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La sociedad colombiana de los años sesenta se vería enfrentada con una quimera
poética que la atacaría con gran agitación. El Nadaísmo fue un movimiento (contra)cultural
que planteaba un extenso programa subversivo en el campo estético, social, religioso y
literario. El Nadaísmo se propuso enfrentar en su orden una sociedad arropada con las cobijas
de la relación y el establecimiento. Su programa era subversivo porque desprestigió el orden
hegemónico, los valores de antaño, los mitos de la patria, las verdades dogmáticas que
apestaban, haciendo uso de la irreverencia, la irracionalidad, la negación y el “poder” de las
palabras empleadas poéticamente. Era subversivo porque buscaba, luchando, ventajas
competitivas en la conciencia de las gentes.
Cuando desde el nadaísmo nos preguntamos por el orden social, por cómo es posible,
por qué tipo de orden es y qué implicaciones tiene, es improbable no recordar a Niklas
Luhmann y su teoría de los sistemas. La directriz principal de esta teoría es la del proceso de
diferenciación que consiste en la emergencia de unidades altamente organizadas que
orquestan el paso desde un caos relativo a un orden relativo (Torres Nafarrate, 2004, p. 135).
La complejidad, como categoría básica de todo sistema, aparece en este horizonte como parte
de la diferenciación funcional, pues cada sistema se diferencia de un entorno caótico.
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Los conceptos de autopoiesis y complejidad son un significativo aporte desde la biología de Humberto
Maturana que Luhmann recoge en una suerte evolutiva de su concepción científica de lo social.
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Uno de los problemas que afronta Foucault en su desarrollo de las teorías del poder es el de la definición de
las fuerzas que constituyen el poder (Múnera, 2005); en este sentido Butler, en el particular del poder
performativo, avanza al situar al discurso y la producción e identidades como constitutivas de la fuerza del
poder. No obstante, cabe pensar, si el poder performativo tiene la potencialidad analítica en los aspectos
meramente identitarios. Mejor aún, deberíamos preguntarnos si la naturaleza de las fuerzas en los poderes
que expone Foucault se adquieren en virtud de la situación específica.
(Arango, 2016, p. 71). Su relato es sobre la muerte del personaje y las grandes dudas que le
genera esta y muchas otras historias. Se pregunta: ¿no habrá manera de que Colombia, en
vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?
Tales denuncias adquieren sentido en el problema del orden ya que emanaba del
Estado y la sociedad colombianas de la época. Sobre el bandolero, Arango (2016) escribía:
“Dentro de su extraña y delictiva filosofía, este hombre no reconocía culpa, ni más
remordimiento que el de dejarse matar por su enemigo: la sociedad” (p. 72). Toda función
implica un orden y una actividad particular dentro del mismo. Dentro de la teoría de la
sociedad de Luhmann, el carácter autopoiético del sistema social es el que lo protege de la
inmunidad que los conflictos pueden generar, pues éste produce sus propias formas de
reproducirse. Todo sistema activa una función inmunitaria ante los retos del conflicto, en
forma de alarma o advertencia, involucrando la posibilidad de integrar cambios y
modificaciones que se consideren útiles (Gonnet, 2018). Es en este sentido que Luhmann
encuentra el conflicto como la constitución misma del orden, como condición sine qua non
para la evolución el sistema.
Este punto presenta un gran problema y refiere al sentido que adquiere un conflicto
como parte constitutiva de la misma solidez del sistema y su orden. Los conflictos como
comunicaciones de negaciones o rechazos (Gonnet, 2018) constituyen acontecimientos
siempre posibles y hasta arbitrarios, que se pueden considerar de una forma perversa o ser
simplemente ignorados. Es en este sentido, Foucault (1991) responde a Luhmann al decir que
no deben confundirse las relaciones de poder con la información que se transmite por medio
de la comunicación (lenguaje, medios simbólicos, etc.), pues, aunque no sean dominios
separados y la comunicación siempre sea una forma de actuar sobre otra personas, las
relaciones de poder no tienen por qué necesariamente pasar por la comunicación, tienen su
naturaleza específica.
