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FACULTAD DE DERECHO, CIENCIAS POLITICAS Y SOCIALES

DEPARTAMENTO DE CIENCIA POLITICA


TEORÍAS DEL PODER
LEOPOLDO MÚNERA
2019-I

Gonzaloarango, el nadaísmo y el poder. Del orden, el amor y la locura.


Juan Esteban Garzón López

“Irrespetuosamente a los escríbanos católicos:


SOMOS GENIALES,
LOCOS,
Y PELIGROSOS.”
Manifiesto al Congreso de Escríbanos católicos, 47.

La sociedad colombiana de los años sesenta se vería enfrentada con una quimera
poética que la atacaría con gran agitación. El Nadaísmo fue un movimiento (contra)cultural
que planteaba un extenso programa subversivo en el campo estético, social, religioso y
literario. El Nadaísmo se propuso enfrentar en su orden una sociedad arropada con las cobijas
de la relación y el establecimiento. Su programa era subversivo porque desprestigió el orden
hegemónico, los valores de antaño, los mitos de la patria, las verdades dogmáticas que
apestaban, haciendo uso de la irreverencia, la irracionalidad, la negación y el “poder” de las
palabras empleadas poéticamente. Era subversivo porque buscaba, luchando, ventajas
competitivas en la conciencia de las gentes.

El nadaísmo empieza sus pasos con Gonzalo Arango (1931-1976) y a él se sumarán


cientos de personas más, la mayoría de ellos marginados de clases medias, de una Colombia
que los golpeaba en la cara con su insoportable tradicionalismo: “una sociedad que si no
había muerto “apestaba”, apestaba a cucharadas sudadas a regimiento, a sotanas sacrílegas,
a maquinaciones políticas, a literatura rosa” (Escobar, 1989). El nadaísmo se sitúa en un
contexto específico en la historia de Colombia y es un escape a esa realidad imperante en
nuestra patria, una nueva forma de dialogar con la realidad, el conocimiento y la vida en
sociedad.

Puntualmente, el Nadaísmo nace en el seno de un Colombia que fue silenciada, que


asesinaba a sus líderes, excluía a su pueblo, arrinconaba a sus campesinos y pactaba las
grandes esferas de poder a conveniencia de los dirigentes tradicionales. Como lo señala
Galeano (1993), el estilo y la actitud irónica y desarraigada con la que contaba el Nadaísmo
se correspondía con su condición de poesía heredera de “La violencia” y le inculcaba “cierto
tono más libre a la poesía colombiana en su aletargado avance hacia la modernidad” (p. 658).
El Nadaísmo además de la literatura y la poesía contaba con su acción para combatir
toda esa pesada sociedad que los limitaba y torturaba. Sus faenas fueron otros de los
mecanismos de los que se valieron los “profetas del mal” para trasmitir sus consignas y
construir su figura vanguardista y revolucionaria en Colombia. Así es como lo reseña Rico
(2018) afirmando que se usaba el escándalo como medio de comunicación bajo la idea de
“performances vivientes”. Gonzalo Arango también fue uno de ellos. Daniel Llano en el
prólogo de Obra Negra señala que se recuerda a Gonzalo, además que como poeta cruel,
como el tipo de los actos públicos trasgresores como el de la quema de libros frente al
Paraninfo de la Universidad de Antioquia en 1958 y el sabotaje al Primer Congreso de
Pensamiento Católico en 1959; en Cali exigieron, también, la sustitución del busto de Jorge
Isaacs, autor de la María, por el de Brigitte Bardot (Galeano, 1993).

Algunos marxistas de la época, así como posibles lectores estructuralistas de la


política, tildan al Nadaísmo de ser un traidor de la revolución. Vargas (2015) se pregunta por
qué estos revolucionarios “asumieron una actitud apolítica y actuaron tan intransigentes” y
no adoptaron la revolución como “una empresa política sino como la libertad de su ser y la
expresión del mismo” (p. 118). A su juicio el nadaísmo sacrifico los cambios estructurales
de la política colombiana por alimentar un espíritu ocioso de la cultura. Como lo veremos a
continuación, la visión particular de la sociedad colombiana que tenía Gonzalo Arango, quien
será nuestro profeta nadaísta para este análisis, responde a lo político y la política en
específico, en el sentido que sus cuestionamientos refieren los rasgos de vivir juntos y del
poder. Él mismo lo aseguraba al señalar la política como las disertaciones sobre la vida: el
compartir el mundo con los otros (Arango, 2016).

Los problemas del Nadaísmo y el orden social: un vistazo de Elegía a Desquite.

¿De qué lugar emerge la violencia en la pluma de Gonzaloarango? Como lo


mencionamos en la introducción, el nadaísmo es una apuesta por una nueva política libre de
vicios y de cualquier establecimiento perjudicial para el espíritu y la dilatación del ser. Serán
muchos los textos, sumado las incesantes menciones, en los que Gonzalo Arango se refiere
al “orden”. Éste siempre tiene una valoración negativa, siempre es la mentira convertida en
orden. Ya lo decía en PRIMER MANIFIESTO NADAÍSTA: “Todo lo que está consagrado
como adorable por el orden imperante será exterminado y revisado. Se conservará solamente
aquello que esté orientado hacia la revolución, y que fundamente por su consistencia
indestructible, los cimientos de la sociedad nueva.” (Arango, 2016, p. 38). Dicho orden se
extrapola en muchos planos (social, estético, religioso, literario y político), y el nadaísmo
dirige hacia ellos el valor destructor de sus palabras, en el sentido en que la destrucción es
un principio creador, siguiendo a los anarquistas rusos.

