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Facultad de Filosofía y Letras

Trabajo de Fin de Máster

Máster en Filosofía Contemporánea

Director del trabajo:


Francisco Javier De la Higuera Espín

BATAILLE, BLANCHOT Y NANCY: CONTORNOS DE UN «COMUNISMO


LITERARIO»

Andrea Lentisco Hernández

Curso académico 2018/2019


DECLARACIÓN DE AUTORÍA Y ORIGINALIDAD DEL
TRABAJO FIN DE MÁSTER

Considerando que la presentación de un trabajo hecho por otra persona o la copia de


textos, fotos y gráficas sin citar su procedencia se considera plagio, el abajo firmante,
Andrea Lentisco Hernández, con DNI 77244645L, que presenta el Trabajo Fin de Máster
con el título: Bataille, Blanchot y Nancy: contornos de un «comunismo literario», declara
la autoría y asume la originalidad de este trabajo, donde se han utilizado distintas fuentes
que han sido todas citadas debidamente en la memoria.

Y para que así conste firmo el presente documento en Granada a 9 de septiembre de 2019.

Andrea Lentisco Hernández


ÍNDICE

1. INTRODUCCIÓN……………………………………………………………….… 2
2. LA COMUNIDAD, UNA APROXIMACIÓN DESDE
BATAILLE……………………………………………………………………….... 5
3. REIR DE MORIR O MORIR DE RISA». UNA COMUNIDAD CON
NIETZSCHE…………………………………………………………………….....13
4. «COMUNISMO LITERARIO», DESDE BATAILLE……………………...……..20
5. «COMUNISMO LITERARIO», A PESAR DE BATAILLE. INTERPRETACIÓN
DE M. BLANCHOT Y J.-L. NANCY……………………………………………..26
6. «LO LITERARIO DE LA POLÍTICA». JEAN-LUC NANCY……………………34
7. «LO POLÍTICO DE LA LITERATURA». MAURICE BLANCHOT…………….40
8. CONCLUSIONES………………………………………………………………… 48

BIBLIOGRAFÍA……………………………………………………………………….52

1
1. INTRODUCCIÓN

Este trabajo ofrece la presentación de lo que varios autores han llamado «comunismo
literario». El «comunismo literario» representa una apuesta teórico-práctica que consiste
en una renovación del comunismo a través de una reformulación de los términos
comunidad y literatura. Concretamente, se presenta un proyecto que implica una tarea
doble: reconstruir la expresión «comunismo literario» de Georges Bataille y ponerla a
funcionar desde las interpretaciones ulteriores de Maurice Blanchot y Jean-Luc Nancy.
Desde la postura de Bataille se plantea la posibilidad de concebir la comunidad en un
sentido literario, lo cual implica una interrupción del sentido tradicional de comunidad.
Esta posibilidad es recuperada en Blanchot y Nancy desde él, pero, también a pesar de él,
quiero decir: redefinen la expresión «comunismo literario» a partir de la apuesta
batailleana pero desde una perspectiva que implica su superación en ciertos aspectos.
Blanchot y Nancy retoman la exigencia comunitaria mediante un intercambio que surge
en 1983 y se inicia con la publicación de un artículo llamado La comunidad desobrada
escrito por Nancy para la revista Aléa. Blanchot responde a este artículo mediante su libro
La comunidad inconfesable, publicado el mismo año, inaugurando así un diálogo que
abre un nuevo frente desde el que abarcar la cuestión comunitaria. La perspectiva
batailleana es clave para entender la razón de ser de este intercambio.

El objetivo de este trabajo, por otro lado, no pretende meramente reproducir el diálogo
entre estos autores sino construir el problema filosófico común al que responde (y que
explica) este intercambio. La hipótesis de la investigación es que el «comunismo
literario» expresa una praxis comunicativa, colectiva, crítica y política que nos pone ante
la posibilidad de replantear la idea de comunismo desde unas bases que, si bien son
consustanciales a la práctica igualitaria de la comunidad, han sido progresivamente
olvidadas. La hipótesis sin embargo no concierne a unos proyectos políticos o filosofías
políticas que signifiquen la superación o la negación del comunismo, sino que precisa de
contornos más específicos e, irónicamente, más amplios que no pueden reducirse a la
esfera política. La hipótesis versa sobre otra hipótesis aún mayor: que para pensar de
forma novedosa la comunidad, hay que pensar de nuevo el común y el modo de acceder
a ello. Es decir, consiste tanto en una interrogación filosófica sobre lo político como en
una interrogación acerca de lo político en lo filosófico. Tenemos que partir, mucho antes
de las resoluciones políticas actuales, desde el malentendido original que ha desembocado

2
en el fracaso de todos los proyectos comunitarios que se ha planteado la humanidad a lo
largo de su historia. Por eso, creo que el pensamiento batailleano ofrece un planteamiento
que no solo resulta imprescindible en la aspiración de este «comunismo literario» sino
que también respalda su conveniencia.

En cuanto a la metodología, he privilegiado los aspectos que refieren específicamente


al planteamiento del «comunismo literario», tanto en Bataille como en el intercambio que
surge entre Blanchot y Nancy a propósito del mismo. Sin embargo, he considerado
necesaria una introducción preliminar del planteamiento filosófico de Bataille para definir
el modo en que vamos a abordar el «comunismo literario». Por este motivo, el trabajo se
divide en dos secciones importantes: una acerca de Bataille y otra acerca del par Blanchot-
Nancy. Aunque diferenciadas, las partes comunican entre sí, quiero decir, están
relacionadas a pesar de sus disonancias internas, lo cual confiere una estructura global en
planteamiento que no obedece a otro objetivo que no sea el de señalar el destino del
«comunismo literario». La primera parte dedicada a Bataille, tiene como objetivo, por
un lado, señalar qué caminos va a tomar el pensamiento de este autor respecto al
pensamiento de la comunidad, sobre todo, desde los principios de «gasto» y «pérdida».
Estos principios resultan necesarios para entender la revisión que hace Bataille y para
señalar, a la vez, los rasgos que conforman una experiencia comunitaria -que, en su caso,
hace con Nietzsche. Desde aquí se dará paso a la idea que tiene Bataille de hombre como
artista de sí mismo que conecta, directamente con su idea de literatura. En esta última
parte se tratará, finalmente, de mostrar qué tono tomará el «comunismo literario» en estos
renglones. La segunda parte se divide a su vez en tres partes que, del mismo modo,
podemos sintetizar en dos. La primera consistirá en exponer de qué modo entienden
Blanchot y Nancy el «comunismo literario» desde Bataille pero, también, a pesar de él.
Lo cual divide la segunda parte en otras dos partes: la interpretación de Nancy, por un
lado, y la de Blanchot, por otro. Sin embargo, como ya he dicho, esto no corresponde a
dos lecturas totalmente diferentes y que, por eso mismo, deban estar separadas. La
separación en este caso se hace conforme a dos facetas del «comunismo literario» que
son complementarias: «lo político de la literatura» y «lo literario de la política». Si bien
Blanchot y Nancy se distancian en muchos aspectos -aspectos que, por otro lado, no han
sido obviados aquí- el método que he seguido no ha consistido tanto en oponerlos como
en relacionarlos de modo que sus diferencias enriquezcan el contenido del trabajo y, de
forma paralela, sugieran al lector la necesidad de ir más lejos de ellos

3
Desde el punto de vista metodológico, el trabajo responde a dos conjuntos de textos
fundamentales sobre los que se ha configurado: por una parte, encontramos las obras que
refieren a la sección de Bataille y, por otra parte, las que componen la estructura del par
Blanchot-Nancy. Me gustaría señalar, a modo de apunte, que el carácter comunicativo de
las partes en las que se ha dividido el trabajo también se refleja en el hecho de que estos
autores intervienen de forma intermitente en el conjunto del discurso de este proyecto.
Por eso es necesario tener una visión global en cuanto a la utilización de estas obras en la
estructura del trabajo ya que han sido necesarias en todas las partes.

Aun así, se puede establecer una línea metodológica sistemática que permite segmentar
las partes del trabajo basándonos en una bibliografía más específica en cada caso. Para la
introducción preliminar al pensamiento de Bataille me he servido, sobre todo, de sus obras
Lo que entiendo por soberanía, en su edición española de 1996 y La parte maldita,
precedida por La noción de gasto, en su edición española de 1987. Para reconstruir el
comunismo literario desde los principios básicos de Bataille, he utilizado, en mayor
medida, La literatura y el mal, en su edición española del 2000 y El “Aleluya” y otros
textos, una traducción y selección de textos de Fernando Savater de 1981. Sobre todo, he
hecho uso de los capítulos que refieren a «Sobre Nietzsche» y «El culpable». En la
reconstrucción del intercambio entre Blanchot y Nancy me servido de las obras que dieron
origen a esta situación, concretamente, La comunidad desobrada, en su edición española
de 2001 y La comunidad inconfesable, en su edición española de 2016. Con el fin de
desarrollar de forma más detallada la dirección que tomará el comunismo literario es sus
reflexiones ulteriores, he trabajo con Escritos políticos de Blanchot, La comunidad
afrontada de Nancy, que aparece como postfacio en la edición española de 2016 del libro
de Blanchot, y un artículo más reciente de Nancy titulado «Autour de la notion de
communauté littéraire» y publicado en francés en 1995.

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2. LA COMUNIDAD, UNA APROXIMACIÓN DESDE BATAILLE.

No es conveniente evocar a Georges Bataille con una presentación sistemática, recta y


direccionada si no queremos traicionarlo. Es preciso comenzar acercándonos a lo que de
suyo mueve y contagia el resto de su -y la de todos- dirección biográfica: una
problemática y, es necesario aclararlo, su propio límite, en el que Bataille no dejó de
replegarse. Esta problemática, o más allá de ella -y más próxima a Bataille- se representa
como una desgarradura. Un querer ir más allá demasiado humano que le revela su nada,
su carencia, como hemos dicho: su límite.

La angustia tiene una importancia clave para entender en qué sentido todos los escritos
de Bataille contienen un eco o, si se prefiere, un latido que siempre tiene origen en el
corazón de esta problemática. Incluso en la reflexión acerca de la comunidad. Porque,
para Bataille, la angustia se hace comunicándose, inclinándose hacia la imposibilidad más
desgarradora del hombre: ni dios ni animal, ni divinidad ni naturaleza, ni trascendencia
ni inmanencia; una brecha, una herida que chorrea, que se desborda en la exterioridad de
su intimidad. Paradójicamente, ahí se abre paso la emergencia del hombre, como una
traición, el pecado original y la negación: de lo irrecuperable, de la zòe, del exterior de
nuestra interioridad. Podríamos decir, a la hegeliana, una contradicción; pero más allá de
ella, con Bataille: que al encontrarse no se reconcilia, sino que el contra, irónicamente¸
consiste en una dicción: se comunica y se expone. Como expresa María García en su
ensayo «Georges Bataille. Comunidad y comunicación»:

«Derrida1 lo explica a la perfección, la soneranía batailleana no es ya el señorío


hegeliano pues aquella muestra a la dialéctica que culmina en la síntesis auto objetivante
su límite y su derrota. Para Bataille el amo hegeliano no es más que otro esclavo porque
la verdadera soberanía ni siquiera se busca a sí misma y, mucho menos, al sentido». (2014,
p.119)

El sentido del hombre, en esta dinámica, es puro conflicto, devenir de estas corrientes
que son la paradoja que lo conforma. El fracaso de la dialéctica hegeliana fue
precisamente su encuentro, la fusión que no dejó nada fuera y que, reconciliando, realiza
-en la unidad del espíritu- la construcción del sentido. Hegel perdió de vista la dimensión

1
Para ver más sobre la interpretación de Derrida sobre el asunto consultar: J. Derrida. (1989) “De la
economía restringida a la economía general. Un hegelianismo sin reserva”, en La escritura y la diferencia.
Barcelona: Anthropos.

5
«extremadamente negativa» de la negatividad, es decir, en y por lo que verdaderamente
es: nada, puro derroche improductivo que guarda una estrecha relación con la muerte y el
deseo.

No es de extrañar que uno de los matices políticos de Bataille se presente conforme a


esta tentativa: rescatar la negatividad y devolverla al lugar que tanto nos incomoda, pero
en el que es y en el que, en definitiva, somos. Por tanto, debe formar parte de las
«ecuaciones de la vida humana», como lo son la política, la economía, la cultura o la
literatura. Más allá del sentido humano, clausurado por el origen de su conciencia, lo
absolutamente Otro. Una conciencia que, por otro lado, como apunta Campillo, es
originada por:

«La fabricación y el uso del útil, es lo que rompe la inmanencia del mundo y hace
posible el surgimiento de la conciencia humana como conciencia del tiempo, esto es,
como conciencia de la muerte del ser separado y como subordinación funcional o utilitaria
entre medios y fines». (1996, p.16)

No es de extrañar que la economía sea el punto y aparte de la historia de la modernidad.


El hombre, en el origen de la humanidad, se convierte en objeto para sí mismo, es decir,
por el miedo al futuro (a la muerte) se consagró al trabajo como forma de hacer frente a
estos temblores y como forma, al mismo tiempo, de definir la vida. Tampoco es extraño
que Bataille en La parte maldita (1949) se detuviera en este punto. Lo que pudre por
dentro a la economía no es un agente externo como en el caso de la manzana y el gusano,
sino la estrechez de su interioridad que, en definitiva, no es otra que la nuestra. Una
economía que no instala aquello que repudiamos, nuestra carencia, es una Economía
Restringida, anclada en el análisis de la utilidad y el trabajo. En oposición, la Economía
General que propone Bataille asume la negatividad de forma no dialéctica, la integra en
el análisis de la actividad humana y por ello da cuenta de los acontecimientos inservibles,
fugaces, sin medios ni fines, es decir, fenómenos de puro derroche, de gasto, de exceso…
Lo cual no implica sino un revés, el desgarramiento: simplemente la asunción de la
angustia en toda su radicalidad. No se trata, finalmente, de un retroceso para recuperar la
inmediatez animal, sino de la negación de su negación, es decir, recobrar su valor perdido
y ponerla de nuevo a funcionar como parte del hombre que constitutivamente, en su
rechazo, le hace ser. Es decir, no se trata de otra cosa que recuperar el rechazo que
inauguró nuestra antropogénesis, nuestra parte animal -eso que hemos llamado «lo
absolutamente Otro»- para comprender los diversos aspectos de nuestra vida: ya no solo

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económicos sino también políticos, morales y culturales. Nos centramos ahora en la
economía porque es la que da cuenta de los fenómenos que se hacen compresibles a
nosotros, es decir, que pasan por ese filtro que se ajusta al criterio de medios y fines para
que lleguen a formar parte de lo que consideramos «útil para nuestra supervivencia». Se
trata, como señala Campillo, de un «“cambio copernicano”, pues cuestiona no sólo los
principios de la economía moderna […], sino también la antropología moral y utilitaristas
que sirven de fundamento a tales principios» (1996, p. 22).