Como lo anota Torres Nafarrate (2004), “el poder no es algo que se haga presente en
la política, más bien es la quintaesencia de toda la política” (p. 139). El poder es
comunicación guiada por un código (Luhmann,1995, p. 22). El poder, en ese sentido, es la
modalización de los procesos comunicativos por medio de sugerencias selectivas en un
sistema social, que se vale de la comunicación simbólica para articular y guiar los
intercambios sociales en una opción binaria (código de poder) de influencia social,
acompañando la aceptación o la evitación con una sanción negativa (la amenaza) como
respaldo. Luhmann (1995) concibe que “el sistema político de la sociedad asume la acción,
la administración y el control del poder para la sociedad” (p. 70) y que la mayor preocupación
es la de mantener la especificidad funcional para que los sistemas sean sistemas diferentes.
Así, la “función política” de mantener la capacidad de tomar decisiones que vinculen
colectivamente se establece como la determinación, junto con el poder, para el
establecimiento funcionalmente diferenciado sistema político.
Como lo señale en otro bloque, Gonzalo Arango (2016) desiste de su libertad absoluta
y considera fundamental una libertad en el encuentro con los otros: “[no] hacer trampa, y
ponerse al lado de los que humillan contra los humillados, y de los verdugos contras las
víctimas” (p. 275); se pregunta: “¿qué sistema podrá ofrecernos esa esperanza total sin
mutilarnos, sin degradar nuestra condición humana?” (p. 263). La raíz del problema no está
en la inmediatez de la comunicación. La identificación previa y constante que alrededor de
Obra Negra hace Arango de un orden que pesa como una culpa (y que no solo refiere los
destinos de los bandoleros sino las conciencias de la gente, objeto del siguiente acápite),
denuncia las condiciones estructurales del conflicto y la necesidad solidaria de superarlas.
Comparto esta visión ya que la disposición de las partes es fundamental en cualquier
estructura, pues es inherente el carácter histórico de los procesos sociales. Negar tal
genealogía o limitarlo a una “historia de la codificación”, resulta insuficiente.
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“Yo me pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de
matar a sus hijos, los haga dignos de vivir? Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces
profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.” (Arango,
2016, p. 73). Es imposible no presentar la cita cuando en estos tiempos de posconflicto (posacuerdo, si se
quiere más realista) los compromisos se disuelven, los grupos armados avanzan y el olvido se apodera de un
país acostumbrado a vivir en la guerra.
El carácter cientificista que Luhmann le otorga al sistema político y con él a la función
política de mantener la capacidad de tomar decisiones que vinculen colectivamente y al
ejercicio de poder, tiene como consecuencia que la diferenciación del sistema político
aparezca como no jerárquico pues en el proceso evolutivo del sistema la pluralidad de la
codificación excluye la moral. No hay una razón que oriente las selecciones sistémicas en
favor de un propósito solidario y deseable. La renuncia a la filosofía política en favor de la
autorreferencia y la autopoiesis de una sólida teoría política determina la forma de acción
política, limitando los esfuerzos que, desde las bases, desde los humillados, se pueden hacer.
Quizá Arango (2016) le respondería a Luhmann de esta forma: “¡Qué asco!... Si es necesario
que un niño muera para que otro se coma una yuca, ¡yo niego el progreso!” (p. 262). Si el
origen de los conflictos es incierto, ¿la política funcional-sistémica, en su supuesta
neutralidad, favorece conceptualmente la existencia infinita de la profecía sobre Desquite?
Para el estudio del poder, el giro fundamental que realiza Foucault consiste en la
desubstancialización del poder como algo propio del Estado. No por ello se niega el papel
que éste juega en las relaciones sociales, pero no es allí donde se agotan las relaciones de
poder. Con el paso de un poder soberano, simbolizado por una espada que ejerce su derecho
sobre la vida de los súbditos en cuanto es capaz de matar (Garcés, 2005), o mejor, que se
ejerce de manera negativa, se concibe ahora el biopoder como la acción positiva sobre la vida
de los seres humanos. El poder, en ese sentido no es un elemento ajeno a las relaciones
sociales a las que limita, sino que es un elemento constituyente de las relaciones sociales y
de los sujetos. Las relaciones sociales son relaciones de poder. Ya no se busca apropiarse o
dirigir la vida del súbdito, sustraer sus fuerzas, por el contrario, se pretende la producción,
aumento y optimización de éstas (Garcés, 2005, p. 89).
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Cursiva propia
relaciones de poder y de discursos, los nadaístas tratarán de revertir los significados que
orientan esas “clasificaciones”.
