
La muerte y el sentido de la vida 253

total no-sentido último privaría de sentido a todo el proceso del vivir


humano (a todas sus etapas concretas), pues el proceso vital total no
tiene razón de ser sino como tendente hacia el término último, y este
término sería la nada. El proceso de la vida humana hacia el futuro
vendría a ser, en última instancia, proceso hacia el definitivo no-más-
futuro. La vida humana estaría impulsada, no por la esperanza de
sentido, sino incomprensiblemente por la tendencia hacia el no-sen-
tido. Todas las aspiraciones, decisiones y acciones del hombre estarían
sostenidas, en último término, por una ilusión originaria constitutiva
del hombre, por el engaño fatal de un ineliminable espejismo.

10. Si se admite con P. Sartre que la muerte implica el hundi­


miento total del hombre en la nada, no se puede menos de reconocer
la lógica de su reflexión sobre la vida: la existencia humana es «pro­
yecto» hacia el futuro, un proyecto que se actúa en la serie concatenada
de esperas y esperanzas concretas. Toda la serie y su concatenación
está vinculada al anillo último de la cadena. Como el término último
de la serie es el hundimiento de toda ella en la nada de la muerte,
toda la cadena de esperanzas carece de sostén y se precipita en la nada;
desde el nacimiento hasta la muerte, toda la vida es absurda: «es
absurdo que hayamos nacido y es absurdo que muramos», «el hombre
es una pasión inútil»; la nada de la muerte implica lo absurdo de la
vida, que provoca la «náusea»24.
En la reflexión sobre el no-sentido de la totalidad de la vida si la
muerte fuera la aniquilación de la persona humana, han jugado un
papel primordial las dimensiones de «proyecto» y de «porvenir» (fu­
turo) de la vida humana. «Proyecto» y «porvenir» del hombre son
expresiones de la esperanza-esperante como estructura ontológica del
hombre que lo constituye en proyecto hacia el porvenir.
La esperanza-esperante surge en el yo-personal·, consciente de sí
mismo y origen permanente de todos los actos de pensar, decidir y
obrar: el yo-personal y su esperar radical son condiciones previas de
posibilidad de toda decisión y acción, de todo proyecto concreto del
hombre.
Es el yo-personal, en cuanto esperanza radical de permanecer sí
mismo, el que confiere sentido a todas las esperanzas y decisiones
concretas que integran la totalidad de la vida humana; el esperar-radical
las precede ontológicamente (como condición de posibilidad) y las
transciende siempre: va continuamente más allá de toda meta lograda.
Se comprende así que la muerte, como aniquilación de la persona
humana, estaría en contradicción con la estructura ontológica del es-

24. Cf. P. Sartre, L ’être et le néant, 134, 619-626, 631-632.


254 De la cuestión del hombre a la de Dios

perar radical y privaría de sentido la totalidad de la vida. La reflexión


sobre la muerte descubre, pues, que la vida humana es esperanza
transcendente de sentido, esperanza-esperante ilimitadamente abierta
hacia el más-allá de la muerte.
La muerte, experimentada anticipadamente en la vida, es por ex­
celencia la situación-límite del sentido de la vida como esperar trans­
cendente: es decir, pone al hombre ante la cuestión-opción de la es­
peranza última. La impotencia del hombre ante la muerte lo sitúa (lo
quiera o no lo quiera) ante la única alternativa opcional posible: esperar
solamente más acá de la muerte o esperar más allá de la muerte (en
fidelidad a la llamada del esperar radical transcendente ilimitado).
Si la muerte no puede ser aniquilación de la persona humana,
porque de lo contrario carecerían de sentido tanto la vida en su totalidad
como la esperanza radical del hombre (condición necesaria de todas
las decisiones y acciones humanas), hay que reconocer que la cuestión
de la esperanza, como esperanza más allá de la muerte, es cuestión
significativa (válida a nivel de cuestión), y, más aún, que tal esperanza
no puede menos de tener su fundamento: evidentemente, este funda­
mento no podrá ser ninguna realidad intramundana o intrahistórica,
porque la muerte es precisamente la destrucción total de la relación
del hombre al mundo, a los otros y a la historia. Revelando el sentido
último de la vida como esperanza-esperante transcendente, la muerte
revela que esta esperanza constitutiva del hombre no puede estar fun­
dada sino en una Realidad transcendente, de la que el hombre no puede
disponer de ningún modo, ni con su pensamiento ni con su acción:
puede solamente abandonarse a Ella en la actitud de la esperanza y
de la invocación. Solamente una Realidad absolutamente transcendente
y personal puede salvar a la persona humana. Para designar esta
Realidad transcendente personal, el lenguaje humano ha reservado un
nombre propio: Dios.
De la cuestión de la muerte, lugar privilegiado de la cuestión del
hombre, han surgido la cuestión y la afirmación de Dios como Es­
peranza última del hombre. No se trata de una «demostración» racio­
nal, sino de una «mostración» de Dios, de un conocimiento insepa­
rablemente unido a la opción fundamental de la esperanza en la que
el hombre confía su porvenir más allá de la muerte al don gratuito de
una vida nueva metatemporal, a la potencia y a Ja gracia que llamamos
Dios. Una demostración evidente, perfectamente racional, haría im­
posible la opción de la esperanza; sería mera previsión de un evento
intramundano: en una palabra, sería espera, pero no esperanza (V.
Jankelevitche).
10
El devenir histórico y su sentido

1. En la búsqueda del sentido último de la existencia humana ha


sido analizada la relación del hombre al mundo, a los otros y a la
muerte; queda por examinar su relación a la historia1.
La vida de cada hombre está insertada en la historia de la huma­
nidad: se hace en la historia, recibe de la historia y constituye el devenir
de la historia. Con motivo de su conciencia y libertad, y de su relación
al mundo y a los otros, el hombre está llamado a hacerse haciendo la
historia: la historicidad constituye una dimensión específica del hom­
bre.
La historia es la aventura común de todas las generaciones humanas
a lo largo de los siglos hacia la creación y el descubrimiento del
porvenir: todo hombre participa activa y receptivamente en esta marcha
de la humanidad hacia lo nuevo histórico venidero. El porvenir de la
humanidad es nuestro porvenir, que pertenece a cada hombre y a todos
como miembros de la comunidad humana.
La historia se presenta como la obra del hombre por excelencia:
por eso podrá manifestarse en ella algo importante sobre el hombre y
sobre el sentido de su existencia. La cuestión del sentido de la historia
será, en el fondo, antropológica. La historia se hace precisamente

1. Cf. N. Berdiaeff, Le sens de l'histoire, París 1948, traducción castellana, El Sentido


de la Historia, Madrid 1979; R. Aron, Introduction á la philosophie de l'histoire, París
1948; K. Lowith, Weltgeschichte und Heilsgeschichte, Stuttgart 1953; K. Jaspers, Vom
Ursprung und Ziel der Geschichte, München 1952, traducción castellana, Origen y meta
de la Historia, Alianza Ed., Madrid 1980; P. Ricoeur, Histoire et Verité, París 1955; A.
Toynbee, Estudio de la historia, Buenos Aires 1952; H. U. Von Balthasar, Das Ganze
im Fragment, Einsiedeln 1963; C. A. Baliñas, El acontecer histórico, Madrid 1965; H.
G. Gadamer, Verdad y Método, Salamanca 1984; F. P. Fiorenza, Eschatology and Pro-
gress, Münster 1972; J. A. Gimbemat, Utopía y esperanza, Madrid 1983; P. Laín Entralgo,
Antropología de la esperanza, Madrid 1978; P. A. Sequeri, Escatologia e Teología.
Infrastruttura concettuale del discorso su «Dio» come futuro, Várese, 1975; W. Jaeschke,
Die Suche nach den eschatologischen Wurzeln der Geschichtsphilosophie, München, 1976;
O. Kóhler, Historia Universal: Sacramentum Mundi 3, 461-475.
256 De la cuestión del hombre a la de Dios

dentro de la relación del hombre al mundo, a los otros y a la muerte:


abarca todos los aspectos fundamentales de la existencia humana2.
No es casual que el descubrimiento de la historicidad del hombre
sea más bien reciente, es decir, que haya acontecido después de muchos
siglos de historia y mediante la reflexión sobre el devenir histórico de
la humanidad3. La historicidad del hombre es ontológicamente anterior
al devenir histórico, pero noéticamente posterior, en cuanto se ma­
nifiesta solamente en el devenir histórico: para revelarse, la historicidad
del hombre tiene que hacerse historia, y la historia se hace y se ma­
nifiesta en su devenir. Por eso, solamente partiendo del devenir his­
tórico (único accesible a nosotros), será posible la reflexión sobre la
historicidad del hombre y sobre el sentido de la historia.
El porvenir de la humanidad permanece (en sí mismo) oculto y
desconocido, en cuanto todavía-no decidido ni creado por el hombre;
no es, pues, posible partir de él en la búsqueda del sentido de la
historia. El proceso debe ser precisamente el contrario: partir del aná­
lisis del devenir histórico, para ver si en él se manifiesta algo sobre
el sentido de la historia: es decir, buscar si en el devenir de la historia
se anticipa y se manifiesta algo sobre su porvenir. La cuestión es,
pues, escatológica. Sobre el «ésjaton» de la historia se podrá decir
algo solamente en la medida en que el devenir histórico (en su proceder
hacia lo por-venir) lleve en sí mismo signos anticipativos del futuro
venidero: es decir, quizá los condicionamientos intrínsecos del devenir
histórico podrán prefigurar de algún modo el sentido último de la
historia.
Hoy día se siente más que nunca la cuestión del porvenir de toda
la humanidad. Ha aparecido una conciencia nueva de la historia uni­
versal como la empresa suprema que acomuna todas las generaciones
hacia el mismo porvenir4. Por eso se ha hecho más urgente la cuestión:
¿a dónde vamos? ¿qué porvenir nos espera? En la raíz de esta pregunta
se esconde la realidad de una misma esperanza que abarca y une a
toda la humanidad, que la impulsa siempre hacia adelante (a pesar de
todos los fracasos y desastres), hacia lo nuevo venidero. Ha sido el
impulso, nunca agotado, de esta esperanza, el que ha hecho y sigue

2. «La mirada de la historia de la humanidad nos lleva al misterio del ser humano».
«Queremos comprender la historia para comprendemos a nosotros mismos» (K. Jaspers,
o. c., 15, 287-288).
3. G. B. Vico, en su obra Scienza Nuova (1774).
4. «La cuestión de la historia universal, llevada hasta el fin en el planteamiento del
problema, ha conseguido precisamente así una actualidad sin precedentes, pues ahora el
destino de todos los Estados y pueblos está implicado de un modo concreto en el destino
de la humanidad entera»; «La cuestión sobre la unidad de la historia universal debe
plantearse ahora en el destino de la humanidad entera» (O. Kóhler, o. c., 464-465).
El devenir histórico y su sentido 257

haciendo la historia. La cuestión de Kant, ¿qué puedo esperar?, debe


ser reformulada así: ¿qué podemos esperar? (Bloch).

