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DE AMOR Y DOLOR.

MUJERES Y SENTIMIENTOS EN LAS JARCHAS Y


ABENCERRAJES.

Haydée Ahumada Peña

U. de Chile

U. Católica de Valparaíso

En la década del cuarenta aparecen, en el espacio de la crítica especializada,


unas cancioncillas mozárabes denominadas jarchas y la emergencia de este
nuevo formato escritural exigirá, a académicos e investigadores, una detenida
revisión de los planteamientos que, hasta entonces, explicaban el surgimiento de
la lírica en la Península Ibérica.

Sabemos que antes de esta fecha se alude, muy ocasionalmente, a la presencia


de ciertas palabras romances en las moaxajas. Sin embargo, son Samuel Stern y
luego Emilio García Gómez, los primeros en intentar configurar un corpus, que
pronto habría de promover todo un esfuerzo de reflexión crítica, mientras se
avanzaba desde la fijación y la interpretación de los poemas, hacia el contraste
con otras tradiciones líricas, para propiciar más tarde
su valoración estética 1.

El análisis de estos textos significa, todavía hoy, hacerse cargo de una serie de
problemáticas bastante polémicas, especialmente las referidas a su origen y el
singularizador tono popular que conllevan, la reconstrucción del discurso, su
traducción y las distintas versiones que circulan. 2

En este paraje, ingresar a las jarchas significa asumir el riesgo de trabajar con una
escritura que se resiste a su fijación definitiva. Pero, desde esta precariedad
podemos reconocer, en parte del corpus establecido, una mirada y una palabra de
mujer que nos procura un sitio para atisbar, o sólo conjeturar oblicuamente, ese
lejano mundo medieval en el que ella habitó.

La brevedad de la jarcha suele aparecer tensionada por una intimidad femenina


que condensa su experiencia en este fragmento. Así, el texto se abre para
dejarnos leer el estallido de la pasión, el desgarro de la ausencia y el dolor que
provoca el abandono o la traición, sentimiento que aparece reiteradamente
mediado por la ira y la burla. A partir de estos rasgos, las jarchas han sido puestas
en relación con las canciones de muchachas o de mujeres, que se encontrarían en
las primeras etapas de nuestra cultura para constituirse, con el tránsito de los
siglos, en una suerte de sustrato folklórico. 3
Otras propuestas, en cambio, apelan a los contextos específicos en que se vive el
dominio árabe y las formas de contacto que se ponen en práctica entre los
distintos grupos étnicos que pueblan la Península. En esta tendencia, el acento se
marca en los matrimonios interraciales y los núcleos familiares bilingües que,
necesariamente, en torno a ellos se producen, ámbitos donde el árabe debió
alcanzar el estatuto de lengua oficial dirigida a lo público, mientras el mozárabe se
restringiría al espacio privado y, en esencia, a la expresión del sentimiento. En
este sentido, la jarcha revelaría una elaboración urbana, signada por el
mudejarismo social y cultural que matizó la convivencia.

Los versos que conservamos se inscriben en un poema mayor, de estilo culto.


Siguiendo la opinión de los especialistas, deben haber sido escritos hacia el siglo
XI, si bien algunos podrían datarse incluso en el IX. La jarcha se sitúa al final del
texto y provoca una tensión especial que define, al mismo tiempo, el ejercicio
escritural que se despliega y el gesto de maestría que se autoasigna el poeta, al
poner en espectáculo su propio arte. El discurso apela, entonces, al conocimiento
de una tradición poética y a la relevancia de una afinada técnica, que permite
recuperar el fragmento lírico desde el imaginario colectivo en el que pervive, para
reposicionarlo en un texto original, sellado por el juego del tema y la rima.

El encuentro de ambas escrituras instaura una suerte de diálogo, donde la voz


varonil, que habla desde el poema culto, resulta desplazada por una resonancia y
un tono diferenciador que, en los textos que trabajamos, se configura como una
palabra de mujer. 4

Procurando acotar este quiebre del discurso, podemos esbozar una identidad
femenina que alienta en esta memoria lírica y, desde este sitio fronterizo
reconocer, además, aquellos tradicionales tópicos del requerimiento y de las
quejas, que más tarde se recubrirán con otros formatos poéticos.