Cuando desde el nadaísmo nos preguntamos por el orden social, por cómo es posible,
por qué tipo de orden es y qué implicaciones tiene, es improbable no recordar a Niklas
Luhmann y su teoría de los sistemas. La directriz principal de esta teoría es la del proceso de
diferenciación que consiste en la emergencia de unidades altamente organizadas que
orquestan el paso desde un caos relativo a un orden relativo (Torres Nafarrate, 2004, p. 135).
La complejidad, como categoría básica de todo sistema, aparece en este horizonte como parte
de la diferenciación funcional, pues cada sistema se diferencia de un entorno caótico.

Para Luhmann, siguiendo los aportes de la microbiología, los sistemas tienen la


función de reducir la complejidad del mundo y para ello deben complejizarse a sí mismos.
Mejía Quintana (2013) señala que la complejidad remite a la función de límite, determinante
del sistema, pues “representa la posibilidad de dar orden al sistema, de organizarlo
internamente y, al mismo tiempo, de optimar su funcionalidad frente al entorno” (p. 176). En
primer lugar, encontramos que el sistema es autorreferente, pues tiene la capacidad para
formarse en virtud del autocontacto y así poder autoobservarse. La consecuencia lógica de
esta observación-contacto es que el sistema, mediante operaciones propias, construye sus
mismas estructuras, es decir, produce para sí su propio orden: es autoorganizado. Por tanto,
el carácter autopoiético del sistema se conecta con las ideas anteriores al sostener que los
sistemas crean las condiciones para la producción del sistema que, debido a su “naturaleza
viva”1, es autoproducción y reproducción por y para el sistema (Mejía Quintana, 2013).

Luhmann entiende la concepción de orden social asociada al control; la asimilación


de la complejidad conceptualiza el orden como sensible a esos fenómenos que desafían las
lógicas institucionales establecidas (Gonnet, 2018). Esta postura teórica es problemática
porque incorpora el conflicto, pero no lo explica. Una visión del orden como control es un
obstáculo para la asimilación del conflicto, pues “tiene que presentarse, inevitablemente,
como un acontecimiento residual, o sea como un hecho que es reconocido por la teoría, pero
cuyo origen resulta incierto” (Gonnet, 2018, p. 112). Como veremos más adelante Foucault
y Butler, en relación con el poder, el conflicto como el sustrato mismo de lo político2.

Gonzalo Arango escribiría ELEGÍA A DESQUITE, un texto que denuncia la época de


la violencia en Colombia. “Desquite” era el nombre de guerra de un bandolero al que su
patria le había conferido una psicología de asesino. “Con razón… Se había hecho guerrillero
siendo casi un niño. No para matar sino para que no lo mataran, para defender su derecho a
vivir, que, en su tiempo, era la única causa que quedaba por defender en Colombia: la vida”.

1
Los conceptos de autopoiesis y complejidad son un significativo aporte desde la biología de Humberto
Maturana que Luhmann recoge en una suerte evolutiva de su concepción científica de lo social.
2
Uno de los problemas que afronta Foucault en su desarrollo de las teorías del poder es el de la definición de
las fuerzas que constituyen el poder (Múnera, 2005); en este sentido Butler, en el particular del poder
performativo, avanza al situar al discurso y la producción e identidades como constitutivas de la fuerza del
poder. No obstante, cabe pensar, si el poder performativo tiene la potencialidad analítica en los aspectos
meramente identitarios. Mejor aún, deberíamos preguntarnos si la naturaleza de las fuerzas en los poderes
que expone Foucault se adquieren en virtud de la situación específica.
(Arango, 2016, p. 71). Su relato es sobre la muerte del personaje y las grandes dudas que le
genera esta y muchas otras historias. Se pregunta: ¿no habrá manera de que Colombia, en
vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?

Tales denuncias adquieren sentido en el problema del orden ya que emanaba del
Estado y la sociedad colombianas de la época. Sobre el bandolero, Arango (2016) escribía:
“Dentro de su extraña y delictiva filosofía, este hombre no reconocía culpa, ni más
remordimiento que el de dejarse matar por su enemigo: la sociedad” (p. 72). Toda función
implica un orden y una actividad particular dentro del mismo. Dentro de la teoría de la
sociedad de Luhmann, el carácter autopoiético del sistema social es el que lo protege de la
inmunidad que los conflictos pueden generar, pues éste produce sus propias formas de
reproducirse. Todo sistema activa una función inmunitaria ante los retos del conflicto, en
forma de alarma o advertencia, involucrando la posibilidad de integrar cambios y
modificaciones que se consideren útiles (Gonnet, 2018). Es en este sentido que Luhmann
encuentra el conflicto como la constitución misma del orden, como condición sine qua non
para la evolución el sistema.

