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MASCULINIDADES LÉSBICAS,

PEDAGOGÍAS DE FEMINIZACIÓN Y
PÁNICO SEXUAL: APUNTES DE UNA
MAESTRA PRÓFUGA.

valeria flores

Me propongo interrogar mi propia experiencia como maestra


“chonga” y activista feminista de la disidencia sexual para provocar
curiosidades acerca de la relación entre pedagogías, expresión de
género, identidad sexual, trabajo docente y autonomía intelectual,
como una forma de poner en diálogo una práctica de sí con las es-
pinosas preguntas sobre los horizontes de la emancipación sexual,
política y educativa.
Despuntar reflexiones de la propia trama biográfica subjetiva y
docente1 acerca de los modos en que la pedagogía funciona tácita-
mente en los espacios educativos como un dispositivo de feminiza-
ción de los cuerpos, promoviendo hacia las masculinidades lésbicas
un callado y violento pánico sexual que lubrica la cultura institucio-
nal; es un merodeo posible alrededor de la comprensión de cómo este

1 Villegas y Madriz (2005) señalan el valor epistemológico y educativo de la


autobiografía. La autobiografía puede ser una estrategia textual y política para
recuperar y desprivatizar los saberes de lxs propixs docentes, siempre cautivxs
del discurso “experto”, como participantes de la realidad educativa que ponen de
manifiesto un relato de la contingencia histórica en la que ejercitamos nuestra tarea.

Cuerpos minados / Masculinidades en Argentina 51


dispositivo no solo vuelve inhabitables ciertas expresiones e identida-
des de género para las maestras, sino que también confisca la cons-
trucción de la autonomía intelectual en el trabajo docente.
Estos son apenas unos desprolijos apuntes de una maestra prófu-
ga, con 14 años de trabajo áulico en escuelas públicas de Neuquén, y
un zigzagueante y dispar estado laboral de creciente precariedad2 al
que muchas lesbianas “chongas” somos arrojadas por una (hetero)
institucionalidad hostil y expulsiva. Apuntes borroneados desde una
“facultad chonga” que retoma el legado decolonial de Gloria Anzal-
dúa3 en la producción intelectual. La “facultad” es esa sensación que
dura un instante, una percepción fugaz a la que se llega sin razona-
miento consciente pero que permite ver la estructura profunda deba-
jo de la superficie de los fenómenos, y nos vuelve disponibles más que
a una idea, a una ars operandi que no separa lo ético y lo teórico de lo
estético y lo estratégico. Esa misma “facultad chonga” nos alerta sobre
las sutiles formas de sujeción a la norma sexo-genérica que traman
la vida cotidiana.

* * *

Hace casi una década que intento pensar y escribir sobre masculi-
nidades no hegemónicas, en especial lésbicas,4 desde mi propia expe-
riencia recorrida en ciertos espacios específicos como la escuela o el
activismo feminista, y en contextos históricos diferentes. Las preca-

2  En su mayor parte ese estado se vincula a contextos de enseñanza autogestivos,


como talleres de escritura y de feminismos cuir, la corrección de textos y la realización
de trabajos manuales (jardinería, pintura, limpieza, delivery de libros).
3  La “facultad” es una conciencia aguda mediada por la parte del psiquismo que no
habla; “quien posea esta sensibilidad está dolorosamente vivo para el mundo”, afirma
Gloria Anzaldúa (1987: 38). La “facultad” es parte de la metodología de las oprimidas
propuesta por Chela Sandoval (2004); se trata de cinco tecnologías que en su conjunto
pueden componer otra forma de organización del conocimiento en el post-imperio
occidental, capaces de transformar las actuales formaciones y disciplinaciones del
saber en la academia, y que utilizadas de forma conjunta crean historias embusteras,
estratagemas de magia, decepción y verdad para curar el mundo.
4  Ver en la bibliografía final las publicaciones correspondientes.