La fragmentariedad de las jarchas sugiere un ritual amoroso y un verdadero


protocolo de actitudes femeninas que se orientan, de manera preponderante,
hacia la figura del amado, pero que da cabida, también, a ese ámbito de la
intimidad que se comparte entre las mujeres y que está convocado aquí por la
presencia de la madre y de las hermanas.

En el discurso de las jarchas prevalece un tono apelativo, destinado a explicitar la


solicitud amorosa. Desde este anclaje, se erige una escritura del deseo que fija,
con la misma modulación del requerimiento, una cierta topografía erótica.

En el plano más general, el deseo se orienta hacia la presencia del amante y


aquello que anhela es su cercanía.

Viene la Pascua y yo sin él.

« ¡Cómo padece mi corazón por él! (Alvar, p. 7) /////


Dime, ¿qué haré? ¿Cómo viviré?

Espero a mi amigo, por él moriré.» (Alvar, p. 8) /////

Pero luego va emergiendo el cuerpo del otro, con fijaciones muy evidentes en la
boca, siempre roja y dulce; el cuello, a menudo blanco y el cuerpo desnudo, a
veces blanco y otras moreno.

«Madre mía. ¡Ay qué amigo. Chupamieles roja!

Tiene el cuello blanco y la boquita encarnada. (Alvar, p. 13) /////

Deja mi ajorca

y coge mi cinturón,

mi amigo Ahmad,

sube conmigo a la cama,

vidita mía,

acuéstate desnudo.» (Rubiera, p. 45) /////

El requerimiento amoroso incorpora, también, la dinámica sexual y, en este caso,


la voz de la mujer solicita determinadas caricias, e incluso sugiere la disposición
de los cuerpos.

«Si me quieres como bueno,

bésame este collar de perlas,

boquita de cerezas. (Rubiera, p. 44) /////

Amiguito, decídete,

ven a tomarme,

bésame la boca

apriétame los pechos;

junta ajorca y arracada.

Mi marido está ocupado.» (Rubiera, p. 44)


Al esbozar el juego erótico, las jarchas proyectan tres figuras fundamentales para
la tradición literaria. De este modo, a la pareja de amantes se suma un personaje
que asume el estatuto de ayudante o facilitador de amores, encarnado por la
madre o la hermana, términos que si bien aluden a un vínculo de parentesco,
podrían extenderse en el recorrido semántico de este discurso a la guardadora o
la tercera en amores.

La emergencia de ambas figuras femeninas de resonancia benéfica para la


relación sentimental que se desarrolla en el poema, encuentran su contrapartida
en otros personajes masculinos, cuya función radica en la resistencia o la clausura
de este gesto pasional. Comparecen, entonces el espía y el esposo, destinados a
actualizar la vigilancia moral que se ejerce sobre las mujeres. En el rol específico
del marido, el texto puede configurar una situación de adulterio femenino,
motivado por una actitud poco solícita, o por el ejercicio de un contrato social que
no involucra necesariamente el afecto, sentimiento que se desplaza hacia el
amante.

Ante el confidente, la voz de la mujer revela el desborde sentimental, a veces


claramente pasional, pero en otras ocasiones, este discurso esboza una crítica a
la actitud distante o engañosa del amado.

«Se marchó mi amigo

y mi pena es grande, mamá.

¿Cuál es mi culpa?

¿No será suya por dejarme sola?» (Rubiera, p. 57)

Un segundo tópico presente en las jarchas corresponde a la queja amorosa. Aquí,


la mujer reclama por la violencia que ejerce el amante, sobre sus adornos, su
vestimenta o su cuerpo:

«¡Cómo, pobre de mí, me ha dejado!

¡Mi vestido dejó alborotado y el peinado! (Rubiera, p. 50) /////

¡Por Dios!, me desahogué gritando,

me ha roto mi pecho

me ha herido mis labios

y me ha deshecho el collar!» (Rubiera, p. 49)


La voz que nos llega desde la tradición medieval está signada por su
fragmentariedad textual, pero instaura una intimidad que, impelida por el deseo, se
vuelve demandante.

