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Publicado en la revista Nihil Obstat. Revista de historia, metapolítica y filosofía. Nº 32. 2018:
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Los rusos al Este, nosotros los españoles, al Oeste. Y en medio, Europa, es decir, la tierra del
centro.
Con demasiada frecuencia, a los de ambos extremos, a españoles y a rusos, les ha sido
discutida su condición de europeos. ¿Son los rusos, verdaderamente europeos? ¿Lo son, en
puridad, los españoles? Tal parece como si el formar parte de un extremo geográfico
condenara a la marginalidad a la nación que allí mora, como si los conceptos de "periferia" y
"centro" encerraran propiedades esenciales, absolutas, como si confundiéramos la Geometría
con la Geografía, y ambas, a la vez, con la Geopolítica. La pregunta sobre la "centralidad" de los
españoles y de los rusos como prototipos de lo europeo ya es una pregunta ideológica,
interesada, ya es un ataque revisionista contra el destino de ambos imperios, el ruso y el
hispánico.
Porque de esto precisamente se trata. Lo que desde hace unos siglos se viene llamando
"Europa" es, con la Reforma protestante, la modernidad, el capitalismo liberal, etc. un "anti-
imperio", un disolvente de la idea "católica" o universalista de unidad imperial. Y la unidad
imperial ha sido tenazmente buscada, a la vez, en paralelo y con notable simetría, al Oeste
desde España y al Este desde Rusia.
Desde España y desde Rusia se alzaron enormes baluartes de "reacción" contra las corrientes
disolventes de la modernidad. Justo en el momento en que los reformistas protestantes
dividían el centro y el norte de Europa, en el Oeste hispano se pugnaba por conservar la
catolicidad. Ese fue el empeño del Imperio español: conservar la catolicidad.
De Carlos I de España y V de Alemania se han dicho muchas cosas ambiguas que poseen un
fondo de verdad, pero a menudo dentro de un envoltorio manipulador. El Emperador, se lee,
fue un tanto "medieval", una especie de nostálgico, un romántico avant la lettre en su afán de
reconfigurar la idea universal de Imperio (Universitas Christiana). Todos los reyes cristianos se
subordinan al rey de reyes, al Emperador, y el propio poder del Emperador, lejos de constituir
un brazo armado al servicio del Papa, está investido por naturaleza de sacralidad propia. La
propia misión imperial sobre la Tierra es sagrada en cierta forma. Contra este proyecto, que
Carlos hizo suyo y lo devino hispano, hispano sin contradicción alguna con su universalidad, se
alzaron las incipientes monarquías "nacionales" (Francia, Inglaterra), los principados
germánicos reformados, el propio Papado, reproduciéndose así, a escala casi planetaria, la
lucha medieval entre el ideal "güelfo" y el "gibelino". Decimos a escala casi planetaria porque
el Emperador ya reinaba sobre el Nuevo Mundo y sus marinos exploraban la Tierra en toda su
redondez. El choque entre los ideales güelfos y los gibelinos no se circunscribía ya a las
comunas del norte de Italia. La idea romano-germánica-medieval resplandecía en la mente de
don Carlos y de sus asesores españoles, quienes, a su vez, la habían conservado a través de la
Reconquista, iniciada por Pelayo en 718 (otros dicen que en 722).
La crisis nacional de España, su tendencia centrífuga y cantonalista, es solidaria hoy en día de la
crisis de su ideal imperial. Un "nacionalismo español" es un proyecto tan fraccionario y
artificioso como un "nacionalismo catalán" o un "nacionalismo vasco". La idea estatalista, y a
su modo jacobina, de una nación como resultado de una decisión popular de "dotarse a sí
mismo" de un estado, es tan francesa, tan extranjerizante y anti-católica, que no puede
aplicarse a España sin grave merma para ésta. De forma un tanto confusa aún, pensadores
tradicionalistas (Vázquez de Mella) o actuales (Gustavo Bueno), han sido capaces de reconocer
esto. El nacionalismo español fue inyectado en nuestra patria a instancias isabelinas y liberales,
tratando de imitar lo francés y "modernista" en todo aquello que en Europa había
"funcionado". Pues este nacionalismo de corte occidental y liberal es, justamente,
nacionalismo anti-imperial. El liberalismo que, desde Inglaterra y Francia inyectaron en España,
a través de logias secretas en gran medida era, justamente, a la par que un proyecto capitalista
depredador, la encarnación misma del ideal disgregador. Se quiso renunciar al Imperio con
vocación universal pretendiendo homologarse con las naciones disgregadoras que habían
arruinado dicho imperio (Francia, especialmente). Y el resultado no puede ser otro que acoger
en su seno la misma disgregación. La carrera emprendida en España desde el siglo XIX fue la de
la homologación, y en su fase postrera lo que estamos conociendo es la ruptura, pues el mismo
ideal jacobino y de homologación se inoculó en Cataluña, en las Vascongadas y en cualesquiera
de las entidades regionales constituyentes de España.