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rias comprensiones construidas sobre mi propia masculinidad hicie-
ron más habitable mi andar por el mundo, un poco menos permeable
a sus mecanismos de sujeción, no así a sus violentos dispositivos de
disciplinamiento corporal, intelectual y afectivo. Mi masculinidad
lésbica es un producto patagónico, hecha de petróleo y activismo
“fugitivo”,5 de bardas y protestas docentes, de viento e invisibilidad
geopolítica, de imágenes y gestualidades traficadas entre cuerpos
presentes más que de corporalidades virtuales, con intermitencias de
porno gay y sin ninguna selfie, con una importante carga deportiva
durante una infancia compartida con hermanos y primos varones.
Con mis 43 años y habiendo migrado a Buenos Aires, la percepción
de mi propia masculinidad adquirió otros sentidos, se volvió más
provinciana, más vieja, más proletaria, menos blanca, hasta tal vez
menos erótica, y más desajustada de los paradigmas estéticos abur-
guesados del consumo blanco que gobiernan los espacios lgtttbiq.
Una pregunta de urgencia que me desgarra hoy es qué le ha-
cen y qué le harán las políticas ultraneoliberales y neoconservado-
ras implementadas de forma vertiginosa por este gobierno fascista/
macrista a nuestras masculinidades lésbicas en particular y a todas
aquellas identidades e identificaciones no heteronormativas. Más que
respuestas o certezas, busco afinidades auto-reflexivas y complicida-
des afectivas para un pensar juntxs decolonial.

* * *

La masculinidad lésbica reúne aquí tanto a quienes se identifican


con esos términos como a la multiplicidad de cuerpos que combinan
identidad lésbica y expresión de género masculina pero que prefieren
no usar estas denominaciones e incluso desestiman considerarse a sí

5  Formé parte de “fugitivas del desierto” (lesbianas feministas, un grupo artístico


político que activó en la ciudad de Neuquén entre 2004 y 2008) y a partir del cual
comencé a pensar teóricamente sobre mi masculinidad, además de constituir un
agenciamiento afectivo que me permitió desplegarla.

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mismas como masculinas. Es decir, funciona de manera productiva
tanto como una categoría de autoidentificación así como una catego-
ría de atribución al otrx y, aún más, como una categoría que nos per-
mite negociar un hueco entre el propio sentido del yo y su legibilidad
pública, que está en desacuerdo con el género asignado.
Las categorías como lugares de problematización permanente son
una manera de crear espacios para actos, identidades y formas de ser
que de otro modo serían innombrables, a pesar de que siempre son
limitadas y contingentes. Reapropiarse de la prerrogativa de nombrar
en nuestros propios términos nuestras experiencias e identificaciones
es un modo de descolonizar nuestros imaginarios. En general, la gen-
te que considera que no vive dentro de categorías suele beneficiarse
de no nombrar dónde se ubica. El espacio público hegemónico, es
decir, el gueto heterosexual, aparece como el único no marcado por la
identidad, mientras que solo a lxs desviadxs por su disonancia de gé-
nero o sexual se les asigna coactivamente una identidad, haciéndolxs
visibles como un exceso, una patología o una víctima.
Las lesbianas con una expresión de género masculina, porque adop-
tamos códigos de género socialmente identificables con lo “masculino”,
nos exponemos a un plus óptico que repercute en el proceso de estig-
matización social y cultural dada por la visibilidad de nuestro deseo.

* * *

¿Por qué una maestra prófuga? Prófuga de la institucionalidad es-


colar y de cierto modo de habitar la identidad docente que inquieta,
irrita y perturba hasta el día de hoy. Prófuga lesbiana como Monique
Wittig o Gloria Anzaldúa o Fabi Tron o Gracia Trujillo o Maia Ven-
turini y tantas otras “fugitivas del género”. Prófuga de un lenguaje
pedagógico desencarnado, prescriptivo, universalista, purificado de
cualquier fisonomía singular de una voz, de un decir, de un pensar,
de una sensibilidad.

54 José J. Maristany, Jorge L. Peralta (compiladores)


Mi sensación es que las relaciones entre pedagogías, las mascu-
linidades lésbicas y la identidad docente continúan inexploradas, y
que esta diferencia encarnada de la masculinidad lésbica como “es-
pecificidad elaborada” (Haraway citada en Sandoval, 2004: 94) ha co-
lapsado sobre los márgenes de ciertos debates más preocupados por
la delimitación territorial de las identidades y sus batallas entre co-
munidades, que por el funcionamiento público de una multiplicidad
de formas políticas de identificación sexo-genérica6 en conexión con
identidades raciales, procedencias de clase social, nacionalidad, edad
y capacitismo. Conectar identidades y espacio nos permite compren-
der cómo funcionan ciertos cuerpos en ciertos espacios con otros
cuerpos, de acuerdo con leyes político-visuales que regulan nuestra
presencia e (in)visibilidad en el espacio público, para poder interve-
nirlas críticamente.