Ya hemos dicho, antes de comenzar, que aquí se puede entrever alguno de los aspectos
significativos de la política de Bataille, pero no nos engañemos: Bataille nunca pretendió
hacer política, ni filosofía, ni economía, etc.; el movimiento y alcance de su escritura es
característico precisamente por pervertir y sobrepasar los márgenes fronterizos de los
géneros, en todos los sentidos de esta palabra. De este modo, las consecuencias lógicas
de sus reflexiones se nos vuelven tan resbaladizas que, el simple hecho de clasificarlas -
si es que podemos- implicará nuestro éxito a la vez que el fracaso de Bataille. Y en esta
traición o fracaso -lo cual resulta aquí lo mismo- podemos resumir lo siguiente: debemos
entender la historia del ser como una dialéctica irresoluble entre el «principio de
ganancia», es decir, las actividades humanas destinadas a la producción y acumulación
que corresponden al trabajo; y el «principio de pérdida», donde ya podemos poner a
operar aquellas actividades relacionadas con el derroche, la destrucción y la donación. Al
contrario que en la ganancia, la actividad que proyecta este principio es el juego, ya
veremos un poco más adelante en qué términos. Se trata de una tensión irresoluble de la
que no podemos escapar pero, por eso mismo, tampoco podemos ignorarla. La vida no
regula el proceso de su origen en función de la ganancia sino de la pérdida. Como hemos
apuntado un poco más arriba, en la negatividad se trata tanto de un acabamiento (muerte)
como de un exceso (sexo) y, en definitiva, ambas y más experiencias vitales como pueden
ser la literatura y la religión deben operar como punto de encuentro en el que el mundo y
el hombre coinciden. La tensión -en síntesis- en la economía: entre el «principio de
ganancia o utilidad» y el «principio de pérdida o gasto»; en el erotismo: entre la «ley» y
la «transgresión»; en la literatura: entre el «trabajo» y el «juego»; y en la religión: entre
lo «sagrado» y lo «profano».

Es necesario detenernos en este punto porque va a conformar un paso importante a la


hora de relacionar la reflexión de fondo de estas ideas. Desde estas dialécticas o tensiones
irresolubles no debemos concluir solo en un cambio económico, sino que debemos

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ponerlas en relación con el resto de eso que he llamado «ecuaciones de la vida humana».
Y el modo de hacerlo es poniéndolas en diálogo con un concepto que en Bataille es
central: la soberanía -hablaremos más adelante sobre esto. Sin embargo, debemos partir
desde donde lo dejamos para afirmar: Bataille en su crítica a la economía no solo esboza
un nuevo proyecto de análisis de la realidad humana, sino que, mediante la integración
de una variable llamada en este caso «principio de pérdida» introduce un principio
ontológico esencial a la crítica de nuestra actualidad política (ridículamente económica):
marxismo y liberalismo y sus desvíos históricos, que tanto tienen de desvío como de
historia.

«Globalmente, cualquier enjuiciamiento general sobre la actividad social implica el


principio de que todo esfuerzo particular debe ser reducible, para que sea válido, a las
necesidades fundamentales de la producción y la conservación. El placer, tanto si se trata
de arte, de vicio tolerado o de juego, queda reducido, en definitiva, en las interpretaciones
intelectuales corrientes, a una concesión, es decir, a un descaso cuyo papel sería
subsidiario. La parte más importante de la vida se considera constituida por la condición
-a veces incluso penosa- de la actividad social productiva». (Bataille, 1987, p. 26)

Y, si volvemos al punto sobre el que planteamos los problemas fundamentales del ser
humano: no debemos restringir nuestra realidad humana a un problema de orden
económico (tal como hizo Marx al reducir la naturaleza humana a trabajo) sino que
debemos forzar al pensamiento a torcerse sobre sí mismo e incorporar el desvío natural
de su condición, nuestra parte maldita: la parte de la que ningún beneficio puede extraerse.
El trabajo, por oposición, es el origen de nuestra ruina antropogénica: la pérdida de
nuestra inmanencia -ya señalamos en esta dirección- consiste en la introducción de la
exterioridad, objetivando al mundo y al sujeto mismo. Esto es lo que conocemos como
útil, en la medida en que interpretamos el mundo y el resto de los seres en función de su
utilidad, conforme a mi supervivencia y no conforme a su fin absoluto. No hay más que
miedo a la muerte, a la finitud y, en consecuencia, la creación de un mundo profano, con
un tiempo cronológico, calculable, predecible… En la otra cara: el mundo sagrado,
nuestra parte maldita por ser puro derroche, la negatividad sin empleo.

La historia como progreso, es decir, como acumulación de riquezas e independencia


de la naturaleza se sustituye, en Bataille, por una historia entendida como un proceso
dialéctico irresoluble. La tensión se produce entre los principios claves que acabamos de
mencionar: el de «pérdida» y el de «utilidad», «profano» y «sagrado», «ley» y

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«transgresión» … La historia, como apunta Campillo, es entendida como una tragedia -a
la nietzscheana- y podemos dividir su filosofía en tres momentos clave:

«las “sociedades de consumición”, en las que predomina el gasto improductivo […];


las “sociedades de empresa”, en donde el excedente es absorbido por la “empresa militar”
o la “empresa religiosa […]; por último, la sociedad moderna, burguesa o capitalista […]
cuestiona el gasto improductivo […] fomentando en su lugar la inversión productiva del
excedente en la “empresa industrial” y la acumulación del capital» (1996, p. 27)

La dirección de estas transformaciones históricas es el resultado de la forma de


entender y gestionar nuestra dialéctica irresoluble -ahora ya podemos entenderlo: entre la
subjetividad soberana y la servil. Y, si nos fijamos en el último eslabón, podemos observar
que la cuestión dialéctica anda bastante desencaminada. El resultado de que la sociedad
moderna ponga en duda el gasto improductivo es algo que, no solo vemos en los objetivos
económicos de los países del mundo occidental sino que, dicho resultado, se ha ido
desviando hacia una dinámica oposicional que la desgasta tanto en la religión, como en
el sexo y las artes. Las sociedades tradicionales, al absorber la negatividad sin empleo,
acaban reapropiándose de las expresiones simbólicas de la misma, como pueden ser la
fiesta o la orgía, y las reinterpretan sobre el principio de acumulación y producción. La
soberanía humana se entiende, desde aquí, como una cuestión de rango, consecuencia de
la progresiva jerarquización de las sociedades que, a medida que asumen este modelo,
desdoblan el mundo en dos mitades que se niegan la una a la otra. Es decir, por ejemplo,
desde la religión se crea el bien y el mal, desde el sexo lo apropiado y lo perverso, … y
desde este dualismo se comprende poco a poco que si la soberanía es una cuestión de
estatus éste necesita de siervos que le reconozcan y que trabajen para que el soberano
pueda disfrutar de su soberanía, es decir, pueda afirmarla mediante sus fiestas, delirios
sexuales, etc. Quien crea la regla se convierte en la excepción y, más allá de ser una
contradicción existencial -inherente a todos los seres humanos, una sociedad igualitaria
en su trauma y grieta fundamental- se escinde la paradoja interna y se diluye en
oposiciones rancias. En el caso de la sociedad moderna, encontramos una perversión aún
mayor a las precedentes, es un engaño ingenioso: la racionalidad es económica y, por
tanto, opuesta al derroche. La política convierte en soberanos de sí mismos a todos por
igual en la medida en que se apuesta en contra de la «soberanía tradicional», y la religión
se seculariza eliminando así las diferencias con el resto de las esferas humanas, es decir,

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se reduce -como las demás- a valores de mercado. El resultado de lo descrito es un nuevo
sujeto: el individuo. Entendamos individuo con una metáfora que utiliza Jean-Luc Nancy:
«el individualismo es un atomismo inconsecuente, que olvida que lo que está en juego en
el átomo es un mundo» (2001, p. 17).

No es de extrañar que el planteamiento de la comunidad y la comunicación se extraiga


de esta situación: el individuo (átomo), cerrado sobre sí mismo, no constituye el ser de la
comunidad, ni siquiera el mundo se hace con individuos, se necesita una inclinación
(clinamen), es decir: una relación. Creo que esta idea conecta perfectamente con esta otra
que encontramos en Bataille:

«Lo que eres se debe a la actividad que une los elementos innumerables que te
componen, a la intensa comunicación de esos elementos entre sí […] La vida nunca se
sitúa en un punto particular: pasa rápidamente de un punto a otro (o de múltiples puntos
a otros puntos), como una corriente o como una especie de flujo eléctrico. De tal modo,
cuando querrías captar tu sustancia intemporal, no encuentras más que un deslizamiento,
más que los acoples mal coordinados de tus elementos perecederos». (2016, p. 121)

Y un poco más adelante: «tu vida no se limita a ese inasible flujo interior; se vierte
también hacia afuera y se abre incesantemente a lo que se derrama o brota hacia ella»
(2016, p. 122). Es decir, y retomando lo abordado anteriormente para dejar esta idea lo
más centrada posible: que las relaciones humanas no se pueden reducir a relaciones
económicas, regidas por el principio de utilidad, sino que debemos introducir el principio
de pérdida, el exceso, para entenderlas. Por eso, Bataille utiliza la muerte y el erotismo
como ejemplos paradigmáticos de esta situación. La pérdida de inmanencia humana sitúa
el sexo en una escala diferente: la del erotismo. Se trata de buscar de manera trágica una
continuidad perdida, una fusión con el Otro que me haga salir de mí y disolverme. La
muerte, por otro lado, representa el acabamiento, la pérdida, en fin, la finitud: lo cual
indica que no se puede reducir el mundo a su utilidad porque ella, en sí misma, es lo
opuesto al principio de ganancia. Pero, aunque ambas representen aspectos que parecen
muy diferentes, a saber: el erotismo una donación de vida y la muerte la dilapidación de
la misma; ambas demuestran que el principio de la vida consiste en el derroche, el exceso.
Para Bataille el diálogo y las relaciones humanas se rigen de este modo.

La consecuencia lógica de estas premisas es la creación de una nueva ciencia que dé


cuenta de estos movimientos de la vida que se exceden y difieren. No se trata de una
ciencia tal y como la conocemos porque, precisamente, estas no dejan de basarse en el

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trabajo como forma de realización y producción de la conciencia de los hombres y, por
tanto, de su conocimiento. Las ciencias tradicionales interpretan la realidad en función de
los parámetros que se utilizan en el trabajo: la lógica de producción, acumulación y, por
tanto, una metodología restringida al cálculo y el beneficio. Necesitamos la ciencia de
una heterología que dé cuenta del Otro y los modos de relacionarnos con él, que dé cuenta
del clinamen sin el cual no habría átomos. Una ciencia que, por otro lado, no puede
adoptar el lenguaje lógico de las ciencias modernas por lo mismo: se queda ahí donde sus
pretensiones científicas, es decir, en el cálculo y en una interpretación conforme a la
lógica de medios-fines. La heterología, por el contrario, adoptará el lenguaje de la poesía,
un lenguaje que es asignificativo y que, por tanto, introduce en él lo Otro, de manera que
sin él la poesía acabaría siendo lo que ahora conocemos tanto: una poesía que se asume
bajo el marco canonizado de una economía restringida.

Podemos concluir de esta primera parte que en Bataille hay dos principios ontológicos
claves: el de «gasto» y el de «pérdida»; principios que, por otro lado, nos servirán para
nuestras reflexiones ulteriores en este trabajo. Dichos principios introducen una crítica
tanto a la fenomenología del espíritu hegeliana -al entender la negatividad no como
momento del progreso que ha de ser superado mediante una síntesis resolutiva, sino como
puro derroche improductivo- como a la economía tal y como la entendimos. Porque
reduce su análisis de la actividad humana a lo que considera su realidad, es decir su
utilidad, y no tiene en cuenta los fenómenos inútiles de nuestra actividad. Bataille
defiende, en oposición al individuo, el sujeto soberano pero en la medida en que este
asume la radicalidad de su finitud y no como en la «soberanía tradicional», que era una
cuestión de estatus, o en la actualidad política, que invierte el sentido de la soberanía y lo
pone a operar conforme al individuo, anulando así cualquier tipo de relación no
instrumental. La soberanía, sin embargo, es mucho más:

«La indiferencia con respecto al futuro y la renuncia a todo dominio, la afirmación del
presente inmediato y la comunicación afectiva con los otros, es decir, la apertura del juego
incierto del azar y el amor, hasta el extremo del extravío y de la impotencia incondicional
y de la pérdida de sí». (Campillo, 1996, p.38)

No podemos perder de vista esto para entender de qué manera podemos pensar la
comunidad desde Bataille, antes bien es preciso seguir perfilando los siguientes eslabones
de la reflexión batailleana. De todas formas, no es difícil ya ver conforme a qué
presupuestos se desarrollará. Veremos ahora la expresión de la comunidad de Bataille

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puesta a operar junto a Nietzsche y, desde aquí daremos un sentido más profundo a esa
soberanía que, adelanto, se convertirá en el epicentro de la cuestión.

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3. «REIR DE MORIR O MORIR DE RISA». UNA COMUNIDAD CON
NIETZSCHE.

¿Es Bataille comunista? Quiero decir, más allá de los grupos y revistas con los que
lo asociamos y en los que se representa como comunista. Y más acá, en el contexto de
este trabajo, parece que la pregunta flota suspendida en lo absurdo de intentar contener a
Bataille en una categoría político-económica. Sin embargo, si nos acercamos a este
planteamiento a través del hilo conductor de la soberanía, a este respecto, sí podríamos
intentar forzar algunos de sus elementos e interpretarlos en clave política. Veamos en qué
y por qué. Como hemos señalado en la primera parte, la modernidad se caracteriza por
sustituir la «soberanía tradicional» e introducir una concepción del sujeto como individuo,
es decir, como «soberano de sí mismo», pero en clave de valor de mercado, con lo que al
final sigue siendo una sociedad jerarquizada y sigue habiendo una soberanía tradicional,
ahora secularizada. Esta interpretación permite a Bataille conciliar a Nietzsche y a Marx
en una reflexión de la que él también se reconoce partícipe: devolverle a la humanidad la
«soberanía auténtica» que le pertenece y que ha sido devaluada a racionalismo económico
y a una moral de servidumbre. En Marx lo vemos por ejemplo cuando denuncia la división
de clases y la propiedad privada de los medios de producción. Y en Nietzsche cuando
señala la extrema necesidad de que Dios muera para librar al hombre de su servidumbre.

Hay tal correspondencia entre ambos que, para Bataille, se precisa ponerlos a dialogar
como resistencias a la proyección consumista de la subjetividad capitalista. En su contra,
ambos creen que hay que acabar con estas formas de anulación y servidumbre y poner al
hombre, de nuevo, en el lugar al que pertenece. Es el gran acuerdo pero, a su vez, el gran
desacuerdo. El humanismo de Marx describe al hombre como trabajador, es decir, como
productor y gestionador de su propia esencia, a su vez las relaciones que prescribe con
los demás son definidas en torno a un acuerdo igualitario, es decir un contrato y, por tanto:
reducidas a lo económico y político. El hombre de Marx es el homo œconomicus.
Nietzsche, por el contrario, tiene una concepción del ser humano como artista creador de
sí mismo, en sus afecciones y pasiones, en sus delirios y junto a sus demonios. El hombre
de Nietzsche es el poeta y el tipo de relación social a la que se le asocia es a una
comunidad moral, basada en afectos que se construyen de forma electiva y no en base a
una moral racional pacifista. La una contradice a la otra: tanto Marx rechazaría un tipo de

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contrato hecho por afectos como Nietzsche rechazaría una sociedad igualitaria prescrita
por un contrato racional.

