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19/11/2019 "Al amigo que no me salvó la vida", de Hervé Guibert | Revista de Letras

ENTREVISTAS CRÓNICAS CRÍTICAS REPORTAJES

"AL AMIGO QUE NO ME SALVÓ LA VIDA", DE HERVÉ


GUIBERT LO MÁS COMENTADO
Joan Flores Constans 26 mayo 2011 Reseñas LEÍDO

Variaciones sobre un
hombre que duerme
Al amigo que no me salvó la vida. Hervé Guibert
6 noviembre 2019
Traducción de Rafael Panizo
Tusquets Editores (Barcelona, 1998)
La isla de Arturo
13 noviembre 2019

“[...] el SIDA era una enfermedad maravillosa. Y es cierto


que yo descubría algo suave y embelesador en su
atrocidad; era, por supuesto, una enfermedad inexorable, Máquinas como yo
pero no fulminante, una enfermedad de niveles, una 1 noviembre 2019
escalera muy larga que conducía evidentemente a la
muerte, pero en la que cada peldaño representaba un
aprendizaje inigualable; se trataba de una enfermedad que
daba tiempo para morir, y que le daba a la muerte tiempo para vivir, tiempo para
descubrir el tiempo, y para descubrir por fin la vida, era en cierto modo una genial
Busca...
invención moderna que nos habían transmitido los monos verdes de África”.

Escribir a contra-reloj (Ecrire contre la montre) es el título de la reseña de Michel Braudeau de “A


l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie” (1990) en Le Monde del dia 2 de marzo de 1990. Al amigo que
no me salvó la vida forma parte, junto con su natural continuación, El protocolo compasivo (Le
Protocole compassionnel, 1991) y la póstuma El hombre del sombrero rojo (L’Homme au chapeau
rouge, 1992) de la denominada “Trilogía del SIDA”, las tres obras en las que Hervé Guibert relata
su experiencia con la enfermedad. La acción de Al amigo que no me salvó la vida se sitúa a finales
de los años 80 del pasado siglo; en enero de 1988 Guibert es diagnosticado como portador del
VIH, y recoge los primeros meses de su vida con ese compañero letal, ese “mal del siglo” que
acabará con su vida el 27 de diciembre de 1991.

“Este libro sólo tiene su razón de ser en ese margen de incertidumbre que es
común a todos los enfermos del mundo”.

Acompañamos a Hervé, el narrador en primera persona, en su peliplo geográfico, como si se


pudiera huir de la infección poniendo tierra de por medio, pero también mental, desde el
mantenimiento en secreto de la enfermedad, la vergüenza, el miedo al rechazo, la negación, hasta
el abandono de la autocompasión y la asunción de la inexorabilidad del diagnóstico: la
incertidumbre es peor que la certeza, viene a concluir el autor para cerrar esa etapa inicial. La
ausencia de una terapia adecuada -recuérdese que estamos en los años 80 y el SIDA es una
enfermedad relativamente “nueva”, en cierto modo “aristocrática”, “exclusiva”, lo cual hace que sea
difícil distinguir las certezas de las leyendas- mueve al autor a escribir, no tanto para iniciar una
improbable escapada ni, por supuesto, confeccionar uno de los inútiles manuales de autoayuda
con los que nadie iba a pensar que seríamos castigados en el aún reciente siglo XX, como para
procurarse un acompañante riguroso pero maleable:
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“Comienzo un nuevo libro para tener un compañero, un interlocutor, alguien con


quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que
en este momento puedo soportar”.

Aun sin demasiados efectos físicos, la enfermedad cambia el marco de referencias del narrador:

“Esa amenaza que existe ha creado nuevas complicidades, una ternura nueva,
nuevas solidaridades. Antes nadie hablaba con nadie, ahora la gente se habla.
Toda la gente sabe muy bien por qué ha ido allí”;

y ocupa el primer lugar en el sistema de relaciones de los afectados: la enfermedad hermana.