Sin duda alguna, una lectura performativa de la locura nadaísta permite entender lo
que Judith Butler (2002; 2007) consideraría como poder performativo, que en ese sentido,
serían los ideales normativos que operan bajo lógicas de reiteración o exclusión que están
dotados de fuerza. La resignificación y la apropiación de la locura, del peligro, de lo
desadaptado, de la banalidad por parte del nadaísmo como movimiento de vanguardia le
permite comprender a Gonzalo Arango el dominio en que el poder actúa como discurso
(valga aclarar que esto no significa que el nadaísmo presente una lectura feminista, plantee
una lectura cercana, o algo parecido.) Es esta una auténtica resistencia “butleriana”, o mejor,
performativa.
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Véase Daniel Llanos (2015): Enemigos públicos: Contexto intelectual y sociabilidad literaria del movimiento
nadaísta, 1958-1971
enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas; en resumen: los
elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la
red que puede establecerse entre estos elementos. (…) ese discurso puede aparecer bien como
programa de una institución, bien por el contrario, como un elemento que permite justificar
y ocultar una práctica, darle acceso a un campo nuevo de racionalidad. Resumiendo, entre
esos elementos, discursivos o no, existe como un juego, de los cambios de posición, de las
modificaciones de funciones que pueden, éstas también, ser muy diferentes. (p. 128)
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En una charla que Darío Sztajnszrajber hace sobre Foucault se plantea si acaso el dispositivo productivista
no está presente en las relaciones sexuales y aquello de la “eficiencia sexual”. Gran discusión para romper
con mitos y tabúes del deseo.
Gonzalo presenta una nueva visión del amor. Un amor libre que mantiene el ímpetu
de la pasión en la felicidad lo mismo que en la pena, en la soledad y en la compañía; un amor
que no existe y que es la posibilidad compartida y desesperada de los amantes. El amor no
se da por hecho, no se privatiza, sino que este requiere de se le fecunde cada día en la
posibilidad infinita de la perfección. Es demasiado poético, sí. Por esa razón señalábamos
que el problema del amor puede ser uno de la metafísica secular y cotidiana. Ante una visión
tan atractiva del amor, ¿cómo se puede ser un desalentado? Está claro, que la misma visión
de amor libre es un nuevo dispositivo que agencia nuestras comunicaciones. ¿La calidad
productora del poder, que Foucault reconoce, no se adjudica acaso la producción de sus
propias resistencias? Consideramos que sí. Pero esto no es malo per se. ¡Qué carajos es la
maldad después de todo! La liberación es un ejercicio continuo e inacabado de
deconstrucción.
Quisiéramos terminar con una cita de Giorgio Agamben (2004): “Puede decirse
contemporáneo solamente quien no se deja enceguecer por las luces del siglo y alcanza a
vislumbrar en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad.” (p. 4). El giro epistemológico
que hace Foucault, y con él Butler, es testimonio de lo que es un pensamiento contemporáneo:
el escarbar en la oscuridad cuestiones que por mucho tiempo fueron ocultas; quizá Luhmann
es débil en este sentido. El nadaísmo planea un ejercicio poético y estético de deconstrucción
y, sin duda, la deconstrucción del orden, del amor, de la locura, de tantas cosas, es una forma
de ser contemporáneo, de liberarnos.
ANEXOS
ELEGÍA A “DESQUITE”
Sí, nada más que una rosa, pero de sangre. Y bien roja como a él le gustaba: roja, liberal y asesina.
Porque él era un malhechor, un poeta de la muerte. Hacía del crimen una de las más bellas artes.
Mataba, se desquitaba, lo mataron. Se llamaba “Desquite”. De tanto huir había olvidado su verdadero
nombre. O de tanto matar había terminado por odiarlo.
Lo mataron porque era un bandido y tenía que morir. Merecía morir sin duda, pero no más que los
bandidos del poder.
Al ver en los diarios su cadáver acribillado, uno descubría en su rostro cierta decencia, una
autenticidad, la del perfecto bandido: flaco, nervioso, alucinado, un místico del terror. O sea, la
dignidad de un bandolero que no quería ser sino eso: bandolero. Pero lo era con toda el alma, con
toda la ferocidad de su alma enigmática, de su satanismo devastador.
Con un ideal, esa fuerza tenebrosa invertida en el crimen, se habría podido encarnar en un líder al
estilo Bolívar, Zapata, o Fidel Castro.
Sin ningún ideal, no pudo ser sino un asesino que mataba por matar. Pero este bandido tenía cara
de no serlo. Quiero decir, había un hálito de pulcritud en su cadáver, de limpieza. No dudo que tal
vez bajo otro cielo que no fuera el siniestro cielo de su patria, este bandolero habría podido ser un
misionero, o un auténtico revolucionario.