Esta situación colocó a Bataille en una paradoja: entre Nietzsche y Marx, entre «una
oposición casi pura de la igualdad “deseable” y de una libertad imperiosa y caprichosa
como la soberanía con la cual, de hecho, se confunde» (Nancy, 2001, p. 45). En este
punto, Bataille sometió a revisión a ambos autores para ver de qué manera tienen en
cuenta esta paradoja. Un modo de saber cómo se ha desarrollado la paradoja en la
modernidad es atendiendo a las críticas que realiza Bataille al comunismo. Este,
inevitablemente, sucumbe a la soberanía tradicional una vez abolida en la medida en que,
para devolverle la dignidad al ser humano, establece una dicotomía entre humano e
inhumano, es decir, que todo humanismo, a fin de cuentas, tiende a establecer una
jerarquización secularizada por esta distinción asumida por cualquier intento de definir la
humanidad. La cuestión no es decidir entre lo humano y lo inhumano sino admitir esta
paradoja2 como detonadora de cualquier establecimiento de la identidad humana. He aquí
el error de Marx: no por caer en la paradoja sino por no reconocerla. Nietzsche sin
embargo sí lo hace y por eso coincide con Bataille en su concepción de la subjetividad
soberana. Entender y asumir al sujeto en su condición paradójica radical evoca al hombre
como artista o creador de sí mismo, un hombre que no deja de ponerse en juego, que no
teme a la muerte sino que baila con ella, un hombre que no cree posible alcanzar un estado
absoluto de certeza y conciencia identitaria, un hombre que asume el mal necesario de la
racionalidad pero que, a su vez, se opone a ella en la locura, en la embriaguez, en su
noche, en la irracionalidad estética. El hombre de Nietzsche y en el que Bataille se
reconoce: un hombre que juega para vivir y que vive para jugar. En esta ecuación el
trabajo, que representa el centro sobre el que se elabora el humanismo comunista, queda
representado aquí como un sujeto (el individuo moderno) que tiene miedo al futuro, es
decir de la muerte, y cuya racionalidad se configura en torno a principios instrumentales
y de cálculo económico. En palabras de Bataille:

«El soberano es el que es, como si la muerte no fuera. E incluso es el que no muere,
pues sólo muere para renacer. No es el individuo, que, en la identidad consigo mismo, es
una cosa distinta. […] Ignora tanto los límites de la identidad como los de la muerte, o

2
Para ver más sobre cómo Bataille interpreta el modo en que asumen Marx y Nietzsche la paradoja de la
que hablamos, consultar Campillo, A. (1993). Georges Bataille: la comunidad infinita. En El Estado y el
problema del fascismo. (pp. 7-25).

14
más bien esos límites son los mismos, él es la transgresión de los unos y los otros. No es,
en medio de los otros, un trabajo que se ejecuta, sino un juego». (1996, p. 86)

Esta soberanía subjetiva, conectando con la primera parte de este trabajo, asume
nuestra parte maldita, es decir, nuestra carencia, nuestra finitud. Y las relaciones que se
establecen entre ellas, la comunidad que conforman, es de forma inacabada, acéfala, sin
Dios, ni rey, ni caudillo; una comunidad que se inventa a cada instante y que, de ese
modo, no es ninguna comunidad. Tanto en Bataille como en Nietzsche la muerte de Dios
es un paso necesario para afrontar la radicalidad de nuestra existencia, nuestra soberanía
es una Nada, pero no metafísica:

«hablar de NADA no es, en el fondo, más que negar la servidumbre, reducirla a lo


que es (es útil), no es en definitiva más que negar el valor no práctico del pensamiento,
reducirlo, más allá de lo útil, a la insignificancia, a la honesta simplicidad del fallo, de lo
que muere y desfallece» (1996, p.75)

De lo que se trata no es de alcanzar sino, más bien de esquivar, hacer resbalar y


desestabilizar todo aquello que nos dé apariencia de fundamento o identidad fija. Porque
es justo nuestro ser incompleto, nuestra grieta lo que nos permite y desea comunicarnos.
Aquí Bataille se comunica y hace comunidad con Nietzsche.

Sin embargo, hay un punto en el que Bataille tiene que someter a revisión la soberanía
nietzscheana: consecuencia sin lugar a duda del auge de los nacionalismos que se
respaldaban en el principio de «voluntad de poder». Tampoco quitemos toda la culpa a
Nietzsche y sometamos el destino de su interpretación ulterior a un malentendido radical
y tan generalizado: la subjetividad soberana, lo deja claro, es el privilegio de unos pocos.
Lo cual le hace pensar a Bataille que hay un desfase o una transformación -y, por tanto,
un error- de la soberanía al poder, y esto es lo que hace pensar a Nietzsche en el
«superhombre» en oposición al «hombre pobre», en términos jerárquicos. Aquí Bataille
se acerca más a Marx, en la medida en que la soberanía del hombre se afirma en todos los
hombres por igual, no hay personas a las que se le pueda negar su tragedia radical, su
herida. Esta situación lleva a Bataille a pensar en una oposición moral: entre la «moral de
la cumbre» y la «moral del ocaso». Entendamos esto no como una elección entre el bien
y el mal, sino como una contradicción inherente a todo ser humano. La «moral del ocaso»
es la que está destinada a la convivencia, es decir, una moral del trabajo, del tiempo
cronológico (medido, calculado, instrumentalizado), una moral que hace que los hombres
produzcan leyes para conservar y mejorar su ser. La «moral de la cumbre», por otro lado,

15
responde al exceso; es la fiesta, la exuberancia de las fuerzas, el juego y a la vez lo finito,
lo inútil e inservible: esta tragedia inherente es, a la vez, nuestro mejor defecto y nuestra
peor virtud. Pero no nos confundamos, no se trata de elegir entre el hombre soberano o el
hombre servil, no podemos escapar de este conflicto moral, al contrario: tenemos que
darle la evidencia suficiente para que formen parte de nuestra estructura subjetiva y
aprendamos a gestionar nuestra vida conforme a esta realidad trágica.

«Una moral es válida en la medida en que nos propone ponernos en juego. Si no, no
es más que una regla de interés, al que le falta el elemento de la exaltación (el vértigo de
la cumbre, que la indigencia bautiza con un nombre servil, imperativo» (Bataille, 1981,
p. 122)

Y más adelante:

«La construcción y exposición de una moral de la cumbre supone un ocaso por mi


parte, supone una aceptación de las reglas morales provenientes del miedo. En verdad, la
cumbre propuesta como fin ya no es la cumbre». (1981, p.129)

Esta tensión es eterna debido a su imposibilidad de resolución y cualquier modo de


entender una jerarquía entre estos dos modos de vida, hará que entendamos la voluntad
de poder nietzscheana como una potencia regulada por el principio de medios-fines. Sin
embargo, si asumimos que la voluntad soberana no tiene ningún objetivo o finalidad -tal
como la definió Nietzsche-, podremos salvarlo de su desvío nacionalista. Y de esto se
encargó mediante el grupo Acéphale en 1936. Bataille insistió en la inconsistencia de esta
lectura de Nietzsche sustituyendo la «voluntad de poder» por una «voluntad de suerte».
La primera desemboca en el nacionalismo militarista porque interpreta al hombre, al
superhombre, en oposición al hombre servil, lo cual reproduce la dinámica de
jerarquización social tradicional. La soberanía del sujeto en este caso se interpreta como
voluntad de dominación y de autoconservación. Y las comunidades que la representan
son basadas en una soberanía nacional, es decir, en una idea cerrada de comunidad. La
«voluntad de suerte», por el contrario, representa el puro azar, lo imprevisible, lo
incalculable, irracional. La subjetividad soberana es aquí

«la indiferencia con respecto al futuro y la renuncia a todo dominio, la afirmación del
presente inmediato y la comunicación afectiva con los otros, es decir, la apertura al juego
incierto del azar y el amor, hasta el extremo extravío y de la impotencia, de la donación
incondicional y de la pérdida de sí». (Campillo, 1996, p. 38)

16
Bataille lo sabe y lo anuncia: la muerte de Dios, en Nietzsche, significa la muerte de
la identidad nacional. Y, al contrario de esta, la comunidad en la que hay voluntad de
suerte es una comunidad incompleta, inacabada como su sujeto. Huelga decir aquí que la
idea de comunidad y de comunicación que expresa Bataille está supeditada a un cierto
misticismo: la búsqueda de una experiencia interior de la exterioridad. Aun así, no
incongruente con una comunidad sin proyecto, ni finalidad alguna. La comunidad en
Bataille se encuentra en esta experiencia del azar, de la pérdida de sí que, a su vez,
provocan el deseo de comunicarme con esa exterioridad, con lo otro, de una forma que
va más allá de las lógicas de mercado y trabajo, es decir, de forma no mediada. Pero una
comunicación que, sin embargo, no comunica, y una comunidad sin comunidad porque
tampoco hay un común: es una Nada que se hace presente ausentándose. El ser humano
se comunica mediante la tragedia que lo conforma, lo cual convierte también esta
comunicación en una paradoja existencial irresoluble: comunicarme implica salir de mí-
mismo y abrirme al otro, pero no como sujeto (ya esta división no es válida aquí) sino
como absoluta Nada. La comunidad es la pérdida irremediable de la inmanencia, «asume
e inscribe en cierto modo la imposibilidad de la comunidad… Una comunidad es la
presentación a sus ‘miembros’ de su verdad mortal […]. Es la presentación de la finitud
y del exceso irrecuperable la cual funda el ser finito…» (Blanchot, 2016, p. 27).

Por eso denunciamos, desde el principio, la necesidad de una heterología, en contra


del proceso que tiende a la homogenización de las interpretaciones soberanas de lo
nacional. Los elementos heterogéneos son los que mantienen unida la sociedad en la
medida en que «la hacen temblar de entusiasmo y de espanto, conmoviéndola de arriba
abajo y haciéndola arder masivamente hasta el borde de su propia ruina» (Campillo, 1993,
p.10). La heterología afirma nuestra parte maldita, el pensamiento que se -y nos- excede,
y entiende nuestra existencia como trágica. Tiene en cuenta los elementos heterogéneos
de la subjetividad y, por eso, introduce la soberanía del sujeto como elemento cardinal de
su desarrollo ulterior. Más aún, como indicamos arriba, la soberanía se expresa a través
del lenguaje de la poesía pues su sujeto es el «hombre del arte soberano», es decir, el
hombre como artista de sí mismo. La comunidad de Bataille es característica por no
establecer jerarquías, por estar siempre abierta, por asumir el tiempo en su
indisponibilidad y azar constitutivos. Su sujeto está continuamente abierto al otro, de una
forma desposeída en la medida en que él tiene que salir de sí mismo: se disuelve la
oposición objeto-sujeto; lo cual nos dispone en una búsqueda de algo que es irrecuperable,

17
nuestra inmanencia perdida: una continuidad que, de algún modo, sigue expresándose en
nosotros y, por tanto, movilizándonos.

Se pueden afirmar dos comunidades importantes que describe Bataille a este respecto:
la «comunidad de los amantes» y la «comunidad literaria». Aunque ya lo dijimos, es
necesario poner a funcionar al erotismo conforme a estas directrices. Bataille piensa que
el erotismo es la consecuencia trascendental de la imposibilidad de la inmanencia sexual.
Por eso incluye a la angustia en esta imposibilidad. Amar aquí es querer morir y querer
matar, es decir, exigencia de sacrificio y de crimen. Exige un dolor, un desgarramiento
que nos mueva a buscar una fusión perdida y a la vez nos muestra nuestra finitud radical.
La comunicación se establece en esta circunstancia bifaz. El erotismo muestra esta
situación doble: mi deseo provoca en mí la necesidad de disolverme, hacer comunión con
el otro que, desposeído de su «yoedad» al mismo tiempo busca la fusión. Sin embargo, la
comunión es imposible, no hay indiferenciación debido a la imposibilidad de nuestra
inmanencia. La perturbación erótica se presenta en este caso como un sentimiento que
supera a la sexualidad biológica -es decir, reproductiva- y que, al mismo tiempo,
evidencia su carencia, su angustia. El mundo de los amantes consiste en la

«afirmación de una relación tan singular entre los seres que el amor mismo no es
necesario en ella, puesto que éste, que por otra parte no está nunca seguro, puede imponer
su exigencia en un círculo en donde su obsesión va incluso a tomar forma de la
imposibilidad de amar: o sea, el tormento no sentido, incierto, de los que habiendo perdido
la «inteligencia del amor» (Dante) quieren con todo tender aún hacia los únicos seres a
los que no podrían acerarse por medio de ninguna pasión viviente». (Blanchot, 2016, p.
61)

Debemos, aunque no profundicemos en ellos, remarcar aquí el papel del éxtasis en esta
ecuación entre Eros y Thanatos, porque se requiere, como dijimos, de una dimensión del
ser humano en que este se abstenga de cerrarse sobre sí mismo, o lo que es lo mismo, de
garantizar su vida mediante el trabajo y la moralidad racional. El éxtasis en el erotismo
es ese intento de retorno a la inmanencia o continuidad perdida mediante la relación
sexual, afectiva y carnal, con el otro. En la «comunidad de los amantes» de Bataille el
peligro está siempre garantizado, porque la comunicación requiere que los seres se
pongan en juego, es decir, «situado en el límite de la muerte, de la nada» (Bataille, 1981,
p. 115).

18
La «comunidad literaria», que es el tema del siguiente apartado, parte de la misma
perspectiva humana que el erotismo: la que contiene el «principio» de pérdida, nuestra
parte maldita y la experiencia del éxtasis en su radicalidad. Las palabras del lenguaje
literario, en este sentido, son vistas como expresión de esta posibilidad comunicativa
desde la soberanía. La cual casa con la interpretación nietzscheana de «el hombre del arte
soberano» que es el artista de sí mismo, el poeta. Mediante ellas podemos hacer
comunidad y establecer una comunicación que trascienda los límites del lenguaje
ordinario. La comunidad de Bataille con Nietzsche fue literaria. Una comunidad con un
mito renovado, una fábula incesante, que se reelabora y reestablece sucesivamente: el
relato inacabado. Un monstruo o un héroe, acéfalo -lo cual representa la ausencia de la
razón como principio rector, y la idea de Dios o cualquier secularización ulterior-, y una
comunidad sin fundamento, sin subjetividad aislada (aquí diferenciamos soberanía de
subjetividad porque esta tiene ya demasiadas referencias a la metafísica tradicional del
sujeto), sino como comunicación en y sobre el límite de nuestra finitud. En palabras de
Bataille (V, 39) citado por Nancy:

«Hablé de comunidad como existente: Nietzsche refirió a ella sus afirmaciones pero
estuvo solo. […] El deseo de comunicar nace en mí de un sentimiento de comunidad que
me vincula con Nietzsche, no de una originalidad aislada» (2001, p.78 ).3

Lo cual nos lleva a la segunda conclusión de esta parte, que a su vez permite
profundizarla a partir de todo lo anterior: Bataille defiende la literatura o las artes como
medio a través del cual la subjetividad soberana puede comunicarse.

3
Las citas que hace Nancy de Bataille (número de tomo y página) remiten a: G. Bataille, Œuvres complètes,
Tomos I-XII, Gallimard, París, 1970-1988.

19
4. «COMUNISMO LITERARIO», DESDE BATAILLE.

«¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias,


antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que
han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que,
después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas,
obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son,
metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han
perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como
metal» (F. Nietzsche)

Como hemos visto, la raíz de un nuevo pensamiento de la comunidad desde la


literatura es Nietzsche, ahora también, junto a Bataille: su comunidad «hecha con sangre»,
escrita. Una comunidad «de la muerte», que afronta el tiempo en su indisponibilidad y
que la asume y expone junto a los otros. Una comunidad sin padre, patria ni patrón. En
definitiva: «la comunidad negativa: la comunidad de los que no tienen comunidad»
(Blanchot, 2016, p. 47).4

Ahora bien, si la comunidad se presenta ausentándose, ¿no acabaría Bataille,


defendiendo «el comunismo literario», traicionándola? Lo que intentaré demostrar en las
siguientes páginas es una respuesta negativa a esta cuestión. Pero partamos, por lo pronto,
de la siguiente premisa doble: por un lado, Bataille piensa que la literatura es, como en
Nietzsche, en sí misma transgresión, peligro, desvío irresponsable y, justo por eso, no
puede convertirse en el fundamento, orden y ley de la comunidad. Pero, por otro lado y
dándole una vuelta de tuerca al callejón sin salida, Bataille intentó pensar la comunidad
en términos de experiencia literaria. Parece un giro raro, y lo es, pero no por ello menos
lógico. Si lo pensamos, en el fondo siempre ha habido una relación entre comunidad y
literatura, y en esta relación tiene un papel central el mito. Porque el mito es la voz de la
comunidad que habla sobre su ser. Pero si recordamos, hay una estrecha relación entre el
mito y la literatura y, a su vez, un gran desacuerdo: mientras que el mito funda, la literatura
evidencia la ausencia de fundamento. Por eso Bataille nos advierte de un mito de la
ausencia de mito y afirma, a favor de la literatura, su eterna interrupción. Es como si
tomásemos una voz, la despojáramos de poseedor y la pusiéramos dentro de un hombre

4
Blanchot firma la cita con las siglas del nombre de Georges Bataille pero no añade ninguna referencia
bibliográfica y, por ahora, no se sabe aún de donde la sacó. Tampoco es de extrañar que, siendo amigo
suyo, pueda tratarse de una cita acerca de alguna afirmación que se ha dicho pero no escrito.

20
sin cabeza: el sentido no va más allá de la partición, el reparto y la exposición de nuestra
finitud. Retomaremos este tema en otro apartado siguiente. Veamos ahora de qué modo
defiende Bataille la literatura. En primer lugar, estableciendo diferencias entre lo que
llamaremos «literatura soberana» y «literatura servil». Para ello, emplearé el sentido que
tiene en Bataille la «comunicación» conforme a los elementos clave que componen la
literatura para, así, ver en qué se diferencian una respecto a la otra. En segundo lugar,
definiendo la literatura en su relación con el mal, lo cual nos llevará a la conexión
«literatura- -comunicación-comunidad».

Para la primera parte, podemos dividir los elementos clave en tres categorías: la
escritura, la literatura o poesía y la obra literaria en sí. Como hemos dicho, estas
diferencias se enmarcarán conforme a lo que entiende Bataille por «comunicación»,
cuestión que ya hemos abarcado anteriormente y que retomamos aquí. Bataille describe
dos tipos de escritura: la instrumental y la poética, lo cual nos pone en contacto con la
concepción de la antropogénesis del ser humano. Situándonos en el contexto de las
primeras páginas de este trabajo, la humanidad tiene lugar en la fabricación del útil:
momento en el que se introduce la exterioridad -objetivación del mundo y del sí mismo-
y se pierde la inmanencia animal. La escritura, por tanto, se valora aquí según su utilidad,
convirtiendo al lenguaje en una herramienta de la actividad productiva. Esta escritura es
de tipo instrumental porque pertenece a una razón instrumental. La escritura poética, por
el contrario, al no pertenecer al orden de la comunicación racional no somete su lenguaje
a reglas ni a cánones institucionales establecidos de antemano para un objetivo
determinado. La escritura poética no funda nada, menos una comunidad y mucho menos
una comunidad cerrada, racional. La escritura poética, al carecer de proyecto, se inventa
y reinventa a través de distintos usos que transgreden cualquier ley que la intente sujetar,
definir. Es un juego y, como todo juego, además de ser inútil, es un fin en sí mismo, lo
cual difiere radicalmente del trabajo -para Bataille todos los libros atractivos son
esfuerzos que se han sustraído del trabajo. Una escritura instrumental es una escritura que
no asume la vida en su radicalidad y que, por tanto, no deja -ni a nosotros- su imperfección
al descubierto; no asume nuestra parte maldita, y convierte toda comunicación en un
instrumento. Si escribir no es una necesidad entonces es un medio para un fin, es un
proyecto. Y si se cierra sobre los límites que ensalza la racionalidad no es una escritura
poética, no desgarra, ni comunica en su desgarramiento, no pone al hombre al descubierto
y tampoco este puede utilizar las palabras para comunicar el delirio de la angustia. En la

21
escritura poética que defiende Bataille «los conceptos se desvían de la órbita de sus
respectivos dominios teóricos y comienzan a colisionar entre sí, haciendo posibles nuevas
conexiones, inesperadas fulguraciones» (Campillo, 1996, p. 14). Como la soberanía, la
escritura poética está abierta a todo el mundo que quiera escucharla o leerla -en fin, que
quiera ser interpelado- y a todo el que quiera comunicar lo miserable de sí mismo.

Se pueden hacer experiencia, dependiendo de qué tipo de escritura se elija, de dos tipos
de literatura. La escritura instrumental, tal y como la hemos definido, quedaría del lado
del mundo profano, mientras que la escritura poética del lado de lo sagrado. Ya sabemos
que en Bataille la paradoja de la necesidad de ambos mundos es irresoluble pero, si
tenemos en cuenta que el mundo profano ha olvidado el sagrado, no está de menos
devolverlo al lugar que le pertenece y hacer una defensa de su emergencia. Dos tipos de
poesía: la que quiere perdurar y se rinde al principio de utilidad; y la que es en y por su
fracaso, asume su negatividad necesaria, su no durar. Dos tipos de comunicación: una
pobre -la de la sociedad profana que confunde actividad con productividad- y otra fuerte,
«que abandona a las conciencias, que se reflejan una a otra, o unas y otras, en ese
impenetrable que es su «“en última instancia”» (Bataille, 2000, p. 277). Una «literatura
soberana», que escribe de forma poética y que, por tanto, hace posible una forma de
comunicación más íntima. Por eso no se puede hablar de obra literaria o poética sino a
través de su desobramiento inherente; la «literatura o poesía soberana» al no tener un
objetivo, no acaba y nunca da nada por finalizado, más allá de ser infinita es una
resistencia a fijar o aislar las significaciones humanas. Si no podemos encontrar en ella la
formulación de una idea de comunidad lo que cabe hacer es, mediante la literatura,
experiencia de la comunidad, comunicándonos.

Del poeta podemos señalar dos aspectos relevantes que se correlacionan y, a su vez,
conectan con los apartados anteriores. Por un lado, el poeta es el “creador soberano”-
conectamos ya directamente con Nietzsche desde aquí. Es el ser que se niega, que rechaza
el sistema, la realidad social, incluso a la filosofía o cualquier intelectualismo. Es un ser
que se reinventa sin solucionar nunca la paradoja interna de la realidad, sino que, por el
contrario, le añade más realidad al mundo mediante la poesía, la empuja hacia la nada a
la que está expuesto y en la que, en definitiva, es. La consecuencia de esta situación es, a
su vez, el segundo aspecto relevante: el artista soberano no necesita reconocimientos,
como hemos argumentado un poco más arriba, no busca su triunfo sino comunicar en su
fracaso –que a fin de cuentas es una culpabilidad-. Por tanto, el poeta no es nadie, es

22
anónimo. Está al margen de las convenciones literarias como son por ejemplo las
antologías, el recuerdo (Kafka pidiéndole a su hermano que quemara sus obras tras su
muerte) y lo más importante: del sujeto. Bataille defiende en la literatura un lenguaje que
irrumpe en la negatividad del discurso, haciendo con ello que el sujeto y cualquier otra
unidad identitaria estalle en mil pedazos. Aquí, el hombre es desposeído de sí mismo, es
una voz silenciosa sobre la nada de un nadie donde, precisamente, para hablar hay que
callar. Se trata de buscar nuevas formas de expresión que vayan más allá de la
significación de las palabras, es decir, de lo indecible; y se trata de comunicar de una
forma inédita. La hipótesis, como conclusión preliminar que se recoge desde aquí es la
siguiente: la literatura y la comunicación están relacionadas por el mal. Profundicemos
en esto.

Lo que queremos decir son tres cosas y por aquí es por donde tenemos que empezar y
acabar para recoger el sentido inédito de la situación que se nos presenta. En primer lugar,
que hay una conexión entre la negatividad de la escritura -es decir, la negatividad que
hace tambalear los cimientos de la identidad y la unidad entre el lenguaje, su autor y lo
que escribe- y la negatividad de la desgarradura que implica la experiencia interior de
nuestra imposible inmanencia. Recordemos que esta última representa la disolución del
sujeto e incorporación del mal -en este sentido el principio de gasto improductivo o
negatividad sin empleo- en la realidad humana. La segunda es que esta negatividad
soberana en la literatura expresa una «moralidad de la cumbre», en la medida en que
mediante ella se expresa el mal, que aquí se identifica con la nada soberana: no quiere la
conservación de los seres sino su pérdida, su transgresión. Y, por último, Bataille ve en
el mal la posibilidad de comunicación:

«Esta comunicación que se nos escapa, cuando el juego literario la exige, puede dejar
una sensación de burla; poco importa que la sensación de algo que "falta", nos remita a
la conciencia de ese algo fulgurante que es la auténtica comunicación. En la depresión
que resulta de estos intercambios insuficientes, donde una mampara de vidrio nos separa,
como lectores, de ese autor, yo adquiero esta certeza: la humanidad no está hecha de seres
aislados, sino de una comunicación entre ellos; jamás estamos dados, ni siquiera a
nosotros mismos, si no es en una red de comunicaciones con los demás: estamos inmersos
en la comunicación, estamos reducidos a esta comunicación incesante, cuya ausencia
experimentamos hasta en el fondo de la soledad, como una sugestión de múltiples
posibilidades, como la espera de un momento en que se resuelva en un grito que los demás
escuchan. Porque la existencia humana no es en nosotros, en esos puntos en que

23
periódicamente se anuda, más lenguaje gritado, espasmo cruel, risa enloquecida, en
donde nace el acuerdo de la conciencia - al fin compartida - de la impenetrabilidad de
nosotros mismos y del mundo». (Bataille, 2000, pp. 273-274)

Dejar de ser aislado, sin embargo, no es una consecuencia de esta situación sino que,
por el contrario, debe haber cierto consentimiento por parte del sujeto a ponerse en juego,
de modo que:

«Los seres, los hombres, no pueden «comunicarse» -vivir- más que fuera de sí mismos.
Y como deben «comunicarse», deben querer ese mal, la mancha, que poniendo su propio
ser en juego, los vuelve penetrables el uno para el otro». (Bataille, 1981, p.20)

Para acabar con este apartado me gustaría resaltar que para Bataille la poesía no debe
resolver la paradoja de cómo, sin proyecto, nos ayuda. Es decir, «la literatura no puede
asumir la tarea de ordenar la necesidad colectiva» (Nancy, 2001, p.133).5 La literatura no
tiene nada que afirmar sino más bien su contrario: se trata de tambalear y agitar cimientos.
Aquí quizás encontremos la exigencia política de Bataille definida, desde la experiencia
literaria, como resistencia al cierre que supone la afirmación del mundo tal y como lo
conocemos. Se trata de estar a la altura de los fenómenos de nuestra realidad que no se
ajustan a los parámetros de la racionalidad, los que siempre se han obviado por inútiles o
por el horror que representan para una moralidad deseable. Da igual, la cuestión se vuelve
interesante en la medida en que si no afirma el mundo y tampoco lo niega -tensión
irresoluble- la consecuencia política es la creación de un nuevo mundo. Un mundo que
en sí mismo reconozca la paradoja de la que participa, un mundo sin proyecto ni
significaciones estancadas en los orígenes rancios de su genealogía conceptual sino
abocado a lo incierto, a lo que no puede medirse. Un mundo que exprese nuestro común
como una ausencia que nos pone en comunicación. En definitiva y para concluir:
mediante la experiencia literaria de la comunidad se puede entender la política como
relato –en tanto que abandona la organización racional de la realidad, es decir, el olvido
de que los conceptos son metáforas- inconcluso –asume la paradoja del ser humano y la
inscribe en una resistencia constante a la clausura de la cumbre sobre el ocaso.

5
La cita está firmada por Bataille pero pasa igual que con Blanchot, no hay referencia bibliográfica al
respecto.

24
25
5. «COMUNISMO LITERARIO», A PESAR DE BATAILLE.
INTERPRETACIÓN DE M. BLANCHOT Y J.-L. NANCY.

«Escribo para quien, al entrar en mi libro,


caiga en él como en un agujero, y ya no salga
más». (Bataille, 2016, p. 146)

Si bien anunciamos, con todo este recorrido, la necesidad de pensar una experiencia
literaria de la comunidad desde las reflexiones de Bataille, no es sino desde un diálogo
más reciente -irónicamente literario- desde el que defendemos esta exigencia. Un diálogo
que surge en 1983 entre la publicación de un artículo del filósofo francés Jean-Luc Nancy
llamado La comunidad desobrada y el libro de Maurice Blanchot llamado La comunidad
inconfesable, publicado el mismo año. Decimos diálogo porque lo que el libro de
Blanchot representa es una respuesta a Nancy, en la medida en que este utiliza la palabra
desobramiento -que es un término creado por Blanchot aunque aplicado al contexto
concreto de la crítica literaria- y, por otro lado, porque la interpretación política de
Bataille que hace Nancy le une a este de una forma que no puede ignorar. Como venimos
diciendo, ese diálogo está unido por una deuda con Bataille por parte de ambos. En el
libro de Nancy encontramos que este busca responder a la pregunta por el ser de la
comunidad (ser-en-común) intentando, a la vez, encontrar una alternativa política (tanto
en lo relativo a la tradición como a la modernidad) en Bataille. Y el libro de Blanchot,
aunque si bien admira y reconoce el empeño de Nancy en pensar la comunidad desde el
lenguaje de lo común -quiero decir, un lenguaje que atiende a la exigencia de la
transformación espacial de las significaciones en la que el lenguaje responde a los sujetos
como singularidades-, Blanchot ve deficiente la interpretación en clave política que
Nancy hace de Bataille. Si bien no son las diferencias sino los acuerdos que hay entre
ambos lo que nos llevará a esbozar el perfil de «la comunidad literaria», en el método que
seguimos aquí, para dicho esbozo, se tiene en cuenta casi con más radicalidad estas
disconformidades -que por otro lado se profundizarán en los siguientes apartados. Las
pondremos a operar de tal modo que, al introducirlas en el debate que se retoma sobre la
exigencia comunitaria, resulten imprescindibles para establecer, a modo de conclusión,
una comunidad entre Blanchot, Nancy y Bataille.

26
En primer lugar, voy a comenzar aclarando en qué consistió dicho diálogo en relación
con Bataille y, más específicamente, con el «comunismo literario». Una vez señalados
los aspectos relevantes del retorno se especificarán y desarrollarán las ideas en las que,
tanto Nancy como Blanchot, coinciden con Bataille. Y, por último, se intentará poner a
dialogar las diferencias que surgen entre estos intercambios con lo anterior, con la
intención de perfilar más profundamente en qué consiste la «comunidad literaria» o, lo
que es lo mismo, la experiencia literaria de la comunidad.