* * *

¿Qué es lo que ocurre entonces en la escuela con las docentes les-


bianas masculinas que no necesariamente son varones y ciertamente
tampoco mujeres? ¿Es la masculinidad lésbica un efecto residual de
los procesos de feminización docente, aquello que refracta, el pro-
ducto no deseado? ¿Qué procesos de feminización son resistidos por
las propias docentes lesbianas masculinas, aunque no se identifiquen
como tales? ¿Qué sucede con el proceso de masculinización de las
docentes más viejas? ¿Es repudiado, naturalizado, aceptado?

6  La proliferación de identidades sexo genéricas nos compromete a una historización


de las categorías de identidad de género para poder considerar cómo se fueron
diluyendo expresiones más ambivalentes del género, mixturas entre identidad sexual
y expresión de género que desbordan las que hoy se activan políticamente. De manera
paradójica, una percepción que me fatiga -y sé lo polémica que puede resultar- es
que en el debate cis/trans hay usos impugnadores o formulaciones que operan en
términos binarios, y que rozan una renovada sustancialización de la identidad.
Muchas lesbianas con diferentes rangos de masculinidad y que no nos identificamos
ni como cis ni como trans, quedamos excluidas de las narrativas políticas que
componen estos términos.

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¿Es que nuestra masculinidad despunta en un contexto altamente
binarizado, en el que la propia trama de significados dicotómicos que
gobierna el espacio escolar produce nuestra masculinidad como la
expresión hiperbólica de un estilo corporal? ¿Qué pánicos sexuales y
morales se activan frente a una corporalidad que resulta amenazante,
y qué sucede cuando ese cuerpo es el de la propia maestra? ¿Cuáles
son los referentes visuales en el espacio escolar que promueven para
mi propia masculinidad un espacio de habitabilidad en las narrativas
del género? ¿Qué relatos construir y qué legados deconstruir para
que la masculinidad lésbica sea una existencia posible, vivible y deci-
ble en el espacio educativo?
¿Qué compromisos éticos y políticos asumen lxs educadorxs y
las políticas de formación docente para el logro de este propósito?
¿Cómo han impactado sobre las masculinidades lésbicas de las do-
centes los discursos culturales y las políticas públicas de la diversidad
sexual que insisten en un currículo basado en la tolerancia, la armo-
nía, el respeto y la integración? Concretamente ¿Por qué resulta “lesi-
vo” para padres y madres que una maestra de nivel inicial sea lesbiana
masculina, y recurran a la directora a plantearle sus quejas?7 ¿Habría
algo que niñas y niños no aprenderían del género o la sexualidad, y
deberían hacerlo a partir del cuerpo de las maestras?
¿Qué sucede con los procesos de masculinización de la produc-
ción del conocimiento? ¿Cómo se articulan los códigos de vestimen-
ta,8 la identidad docente y los procesos de feminización? ¿Podemos
pensar la feminización de la docencia no tanto como un término que
describe una población mayoritariamente de mujeres, sino más como
un dispositivo performativo que feminiza los cuerpos mediante pro-
cedimientos institucionales, lógicas espaciales, códigos discursivos,
reglamentaciones tácitas de la vestimenta, entre otros? ¿Qué opera-

7  Relato de una directora de nivel inicial en la ciudad de Buenos Aires.


8  La forma de vestir emite claves que expresan la conformidad o desacuerdo con
los símbolos de la cultura, la sexualidad, el género, la clase, entre otros vectores de
diferenciación. Solo dentro de un contexto normativo determinado la ropa funciona
como evidencia de pertenencia a un género concreto.

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ciones epistemológicas, políticas y estéticas pone en funcionamiento
la institución para regular la generización del conocimiento y de los
cuerpos? ¿Cuáles son las políticas visuales de la escuela que hacen de
nuestras masculinidades una inquietante y peligrosa monstruosidad?
¿Es la autonomía intelectual una prerrogativa masculina? ¿Nuestra
apariencia masculina nos otorga autonomía a las lesbianas, una
autonomía subalternizada? ¿Qué memorias de la masculinidad de
las docentes lesbianas reorganizan las narrativas de las feminidades
docentes en el espacio escolar? ¿Qué reescrituras de la masculinidad
realizan que aún no encuentran una elaboración discursiva crítica?
¿Qué eroticidades se activan entre las docentes a partir de la mascu-
linidad lésbica? ¿Qué deseabilidades se despiertan o se forcluyen en
términos de deseo sexual y pulsión intelectual?

