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Los dramas y las novelas honestos1

Desde hace ya algún tiempo, aires de honestidad se han


apoderado de nuestro teatro y nuestras novelas. Los inge­
nuos desbordamientos de la escuela denominada romántica
han provocado una reacción que puede ser acusada de poco
hábil, a pesar de las buenas y puras intenciones que la ani­
maban. Desde luego, la virtud es algo grande, y ningún es­
critor, hasta ahora, a menos que se tratara de un loco, se
había preocupado de que las obras de arte pudieran opo­
nerse a las grandes leyes morales. La cuestión reside pues en
saber si los escritores llamados virtuosos hacen lo necesario
para propagar el amor a la virtud, si la virtud está satisfecha
del trato que se le dispensa.
Me vienen dos ejemplos a la memoria. Uno de los más
firmes defensores de la honestidad burguesa, uno de los ca­
balleros de la sensatez, del buen sentido, Emile Augier, ha
escrito una obra de teatro, la Cicuta2, en la que puede verse
a un joven gamberro, vividor y bebedor, un perfecto epicu-

1 Publicado en la Semaine théâtrale, el 27 de noviembre de 1851.


Firmado: Charles Baudelaire. A partir de aquel momento renunciaría
para siempre nuestro autor a los seudónimos.
2 Fue representada en 1844. Émile Augier (1820-1889) fue conoci­
do, efectivamente, por su defensa de la moral burguesa en sus comedias
y dramas. Además de la citada por Baudelaire, encontramos obras como
El Yerno del señor Poirier (1854) o El Hijo de Giboyer (1862), entre
otras.

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reísta, quedarse prendado de los ojos puros.de una jovenci-
ta. Se han dado casos de libertinos que han tirado todo su
lujo por la ventana y han buscado la paz en el ascetismo y la
desnudez de amargas voluptuosidades desconocidas. Sería
hermoso, aunque algo tópico. Pero superaría los límites del
virtuosismo de que es capaz el público del señor Augier.
Creo que lo único que ha pretendido es probar que la vir­
tud siempre sale triunfante y que acepta de buen grado a
todos aquellos que quieren abandonar la vida disoluta.
Escuchemos a Gabrielle, la virtuosa Gabrielle, calcular
con su virtuoso marido cuánto tiempo de virtuosa avaricia
necesitan, suponiendo los intereses añadidos al capital, para
llegar a gozar de una renta de diez o veinte mil libras. Cinco
años, diez años, poco im porta, no recuerdo las cifras del
poeta 3. Al final, dicen los honestos esposos:

¡PODRÍAMOS DARNOS EL LUJO DE TENER UNNIÑO!

¡Por los cuernos de todos los diablos de la impureza! ¡Por


el alma de Tiberio y del marqués de Sade! ¿Qué harán pues
durante todo ese tiempo? ¿He de manchar mi pluma con los
nombres de todos los vicios que tendrán que practicar para
llegar al final de su virtuoso programa? ¿O bien cree el poeta
que va a ser capaz de convencer a ese montón de gente senci­
lla a la que se lo está contando, de que los dos esposos vivirán
en perfecta castidad? ¿Querría por casualidad inducirlos a to­
mar lecciones de los chinos, tan ahorradores, y de Malthus?4.
No, resulta imposible escribir en conciencia un verso con
tamañas infamias. Sólo que Augier se ha equivocado y en la

3 Comedia representada en la Comédie-Française en 1849. Las cifras


del poeta, expresión que utiliza Baudelaire para ridiculizar esos cálculos
que son, como decía en una ocasión anterior, monstruos de la razón, no
de la imaginación.
4 Thomas Robert Malthus (1766-1834), pastor anglicano y econo­
mista inglés, autor del Ensayo sobre el principio de población (1798).

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equivocación lleva el castigo. Creyendo hablar el lenguaje
de la virtud, ha hablado el de las tabernas, el de la calle. Me
dicen que hay escritores de esta escuela que tienen alguna
página lograda, algún buen verso que otro, e incluso hasta
el verbo fácil. ¡Pardiez! ¿Qué excusa tiene la afectación
cuando no va acompañada de nada más?
Pero la reacción acaba ganando. La reacción tonta y pe­
ligrosa. El brillante prólogo de Mademoiselle de Maupin in­
sultaba a la estúpida hipocresía burguesa, y la impertinente
beatitud de la escuela del buen sentido se venga de las vio­
lencias románticas. Porque, por desgracia, sí se trata de una
venganza. Kean o Desorden y Genio5 intentaba convencer de
la existencia de una relación necesaria entre ambos térmi­
nos, y Gabrielle, para vengarse, ¡trata a su esposo de poeta!

