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Enterré a mi prometido en lo que

debió haber sido el día de nuestra boda

Enterré a mi prometido en lo que debió haber sido el


día de nuestra boda. Fue asesinado en un accidente de
atropello con fuga hace solo tres días durante su trote
nocturno. Me paré junto a su ataúd en mi vestido blanco,
con mi cabello arreglado debajo de mi velo, mi buqué de
flores aferrado a ambas manos, y sollocé. Mis padres me
sostuvieron entre ambos y prácticamente me cargaron de
vuelta al auto después del funeral, susurrando su simpatía
y amor hacia mí. Pero no podían saber lo que estaba
sintiendo. Nadie podía.

Trataron de convencerme de ir a casa con ellos en vez


de regresar a la casa que había compartido con Brandon,
pero eso era lo único que quería: estar en mi propio hogar,
lejos de ojos curiosos, la lástima y los bien intencionados
pero exhaustivos clichés concedidos a la casi viuda de luto.

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Mi mamá insistió en que al menos la dejara ayudarme a
quitarme el vestido, así que me quedé ahí parada,
observándola por el espejo mientras me despojaba de las
últimas señales de un futuro que ahora yacía enterrado a
dos metros bajo tierra. Se ofrecieron a quedarse y
hacerme la cena, a limpiar, cualquier cosa para evitar
dejarme sola, pero me rehusé. Necesitaba tiempo para mí
misma.

Una vez que se habían ido, caminé lentamente de


cuarto en cuarto, reclinándome en el marco de las puertas
y revisitando memorias antiguas del tiempo que pasé con
Brandon. Solo él, yo y este gran lugar. Recorrí mis dedos
por la pared en el pasillo frontal, encontrándome con la
grieta que él siempre me había prometido que iba a
reparar. El rechinido en el tablón que siempre me hacía
saber que venía al piso de arriba. Me paré en el centro de
nuestra cocina, pensando en todos los platillos que le
había preparado, y cómo sabía la manera exacta en la que
le gustaba que cocinara su carne o la combinación de

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especias que prefería. Me senté en su silla favorita en la
sala de estar, la que siempre dejaba desocupada para él.

Nuestras paredes y su manto contaban la historia de


nuestra vida por fotogramas: sonriendo en trajes de baño
en Hawái, riendo con amigos en un bar irlandés,
acurrucados en una fogata en Maine. No podía contar en
cuántos lugares habíamos estado juntos en el transcurso
de los últimos siete años o cuántos amigos habíamos
hecho en el camino. Nos veíamos tan felices. Y ahora había
acabado.

En el funeral, escuché todos los cumplidos hermosos


con lágrimas derramándose por mis mejillas. Nuestra
familia y amigos recordaron lo mejor de Brandon: su
amabilidad, su naturaleza altruista, su ingenio. Todos
tenían historias acerca de maneras en las que él había
estado allí para ellos y sobre la influencia positiva que
había sido en sus vidas. Agradecí sus recuerdos afectuosos
y lloré aún más fuerte por haberlos escuchado.
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No fui capaz de hablar en el funeral de Brandon,
aunque no es como si alguien hubiera esperado que lo
hiciera. Todo por lo que estaba pasando aún era
demasiado crudo, demasiado doloroso.

Pero aquí, en la casa vacía, podía exhibir mi propio


encomio privado para el hombre que hubiera sido mi
esposo. Tomé un aliento profundo, ordenando mis
pensamientos para barajarlos en forma de palabras que
necesitaba pronunciar en voz alta.

«Brandon —le dije a sus fotografías; mi voz comenzó a


temblar entre cientos de emociones—, pasamos juntos
por un largo tiempo, y si las cosas hubiesen salido como se
planeó, tendríamos toda una vida más por delante. Me
prometiste que iba a ser tu chica por siempre. Me dijiste
que estábamos destinados a estar con el otro y que harías
cualquier cosa para mantenernos juntos».