Siempre me pareció trágico el destino de ciertos hombres que equivocaron su camino, que
perdieron la posibilidad de dirigir la Historia, o su propio Destino.
“Desquite” era uno de esos: era uno de los colombianos que más valía: 160 mil pesos. Otros no se
venden tan caro, se entregan por un voto. “Desquite” no se vendió. Lo que valía lo pagaron después
de muerto, al delator. Esa fiera no cabía en ninguna jaula. Su odio era irracional, ateo, fiero, y como
una fiera tenía que morir: acorralado.
Aún después de muerto, los soldados temieron acercársele por miedo a su fantasma. Su leyenda
roja lo había hecho temible, invencible.
No me interesa la versión que de este hombre dieron los comandos militares. Lo que me interesa
de él es la imagen que hay detrás del espejo, la que yacía oculta en el fondo oscuro y enigmático de
su biología.
¿Quién era en verdad?
Su filosofía, por llamarla así, eran la violencia y la muerte. Me habría gustado preguntarle en qué
escuela se la enseñaron. El habría dicho: Yo no tuve escuela, la aprendí en la violencia, a los 17 años.
Allá hice mis primeras letras, mejor dicho, mis primeras armas.
Con razón... Se había hecho guerrillero siendo casi un niño. No para matar sino para que no lo
mataran, para defender su derecho a vivir, que, en su tiempo, era la única causa que quedaba por
defender en Colombia: la vida.
En adelante, este hombre, o mejor, este niño, no tendrá más ley que el asesinato. Su patria, su
gobierno, lo despojan, lo vuelven asesino, le dan una sicología de asesino. Seguirá matando hasta el
fin porque es lo único que sabe: matar para vivir (no vivir para matar). Sólo le enseñaron esta lección
amarga y mortal, y la hará una filosofía aplicable a todos los actos de su existencia. El terror ha
devenido su naturaleza, y todos sabemos que no es fácil luchar contra el Destino. El crimen fue
su conocimiento, en adelante sólo podrá pensar en términos de sangre.
Yo, un poeta, en las mismas circunstancias de opresión, miseria, miedo y persecución, también
habría sido bandolero. Creo que hoy me llamaría “General Exterminio”.
Por eso le hago esta elegía a “Desquite”, porque con las mismas posibilidades que yo tuve, él se
habría podido llamar Gonzalo Arango, y ser un poeta con la dignidad que confiere Rimbaud a la
poesía: la mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. Pero la vida es a veces
asesina.
¿Estoy contento de que lo hayan matado?
Sí.
Y también estoy muy triste.
Porque vivió la vida que no merecía, porque vivió muriendo, errante y aterrado, despreciándolo
todo y despreciándose a sí mismo, pues no hay crimen más grande que el desprecio a uno mismo.
Dentro de su extraña y delictiva filosofía, este hombre no reconocía más culpa, ni más
remordimiento que el de dejarse matar por su enemigo: toda la sociedad.
¿Tendrá alguna relación con él aquello de que la libertad es el terror?
Un poco sí. Pero, ¿era culpable realmente? Sí, porque era libre de elegir el asesinato y lo eligió.
Pero también era inocente en la medida en que el asesinato lo eligió a él.
Por eso, en uno de los ocho agujeros que abalearon el cuerpo del bandido, deposito mi rosa de
sangre. Uno de esos disparos mató a un inocente que no tuvo la posibilidad de serlo. Los otros siete
mataron al asesino que fue.
¿Qué le dirá a Dios este bandido?
Nada que Dios no sepa: que los hombres no matan porque nacieron asesinos, sino que son asesinos
porque la sociedad en que nacieron les negó el derecho a ser hombres.
Menos mal que Desquite no irá al Infierno, pues él ya pagó sus culpas en el infierno sin esperanzas
de su patria.
Pero tampoco irá al Cielo porque su ideal de salvación fue inhumano, y descargó sus odios
eligiendo las víctimas entre inocentes.
Entonces, ¿adónde irá Desquite?
Pues a la tierra que manchó con su sangre y la de sus víctimas. La tierra, que no es vengativa, lo
cubrirá de cieno, silencio y olvido.
Los campesinos y los pájaros podrán ahora dormir sin zozobra. El hombre que erraba por las
montañas como un condenado, ya no existe.
Los soldados que lo mataron en cumplimiento del deber le capturaron su arma en cuya culata se
leía una inscripción grabada con filo de puñal. Sólo decía: “Esta es mi vida”.