Este punto presenta un gran problema y refiere al sentido que adquiere un conflicto
como parte constitutiva de la misma solidez del sistema y su orden. Los conflictos como
comunicaciones de negaciones o rechazos (Gonnet, 2018) constituyen acontecimientos
siempre posibles y hasta arbitrarios, que se pueden considerar de una forma perversa o ser
simplemente ignorados. Es en este sentido, Foucault (1991) responde a Luhmann al decir que
no deben confundirse las relaciones de poder con la información que se transmite por medio
de la comunicación (lenguaje, medios simbólicos, etc.), pues, aunque no sean dominios
separados y la comunicación siempre sea una forma de actuar sobre otra personas, las
relaciones de poder no tienen por qué necesariamente pasar por la comunicación, tienen su
naturaleza específica.

En ELEGÍA A DESQUITE, Gonzalo Arango (2016) plantea unas circunstancias de


opresión, misera, miedo y persecución, que exculpaban a nuestro pobre prójimo:
Por eso, en uno de los ocho agujeros que abalearon el cuerpo del bandido, deposito mi rosa
de sangre. Uno de esos disparos mató a un inocente que no tuvo posibilidad de serlo. Los
otros siete mataron al asesino que fue. ¿Qué le dirá a Dios este bandido? Nada que Dios no
sepa: que los hombres no matan porque nacieron asesinos, sino que son asesinos porque la
sociedad en que nacieron les negó el derecho de ser hombres” (p. 72).

Qué son estas palabras si no el reconocimiento de condiciones estructurales que


impulsan y definen los conflictos sociales. Para Niklas Luhmann no es posible reconocer
condiciones estructurales de conflicto pues no hay contradicciones fuera de acontecimientos
que se actualizan o constatan. Lo fundamental es que Luhmann retoma la noción de doble
contingencia para mostrar la comunicación como la incertidumbre presente en la misma, pues
esta es siempre una oferta de selección y esta expuesta al rechazo (conflicto). Así, el orden
social como máquina no indaga las razones del conflicto (que se canaliza en la duda radical
de Arango remarcada y en su trágica y vigente profecía3) y más bien busca la respuesta a
cómo se regularizan y manejan estos para la supervivencia del sistema. Luhmann incorpora
el conflicto en el “orden” de su teoría, pero el condicionamiento de éste al control trae
consecuencias en diferentes niveles. Tiene sentido preguntarse si desde el aporte teórico de
Luhmann podemos pensar con proyección transformadora este problema, pues es clara la
denuncia de Arango hacía las esferas de poder, a la política y a la sociedad colombiana.

Como lo anota Torres Nafarrate (2004), “el poder no es algo que se haga presente en
la política, más bien es la quintaesencia de toda la política” (p. 139). El poder es
comunicación guiada por un código (Luhmann,1995, p. 22). El poder, en ese sentido, es la
modalización de los procesos comunicativos por medio de sugerencias selectivas en un
sistema social, que se vale de la comunicación simbólica para articular y guiar los
intercambios sociales en una opción binaria (código de poder) de influencia social,
acompañando la aceptación o la evitación con una sanción negativa (la amenaza) como
respaldo. Luhmann (1995) concibe que “el sistema político de la sociedad asume la acción,
la administración y el control del poder para la sociedad” (p. 70) y que la mayor preocupación
es la de mantener la especificidad funcional para que los sistemas sean sistemas diferentes.
Así, la “función política” de mantener la capacidad de tomar decisiones que vinculen
colectivamente se establece como la determinación, junto con el poder, para el
establecimiento funcionalmente diferenciado sistema político.

Como lo señale en otro bloque, Gonzalo Arango (2016) desiste de su libertad absoluta
y considera fundamental una libertad en el encuentro con los otros: “[no] hacer trampa, y
ponerse al lado de los que humillan contra los humillados, y de los verdugos contras las
víctimas” (p. 275); se pregunta: “¿qué sistema podrá ofrecernos esa esperanza total sin
mutilarnos, sin degradar nuestra condición humana?” (p. 263). La raíz del problema no está
en la inmediatez de la comunicación. La identificación previa y constante que alrededor de
Obra Negra hace Arango de un orden que pesa como una culpa (y que no solo refiere los
destinos de los bandoleros sino las conciencias de la gente, objeto del siguiente acápite),
denuncia las condiciones estructurales del conflicto y la necesidad solidaria de superarlas.
Comparto esta visión ya que la disposición de las partes es fundamental en cualquier
estructura, pues es inherente el carácter histórico de los procesos sociales. Negar tal
genealogía o limitarlo a una “historia de la codificación”, resulta insuficiente.

3
“Yo me pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de
matar a sus hijos, los haga dignos de vivir? Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces
profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.” (Arango,
2016, p. 73). Es imposible no presentar la cita cuando en estos tiempos de posconflicto (posacuerdo, si se
quiere más realista) los compromisos se disuelven, los grupos armados avanzan y el olvido se apodera de un
país acostumbrado a vivir en la guerra.
El carácter cientificista que Luhmann le otorga al sistema político y con él a la función
política de mantener la capacidad de tomar decisiones que vinculen colectivamente y al
ejercicio de poder, tiene como consecuencia que la diferenciación del sistema político
aparezca como no jerárquico pues en el proceso evolutivo del sistema la pluralidad de la
codificación excluye la moral. No hay una razón que oriente las selecciones sistémicas en
favor de un propósito solidario y deseable. La renuncia a la filosofía política en favor de la
autorreferencia y la autopoiesis de una sólida teoría política determina la forma de acción
política, limitando los esfuerzos que, desde las bases, desde los humillados, se pueden hacer.
Quizá Arango (2016) le respondería a Luhmann de esta forma: “¡Qué asco!... Si es necesario
que un niño muera para que otro se coma una yuca, ¡yo niego el progreso!” (p. 262). Si el
origen de los conflictos es incierto, ¿la política funcional-sistémica, en su supuesta
neutralidad, favorece conceptualmente la existencia infinita de la profecía sobre Desquite?