* * *

Las lesbianas masculinas que somos “leídas” como varones en la


vida diaria desde el ojo binario del género, incorporamos a nuestro
sentido del yo, a veces de manera atractiva, o simpática, otras, de
forma coactiva, la experiencia de la indeterminación, el equívoco y
la confusión. Si soy un varón o una mujer es una interpelación que
recibo a diario en el espacio público y recorre variadas asignaciones
de género y generacionales: “capo”, “macho”, “jefe”, “señora”, “señori-
ta”, “chico”, “chica”, “joven”, que acontecen en el lapso de un pestañeo,
de un minuto a otro, de un local a otro, o de una vereda a otra. A
su vez, se me asigna una colorida gama de actividades deportivas:
acrobacia, telas, fitness, gimnasio, que distan mucho de mi menguada
actividad física dada por irregulares caminatas rumiantes que realizo
diariamente. Salir a comprar ropa en cualquier tienda e ir a los baños
públicos, entre otras actividades de la vida cotidiana, suponen para
mí experiencias de gran ansiedad y de entrenamiento ante eventuales
escenas de equívoco de género. Tal como plantea Judith Halberstam
(citadx en Jagose, 2004: s.p.), “la confusión realmente necesita de una

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narración, bien de una narración que corrija el error, una narración
que denomine los efectos de los desacuerdos de género o una narra-
tiva que sea capaz de arreglárselas con la vergüenza del encuentro”.
En mi caso, la confusión es un escenario bélico de puesta a prueba de
mi propia vergüenza y de la de lxs demás que, a la vez que me somete
a un violento control y examen corporal, viéndome como un cuerpo
traidor a la “naturaleza” y, por lo tanto, a la normalidad del género y
del sexo, altera de manera efímera los guiones del género y los hace
trastabillar. De modo que la confusión es la memoria indeleble de
que hacer el género es un hacer siempre con otrxs, estén o no presen-
tes, sean reales o imaginarios.

* * *

Las lesbianas masculinas encarnamos el estereotipo lésbico pro-


ducido cultural y mediáticamente, una reminiscencia de la construc-
ción médico psiquiátrica de la “invertida”,9 a partir del cual y contra
el que se juzga a otras lesbianas.
La lesbiana masculina carga el rechazo y el ostracismo como parte
de su capital de experiencias al representar socialmente el estereo-
tipo repugnante. Los estereotipos suelen borrar las variaciones sus-
tanciales en la experiencia erótica, política, generacional, capacitista,
de clase y de raza de las lesbianas masculinas. Por un lado, la imagen
de la lesbiana masculina hace que el lesbianismo sea visible pero en
términos de la masculinidad, lo que abona la noción mayoritaria de

9 “Inversión” fue el término médico jurídico utilizado a finales del siglo XIX y
comienzos del XX para explicar la homosexualidad (Llamas, 1998: 291). En el caso
de la lesbiana, la inquietud y la ansiedad cultural fue depositada en la mujer viril
activa. La preocupación de la medicina por la inversión femenina “se produce en una
época en que la supremacía del varón masculino ha sido desafiada políticamente por
el surgimiento del movimiento de derechos de las mujeres, en el ámbito doméstico
por una gran población de mujeres no casadas y en el lugar de trabajo por los cambios
en las nociones de género asociadas al trabajo” (Halberstam, 2008: 108), siendo una
reacción contra el cuestionamiento que estaban haciendo las mujeres al sistema de
sexo-género durante este período.

