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Monografía sobre “La Crisis de Representación del 2001”

Alumno: Esteban Fernández

Introducción:
“…¿Se puede estabilizar un régimen democrático bajo el persistente asedio del
Estado de derecho?”. Esta es la pregunta clave que recorre el libro de Hugo Quiroga,
quien asegura que el gobierno de la ley se ha visto amenazado por las tendencias
hegemónicas y plebiscitarias que han caracterizado a muchos de los líderes políticos
de la historia argentina. Desarrollando con mayor profundidad la cuestión del respeto
al Estado de derecho, el libro planteado realiza un recorrido histórico y teórico —muy
detallado— de los avances y retrocesos de la democracia contemporánea argentina
durante el período post dictatorial. Para analizar la complejidad del tema, el autor
recurre a determinadas variables centrales del proceso de institucionalización del
régimen democrático. Entre estas variables relevantes, las dos que se destacan son,
por un lado, la “legitimidad electoral” —entendida como la existencia efectiva de
elecciones libres y competitivas que se realizan periódicamente— y, por el otro, la
legitimidad de la moneda como primer indicador de la estabilidad económica. Es la
interdependencia de estas dos variables, a lo largo del período mencionado, la que
determina la doble transición, tanto política como económica, por la que ha atravesado
la Argentina durante los últimos años, y la sucesiva consolidación del régimen
democrático. De tal manera, la legitimidad de la moneda pasará a ser uno de los
determinantes principales del rumbo de los sucesivos gobiernos constitucionales
argentinos, de su capacidad de gobierno o mismo de su legitimidad funcional. A
continuación de estas dos variables enunciadas, el autor observará cuáles son las
consecuencias derivadas de esta extrema interdependencia político-monetaria en el
respeto a las instituciones y a la ley fundamental de un sistema político: la
Constitución. Frente a este objetivo, se contemplarán a lo largo de todo el libro los
efectos de esta dependencia concomitante sobre la relación básica de la democracia
liberal: entre norma jurídica y decisión política. Teniendo en cuenta esta relación, se
observará el predominio de cada una de ellas en los diferentes gobiernos
constitucionales, haciendo hincapié en el respeto de los mandatarios y funcionarios al
Estado de Derecho, según sus prerrogativas y su accionar efectivo, frente a los
problemas acuciantes de la falta de legitimidad, tanto electoral como monetaria.

Dicho esto, también analizaré el concepto de representación política en la autoridad


por parte de Pitkin y otros autores para tratar de relacionarlos en un marco teórico
social, los conceptos no son meras palabras que puedan utilizarse de manera ligera.
Lejos de ello, las palabras son los instrumentos con los que trabajan las ciencias
sociales y en muchas ocasiones son también su objeto de estudio. En el mundo
político, nombrar es tan importante como hacer. Por tanto, es crucial saber qué se está
designando al nombrar a un fenómeno político de una forma determinada. En este
sentido, estudiar el concepto de representación política, comprender de qué se habla
al tratar el tema de la representación, es una cuestión importante para la ciencia
política, tanto más cuando se habla de una “crisis de la representación”. En los últimos
años se ha retomado un discurso que pone el foco sobre los problemas de la
representación política, popularizando el eslogan “¡No nos representan!”. Sin embargo,
para saber si alguien representa y si un sistema político es representativo debe estar
claro qué se entiende por representar, o, dicho de otro modo, cuál es la interpretación
del concepto de representación que se maneja. El concepto de representación ha
llegado hasta la actualidad desde la palabra latina “repraesentare”, que hacía
referencia a la encarnación de algo que estaba ausente, sin que existiera un
equivalente griego para el concepto. Así, en un principio, la representación no estaba
ligada a los gobiernos y a las instituciones políticas, sino que ha sido necesaria una
evolución de esta idea que, atravesando concilios eclesiales, estancias parlamentarias
y diferentes postulados teóricos, ha llegado hasta hoy convertida en una idea propia
de los sistemas democráticos.