El imperio ruso pasó de ser una reserva de la reacción, en el siglo XIX, a una "patria del
socialismo" en el XX. Situado en el otro extremo geográfico, sus enormes dimensiones
garantizarán para siempre su condición imperial, al margen de su forma política concreta. Muy
distinto el caso ruso al caso de España. El imperio hispánico fue recortado, saqueado, y la
pérdida de extensión de su territorio fue progresiva. Aún no está del todo claro si la España
residual o post-imperial no va perder más territorios en un futuro inmediato. Por el contrario,
la Gran Rusia pudo experimentar grandes transformaciones superestructurales (el paso del
imperio zarista a una república federal), pero a los analistas atentos no se les escapa nunca que
éstos son cambios en la superficie, y que en Rusia hay esencias, estructuras de fondo
resistentes a todas las mareas del tiempo y a las infiltraciones del occidente. Desde un punto
de vista material, es la enorme extensión de territorio la que garantiza esta resistencia, esta
inercia, esta fidelidad a su propio ser. Pero junto a la propia dimensión gigantesca de Rusia,
entendida en términos de espacio y materia, reposa su idiosincrasia espiritual. Y es
precisamente sobre ésta donde hay abundantes malentendidos.
Pero nos parece excesivo idealismo creer que el alma de los pueblos subsiste por debajo, por
encima y más allá de los cambios que superficialmente damos en llamar superestructurales. Es
cierto que décadas de comunismo no pueden transformar las tradiciones de un pueblo. La
cultura rusa, tan vieja, evoluciona al ritmo de los siglos, pero los regímenes políticos, en
cambio, se desvanecen en unas décadas. También concedemos a Schubart- como a Spengler- el
hecho de que los reformadores superestructurales de Rusia han trabajado siempre con ideas
importadas de occidente, ideas ilustradas y después socialistas y comunistas que, una vez
planean y tratan de cubrir la inmensa planicie oriental, se quedan en nada, en nubes pasajeras.
Las reformas petrinas, tanto como las leninistas, se muestran de todo punto superficiales en
sus consecuencias históricas.
Pero esto que podemos aceptar de Schubart en sus reflexiones sobre Rusia, se deshace cuando
buscamos el paralelismo con el arquetipo español. Nuestra "Guerra Civil" parece haber
provocado una desaparición de aquellos arquetipos hispanos, desaparición física junto con la
liquidación de las bases materiales que lo hacían posible. La economía capitalista se instauró
plenamente en la España de los años 60 y el materialismo que le es propio hace que los
místicos, los caballeros, los ultramontanos, los bandoleros y demás personajes arquetípicos
dejen de existir. De hecho hoy vivimos en una España hambrienta de valores, desnuda de
arquetipos, inerme e inválida, pues siente haber perdido su identidad. No es el caso nuestro el
de un pueblo que ha resistido heroicamente las reformas superestructurales impuestas por la
economía mundialista y la ideología oficialmente liberal (en sus dos versiones, socialdemócrata
"progresista", y liberal-conservadora). Antes al contrario, el pueblo español, con hambre
atrasada, acoge de forma masiva y entusiasta esa Unión Europea que al tiempo le lamina,
bendice ese recetario de la ONU-UNESCO que le idiotiza, adora esos reajustes del FMI que le
esclavizan. Llevamos ya unas cuantas décadas, desde el franquismo tardío y todo el Régimen
setentayochista, siendo un pueblo mayoritariamente ovejuno, que ha encontrado la solución a
su vacío en las fórmulas globalistas, pro-inmigracionistas, europeístas, americanizantes y
maurófilas. España, tal parece, se comporta como un sujeto colectivo que ha decidido dejar de
ser. Unos la quisieran ver como un nuevo Puerto Rico, asociado al atlantismo yanqui, otros
como el vertedero financiero-comercial de la Unión franco-alemana, y muchos, muchos más de
cuantos se suele creer, quieren hacer de esta España nuestra una colonia del Sultán de
Marruecos, soñando con un al-Andalus de cuento de mil y una noches. Pero estos proyectos
anti-españoles, atlantista, europeísta y maurófilo, señalan justamente el espacio que ha
quedado en blanco en el tablero geopolítico. Y es una ley geopolítica la ley del horror vacui. Es
el espacio disputado desde tres flancos, desde tres vectores que arrastran poder y empujan el
poder hacia el vano. España es un vano y no sólo una disgregación en taifas (llamadas
"comunidades autónomas"). La identidad, a veces inventada, otras, deformada, de las regiones
españolas suele ser una terapia de sustitución. La gente necesita por lo común una identidad, y
cuando no existe un locus de poder y autoridad para suministrársela, otros centros,
subnacionales, corren a ofertar sus baratijas. Yerra, y yerra mucho, la derecha española al creer
que la causa de una falta de identidad nacional en España, y la falta de orgullo "imperial" y
conocimiento del pasado es debido (exclusivamente) al adoctrinamiento nacionalista-
periférico. Ningún soberanismo fraccionario hubiera podido hacer nada en contra de un
proyecto imperial de destino común. Es la falta de hombres que sustenten de veras ese
proyecto imperial de destino común lo que ha dejado el camino despejado a mentes tan
subdesarrolladas como las de Sabino Arana, Blas Infante o Puigdemont. Las nuevas versiones
de aquellos místicos y guerreros españoles del siglo XVI no parecen existir ya.