Desde esta frontera, reconocemos el perfilamiento de una identidad de mujer, que


señala su exigencia erótica y procura la respuesta del amado, que confiesa su
pasión o su dolor y asume, especialmente, una condición apelativa en la práctica
de la seducción.

Posicionamos, en este borde, un primer nudo de la reflexión que nos compromete,


para interrogar a este gesto de libertad femenina que recuperan las jarchas. Tras
él, puede cobijarse un código de relaciones humanas más flexible, o sólo un
estereotipo que media entre lo social y lo literario.

Intentaremos, ahora, un cruce cronológico y textual, que nos permite situarnos


fuera de la sensibilidad medieval, en los primeros años del Imperio y,
paralelamente, en el momento que marca la eclosión de los géneros narrativos en
la Península.

En este nuevo territorio, reposicionaremos nuestra indagación acerca de la


resonancia que pudo alcanzar, en los nuevos formatos literarios, esa imagen de
«mujer desenvuelta» y claramente expresiva en su discurso amoroso. Para ello,
nos centraremos en la Historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa, que la crítica
especializada integra a la novela morisca.6

El Abencerraje reconoce, en sus distintas lecturas, ciertas tendencias


encontradas en torno a la interpretación que se hace de su anclaje ideológico. De
una parte, la propuesta de Ramón Menéndez Pidal advierte, aquí, un sentimiento
de cercanía y admiración hacia el mundo moro, que él define bajo el concepto de
maurofilia. Mientras, de otra, se cuestionan las motivaciones profundas, que
median en la convivencia de las tres razas y los tres credos, en la agitada España
de los siglos XVI y XVII. 7

La novela se instala en un contexto epocal sometido a múltiples tensiones. Pero,


privilegiando el vínculo racial y superando la situación histórica específica que
acoge a esta escritura, es preciso revisar algunos sucesos y considerar aquellos
efectos que se vienen modulando a lo largo de los siglos. En esta panorámica
destacan la caída del Reino de Granada y el término del dominio moro, las
medidas decretadas para la profesión del cristianismo como religión oficial del
Imperio, el ejercicio de vigilancia en la práctica de esta fe que asumen algunas
instituciones como la Inquisición, el aumento del poder turco, la rebelión de los
moros granadinos y las órdenes de expulsión que formula la Corona, respaldadas
por influyentes personeros del tiempo.

En el ámbito literario, a su vez, la obra que nos ocupa manifiesta su afinidad con la
novela de caballería, la sentimental y la bizantina, géneros que fundan una imagen
del héroe cristiano, connotada por la hermosura, la virtud y la valentía, rasgos que
replica el héroe moro.

Manteniendo la orientación central de nuestro análisis, sólo nos detendremos en


las historias de amor que el texto despliega y que terminan por configurar, casi
especularmente, a las dos parejas de amantes, claramente diferenciadas por un
signo racial.

El discurso se inaugura con una retrospectiva del caballero español, destinada a


resaltar la virtud del personaje, fuertemente asentada en una ética del esfuerzo,
que el narrador propone como una auténtica condición hispana: « (...) fue un
caballero que se llamó Rodrigo de Narváez, notable en virtud y hechos de
armas. Este, peleando contra moros, hizo cosas de mucho esfuerzo, y
particularmente en aquella empresa y guerra de Antequera hizo hechos
dignos de perpetua memoria: sino que esta nuestra España, tiene en tan
poco el esfuerzo (por serle tan natural y ordinario) que le parece que cuanto
se puede hacer es poco:(...)»(p.19).

La presencia de Abindarráez, en cambio, se justifica con un propósito pasional y la


mirada del narrador se dispone, ahora, para resaltar la figura, los atuendos,
ofrecer indicios que permitan catalogarlo como un cautivo de amor, definirlo por su
actitud de contentamiento y perfilar su proceso sentimental con una breve canción.

De este modo, los personajes se alinean bajo diferentes estatutos. De una parte el
esfuerzo y, de otra, la variación de la fortuna.

El lance bélico inicial da paso, luego, al relato de la estirpe de Abindarráez y sus


amores con Jarifa. El primer impulso sentimental de la pareja pareciera marcarse
con la naturalidad de quienes se suponen hermanos, hasta llegar a teñirse con un
leve matiz incestuoso que pronto se desvanece. Este proceso de conocimiento se
define, en líneas generales, como una etapa feliz, clausurada por el cambio de la
fortuna y la separación de los amantes.