¡Oh, poeta!, te quiero

¡Un notario! ¡Observen a esta honesta burguesa, ronro­


neando amorosamente apoyada en el hombro de su inaridi­
to y poniendo ojos de cordero degollado como en las nove­
las que ha leído! ¡Observen a todos los notarios de la sala
aclamando al autor, que va de amigo, y que los venga de to­
dos esos sinvergüenzas que están endeudados y que creen
que el oficio de poeta consiste en expresar los movimientos
líricos del alma a un ritmo regulado por la tradición! Esa es
la clave de muchos éxitos.
Y al hablar de esas obras las denominaban ¡la poesía del
corazón! Aquí tenemos el principio de la decadencia de la
lengua francesa; las malas pasiones literarias están destru­
yendo su exactitud.
No está mal subrayar de pasada el paralelismo de la es­
tupidez, y el hecho de que se encuentran las mismas excen-5

5 Drama de Dumas ya citado. Véanse los Conseils aux jem es littéra­


teurs, V ili.

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tricidades lingüísticas en escuelas opuestas. Por ejemplo, ve­
mos a un tropel de poetas embrutecidos por la voluptuosi­
dad pagana, y que sin embargo utilizan constantemente las
palabras santo, santa, éxtasis, oración, etc. para cualificar ob­
jetos y seres que no tienen nada de santos, ni de extáticos,
sino al contrario, llevando así la adoración de la mujer hasta
la impiedad más asquerosa. Uno de ellos, en un ataque de
erotismo santo, ha llegado a exclamar: ¡Oh, mi hermosa cató­
lica! Más le valdría sembrar de excrementos un altar. Todo
esto es tanto más ridículo cuanto que en general las aman­
tes de los poetas son feas y sucias, y las menos malas son las
que les preparan la sopa y no se entregan a ningún amante
más.
Al lado de la escuela del buen sentido y de sus tipos de
burgueses correctos y vanidosos, ha crecido y pululado todo
un pueblo malsano de fulanas sentimentaloides que tam­
bién ponen a Dios por testigo de todo, esas mujeres fáciles
que pretenden que se les perdonen los deslices en nombre
de la alegría francesa, prostitutas que han guardado un no-
sé-qué angelical. Otro tipo de hipocresía.
A hora podríam os d en o m in ar a la escuela d el buen
sentido, escuela de la venganza*. ¿Qué ha provocado el éxito
de Jérôme Paturot, esa especie de sopa boba y para bobos, en
donde poetas y sabios se ven embadurnados de barro y hari-

*He aquí el origen de esta denominación: Ecole du bon sens (Escuela


del buen sentido -a sí denominada en castellano aunque la traducción
correcta sería «sensatez»-). Hace unos años, en las oficinas del Corsaire-
Satan, a propósito de una obra de teatro de dicha escuela, uno de los redac­
tores tuvo un ataque de indignación literaria: ¡Realmente hay gente que
cree que es con «buen sentido» (sensatez) con lo que se hace una comedia!
Quería decir: No sólo con buen sentido... El redactor jefe, que era un hom­
bre de lo más ingenuo, encontró la cosa tan cómica que quiso que se impri­
miera... Apartir de entonces el Corsaire-Satan y en seguida otros periódicos
se sirvieron del término como una injuria, y los jóvenes de la citada escuela
lo recogieron como si fuera una bandera, como ya hicieron los sans-culottes.

