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5 de febrero

LECTIO DIVINA

SANTA AGUEDA
VIRGEN Y MÁRTIR

Santa Agueda, una de las vírgenes y


mártires cristianas más populares de
la antigüedad, aparece ante nosotros
con una aureola de heroísmo y de
santidad tan atrayente, que no es
extraño haya dado motivo a las más
felices leyendas que ha ido
agrupando a su alrededor durante
siglos la devoción siempre creciente
de los fieles. Las Actas de su
martirio, como lo demuestra el
crítico francés P. Allard, no
responden siempre a una veracidad
histórica. Con todo, en ellas
encontramos los pasos principales,
confirmados también por otros

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testimonios, de la vida y martirio de


la noble virgen siciliana.

Nacida en Catania o en Palermo


hacia el año 230, de nobles y ricos
padres, dedica su juventud al
servicio del Señor, a quien no duda
en ofrecer no ya sólo su vida, sino
también su virginidad y las gracias
con que profusamente se veía
adornada. Agueda, como, Cecilia,
Inés, Catalina..., prefiere seguir el
camino de las vírgenes, dando de
lado las instituciones y promesas
que pudieran ofrecerle sus
admiradores.

Le ha tocado vivir, por otra parte, en


tiempos de persecución, y más
ahora, cuando en el trono de Roma
se sienta un príncipe ladino, Decio,
que pretende deshacer en sus
mismas raíces toda la semilla de los
cristianos, harto extendida ya en
aquel entonces por todos los ámbitos
del Imperio. Decio, "execrable
animal", como le llama Lactancio,

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comprende la inutilidad de hacer tan


sólo mártires entre los cristianos, y
pretende ahora organizar en manera
sistemática su total exterminio.
Inventa nuevos artificios Y
seducciones; se ha de emplear el
soborno y los halagos. Después, en
caso de negarse, la opresión, el
destierro, la confiscación de bienes y
los tormentos. Sólo, como en último
recurso, se les habia de condenar a
muerte.

Por el año 250 hace que se publique


un edicto general en el Imperio, por
el que se citan a los tribunales, con
el fin de que sacrifiquen a los dioses,
a todos los cristianos de cualquier
clase y condición, hombres, mujeres
y niños, ricos y pobres, nobles y
plebeyos. Es suficiente, para quedar
libres, que arrojen unos granitos de
incienso en los pebeteros que arden
delante de las estatuas paganas o
que participen de los manjares
consagrados a los ídolos. Al que se
negara, se le privaba de su condición

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de ciudadano, se le desposeía de
todo, se le condenaba a las minas, a
las trirremes, a otros tormentos más
refinados y a la misma esclavitud. El
intento del emperador, al decir de
San Cipriano, no era el de no "hacer
mártires", sino "deshacer cristianos",
con todos los malos tratos posibles,
pero sin el consuelo de la
condenación y de la muerte. Esto se
vino a hacer con nuestra santa,
Agueda, que por entonces residía en
Catania, donde mandaba, en nombre
del emperador, el déspota Quinciano,
gobernador de la isla de Sicilia.

Si hemos de creer a las Actas, ya de


antes Quinciano, el procónsul, se
había enamorado de Agueda, "cuya
belleza sobrepujaba a la de todas las
doncellas de la época". Esta había
rechazado siempre sus pretensiones,
y ahora el desairado gobernador se
prometía reducirla intimándola con la
persecución y los tormentos a que se
hacía acreedora por su constancia en
defender la religión cristiana.

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Obedeciera o no a esta medida, el


hecho es que Agueda, como tantos
cristianos de la isla, fue llevada ante
el tribunal para que prestara
también su sacrificio a los dioses. La
Santa no teme a la muerte, pero le
hacen temblar los infames
propósitos del gobernador para
hacerla suya. Decidida y llena de fe y
de confianza, ofrece de nuevo al
Señor su virginidad y se prepara
para el martirio.

No eran éstos, sin embargo, los


propósitos inmediatos del procónsul
que, para forzar su voluntad e
intimidarla, la pone en manos de una
mujer liviana y perversa, y en
compañía de otras de su misma
deplorable condición. Durante treinta
días estuvo la Santa sufriendo
duramente en su sensibilidad, pero
no pudieron desviarla de seguir en
su propósito de esposa de Jesucristo.