Sin embargo, aun admitiendo que el Homo hispanicus se ha transformado drásticamente, y que
los paralelismos espirituales entre el Oeste español y el Oriente ruso trazados por Schubart se
han deslavazado, hay dimensiones y hechos invariantes, y el tablero geopolítico de este primer
tercio del siglo XXI es el que es. El tablero implica que ya no hay "dos Españas", se mire por
donde se mire, sino un territorio de extensión media que ocupa una posición estratégica de
extraordinaria importancia. Este territorio es, a la vez, una puerta de África y un balcón hacia
América. Así lo ha sido desde que los Reyes Católicos y sus sucesores, los reyes de la Casa de
Austria, deciden proseguir la Reconquista en ambas direcciones, al sur y al occidente. La
conquista de América, como bien lo vio don Claudio Sánchez Albornoz, es la continuación
inmediata del espíritu reconquistador. Sin embargo, las campañas militares y la labor
colonizadora del imperio español en el norte de África no gozaron del éxito y el grado de
penetración cultural que se dieron en América. En lo que se llama Magreb, la presencia
española y, en general europea (francesa, italiana) está barrida del mapa. No hubo posibilidad
de crear un verdadero colchón entre mundos, una sociedad fronteriza (limes) en donde
pudieran convivir segmentos cristianos y laicos con segmentos musulmanes. Es en este espacio
norteafricano donde debería haberse situado la zona de transición entre mundos, el afro-
oriental y el europeo. Todas las regiones norteafricanas podrían haberse constituido en
protectorados y enclaves europeos con sociedades mixtas (europeas-cristianas, magrebíes-
musulmanas) que avanzaran gradual y experimentalmente hacia una mayor educación y
laicidad, haciendo de éstos países una nueva Europa, un limes, donde el contacto entre
mundos se hiciera preservando a la Europa propiamente dicha de toda la emigración masiva y
de la africanización e islamización crecientes que hoy en día estamos conociendo.
¿Será, pues, la Gran Rusia la esperanza de Europa? Un gran estado, un poder de dimensiones
verdaderamente imperiales, reserva energética y territorial inmensa, contingente poblacional
nada despreciable, afinidad étnico-cultural incuestionable con respecto a los pueblos de
Europa, peso militar inmenso, comunión de intereses con los europeos occidentales, que van
desde lo energético (gas natural) hasta lo espacial (astronáutico) y geopolítico (control de la
islamización y freno de las pretensiones sionistas y yanquis)… Son muchas, abundantísimas las
razones para defender un cierto euroasianismo y apostar por la multipolaridad. Un largo
rosario de pensadores, especialmente a destacar los miembros de la llamada "Nueva Derecha"
(Guillaume Faye, Alain de Benoist, Robert Steuckers…), han apostado, cada uno a su manera,
por este alineamiento euroasiático. La unión política, económica y militar de Europa y Rusia,
desde Lisboa hasta Vladivostok, parece hoy en día una mera utopía, un imposible. De hacerse
realidad, las amenazas que hoy se ciernen sobre todos nosotros cesarían en el instante. Sería
algo parecido a coser y cantar la posibilidad de frenar las agresiones imperialistas
norteamericanas o controlar ese "arma de inmigración masiva" que alientan desde el
Mediterráneo sur y oriental. La Cuarta Teoría Política" supondría la superación del caos
impuesto por imperios depredadores, que no dudan en subvertir los fundamentos mismos de
las civilizaciones (no sólo de la civilización europea o la "judeocristiana"). Correctamente
entendida, la hegemonía rusa, por su mismo carácter continental (y no talasocrático) nunca
podrá consistir en el imperialismo de los "señores del dinero". Cuando hablamos de miles de
kilómetros cuadrados de un área de la corteza terrestre sobre la que no hay abruptas fronteras
físicas ni anchos brazos de mar separadores, y en los que se extienden cientos de pueblos, una
síntesis de autoridad central ("imperial"), que una lo que es común en medio de la diversidad, y