Desarrollo:
La tercera etapa del libro está estructurada en dos apartados diferentes. En el primero
de ellos, se analiza el efectivo funcionamiento de las variables enunciadas en el
gobierno de la Alianza. Se contemplarán, de manera detallada, los efectos de la crisis
política (como resultado de las incapacidades del presidente, los sobornos en el
Senado, la sucesiva renuncia del vicepresidente Álvarez y la incorporación de
Domingo Cavallo al Ministerio de Economía con el fin de rescatar a la economía de
una de las crisis más profundas) sobre los vaivenes económicos. En otras palabras, se
revierte la relación entre legitimidad de la política y legitimidad de la moneda —y, por
consecuente, de la economía—, quedando esta última atada estrechamente al déficit
de gobernabilidad del propio gabinete ejecutivo. Más allá de este déficit, se denota la
excesiva dependencia del gobierno al decisionismo democrático, por encima del estilo
político del presidente Fernando De la Rúa, de su propia voluntad y de sus
capacidades efectivas. En el segundo capítulo que involucra esta sección de la obra,
Quiroga investigará la influencia de las variables en el período inaugurado con la crisis
de finales de 2001 hasta la actualidad. Dentro de esta periodización, se contemplarán
puntualizadamente, por un lado, los intentos desesperados de cambiar el rumbo de las
cosas (en tanto reformas económicas, como la devaluación emitida por Eduardo
Duhalde durante su mandato, y los intentos de reforma política prontamente
abandonados) de los diversos gobiernos que se han sucedido durante este período
junto y, por el otro lado, a los efectos de la crisis de representación sobre el régimen
democrático y sus instituciones, teniendo como ejes centrales los procesos de
deslegitimación y desinstitucionalización de la política y las tentativas de los
mandatarios para solucionar esto mediante una simple reforma política; tal fue el caso
del gobierno del Presidente Kirchner. Además, se detalla el accionar y el respeto de los
mandatarios durante este período a las instituciones básicas del Estado de derecho. A
modo de cierre del apartado, se concluye —a través del análisis de estas breves
administraciones— que ninguno de los presidentes que se han sucedido en el cargo a
partir de la crisis de 2001 ha respetado en demasía las normas jurídicas que imponen
límites a su poder; por el contrario, han suscitado una concentración de poder bastante
mayúsculo en términos de decisiones políticas en desmedro de la autonomía del
Poder Judicial y del proceso legislativo reglamentario. En síntesis, “… pareciera que
hoy es imposible concebir a la democracia sin poderes discrecionales, sin el
reforzamiento del ejecutivo, sin disminuir el valor de la deliberación parlamentaria, sin
que importantes actividades y decisiones queden fuera del control directo del
Congreso” . Por medio del esquema analítico y el desarrollo teórico, Quiroga culmina
su libro en una reflexión interesante acerca del correcto funcionamiento del régimen
democrático en la Argentina: “¿democracia en crisis o decisionismo democrático?”. La
historia de la democracia contemporánea en nuestro país, finalmente, ha derivado —
especialmente a partir de la crisis de 1989— en un decisionismo democrático que
incorpora la ampliación de las competencias del Poder Ejecutivo, que se regula por
una legalidad atenuada, que perjudica las normas jurídicas del Estado de derecho y
que, consecuentemente, deriva en la conversión de una situación de emergencia en
permanente. En conclusión, la democracia en nuestro país difícilmente logre
consolidarse en la medida en que los gobernantes sigan desobedeciendo las normas
establecidas por la norma suprema de un Estado legal: la Constitución Nacional.
Una vez desarrollado esta explicación del Sr. Quiroga, analizaré la visión de la
representación política (representación contemporánea) según Pitkin y otros autores.
Como explica la autora, la representación tiene un significado básico, pero se aborda
de distintas formas. En este punto se estudiará la forma de abordarlo propia de los
sistemas de representación, entroncando la teoría de Pitkin con el pensamiento de
otros autores. La representación política es entendida fundamentalmente como una
“actuación sustantiva por otros”, es decir, representar significa “actuar en interés de los
representados, de una manera sensible ante ellos” (Pitkin). Así, la representación
política se mueve en la tensión entre la técnica y la subjetividad, entre la
independencia del representante y el mandato de sus electores. El punto fundamental