Desengañado, el procónsul manda


llamar a Agueda a quien increpa

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ásperamente: "Pero tú, ¿de qué


casta eres?" "Aunque soy de familia
noble y rica-le contesta-, mi alegría
es ser sierva y esclava de
Jesucristo".

Quinciano se enfurece. Le hace ver


los castigos a que la va a condenar si
sigue en su decisión, como a un
vulgar asesino; la vergüenza que con
ello vendría a su familia, la juventud,
la hermosura que va a desperdiciar...

"¿No comprendes, le insinúa, cuán


ventajoso sería para ti el librarte de
los suplicios?"

"Tú sí que tienes que mudar de vida,


le responde, si quieres librarte de los
tormentos eternos."

Desarmado ante tal fortaleza,


Quinciano manda la sometan al rudo
tormento de los azotes, y ya
despechado, sin tener en cuenta los
sentimientos más elementales de
humanidad, hace que allí mismo
vayan quemando los pechos

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inmaculados de la virgen, y se los


corten después de su misma raíz.
Deshecha en su cuerpo y en los
espasmos de un fiero dolor, es
arrojada la Santa en el calabozo,
donde a media noche se le aparece
un anciano venerable, que le dice
dulcemente: "El mismo Jesucristo
me ha enviado para que te sane en
su nombre. Yo soy Pedro, el apóstol
del Señor". Agueda queda curada,
da gracias a Dios, pero le pide a su
vez que le conceda por último la
corona del martirio.

Pronto el gobernador la vuelve a


llamar a su tribunal.

-¿Quién se ha atrevido a curarte?

-Jesucristo, Hijo de Dios vivo.

-¿Aún pronuncias el nombre de tu


Cristo?...

-No puedo -le responde decidida-


callar el nombre de Aquel que estoy
invocando dentro de mi corazón.

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Quinciano quiere tentar la última


prueba. Allí mismo prepara una
hoguera de carbones encendidos y
hace extender el cuerpo desnudo de
la Santa sobre las brasas. En esto,
un espantoso terremoto se extiende
por toda la ciudad. Mueren algunos
amigos del gobernador. El pueblo
mismo se solivianta. Y entonces
Quinciano manda se lleven de su
presencia a la heroica doncella, que
está casi a medio expirar. Cuando la
vuelven a meter en el calabozo, su
alma se le va saliendo por las
heridas, y después de bal bucir:
"Gracias te doy, Señor y Dios mío",
descansa tranquila en la paz de su
martirio y de su virginidad. Era el 5
de febrero del año 251, último de la
persecución de Decio.

Los cristianos recogen sus reliquias y


pronto se extiende por todas las
cristiandades la fama de su
heroísmo. Con la paz de la Iglesia,
escriben de ella los Padres y
Doctores y son numerosos los

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templos que van levantándose por


todas partes en su honor. En el
pueblo queda prendida la llama de
su constancia y de su martirio,
llegando a ser su devoción una de
las más extendidas de todos los
tiempos.

Las reliquias de Santa Agueda


reposaron en un principio en
Catania, pero ante el temor de los
sarracenos fueron llevadas por un
tiempo a Constantinopla, de donde
se rescataron por fin en el año 1126.
Hoy se veneran todavía en la misma
ciudad que fuera testigo de su
martirio.

FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ

Santa Ágata
Antonio Socci

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Si la fuerza invencible del


cristianismo hubiese sido una
doctrina o una filosofía, o una ética,
Porfirio, filósofo neoplatónico, la
habría abrazado sin lugar a dudas
mucho antes –pues era un
pensador- que Ágata (pues las
jovencitas como ella en lo que
suelen pensar es en un novio). Y sin
embargo –observa san Agustín-, es
un don “concedido por la divina
misericordia”, según su voluntad, la
gracia de una vida nueva
desconocida para el mundo. Santa
Ágata era de familia rica y
aristocrática. La mataron en Catania
durante la persecución de Decio.