Ante la inminente partida, Jarifa asume una actitud que recupera, en gran medida,
ese erotismo demandante propio de la vertiente originaria que se expresaba en las
jarchas. En este sentido, su discurso resulta ejemplar: «-Abindarráez, a mí se me
sale el alma en apartándome de ti; y porque siento de ti lo mismo, yo quiero
ser tuya hasta la muerte: tuyo es mi corazón, tuya es mi vida, mi honra y mi
hacienda; y en testimonio desto, llegada a Coín, donde agora voy con mi
padre, en teniendo lugar de hablarte, o por ausencia, o por indisposición
suya (que ya deseo), yo te avisaré: irás donde yo estuviere, y allí yo te daré
lo que solamente llevo conmigo, debajo de nombre de esposo: que de otra
suerte ni tu lealtad ni mi ser lo consentirían; que todo lo demás muchos días
ha que es tuyo.» (p. 35)

El perfilamiento de esta identidad femenina se complementa, en su vivencia


pasional, con otros rasgos ya estipulados en las jarchas. Así comparecen el
requerimiento por la ausencia del amado, la confesión amorosa, la explosión de
los celos, la figura benéfica representada por la dueña y la invitación al aposento
con una nítida referencia sexual, que el narrador estipula como más propia de la
contemplación que de la escritura.

La historia de amor de Rodrigo de Narváez y la dama de Antequera adquiere un


movimiento radicalmente distinto. De partida, la mujer está casada, ama a su
esposo y se resiste al cortejo del alcaide. La variación de sus sentimientos resulta
mediada por la admiración que el esposo profesa a Narváez y, en este plano, ella
se enamora de un discurso: «Es el más valiente y virtuoso caballero que yo hasta
hoy vi; y comenzó a hablar dél muy altamente, tanto que a la dama le vino un
cierto arrepentimiento, (...)» (p. 45)

Esta relación también se ve favorecida con la ayuda de una criada, quien cita al
amante a un lugar secreto. Sin embargo, la mujer cristiana se enfrenta a un dilema
moral y su conciencia se transforma en el primer obstáculo para la consumación
erótica: « (...) y allí ella echó de ver el yerro que había hecho, y la vergüenza que
pasaba en requerir a aquel de quien tanto tiempo había sido requerida. Pensaba
también en la forma que descubre todas las cosas; temía la inconstancia de los
hombres y la ofensa del marido (...)» (p. 46)

A pesar del embate moralizador, la dama de Antequera confiesa al amante,


simultáneamente, su amor y la admiración que le prodiga su esposo. Esta última
alusión fractura la instancia pasional y actualiza el código del honor y la solidaridad
masculina. De este modo, desaparece la posibilidad del juego erótico corporal y la
reflexión desemboca en la contención.

El episodio amoroso se cierra con un final aleccionador, porque triunfa la virtud de


Narváez, quien se posiciona en este relato como el vencedor de sí mismo.

En la disposición del texto, los episodios amorosos se articulan cronológicamente


como instancias que se instauran en el pasado. La pasión que comparten Rodrigo
de Narváez y la dama de Antequera se radica en ese pretérito y sólo se actualiza
bajo el formato de un cuento de caminantes, destinado a resaltar la virtud del
protagonista español. Mientras, el vínculo sentimental de la pareja mora se
extiende y culmina en el presente del relato.

La confluencia de ambas historias connota, en ciertos aspectos, la superioridad


espiritual tan señalada por los principios éticos y las orientaciones religiosas de la
época. Pero, simultáneamente, la escritura despliega ese gesto de homogeneidad
cultural que se lleva a cabo en la constitución del Imperio.

Desde esta mirada, las mujeres del Abencerraje evidencian una singular fractura,
en la tensión que cruza su deseo erótico y la contención de las pasiones que
determina la legitimidad vigente. La pareja cristiana se somete al imperativo moral
y los moros terminan por «ordenar» su desborde pasional bajo la protección de
Rodrigo de Narváez.
Junto al tránsito de los siglos, parte de esa libertad erótica que alentaba en las
jarchas se nos escabulle para siempre.

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