para entender la representación política es que los representantes parlamentarios no
representan a personas, sino a grupos, con lo cual no resulta fácil conocer los
verdaderos intereses de sus representados en todos los temas, al tiempo que esos
representantes, por su actividad parlamentaria, se encuentran trabajando mano a
mano con representantes de otros grupos, por lo que el representante deberá elegir
entre el interés nacional y el interés particular. Además, los representantes deben
moverse en los límites institucionales y partidistas para poder seguir siendo
representantes y deben conciliar sus propias opiniones con el mandato de los
ciudadanos. Dicho de otro modo, la representación es un juego muy complejo en el
que “el legislador no representa, ni a través de una simple respuesta ante los deseos
del distrito electoral ni de un desvinculado juicio olímpico sobre los méritos de una
proposición” (Pitkin). Para comprender la representación política sustantiva hay que
alejarse de las concepciones de la representación como una relación representante-
representado y tomar en consideración que la representación no es un contrato
(Urbinati). La naturaleza de los contratos y de la representación política es distinta y de
hecho presuponen relaciones diferentes entre las partes. Mientras que el contrato
exige una relación horizontal, la ley lo hace de manera vertical, imponiendo su
autoridad (Urbinati). Hay, además de esto, tres argumentos que muestran la diferencia
entre la representación y la mera autorización o el contrato (Urbinati): en primer lugar,
la ley no afecta solo a aquellos que han votado a los representantes que consiguen
imponer su visión en la legislación, sino que afecta al conjunto de ciudadanos, por lo
que los representantes no pueden ignorar al resto del pueblo y gobernar solo para sus
votantes. En segundo lugar, mientras que el contrato convierte a las partes en
responsables, la representación política no obliga a las partes de manera personal. En
tercer lugar, porque en un contrato el jurista tiene los poderes que el cliente le
concede, pero en la representación política el elector no tiene la posibilidad de
convertir sus opiniones en instrucciones. De esta forma, Urbinati muestra, en la línea
de la definición de Pitkin y en oposición a los teóricos de la autorización que
comenzaban por pasar los atributos de un hombre a otro, que la representación
política está lejos de ser un contrato en el que se actúa en nombre de alguien y que
es, sin embargo, un proceso a través del cual los ciudadanos y las instituciones
intercambian influencias y demandas y cuya “moneda” es la simpatía ideológica entre
el electorado y el representante (Urbinati). Esta misma visión comparte Michael
Saward, que señala que la representación democrática es una dinámica en la que se
trasladan las demandas desde la sociedad y que, en consecuencia, no se limita
únicamente al sistema institucional de la democracia representativa (Saward). Para
Saward, hay cuatro aspectos en los que se expresan la continuidad y las diferencias
entre la democracia representativa y la representación democrática (Saward): en la
presencia institucional, en los modos de dar voz, en la generación de una autoridad
legítima y en la concepción del territorio. En la citada definición de la representación
sustantiva de Pitkin (“actuar en interés de los representados, de una manera sensible
ante ellos”) se pueden encontrar dos partes diferenciadas. La primera hace referencia
a la actuación de los representantes, lo que dota a la representación de sustancia. Lo
importante es qué hace y cómo lo hace el represente, de quien se espera que obre
cauta y deliberadamente. Así, la representación sustantiva otorga al representante
obligaciones, sin convertir a la obligación en el centro de la representación, como es el
caso de la perspectiva del “accountability”. En palabras de Pitkin, “representación
significa hacer presente algo que, sin embargo, no está presente en un sentido literal.
Lo que me gustaría decir del sustantivo actuar por otros es que la cosa o persona
representada está presente en la acción antes que en las características del actor”
(Pitkin, 2014). En cuanto a la segunda, enuncia el proceso de intercambio de
demandas entre ciudadanos e instituciones explicado por Saward y Urbinati. De esta
forma, mientras que en las cuatro dimensiones señaladas en el primer punto del
trabajo el representado veía limitada su acción a situaciones concretas, la
representación sustantiva abre las puertas a las demandas de los ciudadanos,
iniciando un proceso de representación de demandas (representative claim) y no de
personas.