Nunca la vida fue tan mortal para un hombre.
Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de
matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?
Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite
resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.
UNA LOCURA RAZONABLE
…El Nadaísmo se funda en las contradicciones de la sociedad que lo hizo posible. No busquen
ideas lógicas ni criterios unánimes, ni la cohesión de un sistema filosófico. Es, antes que todo, una
posición existencial cuya transitoriedad ha entrado ya en la edad de la razón de los siete años de
fundado, pero que puede durar el tiempo de la actual generación, o más aún, el tiempo de una vida.
El lenguaje brutal y agresivo de estos mensajes y manifiestos, obedece a la necesidad de una
sacudida de cataclismo en el orden de los valores tradicionales sobre los cuales se ha elaborado una
cultura y una literatura sin auténticas raíces en la realidad y en la vida. El Nadaísmo, para imponer el
nuevo espíritu, no apeló a las razones sino a los golpes, a la ofensa, a la blasfemia, para rescatar a la
juventud de su parasitismo y de sus cómodos idealismos hereditarios mediante una hábil terapéutica
del terror. Pusimos en práctica una “ética” de perversión contra los valores de una moral convencional
en que la aventura humana se reducía a sobrevivir al precio de sacrificar la vida. Despojar la
conciencia de mitos y vagas ilusiones de salvación, de los falsos —o al menos desuetos—
mecanismos del pensamiento, y restituir al hombre a un cierto estado de inocencia adánica, para que
emprendiera desde el infierno de la desesperanza la conquista de su propio destino. Negarlo todo para
recrearlo todo. Nacer a una nueva conciencia de ser. Producir la total liberación, la total independencia
en ese campo de batalla de la conciencia donde diversos tipos de servidumbres se disputaban al
hombre para sus falsos paraísos.
Fuimos desde siempre profetas humildes. No propusimos soluciones a nada, sino dudas a todo.
No ofrecimos la felicidad en baratillo, pero dimos a morder la manzana de la tentación, ésa de la
libertad que produce una amarga alegría, y que a veces se paga con la soledad o con la locura.
El renacimiento que habría de sobrevenir a la muerte del espíritu moribundo, llegó precedido de
desgarramientos y una especie de alegría infernal. Al negar en nosotros al ser que éramos con sus
fetichismos religiosos y sus atavismos culturales, asistimos a los esplendores siniestros del nuevo ser
que habíamos devenido. Nos habíamos desafiliado del viejo mundo, pero la irrupción del nuevo no
tenía ninguna semejanza con la idea de un mundo feliz. Al contrario: el precio de este desarraigo fue
una sensación infinita de desamparo. Es cierto que habíamos ganado la libertad interior, pero por eso
mismo el mundo nos rechazaba en nuestra condición de “antisociales”. Nuestro desprecio o nuestra
indiferencia hacia la realidad, nos hacía reos de rebelión, de demencia, de alta peligrosidad. Sobre
nuestras cabezas revueltas y alocadas resplandeció la aureola negra del conspirador y del proscrito.
Se nos situó, intelectualmente, en los predios del sicoanálisis, o en los terroríficos dominios del código
de policía. Para algunos rebeldes se abrieron los manicomios o los presidios, y para casi todos la
expulsión de sus trabajos, de sus hogares y del seno de la sociedad.
Esta ruptura era natural, y en lugar de abatirnos nos hizo invencibles, obstinados en la rebelión, y
como víctimas del sistema ganamos ante la juventud una gloriosa aureola de mártires que convirtió
al Nadaísmo en un misticismo satánico que arrastró en su corriente una multitud de adeptos, de
inadaptados, de 150 inconformistas, de hastiados con la vida y con las venerables mentiras de la
sociedad.
Estos hombres comprendieron que la salvación no es un mérito para después de la muerte, sino un
mérito para ganar ahora y aquí. Por eso, en el Nadaísmo sólo se han salvado los que han ganado su
vida contra todo, y contra todos. Indiferentes a los altares y a los cielos, ellos son santos y su aureola
es el sol.
BIBLIOGRAFÍA
Garcés, M. (2005). La vida como concepto político: una lectura de Foucault y Deleuze.
Recuperado de: https://atheneadigital.net/article/view/n7-garces/183-pdf-es
Jaramillo, M. (2018). Los aportes del nadaísmo. Revista Aleph, 187. Recuperado de:
http://www.revistaaleph.com.co/component/k2/item/887-aportes-del-nadaismo.html