2. La constatación más obvia del devenir histórico es su diver­


sidad respecto al devenir de la naturaleza. Mientras el origen del
devenir cósmico se pierde en la nebulosa del tiempo (los científicos
calculan en millones y millones de años la formación de la galaxia a
la que pertenece nuestro planeta), el origen del devenir histórico coin­
cide con la aparición, relativamente reciente (50.000 años), del hombre
en la tierra. Esta diferencia temporal no sería importante si no con­
llevase otra diferencia. El devenir cósmico ha tenido lugar en la au-
totransformación de la naturaleza a través de sus propios procesos,
explicables por las ciencias naturales dentro de sus constantes fisico­
químicas. En cambio, en el devenir histórico, la naturaleza es trans­
formada por el hombre, por su acción inteligente y libre, diversa de
los procesos meramente naturales. Con la aparición del hombre en la
tierra comienza un tipo nuevo de transformación de la naturaleza, un
devenir nuevo creado por el pensamiento y por la libertad humanos,
es decir, precisamente por lo que constituye al hombre como hombre,
y que lo distingue de la naturaleza: el devenir histórico. Se revela así
que el factor decisivo del devenir histórico, su autor verdadero, es el
hombre. Por eso, en el análisis del devenir histórico, la atención
primaria se refiere a lo <humano> en cuanto se actúa y se manifiesta
en la historia. Como ha notado K. Jaspers, «el devenir de la naturaleza
no es consciente de sí mismo: es un mero devenir, que no se conoce
a sí mismo, y que es conocido solamente por el hombre: conciencia
y libertad son el origen del devenir histórico»5.
Es el hombre el que hace la historia en cuanto consciente de sí
mismo y, por eso, capaz de reflexionar sobre la naturaleza y sobre sí
mismo, de crear proyectos nuevos, y sobre todo, dotado de una libertad
abierta al porvenir y sostenida por la esperanza creadora de posibili­
dades nuevas. La naturaleza tiene una función insustituible en el de­
venir histórico en cuanto el hombre no puede existir ni obrar sino en
ella, dirigiendo su dinamismo inmanente hacia sus propios objetivos:
constituye el presupuesto ontológico, imprescindible y permanente del
devenir histórico, pero no lo crea, porque es elevada por el hombre a
un nivel que por sí sola no podría nunca lograr.
El resultado del devenir histórico es la transformación de la na­
turaleza por el trabajo del hombre, que llamamos «naturaleza segun­
da», elevada por el hombre a expresión de su inteligencia y libertad,
de su creatividad de lo nuevo. El devenir histórico no consiste for-

5. K. Jaspers, o. c., 292, 300-302.


258 De la cuestión del hombre a la de Dios

malmente en los resultados objetivos de la acción del hombre sobre


la naturaleza, sino en la acción misma del hombre, que retoma, rein­
terpreta y relanza estos resultados hacia el porvenir, abierto siempre
a lo nuevo. La misma «naturaleza segunda» deviene «naturaleza», es
decir, presupuesto, pero no agente creativo del devenir histórico: de­
jada a sí misma, la «segunda naturaleza» recaería en el devenir cós­
mico.
El devenir histórico tiene lugar en la tensión dialéctica de conti­
nuidad-discontinuidad entre el pasado, el presente y el futuro (lo de­
venido, lo deveniente, lo por-venir). El pasado continúa condicionando
el presente y de algún modo se sobrevive en él. El presente mira hacia
el futuro y de este modo re-une permanentemente el pasado al futuro,
actuando las posibilidades de futuro escondidas aún en el pasado. El
futuro unifica pasado y presente en el horizonte de lo nuevo, que,
precisamente porque realmente nuevo, no es mero resultado de ellos.
Es, pues, el futuro, el todavía-no-devenido, y no-precontenido en lo
devenido del pasado ni en el deveniente del presente, el que constituye
la condición estructural de posibilidad del devenir histórico, cuyo
sentido es apertura permanente a lo nuevo por-venir.

3. El factor decisivo de continuidad no se halla en los eventos


históricos (en las objetivaciones creadas por el hombre en la natura­
leza), sino en la subjetividad y en la intersubjetividad humanas: es el
sujeto humano el que une pasado-presente-futuro, es decir, el que hace
que la temporalidad propia de la historia no sea una mera sucesión de
instantes discontinuos. Aunque el hombre no puede obrar sino en el
tiempo, no está sumergido en la temporalidad, sino que la transciende
en la conciencia de la permanencia de sí mismo en sus actos sucesivos
y en su apertura al todavía-no acontecido en el tiempo. El hecho de
que el hombre lleva siempre consigo la cuestión del futuro, revela que
su temporalidad no es la de la naturaleza, sino una temporalidad anti-
cipadora del futuro, y, por eso, inmanente y transcendente respecto
al tiempo.
La intersubjetividad humana constituye el vínculo vivo de conti­
nuidad en el devenir de las generaciones humanas: es la transmisión
viva de experiencias y conocimientos (es decir, del tejido complejísimo
de la intercomunicación humana expresada en el lenguaje), actuada
siempre de nuevo, la que da continuidad al devenir histórico. Pero
detrás de esta transmisión está el dinamismo que la crea y la mantiene
viva, a saber, la conciencia y la libertad humanas y, en última instancia,
el dinamismo de la esperanza-esperante de la humanidad.
El devenir histórico y su sentido 259

Paradójicamente, la discontinuidad del devenir histórico proviene


del mismo factor que mantiene la continuidad: la libertad humana, de
la que proviene que el paso del pasado al presente hacia el futuro esté,
sí, condicionado, pero que no sea predeterminado ni precontenido en
lo devenido, sino decisional, es decir, que se haga en el salto auto-
creativo de las decisiones y, por eso, creativo respecto a lo ya acon­
tecido. Así pues la continuidad y la discontinuidad del devenir his­
tórico, y su insuperable tensión, provienen del mismo origen: la
libertad humana en su apertura constitutiva al futuro; es decir, la
esperanza radicada en toda la humanidad es, en último término, la
fuente del devenir histórico en cuanto tal. Se manifiesta así que en el
devenir histórico el primado pertenece al futuro: es el primado de la
esperanza-esperante.
Esto no quiere decir que el sentido del pasado y del presente pueda
ser reducido a su relación al futuro: tal reducción implicaría un mal­
entendido del carácter propio del pasado y del presente dentro del
esquema del devenir cósmico, es decir, como un devenir meramente
temporal.
Todo momento de la historia, en cuanto obra de la persona y de
la comunidad humanas, posee un sentido propio, singular e irrepetible,
proveniente del valor irreductible de la persona humana y de su in­
sustituible libertad; proviene, en última instancia, de la dignidad in­
violable de la persona humana que de ningún modo puede ser degra­
dada a mera etapa preparatoria del futuro, a mero momento anónimo
del devenir histórico.
Por eso, ni siquiera el sentido de la existencia de las generaciones
humanas (comunidad de personas) ya desaparecidas y por desaparecer
a lo largo de la historia, puede ser reducido a la función de hacer
posible el futuro (también efímero y destinado a la muerte) de las
generaciones venideras. Esta es la razón por la que los momentos del
devenir histórico no pueden ser considerados como meras partes de la
historia total, cuya razón de ser consistiría únicamente en su relación
a la totalidad, siempre en devenir, de la historia universal.
La razón de la irreductibilidad del pasado y del presente a su
relación al futuro es, paradójicamente, la misma que hace posible el
futuro como tal: la esperanza-esperante, que acomuna todas las ge­
neraciones humanas y por eso mira hacia un porvenir que no puede
ser exclusivo de ninguna generación, ni siquiera de la última viviente,
sino que tiene que ser el porvenir común a todas. Una vez más se
manifiesta la constante fundamental de la que surge el devenir histórico
más allá de las variantes de lo devenido en cada momento de la historia:
toda la humanidad ha vivido, vive y vivirá de la misma esperanza,
260 De la cuestión del hombre a la de Dios

que la impulsa constantemente, más allá de todo lo logrado, hacia lo


nuevo.
Esta es la razón de que los muertos cuentan para nosotros, los
vivos; los muertos han sido arrancados de entre nosotros, pero nosotros
no estamos desvinculados de ellos, no podemos destruir el vínculo
ontológico que sigue uniéndonos con ellos.
El devenir histórico no es un proceso meramente temporal, sino
un caminar de la humanidad hacia la creación de lo todavía-no de­
venido, es decir, hacia la realización de posibilidades nuevas del hom­
bre en su relación a la naturaleza.
El devenir histórico es, ante todo, un proceso de la humanidad
como humanidad, un proceso de autocreación del hombre, de hacerse
más hombre, de crecer en todas las dimensiones de su ser corpóreo-
inteligente-libre. El hombre se hace más hombre actuando su vincu­
lación a la comunidad humana y a la naturaleza, transformando la
naturaleza y modificando así su relación a ella, humanizándola, ha­
ciéndola expresión de su pensar-decidir-obrar e integrándola en la
historia. La humanización de la naturaleza y del hombre van insepa­
rablemente unidas y se condicionan mutuamente.
Pero la «segunda naturaleza» permanece «naturaleza» ante el hom­
bre, es decir, sometida al dinamismo creativo del hombre, que puede
siempre transformarla de nuevo. Por eso permanece insuperable el
desnivel entre el hombre y la naturaleza por él transformada (las ob­
jetivaciones de la subjetividad humana), porque la misma esperanza
radical, que empuja al hombre a obrar sobre el mundo, transciende
siempre los resultados de su acción.

4. Los resultados del devenir histórico no tienen lugar en un


sentido único, positivo; forman más bien un tejido entrelazado de lo
positivo y de lo negativo: una ambigüedad ambivalente que no permite
decantar, ni lo puramente positivo, ni lo meramente negativo6. Hay
que mantener aquí una actitud sumamente atenta y crítica que permita
medir cautamente los diversos aspectos de la realidad histórica.
El resultado positivo más constatable del devenir histórico parece
ser el de las ciencias naturales, de la matemática y de la tecnología:
desde el descubrimiento del fuego hasta el de la energía nuclear', desde
la técnica de la rueda hasta los viajes espaciales, etc., ha tenido lugar