Muchos tuvieron que ser los que, en


la Catania del siglo III, admiraron la
belleza de la joven Ágata. Por
desgracia también se fijó en ella
Quintiano. Sólo algunos amigos
sabían a quién pertenecía su
corazón. Un amor al que le había

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prometido su virginidad, es decir,


todo su ser: se había hecho
cristiana. Los inmensos honores que
le tributa la Iglesia desde hace siglos
–a ella y a tantos otros como ella-
están llenos de estupor (la liturgia
de estos santos rezuma estupor por
todos lados). El estupor de toda la
Iglesia, que durará siempre, por el
milagro que acontece a quien abraza
con simplicidad la vida cristiana y se
abandona a la gracia de Jesucristo.
Esta muchacha, en su frágil edad,
con la vulnerabilidad psicológica
propia de una hija de buena familia
acomodada que acaba en la cárcel,
al ser arrestada sabía que había de
sufrir un martirio que habría
espeluznado al más valiente de los
soldados. Pensando en los terribles
tormentos que tuvo que soportar
Ágata uno puede por menos que
preguntarse: ¿de dónde pudo sacar
la valentía, la fuerza, la audacia, una
joven como ella?

Es hermoso volver a escuchar la

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respuesta en la primera de las


bellísimas Cinco oraciones en la
catedral de Chartres, de Charles
Péguy:

“Lo que en cualquier otro lugar es


cruda guerra / no es aquí sino la paz
de un largo abandonarse. / … / Lo
que en cualquier otro lugar es una
áspera batalla, / y sobre el cuello
tendido el cuchillo del carnicero; / lo
que en cualquier otro lugar es la
garra y la tala / no es aquí sino la
flor y el fruto del melocotonero. / … /
Lo que en cualquier otro lugar
requiere un examen / no es aquí
sino el fruto de una juventud pobre.
/ Lo que en cualquier otro lugar
requiere un mañana / no es aquí
sino el fruto de una debilidad
repentina. / Lo que en cualquier otro
lugar es resistencia / no es aquí sino
comitiva y acompañamiento; / lo
que en cualquier otro lugar es
prosternación / no es aquí sino una
dulce y larga obediencia. / … / Lo
que en cualquier otro lugar es un

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esfuerzo /no es aquí sino la flor de la


joven razón. /… / Lo que en
cualquier otro lugar es una gran
pena / no es aquí sino un profundo y
puro brote. / Lo que en cualquier
otro lugar se disputa y se coge / no
es aquí sino un bello río en las lindes
de su fuente; / oh reina, y aquí es
donde toda el alma se

El 5 de febrero del año 251, pues,


Ágata fue martirizada en Catania,
durante la persecución de Decio.
Pero antes de morir, ¡qué duros
tormentos le infligieron! Según la
legendaria Passio Sanctae Agathae,
era de familia rica y aristocrática. El
consularis Quintiano había puesto los
ojos en aquella muchacha hermosa,
rica y noble, pero que no quería
saber nada de él. Porque además
había decidido seguir virgen para
Jesucristo. Al saber que la muchacha
era cristiana, Quintiano aprovechó la
promulgación del edicto anticristiano
del emperador Decio para arrestarla.
Para él, emblema perfecto del poder

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romano, Ágata ya no era más que


una "cosa" que podía ser obligada a
doblegarse a su voluntad. Pero como
ella se resistía se la entregó a
Afrodisia, una alcahueta que ya
había prostituido a sus nueve hijas.
La muchacha estuvo durante treinta
días a merced del mundo, aferrada
sólo a la oración, y resistió.

Al ver lo inútil de su intento,


Quintiano la convocó a juicio. El
dramático diálogo reproducido en la
Passio no hay que considerarlo como
un acta judicial tomada al pie de la
letra, aunque refleja sin duda las
actitudes y argumentaciones
comunes de los cristianos sometidos
ajuicio.

«¿Cuál es tu condición?», le
pregunta el magistrado. «Yo soy
libre y noble de nacimiento: toda mi
familia lo demuestra.»