de multipolaridad, que proteja la Civilización frente a lo que es diverso, se vuelve de todo
punto sugerente. Para que esa síntesis o "esperanza rusa" llegue a hacerse realidad, resultaría
imprescindible el establecimiento de un bloque de países que, siendo celosos en la defensa de
sus respectivas soberanías, a la vez detraigan poder, influencia, prestigio e iniciativa al
"occidentalismo". Ese bloque de países, formalmente integrados en el "Occidente", pero
disidentes con él, ya existe. Gracias a ellos no va a ser posible reeditar una guerra fría entre
Occidente y Oriente, pues las partes contendientes han cambiado internamente, y al haber
cambiado la manera en que resisten los estados determinados a ser libres, que no renuncian a
su soberanía, también disponen de otras opciones diferentes a las de la guerra fría. Estados
como Hungría, Polonia, Austria, etc. pueden servir como grieta en el sistema del
occidentalismo. Cada uno, a su manera, podrá alzar la bandera de la tradición, el respeto a las
jerarquías naturales y espirituales, la defensa de los valores civilizatorios. Quizá su cercanía a la
Federación Rusa, su temor a quedar tragados por un oso tan grande, cuyos abrazos de afecto
puedan parecer torpes, el miedo mismo a recibir enormes zarpazos, impida la creación de una
verdadera unión euroasiática, pero sí que puede darse al menos un desplazamiento del poder y
de la iniciativa. El atlantismo cuenta sus días, se sabe en retirada, y esta fiera, arrinconada y
herida, puede resultar de lo más peligrosa. Estamos viendo que el atlantismo pierde
credibilidad en Europa y que la población menos afectada por la intensa Ingeniería Social
sospecha ya de las maniobras con que sus líderes pretenden disolver la sociedad. El
multiculturalismo impuesto, no deseado. La disolución de la familia y el ataque a la
espiritualidad nacional. El feminismo radical y el homosexualismo. La esterilidad del autóctono,
su sustitución demográfica y la experimentación constante con la sexualidad humana. El
ensalzamiento del alógeno y la ampliación incesante de la lista de "derechos humanos". El
ataque a la infancia, su escándalo, corrupción y manipulación… son todas éstas, y muchas más,
las aristas de una misma estrategia impuesta desde el liberalismo, desde el capitalismo
atlantista que ha visto en toda esta Ingeniería Social su medio para pervivir, su forma de hacer
de Europa una auténtica papilla humana. Muchos miramos al Este con esperanza. Un Este
ideológicamente distinto, un Este curado del bolchevismo, un Este que también es heredero de
la civilización clásica, por la mediación especialísima del Imperio Bizantino. Un Este heredero
del cristianismo que supo, como España lo hizo tras largos siglos de guerra, defenderse de las
hordas de nómadas y del imperialismo islámico de los turcos.
Que el papel de estratega de Vladimir Putin esté a la altura de las circunstancias, es algo que el
futuro esclarecerá. Mayor papel le corresponde al propio pueblo ruso, y a las naciones –
europeas o asiáticas- que forman su órbita y cinturón. Este conjunto de pueblos podrá, en sus
respectivos terruños, mostrarnos otras vías alternativas a la talasocracia y a la depredación.
Podrá enseñarnos a todos que un pueblo o comunidad puede recoger la antorcha y volver a ser
la "Nueva Roma" caída en manos bárbaras. El papel geopolítico de España y de la lengua
española habría de consistir en ser hermana y aliada de la esperanza del Este, pues al
hispanismo geopolítico le cabe ayudar en la empresa de un resurgir del polo iberoamericano, y
en el Sur le cabe la labor de custodiar los pasos de África y volver a hispanizar la orilla
meridional del Mare Nostrum, rescatando a aquellos pueblos de su letal teocracia, y del atraso
y fanatismo consiguiente. Quizá sea soñar, o quizá no, pero el ideal de un Imperio del Este es
simétrico y complementario de un Imperio del Oeste. Esto, y no otra cosa,