6. Hay períodos de renacimiento y de decadencia, de revoluciones y restauraciones,


de civilizaciones nuevas que surgen y que desaparecen, de crisis, crecimientos, estanca­
mientos y regresos, a nivel cultural, social, económico, político y artístico. Cf. P. Ricoeur,
o. c., 81-97; J. Maritain, o. c., 65-71; M. Horkheimer, La nostalgia del totalmente Altro,
Brescia 1972, 83-84.
El devenir histórico y su sentido 261

un progreso que muestra una continuidad ascendente y que hoy día


asombra al hombre mismo que lo ha creado.
Algo parecido se puede decir de las ciencias humanas y de sus
aplicaciones. Han crecido enormemente los conocimientos científicos
sobre el hombre en todas sus dimensiones (orgánica, psíquica, social,
cultural) y, consiguientemente, las posibilidades del hombre de operar
sobre sí mismo.
Más difícil se presenta la cuestión del progreso humano en las
llamadas ciencias del espíritu (filosofía, historia, creación artística en
la rica variedad de sus expresiones). En este campo la historia muestra
períodos de notable creatividad (más aún, de creaciones que parecen
insuperables: Partenón, Sixtina, sinfonías de Beethoven, etc.) y pe­
ríodos de mediocridad y decadencia. Hay que darse cuenta de que la
aparición del hombre genial y, todavía más, la coincidencia o la su­
cesión inmediata de hombres geniales, representa un fenómeno dis­
continuo que ha acontecido ya en los períodos primitivos de la hu­
manidad.
Por cuanto se refiere al desarrollo del pensamiento filosófico, hay
que tener en cuenta su dependencia de las ciencias naturales y humanas,
cuyo progreso constituye un punto de partida más seguro para la
reflexión filosófica. Hay que notar, además, que la sucesión de los
diversos sistemas filosóficos contribuye a una visión más completa de
la problemática y del método filosóficos, particularmente de la cuestión
fundamental que es el hombre para sí mismo.
Algo semejante se puede decir sobre la creación artística. Es verdad
que ya en el pasado ha alcanzado (en la pintura, escultura, música,
literatura, etc.) formas expresivas que en su género parecen insupe­
rables; pero no se puede pasar por alto que la incesante aparición de
formas nuevas de creación artística representa la creciente actuación
de la inagotable creatividad del espíritu humano, y enriquece el pa­
trimonio artístico de la humanidad.
Hay todavía otros aspectos positivos del devenir histórico no menos
importantes para el hacerse el hombre como hombre a nivel comu­
nitario y personal. El progreso grandioso de los medios de comuni­
cación ha contribuido y sigue contribuyendo al crecimiento de la hu­
manidad en la conciencia de su unidad y, por consiguiente (lentamente
y con graves dificultades), a la solidaridad comunitaria mundial: es
decir, crece la toma de conciencia de que la historia es la empresa
común de toda la humanidad y de que su supervivencia y su porvenir
están condicionados por esta conciencia solidaria. A nivel personal
hay un crecimiento (aunque muy desigual) en la conciencia de la propia
libertad y de la cuestión fundamental del ser humano. Parece que se
puede prever que el hombre se planteará cada vez de modo más radical
262 De la cuestión del hombre a la de Dios

y personal la cuestión última de su existencia y que esto representa


un aspecto específicamente propio del devenir histórico. El hombre
se hace más-hombre: he aquí el resultado más importante al que con­
tribuyen todos los otros: cultura, técnica, estructuras socio-económico-
políticas, etc. Y se hará más hombre en la medida en que se plantee
de modo más radical, libre y abierto, la cuestión del sentido de su
vida: es decir, cuanto más sin miedo y sin prejuicios se enfrente con
el misterio que es él para sí mismo.
Los resultados negativos del devenir histórico emergen y se ma­
nifiestan como inseparablemente unidos con los positivos. Precisa­
mente en el campo en que el progreso humano es más visible (el campo
de las ciencias naturales y de la tecnología), se ha asomado en nuestro
tiempo la más negativa de las posibilidades: el descubrimiento de la
energía nuclear ha puesto a disposición del hombre un potencial bélico
capaz de destruir la humanidad: se ha hecho real la fábula del «aprendiz
de brujo», elevada a nivel mundial. Cada día se manifiesta la impo­
tencia de las dos grandes potencias del mundo para eliminar la amenaza
de esta arma terrorífica: la amenaza de un suicidio de la humanidad.
Este fenómeno no es totalmente nuevo: la historia muestra que a lo
largo de los siglos el proceso tecnológico (desde los utensilios más
elementales hasta los inventos más complicados y eficaces: pólvora,
dinamita, submarinos, aeronáutica, etc.) han creado posibilidades nue­
vas de destrucción de la vida humana.
Hay todavía otros resultados negativos del progreso del hombre en
la técnica. La mecanización de los medios de producción industrial
ha creado un modo nuevo de esclavitud del hombre ante la máquina,
y el desempleo de los trabajadores. Ha surgido lo irracional e impre­
visible de la contaminación (problemas nuevos de la ecología), de lo
deshumano en las barriadas de las grandes ciudades, de la sociedad
del consumo que, aumentando la producción, inevitablemente tiene
que crear necesidades nuevas.

El progreso de los medios de comunicación ha suscitado modos


nuevos de manipulación del hombre en su pensamiento (ideologías
programáticamente impuestas) y en sus decisiones. Las estructuras
socio-económicas, tanto las de propiedad estatal como las de mercado
libre, comportan nuevas alienaciones humanas y nuevos desequilibrios
internacionales: se hacen opresivas.
Todo esto muestra que el progreso humano, en lo negativo inse­
parable de lo positivo, hace visible la finitud del hombre como persona
y como comunidad; una finitud que reaparece en la obra propia de la
humanidad, en el devenir histórico.
El devenir histórico y su sentido 263

El análisis del devenir histórico no permite hablar (con sentido,


significado) sobre el progreso del hombre en la dimensión humana
por excelencia: la ética. Si la humanidad progresa, se estanca o retro­
cede en la praxis ética, es una cuestión tan compleja que no puede
recibir ninguna respuesta. Solamente se pueden hacer algunas obser­
vaciones: a) el progreso científico y técnico no conlleva en sí un
progreso ético; b) en ningún campo del progreso humano se puede
prescindir de sus implicaciones éticas; c) parece que han crecido en
la humanidad los ideales de la solidaridad humana, de la justicia, de
la libertad y de la autonomía del hombre, y d) sin estos ideales no
hay progreso auténticamente humano, es decir, propio y digno del
hombre.
Queda todavía por examinar el aspecto más negativo del devenir
histórico, un aspecto cuya negatividad penetra inexorablemente en el
devenir de la historia: la muerte de todas las generaciones humanas,
«muerte e historia forman una constelación»1. El análisis del devenir
histórico no puede cerrar los ojos ante la realidad de esta constante
indeleble de la historia, ni ante los interrogantes que introduce en la
cuestión del sentido último de la historia. La historia va adelante,
dejando detrás de sí (definitivamente eliminados del proceso histórico)
los millones continuamente crecientes de los muertos que han hecho,
hacen y harán la historia. Los muertos serán siempre inmensamente
más numerosos que los actualmente vivos y también éstos pasarán a
ser muertos, a no participar más en el devenir histórico. La historia
vive a costa de los muertos, es decir, inevitablemente condicionada
por el hecho de que sus autores sucesivos se hunden en el absoluto
no-más-historia de su muerte.
¿Qué sentido tiene la continuación de la historia para todos los que
la han hecho, la hacen y la harán, si mientras la historia continúe,
ellos están definitivamente descartados de ella y de su porvenir? No­
sotros, los vivientes, ¿podemos aceptar que los muertos estén excluidos
de nuestro porvenir? Si aceptamos esto, ¿no estamos ya aceptando que
también nosotros, destinados a la muerte, estamos ya anticipadamente
sin porvenir? La cuestión de la muerte de las generaciones pasadas es
también nuestra cuestión: lo es, precisamente porque también ellos
han vivido de la misma esperanza de la que nosotros vivimos. La
muerte, en cuanto condición ineliminable del devenir histórico, ma­
nifiesta en su misma negatividad la solidaridad radical (dimensión
ontológica) común a todas las generaciones en su hacer la historia: la
solidaridad en la misma esperanza-esperante hacia el mismo porvenir,
la esperanza que impulsa la humanidad hacia adelante, a pesar del7

7. Th. W. Adorno, Dialettica negativa, Torino 1980, 335.


264 De la cuestión del hombre a la de Dios

fracaso de la muerte y de todos los fracasos de la historia, que provienen


de la finitud del ser humano. La esperanza-esperante de la humanidad
tiende más allá de todos los resultados positivos y negativos del devenir
histórico. El vínculo que acomuna a todas las personas y a todas las
generaciones es la participación en la misma esperanza hacia el mismo
último porvenir. Es esta esperanza la que constituye la esencia de lo
humano, del ser hombre de todo hombre. La existencia humana se
define como vivir y convivir de la misma esperanza, abierta al mismo
porvenir último.

5. El devenir histórico se muestra como obra de la acción libre


de la humanidad en el mundo a lo largo de los siglos, es decir, como
resultado de la transformación de la naturaleza por el hombre y para
el hombre, y como autorrealización de la humanidad. El hombre trans­
forma, no solamente la naturaleza, sino también los resultados de esta
transformación, y así se realiza y se transforma a sí mismo. Ningún
resultado logrado es último, sino siempre penúltimo y provisional,
porque, al alcanzarlo, el hombre lo transciende; tiende y busca «plus
ultra». Toda meta alcanzada deviene punto de partida para ulteriores
logros.
El desnivel insuperable entre el ser cósico de la naturaleza y el
esperar ilimitado del hombre se revela así como condición previa de
posibilidad del devenir histórico: un desnivel siempre restablecido por
sí mismo en todo resultado concreto logrado. Esta constatación pide
distinguir entre las variantes y las invariantes del devenir histórico,
para buscar ulteriormente si y cómo surge la cuestión última sobre el
sentido de la historia.
Las variantes del devenir histórico son los resultados nuevos de la
acción del hombre en el mundo, las objetivaciones creadas por el
hombre en la técnica, en el arte, en el pensamiento, en la cultura, en
el lenguaje: es decir, la herencia tecnológica y cultural transmitida por
las generaciones humanas, y los cambios de las estructuras socio-
económico-políticas en su mutuo condicionamiento. Pertenece tam­
bién, y sobre todo, a las variantes del devenir histórico, la progresiva
humanización del hombre, a saber, el creciente hacerse del hombre
en sus diversas dimensiones: orgánica, psíquica, conciencia y libertad.
Las invariantes fundamentales, que se revelan a lo largo de todo
el devenir de la historia, son las siguientes:
a) La esperanza-esperante de la humanidad, que ha impulsado y
sigue impulsando a las generaciones sucesivas hacia el porvenir, hacia
lo nuevo todavía-no devenido y por eso todavía-no manifestado.
b) El carácter objetivante de la acción del hombre en la historia:
en toda acción suya en el mundo, el hombre crea resultados objetivos,
El devenir histórico y su sentido 265

es decir, accesibles y disponibles para los otros hombres y para las


generaciones venideras. Esto tiene lugar, no solamente en el trabajo
manual y en la tecnología (en los cuales es particularmente visible el
resultado objetivado en los utensilios y en las mercancías producidas),
sino también en la actividad del pensar, del proyectar, del arte, de la
cultura. El hombre no puede pensar sino pensando algo (contenido),
ni crear a nivel artístico sino creando una ópera estética, ni de promover
cualquiera de las tan diversas culturas sin conferirles formas concretas.
Esta invariante tiene su origen en el hecho de que el hombre, en su
unidad indivisa corpórea-interior, no puede hacer nada sino obrando
en el mundo y sobre el mundo y en su relación a los demás hombres:
su actividad está esencialmente vinculada a la naturaleza y a la co­
munidad humana, y, por eso, esta vinculación se refleja necesaria­
mente en su actividad, es decir, en los resultados objetivos que son
los únicos constitutivos de la relación de su obrar al mundo y a los
otros.
c) El desnivel permanente e insuperable entre la ilimitada espe­
ranza-esperante de la humanidad y las metas alcanzadas. La esperanza
tiende siempre más allá de todo logro concreto cumplido, es decir,
transciende anticipadamente todo lo que el hombre ha hecho, hace y
hará en la historia. Si en toda meta alcanzada el hombre la transciende
tendiendo siempre «plus ultra», quiere decirse que la transcendía ya
anteriormente (prioridad ontológica) al logro de la misma, a saber,
que la esperanza-esperante transciende toda eventual posibilidad in-
trahistórica.
Estas invariantes, que convergen en la tercera, revelan dónde se
esconde el núcleo permanente del devenir histórico, la esencia de la
historia: revelan que la condición ontológica previa (apriórica) del
devenir histórico consiste en la transcendencia ilimitada de esperanza-
esperante de la humanidad respecto a toda realidad devenida y por
devenir, tanto en la naturaleza como en la historia:
El devenir histórico, el caminar de la historia siempre adelante, no
es posible sino en cuanto el esperar humano transciende toda etapa
concreta de la historia, todo lo histórico devenido y por devenir. En
el momento en que la esperanza perdiera su transcendencia respecto
a todo lo intrahistórico, no habría más historia. Esta es la revelación
más importante de la historia en la historia, del devenir histórico en
el devenir histórico, y del hombre como su autor: el transcender todo
lo histórico, operado y operable por el hombre, es condición de po­
sibilidad del devenir histórico. Hacer la historia y transcender todo
evento histórico cumplido y por cumplirse, se identifican. La acción
de la humanidad en la historia es autotranscendente, es decir, mira
anticipadamente más allá de todo lo que ha hecho, hace y hará en la
266 De la cuestión del hombre a la de Dios

historia. Si la acción del hombre en la historia es así, hay que reconocer


que el hombre es absolutamente autotranscendente.