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Me detuve, recogiendo nuestra foto de compromiso
preferida. En ella, lo veía desde abajo y él desde arriba,
ambos sonriendo, tan enamorados. Dibujé esas sonrisas
con mis dedos y sentí que las lágrimas se abultaban de
nuevo: «Estoy agradecida de que estés muerto, hijo de
puta». Me llevé la foto conmigo por la casa, observando a
la pareja feliz que retrataba y a la realidad en la que había
vivido.

A la grieta que siempre había estado prometiendo que


iba a arreglar después de que me azotó contra la pared. El
tablón rechinante que me advertía cuando estaba
subiendo para buscarme. Dentro de la cocina, en donde
había pasado un año siendo arrojada al suelo antes de que
aprendiera a cocinar su carne con precisión. En donde me
había arrojado platillos completos de comida en la cabeza
mientras me encogía de miedo porque las especias no
estaban exactamente como las quería. De vuelta en la sala
de estar y su silla favorita, en donde se sentaba y bebía y
me insultaba. Cometí el error de sentarme ahí una vez.

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Una vez. Una costilla casi rota me enseñó esa lección muy
rápidamente.

Me giré de nuevo hacia nuestra vida perfecta


enmarcada a lo largo de las paredes; me giré de nuevo
hacia todas las mentiras. Lo habíamos escondido muy
bien, ¿no? Nadie nunca sospechó nada. Me acerqué a la
fotografía de Hawái y la arrojé al suelo. Una por una,
empecé a desmantelarlas, regocijándome con el sonido de
vidrio haciéndose añicos, hasta que solo la fotografía de
compromiso quedó intacta. Me senté con ella
descansando en mis rodillas. También había habido
buenos tiempos, todos los que nuestra familia y amigos
habían relatado, y realmente había estado agradecida por
el recordatorio de que aún había un hombre en algún lugar
dentro del monstruo.

El miedo me había mantenido atada a él por tanto


tiempo. Aún podía sentir sus dedos aplastando mis
muñecas, escucharlo siseándome las últimas palabras que
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me había dicho: «¿Crees que simplemente puedes
dejarme? Te habré matado antes de que eso suceda. Eres
mía, y siempre lo serás». Y luego se había ido a correr
como si nada hubiese pasado mientras yo lloraba en el
suelo. Tomé la fotografía conmigo a la cocina e hice a un
lado la cortina para ver al jardín trasero.

El atardecer había caído, revistiendo todo con sombras


azules, incluyendo el toldo que protegía el Mustang del 67
que Brandon había restaurado. Se las había arreglado para
hacer que la vieja bestia anduviera de nuevo y estuvo muy
orgulloso por ello. Me obligó a verlo conducir de atrás
hacia adelante alrededor de los campos detrás de la casa,
riéndose victorioso todo el tiempo por la ventana del lado
del conductor. El cuerpo aún se veía como metal chatarra,
pero sus interiores vibraban.

Después de que se había ido a correr, salí a traer su


auto. Fue un viaje incómodo y movido, el asiento roto
enterraba resortes en mi espalda dolorosamente. Se tornó
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aún más movido cuando Brandon rodó por debajo de los
neumáticos. Miré hacia atrás una vez para verlo recostado
a un lado del camino rural y desértico, completamente
quieto.

Apenas podía respirar, apenas podía creer lo que había


hecho; pero ninguna parte de mí se arrepentía.

Una vez que llegué a casa, sorprendentemente había


muy poco que debía lavar, y, a decir verdad, ¿qué
diferencia hacía una abolladura más en el capó? Lo volví a
cubrir y guardé la llave en el bolsillo frontal del esmoquin
de Brandon. Con el que decidí enterrarlo.

No me había dado cuenta de que estaba llorando de


nuevo, las mismas lágrimas de alegría que habían estado
cayendo todo el día. Enterré a mi prometido en lo que
debió haber sido el día de nuestra boda, y empecé a vivir
de nuevo.

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