Dispositivos del amor y la locura: el poder y el nadaísmo.

Tanto el Capitán Desquite como Gonzalo Arango fueron unos desadaptados


sociales… ¿Por qué? La memoria de un trágico nihilista que guardaba solidaridad en el fondo
de su corazón inundó de palabras Obra Negra. La última duda, en la línea en que nos orientan
las preguntas, quizá, es con la que debo empezar. ¿Cuál es el sentido de las palabras de
Arango? ¿Nos habla él a través de las palabras o son, por el contrario, las palabras las que
hacen uso de él? Los nadaístas se hacían llamar geniales, locos y peligrosos, desafiando
infinidad de instituciones y poderes situados en la Colombia de la segunda mitad del siglo
XX y es objeto de este acápite revisarlo en su nivel más íntimo.

En el prefacio de Las Palabras y Las Cosas, Foucault (1968), inspirándose en El


lenguaje analítico de John Wilkins de Borges, recuerda:
El orden es, a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la
cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de
una mirada, de una atención, de un lenguaje (…) Los códigos fundamentales de una cultura
—los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores,
la jerarquía de sus prácticas— fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos con
los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se reconocerá (p. 5)

El antihumanismo de la teoría de Foucault, que se instaura frente al paradigma


estructuralista, plantea una crítica radical a las suposiciones básicas de la modernidad –la
razón, el sujeto, la autonomía– con una suerte de presupuestos ontológicos muy cercanos al
paradigma genealógico de Nietzsche (Mejía Quintana, 2013). Los esfuerzos de Foucault
están orientados al estudio del sujeto y las relaciones de poder que lo atraviesan, en una crítica
a la episteme occidental y sus cronotopos, que presenta unos modos particulares de ser del
pensamiento. En ese horizonte, aunque el principal problema de Foucault haya sido cómo lo
seres humanos se vuelven sujetos, el poder se convirtió en el objeto transversal. El poder (que
no comprende lógicas de apropiación) penetrará, incluso, el secreto inconfesable de los
comienzos del saber, en el interior de la verdad, a partir de categorías y modelos
prestablecidos.

Para el estudio del poder, el giro fundamental que realiza Foucault consiste en la
desubstancialización del poder como algo propio del Estado. No por ello se niega el papel
que éste juega en las relaciones sociales, pero no es allí donde se agotan las relaciones de
poder. Con el paso de un poder soberano, simbolizado por una espada que ejerce su derecho
sobre la vida de los súbditos en cuanto es capaz de matar (Garcés, 2005), o mejor, que se
ejerce de manera negativa, se concibe ahora el biopoder como la acción positiva sobre la vida
de los seres humanos. El poder, en ese sentido no es un elemento ajeno a las relaciones
sociales a las que limita, sino que es un elemento constituyente de las relaciones sociales y
de los sujetos. Las relaciones sociales son relaciones de poder. Ya no se busca apropiarse o
dirigir la vida del súbdito, sustraer sus fuerzas, por el contrario, se pretende la producción,
aumento y optimización de éstas (Garcés, 2005, p. 89).

En virtud de lo anterior, si pretendemos acercarnos a la naturaleza del movimiento


nadaísta en lo referido al amor y la locura (quizá el amor es un error de la locura, o viceversa),
es necesario entender que cualquier cuestión que pretenda ser tratada estará atravesada por
las relaciones de poder. Para no abundar en una recapitulación teórica de Foucault,
referiremos conceptos como escisión, dispositivo y resistencia em las relaciones de poder, de
acuerdo con su aparición en los relatos nadaístas. Si algo es fundamental en la obra de
Foucault (1991), como él lo menciona, son los procesos de objetivación que convierten a los
seres humanos en sujetos. Una de estas prácticas son las de escisión, en la que el sujeto está
“escindido en sí mismo separado de los otros (…) como por ejemplo están el loco del cuerdo,
el enfermo y el sano, los criminales de “los muchachos buenos” (p. 52) y otra es la forma en
que un ser humano se vuelve, él o ella, sujeto bajo un dominio escogido (sexualidad, amor,
etc.)

El nadaísmo obedece a la necesidad de sacudir con violencia el orden de los valores


tradicionales sobre los cuales “se han elaborado4 una cultura y una literatura sin auténticas
raíces en la realidad y en la vida” (Arango, 2016, p. 248). En este texto, UNA LOCURA
RAZONABLE, Gonzalo reconoce el carácter productor inherente en las relaciones sociales.
Los mitos de salvación y los mecanismos de pensamiento dispuestos en las conciencias del
pueblo colombiano lo preocupan profundamente, pues niegan el ser y producen un efecto de
reconocimiento irreal de la vida, de alejamiento de la rebelión. En el horizonte de la locura,
que es una práctica de escisión del yo respecto a otros que se construye sobre la base de

4
Cursiva propia
relaciones de poder y de discursos, los nadaístas tratarán de revertir los significados que
orientan esas “clasificaciones”.