6. El descubrimiento de este núcleo radical del devenir histórico


impone la cuestión del sentido último de la historia: ¿hacia dónde se
autotransciende la historia? ¿hacia dónde tiende, en último término,
el devenir histórico? Es la cuestión del porvenir de la humanidad, la
cuestión escatológica8.
Como lo hemos hecho en la reflexión sobre la cuestión última del
hombre, también ahora el primer intento de respuesta habrá que hacerlo
dentro de la historia misma, es decir, dentro de la relación «humanidad-
naturaleza» a lo largo del devenir histórico. Si hay una respuesta última
meramente inmanente (meramente intramundana e intrahistórica), no
se deberá ni siquiera plantear la pregunta de una posible explicación
transcendente.
En la historia de la filosofía se presentan dos respuestas: ambas
son de mera inmanencia intramundana e intrahistórica, diversas y
opuestas entre sí.
Primera respuesta (la esbozada por K. Marx y repensada a fondo
por E. Bloch): el sentido del devenir histórico es su finalización hacia
la plenitud inmanente definitiva en la identidad venidera entre el
hombre y la naturaleza por él transformada: la Patria de la Identidad.
En los números 9-11 del capítulo sexto he expuesto ampliamente las
aporías que surgen del sistema filosófico de Bloch y que muestran su
invalidez; no es, pues, necesario repetir las observaciones críticas allí
acontecidas9.
Segunda respuesta: el devenir indefinido (processus in infinitum:
Nietzsche, Garaudy); el devenir histórico no tiende a un porvenir
último definitivo: es un devenir nunca acabado, nunca definitivamente
cumplido; un devenir que se hace y se hará sin fin, sin finalidad y sin
término último. El sentido de la historia seria, pues, el de un proceso
ilimitado de metas siempre penúltimas y provisorias sin ninguna etapa
final, ni de plenitud ni de extinción10.
8. La cuestión del devenir histórico es pues directamente la cuestión del porvenir c'e
la humanidad y no de su origen. Pero como se trata del «hacia dónde» tiende la historia,
podrá surgir también la cuestión del origen de este tender hacia el porvenir.
9. Ya la llamada «fe en el progreso» de los filósofos del siglo XIX concebía el devenir
histórico como tendencia a un futuro supremo, absolutamente último y plenitud intra-
mundana: el progreso humano culminará en un porvenir de insuperable perfección y
exclusivamente inmanente. No se puede negar que esta concepción del devenir histórico
presenta semejanzas con la «esperanza» de Bloch e incide en algunas de sus aporías,
especialmente en la cuestión de la muerte a nivel comunitario. Cf. N. Berdiaeff, o. c..
168-185.
10. Aunque opuestas entre sí, estas dos respuestas coinciden en la reducción de la
esperanza al horizonte intramundano e intrahistórico.
El devenir histórico y su sentido 267

Crítica de la segunda respuesta (processus in infinitum):


a) Es evidente que esta respuesta absolutiza el devenir como de­
venir y por eso hace de él un devenir por devenir, es decir lo vuelve
fin para sí mismo sin más razón que el proceso como proceso. Un
devenir que no tiende más allá de sí mismo sería un tender sin ninguna
finalidad y, por eso, sin sentido (así el «eterno retorno» de Nietzsche).
Se esconde aquí la representación de un dinamismo impersonal, de
una fuerza fatal que (en última instancia) impulsaría ciegamente la
historia. Tal dinamismo impersonal tiene un nombre propio en la
historia de la filosofía: el destino, elfatum (la «moira» de la cosmo-
visión griega)11. La realidad última fundante sería el absoluto imper­
sonal del devenir.
b) De autor libre de la historia, el hombre sería reducido a mero
instrumento de la fuerza impersonal del destino, configurado como el
absoluto del devenir: la persona humana quedaría degradada a mo­
mento anónimo del devenir.
c) Por eso esta respuesta del «processus in infinitum» deja irre­
suelto el problema de la muerte, es decir, de la desaparición de todas
las generaciones a lo largo de los siglos, cuyo sentido último sería el
de ser sacrificadas al «dios» impersonal del devenir. El primado ab­
soluto del devenir despoja a la persona y a la comunidad humana de
su supremacía en la relación «naturaleza-hombre-historia».
d) Lógicamente esta respuesta atribuye la prioridad ontológica al
devenir histórico como tal y no a la esperanza-esperante de la hu­
manidad, que es precisamente la condición previa de posibilidad del
devenir histórico: sin el esperar radical humano no es posible la his­
toria; un proceso interminable de la historia haría de ella el mito de
Sísifo.

7. Una vez excluidos, como sentido último de la historia, tanto


la plenitud meramente inmanente de la relación «naturaleza-hombre»
(Bloch), cuanto el «processus in infinitum» también meramente in­
manente intrahistórico (Nietzsche, Garaudy), no queda sino una so­
lución tercera: la historia está en sí misma abierta a un porvenir
metahistórico, transcendente la historia y absoluto.
Surge aquí la pregunta decisiva: ¿este porvenir transcendente es
meramente ideal o real? Dicho con otras palabras: ¿la esperanza-es­
perante implica una transcendencia (un porvenir transcendente) me­
ramente formal? ¿no es sino la estructura subjetiva del esperar radical,
o implica la orientación hacia un porvenir metahistórico real, es decir,

11. Cf. R. Gundlach-M. Landmann, Schiksal: Lexikon fü r Theologie und Kirche,


Freiburg 1964, 9, 396-399.
268 De la cuestión del hombre a la de Dios

hacia una realidad transcendente respecto al mismo esperar? En esta


pregunta crucial se enfrenta sin ambigüedad el riesgo de la «ilusión
transcendental», la «sospecha» del espejismo.
Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta los siguientes
preámbulos, ya justificados en el análisis de la esperanza-esperante:
a) que esta esperanza es condición de posibilidad de todas las deci­
siones y acciones del hombre en el mundo; b) que este esperar radical
transciende anticipadamente (tiende más allá) todas las posibilidades
del devenir histórico, todas las etapas intrahistóricas ya logradas y por
lograr, todo lo que el hombre ha hecho, hace y hará en la historia; c)
que la esperanza-esperante de la humanidad a lo largo de los siglos
une a todas las generaciones hacia el porvenir común a todas y por
eso es la raíz del devenir histórico, del caminar de la historia siempre
adelante; d) porque transciende toda meta intrahistórica posible, la
esperanza-esperante mira más allá del devenir histórico, es decir, tien­
de hacia un porvenir común a todas las generaciones humanas y trans­
cendente respecto a todas, común a todos los momentos del devenir
histórico y transcendente respecto a todos; e) que solamente una es­
peranza ilimitada (no reducida a un porvenir intrahistórico) y aco­
munante de todas las generaciones en un porvenir metahistórico, puede
superar el no-sentido del hundimiento de todas las generaciones en la
nada de la muerte; f) que las dos escatologías de una plenitud intra­
histórica y de un «processus in infinitum» coinciden en la reducción
de la esperanza de la humanidad a lo intrahistórico y por eso no pueden
dar respuesta a la cuestión de la muerte.
Estos distintivos propios de la esperanza-esperante muestran que
el porvenir metahistórico de la historia es real. De lo contrario, la
esperanza que realmente lleva adelante el devenir histórico, no sería
idéntica con la esperanza que lo transciende, en cuanto está abierta al
porvenir metahistórico: la esperanza sería esperar por esperar, un es­
perar absolutizado y contradictorio, porque la esperanza es esencial­
mente relativa, es decir, éxodo hacia el más allá de sí misma. Cerrada
en sí misma, no abierta al más allá de sí misma, no sería esperanza.
La esperanza-esperante, que transciende el devenir histórico, carecería
de sentido si el porvenir transcendente no fuera real. La misma es­
peranza-esperante no sería real, porque siendo esencialmente apertura
al porvenir transcendente, no puede ser suscitada sino por este porvenir;
si el porvenir transcendente no fuera real, no podría suscitar la realidad
de la esperanza, es decir, ésta no sería real. No habría un porvenir
común a todas las generaciones humanas ni una esperanza común a
ellas. La muerte sería la última palabra sobre el sentido último de la
existencia de todas las generaciones, reducidas a fase anónima e in­
superablemente transitoria del devenir histórico. Es evidente que, sin
El devenir histórico y su sentido 269

un porvenir metahistórico real, todos los hombres se hundirían fatal­


mente en su aniquilación: la esperanza de todas las generaciones ten­
dería finalmente hacia la nada de la muerte12.
La dimensión más humana de la humanidad es la solidaridad en la
misma esperanza y, por eso, en el mismo porvenir, que no podría ser
el mismo para todos los hombres, si no fuera realmente el porvenir
transcendente, metahistórico: sin la realidad de este porvenir último,
la muerte haría imposible la participación solidaria de la humanidad
en la misma esperanza y la comunión en el mismo porvenir.
El análisis de la esperanza-esperante muestra, no solamente la rea­
lidad del Porvenir transcendente, sino también que este Porvenir, sien­
do metahistórico, no puede proceder ni de la naturaleza ni de la historia,
es decir, no puede ser obra del hombre; la humanidad no puede de
ningún modo crearlo ni disponer de él: no puede dar por sí misma el
salto de lo histórico a lo metahistórico, del tiempo a lo supratemporal,
de la muerte a una vida absolutamente nueva. Por consiguiente, el
Porvenir transcendente no puede ser pensado sino como Advenías, es
decir, como veniente por sí mismo libremente, gratuitamente: como
Gracia absoluta. El hombre puede solamente esperarlo y recibirlo como
don gratuito en la actitud de la esperanza. El Porvenir absoluto es,
pues, Libertad transcendente Personal: Dios. Ante este Porvenir ab­
soluto, el hombre puede solamente o aceptarlo en la opción de la