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na por vulgares picaros?6. El tranquilo Pierre Leroux, cuyas
numerosas obras son como un diccionario de creencias hu­
manas, ha escrito páginas sublimes y llenas de emoción que
■seguramente no haya leído el autor de Jérôm e Pâturât.
Proudhon es un escritor que siempre nos envidiará el resto
de Europa. Victor Hugo ha escrito algunas estrofas bellas, y
no veo por qué el sabio Viollet-le-Duc7 ha de ser un arqui­
tecto ridículo. ¡Venganza! ¡Venganza! Que se tranquilice el
público. Estas obras son caricias serviles dirigidas a pasiones
de esclavos iracundos.
Hay palabras grandes y terribles que siempre están pre­
sentes en la polémica literaria: el arte, lo bello, lo útil, la
moral. Se mezcla todo. Y por falta de principios filosóficos,
cada uno se coge la mitad de la bandera y la enarbola afir­
mando que la otra mitad no es la buena. No intentaré en
este artículo tan breve llegar a conclusiones filosóficas, tam ­
poco quiero cansar a la gente con tentativas de demostra­
ciones estéticas absolutas. Hablaré pronto y bien. Da pena
darse cuenta de que se repiten los mismos errores en dos es­
cuelas opuestas: la escuela burguesa y la escuela socialista.
¡Moralicemos! ¡Moralicemos!, exclaman las dos con fiebre
misionera. Naturalmente, una predica la moral burguesa y
la otra la moral socialista, pero en ambas, el arte no es sino
una cuestión de propaganda.
¿Es útil el arte? Sí ¿Por qué? Porque es arte. ¿Existe un
arte pernicioso? Sí. Aquel que altera las condiciones de la

6 Louis Reybaud (1799-1879), economista y político, periodista y


diputado, había publicado Jérôme Paturot à la recherche d ’u ne situation
sociale en 1843 para denunciar la inmoralidad literaria; en 1848 publicó
una segunda parte: Jérôme Paturot à la recherche de la meilleure des répu­
bliques. También fue llevado a escena.
7 Viollet-le-Duc (1814-1879), arquitecto consagrado principalmente
a grandes obras de restauración, como la de la Sainte-Chapelle de París
o Notre-Dame. Escribió importantes obras enciclopédicas de arquitec­
tura y mobiliario.

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vida. El vicio es seductor, hay que pintarlo seductor; pero
conlleva enfermedades y dolores morales importantes que
hay que describir. Estudiad todas las plagas como un médi­
co en un hospital, y la escuela del buen sentido, la escuela
exclusivamente moral no encontrará nada más que llevarse
a la boca. ¿Siempre es castigado el crimen y la virtud recom­
pensada? No; no obstante, si vuestra novela, si vuestro dra­
ma está bien hecho, nadie tendrá ganas de violar las leyes de
la naturaleza. La primera condición necesaria para hacer un
arte sano es la creencia en la unidad integral. Apuesto lo
que sea a que es imposible encontrar una sola obra de ima­
ginación que reúna todas las condiciones de lo bello y que
sea una obra perniciosa.
Un joven escritor que ha escrito cosas buenas, pero que
se dejó llevar aquel día por el sofisma socialista y adoptó
una perspectiva limitada, atacó a Balzac en La Semaine des­
de el punto de vista de la moral. Balzac, a quien las amargas
recriminaciones de los hipócritas le hacían sufrir mucho, y
que concedía una gran importancia a esta cuestión, aprove­
chó la ocasión para disculparse ante veinte mil lectores8. No
reproduciré aquí sus dos artículos; son maravillosos por la
claridad y la buena fe. Trató la cuestión a fondo. Empezó
por hacer, ingenua y bonachonamente, el recuento de sus
personajes virtuosos y sus personajes criminales. Ganaban
los virtuosos, a pesar de la perversidad de la sociedad, que
no he hecho yo, nos decía. Luego explicó que hay pocos ma­
los que no tengan un pequeño fondo bueno. Después de
haber enumerado todos los castigos que persiguen inexora­
blemente a los violadores de la ley moral, a los que tienen

8 El ataque apareció firmado por Hippolyte Castille en el n.° de 4 de


octubre de 1846, y la respuesta de Balzac el 11 de octubre. Baudelaire
habla de dos cartas de Balzac, pero sólo hubo una que fue retomada por
él mismo en su artículo sobre Los Dramas y las novelas honestos (Véase el
dosier del proceso de Les Fleurs du mal en el 1.1 de La Pléiade).