Sin duda alguna, una lectura performativa de la locura nadaísta permite entender lo
que Judith Butler (2002; 2007) consideraría como poder performativo, que en ese sentido,
serían los ideales normativos que operan bajo lógicas de reiteración o exclusión que están
dotados de fuerza. La resignificación y la apropiación de la locura, del peligro, de lo
desadaptado, de la banalidad por parte del nadaísmo como movimiento de vanguardia le
permite comprender a Gonzalo Arango el dominio en que el poder actúa como discurso
(valga aclarar que esto no significa que el nadaísmo presente una lectura feminista, plantee
una lectura cercana, o algo parecido.) Es esta una auténtica resistencia “butleriana”, o mejor,
performativa.

Y es que Gonzalo Arango no piensa que tales maquinas productoras de conciencia


operen por la simple reducción de la complejidad alrededor de un conflicto sin orígenes (en
el sentido de Luhmann); por el contrario, Arango (2016) encuentra que “enfrentado a las
clases dominantes está el pueblo, la millonada plebe de desposeídos, la chusma miserable”
(Arango, 2016, p. 313). Son estas clases dominantes, “dueñas” del discurso y los buenos
modos, las que normalizan un régimen de conducta dentro de la sociedad colombiana, las
que le quitan la posibilidad redentora al ser humano. Es así como después lo observaría
Foucault (1991), pues en una situación estratégica compleja atravesada por relaciones de
fuerza en la que se pretende actuar sobre la acción de los otros, es decir, en una relación de
poder, unos de los elementos observables son los objetivos perseguidos por aquellos que
actúan sobre otros bien sea para el mantenimiento de privilegios, la acumulación de
beneficios, el ejercicio de una función, etc. (p. 94). Butler (2007) está de acuerdo con esta
visión de lo político como conflicto, y con una apuesta por objetivos benéficos en el choque
de fuerzas, pues: “las estructuras jurídicas del lenguaje y de la política crean el campo actual
de poder; no hay ninguna posición fuera de este campo, sino sólo una genealogía crítica de
sus propias acciones legitimadoras.” (p. 52).

La etiqueta de desadaptados tiene un origen en cómo responder a las urgencias que


este movimiento vanguardista planteaba al establecimiento. En febrero de 1960 en el
periódico El Tiempo, el columnista Enrique Santos, señala a los jóvenes nadaístas como unos
desadaptados e ignorantes que exaltaban el arte sublime de la defecación 5. Es aquí, en este
horizonte, donde aparece el concepto de dispositivo, propio de una sociedad normalizada,
que como lo explica Foucault (1991) en una entrevista realizada en 1977, se refiere a:
un conjunto decididamente heterogéneo, que comprende discursos, instituciones,
instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas,

5
Véase Daniel Llanos (2015): Enemigos públicos: Contexto intelectual y sociabilidad literaria del movimiento
nadaísta, 1958-1971
enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas; en resumen: los
elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la
red que puede establecerse entre estos elementos. (…) ese discurso puede aparecer bien como
programa de una institución, bien por el contrario, como un elemento que permite justificar
y ocultar una práctica, darle acceso a un campo nuevo de racionalidad. Resumiendo, entre
esos elementos, discursivos o no, existe como un juego, de los cambios de posición, de las
modificaciones de funciones que pueden, éstas también, ser muy diferentes. (p. 128)

La locura, como un dispositivo, agencia una serie de buenas prácticas de la burguesía


goda y cachiporra, que contienen en sus entrañas la cuestión de la verdad como discurso.
Tiene sentido preguntarse si el control luhmanniano, presente en su visión del orden social,
que solamente reduce contingencias comunicativas y que minimiza a los <<desquites>>, no
contiene, acaso, un discurso legitimador de ciertas formas de vida en donde las relaciones de
poder son invisibles. Politizar las relaciones sociales es observar la presencia innegable de
relaciones de poder en las mismas y su naturaleza conflcitiva, como bien lo hacen Foucault
y Butler. Para continuar con esta discusión y mostrar cómo se desubstanciarían los poderes
inmanentes en la práctica social, queremos cerrar con una discusión sobre lo que es el amor
nadaísta para Gonzalo Arango.

NO SOY CODICIOSO NI ÁVARO CON LO QUE AMO. En menos de 100 palabras


Arango presenta sus tesis alrededor del amor. Tradicionalmente el amor se entiende como
posesión, como satisfacción de sí, como una auténtica mercancía. Existe, en efecto, un
dispositivo que agencia nuestras formas de amar. La crítica de un amor idealizado y egoísta
pretende ser erigida así:
Sólo la libertad da el justo valor del amor, no su precio. El amor desprecia ser poseído y huye
de quien lo toma como dueño. El fin del amor es darse, mas nunca ser tomado. Su única razón
de ser es ser en otro ser, libremente. (Arango, 2016, p. 215)

En las relaciones personales, el entendimiento del amor como posesión puede


interpretarse como una posición estratégica dominante sobre el otro. Aún con las
complicaciones que tendría entender el amor tradicional como un choque de fuerzas
estratégico, Luhmann estaría de acuerdo en que el amor no es una simple pulsión del
encuentro con el otro, sino el amor es un código comunicativo que se ha visto sometido a
actuar con determinadas reglas constitutivas de la intimidad. En términos de Foucault (1991),
el amor sería un dispositivo que posee una matriz imperativa de comportamiento, que se nutre
de historias, de relatos, de valores de cambio y de regímenes románticos.