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que las lesbianas no son o no pueden ser femeninas, y subyuga la
multiplicidad lésbica a un grupo delimitado. Por otro lado, el estereo-
tipo representa a un individuo “verdadero”, un individuo que sí existe
dentro de la subcultura. Por lo tanto, desarmar las economías de los
estereotipos identitarios no supone el repudio del sujeto estereotipa-
do ni la creación de imágenes positivas, que siempre dependen de
conceptos ideológicos de lo positivo (blanco, de clase media, limpio,
respetuoso con la ley, monógamo, en pareja, etc.) y que podrían gene-
rar nuevos estereotipos, sino que implica distorsionar y deconstruir
los sistemas de representación de las identidades.
Habitar la masculinidad lésbica como un lugar afectivo y hospi-
talario implica entender que la masculinidad fuera del cuerpo de los
varones tiene significados variables, inestables, contingentes, creati-
vos. De este modo, las lesbianas masculinas habitamos un espacio
paradójico al transitar por una economía semiótica no siempre tan
clara. Impugnadas por el feminismo mujerista para el cual la mas-
culinidad es un término equivalente a varón, dominio patriarcal y
violencia10, estigmatizadas socialmente por nuestro estilo corporal
que muestra un rechazo a los mandatos de la feminidad hegemónica,
valoradas como sujeto erótico en algunas comunidades lgtttbiq, vivi-
mos en una zona de contrasentidos constantes. Estas disputas crean
una encrucijada constante que enfrentamos las lesbianas “chongas”:
desposeídas de las técnicas de la violencia por el dispositivo de femi-
nización en nuestra socialización y acusadas, al mismo tiempo, de
encarnar la violencia patriarcal.
La masculinidad hegemónica y cómplice11 de las estructuras de
violencia debe ser cuestionada al tiempo que debemos descentrar

10 Este presupuesto sostiene las rígidas jerarquías de lo femenino, víctima, pasividad y


lo masculino, virilidad, agresividad, reduciendo el amplio espectro de las sexualidades
a las polaridades varón-mujer, activo-pasivo, culpable-víctima.
11  Sayak Valencia (2010: 183) cuestiona el confort silente bajo el que se desarrolla
la masculinidad cómplice y cita al respecto las palabras de Martha Zapata Galindo:
“[la masculinidad cómplice] caracteriza a los hombres que no defienden el prototipo
hegemonial de manera militante, pero que participan de los dividendos patriarcales,
es decir que gozan de todas las ventajas obtenidas gracias a la discriminación de la

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la propia categoría de masculinidad, entendida como una propie-
dad intrínseca y exclusiva de los cuerpos generizados de varones. La
identidad de género masculina es modificable y cuestionable, por lo
tanto, “la masculinidad no pertenece en exclusiva a los sujetos varo-
nes” sino que sus características son susceptibles de ser apropiadas
por cualquier sujeto, con independencia de su género u orientación
sexual (Valencia, 2010: 181).

* * *

La modernidad instala un régimen escópico de vigilancia y dis-


ciplinamiento de los cuerpos, que han sido examinados, clasifica-
dos, ordenados y definidos de acuerdo con las marcas atribuidas a
sus cuerpos. Las determinaciones de las posiciones de sujeto en una
cultura responden, usualmente, a la “apariencia” de sus cuerpos (Lo-
pes Louro, 2002). De allí la persistencia de prácticas y discursos que
intentan corregir la identidad de género como forma de garantizar la
heterosexualidad y, por lo tanto, prevenir la homosexualidad, insti-
tuyendo una especie de jerarquía de corrección para las identidades:
primero se “logra” el género correcto y luego se “logra” la heterose-
xualidad.
Encontramos, en la historia de la educación argentina, una an-
siedad cultural por regular la sexualidad de las maestras y el pánico
ante su masculinización y práctica del lesbianismo como signos de
independencia intelectual y económica. Así, varios pedagogos argen-
tinos de principios del siglo XX, que eran a su vez médicos o abo-
gados, expresaron su preocupación por la educación y el contagio
de la homosexualidad, por la virilidad menguada de los inmigrantes,
la autonomía sexual de las mujeres y la práctica del tribadismo y el
onanismo recíproco entre ellas, instalando en las escuelas el pánico
sexual y sus consecuentes formas de domesticación y sanción para las

mujer. Se benefician de ventajas materiales, de prestigio y de poder de mando, sin


tener que esforzarse”.