12. Dos de los más eminentes filósofos postmarxistas de la «Escuela de Frankfurt»


han superado la posición de la mera inmanencia intramundana, abriéndose a la transcen­
dencia y a la vida más allá de la muerte, a la resurrección. En las últimas páginas de su
obra, Dialetticci negativa, Torino 1980, T. W. Adorno escribe: «...el pensamiento de que
la muerte sea simplemente lo último, no es pensable»: «la esperanza se agarra a la
resurrección corporal», «tiene razón la teología contra el que cree solamente en el más
acá», «no se podría experimentar nada como verdaderamente vital, que no prometiera
algo de transcendente la vida» (pp. 335, 362, 342, 339, 340, 366, 365, 363, 333, 348).
M. Horkheimer dice en su libro La nostalgia del totalmente Otro, Brescia, 1972: «La
conciencia de nuestra finitud no es una prueba (una certeza absoluta) de la existencia de
Dios, pero puede solamente producir la esperanza de que haya un absoluto positivo»;
«todos los intentos de fundar la moral sobre una sabiduría de este mundo más bien que
sobre la referencia a un más allá..., descansan en concordancias imposibles». «La teología
es... la esperanza de que, a pesar de la injusticia que caracteriza al mundo, no podrá
acontecer que la injusticia sea la última palabra. Preferiría decir que (la teología es)
expresión... de la nostalgia de que el asesino no puede triunfar sobre la víctima inocente»;
«...m ás allá del dolor y de la muerte está la nostalgia de que la existencia terrena no puede
ser algo absoluto, de que no es lo último». «El reconocimiento de un ser transcendente
alcanza su más grande fuerza de la insatisfacción del destino terreno». «Cada vez me
parece más que no se debería hablar de nostalgia, sino de temor de que Dios no exista»,
« ...la cuestión central para m í permanece que Dios no es representable y que sin embargo
este no-representable es objeto de nuestra nostalgia»; «creo que mientras son negadas las
ideas de resurrección de los muertos, de último juicio, vida eterna, se hace patente la
necesidad del hombre de una felicidad infinita y entra en contraste con las situaciones
injustas del mundo» (pp. 69, 74, 75, 80-81, 90-91).
270 De la cuestión del hombre a la de Dios

esperanza o rehusarlo en la des-esperanza. Se revela así la analogía


entre la situación de la humanidad ante el devenir histórico y la si­
tuación de cada hombre ante la muerte. En ambos casos no hay una
demostración racional evidente de la existencia de Dios, sino la mos­
tración que justifica el coraje de la opción, auténticamente humana,
de esperar en el más-allá-de la muerte, más-allá de la historia en el
Porvenir transcendente y absoluto que llamamos Dios'3.

13. Cf. P. Ricoeur, o. c., 95-98.


11
Epílogo

1. Método
Una vez terminado el análisis de los temas particulares dentro del
tema fundamental (la pregunta del hombre sobre sí mismo de la que
ha surgido la cuestión de Dios), se hace posible una mirada retros­
pectiva sobre el itinerario recorrido, el método seguido y los resultados
logrados.
Se ha partido de la cuestión del hombre, del sentido de la vida
humana, porque es la cuestión originaria, la primera desde el punto
de vista existencial, la más inmediata, accesible y obvia a todos, en
cuanto incluida en toda opción y acción concreta del hombre. Su
formulación no puede ser más sencilla: vivir, ¿para-qué? ¿por qué?
Una sola palabra que implica la pregunta del futuro y del origen. Es
una cuestión que se justifica por sí misma, en cuanto impuesta al
hombre por su índole reflexiva y por su necesidad de decidir y obrar
bajo la guía de su inteligencia: la instancia de la razón es ineludible.
Se han puesto de relieve dos rasgos propios de esta cuestión: a) es
ontológicamente apriórica, es decir, estructura constitutiva de la exis­
tencia humana; b) es una cuestión dirigida indivisiblemente a la in­
teligencia y a la libertad (interrogante que-pensar y tarea que-hacer).
La cuestión global de si la vida humana tiene sentido, es decir, si es
tal que el hombre pueda comprometerse a darle sentido, pide una
respuesta afirmativa como exigencia de la acción humana. El hombre
no puede obrar como hombre (es decir, libremente) sin la persuasión
de que su acción tiene sentido; esta certeza vivida es condición previa
de posibilidad de la acción humana: al nivel de lo vivido no puede
faltar la certeza del sentido de la vida humana. Al nivel de lo reflejo
(de lo pensado) es posible la negación del sentido; pero tal negación
está en contradicción con las condiciones aprióricas que hacen posible
esta negación. El nihilismo, tanto ontológico como epistemológico,
manifiesta su propia invalidez, en cuanto es negación de lo que es
272 De la cuestión del hombre a la de Dios

afirmado implícitamente en la estructura previa constitutiva de la ac­


ción libre del hombre.
Pero tener la certeza vivida de que la vida humana tiene sentido
no es todavía saber cuál es su sentido: ¿dónde buscarlo? No en una
región parcial de la existencia humana, ni en una experiencia personal
privilegiada, sino en la totalidad de las experiencias fundamentales
que todos los hombres viven cada día: el hombre inmerso en el mundo,
en comunión interpersonal con los otros, destinado a la muerte, situado
en la historia y por eso abierto al futuro por venir. Por sí misma la
vida humana hace evidentes estas dimensiones fundamentales, que se
implican mutuamente.
¿Cómo buscar el sentido de la vida? No partiendo de ningún pre­
supuesto epistemológico (de un postulado lógico, de una afirmación
o negación previas), sino sencillamente abriendo los ojos a la realidad
de la vida humana manifestada en sus experiencias fundamentales; es
decir, partiendo de la descripción fenomenológica, constatando las
automanifestaciones de la realidad y tratando de descubrir las preguntas
impuestas por la realidad misma: observando si y cómo tales preguntas
se orientan hacia la cuestión última del sentido de la vida, es decir,
cómo y dentro de qué rasgos se configura concretamente la cuestión
última. Si esta cuestión surge, no se podrá detener arbitrariamente la
reflexión ulterior. El hombre no puede renunciar a comprenderse a sí
mismo; no puede menos de buscar una respuesta a la cuestión última
de su propia vida.
La respuesta hay que buscarla ante todo dentro de la existencia del
hombre en el mundo como miembro de la comunidad humana en la
historia, es decir, dentro de la inmanencia mutua «mundo-humanidad-
historia». Este deber de buscar la respuesta última, en primera ins­
tancia, dentro de las explicaciones posibles que la realidad ultramun­
dana ofrece por sí misma, es una exigencia científica y de honradez
intelectual. La primera verdad de la realidad es la que contiene la
realidad en sí misma y en las relaciones que la constituyen. Solamente
si las respuestas de inmanencia intramundana no pueden explicar la
inmanencia misma, es decir, si lo inmanente apunta hacia un más allá
que lo transciende, la cuestión del sentido último de la vida se pre­
sentará por sí misma como cuestión de lo transcendente, que se jus­
tificará como cuestión significativa en cuanto necesaria para la com­
prensión de lo inmanente. El hombre no puede ahogar el deseo de
comprenderse, el porqué de su existencia. Si en la búsqueda, impulsada
por este deseo, el hombre se encuentra en la cuestión del transcendente,
esta cuestión queda legitimada (a nivel de cuestión) por el origen
común de todo el cuestionar humano: el deseo innato de comprender
la realidad. La cuestión de Dios podrá ser justificada solamente en
Epílogo 273

cuanto implicada y exigida por la cuestión del sentido último de la


vida humana; es decir, en cuanto la inmanencia del hombre en sus
dimensiones fundamentales lleve signos de transcendencia: será la
misma realidad intramundana la que ponga al hombre ante la cuestión
última sobre sí mismo, en cuanto inmanencia orientada hacia lo trans­
cendente.

2. Resultados
a) El análisis de la relación «hombre-mundo» muestra paradóji­
camente unidas la inmanencia y la transcendencia del hombre respecto
al mundo. Por una parte, el hombre depende del mundo en su existencia
y en toda su actividad, aun de su pensamiento y de su libertad; en su
corporalidad-interioridad el hombre está llamado a transformar el mun­
do: es del mundo, en el mundo, para el mundo. Por otra parte, el
hombre está de frente al mundo, es decir, en una diversidad que lo
contrapone al mundo, en un nivel cualitativamente superior al de la
naturaleza. Mientras la naturaleza está encerrada dentro de sus pro­
cesos, el hombre está ilimitadamente abierto al futuro y por eso crea
posibilidades nuevas en la naturaleza: va siempre más allá, no sola­
mente más allá de los procesos naturales, sino también más allá de
sus propias realizaciones en la naturaleza. Como raíz de esta diversidad
(es decir, de la transcendencia del hombre sobre la naturaleza) aparecen
la conciencia y la libertad del hombre, inseparablemente unidas: la
comprensión de la relación «hombre-mundo» lleva a la cuestión de la
conciencia y de la libertad.
La conciencia se revela como una realidad única, absolutamente
original: experiencia autorreflexiva del propio yo y de los actos es­
pecíficamente propios del hombre, experiencia exclusivamente inte­
rior, autopresente, no verificable empíricamente y de un orden cua­
litativamente superior a todo proceso de la naturaleza.
La libertad se manifiesta en sus decisiones, en cuanto no prede­
terminadas ni precontenidas en los procesos naturales, ni en las cir­
cunstancias históricas, ni en las decisiones precedentes: la decisión
libre rompe la continuidad con todo lo que la hace posible. El hombre
decide no solamente hacer esto o aquello, sino que decide también de
sí mismo, de su porvenir. Aquí se revela con más fuerza el desnivel
cualitativo insuperable entre el hombre y la naturaleza: la libertad
implica la transcendencia del hombre sobre el mundo y la propia
autotranscendencia, en cuanto está llamado a hacerse a sí mismo siem­
pre más allá hacia el futuro. El hombre experimenta su libertad como
don y como tarea y por eso vive la propia existencia como don y como
tarea: existencia no-autofundada y autotranscendente. Precisamente en
su libertad lleva el hombre la cuestión sobre sí mismo, de su por qué
274 De la cuestión del hombre a la de Dios

de origen y de finalidad. Es una libertad llamada a responder de sí


misma: libertad interpelada, responsable. La cuestión de la existencia
humana se configura en la cuestión de la libertad y ésta, a su vez, en
la cuestión de la responsabilidad. ¿De dónde proviene la responsabi­
lidad? ¿ante quién es responsable el hombre? No ante la naturaleza
impersonal, ni en última instancia ante los otros, porque también ellos
son responsables ante mí. No es, pues, la libertad responsable del otro
la que funda (en último término) mi libertad-responsabilidad, porque
tampoco la libertad del otro es autofundante. Queda, pues, como
explicación última, un fundamento común y transcendente de la li­
bertad responsable de todos: una Libertad transcendente, a la que está
referida la libertad de todo hombre. Esta Realidad fundante personal
debe tener un nombre único: Dios. Que el hombre es libertad-respon­
sabilidad quiere decir que está radicalmente interpelado, cuestionado,
por Dios: por eso el hombre no podrá conocer a Dios sino en la opción
fundamental de su libertad, es decir, reconociéndolo como Funda­
mento último de su libertad-responsabilidad.