Si consideramos que en consecuencia las relaciones amorosas, y aún más, el saber


sobre ellas es cruzado por las relaciones de poder, se justifica preguntarse por el sentido de
la liberación y los nuevos dispositivos a los que ingresamos. Si hay una frase célebre sobre
el poder es esa de Foucault que dice: donde hay poder hay resistencia. En efecto, Foucault
(1991) estudia el poder desde allí, desde las luchas de resistencia frente al poder cuestionan
el estatuto del individuo, el régimen del saber, el significado mismo de quienes somos. Como
lo explica en El sujeto y el poder, la libertad es una condición básica para que el poder sea
poder, pues incluye la liberación como garantía de que el poder no sea sólo un efecto físico
sobre los cuerpos, una determinación sobre otro inanimado. NO SOY CODISIOSO NI ÁVARO
CON LO QUE AMOR, así como LA POSIBILIDAD COMPARTIDA, se leen como escapes de
ese dispositivo afectivo que nos indica qué es el amor, y que establece una suerte de reglas
económicas sobre las transacciones amorosas. Es esa la sensación que queda al leer la
introducción de El amor como pasión de Niklas Luhmann. Uno gana en su intimidad con el
amor como codificación, así como se gana en las transacciones mediadas por el dinero o el
poder. Es inaceptable esta renuncia del amor como un problema filosófico auténtico, de una
metafísica secular que muchas veces no comprendemos.

Después del escape al amor tradicional, es necesario preguntar si el amor no está


atravesado por más dispositivos que se imbrican en él, además de los que se refieren al
carácter mercantilista, posesivo y hasta fordista del amor (y la sexualidad6). Nos preguntamos
también si el amor se enfrenta solamente a la cuestión de la libertad. En ese sentido, resulta
problemático el pensar por qué las relaciones homosexuales aún perturban negativamente en
la publicidad del amor y no se “romantizan”; y si sí lo hacen (como en películas recientes,
por ejemplo), por qué no se piensa en colectivo el amor trans o el queer o tantas otras formas
de éste. ¿No estamos viviendo el amor como la reproducción infinita de la historia trágica y
romántica de Adán y Eva, de Oliveira y la Maga, de tantos Quijotes y tantas Dulcineas? ¿No
es una réplica infinita de un tipo de proyecciones amorosas en relaciones idílicas normadas
heterosexualemente? Una gran discusión aparece cuando Butler (2002) plantea que no hay
sujeto “libre” que pueda eludir las normas de género. Como el género es performativo, “en
dicho régimen los géneros se dividen y se jerarquizan de forma coercitiva. Las reglas
sociales, tabúes, prohibiciones y amenazas punitivas actúan a través de la repetición
ritualizada de las normas.” (p. 7). La norma de género y su establecimiento como hetero-
norma disponen discursivamente una manera correcta de identidad de sexual, que, en los
convenios sociales, se refleja en un amor heterosexual romántico.

Me preocupa, en ese sentido, no recordar ninguna reflexión (o mención) sobre los


significados de las disidencias sexuales para el movimiento nadaísta; pero entiendo que
damos trato solo a Obra Negra y que la literatura de Gonzalo Arango se orientaba a las
experiencias personales. No obstante, como recuerda María-Dolores Jaramillo (2018): “Los
nadaístas ofrecieron muy temprano una nueva mirada frente a los grandes prejuicios de todo
orden: racismo, machismo, ateísmo y homosexualismo”.

6
En una charla que Darío Sztajnszrajber hace sobre Foucault se plantea si acaso el dispositivo productivista
no está presente en las relaciones sexuales y aquello de la “eficiencia sexual”. Gran discusión para romper
con mitos y tabúes del deseo.
Gonzalo presenta una nueva visión del amor. Un amor libre que mantiene el ímpetu
de la pasión en la felicidad lo mismo que en la pena, en la soledad y en la compañía; un amor
que no existe y que es la posibilidad compartida y desesperada de los amantes. El amor no
se da por hecho, no se privatiza, sino que este requiere de se le fecunde cada día en la
posibilidad infinita de la perfección. Es demasiado poético, sí. Por esa razón señalábamos
que el problema del amor puede ser uno de la metafísica secular y cotidiana. Ante una visión
tan atractiva del amor, ¿cómo se puede ser un desalentado? Está claro, que la misma visión
de amor libre es un nuevo dispositivo que agencia nuestras comunicaciones. ¿La calidad
productora del poder, que Foucault reconoce, no se adjudica acaso la producción de sus
propias resistencias? Consideramos que sí. Pero esto no es malo per se. ¡Qué carajos es la
maldad después de todo! La liberación es un ejercicio continuo e inacabado de
deconstrucción.