La exigencia comunitaria representa el «disparo de salida» de una búsqueda, que


comienza con Nietzsche y Bataille (desde él) por un pensamiento inédito de la comunidad
literaria. Sin embargo, no podemos decir que dicha búsqueda haya cesado; lejos de eso,
se nos presenta ahora como un tema claramente relacionado con nuestra actualidad con
solo presentar dos requisitos claves de este camino: redefinir tanto política como
ontológicamente el término «comunidad» -cosa que no hemos hecho- y producir el común
desde el «comunismo literario» -cosa que no hemos pensado-. Esta exigencia es común
en los tres autores, por un lado, debido al claro fracaso de todos los proyectos políticos
sobre la comunidad que han surgido a lo largo de la historia de la humanidad y, por otro,
porque caen en la cuenta de que lo que tiene que ser cambiado no es la comunidad sino
el modo que tenemos de pensarla. Esto implica varías cosas, en las que también partimos
del acuerdo: el comunismo ha fracasado porque ha sido traicionado. Lo que exige esta
afirmación no es tanto un revisionismo de Marx -que también- sino la puesta en duda de
la comunidad comunista en tanto que cerrada sobre sí misma. El comunismo reproduce
la lógica del humanismo -ya vimos cómo abarca Bataille este tema: el hombre entendido
como fin, es decir, como productor de su esencia en sus obras y acciones, o lo que Nancy
llama «inmanentismo»6. Y la comunidad, que sería ahora puesta también sobre este plano
inmanente, sería pensada por el comunismo como hecha por los hombres, en la que
efectúa su esencia, que es a la vez la esencia del hombre. Lo que el comunismo realiza
con este gesto es la negación de la soberanía del hombre, del exceso y la carencia que hay
en la imposibilidad de nuestra inmanencia. Y la decadencia de este gesto: «desde
entonces, el vínculo económico, la operación tecnológica y la fusión política (en un
cuerpo o bajo un jefe) representan o más bien presentan, exponen y realizan

6
«La comunidad desobrada», p.16.Aunque inmanentismo tiene el mismo sentido que totalitarismo Nancy
tiende a poner esta palabra para evidenciar cierta diferencia entre lo que conocemos como totalitarismo
clásico y el totalitarismo o autarquía de la inmanencia, que acoge el resto de políticas actuales, como lo son
las demócratas.

27
necesariamente por sí mismos esta esencia» (Nancy, 2001, p.16), que a su vez es «el
origen aparentemente sano del totalitarismo más malsano» (Blanchot, 2016, p.13). Lo
mismo pasa cuando Bataille defiende el antinacionalismo de Nietzsche: está haciendo, al
mismo tiempo, una crítica a pensar la soberanía (o el superhombre nietzscheano) en
términos de dominación y opresión, es decir, el exceso de la trascendencia puesto o
instituido en la inmanencia.

La comunidad que se les presenta, conjuntamente, aunque a tiempos dispares, lo hace


ausentándose. Bataille, Blanchot y Nancy comunican, en la desgarradura del éxtasis, «la
pena y el placer que provienen de la imposibilidad de comunicar cualquier cosa sin tocar
el límite en el que el sentido todo entero se derrama fuera de sí mismo, como una simple
mancha de tinta a través de una palabra, a través de la palabra “sentido”» (2013, p.78).
La comunicación -que podríamos categorizar como «fuerte» desde Bataille- a la que nos
referimos, resulta de una exposición soberana, es decir, de un no-sujeto -porque el sujeto
de Bataille es traducido en estos autores como singularidad en el sentido que la relaciona
con el éxtasis y, por tanto, se opone al individuo-, solo puede tener lugar en la comunidad.
Por eso para Nancy: «la comunidad es la conciencia extática de la noche de la inmanencia,
en tanto que una conciencia parecida es la interrupción de la conciencia-de-sí» (2001, p.
43).

La deuda que tienen respecto a Bataille comienza desde aquí: en primer lugar, por
recuperar el valor de la soberanía en contraposición al individuo y, lo que de suyo la
soberanía expone, que no es sino una nada: crítica de la degradación de esta nada que ha
realizado la metafísica del Sujeto suprimiéndola o simulándola en la inmanencia. En este
sentido la comunidad es el espacio, la experiencia de una exterioridad (de una nada), es
decir, de la imposibilidad de un mí-mismo porque este siempre refiere a un fuera-de-mí.
De modo que
«la existencia de cada ser reclama lo otro o una pluralidad de otros […] Reclama, por
eso una comunidad: comunidad finita, porque ella tiene, a su vez, su principio en la finitud
de los seres que la componen y que no soportarían que ésta olvide llevar a un grado de
tensión más alto la finitud que los constituye». (Blanchot, 2016, p.19)

Un grado en el que Bataille se perdió y en el que Blanchot y Nancy intentan


encontrarlo. Como dijimos al principio, las disconformidades respecto a Bataille
muestran, en parte y a la misma vez, una deuda. Nancy expresa en La comunidad
28
desobrada que el fracaso de Bataille fue detenerse precisamente en la paradoja – «de un
pensamiento imantado por la comunidad, y sin embargo reglado por el tema de la
soberanía de un sujeto» (2001, p. 48)- que constituía el camino hacia el que sin darse
cuenta se dirigía: el esbozo de «una libertad que desea la igualdad deseable» (2001, p.
46). Punto en el que comienza a esbozar el ser-en-común de la comunidad. No es de
extrañar que los años más políticos de Bataille se detuvieran, junto a la escritura de su
obra, en la soberanía. Y que la misma tentativa de una experiencia interior, el misticismo
más denunciado de Bataille o relevo de Hegel fuese, al mismo tiempo, la renuncia a toda
forma de comunidad política. Ya lo dijimos: Nancy busca en Bataille una política inédita
que no acaba encontrando, a su vez este intento es la razón, en parte, de la Comunidad
Inconfesable, de Blanchot: la querella de que Bataille no ofrece ningún proyecto político
comunitario particular. Pero, al mismo tiempo, estos autores desechan igualmente la idea
de enmarcar a Bataille en su propio fracaso, se encuentran y comunican en y con su
escritura para afirmar que: «la existencia es comunicación -que toda representación de
la vida, del ser, y en general de “cualquier cosa”, debe verse a partir de allí» (Bataille,
2016, p.125). La comunidad deseable para Bataille consistía precisamente en la
experiencia azarosa de la soberanía, de la nada, la cual implica la apertura a una
comunicación inédita. Este vínculo entre la angustia y la comunicación se malogra con
un pensamiento del sujeto y de la comunidad tradicional. Lo cual expresa un camino
inédito que inaugura Bataille, convirtiéndolo en, según Nancy y Blanchot, «quien más
lejos ha ido en la experiencia crucial del destino moderno de la comunidad» (2001, p.36;
texto citado en 2016, p.15). Como sabemos, la solución que dio Bataille al problema de
la comunidad consiste en la «comunidad de los amantes», un vínculo pasional que es
fronterizo con el de la comunión, y la «comunidad literaria» que le une a Nietzsche. No
hablaremos aquí más sobre esto porque, por un lado, ya lo hemos desarrollado
anteriormente y por otro, porque conforma el camino por el que Blanchot y Nancy se
encuentran con Bataille y que conecta directamente con esto que hemos llamado
«comunismo literario», lo cual vamos a desarrollar más profundamente en los siguientes
apartados. Aquí de lo que se trata es de ver en qué punto conectan los tres autores y de
qué manera desarrollan y entienden, cada uno por su cuenta, en qué consiste lo común y
que tipo de consistencia tiene la comunidad. En el caso de Nancy el propio título de la
obra¸ La comunidad desobrada, contiene ya suficientes pistas para ver el ritmo de sus
términos: desobramiento, partición, reparto… El común de Nancy refiere a una soberanía
compartida, lo cual pone la relación como condición de posibilidad de los seres y su

29
comunicación; y la comunidad, por tanto, refiere a la simple exposición de la finitud
constitutiva de nuestro ser-en-común. En Blanchot, por el contrario, el común consiste en
la «relación sin relación»7, en el encuentro como instante que se presenta ausentándose,
un habla no compartida. «La comunidad ocupa, por tanto, este sitio singular: asume la
imposibilidad de su propia inmanencia, la imposibilidad de su ser comunitario como
sujeto. La comunidad asume e inscribe en cierto modo la imposibilidad de la
comunidad…» (2016, p.27).

Podemos describir este intercambio de manera positiva y negativa. Lo que resulta


interesante del artículo de Nancy es la forma de retomar la comunidad como objeto de
aproximación política y ontológica -quiero decir, desde y a pesar de Bataille-, lo cual
significó para Blanchot un acierto en el que, sin embargo, no podemos detenernos: la
lectura de Blanchot de la comunidad de Nancy le exige, por su parte, la responsabilidad
de volver a leer a Bataille -tal vez por la amistad que les unía o tal vez por la exigencia
política que se apresuraba sobre él-, y perfilar las etapas en las que evoca la comunidad
(a la vez que en la segunda parte intenta señalar los rasgos de la experiencia comunitaria).
Blanchot hace corresponder estas experiencias con la comunidad negativa que asume en
su planteamiento. La parte negativa constituye lo que sería la otra cara de la Comunidad
inconfesable, la crítica que realiza Blanchot acerca de la interpretación de Nancy sobre
Bataille desde una perspectiva política. De acuerdo con ella, no podemos encontrar de
hecho ningún proyecto efectivo de comunidad en Bataille; se sustrae de ese intento en la
medida en que asume su imposibilidad. La comunidad «de los que no tienen comunidad»
o la «ausencia de la comunidad» no es el fracaso de esta -no caigamos en esto y no nos
perderemos en la arbitrariedad de una indeterminación inconsistente- sino que muestra la
necesidad urgente de redefinir lo que para nosotros constituye no solo lo ontológico del
común sino, ya también -a la vista está-, lo político. Si bien esto no es ajeno a Nancy -lo
evidencian sus estudios en el Centro de Investigaciones filosóficas sobre lo político8-
podemos afirmar, ya no solo desde Blanchot sino también desde el propio Bataille, que
hay una tarea importante de reelaboración del término «política». En el caso de Bataille,
podemos hablar de este intento de reelaboración cuando habla de la heterología. En la

7
Hay una interesante hipótesis en Cristina Rodriguez, en la que propone una lectura del libro L’”il y a”
du rapport sexual, publicado por Nancy en 2001¸en clave de respuesta al libro de Blanchot. Aunque el
destinatario expreso es Lacan, Cristina ve en este “hay” de la relación sexual una correspondencia con el
“sin relación” de la relación blanchotiana. Lo encontramos en: Rodriguez, C. (2012). Jean-Luc Nancy y
Maurice Blanchot: el reparto de lo inconfesable, Escritura e imagen, Vol.8 (Núm. 12), 259-276
8
En concreto me refiero a los textos de: «La “retirada de lo político”» y «Retrazar lo político» (2012)

30
medida en que es una apuesta por la introducción de los elementos «heterogéneos» del
mundo, así como de nuestra praxis, podemos afirmar también una especie de «exigencia
política» novedosa que participa de la asunción y gestión de estos elementos. Hemos visto
de qué forma la inquietud política de Bataille está motivada por el éxtasis: comunicación
de mi finitud. Pero la soberanía es tanto política (comunidades del exceso y la pasión:
comunidad de los amantes y literaria) como -y de forma más radical- ontológica. Quizás
la crítica más clara que le hace Nancy sea justamente esta indiferenciación, porque -para
él- en realidad fue eso lo que le impidió continuar por el camino de la comunidad,
quedándose en «lo privado» del éxtasis: «la comunidad que se rehúsa al éxtasis, el éxtasis
que se retira de la comunidad, y ambos en el gesto mismo por el cual cada uno
compromete su propia comunicación» (2001, p. 45) Lo que prueba la insuficiencia de una
política efectiva en Bataille que demanda Blanchot. Demanda que a la vez recoge en su
propia posición ontológica y política respecto al tema.

[Hay algo que me gustaría comentar antes de seguir: se invita aquí a la sospecha de
que la amistad que unía a Blanchot con Bataille tenga un efecto un tanto perverso en
cuanto a su interpretación: el peligro de leer a un amigo radica en que no lo hago otro
sino en tanto a o respecto a mí. Quiero decir, vulgarmente: ¿Blanchot leyó o se «comió»
a Bataille?]

En cuanto a Blanchot, sigue la premisa de la exigencia comunista, sobre todo a partir


de los años 50, donde podemos encontrar textos como Leer a Marx (1971) donde muestra
concretos perfilamientos políticos. En La comunidad inconfesable quizás sea más difícil
encontrar una apuesta política definida, pero en realidad nada tiene de dificultad si
recordamos que para estos autores era necesario redefinirla. En esta redefinición también
se tiende a una indiferenciación, una tensión siempre irresoluble entre lo que está sujeto
a condiciones de posibilidad y lo que insiste en la exigencia ontológica de lo
indeterminado, el éxtasis. Para Blanchot no hay decisión posible, tenemos que quedarnos
en esta tensión, pero una tensión no resoluble -recordemos la herencia de Bataille- porque
la fusión nunca debe tener lugar; lo que se traduce al final en esta sentencia de Nancy:
«La “comunidad” nos está dada, es decir, que un “nosotros” nos está dado antes de que
pudiéramos articular un “nosotros”, y menos aún justificarlo» (2016, p. 115). También
hay cierto privilegio -como en Bataille- en esta indiferenciación, por lo ontológico, es
decir, por lo indeterminado, lo imposible o lo infinito.

31
Nancy, si bien ha sido el más insistente en diferenciar lo político de lo ontológico -lo
vemos sobre todo en sus escritos posteriores-, no es ajeno a esta tendencia. En La
comunidad desobrada, lo hemos dejado ver en más de una ocasión a lo largo de este
trabajo, encontramos restos de esta indiferenciación. Pero si es cierto que habría que darle
al Nancy posterior cierta voz al respecto de este asunto, porque presta una apuesta
novedosa e interesante que nos concierne a todos: la comunidad es más que solo política
pero, al mismo tiempo, no puede dejar de ser política, es decir, es en relación a la política
por lo que lo que el ser-en-común tiene un sentido, en la medida en que es mediante la
política cómo podemos acceder al sentido, múltiple o plural, de la existencia. Aun así,
Nancy asiste a la obsesión de Bataille, al punto en el que la comunicación se desvela
esencialmente paradójica y en el que, ya sin nombre que darle, Bataille cesa de pensar la
comunidad.

«Por el momento, digamos que, a falta de nombre, es necesario movilizar palabras,


para volver a poner en movimiento el límite de nuestro pensamiento. […] Lo que
significa, aquí, que sólo un discurso de la comunidad puede indicar, agotándose, a la
comunidad de su partición (es decir, no presentarle ni significarle su comunión). Una
ética, una política del discurso y de la escritura están evidentemente implicadas aquí»
(Nancy, 2001, p. 53)

Un «comunismo literario» en el que dialogan, en el sentido menos clásico de la


palabra, Bataille, Blanchot y Nancy. Se trata de postular la comunidad sobre el límite de
la literatura. Si bien hemos entendido el sujeto de la comunidad como singularidad
(Nancy desde Bataille) y a la comunidad como el reparto del común -lo que no puede
reducirse a un todo o una unidad, a una fusión o comunión. Nancy profundiza sobre en
qué consiste la articulación siempre abierta del sentido y de la praxis de la comunidad, lo
que él llama la «interrupción del mito». Ya hablamos más arriba de cómo se conformaba
el trío literatura-mito-comunidad, bien es cierto que a pasos cortos y no muy bien
perfilados. Pero lo que en definitiva se intentaba era dar cuenta de que el mito se relaciona
con un tipo de voz, la de la comunidad, en el sentido de que comunica el sentido del ser-
en-común, lo cual implica un revés, que es su ruina y donde justamente tenemos que
interrumpirle, es decir, porque implica la voluntad del «inmanentismo»; y su
consecuencia: pensar en la voz de la comunidad del «mito interrumpido», o lo que es lo
mismo, pensar un sentido político de la literatura comunitaria. Esta es la apropiación que
hacen de Bataille, tanto Nancy en la hipótesis que acabamos de reformular, como

32
Blanchot que, por otro lado, ve en la literatura un espacio de indagación autónomo en el
que el lenguaje sobrepasa los límites de las categorías semánticas y sintácticas, es decir,
donde la escritura ya no es instrumental. La “triada” blanchotiana consiste en literatura-
amistad-comunidad, en este punto del trabajo basta con mencionarlo. Blanchot, junto a
Bataille, defiende la no-función del lenguaje o, en todo caso, su inutilidad (así queda
reflejada la diferencia entre la literatura que defienden y la que critican, que no es otra
que la que está al servicio del principio de utilidad). Y defienden un tipo de lenguaje que
responda a la exigencia de un afuera, es decir, la exigencia de ser inacabado. Se trata de
un movimiento que se hace deshaciéndose pues consiste, precisamente, en un diferir
constante. La negatividad de la comunidad que defiende Bataille sigue este mismo
movimiento en la medida en que nunca puede ser asumida por un sentido inequívoco y
definitivo -la ausencia como destino-.