b) El análisis de las relaciones interpersonales y de la relación


mutua persona-comunidad, ha mostrado que la libertad humana está
incondicionalmente interpelada por la libertad del otro, es decir, que
todo hombre, en virtud de su dignidad de persona, representa para los
otros una exigencia incondicional de respeto y amor: un valor que
todos los otros están llamados a reconocer; todo hombre está llamado,
precisamente en su libertad, a salir de sí mismo hacia el valor del otro
como persona. Aparece así que la mutua transcendencia de toda li­
bertad humana es autotranscendencia, que unifica todas ellas en el
mismo fundamento transcendente. Los rasgos propios del valor que
todo hombre representa para los otros, se hacen visibles: es un valor
que se impone incondicionalmente por sí mismo, un valor transcen­
dente respecto a cada hombre y a la comunidad, un valor que interpela
la libertad como libertad, un valor que revela una orientación ex­
céntrica de la libertad hacia un centro común y unificante de la libertad
de cada uno.
En los rasgos propios del valor de la persona humana se configura
la cuestión del fundamento de este valor que se identifica con la
cuestión del sentido de la libertad humana, es decir, de la existencia,
humana en cuanto llevada por la libertad. La validez de tal cuestión
se impone por sí misma.
La respuesta ha sido buscada ante todo dentro de la inmanencia
interpersonal, persona-comunidad, hombre-naturaleza-historia. Se
presentan dos respuestas: 1) la transcendencia mutua de las libertades
sería meramente relativa, es decir, cerrada dentro de las relaciones
Epílogo 275

interpersonales mutuas. Pero esta respuesta pone en la persona humana


el fundamento último de su valor, la hace autofundante: se absolutiza
su valor (Sartre); tanto la libertad, cuanto la existencia humanas serían
autocreativas; 2) el fundamento último del valor de la persona sería
la humanidad del futuro o la relación hombre-naturaleza (en última
instancia, el devenir de la naturaleza). Pero entonces la persona humana
queda degradada a instrumento anónimo del devenir de la historia
(absolutización del devenir).
El valor incondicional de la persona pone, pues, la cuestión de su
fundamento último como fundamento común y unificante de todos los
hombres y absolutamente transcendente. Fundamento último, común
y transcendente de todas las libertades como tales, quiere decir centro
fundante y unificante de todas ellas. El Fundamento y Centro del valor
incondicional de la persona humana y del sentido de las relaciones
interpersonales unificadas en la solidaridad y cumplidas en el amor
(salir de sí mismo hacia el otro), no puede ser sino el Manantial de
la solidaridad, el Amor originario: Dios. Este Dios no puede ser co­
nocido y reconocido por el hombre sino en la actitud y en la praxis
del amor, en el don de sí mismo a los demás hombres.

c) La muerte impone por sí misma la cuestión del sentido último


de la existencia humana: como experiencia anticipada y permanente
del fin de la vida, pone en cuestión el sentido de la vida en su totalidad:
¿y después de la vida, qué?
Surge inevitablemente el dilema decisivo: o aniquilación de la
persona humana, o el hombre recibe el don de una vida nueva (meta-
temporal, metahistórica). Todo intento de respuesta deberá tener en
cuenta que el hombre no puede de ningún modo dar por sí mismo el
salto que (a través de la muerte) le lleve a una vida nueva metatemporal.
En esta impotencia total del hombre para superar por sí mismo el poder
destructor de la muerte, toma todo su relieve la primera parte del
dilema: la muerte, aniquilación de la persona humana. Pero preci­
samente de aquí, de la muerte como aniquilación del yo-personal,
brota una luz nueva sobre el sentido de la muerte y de la vida: si la
muerte fuera el hundimiento de la persona humana en la nada, se
impone la conclusión de que la vida humana, como totalidad, carece
de sentido: es absurda. Puesto que el sentido de la vida como totalidad
se decide y se revela en su término final (la muerte), si este fin fuera
la aniquilación de la persona, el sentido último de la vida humana
sería estar en marcha hacia la nada de la muerte: la aniquilación final
haría de toda la vida un proceso continuo hacia la nada final. La vida
humana estaría impulsada, no por la esperanza de sentido, sino in­
comprensiblemente por la tendencia al no-sentido; la esperanza, que
276 De la cuestión del hombre a la de Dios

sostiene toda la existencia del hombre, sería esperanza de la nada: la


más alienante ilusión. Si la aniquilación de la persona humana en la
muerte privara de sentido la vida en su totalidad, se impondría inter­
pretar la esperanza-esperante del hombre como esperanza de una vida
nueva más allá de la muerte: una vida que el hombre no puede alcanzar
por sí mismo, por ninguna realidad intramundana de la que puede
disponer: podrá solamente recibirla como don gratuito de una Libertad
transcendente todas las posibilidades del hombre en el mundo: es decir,
el hombre podrá solamente esperarla. Esta Esperanza última trans­
cendente se llama Dios. Una vez más aparece que el hombre no puede
encontrar a Dios sino en la opción fundamental de su libertad: la opción
de la esperanza.

d) El análisis de la relación «hombre-historia» ha permitido des­


cubrir las invariantes del devenir histórico: es decir, la esperanza-
esperante de la humanidad que ha impulsado y sigue impulsando a
todas las generaciones humanas hacia el porvenir; el carácter objeti­
vante de la acción humana creativa de la historia; el desnivel insu­
perable entre la esperanza-esperante y todos los resultados logrados
por el hombre y por lograr en la historia. Se revela así que la condición
de posibilidad del devenir histórico consiste en la transcendencia de
la esperanza-esperante respecto a todas las metas ya logradas y por
lograr en el porvenir.
La esperanza-esperante funda la posibilidad del devenir histórico:
es, pues, ontológicamente prioritaria respecto al devenir de la historia
y, en virtud de este primado, lo transciende. La cuestión del sentido
último de la existencia humana se configura, pues, en la pregunta:
¿dónde va la historia, cuál es su porvenir? ¿cuál es el sentido del
devenir histórico?
Dentro de la mera inmanencia «hombre-mundo-historia» se pre­
sentan dos respuestas diversas:
1) El sentido último del devenir histórico sería alcanzar la meta
final de plenitud definitiva en la identidad entre la humanidad y la
naturaleza transformada por ella: un «Novum Ultimum» intrahistórico,
superación del desnivel entre la ilimitada esperanza-esperante y la
objetivación de la acción del hombre en la historia. Esta respuesta
incide en la siguiente aporía: una vez superado este desnivel, el sujeto
humano no podría hacer nada porque carecería de la condición fun­
damental de posibilidad de la acción humana: la subjetividad no puede
actuarse sino en la objetivación. No puede haber identidad entre ambas.
2) El sentido último de la historia sería el devenir histórico en
cuanto tal, el indefinido tender siempre más allá, un proceso sin tér­
mino final y sin finalidad. Es evidente que esta respuesta absolutiza
Epílogo 277

el devenir como devenir y así lo priva de sentido, haciéndolo fin para


sí mismo.
Queda, pues, que el sentido último del devenir histórico no puede
ser sino un porvenir metahistórico, que no puede ser conquista del
hombre porque no puede superar por sí mismo el devenir intrahistórico,
intramundano. El porvenir metahistórico puede ser solamente Ad­
viento, es decir, don gratuito de una Libertad transcendente: el hombre
puede solamente esperarLo y recibirLo como Gracia absoluta. El Por­
venir último, absoluto, de la esperanza-esperante y del devenir his­
tórico, que se llama Dios. Este Dios no es solamente el término del
esperar humano, sino también su origen; es el Dios que suscita en el
hombre la esperanza ilimitada, al crearlo como persona (conciencia y
libertad) y llamarlo así a esperar más allá de la historia y de la muerte.
El hombre no podrá encontrarLo sino en la opción de una esperanza
que transciende el mundo, el hombre mismo y la historia.

3. Por qué el hombre es esencialmente cuestión para sí mismo


El análisis de la situación del hombre ante el mundo, los otros, la
muerte y la historia, ha hecho emerger la cuestión que el hombre es
para sí mismo, la cuestión que toma matices propios en cada una de
las dimensiones fundamentales de la existencia humana, pero que en
el fondo es idéntica: el sentido último de la vida humana, su porqué
y para qué de origen y porvenir, que se implican mutuamente. Una
vez constatado que el hombre es cuestión para sí mismo (cuestión
omnipresente en toda autorrealización concreta y en la totalidad de su
vida), se puede proceder más en profundidad hacia la raíz de la au-
tocuestionabilidad del hombre.

Todo hombre lleva la certeza vivencial de no haber venido por sí


mismo a la existencia: se siente venido al mundo sin saberlo ni que­
rerlo. Esta experiencia tiene su expresión en la pregunta desconcer­
tante: ¿por qué existo precisamente yo?: una cuestión que envuelve
en el misterio toda la existencia humana. El hombre no puede encontrar
la respuesta última dentro de sí mismo. Esto quiere decir que la exis­
tencia humana no es autofundante: tiene su fundamento fuera de sí
mismo.
La cuestión de la propia existencia es vivida en otra experiencia:
todo hombre se vive destinado (sin saberlo ni quererlo) a tomar sobre
sí la responsabilidad de su lograrse o de su malograrse: experiencia
de la propia libertad como don recibido y como tarea por cumplir.
Libertad recibida quiere decir libertad no-autofundante, sino fundada
fuera de sí misma; libertad-tarea quiere decir libertad interpelada que
hace a cada hombre llamado hacia el porvenir siempre abierto y es-
278 De la cuestión del hombre a la de Dios

condido. Libertad, es decir, existencia no-autofundante, es por sí mis­


ma la cuestión del origen: libertad, ilimitadamente abierta siempre más
allá, es por sí misma la cuestión del porvenir. Origen y porvenir son,
pues, dos aspectos autoinclusivos de la misma cuestión impuesta al
hombre cuya respuesta no puede encontrar dentro de sí, sino más allá
de sí mismo.
Hay todavía otra experiencia en la que el hombre vive del modo
más radical su propia existencia como cuestión: la experiencia de estar
destinado a la muerte. La experiencia de ser arrojado al mundo se
vuelve más desconcertante en la experiencia de ser rebotado fuera del
mundo en el vacío de la muerte. La existencia humana es, pues,
existencia asediada, sin salida, por las dos fronteras entre las cuales
ha sido puesta sin quererlo: frontera-cuestión del origen, frontera-
cuestión del fin. Existencia destinada a la muerte es existencia no
autofundada. El hombre experimenta la muerte como límite, preci­
samente en la experiencia de su apertura ilimitada al futuro, es decir,
de su esperanza-esperante siempre más allá. La muerte revela la raíz
en que la existencia lleva la cuestión de sí misma, en cuanto pone al
descubierto la tensión entre el no-ser autofundado (contingencia, fi-
nitud) del hombre y su esperar ilimitado.
También en la relación esencial de cada hombre a los otros la
cuestión de la existencia humana emerge en la experiencia de la tensión
entre la autotranscendencia de la libertad hacia el porvenir y su carácter
de libertad no-autofundante (referida a la libertad del otro e interpelada
por el valor del otro). La tensión vivida en todas estas experiencias
es idéntica: tensión hombre-mundo, subjetividad-objetivación, sub-
jetividad-alteridad, subjetividad-historicidad.
En el fondo de la existencia y de la acción humanas está la con­
ciencia como identidad del hombre consigo mismo nunca lograda
definitivamente, nunca plena, es decir, como escisión interior insu­
perable del hombre entre su apertura ilimitada y el choque continuo
con la propia finitud y con la finitud del mundo y de la historia. Esta
nunca plena identidad (unidad nunca lograda) constituye al hombre en
cuestión permanente para sí mismo; la experiencia fundamental del
hombre, la conciencia, permanece autopresencia nunca totalmente ac­
tualizada (temática central en los escritos de A. Camus: «l’homme
déchiré»; el hombre desgarrado). La experiencia fundamental del hom­
bre lo hace radicalmente cuestionado.
Por eso, también a nivel de reflexión conceptual, la razón no podrá
agotar lo vivido en la subjetividad humana. El hombre permanecerá
siempre escondido a sí mismo, misterio para él mismo, cuestión a la
que el discurso de la razón no podrá dar una respuesta definitiva.
Epílogo 279