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rodeados como de un infierno terrestre, se dirige a los cora­
zones frágiles y fácilmente fascinables y les apostrofa lo si­
guiente, cargado a la vez de angustia y comicidad: «¡Desdi­
chados aquellos que envidien la suerte de los Lousteau y los
Lucien!».
En efecto, hay que pintar los vicios tal como son, o no
verlos. Y si el lector no lleva dentro de sí a un guía filosófico
y religioso que le acompañe en la lectura del libro, peor
para él.
Tengo un amigo que durante muchos años ha martillea­
do los oídos de Berquin9. ¡Este sí que es un escritor! ¡Ber-
quin! Un autor encantador, bueno, consolador, generoso,
¡un gran escritor! De niño tuve la suerte o la desgracia de
leer sólo gruesos libros de adultos y no lo conocía. Un día
tenía yo las ideas revueltas con ese problema tan de moda:
la moral en el arte, y la providencia que tenemos ios escrito­
res hizo que cayera en mis manos un libro de Berquin. Lo
primero que vi fue que los niños hablaban como las perso­
nas mayores, como libros abiertos, y que moralizaban a sus
padres. Es un arte falso, me dije yo. Pero a medida que se­
guí leyendo me di cuenta de que la bondad estaba siempre
sembrada de golosinas, y la maldad continuamente ridiculi­
zada por el castigo. Si sois buenos, se os dará patatín y pata-
tán, esa es la base de esa moral. La virtud es la condición
SINE QUA NON del éxito. Me pregunto si Berquin era
cristiano. Y me digo que se trata de un arte pernicioso. Por­
que el alumno de Berquin, al entrar en sociedad, encontrará
en seguida la reciprocidad del principio: el éxito es la condi­
ción SINE QUA NON de la virtud. Además, la etiqueta del
crimen triunfante le engañará, y con ayuda de los preceptos

9 Según Claude Pichois, se trata seguramente de Charles Richomme,


uno de los redactores del Dimanche des enfants (1840-1851) y primo de
Baudelaire. En 1865 publicaría una nota sobre Berquin a propósito de
la edición de sus Contes et historiettes à l ’usage des enfants.

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del maestro, se instalará en el albergue del vicio, creyendo
vivir bajo el techo de la moral.
¡Pues bien! Berquin, Montyon10, Émile Augier y tantas
otras personas honorables, todos son lo mismo. Asesinan la
virtud, como Léon Faucher, que acaba de herir de muerte a
la literatura con su decreto satánico en favor de las obras de
teatro honestas11.
Los premios traen m ala suerte. Premios académicos,
premios a la virtud, condecoraciones, todas esas invenciones
del diablo dan alas a la hipocresía y hielan los impulsos es­
pontáneos de un corazón libre. Cuando veo a un hombre
solicitar la cruz, me parece que le estoy oyendo cómo dice
al soberano: he cumplido con mi deber, es cierto; pero si no
lo pregonáis, no volveré a hacerlo.
¿Quién im pide que se puedan unir dos sinvergüenzas
para ganar el premio Montyon? Uno simulará la miseria,
el otro la caridad. Hay en un premio oficial algo que hiere
al hombre y a la hum anidad, que ofusca el pudor de la
virtud. En lo que a m í se refiere, no me haría amigo de un
hombre que hubiera recibido un premio a la virtud: ten­
dría miedo de encontrarme frente a frente con un tirano
implacable.
En cuanto a los escritores, su premio reside en la estima
de sus iguales y en la caja de los libreros.
¿Por qué se mete el señor ministro donde no le llaman?
¿Quiere crear la hipocresía para luego tener el placer de re­
compensarla? Ahora se va a convertir el teatro de boulevard
en un lugar de predicación continua. Cuando un autor ten­
ga unos cuantos alquileres por pagar, escribirá una obra ho-

'¿M ontyon era el fundador de los célebres premios otorgados por la


Academia: uno de ellos había sido concedido a Augier por su Gabrielle.
11 Decreto del 12 de octubre de 1851, que apareció en el Moniteur
del 27 de octubre, y que estaba destinado a promocional' a los autores
teatrales que escribieran obras de finalidad moral y educativa.

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nesta; cuando acumule muchas deudas, hará una obra ange­
lical. ¡Bonita institución!

Volveré sobre esta cuestión, y hablaré de las tentativas


que han llevado a cabo para rejuvenecer el teatro dos gran­
des genios franceses, Balzac y Diderot12.

12 Baudelaire, aunque no escribió las líneas que aquí promete, sí rela­


cionó a Balzac y a Diderot en este sentido, cuando propuso ( Correspon­
dance, año 1854) a Hostein, director de La Gaîté, que representara Est-
il bon? Est-il méchant? de Diderot, representación que por fin no se llevó
a cabo.

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