Sintetizando: lo que conecta la comunidad con la literatura, o lo que es lo mismo, el


sentido del «comunismo literario», es su disposición comunicativa -lo vimos en la
relación del mal con la literatura: «la comunicación profunda sólo puede hacerse con una
condición: que recurramos al Mal, es decir, a la violación de la prohibición» (Bataille,
2000, p.281). Porque es precisamente mediante esta disposición como la literatura
expresa la exigencia comunitaria. Sin lugar a duda nos encontramos, mediante los tres
autores, con una experiencia radicalmente intensa del lenguaje. En las siguientes páginas
desarrollaré en qué consiste el «comunismo literario» analizando la relación entre
literatura y política. Si bien lo que hemos hecho junto a Bataille es demostrar la estrecha
y necesaria relación que hay entre estas instancias, es necesario diferenciar, junto a
Blanchot y Nancy, entre «lo político de la literatura» y «lo literario de la política».

33
6. «LO LITERARIO DE LA POLÍTICA». JEAN-LUC NANCY

Es necesario comenzar por aquí: la «comunidad literaria» de Nancy no versa sobre


la «literatura comunista». Pero tampoco la excluye, quiero decir, si nos referimos, por
ejemplo, a la lectura que Nancy (2001) hace de Marx: «lo que Marx designa es la
comunidad en cuanto formada por una articulación de “particularidades”, y no en cuanto
fundada en una esencia autónoma que subsistiría por sí misma y que reabsorbería o que
asumiría en ella los seres singulares» (pp.139-140). Nancy supo ver a tiempo que podría
dar lugar a una usual confusión y decidió renunciar a ella. Nosotros, sin embargo, si bien
no renunciamos es por dos motivos: por un cierto homenaje a Bataille y porque considero
que, si bien el trabajo ha cumplido su promesa, ya tenemos suficientes contornos de a lo
que el término refiere como para esquivar lo que tiene de equívoco.

Por otro lado, también tendríamos que detenernos en este otro dato: Nancy
entrecomilla la palabra «escritura» para desmarcarse de la escritura que hemos definido
como instrumental, una escritura destinada a la producción y fijación de significado e
identidad. La «escritura», por el contrario, es la inscripción de un sentido siempre
pospuesto, diferido y en permanente devenir. Vimos esto cuando hablamos de la
interrupción del mito; la «escritura» es precisamente esa voz de la interrupción:

«ahí ya no escucho (ya no esencialmente) lo que el otro quiere decir(me), sino que
escucho que el otro, o un otro, habla, y que hay una archi-articulación esencial de la voz
y de las voces que constituye el ser en común mismo: la voz es siempre en sí misma
articulada (diferente de sí misma, difiriéndose ella misma)». (Nancy, 2001, p.141)

Tampoco podemos olvidar que en realidad es la propia literatura la que crea el mito,
lo cual la une de manera inevitable pero, a la misma vez, su trazo le interrumpe, es decir,
se interrumpe a sí misma. En el fondo, la literatura en tanto que suspensión y diferir del
sentido, interrumpe su propio logos -que es el mito en este caso-. El ser-en-común de
Nancy es singular y plural. Pero no tiene un lugar, la comunidad siempre se mantiene
ausente en estos autores. La comunidad en tanto que desobrada, es decir, en tanto que no
hace obra de sí misma, no puede presentarse; no hay un espacio para ella, sino que, más
bien, es ella misma espaciamiento. La consecuencia que resulta no nos deja indiferentes:
la comunidad es resistencia para subsumirse en una unidad o totalidad, ya sea
trascendental o inmanente. No vamos a volver sobre el peligro que representa una

34
comunidad cerrada sobre sí misma. Es suficiente con recordarlo para subrayar que la
comunidad nunca podrá ser acabada porque no reúne, sino que reparte: es exigencia
constante de apertura e incompletitud.

Se podría decir que una comunidad de singularidades es una comunidad de escritores.


Según Nancy la «escritura» expone la borradura que se inscribe al escribir, es decir, la
partición de la comunidad o la comunidad sin comunión. A su vez la comunidad «asume
e inscribe -es su gesto y su trazado propios-, de alguna manera, la imposibilidad de la
comunidad» (Nancy, 2001, p.35), es decir, constituye una articulación siempre abierta del
sentido y de la praxis. Esta es la razón de la interrupción, la evidencia de que somos siendo
expuestos al otro y a su exposición. El «comunismo literario» es la expresión de esta
experiencia comunitaria, es decir: de estar expuesto al afuera y ofrecido a los demás.
Debemos entender el paso que dio Nancy cuando pone en el lugar de la «comunidad de
los amantes» de Bataille a la comunicación y la partición. Este gesto, aunque parece
descontextualizado, tiene este sentido:

«Mientras que el habla de los amantes busca para su gozo una duración a la que se le
sustraiga el gozo, la “escritura”, en este sentido, vendría a inscribir, al contrario, la
duración colectiva y social en el instante de la comunicación, en la partición». (Nancy,
2001, p. 75)

Podemos apuntar, ahora sí, directamente en qué consiste esta relación entre comunidad
y literatura. Desde estos autores, aquí más concretamente Nancy, vemos la literatura como
la distribución y articulación de las voces plurales y singulares cuyo sentido es un límite,
pero un límite que a la vez es apertura de sentido inagotable que da lugar a la
comunicación. La comunidad aquí ya no es vista de manera orgánica: no se hace, sino
que se practica. Para Nancy la articulación mediante la que la comunidad se realiza y se
comparte es inorgánica9, aunque sea esencial a los seres singulares, porque la articulación
no es un sistema operatorio de fines. Nancy se sirve de la definición kantiana de
organismo para contraponerla a la comunidad. La articulación no es una organización
(forma y razón final del conjunto) pero puede estar en un sistema, no nos confundamos.
La totalidad es vista, desde este paradigma, como el juego de dichas articulaciones. El
objetivo, por consiguiente, de relacionar comunidad y literatura mediante la

9
Podemos ver desarrollada también esta idea de «comunidad inorgánica» en clave blanchotiana, desde un
artículo de Emmanuel Alloa titulado «La comunidad inorgánica: hipótesis sobre el comunismo literario
en Novalis, Benjamin y Blanchot». Aquí plantea la posibilidad de una comunidad literaria, entre otros
autores, desde Blanchot, que funcione como «testigo de la fragmentación del sentido» (2018, p.97).

35
comunicación no es otro que el de apuntar en dirección a una praxis inaudita. Praxis que,
por otro lado, consiste en una resistencia en la medida en que no puede ser pensada como
una esencia completa; resiste a ser asumida en una unidad. La literatura le concierne de
dos maneras: porque da un punto de vista desde el que interpretar la exigencia
comunitaria, y porque nos propone una lectura mucho más esencial que cualquiera que
tienda a embellecer o racionalizar la experiencia de la comunidad.

A propósito de esto: es necesario que las obras estén ofrecidas a la comunicación


infinita de la comunidad. Es decir, «presentada, propuesta y abandonada sobre el límite
común donde se reparten los seres singulares» (Nancy, 2001, p. 136). Si está ofrecida de
este modo entonces no hay un lugar o un espacio común sino la partición de los lugares.
En este sentido la obra debe estar ofrecida en su desobramiento, que es lo mismo que
decir que la obra esté abandonada en cuanto obra. Nancy se sirve de Marx para demostrar
de qué manera su comunidad es una comunidad de literatura. Mediante la escritura de
Marx podemos ver de qué manera el común antecede a la producción: la comunidad, en
tanto que particularidad siempre expuesta, resiste a la instrumentalización del espacio de
producción. Porque el capital niega a la comunidad en la medida en que invierte el orden:
pone por delante de ella a la identidad, la producción y los productores, lo cual converge
en una comunicación pobre -de la mano de Bataille, ya lo vimos: comunicación
operatoria, calculadora- de las obras. En esta lectura podemos interpretar el comunismo
de Marx como una comunidad sin fin sobre el que descansar, una comunidad abierta a la
articulación del común. El comunismo capitalista, por el contrario, hace obra de muerte,
porque en él la diferencia ya no le pertenece a la obra. Mediante la división de tareas,
Marx no divide una generalidad previa sino que articula unas singularidades con otras, en
este sentido se cumple la cita a la que hemos hecho referencia al principio de esta parte:
lo que quiere decir que la comunidad es establecida antes de la producción, «no lo es
como un ser común que preexistiría a las obras, y que tendría ahí que ser puesto en obra,
sino en cuanto a un ser en común del ser singular» (Nancy, 2001, p. 140).

Por otro lado, habría que concretar acerca de eso que hemos denominado como «lo
literario de la política». Enlacemos desde esta cita de Nancy:

«Si lo político no se disuelve en el elemento socio-técnico de las fuerzas y de las


necesidades […], debe inscribir la partición de la comunidad. Político sería el trazado de
su comunicación, de su éxtasis. “Político” querría decir una comunidad que se consigna
al desobramiento de su comunicación, o en cuanto destinada a dicho desobramiento: una

36
comunidad que hace conscientemente experiencia de su partición. […] Esto implica estar
ya comprometido en la comunidad, es decir, hacer, de la manera que sea, la experiencia
de la comunidad en cuanto comunicación: esto implica escribir. No hay que dejar de
escribir, no hay que dejar de exponerse el trazado singular de nuestro ser-en-común».
(2001, p. 77)

Una política un tanto peculiar, si se me permite la opinión. Ya lo dijimos en algún


momento: Nancy no es ajeno, como Bataille y Blanchot, a la necesidad de renovar el
término «político» y «política». Y en esta estructura de la comunidad encontramos un
sentido político hasta ahora desconocido: en la exposición de la partición, que da lugar a
la comunicación que no crea vínculo sino distinción y yuxtaposición. El sentido político
de la distinción requiere, en primer lugar, de una crítica a la forma de entender la
subjetividad. Ya lo vimos a propósito de Bataille, se precisa de una soberanía que no sea
pensada como sujeto, es decir, como individuo o colectivo. La política, en este sentido
debe ser pensada sobre una «retirada» (retrait), de sí misma en cuanto a como se ha
concebido hasta ahora, bajo ese paradigma metafísico del sujeto y conformando la
comunidad en torno a espacios para hacerla presente. Y en cuanto al vacío que deja esa
retirada, que no es sino el espaciamiento de la comunidad, la política debe mantener y
asegurar su indeterminación. La política, así entendida, debe procurar eso que hemos
expresado desde Nancy, es decir, que tenga lugar el «tener lugar» sin lugar, o lo que es lo
mismo, sin obra que la realizara. La política está consignada al desobramiento en la
medida en que proporciona las condiciones de posibilidad de esta comunicación en el
sentido fuerte de la palabra.

La tarea de nuestro tiempo parece consistir en hacer figura, desde la política, de lo


infigurable, pero ¿es esto posible? Quiero decir, si como ya hemos visto la comunidad
negativa consiste en una ausencia de comunidad, ¿cómo podemos dar un sentido político
y un espacio común sin figuración? Desde Nancy tenemos la solución justo en ese aspecto
en el que la política tiene una parte de literatura. Más que una figura sería un «trazo»
(trait), entendamos que en el trazo obviamente hay algo de figura pero, al mismo tiempo,
conseguimos conciliar con un movimiento transitivo y el carácter insustancial del mismo.
La solución, por tanto, está en la «escritura» porque tiene una naturaleza política.
Mediante la «escritura» podemos trazar los contornos del ser-en-común sin hacer de él
una figura clausurada sobre sí misma, podemos figurar el entre o la distinción a la que
hemos aludido antes de manera infigurable. Desde la lectura de Cristina Rodríguez

37
Marciel, en su tesis doctoral llamada Nancytropias (2011) podemos ver esa relación de la
política con la «escritura» en tanto que esta consiste en una relación de fuerzas. De este
modo se opone a los poderes y resulta una resistencia a subsumirse a una significación -
esto aquí no es nuevo porque ya hemos visto de qué manera la «escritura» inscribe la
singularidad y pluralidad de voces-. Lo que me gustaría traer de esta autora es la
consecuencia política que tiene dicha resistencia cuando se coloca en la dimensión del
mundo:

«“El sentido del mundo”, en cuanto “escritura”, debe evitar precisamente que, por
ejemplo, los discursos sobre “pluralidad”, “mestizaje”, “multiculturalidad” acaben
convirtiéndose en nuevas identidades al articularse bajo significaciones. El sentido del
mundo en cuanto escritura se “interesa por lo que mantiene el mundo como existencial
mundial: resistencia a la clausura de los mundos en el mundo tanto como la de los ultra-
mundos. Desbroce a cada instante de este mundo-aquí”». (Rodríguez, 2011, p. 127)

Una política como esta, entendida como apertura, es una apuesta por un futuro
indefinido, inacabable, aún y siempre por llegar. Pero indica un movimiento o, mejor
dicho, la inclinación hacia una dirección en la que, hasta ahora, no nos habíamos detenido
a pensar. Una política que se defina por mantenerse abierta al futuro implica que asume
la incertidumbre y el diferir constante de la existencia. Y, por otro lado, no queda reflejada
en un espacio físico concreto como sí lo hacen los cuerpos políticos con los que
convivimos. La exigencia política se define precisamente por configurar espacios que
resistan a la figuración de un cuerpo soberano. La idea de crear un mundo de manera
constante implica una doble tarea: por un lado, ya se ha remarcado demasiado en ello
como para conformarnos con su mención, la de trazar y retrazar una y otra vez el límite
común en el que se reparten los seres singulares (excribir); por otro lado, y de forma
paralela, la crítica continua del mundo tal y como es, que hace que nunca llegue a
paralizarse o clausurarse en una significación o sentido último. Podemos hablar ya, en un
sentido enfático, de «lo literario de la política» cuando vemos que la política late al mismo
ritmo que la literatura cuando asume la tarea de hacer del mundo un lugar en el que
convivan las irresolubles contradicciones de la realidad, ya no humana sino, podríamos
decir desde Nancy, singular plural.