«Si eres libre y noble», replica el


juez, «¿por qué llevas la vida

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miserable de una esclava?». A lo que


Ágata responde: «Yo soy sierva de
Cristo, y por lo mismo de condición
servil.» «Si fueras realmente libre y
noble», vuelve a decir
sarcásticamente el magistrado, «no
te humillarías hasta el punto de
llamarte a ti misma esclava.» Pero la
joven no se deja atemorizar: «La
nobleza suprema consiste en ser
siervo de Cristo.»

Quintiano, furibundo por haberse


lucido de esa manera en público, la
encierra en una cárcel totalmente
oscura. Pasan unos días y, vista la
tenacidad de la muchacha, la vuelve
a convocar, hace que la tumben
sobre una tarima y manda que
azoten aquel cuerpo de adolescente.
En su perversión, llega incluso a
lacerar sus carnes con el hierro y a
quemar con fuego sus llagas.

Torturas tan despiadadas no eran


una excepción en la antigüedad.
Nada tiene de irreal la narración. El

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poder ha ejercido durante milenios


las mayores violencias. Era la
norma. Quintiano manda que le
corten los senos. La muchacha dice
en la Passio: «Ego habeo mantillas
integras intus in anima mea, ex
quibus nutrió omnes sen-sus meos,
quas ab infantia Christo Domino
consecravi» (Tengo los senos
íntegros en mi alma, con los que
alimento todos mis sentidos, que
consagré a Cristo Señor ya en mi
infancia.) Por la noche, en la cárcel,
un vigilante se le a-cerca para
curarla. Ágata siente cierto pudor y
no deja que se acerque: «Cristo sí
que puede salvarme, si Él lo quiere.»
«Pero si es Él quien me ha enviado a
mí», dice el viejo, que es san Pedro.
Nada más desaparecer la visión,
Ágata descubre que está
milagrosamente curada.

Según la Passio, Ágata fue


convocada de nuevo cuatro días
después, y se negó tenazmente a
renegar de Cristo, que la había

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curado. Pero Quintiano le tenía


preparados nuevos suplicios. La
desnudan y la obligan a revolcarse
por el suelo, sobre el que habían
esparcido trozos rotos de jarrones y
tizones ardientes.

La Passio habla aquí de un terremoto


que asola Catania. A Ágata la
vuelven a llevar a la cárcel, en donde
da gracias a Dios por haberla hecho
salir victoriosa. Luego le ruega que
la acoja en su seno. Murió
dulcemente.

Mientras tanto, son muchos los que


llegan de toda la ciudad,
maravillados por todo lo sucedido, y
admirados por la valentía de Ágata.
Todo el pueblo está presente en su
entierro, celebrado en un suburbio
de Catania, en Hybla Major. La
Passio cuenta la llegada de un joven
desconocido (¿un ángel?), seguido
por un centenar de niños, que coloca
en su tumba esta inscripción:
«Mentem sanctam spon-taneum

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honorem Deo el patríete li-


berationem.» (Un alma santa es
honor espontáneo para Dios y
liberación para la patria.).

También se dice que al año


siguiente, en el primer aniversario
de su martirio, el Etna amenazó una
erupción desastrosa para Catania:
todo el pueblo, incluido los paganos,
se precipitó al sepulcro de Ágata,
que con su velo detuvo
milagrosamente el río de lava y
salvó a la ciudad de la destrucción.

Muchos pueden ser, evidentemente,


los elementos legendarios de la
historia de Ágata, si bien no hay
duda sobre su martirio, e incluso es
probable la fecha. De la Passio
existen una versión latina y dos
griegas, que pueden ser fechadas
entre los siglos V y VI, y según los
estudiosos ambas dependen de un
original común más antiguo.

Su veneración, tanto en Oriente

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como en Occidente, está


documentada desde el siglo V. Su
nombre a-parece en el Canon de la
Misa romana, ambrosiana y
ravenense a partir del siglo V. El
papa Simmaco (498-514) mandó
erigir en honor de la joven una
basílica en la vía Aurelia («m fundo
Lardarlo»}, y el papa Gregorio
Magno le dedicó en el 593 una
basílica que había sido construida
por los amaños.

Albert Dufourcq (Elude sur le gesta


martyrum romains, tomo II. Le
mouvement légendaire Lérinien, ed.
Du Boccard, París, 1988) ha tratado
de reconstruir el medio en el que
surgió esta Passio, formulando una
hipótesis fascinante.