Paradójicamente, este desnivel incolmable entre lo vivencial hu­


mano y su expresión refleja se muestra como condición indispensable
de la existencia humana. El día en que el hombre pudiera controlar
con su razón las estructuras ontológicas (aprióricas) que hacen posible
el pensar, reflexionar, decidir, obrar, el hombre haría de sí mismo una
«computadora», dejaría de ser hombre.
Si el hombre es para sí cuestión y misterio, se comprende por qué
la interpretación del sentido de su existencia tenga que ser, no mera
reflexión de la razón, sino también inseparablemente opción de su
libertad. Ante la cuestión de sí mismo podrá tener la motivación su­
ficiente para justificar la opción como auténticamente humana, pero
no una evidencia constringente que haría imposible la opción. Estar
situado así ante la cuestión de sí mismo constituye una dimensión
existencial del hombre y un dato antropológico de importancia pri­
mordial para la filosofía (y para la teología): el hombre, radicalmente
responsable de la interpretación del sentido de su vida (todo hombre,
sea creyente, ateo, agnóstico o dubitante); lo sepa o no lo sepa, lo
quiera o no lo quiera, todo hombre está llamado a realizarse en su
libertad sin un conocimiento evidente del porqué y para qué de su
existencia y de su acción. Límite tangible de la razón humana: mediante
la reflexión racional el hombre no podrá lograr la evidencia sobre el
sentido de su vida.
El hecho de que el hombre sea para sí cuestión inevitable y per­
manezca siempre radicalmente cuestionado (interpelado por la cuestión
sobre sí mismo), muestra al mismo tiempo el carácter no-autofundante
de su existencia y de su autotranscendencia. Si el hombre permanece
en la búsqueda de sí mismo, quiere decir que no se posee plenamente,
que no es idéntico a sí mismo; al cuestionarse, se transciende, es decir,
se encuentra en un horizonte de cuestión que va siempre «allende».
En suma: el hombre no puede eliminar la cuestión que es él mismo,
ni prescindiendo de ella, ni superándola definitivamente con una res­
puesta evidente.

4. Origen y caracteres de la cuestión de Dios

Del análisis de las dimensiones fundamentales de la existencia


humana emerge la cuestión de su sentido último y, finalmente, la
cuestión de Dios como instancia última de la cuestión del hombre. El
origen de la cuestión de Dios es, pues, antropológico: el hombre se
encuentra ante la cuestión que él es para sí mismo, y, al enfrentarse
con ella, se encuentra ante la cuestión de Dios. Este origen antropo­
lógico de la cuestión de Dios aparece ya en los escritos de S. Agustín
y de S. Tomás de Aquino (análisis de la subjetividad humana). En la
280 De la cuestión del hombre a la de Dios

medida en que la reflexión filosófica se ha centrado en lo humano


(Descartes y Kant), y sobre todo en la medida en que el hombre
moderno se ha dado cuenta del primado y de la radicalidad de la
cuestión que él es para sí mismo, la cuestión de Dios (cualquiera que
sea la respuesta) es ubicada en la cuestión del hombre.
El desplazamiento de la cuestión de Dios de la cosmología a la
antropología, corresponde al primado del ser humano respecto a la
naturaleza; proviene, en último término, de la importancia enorme de
la aparición del hombre en el mundo como artífice de la historia.
La búsqueda de la cuestión de Dios en el hombre se impone, no
solamente por la constatación obvia de que solamente el hombre es
capaz de formular preguntas (sobre el mundo, sobre sí mismo y sobre
Dios), sino principalmente por el hecho de que la cuestión del mundo
alcanza su momento culminante en la relación hombre-naturaleza y
por eso, finalmente, en la cuestión del hombre sobre sí mismo. La
pregunta sobre Dios no puede ser hecha sino por el hombre; no se
puede comprender cómo y por qué surge esta pregunta sino mediante
el análisis de las estructuras ontológicas que la hacen posible, es decir,
si el hombre lleva la cuestión de Dios, cómo y por qué la lleva. No
se ve cómo pueda llevarla fuera de la cuestión sobre sí mismo, es
decir, fuera de la cuestión fundamental, vivida en todo acto de pensar,
decidir y obrar en el mundo, en relación a los otros y hacia el porvenir.
Desvinculada de la cuestión del hombre, no podría darse la cuestión
de Dios: si esta cuestión fuera meramente paralela a la cuestión del
hombre, no insertada en la cuestión del sentido de la vida humana,
no podría ser cuestión para nosotros, para mí: sería una cuestión de
la que podría prescindir porque no tendría nada que ver con mi vida.

5. La verificación de la cuestión de Dios


La cuestión de Dios ha sido verificada mediante la verificación
previa de la cuestión del sentido de la vida humana; hay, pues, que
tener presente la singularidad propia de la cuestión del sentido. La
hemos hecho en un proceso de reflexión sobre lo específicamente
humano, sobre lo que está implícito y vivido en la acción del hombre
como hombre, a la búsqueda de las estructuras ontológicas previas
(conciencia y libertad) sin las cuales no sería posible lo que el hombre
experimenta en sus actos de pensar, decidir, obrar: un proceso hacia
la comprensión de la realidad más cercana al hombre, su propia vida.
Un proceso de escucha y de aceptación de las preguntas que la realidad
de su vivir humano plantea al hombre: un proceso de verificación más
exigente y arriesgado que el propio de la verificación fundada en la
experiencia empírica (ciencias naturales). A pesar de la dificultad de
controlarla reflejamente, no se puede negar que hay realmente una
Epílogo 281

experiencia de lo vivido humano: es una realidad que se impone por


sí misma, cuyas preguntas no se pueden pasar por alto si se quiere
vivir como hombre.
La cuestión del sentido de la vida humana ha sido verificada,
primero de modo global (capítulo tercero), en cuanto está presente en
toda acción humana, y después en particular en las preguntas que
surgen de la descripción fenomenológica sobre la situación del hombre
ante el mundo, los otros, la muerte y la historia.
La cuestión de Dios ha sido verificada, en cuanto exigida por la
cuestión del sentido y por eso igualmente inevitable; es decir, en última
instancia, en cuanto impuesta por las preguntas que la realidad, vivida
por el hombre, plantea al deseo humano de comprender. La filosofía
moderna se está haciendo más autocrítica ante el riesgo de crear pseu-
docuestiones, de pasar los límites de la posibilidad humana de formular
cuestiones sensatas. No tener cuenta de los eventuales espejismos del
«cuestionar», sería tan equivocado como bloquear arbitrariamente la
reflexión ante la cuesión del fundamento último, que permanecerá
siempre la más ardua, acosante e ineludible. El hombre no puede vivir
sin preguntarse por qué y para qué vive, y mientras haya este por qué
último, habrá la cuestión de Dios. Para enfrentarse con ella, se requiere
el mismo coraje y la misma sinceridad radical que para ponerse la
cuestión del sentido último de la propia vida.
La cuestión de Dios se verifica, pues, a posteriori, mediante la
constatación previa de las preguntas que la comprensión de la realidad
impone al hombre. No hay, en el fondo, otra verificación de una
cuestión (a nivel de cuestión) que la necesidad de tomarla en consi­
deración, en cuanto impuesta por la realidad y su experiencia.
La cuestión de Dios surge, no del absurdo (del no-sentido) sino
del sentido de la existencia humana: el no-sentido de la vida humana
privaría de significado la cuestión de Dios. Lo que en el hombre hay
de negativo (finitud, contingencia) supone ontológicamente y noéti-
camente lo que hay de positivo en él (primado ontológico y noético
de lo positivo), es decir, supone la autotranscendencia en cuya virtud
el hombre tiende más allá del mundo y de la historia, y por eso puede
tener acceso a la cuestión de Dios: precisamente en su autotranscen­
dencia el hombre está orientado más allá de sí mismo hacia su fun­
damento último, es decir, está abierto a la cuestión de Dios.
Una vez que se ha mostrado a posteriori la validez de la cuestión
de Dios, hay que decir que es cuestión ontológicamente apriórica, es
decir, insertada en las estructuras constitutivas del hombre. Si la cues­
tión de Dios está implícita en la cuestión del hombre y ésta es onto­
lógicamente apriórica, tal tiene que ser también la cuestión de Dios.
Se ha mostrado además que la cuestión de Dios surge de la autotrans-
282 De la cuestión del hombre a la de Dios

cendencia del hombre, es decir, que en su «tender siempre más allá»


el hombre está orientado hacia Dios: Él es el «hacia dónde» último
de la subjetividad humana... Si el hombre no estuviera referido cons­
titutivamente (a priori) hacia el transcendente, sino encerrado dentro
de la inmanencia intramundana e intrahistórica, no podría tener la
cuestión de Dios. Se debe decir, pues, que el hombre está radicalmente
marcado por la cuestión de Dios, es decir, cuestionado por Dios. En
el fondo no es el hombre el que busca a Dios, sino Dios el que viene
a su encuentro, al constituirlo orientado hacia Él. Los signos de trans­
cendencia no son sino la actuación de las estructuras ontológicas cons­
titutivas del hombre; es, pues, Dios mismo centro y fundamento de
estas estructuras, Él que en tales signos se manifiesta al hombre.
Si la cuestión del sentido último de la vida humana no es dirigida
solamente a la inteligencia sino también e inseparablemente interpe­
lación de la libertad, tal será la cuestión de Dios como implícita en
la cuestión del hombre. En la cuestión de Dios, el hombre no se
encuentra ante un problema meramente objetivo, es decir, indiferente
respecto al sentido que está llamado a dar a su vida: se encuentra más
bien ante la cuestión crucial en la que se juega el todo por el todo, su
propia vida, sí mismo. No se puede conocer a Dios sino reconocién­
dolo, aceptándolo como Aquel de quien el hombre no puede disponer
de ningún modo (ni siquiera con la evidencia de un discurso racional).
Dios, el Misterio absoluto, no lo demuestra: El se muestra, llama.
Quizás no se puede decir nada más cierto sobre la cuestión de Dios
(es decir, sobre la situación del hombre ante Dios) que lo siguiente:
exista o no exista Dios, el hombre no podrá encontrarlo si no está
dispuesto a invocarlo, adorarlo, esperar en Él.