En otro orden de cosas, pero no sin alejarnos del todo, me gustaría acabar mencionando
algunos perfilamientos que, si bien fueron posteriores al contexto concreto del

38
«comunismo literario», creo que son de interés para ver en qué términos se ha seguido
con la reflexión. En referencia a la relación entre política y literatura hay un texto de Jean-
Luc Nancy publicado en 1995 y titulado «Autour de la notion de communauté littéraire»
que sería conveniente mencionar10. Aquí señala nuestra necesidad de aprender una
heterogeneidad, es decir, la necesidad de la ausencia de cumplimiento del vínculo,
irreductible entre el anudamiento (política) y la separación (literatura). Pero a la misma
vez, nos recuerda que las dos se involucran, aunque eso no conlleva una fusión o
superposición. Más bien, lo que resulta de esta referencia mutua es un límite y no un
principio o un fin. Son dos caras del desobramiento que, necesariamente, tienen que estar
separadas. Porque lo que pone a la literatura en el límite de la política es que escribe el
movimiento que supera el significado y en el que ningún sentido sería propuesto o
comprometido. Según Nancy hay y había una doble proyección o ficción de la política en
la literatura y de la literatura en la política. Esta ha sido considerada como la verdad «del
uno y del otro, de uno por el otro y de uno a otro» (1995, p. 36). Esta verdad común del
comunismo, que es fascismo en el fondo -politización de la literatura y política literaria:
sucumbe a realizar la comunidad como significado y rechaza enfrentarse a lo que tiene
de inalcanzable el significado del ser-en-común. En su contra, Nancy defiende que la
democracia, al no tener que describir un buen desempeño de las personas bajo el Estado
de lo correcto, procura la tensión mantenida de la «gente» a su rendimiento figurativo, es
decir: entre la literatura que no logra una figura de la «gente» y la política que está
condenada a manejar una dominación para la subversión de lo que no tiene figuras de
pueblo. Según Nancy esta tensión conduce a la que hay en el límite entre la literatura y la
política.

10
Nancy, J.L. (1995). «Autour de la notion de communauté littéraire». Tumultes, Vol. 6 (Núm. 2), 23-37

39
7. «LO POLÍTICO DE LA LITERATURA». MAURICE BLANCHOT

Maurice Blanchot responde a La comunidad desobrada el mismo año que esta se


publica. Este hecho, ya lo aclaramos antes, obedece a dos sentidos en los que se da por
aludido: el uso del término desobramiento que es recurrente en las reflexiones literarias
de Blanchot; y el encontrar, desde Bataille, una política de la comunidad novedosa que,
de hecho, según Blanchot, fue el error de Nancy. Que La comunidad inconfesable exprese
una respuesta crítica por parte de Blanchot es algo que podemos deducir simplemente
viendo el desplazamiento que hace del título nanyciano al suyo, es decir, del
desobramiento a lo inconfesable. Pero como decimos, también es una respuesta
admirativa al modo en el que Nancy retoma la reflexión de la comunidad, la búsqueda del
común. La crítica quizás no sea solo al modo en el que ha interpretado, en clave política,
a Bataille, sino una crítica inherente al movimiento incesante de dicha reflexión que,
desde aquí, más que un punto final requiere de un punto y seguido. Al mismo tiempo
quiero aclarar que Nancy no ignoraba esto, sino que más bien lo pedía a gritos: «solo
podemos ir más lejos» (Nancy, 2001, p.78). Seguida de la incertidumbre, del más allá
inabarcable que se tensa con un acá más específico, la comunidad en tanto que rehúsa a
hacer obra, «la comunidad desobrada, sobre la que Jean-Luc Nancy nos ha llamado a
reflexionar sin que nos esté permitido pararnos allí» (Blanchot, 2016, p. 46). ¿De qué
modo podemos ir más lejos que Nancy, desde Blanchot? ¿Qué es, en definitiva, lo que no
nos permite conformarnos con él? Nancy supo, tras leer La comunidad inconfesable,
aquello en que su autor le insistía: «Blanchot me significa o más bien me señala lo
inconfesable» (Nancy, 2016, p. 107). La respuesta de Nancy, si bien tardía, reconocía el
reclamo de lo inconfesable, pero a su vez -señalamos desde aquí la dirección que toman
las reflexiones nancynianas posteriores al intercambio- haciendo hincapié en la
separación de la política respecto a la ontología11. Lo que quiero decir con esto es que
Nancy, a su vez, también comunica con Blanchot mediante un gesto crítico que, por otro
lado, implica también un cierto homenaje. Con Bataille igual que con Blanchot: una
deuda, pero también su superación o desvío. No me detendré más en este aspecto, pero
convenía señalarlo de nuevo, reubicado en el contexto de «lo político de la literatura»

11
Para ver el desarrollo de esta idea consultar: Alvaro, D. (2017). Ontología y política de la comunidad.
El tenue hilo entre Bataille, Blanchot y Nancy. Agora, Vol. 36 (Núm. 2), 53-73. Daniel hace una lectura
de la comunidad en torno al modo en que se diferencian política y ontología en estos tres autores.

40
desde Maurice Blanchot, para establecer en qué términos creamos las distancias respecto
a Nancy. Lo volvemos a decir: la separación de lo político respecto a lo ontológico en
Blanchot se debilita en la medida en que favorece lo infinito y, consecuentemente, le da
a la política una potencia infinita que, como denuncia Nancy, resquebraja la distancia.
Este infinito que es el desvanecimiento de Eurídice, es lo que sintoniza la literatura o a
las artes en general con la exigencia comunitaria y, esta a su vez, con una política
atravesada por lo indeterminado. Por otro lado, creo que merece la pena relacionar esta
apuesta por lo inconfesable con la crítica que hace de la interpretación nancyniana de
Bataille, porque precisamente la comunidad desobrada reposa sobre una obra
inconfesable en Blanchot. Con lo cual, lo inconfesable vendría a reflejar el papel del
infinito respecto a lo político en la medida en que tanto Blanchot como Bataille no
contemplan un proyecto efectivo de comunidad política. El infinito está en tensión
constante con el presente finito y determinado de nuestro ahora más inmediato. En
síntesis, diríamos que el desplazamiento del desobramiento a lo inconfesable va a
significar, desde aquí, dos movimientos paralelos: por un lado, el de continuar con la
reflexión de la comunidad desde el alejamiento que había descrito Nancy respecto a los
modos tradicionales de abarcar la cuestión. Se trata de una exigencia comunista que
traslada, al mismo tiempo, las condiciones de posibilidad -o mejor deberíamos decir,
desde Blanchot: de imposibilidad- de la misma. Y, por otro lado, que no nos podemos
detener en la comunidad desobrada de Nancy sino avanzar, más allá de ella, desde la
premisa de que a todo desobramiento le precede una obra, en este caso inconfesable.

«Lo que es inconfesable no es indecible. Al contrario, lo inconfesable no cesa de ser


dicho o de decirse en el silencio íntimo de los que podrían pero no pueden confesar.
Imagino que Blanchot quería intimarme ese silencio y lo que este dice: requerírmelo y
hacerlo entrar en mi intimidad, como la intimidad misma- la intimidad de una
comunicación o de una comunidad, la intimidad de una manera de obra más íntima más
enterrada que cualquier desobra, haciéndolo posible y necesario pero no dejándose
disolver en ella. Blanchot me solicitaba no detenerme en la negación de la comunidad
comunial y pensar más allá de esta negatividad, hacia un secreto de lo común que no es
un secreto común» (Nancy, 2016, p. 108)

Pensar «más allá de la negatividad» implica, en La comunidad inconfesable, dividir el


texto en dos partes que, a su vez, podemos leer de dos maneras. La primera, titulada «la
comunidad negativa» es, por así decirlo, la respuesta a Nancy en la medida en que
corresponde con una definición de la comunidad en cuanto al principio de incompletud o

41
de insuficiencia -siguiendo a Bataille- ligada a cierta clase de escritura. Pero, al final de
esta parte, «el infinito del abandono», «la comunidad de los que no tienen comunidad»
(Blanchot, 2016, p. 49). A la vez, habla de los grupos de Bataille -es decir, el grupo
surrealista, «Contre-Attaque», y «Acéphale»- como etapas en las que este evoca la
comunidad. Otra respuesta a la lectura de Nancy en cuanto al alcance y el significado de
la comunidad en Bataille. La segunda, titulada «la comunidad de los amantes» parece,
respecto a esto que acabamos de decir, que se propone hablar de los rasgos que exigía
Bataille de una experiencia comunitarista mediante Mayo del 68 y, por otro lado, pero en
consonancia, dando acceso a una comunidad operada en secreto mediante la experiencia
de la muerte y el amor, experiencias que considera desde sus límites y que, precisamente,
en ellos comunica.

Estamos ante un nuevo modo de hacer relación que sobrepasa cualquier tipo de vínculo
o lazo, se trata de una «soledad común». Una amistad que requiere la desaparición de uno
mismo conlleva una relación con lo desconocido, una relación sin relación en la que
consiste la experiencia de la literatura. Ambos, la literatura y la comunidad denuncian la
imposibilidad de proyecto o, lo que es lo mismo, la ausencia de vínculo. Por un lado, la
literatura busca una forma de comunicación que responde a la exigencia de un afuera
cuando se la libera de su función instrumental, es decir, en cuanto desobrante la literatura
es experiencia del diferir o de lo indeterminado. La comunidad, que es lo que expone
exponiéndose, está atravesada por la exterioridad que no puede, porque lo excede,
apresarse en el pensamiento y que, por eso mismo, se adhiere a una escritura sin función
que ponga al pensamiento al desnudo impidiendo, de este modo, que se reduzca a la
apropiación de un saber,

«en cuanto rige para cada uno, para mí y para ella, un fuera de sí (su ausencia) que es
su destino, da lugar a un habla no compartida y sin embargo necesariamente múltiple, de
tal manera que no pueda desarrollarse en palabras: siempre ya perdida, sin uso y sin obra
y no magnificándose en esta misma pérdida». (Blanchot, 2016, p.29)

Un habla o escritura plural que nos lleva de lleno a eso que hemos denominado como
«lo político de la literatura». Como hemos dicho, Blanchot atribuye un espacio autónomo
a la literatura; desde Foucault lo leemos: «el lenguaje de la literatura no se define por lo
que dice, ni por esas estructuras que lo hacen significativo. Sino que, en cambio tiene un
ser, y es sobre este ser sobre el cual hay que interrogarlo. […] tiene que ver con la auto-
implicación, con el doble y con el vacío que se abre en él» (1964, p. 338). Espacio en el

42
que el lenguaje se deshace del orden semántico y sintáctico, transgrediendo la pretendida
coherencia y unidad del discurso: una escritura sin función ni fin, es decir, sin sentido ni
obra. Este habla o escritura plural implica la desgarradura del que ya no puede ser más
él mismo y se abre a la exterioridad, al afuera. Recordemos desde Bataille: «La presencia
del otro se revela a través de ese sentimiento. Pero no logra revelarse más que si el otro,
por su lado, se inclina sobre el pretil de su nada o si cae en ella (si muere)» (1981, p.116).
Lo que abre esa habla plural es a la comunicación con el otro desde su diferencia y su
finitud, una amistad con lo absolutamente desconocido. La escritura situada a la altura de
lo que hace relación implica este doble movimiento: una comunidad de la escritura12 y un
espacio literario inéditos. Antes de continuar por este doble camino, partamos desde la
pregunta que deja Blanchot al final de La comunidad inconfesable y llama al interés de
nuestra actualidad; a propósito de lo inconfesable que nos impone hablar, escribir, «pero
¿con palabras de qué clase? He aquí una de las preguntas que este pequeño libro confía a
otros, menos para cargar con ella y acaso prolongarla» (2016, p. 94). Y nosotros la
prolongamos aquí con este doble gesto. Por un lado, me gustaría definir en qué términos
se formula el «espacio literario» blanchotiano y de qué modo está vinculado con la
política. Y por otro, sostener una comunidad de la escritura a la que Blanchot,
precisamente, confía la prolongación.

En cuanto al «espacio literario», nos enfrentamos a una cuestión que, seguro, ya nos
suena de Nancy: ¿puede existir una comunidad literaria en la que la escritura haga
experiencia de lo indeterminado, del diferir constante del sentido? ¿Qué figura o qué trazo
implica su desbroce o su propia borradura? Ya lo dijimos respecto a la comunidad de
Nancy, se trata de un no-lugar físico, una comunidad inorgánica con una escritura
fragmentaria; una comunidad imposible y, en esta medida, su correlativo cuerpo social:
un «pueblo que falta»; lo que en el «espacio literario» se traducirá en un requerido
anonimato del autor. La escritura como espacio no tiene lugar, ni en un aquí concreto ni
en un allí particular. Su espacio no tiene superficie, no hay una presencia como tal que
nos permita retenerla en un sitio concreto. Un espacio sin límites ni limitado, quiero decir,
porque donde escribo no es el espacio literario sino cualquiera donde se haga y todos al
mismo tiempo; es indeterminado, siempre desviado de una mano a otra en el juego

12
La hipótesis de una comunidad de la escritura es desarrollada por J. J. Martínez, en su artículo titulado
«La comunidad de la escritura. El diálogo Blanchot-Nancy» (2017), en la que propone una lectura de la
comunidad en la que el lazo se forma mediante la escritura, en este caso de Blanchot y Nancy. Nosotros
partimos de esta idea, pero añadiendo a Bataille desde una esfera autónoma respecto sus interpretaciones
ulteriores que, por otro lado, también se tendrán en cuenta.

43
incesante que tensa la presencia de un grafo, un signo o un símbolo con la ausencia de lo
que realmente comunica o transmite: la comunidad. El espacio sin espaciamiento es el
lugar de la relación sin relación. El correlato político se fuerza en esta idea -y a estas
alturas- porque creo que ya disponemos de las herramientas suficientes para su
comprensión. La «sin relación» es, a su vez, un requisito de la experiencia literaria, del
pensamiento de la amistad y de la comunidad desobrada. Si la política abraza a la escritura
o a la literatura en la medida en que establece significado y sentido o, incluso, la unidad
de un saber, tenemos que dejar clara la gran apuesta que hay para corresponder con una
potencia política de la literatura; porque una escritura que rehúsa a subsumirse en un
sentido acabado no tiene un correlato político efectivo, sin embargo, notamos la tensión:
debemos introducir lo infinito de la escritura en lo finito de la política; a la vez parece que
no es otra cosa que lo que ya estaba ahí, devolverlo a su lugar: porque en la tentación de
apresar lo inapresable, lo que hay en el fondo, es un movimiento que nunca debe
detenerse. Si la escritura es política por esencia porque nos abre camino a la relación sin
relación, la política es literatura por potencia en la medida en que siempre debe estar
dispuesta a transgredir su propia ley, una actitud crítica inconciliable con cualquier estado
de cosas austero, la política que se inyecta de lo infinito es una política que nunca se da
por finalizada, siempre abierta. La interrupción de la escritura en su función operacional
y de la política en cuanto actividad de fusión y comunión convergen en la experiencia
literaria de la comunidad ya desde Bataille. Lo que de Blanchot recuperamos, su ir más
lejos, en los textos políticos que publica durante los años cincuenta y posteriores, es la
potencia política de la escritura en tanto que implica trasgredir toda ley -recordamos: toda
ley que toda política crea, sí, pero justo la política debe crear las condiciones de
posibilidad para la transgresión, en este sentido su figura es infigurable.

El movimiento al que da lugar la escritura, al ser de carácter crítico, destruye todas las
bases sobre las que concebimos la cultura, la unidad del discurso, el pacifismo que se
identifica con la calma social, … La escritura, en tanto que fuerza del «rechazo»,
escenifica una relación más radical entre la literatura y la política. El «rechazo» (refus),
por así decirlo, junta lo que aún no está junto mediante una fuerza que es igual en todos
nosotros y, a la vez, es un movimiento difícil porque no implica rechazar solo lo que a
priori se puede considerar un horror o lo indeseable, sino justo porque tiene que rechazar
lo que más razonable nos parece.