Quisiéramos terminar con una cita de Giorgio Agamben (2004): “Puede decirse
contemporáneo solamente quien no se deja enceguecer por las luces del siglo y alcanza a
vislumbrar en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad.” (p. 4). El giro epistemológico
que hace Foucault, y con él Butler, es testimonio de lo que es un pensamiento contemporáneo:
el escarbar en la oscuridad cuestiones que por mucho tiempo fueron ocultas; quizá Luhmann
es débil en este sentido. El nadaísmo planea un ejercicio poético y estético de deconstrucción
y, sin duda, la deconstrucción del orden, del amor, de la locura, de tantas cosas, es una forma
de ser contemporáneo, de liberarnos.
ANEXOS

ELEGÍA A “DESQUITE”

Sí, nada más que una rosa, pero de sangre. Y bien roja como a él le gustaba: roja, liberal y asesina.
Porque él era un malhechor, un poeta de la muerte. Hacía del crimen una de las más bellas artes.
Mataba, se desquitaba, lo mataron. Se llamaba “Desquite”. De tanto huir había olvidado su verdadero
nombre. O de tanto matar había terminado por odiarlo.
Lo mataron porque era un bandido y tenía que morir. Merecía morir sin duda, pero no más que los
bandidos del poder.
Al ver en los diarios su cadáver acribillado, uno descubría en su rostro cierta decencia, una
autenticidad, la del perfecto bandido: flaco, nervioso, alucinado, un místico del terror. O sea, la
dignidad de un bandolero que no quería ser sino eso: bandolero. Pero lo era con toda el alma, con
toda la ferocidad de su alma enigmática, de su satanismo devastador.
Con un ideal, esa fuerza tenebrosa invertida en el crimen, se habría podido encarnar en un líder al
estilo Bolívar, Zapata, o Fidel Castro.
Sin ningún ideal, no pudo ser sino un asesino que mataba por matar. Pero este bandido tenía cara
de no serlo. Quiero decir, había un hálito de pulcritud en su cadáver, de limpieza. No dudo que tal
vez bajo otro cielo que no fuera el siniestro cielo de su patria, este bandolero habría podido ser un
misionero, o un auténtico revolucionario.
Siempre me pareció trágico el destino de ciertos hombres que equivocaron su camino, que
perdieron la posibilidad de dirigir la Historia, o su propio Destino.
“Desquite” era uno de esos: era uno de los colombianos que más valía: 160 mil pesos. Otros no se
venden tan caro, se entregan por un voto. “Desquite” no se vendió. Lo que valía lo pagaron después
de muerto, al delator. Esa fiera no cabía en ninguna jaula. Su odio era irracional, ateo, fiero, y como
una fiera tenía que morir: acorralado.
Aún después de muerto, los soldados temieron acercársele por miedo a su fantasma. Su leyenda
roja lo había hecho temible, invencible.
No me interesa la versión que de este hombre dieron los comandos militares. Lo que me interesa
de él es la imagen que hay detrás del espejo, la que yacía oculta en el fondo oscuro y enigmático de
su biología.
¿Quién era en verdad?
Su filosofía, por llamarla así, eran la violencia y la muerte. Me habría gustado preguntarle en qué
escuela se la enseñaron. El habría dicho: Yo no tuve escuela, la aprendí en la violencia, a los 17 años.
Allá hice mis primeras letras, mejor dicho, mis primeras armas.
Con razón... Se había hecho guerrillero siendo casi un niño. No para matar sino para que no lo
mataran, para defender su derecho a vivir, que, en su tiempo, era la única causa que quedaba por
defender en Colombia: la vida.
En adelante, este hombre, o mejor, este niño, no tendrá más ley que el asesinato. Su patria, su
gobierno, lo despojan, lo vuelven asesino, le dan una sicología de asesino. Seguirá matando hasta el
fin porque es lo único que sabe: matar para vivir (no vivir para matar). Sólo le enseñaron esta lección
amarga y mortal, y la hará una filosofía aplicable a todos los actos de su existencia. El terror ha
devenido su naturaleza, y todos sabemos que no es fácil luchar contra el Destino. El crimen fue
su conocimiento, en adelante sólo podrá pensar en términos de sangre.
Yo, un poeta, en las mismas circunstancias de opresión, miseria, miedo y persecución, también
habría sido bandolero. Creo que hoy me llamaría “General Exterminio”.
Por eso le hago esta elegía a “Desquite”, porque con las mismas posibilidades que yo tuve, él se
habría podido llamar Gonzalo Arango, y ser un poeta con la dignidad que confiere Rimbaud a la
poesía: la mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. Pero la vida es a veces
asesina.
¿Estoy contento de que lo hayan matado?
Sí.
Y también estoy muy triste.
Porque vivió la vida que no merecía, porque vivió muriendo, errante y aterrado, despreciándolo
todo y despreciándose a sí mismo, pues no hay crimen más grande que el desprecio a uno mismo.
Dentro de su extraña y delictiva filosofía, este hombre no reconocía más culpa, ni más
remordimiento que el de dejarse matar por su enemigo: toda la sociedad.
¿Tendrá alguna relación con él aquello de que la libertad es el terror?
Un poco sí. Pero, ¿era culpable realmente? Sí, porque era libre de elegir el asesinato y lo eligió.
Pero también era inocente en la medida en que el asesinato lo eligió a él.
Por eso, en uno de los ocho agujeros que abalearon el cuerpo del bandido, deposito mi rosa de
sangre. Uno de esos disparos mató a un inocente que no tuvo la posibilidad de serlo. Los otros siete
mataron al asesino que fue.
¿Qué le dirá a Dios este bandido?
Nada que Dios no sepa: que los hombres no matan porque nacieron asesinos, sino que son asesinos
porque la sociedad en que nacieron les negó el derecho a ser hombres.
Menos mal que Desquite no irá al Infierno, pues él ya pagó sus culpas en el infierno sin esperanzas
de su patria.
Pero tampoco irá al Cielo porque su ideal de salvación fue inhumano, y descargó sus odios
eligiendo las víctimas entre inocentes.
Entonces, ¿adónde irá Desquite?
Pues a la tierra que manchó con su sangre y la de sus víctimas. La tierra, que no es vengativa, lo
cubrirá de cieno, silencio y olvido.
Los campesinos y los pájaros podrán ahora dormir sin zozobra. El hombre que erraba por las
montañas como un condenado, ya no existe.
Los soldados que lo mataron en cumplimiento del deber le capturaron su arma en cuya culata se
leía una inscripción grabada con filo de puñal. Sólo decía: “Esta es mi vida”.
Nunca la vida fue tan mortal para un hombre.
Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de
matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?
Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite
resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.
UNA LOCURA RAZONABLE