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disidentes del género. El médico y abogado Juan Bialet Massé (1846-
1907) advirtió sobre la peligrosidad de las obreras que rechazaban el
modelo católico patriarcal de esposa obediente y madre prolífica y las
representó como la amenaza de una infección homosexual; al tiempo
que Víctor Mercante (1870-1934), pedagogo especialista en educa-
ción de las mujeres y criminología infantil, manifestó su desvelo por
las mujeres que no se casaban, inventó una epidemia de uranismo
que se estaría propagando dentro del sistema educacional argentino
entre mujeres jóvenes y adolescentes de escuelas estatales y privadas,
y propuso la educación nacionalista como profilaxis contra el mal de
lesbianas profesionales (Salessi, 1995).
Por otra parte, en el desarrollo histórico de la educación física, la
investigadora Sheila Scraton (2000) devela el temor al lesbianismo en
la formación del profesorado de mujeres. A partir de las expectativas
culturales sobre la feminidad, se sospechaba que las profesoras de
educación física podían no ser ‘mujeres auténticas’ debido a su aspec-
to, dado que “la ideología del físico femenino fija pautas muy claras,
relacionadas con la apariencia externa y la conducta que no deben
transgredirse” (109).
Si la apariencia física es una parte significativa de cómo la gente se
mueve y se comunica en el mundo, podríamos decir que la “aparien-
cia” es un ideal regulador del género en la docencia. Pensemos en la
“Hoja de concepto profesional para el personal que dirige o imparte
enseñanza”,12 entre cuyos ítems a evaluar se encuentra la “Presenta-

12  Esta evaluación es anual y tiene calificación numérica y conceptual (Consejo


Provincial de Educación de Neuquén). Los aspectos a evaluar son: 1) Cultura general
y profesional (preparación general; preparación profesional relacionada con la función
específica (científica, técnica, artística); Preparación didáctica; 2) Aptitudes docentes
y directivas (Capacidad para transmitir conocimientos, desarrollar aptitudes y crear
hábitos o asesorar y controlar al personal, aptitudes disciplinarias, presentación,
ascendiente y tacto); 3) Laboriosidad y espíritu de colaboración (participación en la
obra social y cultural, escolar y extraescolar; aptitudes disciplinarias; espíritu de
iniciativa); 4) Asistencia (total de días que debió concurrir; total de inasistencias y
faltas de puntualidad; total de asistencias).

Cuerpos minados / Masculinidades en Argentina 61


ción”, apuntando directamente al tipo de vestimenta y al aspecto,13 es
decir, al modo en que nos hacemos presentes en el mundo. La antro-
póloga butch Esther Newton14 describe cómo en el mundo académico
la hostilidad hacia las lesbianas, en especial masculinas, raramente
se expresa abiertamente, sino que la lesbofobia es más bien furtiva:
ataca en reuniones a puertas cerradas, en los criterios de promoción
y evaluación, o alega problemas con la personalidad de la académica
butch. En relación con su masculinidad lésbica, señala que “la gen-
te me había mirado siempre con recelo porque no sonreía bastante,
porque mi lenguaje corporal era inadecuado: en resumen, porque no
era femenina” (Newton, 2009: 211). Este prejuicio muestra cómo la
expresión de género se articula con los procesos de pensamiento edu-
cativo y con modos de la afectividad.

* * *

Para evitar la alteración de los órdenes morales definidos como


aceptables, se coacciona de forma reiterada y se repudian permanen-
temente algunas posibilidades sexuales. El pánico moral como “mo-
mento político” del sexo (Rubin, 1989: 40), instiga los discursos regu-
ladores de lo normal y lo patológico, y promueve miedos y temores
que interpelan el orden social y simbólico. En general, suele acentuar
la punición y la censura, la criminalización y la estigmatización, pe-
nalizando iniciativas económicas y de movilidad de las mujeres más
autónomas, así como de las identidades sexuales y de género no he-
teronormativas.

13  Según datos del INADI en relación a denuncias por orientación e identidad
de género registradas desde el 2008 hasta la actualidad, en establecimientos
educativos públicos y primarios de diferentes jurisdicciones del país, en varias de sus
descripciones surge la mención del “aspecto” como causante de discriminación.
14  Autora del clásico estudio Mother Camp: Female Impersonators in America
(1972), recientemente traducido al español con el título Mother Camp. Un estudio
de los transformistas femeninos en Estados Unidos (Barcelona: Multiplosbooks, 2016).