44
«Cuando rechazamos, rechazamos por un movimiento sin desprecio, sin exaltación, y
anónimo, en la medida de lo posible, pues el poder de rechazar no se realiza a partir de
nosotros mismos, ni en nuestro solo nombre, sino a partir de quienes no pueden hablar.
Se dirá que hoy es fácil rechazar […] Creo, sin embargo, que rechazar no es nunca fácil
y que debemos aprender a rechazar y a mantener intacto, mediante el rigor del
pensamiento y la modestia de la expresión, el poder de rechazo que desde ahora cada una
de nuestras afirmaciones deberían verificar». (Blanchot, 2010, p.40)

Detengámonos en este punto, el que precisa de un cierto anonimato para alcanzar justo
aquellas voces que no pueden hablar. En este sentido, la escritura como fuerza de
«rechazo» es un espacio sin personas, porque solo están presentes por el trazo que deja a
su paso, por eso recoge a todos y a cada una de las voces plurales que no tienen lugar en
un sentido apropiativo del saber. Lo que reúne el rechazo responde a esa amistad con lo
desconocido, a una soledad común que crea cercanía mediante un común rechazo. No
sabemos decir el quién de esta multitud de voces, pero sí podemos presentir en ella la
emergencia de la comunidad. En otro texto, titulado La gravedad del proyecto (1961)
podemos ver de qué manera Blanchot ve el sentido de «La Revista Internacional» como
posibilidad colectiva, precisamente, contraria al pensamiento común. Veamos en qué
consiste anudar el «todo» con «lo que está fuera del todo», es decir con esas voces que
no se escuchan o lo que también hemos llamado «el pueblo que falta» para encontrar, en
la puesta en común, un modo de crear y potenciar la diferencia, anulando así cualquier
intento de expresión panorámica. Tenemos que contemplar la revista como una obra
creadora colectiva de superación, por lo que por eso implica un ir más allá de mí mismo,
donde ya no soy. Y a la vez esto me permite asumir la responsabilidad de la palabra del
Otro, el «volver a repetir los grandes pensamientos» tiene aquí su alcance por medio del
anonimato, porque «cada uno se convierte en responsable de afirmaciones de las que no
es el autor, de una búsqueda que no es solamente la suya, responde de un saber que no
sabe, originalmente, por sí mismo» (Blanchot, 2010, p. 85). La revista en cuanto que
puesta en común de los problemas que nos atañen pretende, de la misma manera,
afrontarlos desde la perspectiva común, quiero decir, aceptando que tanto mis problemas
como los de los demás no pertenecen a nadie en concreto, sino que obedecen a una
responsabilidad común. El horizonte político de esta tentativa requiere de una nueva
política, ya lo hemos señalado, por eso Blanchot pretende, en primer lugar, pensar en
todos los problemas como si fuesen políticos para, posteriormente verlos desde su
dimensión no-política, como planteamientos de una exigencia global. Esta puesta en

45
cuestión también recae, con más fuerza que nunca, sobre la literatura, tenemos que
forzarla para que nos diga cosas que desconocemos. Para Blanchot la literatura representa
un poder particular:

«el arte es protesta infinita, protesta contra sí mismo y protesta contra las otras formas
de poder; y esto no en la simple anarquía, sino en la libre búsqueda del poder original que
el arte y la literatura representan (poder sin poder)». (2010, p.87)

Respecto a esto podemos ver qué significado tiene, para Blanchot, el acontecimiento
de Mayo del 68. Ya expresamos, más arriba, la relación que establecía Blanchot entre este
fenómeno histórico y los rasgos que exige Bataille de una experiencia comunitaria,
veamos ahora en qué sentido. Por un lado, la ausencia de proyecto, quiero decir, sin un
objetivo establecido que rompa con el carácter repentino de la revolución. La revolución
no puede tener un proyecto porque, sencillamente, estaría traicionando las condiciones de
posibilidad sobre las que reposa su carácter subversivo. Este es el carácter, podríamos
decir, poético de la revolución: no se trata de lo que se dice sino del Decir mismo, un
decir repentino y azaroso que, sin embargo, conduce al restablecimiento de la
comunicación en un punto en el que la ausencia de proyecto se vuelve imprescindible
para comunicar con el Otro; «la comunicación explosiva, la apertura que le permitía a
cada uno, sin distinción de clase, de edad, de sexo o de cultura, congeniar con el primero
que pasa, como con un ser ya amado, precisamente porque era el familiar-desconocido»
(Blanchot, 2016, p.54). Esta amistad que sobrepasa la autoría o propiedad personal o
subjetiva da lugar a una amistad entendida en una dimensión política: el «pueblo que
falta», un pueblo inorgánico que debe volverse improductivo o inoperante, para poder
superar su organización basada en la lógica de los medios-fines. Aquí se presenta el
pueblo, desde esta amistad con lo desconocido, como un movimiento que crea lazo sin
lazo, es decir, anónimo. Finalmente, concretamos que no es sino mediante el anonimato
como podemos construir una palabra colectiva o plural, lo que es lo mismo que decir:
mediante el anonimato ponemos en marcha una interrupción al sentido tradicional de
escritura y, a la vez, la búsqueda de una escritura fuera del lenguaje, o a la caza del
lenguaje, lo que en definitiva es un lenguaje atravesado por el exceso de la literatura que
nos pone a comunicar. Ya se establecen unos contornos bien perfilados de lo que hemos
calificado como una comunidad de la escritura.

Me gustaría finalizar aclarando que la cuestión blanchotiana acerca de estos temas no


cesa aquí, aunque sí para nuestro trabajo. Pero tampoco creo que sea justo dejar el asunto

46
como si Blanchot se dedicara simplemente a pasar el testigo mediante la pregunta: «¿pero
con palabras de qué clase?». Blanchot ya nos ofrecía una clara decantación por un
«comunismo literario», una escritura correspondiente a una comunidad; si bien no sabía
con qué palabras si sabía con cuáles no. Precisamente por eso podemos apuntar hacia una
dirección determinada de la forma en la que el pensamiento literario de Blanchot asume
lo comunitario.

47
8. CONCLUSIONES

Las conclusiones que responden a este trabajo se pueden dividir en tres partes
diferenciadas pero, a la vez, exponiéndolas de tal modo que comuniquen. Por un lado, ya
lo anunciábamos respecto a Blanchot, se postula una comunidad de la escritura, veremos
en qué términos. En segundo lugar, traeré algunas posturas que critican la lectura de
Blanchot a Bataille, para ver una forma alternativa de interpretar la panorámica del
trabajo. Y, en tercer lugar, me gustaría poner el trabajo a dialogar con nuestra actualidad
y, desde ahí, reflexionar acerca del sentido contemporáneo del «comunismo literario».

Si el trabajo ha cumplido su propósito podemos concluir que, mediante esta


actualización del tema de la comunidad, se ha abierto una interrogación por el ser de la
literatura, el lenguaje, o la escritura. Nancy habla de esto en «Autour de la notion de
communauté littéraire»: con Adorno, Bataille, Barthes, Blanchot, Derrida, etc., estamos
iniciando un movimiento que pretende devolver la palabra escritura a su verdad. Lo que,
por otro lado, ha intentado escenificar este trabajo es, precisamente, el modo en que la
«escritura» hace comunidad, y no la escritura sobre la «escritura». Entendámonos:
escritura opuesta al trabajo desde Bataille, escritura como «voz de la interrupción» desde
Nancy, y escritura como «fuera del lenguaje» desde Blanchot, no pueden ser partes
diferenciadas, están ligadas precisamente por su escritura, una escritura que transmite el
común inconfesable. La comunidad de la escritura no tiene lugar, no podemos señalarla,
ni presenciarla sino que, por el contrario, tiene espacialidad propia. Una espacialidad en
la que podemos reparar aún porque todavía no ha sido cuestionada lo suficiente. Lo que
plantea es la creación de un espacio que conforme distintos modos de hacer lazo o
relación, modos alternativos a los que prescriben nuestras sociedades modernas. Y, por
otro lado, supone una ruptura con la correspondencia del discurso con el logos ontológico;
un suicidio filosófico si no somos capaces de volcarnos en la radicalidad de este
pensamiento.

Por parte del trabajo, creo que asume el cambio de la escritura a la «escritura»,
asumiendo no el hecho de que responde a un cambio de la percepción y de las condiciones
de sentido sino, y al mismo tiempo porque es paralelo, a una mutación de lo que hace lazo
y relación. El hecho de que la escritura sea un espacio autónomo abre la posibilidad de
pensar este espacio en relación a nuevas formas de unión. Quiero decir, pensar en la

48
«escritura» de este modo nos lleva a pensar en la relación de otro, en consonancia a este
último y en contra del modo en que la comunidad había sido concebida a lo largo de la
historia de la humanidad. Por mi parte, queda decir que creo que el intercambio de los
ochenta entre Blanchot y Nancy pudiera ser entendido, en este sentido, como una
comunidad de escritura: parece como si Bataille, en esta ecuación, quedara en un mero
personaje conceptual. No creo que sea el caso, sino que habría que entender, de qué modo
Bataille conforma no solo una deuda sino también un ángulo del importante triángulo que
conforma la comunidad de la escritura en este sentido, ya tan estrechado. Para defender
esta idea me he apoyado en un texto titulado In-significancias de Acéphale (2002), escrito
por Michel Surya, un importante especialista en el pensamiento de Bataille. Si bien no
me detengo en lo que es el motivo del artículo: poner en cuestión que las representaciones
de la comunidad que realiza Blanchot sean, como afirma el mismo Blanchot, las de
Bataille, me gustaría detenerme un aspecto interesante que refleja el texto. Surya señala
que tanto Nancy como Blanchot leen a dos Batailles diferentes, no porque sea otra persona
en cada periodo sino porque la problemática que le persigue, a la que nos hemos referido
al principio, se expresa de diversos modos y en ámbitos distintos que corresponden con
las distintas etapas de su vida. Nancy por ejemplo toma la experiencia de la comunidad
desde lo que Bataille piensa después de la guerra, mientras que Blanchot lo mezcla con
el de antes, sin especificaciones ni orden. Por consiguiente, una de dos:

«o se toma eso que para Bataille ha sido/hecho la experiencia antes de la guerra (un
furor, una locura); o se toma eso que él ha pensado después (que no es el pensamiento,
sino la acomodación, el arrepentimiento, casi el olvido -porque hay mucho de olvido en
eso que él ha entonces pensado, un olvido necesario» (Surya, 2002, p.187)

La impresión que, en otro orden de cosas, me dejaba este texto no era que el hecho de
que contribuía al objetivo claramente satisfactorio de diferenciar a Bataille respecto de la
interpretación de Blanchot sino, más bien, lo que da a entender: que la apuesta política
que defiende Blanchot en Bataille no es sino la suya propia, reforzada o realzada sobre
los fragmentos escritos de Bataille que se acomodan incómodamente -es como una pieza
de un puzle que no encaja pero insistimos en que encaje, es lo que me sugiere esta
situación. Lo cual me llevaba a pensar en un Blanchot que, si bien ha sido partícipe de
una inédita forma de entender la amistad, también ha sido preso de su propio desvío, que
contradice la amistad en este sentido estricto. Quiero decir, que la amistad que le unía a
Bataille no comunica como la amistad con lo desconocido, sino con la soberbia de una

49
amistad que se basa en lo conocido y, por tanto, en lo que no puede dejar de ser yo. Si
Blanchot hubiese cogido más distancia, nos hubiera acercado a Bataille de forma más
íntima. Es la paradoja sobre la que hablan y en la que, consecutivamente, no deja de caer.

Creo, sin embargo, que este tropiezo se mantiene acorde con las exigencias del trabajo.
Porque nos induce a pensar que esa comunidad de escritura no solo gira en torno a un
intercambio recuperado y que Bataille, por otro lado, tiene que dejar de ser una figura
conceptual para conformar parte de esta comunidad. La forma de alejarlo de su
representación conceptual es aceptando estos disensos en lo que ya se comunica
radicalmente desde la escritura. El hecho de que Blanchot no pudiera comunicar con
Bataille en lo que refiere a eso que hemos llamado como lo desconocido, nos fuerza a
pensar que el «a pesar de Bataille» no es una superación, sino la puesta en marcha de una
comunidad que ya nunca debe considerarse cerrada o acabada.

Respecto a la actualidad del «comunismo literario», tenemos que considerar la


emergencia de reinventar el mundo. Este planteamiento implica una doble tarea: por un
lado, una revisión crítica de las categorías en las que se configura el mundo, tanto desde
las instituciones del estado como desde las que están fuera de él. Y, por otro lado, la
construcción de un mundo desde una depuración de los términos comunidad y literatura,
generando un sentido del común inédito. El «comunismo literario» como praxis
comunicativa permite construir este común a partir de un habla plural, que es lo que
permite comunicar con el otro, creando así un espacio autónomo en el que las relaciones
sociales y de poder ya no se dan bajo los mismos presupuestos tradicionales de la
metafísica y la política. Es la apuesta por una escritura como configuración del espacio y,
a su vez, una escritura como archiescritura, es decir, una escritura que deja una presencia,
una huella, de la huella que ella misma es.

Lo que la literatura, junto a otras expresiones creativas y experimentales, ofrece a


nuestra actualidad es la capacidad de resistencia al, cada vez más poderoso, sistema
capitalista. Lo que queda de ella, en el espacio de la representación institucional, poco
tiene ya de resistencia porque, como hemos insistido, tanto la escritura o las artes como
las relaciones humanas se establecen en torno a una instrumentalización y unos valores
de mercado. Aun así, el hecho de que sigan estando presentes en nuestro mundo alberga
una esperanza. No solo para con la literatura, en el sentido de poder rescatarla de las
injustas desviaciones de su ser, sino también para potenciar -desde ese lugar al que ha
sido devuelta y desde ella- la resistencia a la inercia capitalista. Todas las prácticas, ya no
50
solo artísticas sino también teóricas o políticas que se construyan desde este espacio
conformarán esa resistencia que, a su vez, constituye una interrupción de la cultura
tradicional. La apuesta por el «comunismo literario» es la afirmación de un comunismo a
la base de una praxis comunicativa basada en la escritura propiamente dicha. En su
espacio, este habla plural que recoge el resto de voces que no encajan en los marcos de la
cultura dominante resulta una resistencia totalmente novedosa. Lo es porque sin lugar a
duda nos pone ante el desafío de impulsar una nueva forma de entender la comunicación,
la escritura y la comunidad.

Sin embargo, habría que concluir, por último, lo siguiente y con lo que -espero- dé
lugar a un «ir más lejos»: el «comunismo literario», al no ser un medio para un fin, no
visualiza el cumplimiento de una comunidad; su paradoja es a la vez el potencial utópico
en el que se desenvuelve, su límite es irónicamente, desde el que tenemos que pensar,
trazar y figurar la comunidad. Porque la literatura es libre, quiero decir, porque no se le
puede pedir que haga tal o cual cosa, ya lo dijimos en Bataille: no se puede hacer cargo
de nuestra realidad más próxima. El papel de la filosofía, por consiguiente, vendría a
significar a este respecto una preocupación sobre el mundo que queremos construir,
acerca de cómo y a través de qué podemos hacerlo.

BIBLIOGRAFÍA

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