…El Nadaísmo se funda en las contradicciones de la sociedad que lo hizo posible. No busquen
ideas lógicas ni criterios unánimes, ni la cohesión de un sistema filosófico. Es, antes que todo, una
posición existencial cuya transitoriedad ha entrado ya en la edad de la razón de los siete años de
fundado, pero que puede durar el tiempo de la actual generación, o más aún, el tiempo de una vida.
El lenguaje brutal y agresivo de estos mensajes y manifiestos, obedece a la necesidad de una
sacudida de cataclismo en el orden de los valores tradicionales sobre los cuales se ha elaborado una
cultura y una literatura sin auténticas raíces en la realidad y en la vida. El Nadaísmo, para imponer el
nuevo espíritu, no apeló a las razones sino a los golpes, a la ofensa, a la blasfemia, para rescatar a la
juventud de su parasitismo y de sus cómodos idealismos hereditarios mediante una hábil terapéutica
del terror. Pusimos en práctica una “ética” de perversión contra los valores de una moral convencional
en que la aventura humana se reducía a sobrevivir al precio de sacrificar la vida. Despojar la
conciencia de mitos y vagas ilusiones de salvación, de los falsos —o al menos desuetos—
mecanismos del pensamiento, y restituir al hombre a un cierto estado de inocencia adánica, para que
emprendiera desde el infierno de la desesperanza la conquista de su propio destino. Negarlo todo para
recrearlo todo. Nacer a una nueva conciencia de ser. Producir la total liberación, la total independencia
en ese campo de batalla de la conciencia donde diversos tipos de servidumbres se disputaban al
hombre para sus falsos paraísos.
Fuimos desde siempre profetas humildes. No propusimos soluciones a nada, sino dudas a todo.
No ofrecimos la felicidad en baratillo, pero dimos a morder la manzana de la tentación, ésa de la
libertad que produce una amarga alegría, y que a veces se paga con la soledad o con la locura.
El renacimiento que habría de sobrevenir a la muerte del espíritu moribundo, llegó precedido de
desgarramientos y una especie de alegría infernal. Al negar en nosotros al ser que éramos con sus
fetichismos religiosos y sus atavismos culturales, asistimos a los esplendores siniestros del nuevo ser
que habíamos devenido. Nos habíamos desafiliado del viejo mundo, pero la irrupción del nuevo no
tenía ninguna semejanza con la idea de un mundo feliz. Al contrario: el precio de este desarraigo fue
una sensación infinita de desamparo. Es cierto que habíamos ganado la libertad interior, pero por eso
mismo el mundo nos rechazaba en nuestra condición de “antisociales”. Nuestro desprecio o nuestra
indiferencia hacia la realidad, nos hacía reos de rebelión, de demencia, de alta peligrosidad. Sobre
nuestras cabezas revueltas y alocadas resplandeció la aureola negra del conspirador y del proscrito.
Se nos situó, intelectualmente, en los predios del sicoanálisis, o en los terroríficos dominios del código
de policía. Para algunos rebeldes se abrieron los manicomios o los presidios, y para casi todos la
expulsión de sus trabajos, de sus hogares y del seno de la sociedad.
Esta ruptura era natural, y en lugar de abatirnos nos hizo invencibles, obstinados en la rebelión, y
como víctimas del sistema ganamos ante la juventud una gloriosa aureola de mártires que convirtió
al Nadaísmo en un misticismo satánico que arrastró en su corriente una multitud de adeptos, de
inadaptados, de 150 inconformistas, de hastiados con la vida y con las venerables mentiras de la
sociedad.
Estos hombres comprendieron que la salvación no es un mérito para después de la muerte, sino un
mérito para ganar ahora y aquí. Por eso, en el Nadaísmo sólo se han salvado los que han ganado su
vida contra todo, y contra todos. Indiferentes a los altares y a los cielos, ellos son santos y su aureola
es el sol.
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