Conclusión:
Es un excelente material histórico sobre nuestro pasado, una densa reflexión sobre el
peso de las tramas político-institucionales en la vida de la sociedad y también, acaso,
una invitación a un debate político concreto y actual sobre las prácticas de nuestra
democracia pueden encontrarse en este importante trabajo de Hugo Quiroga.
Coincido con Quiroga en que el concepto permite captar una particularidad de la
democracia argentina que se asocia a la debilidad de sus instituciones y la falta de
apego a las normas. En el tratamiento de este tema el énfasis está puesto en la
dimensión institucional y, preferentemente, en el excesivo y persistente protagonismo
del Ejecutivo en estas dos décadas de democracia. Aunque resulta difícil no acordar
con esa lectura, no es menos cierto que esa dimensión institucional también tiene
como contraparte inseparable una dimensión social que convendría no ignorar. Ese
decisionismo no podría comprenderse aisladamente sin considerar al mismo tiempo
una sociedad que lo tolera y –en ocasiones– lo demanda, configurando una compleja
relación de doble mano. La misma sociedad que repudia estas prácticas e impulsos
decisionistas abona cotidianamente el terreno para que ellas sigan disponiendo de
legitimidad y amparo cuando incurre en gestos que también revelan un desprecio por
las normas. Estos actos se expresan en una dimensión micro que magistralmente
inventarió Nino en un variado catálogo de transgresiones (“anomia boba”) que dibujan
una lógica autodestructiva en el largo plazo. El acertado énfasis en el “decisionismo
democrático” no debe tornarse en complacencia con una sociedad que revalida con
sus múltiples y moleculares gestos cotidianos un desapego por la norma que no es del
todo extraño al que practican nuestros dirigentes, con más recursos y mayor impacto
público, desde el Ejecutivo. Asimismo, tampoco debe convertirse en una excusa para
eximir de responsabilidad a una oposición que deserta de sus responsabilidades de
control y seguimiento de los Ejecutivos. La calidad de una democracia no sólo se
juega en el desempeño del gobierno, sino también en el de las oposiciones que los
controlan y en la cultura cívica de su sociedad. El recorte efectuado por Quiroga –
aislando la dimensión institucional del problema– es legítimo y nos estimula a indagar
las conexiones que mantiene con otras dimensiones que también forman parte de la
cuestión. Por tal razón, se convierte en un piso invalorable para avanzar hacia nuevas
investigaciones que nos informen sobre el modo en que se ejerce el poder en nuestras
jóvenes democracias. El inevitable desencanto que provoca la persistencia y
estabilidad de ciertos patrones de decisión en ellas deberá conjugarse, sin embargo,
con una adecuada valoración de lo que representa su continuidad en una región en la
que nunca había logrado establecerse por este lapso. Esa decepción tampoco deberá
servir de coartada para ignorar que la suerte de la democracia depende de lo que
hagamos, o como sugiere el libro en uno de sus capítulos finales: “la democracia es
como la hacemos”. De esta forma, la relación entre representación y democracia
queda teórica e históricamente problematizada, en un sentido que han realizado otros
autores como la citada Hanna Pitkin que, en una evolución de su pensamiento, señala
que lo que llamamos democracia representativa “se ha convertido en un sustituto del
autogobierno popular” y que “llamarla ‘democracia’ solo añade un insulto a la herida”
(Pitkin).

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