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El pánico moral/sexual construye los escenarios dentro de los que
se constituirá una primera redefinición de un “nosotrxs” y un “ellxs”. Si
la identidad lesbiana implica la afirmación discursiva de una sexuali-
dad activa (Epstein y Johnson, 2000:167), y si la masculinidad está aso-
ciada con un rol activo en lo sexual, la masculinidad lésbica desestabi-
liza el modo en que ambos términos se presentan en el juego erótico y
resulta una amenaza exponencialmente visible en el espacio educativo.
Estas reflexiones no significan escribir contra la feminidad ni con-
tra quienes la encarnan desde un deseo lésbico, sino asomar a com-
prender cómo aún hoy la distorsión performativa de la feminidad
y la masculinidad normativas, con el asalto a la coherencia de los
opuestos de género, provoca en el ámbito educativo la activación del
pánico sexual. De manera que para una pedagogía de (hétero) femi-
nización, el pánico sexual resulta un potente regulador del género y
el saber de las docentes.

* * *

El dispositivo de feminización se compone de técnicas de subor-


dinación, privatización y espacialización del género. Sus reglas de
confinamiento y encierro funcionan como un regulador de la visibi-
lidad, controlando la presencia activa y sexual en el espacio público
de las mujeres y otras identidades identificadas con lo “femenino”. Su
gramática distribuye de manera desigual el miedo y la obediencia.
Entonces, ¿qué relación podemos establecer entre masculinidad lés-
bica y autonomía intelectual en el trabajo docente?
El concepto de autonomía, a pesar de sus reminiscencias kantia-
nas, es reivindicado para un sujeto subalternizado como las docentes
que encarnan una masculinidad lésbica y que resisten el dispositivo
de feminización en tanto despojo de la autodeterminación y la sobe-
ranía intelectual en el escenario escolar, diseñado desde una lógica
militarizada que se consolidó fuertemente no solo durante la última

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dictadura militar sino también en los años 90, con la imposición del
modelo técnico del docente.
“Una pedagogía de la autonomía tiene que estar centrada en ex-
periencias estimuladoras de la decisión y de la responsabilidad, valga
decir, en experiencias respetuosas de la libertad”, señalaba Paulo Frei-
re (2008: 102). Sin embargo, ¿qué sucede cuando situamos corporal-
mente esa pregunta en una educadora con una identidad sexual y de
género no heteronormativa?
Lejos del ideal de un yo autónomo y autotransparente propio de la
perspectiva liberal e individualista, la autonomía es siempre una dispu-
ta social. Como práctica intelectual y relacional, la autonomía parte del
reconocimiento de los límites del saber sobre sí, de admitir ese nivel
de opacidad que habita en cada unx y que nos conecta y vincula con
otrxs, exponiendo nuestra vulnerabilidad, por lo que su ejercicio exige
condiciones legales e institucionales que lo estimulen y garanticen.
En la docencia, la práctica de la autonomía encuentra su expresión
en la toma de decisiones en el aula, la forma de trabajar en clase, las
vinculadas a la planificación, las que tienen que ver con la selección
y utilización de estrategias didácticas, la organización institucional,
pero también y fundamentalmente, en la participación y construc-
ción de políticas educativas y en la creación de espacios-tiempos para
la deliberación escolar. Ahora bien, ¿cómo el pánico sexual termina
cercenando la, ya exigua, autonomía intelectual de las maestras les-
bianas masculinas?

* * *

En este ensayo que intentó “partir de sí, para no quedarse en sí”,


como dicen las autoras de Precarias a la deriva (2004: 11), quedan
muchas preguntas por explorar, afirmaciones por tensar, experien-
cias por (des)armar. Si la masculinidad lésbica también es un lengua-
je que estructura nuestros significados para poder experimentarnos
como sujetos deseantes y epistémicos, estos apuntes buscaron re-

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crearla de forma imaginativa, localizada en un espacio singular como
es la escuela, e interrogarla bajo los condicionantes específicos de la
identidad docente. La disputa por la autonomía intelectual es una lu-
cha por las palabras que construyen los relatos (im) posibles de nues-
tros cuerpos, y su horizonte emancipatorio no puede dejar de asumir
y sucumbir a la pregunta siempre “prófuga” sobre qué cuerpos (no)
pueden vivir en este mundo y qué saberes (no) pueden existir.

Bibliografía

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66 José J. Maristany, Jorge L. Peralta (compiladores)

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