Las historias de Ágata, Vito, Euplo,


Pancracio y quizá Lucía, fueron
redactadas por un grupo de
agustinos a finales del siglo V, en la
época en que los obispos africanos
estaban exiliados en Cerdeña debido

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a los vándalos. ¿Por qué este interés


por los antiguos mártires de Roma,
de África y de Sicilia?

«Para los africanos», responde


Dufourcq, «la historia de los mártires
no significa lo mismo que para los
cristianos de los demás países, es
decir, una historia del pasado: es
una historia siempre actual y viva.»
La dominación vándala había
prolongado un siglo las
persecuciones contra los católicos de
las Iglesias norteafricanas. Vittorio di
Vita cuenta de la siguiente manera la
crueldad de Genserico y Hunerico:
«qué vemos en estos días. Por
cualquier esquina se ven personas
mutiladas: a unos les han cortado
las manos, a otros les han sacado
los ojos, y otros hay sin pies, sin
orejas, sin nariz. A algunos, tras un
largo suplicio consistente en
permanecer colgados, les sobresalen
las paletillas, y no parecen que
tengan la cabeza derecha, sino
hundida en los hombros... Si alguien

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sospecha que me lo estoy


inventando puede consultar al
legado de Zenón, Uranio, que fue el
principal testigo de estos horrores».

La persecución de Hunerico es del


484. Vittorio di Vita, que fue víctima
de ella, la cuenta dos años después.
Las coincidencias entre las Passio de
los mártires antiguos y los suplicios
padecidos por los católicos en estos
años bajo los vándalos ofrecen hasta
los detalles. Los redactores de las
Passio de los antiguos mártires como
Ágata han de buscarse entre las
propias víctimas de las
persecuciones vándalas: «Por lo
pronto están en el exilio, y quién
sabe si mañana no serán torturados
y morirán. Ellos se preparan al
martirio contando las historias de los
mártires de otros tiempos. Y
encuentran el arrojo para saborear el
socorro de la gracia divina en las
narraciones de las maravillas que
obró en los más pequeños, mirabilia
(quae Deus) operatus est in

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minimis».

Efectivamente mientras la historia


mundana celebra los fastos de los
poderosos, de los fuertes, de los
sabios, la cristiana parece realmente
una epopeya de personas sencillas.
En el cristianismo le ocurren cosas
grandes no a quien confía en sus
grandes intuiciones, sino en quien se
abandona a la gracia de Jesucristo.

Es sorprendente la comparación
entre la joven Ágata y uno de los
más famosos filósofos de la
antigüedad, Porfirio (233-305), que
vivía en tiempos de las
persecuciones contra los cristianos.
San Agustín escribe: «Porfirio veía
todo esto y le parecía que con
aquellas persecuciones esta vía [el
cristianismo] iba a desaparecer bien
pronto, por tanto no era la vía
universal de liberación del alma. No
comprendía que las persecuciones
que le desconcertaban y los
sufrimientos que tendría que

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soportar de haber abrazado esa vía


no era más que una demostración de
ello y un sostén aún más vigoroso.»
(De civitate Dei, X, 32)

Si la fuerza invencible del


cristianismo hubiese sido una
doctrina o una filosofía, o una ética.
Porfirio la habría abrazado sin lugar
a dudas mucho antes, pues era un
pensador, que Ágata (pues las
jovencitas como ella en lo que
suelen pensar es en un novio). Y sin
embargo -observa san Agustín-, es
un don «concedido por la divina
misericordia», según su voluntad, la
gracia de una vida nueva
desconocida para el mundo: «Incluso
Porfirio lo comprendió cuando dijo
que este don de Dios todavía no
había sido recibido ni se le había
hecho conocer. Tampoco pensó que
fuera menos verdadero por no
haberlo aún aceptado, ni creído, ni
por no haber llegado a conocerlo».
(De civitate Dei, X, 32).

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Fuente: Revista Internacional 30Días


en la Iglesia y el mundo, Año VII,
No. 65.
Remitido por Sergio Ruben
Maldonado
[bgolem2000@yahoo.com.mx]

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