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reísta, quedarse prendado de los ojos puros.de una jovenci-
ta. Se han dado casos de libertinos que han tirado todo su
lujo por la ventana y han buscado la paz en el ascetismo y la
desnudez de amargas voluptuosidades desconocidas. Sería
hermoso, aunque algo tópico. Pero superaría los límites del
virtuosismo de que es capaz el público del señor Augier.
Creo que lo único que ha pretendido es probar que la vir
tud siempre sale triunfante y que acepta de buen grado a
todos aquellos que quieren abandonar la vida disoluta.
Escuchemos a Gabrielle, la virtuosa Gabrielle, calcular
con su virtuoso marido cuánto tiempo de virtuosa avaricia
necesitan, suponiendo los intereses añadidos al capital, para
llegar a gozar de una renta de diez o veinte mil libras. Cinco
años, diez años, poco im porta, no recuerdo las cifras del
poeta 3. Al final, dicen los honestos esposos:
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equivocación lleva el castigo. Creyendo hablar el lenguaje
de la virtud, ha hablado el de las tabernas, el de la calle. Me
dicen que hay escritores de esta escuela que tienen alguna
página lograda, algún buen verso que otro, e incluso hasta
el verbo fácil. ¡Pardiez! ¿Qué excusa tiene la afectación
cuando no va acompañada de nada más?
Pero la reacción acaba ganando. La reacción tonta y pe
ligrosa. El brillante prólogo de Mademoiselle de Maupin in
sultaba a la estúpida hipocresía burguesa, y la impertinente
beatitud de la escuela del buen sentido se venga de las vio
lencias románticas. Porque, por desgracia, sí se trata de una
venganza. Kean o Desorden y Genio5 intentaba convencer de
la existencia de una relación necesaria entre ambos térmi
nos, y Gabrielle, para vengarse, ¡trata a su esposo de poeta!
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tricidades lingüísticas en escuelas opuestas. Por ejemplo, ve
mos a un tropel de poetas embrutecidos por la voluptuosi
dad pagana, y que sin embargo utilizan constantemente las
palabras santo, santa, éxtasis, oración, etc. para cualificar ob
jetos y seres que no tienen nada de santos, ni de extáticos,
sino al contrario, llevando así la adoración de la mujer hasta
la impiedad más asquerosa. Uno de ellos, en un ataque de
erotismo santo, ha llegado a exclamar: ¡Oh, mi hermosa cató
lica! Más le valdría sembrar de excrementos un altar. Todo
esto es tanto más ridículo cuanto que en general las aman
tes de los poetas son feas y sucias, y las menos malas son las
que les preparan la sopa y no se entregan a ningún amante
más.
Al lado de la escuela del buen sentido y de sus tipos de
burgueses correctos y vanidosos, ha crecido y pululado todo
un pueblo malsano de fulanas sentimentaloides que tam
bién ponen a Dios por testigo de todo, esas mujeres fáciles
que pretenden que se les perdonen los deslices en nombre
de la alegría francesa, prostitutas que han guardado un no-
sé-qué angelical. Otro tipo de hipocresía.
A hora podríam os d en o m in ar a la escuela d el buen
sentido, escuela de la venganza*. ¿Qué ha provocado el éxito
de Jérôme Paturot, esa especie de sopa boba y para bobos, en
donde poetas y sabios se ven embadurnados de barro y hari-
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na por vulgares picaros?6. El tranquilo Pierre Leroux, cuyas
numerosas obras son como un diccionario de creencias hu
manas, ha escrito páginas sublimes y llenas de emoción que
■seguramente no haya leído el autor de Jérôm e Pâturât.
Proudhon es un escritor que siempre nos envidiará el resto
de Europa. Victor Hugo ha escrito algunas estrofas bellas, y
no veo por qué el sabio Viollet-le-Duc7 ha de ser un arqui
tecto ridículo. ¡Venganza! ¡Venganza! Que se tranquilice el
público. Estas obras son caricias serviles dirigidas a pasiones
de esclavos iracundos.
Hay palabras grandes y terribles que siempre están pre
sentes en la polémica literaria: el arte, lo bello, lo útil, la
moral. Se mezcla todo. Y por falta de principios filosóficos,
cada uno se coge la mitad de la bandera y la enarbola afir
mando que la otra mitad no es la buena. No intentaré en
este artículo tan breve llegar a conclusiones filosóficas, tam
poco quiero cansar a la gente con tentativas de demostra
ciones estéticas absolutas. Hablaré pronto y bien. Da pena
darse cuenta de que se repiten los mismos errores en dos es
cuelas opuestas: la escuela burguesa y la escuela socialista.
¡Moralicemos! ¡Moralicemos!, exclaman las dos con fiebre
misionera. Naturalmente, una predica la moral burguesa y
la otra la moral socialista, pero en ambas, el arte no es sino
una cuestión de propaganda.
