Está en la página 1de 8

Al menos nos tenemos el uno al otro

—No te preocupes, Frank. No nos pueden herir. Si lo


intentan, dispararé a matar.

Stanley y Frank habían pasado encerrados en su casa de


campo por meses, y desde que el brote comenzó. Al
principio, era seguro al salir. Las personas no comenzaron a
manifestar los síntomas de tan extraña infección hasta un
año más tarde. Los expertos pensaban que estaba limitada a
unos pocos, los pobres, esos en los países tercermundistas
sin acceso a cuidados médicos civilizados.

1
Pero el mundo prestó atención cuando se esparció a
Hollywood y dentro de varios gobiernos nacionales.

No había forma de detenerlo. Parecía que nadie había


sido inmune de entre quienes habían sido mordidos por los
merodeadores sin alma de carne pútrida. Stanley nunca se
había perdido un capítulo de The Walking Dead, y había
bromeado con amigos frecuentemente acerca de lo que
haría si alguna vez ocurriese un apocalipsis zombie.

2
Ahora sus problemas se habían convertido en una
realidad.

Stanley siempre fue un hombre precavido, uno propenso a


amasar comida y agua, junto a armas y municiones, para
fuera cual fuera el revuelo de los teóricos de conspiraciones
y fanáticos religiosos profetizando desde los tejados. Se
sentía satisfecho ahora que había hecho todo eso. Él y Frank
estaban a salvo y nunca se quedarían sin agua. Su gran y puro
pozo campestre les otorgaba esa certeza.

El problema ahora era que se habían quedado sin comida


hace cinco días.

Frank le dio a su amigo una mirada desamparada.

—Ya, no entres en pánico —dijo Stanley—. Pensaremos


en algo.

3
Él quería creer sus propias palabras, pero el hecho seguía
siendo que abandonar la casa ya no era una opción, incluso
de noche. Había demasiados infectados rondando hasta
donde alcanzaba la vista, y poseían una tenacidad y deseo
por alimentarse incomparables.

—Al menos nos tenemos el uno al otro —le dijo Stanley


y sonrió a medida que su estómago se quejaba.

Sin respuesta.

4
Podía escuchar rugidos y gruñidos desde afuera. La
adrenalina se aceleró por la sangre de Stanley cuando agarró
su escopeta, cargándola y preparándose. Estaban cerca.
Demasiado cerca.

Stanley giró su espalda para asegurar la puerta frontal,


ignorando que Frank se catapultó hacia él con un salto
repentino. Ambos cayeron al piso.

5
—¡No, Frank! ¿Qué estás haciendo? —gritó Stanley, pero
no era rival para su querido amigo, quien ahora lo tenía
inmovilizado debajo de su peso.

Y la riña había comenzado.

6
Frank no perdió ni un segundo, pues encajó sus colmillos
en la vena yugular de Stanley. El único ruido en la habitación
eran los gritos dolorosos y moribundos de Stanley. En
cuestión de minutos, había dejado de forcejear y una piscina
de sangre se había acumulado en el piso a su lado.

El problema de la escasez de comida había sido resuelto


por el momento.

Frank saltó desde encima de Stanley y dio unos pasos


hacia atrás, sentándose y limpiándose la sangre. Respiraba
entrecortadamente, consciente de que se podía tomar su
tiempo consumiendo su nueva fuente de comida, y aún tenía
suficiente agua disponible por ahora.

Y su cola se meneó.

7
8

También podría gustarte