Cuando ésta tiene carácter inconfesable, tanto el amigo que la sufre en fase avanzada -el declive
físico de Muzil, el personaje trasunto de Michel Foucault, que actúa de heraldo del propio, y la
compasión hacia el cual anticipa la que sufrirá por sí mismo- como el que empieza a temer que
algunos síntomas inexplicables sean las señales de la infección, así como el propio narrador, en
proceso de asimilación, acaban constituyendo una hermandad secreta que se rige por sus propias
leyes, la obligatoria hermandad de los condenados. La noticia de la condena es sólo una,
inapelable, y se da entera de una sola vez; pero el efecto más pernicioso es cómo afecta a nuestra
idea del futuro, la sensación de que, a medida que transcurre el tiempo, muchas de las cosas que
hacemos las hacemos por última vez,

“[...] lo más doloroso en las fases de conciencia de una enfermedad mortal es sin
duda la privación de lo lejano, de todas las lejanías posibles, una especie de
ceguera ineludible en la progresión y la contracción simultáneas del tiempo”,

a la vez que cambia también nuestra idea de la muerte y, consecuentemente, las formas en que
nos fascina:

“[...] la muerte me parecía horriblemente bella, maravillosamente atroz; más tarde,


comenzaron a resultarme antipáticos sus lugares comunes [...]: había pasado a otra
fase del amor a la muerte, como impregnado por ella en lo más profundo de mí
mismo, no necesitaba ya su ceremonial, sino una mayor intimidad con ella;
continué incansablemente buscando el sentimiento que produce, el más preciso y
el más odioso de todos, su miedo y su avidez”.

Al amigo que no me salvó la vida es un libro-testimonio, es cierto, y


la prevención de los lectores desengañados ante los excesos de la
auto-ficción consolatoria no debe bajar la guardia, pero no es el
caso: el texto desborda literatura, una literatura excelente que
enfrenta al lector con uno de los más terribles miedos: la impotencia
ante la destrucción que viene de dentro de uno mismo. La pregunta
que subyace a lo largo de la obra es “¿cuánto tiempo me queda?”,
una cuestión central que la enfermedad introduce en la mente del
desahuciado, pero en ningún modo exclusiva de quien ha sido
diagnosticado de enfermedad mortal; tal vez en la reflexión a que
mueve al lector no afectado por esa pena de muerte a plazo fijo se
encuentre uno de los méritos metaliterarios de Al amigo que no me
Hervé Guibert (foto: salvó la vida: ¿acaso no es ésa, “¿cuánto tiempo me queda?”, la
Tusquets) pregunta que, a lo largo de nuestra existencia, nos formulamos
infructuosamente con más insistencia?

El texto carece de concesiones, ni en cuanto a la sinceridad ni a la crudeza de su planteamiento; el


propio narrador excusa su exhibicionismo en el hecho de que su futuro protagonismo en la agonía
le da derecho a hacer público lo que sucede a su círculo de relaciones; es el privilegio que, como
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recompensa al sufrimiento futuro, se autoconcede, y que lo excepcional de la situación futura le
justifica. Pero ni su belleza descarnada ni la impudicia de su confesión restan un ápice al valor
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narrativo de una obra fundamental de la literatura francesa del fin de siècle. Se ha dicho que hubo
una época, sobretodo en Francia, en que si no habías leído a Hervé Guibert no habías leído nada;
una exageración, sin duda, pero la cercanía del vigésimo aniversario de su muerte es una excusa
perfecta para recuperar al Guibert escritor como una de las últimas y más logradas manifestaciones
de la literatura del soi-même.

“Este libro que cuenta mi fatiga me la hace olvidar...”.

Joan Flores Constans


http://jediscequejensens.blogspot.com/

Etiquetas: Al amigo que no me salvó la vida, Hervé Guibert, Tusquets Editores

Sobre el autor

Joan Flores Constans


Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y
Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del
Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de
página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios
de comunicación.

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momento de descanso", vermell", de Hervé por historias
de Antonio Orejudo Guibert

1 Comentario

alejandro martinez velazquez 1 julio 2011 at 19:52


Que tal me interesa leer este libro pero no logro encontrarlo, me pudieran decir como adquirirlo lo
necesito porque tengo un proyecto escrito sobre esta enfemedad que actualmente tiene un mejor
tratamiento que en la epoca que se escribio

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