¿Es útil el arte? Sí ¿Por qué? Porque es arte. ¿Existe un
arte pernicioso? Sí. Aquel que altera las condiciones de la
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vida. El vicio es seductor, hay que pintarlo seductor; pero
conlleva enfermedades y dolores morales importantes que
hay que describir. Estudiad todas las plagas como un médi
co en un hospital, y la escuela del buen sentido, la escuela
exclusivamente moral no encontrará nada más que llevarse
a la boca. ¿Siempre es castigado el crimen y la virtud recom
pensada? No; no obstante, si vuestra novela, si vuestro dra
ma está bien hecho, nadie tendrá ganas de violar las leyes de
la naturaleza. La primera condición necesaria para hacer un
arte sano es la creencia en la unidad integral. Apuesto lo
que sea a que es imposible encontrar una sola obra de ima
ginación que reúna todas las condiciones de lo bello y que
sea una obra perniciosa.
Un joven escritor que ha escrito cosas buenas, pero que
se dejó llevar aquel día por el sofisma socialista y adoptó
una perspectiva limitada, atacó a Balzac en La Semaine des
de el punto de vista de la moral. Balzac, a quien las amargas
recriminaciones de los hipócritas le hacían sufrir mucho, y
que concedía una gran importancia a esta cuestión, aprove
chó la ocasión para disculparse ante veinte mil lectores8. No
reproduciré aquí sus dos artículos; son maravillosos por la
claridad y la buena fe. Trató la cuestión a fondo. Empezó
por hacer, ingenua y bonachonamente, el recuento de sus
personajes virtuosos y sus personajes criminales. Ganaban
los virtuosos, a pesar de la perversidad de la sociedad, que
no he hecho yo, nos decía. Luego explicó que hay pocos ma
los que no tengan un pequeño fondo bueno. Después de
haber enumerado todos los castigos que persiguen inexora
blemente a los violadores de la ley moral, a los que tienen
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rodeados como de un infierno terrestre, se dirige a los cora
zones frágiles y fácilmente fascinables y les apostrofa lo si
guiente, cargado a la vez de angustia y comicidad: «¡Desdi
chados aquellos que envidien la suerte de los Lousteau y los
Lucien!».
En efecto, hay que pintar los vicios tal como son, o no
verlos. Y si el lector no lleva dentro de sí a un guía filosófico
y religioso que le acompañe en la lectura del libro, peor
para él.
Tengo un amigo que durante muchos años ha martillea
do los oídos de Berquin9. ¡Este sí que es un escritor! ¡Ber-
quin! Un autor encantador, bueno, consolador, generoso,
¡un gran escritor! De niño tuve la suerte o la desgracia de
leer sólo gruesos libros de adultos y no lo conocía. Un día
tenía yo las ideas revueltas con ese problema tan de moda:
la moral en el arte, y la providencia que tenemos ios escrito
res hizo que cayera en mis manos un libro de Berquin. Lo
primero que vi fue que los niños hablaban como las perso
nas mayores, como libros abiertos, y que moralizaban a sus
padres. Es un arte falso, me dije yo. Pero a medida que se
guí leyendo me di cuenta de que la bondad estaba siempre
sembrada de golosinas, y la maldad continuamente ridiculi
zada por el castigo. Si sois buenos, se os dará patatín y pata-
tán, esa es la base de esa moral. La virtud es la condición
SINE QUA NON del éxito. Me pregunto si Berquin era
cristiano. Y me digo que se trata de un arte pernicioso. Por
que el alumno de Berquin, al entrar en sociedad, encontrará
en seguida la reciprocidad del principio: el éxito es la condi
ción SINE QUA NON de la virtud. Además, la etiqueta del
crimen triunfante le engañará, y con ayuda de los preceptos
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del maestro, se instalará en el albergue del vicio, creyendo
vivir bajo el techo de la moral.
¡Pues bien! Berquin, Montyon10, Émile Augier y tantas
otras personas honorables, todos son lo mismo. Asesinan la
virtud, como Léon Faucher, que acaba de herir de muerte a
la literatura con su decreto satánico en favor de las obras de
teatro honestas11.
Los premios traen m ala suerte. Premios académicos,
premios a la virtud, condecoraciones, todas esas invenciones
del diablo dan alas a la hipocresía y hielan los impulsos es
pontáneos de un corazón libre. Cuando veo a un hombre
solicitar la cruz, me parece que le estoy oyendo cómo dice
al soberano: he cumplido con mi deber, es cierto; pero si no
lo pregonáis, no volveré a hacerlo.
¿Quién im pide que se puedan unir dos sinvergüenzas
para ganar el premio Montyon? Uno simulará la miseria,
el otro la caridad. Hay en un premio oficial algo que hiere
al hombre y a la hum anidad, que ofusca el pudor de la
virtud. En lo que a m í se refiere, no me haría amigo de un
hombre que hubiera recibido un premio a la virtud: ten
dría miedo de encontrarme frente a frente con un tirano
implacable.
En cuanto a los escritores, su premio reside en la estima
de sus iguales y en la caja de los libreros.
¿Por qué se mete el señor ministro donde no le llaman?
¿Quiere crear la hipocresía para luego tener el placer de re
compensarla? Ahora se va a convertir el teatro de boulevard
en un lugar de predicación continua. Cuando un autor ten
ga unos cuantos alquileres por pagar, escribirá una obra ho-
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nesta; cuando acumule muchas deudas, hará una obra ange
lical. ¡Bonita institución!
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