6. El significado de la palabra «Dios»


En la reflexión sobre la cuestión del hombre y Dios no se ha partido
de ninguna noción determinada de Dios: el significado de la palabra
«Dios» ha sido más bien el término final de la reflexión. Las confi­
guraciones concretas de la cuestión de Dios han aparecido en cuanto
estaban implícitas en las experiencias originarias de la existencia hu­
mana y de su comprensión: no son sino la expresión temáticamente
refleja de lo contenido en las diversas dimensiones fundamentales de
la existencia que se implican mutuamente como aspectos diversos de
la misma experiencia vital total. Por eso el significado de la palabra
«Dios» surgirá como resultado de la totalidad-unidad de sus confi­
guraciones concretas en los diversos «signos de transcendencia» que,
en su mutua inclusión, convergen en la misma realidad.
En la experiencia, vivida por el hombre, de su relación al mundo,
ha aparecido Dios como la Realidad fundante, como Aquel ante Quien
Epílogo 283

la libertad humana es, en última instancia, responsable: es decir, como


la Libertad absoluta y transcendente hacia la cual la libertad humana
está incondicionalmente referida y fundada. En la experiencia que el
hombre vive de su libertad como responsabilidad incondicional, Dios
se hace presente como la Realidad fundante y Libertad transcendente.
En el análisis de la experiencia vivida en las relaciones interper­
sonales ha aparecido Dios como el Manantial de la solidaridad, de la
comunión y del amor, es decir, como el Amor originario.
En la reflexión sobre la muerte se ha mostrado Dios como Aquel
en Quien el hombre está llamado a esperar el don de una vida nueva,
metatemporal y metahistórica, es decir, como la Esperanza última. En
la experiencia humana de la esperanza-esperante de vivir, Dios se hace
presente como El que llama al hombre a esperar más allá de la muerte.
En el análisis del devenir histórico emerge Dios como el Porvenir
absoluto de la historia. En la experiencia de la esperanza de la hu­
manidad más allá del devenir histórico, Dios se hace presente como
el Venturo, al que la historia queda siempre abierta.
La implicación mutua de estos aspectos diversos de la experiencia
existencial, de la que emerge la cuestión de Dios, exige su unificación
en el pensamiento reflejo sobre la autotranscendencia del hombre y,
finalmente, sobre su término, Dios. Hay, pues, que decir que la cues­
tión de Dios se configura originariamente allí donde el hombre se vive
como originariamente cuestionado: es decir, en su libertad como in­
condicionalmente responsable, como sostenida por la esperanza, como
llamada a salir de sí misma en el amor. En la configuración originaria
de esta experiencia fundamental del hombre, Dios se muestra origi­
nariamente como El que hace al hombre incondicionalmente respon­
sable, llamado a la esperanza del Porvenir y a salir de sí mismo en
el amor. Dios se hace presente en la actitud de darse al hombre creando
en él libertad, esperanza, amor, es decir, haciendo del hombre su
«partner», constituyéndolo en la situación dialogal de respuesta a la
Llamada.
Esto quiere decir que la referencia a Dios, que el hombre vive en
la experiencia existencial total, no es sino referencia al Transcendente
de Quien él no puede disponer de ningún modo: referencia a la Gra-
tuidad absoluta, a la Libertad absoluta, no condicionada ni por la
naturaleza, ni por el hombre, ni por la historia, ni por ninguna ne­
cesidad intrínseca: el Transcendente se revela tal en la libertad absoluta
del don de Sí al hombre como pura Gracia y, por eso, Imprevisible,
Misterio. Este es el significado originario y primordial de la palabra
«Dios», el significado que resulta del análisis de la cuestión del hom­
bre, es decir, del punto de partida antropológico. Dios es la Libertad
absoluta que excluye toda clase de necesidad y dependencia. Libertad
284 De la cuestión del hombre a la de Dios

autofundante que se actúa como permanentemente creadora (fundante)


de la libertad humana en su incondicional responsabilidad y en su
ilimitada esperanza. Libertad absoluta quiere decir Plenitud de vida:
Fuente vital en Sí, por Sí mismo, y para el hombre. Por eso el primer
nombre de Dios sería el Viviente-Vivificante; todo otro nombre sería
significativo, en cuanto explicitación de este.

7. El Dios personal
Si en los «signos de transcendencia» de la existencia humana Dios
se manifiesta como la Libertad absoluta (autofundante y transcen­
dente), quiere decirse que se manifiesta como Realidad personal. La
justificación de esta conclusión es obvia: libertad y persona «conver-
tuntur», se implican mutuamente e inseparablemente. La libertad es
el distintivo decisivo de la diferencia entre los seres personales y los
impersonales: donde hay libertad, hay persona, y donde no hay libertad
no hay persona. Y viceversa: donde hay persona, hay libertad, y donde
no hay persona, no hay libertad.

Se debe dar un paso más: donde hay libertad, hay conciencia: si


Dios es Libertad absoluta, es también Conciencia plena de Sí, Plenitud
personal. Un Dios impersonal sería superfluo, carente de importancia
para el hombre; un Dios reducido a fundamento último, meramente
inmanente, del mundo: la «natura naturans» del filósofo Spinoza como
mera ley inmanente de la totalidad de lo real. Solamente en virtud de
su Libertad absoluta es Dios transcendente respecto al mundo, al hom­
bre, a la historia. Toda filosofía de cuño «naturista» (devenir nece­
sario), sea de tipo materialista (Feuerbach, Marx) o de tipo idealista
(Hegel) es, en el fondo, ateísta o panteísta. Lo ha notado el mismo
Feuerbach: «Lo que distingue el teísmo del panteísmo es la represen­
tación de Dios como Realidad personal» (Sämtliche Werke II, 262).
Respecto a un Dios impersonal ha dicho Heidegger: «Ante este
Dios el hombre no puede ni invocarlo..., ni adorarlo, ni celebrarlo
con la música» (Identität und Differenz, 1957, 70). Con esta frase
afirma Heidegger que un Dios, ante el cual el hombre no puede tomar
actitudes personales, no puede ser el Dios del hombre. Una realidad
impersonal, aun supuesta autofundante e infinita, no podría ser para
el hombre sino un objeto, una cosa, que no interesaría nada a la libertad
humana. Que exista o no exista tal Dios, nada cambiaría en la vida
humana.
La cuestión de Dios ha emergido precisamente en las actitudes
personales que el hombre está llamado a tomar ante el sentido de su
vida, y en estos «signos de transcendencia» se ha manifestado Dios
Epílogo 285

en su actitud personal de constituir al hombre como su «partner»


dialogal, es decir, en una actitud creativa de interpersonalidad.
8. El hombre, abierto a la gracia de la autorrevelación de Dios

La reflexión sobre las dimensiones fundamentales de la existencia


humana ha culminado en la cuestión y afirmación de Dios como la
Realidad fundante, el Amor originario, la Esperanza última, el Por­
venir absoluto. Cada uno de estos aspectos y su totalidad implican la
transcendencia, la libertad absoluta y el carácter personal de Dios; son
la expresión de la apertura del hombre a Dios como Aquél de Quien
el hombre no puede disponer, sino solamente reconocerlo y recibirlo
como Gracia Absoluta, como Autodonación y Autorrevelación de Dios
mismo.
La reflexión sobre la cuestión del hombre se ha centrado en su
libertad, marcada por su responsabilidad incondicional y por su es­
peranza ilimitada: el hombre interpelado en la responsabilidad y en la
esperanza de su libertad. Aquí emerge la cuestión de Dios como Aquél
ante Quien el hombre es, en última instancia, responsable y el Único
en Quien puede finalmente esperar. En su responsabilidad y en su
esperanza el hombre está abierto a la gratuidad absoluta de la auto-
comunicación de Dios.
La libertad humana es indivisamente don recibido y tarea por cum­
plir; libertad interpelada, es decir, llamada a responder de sí misma
y por eso orientada más allá de sí, fundada y finalizada en Aquél de
Quien es don y ante Quien debe responder. Fundamento y fin último,
común y transcendente de toda libertad humana, no puede ser sino la
Libertad absoluta personal ante la Cual está el hombre llamado a
responder. La libertad-responsabilidad implica, pues, que el hombre
está esencialmente referido a la Libertad absoluta, Dios; es decir, el
hombre está constitutivamente abierto a la iniciativa imprevisible de
Dios, a lo nuevo que solamente la Libertad absoluta podrá suscitar
en la historia. En su «ser responsable», el hombre existe a la escucha
de la Libertad de Dios y por eso abierto a una eventual revelación de
Dios.
El análisis de la relación del hombre a la muerte y a la historia ha
mostrado que la libertad humana está sostenida radicalmente por la
esperanza-esperante que transciende el tiempo y la historia y que, por
eso, el hombre está abierto al Porvenir transcendente como Gracia
absoluta, es decir, a Dios como Aquél de Quien el hombre no puede
disponer ni hacer cálculos con su razón, sino únicamente confiarse a
Él en la actitud de la esperanza: actitud de apertura a la gracia de la
autodonación y autorrevelación de Dios.
286 De la cuestión del hombre a la de Dios

La responsabilidad y la esperanza-esperante representan dos as­


pectos inseparables de la libertad humana y de su transcendencia. La
responsabilidad del hombre es posible, en cuanto su esperanza trans­
ciende todo porvenir intrahistórico. La esperanza no puede tener lugar
sino en una libertad no-fundada en sí misma y por eso responsable.
Responsabilidad y esperanza de la libertad son correlativas y, al mismo
tiempo, relativas a su común Origen fundante y Porvenir absoluto,
Dios: unidas entre sí, constituyen la apertura del hombre a Dios y a
su eventual revelación.
En su responsabilidad incondicional el hombre está constituido por
la «escucha» de la iniciativa imprevisible de Dios; en la esperanza
está abierto a la gracia de una plenitud metahistórica, es decir, al don
de la autorrevelación de Dios y a la anticipación de esta revelación en
la historia. La palabra «responsabilidad» subraya el aspecto de «es­
cucha», «acogida»; la palabra «esperanza» pone en relieve el aspecto
de «gracia», «gratuidad». Disponibilidad y entrega ante Quien el hom­
bre puede solamente aguardarlo confiadamente, constituyen la actitud
propia del hombre ante la cuestión de Dios. Esta actitud «prefigura»
la actitud específica de la fe, de la esperanza y del amor cristianos,
es decir, prefigura la respuesta del hombre a la autorrevelación de
Dios en Cristo en la historia de Jesús, el Nazareno. Si la cuestión de
Dios implica esta «prefiguración», hay que decir que el hombre está
constituido en sí mismo como fundamentalmente abierto a la even­
tualidad de una autorrevelación de Dios en la historia.
La subjetividad del hombre (libertad) y su historia (actuada en la
historia) constituyen pues las dimensiones humanas en que puede cum­
plirse el evento absolutamente gratuito de la autorrevelación de Dios.
Este evento, en cuanto cumplido en la historia y destinado al hombre,
requiere la expresión de su contenido en modo accesible al hombre,
es decir, en la palabra. Solamente en la palabra el evento se hace
inteligible al hombre, es decir, toma la forma de evento realmente
acaecido para el hombre. La autorrevelación de Dios no podría ma­
nifestar algo concreto en la historia sino en cuanto expresado en la
palabra: no podría llegar al hombre sino «encarnándose» en la palabra.
«Y la Palabra se hizo hombre» (Jn 1, 14).
Este nuevo libro está titulado con dos cuestiones. La primera es pre­
gunta sobre el ser del hombre (qué es el hombre), es decir, sobre el
sentido de la existencia humana: ¿la vida humana tiene o no tiene sen­
tido? Y, si lo tiene, ¿cuál es su sentido último? Cuestión antropológica,
cuya respuesta deberá ser buscada en una antropología filosófica. La
segunda cuestión es pregunta sobre la noción misma de Dios y su
existencia. Ninguna de las dos cuestiones supone alguna afirmación o
negación previa, tomada como punto de partida: son solamente cues­
tión, pregunta. Pero no están meramente yuxtapuestas. La prioridad
epistemológica pertenece a la cuestión sobre el hombre, de cuya res­
puestadepende que emerja o no emerja lacuestión de Dios.

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