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Jim Morrison con Díaz Ordaz: nadie sale vivo de Los Pinos

Eloy Garza González

A punto de cumplirse el primer aniversario de la matanza de Tlatelolco, el presidente Gustavo Díaz


Ordaz había exacerbado su obsesión por el espionaje. Le ofendía que los estudiantes lo rebautizaran
como “El Mandril”, repetía a sus propios hijos su frase célebre “quien sabe obedecer sabe mandar”
y chapaleaba en su propia paranoia. A finales de junio de 1969, el mandatario leyó los informes de
Gobernación sobre la llegada a México de la banda de rock psicodélico, The Doors (que acaba de
estrenar su álbum The Soft Parade). No le hubiera dado ninguna importancia, pero su propio hijo,
Alfredo, apodado Alfredazo por don Gustavo, era un perdido admirador de la banda gringa y cuando
por instrucciones presidenciales, el regente Alfonso Corona del Rosal canceló sin previo aviso el
concierto en la Plaza México (como ya lo había hecho antes Uruchurtu, en 1965) el muchacho pegó
el grito en el cielo: quería que su ídolo Jim Morrison cantara en su cumpleaños.

De no alocarse día y noche con coca y ácido, Alfredazo hubiera entendido al igual que su papá el
riesgo social de concentrar 48 mil jóvenes, después de la pelotera que se había armado un año antes
con el Movimiento del 68. El Presidente, jactancioso, había escrito en sus diarios: “hicieron el amor
tan mal como hicieron la revuelta, ¿y qué ganaron? La verdad los compadezco”. Pero en el fondo,
Díaz Ordaz era un animal presa de sus miedos y la desconfianza, que tiraba zarpazos contra sus
enemigos, que eran todos los demás. Por otro lado, aún no se montaban conciertos masivos de rock
en México (sólo habían venido The Animals y The Birds) y el único rockero con patente para hacer
el desmadre que se le antojara en México era el propio Alfredazo, que formó una banda nada
despreciable de rock progresivo: Love Syndicate.

Finalmente, para que Alfredazo no se deprimiera más de la cuenta ni se suicidara (como finalmente
lo hizo muchos años después), a un burócrata de medio pelo de Gobernación se le ocurrió una
decisión salomónica: The Doors vendría a México, sí, pero para presentarse durante cuatro noches
(28, 29, 30 de junio y 1 de julio) en el Forum, club nocturno de niños popis, ubicado en la colonia
Del Valle, en la esquina de la avenida Insurgentes Sur y la calle Ameyalco, cuyo propietario era Javier
Castro, de los polifónicos Hermanos Castro, que pagaría a la banda 20 mil dólares de contado.
Usarían como pantalla comercial al joven promotor Mario Olmos, quien un año antes había traído
a México el musical Hair, montado sin traducción al español. El aforo del Forum no rebasaba las mil
localidades (menos del doble de tamaño que el Mandela) y el cover sería de mas de 700 pesos,
incluyendo cena, precio exhorbitante para los pobres jipitecas que se quedarían mirando afuera,
como el chinito. Entonces sí consintió el Presidente que la prensa de la época, como Últimas
Noticias, de Excélsior, anunciara con planas enteras la venida a México de The Doors.

Don Gustavo leyó los informes confidenciales de su secretario de Gobernación, Luis Echeverría
Álvarez (otro personaje siniestro): la carrera artística de The Doors estaba en un cráter, porque a su
vocalista Jim Morrison se le había ocurrido mostrar sus genitales en un concierto de Miami. A raíz
de este incidente le sobrevino a la banda la cancelación de sus contratos en Honolulu y St. Louis,
una orden de arresto en contra del exhibicionista, acusado de conducta obscena y lasciva, además
de atentado al pudor y lenguaje indecente. El cantante estaba en riesgo de purgar una condena de
siete años en Raiford, una espantosa prisión de Florida. De manera que los Doors que venían a
México lo hacían desanimados, por la calle de la amargura, en la quiebra y abiertos a cualquier
negocio allende las fronteras de la beatífica nación de Johnson y Nixon.
Muchos años más tarde, en su rancho de Soto La Marina, Tamaulipas, el político Jorge de la Vega
Domínguez me confesó al calor de unos jaiboles, ciertas revelaciones inusitadas sobre aquella
venida a México de Jim Morrison. Don Jorge es un ex funcionario público ya entrado en años y en
muy mal estado de salud, primo de Irma Serrano, La Tigresa, amante caprichosa de Díaz Ordaz.
Quien fuera el principal comisionado del presidente para negociar a nombre del gobierno federal
con los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga (CNH), no había oído hablar en 1969 de The Doors.
De la Vega telefoneaba todos los días al Presidente Díaz Ordaz y había gestionado la liberación de
los líderes del movimiento del 68. Por supuesto, se sentía traicionado porque mientras él y Andrés
Caso Lombardo negociaban una tregua a la represión, la Dirección Federal de Seguridad (DFS)
saboteaba cualquier atisbo de diálogo, con la intención de perseguir, detener, torturar y
desaparecer a los muchachos.

En esas estaba Jorge de la Vega cuando se enteró que Alfredazo le había planteado a su papá la
posibilidad de regalarle una villa a Jim Morrison en los acantilados del fraccionamiento Las Playas
de Acapulco y darle una especie de pensión vitalicia, para que se viniera de por vida a México.
Morrison ya le daba vueltas a la idea de abandonar la banda y dedicarse de lleno a escribir poemas
en cualquier lugar que no fuera EUA ¿Qué le pedirían a cambio al cantante de The Doors? Algo muy
simple: unas declaraciones personales, promovidas a todo lo alto por la prensa norteamericana y
de Europa, donde elogiaba la gestión presidencial de Gustavo Díaz Ordaz, sugiriendo que el
comunismo patrocinaba el movimiento estudiantil de México.

Lo cierto es que el Jim Morrison que llegó a México era casi un remedo del artista ya entonces
legendario: con sobrepeso, barba desaliñada, indiferente y adicto. Por eso nadie lo reconoció a su
arribo al aeropuerto y era imposible asociarlo con el retrato gigante del ídolo que pendía de la
fachada del Fórum. No obstante, los cuatro conciertos de The Doors, con Morrison tocado con un
paliacate de Zacatecas anudado al cuello, fueron un éxito rotundo, aunque casi no quedan
grabaciones fílmicas del hecho. Los hospedaron en el Camino Real, les rentaron un Cadillac negro y
otro blanco y los llevaron a turistear por Reforma (donde Morrison simuló con su mano dispararle
a un policía), La Lagunilla, la plaza Garibaldi y Teotihuacán. Noche tras noche, intoxicado, Morrison
fue a ver tocar al músico Javier Batis en El Terraza Casino.

El sobrino del ex Presidente Manuel Ávila Camacho, del mismo nombre (hijo de Maximino, uno de
los más sanguinarios y corruptos políticos del México posrevolucionario), un junior adinerado y
cosmopolita que murió recientemente, fue el encargado de trasladar a The Doors a Los Pinos,
supuestamente a la fiesta de cumpleaños del hijo del mandatario. Antes los pasearon por
Chapultepec. Los recibió Alfredazo afuera de la Casa Presidencial con un traje impecable comprado
en Carnaby Street, pero en huaraches y flanqueado por varias gringas semidesnudas que eran el
regalo por su onomástico. La madrugada los sorprendió encamados (y encaramados) unos sobre
otros. Fue en el clímax de esa fiesta psicodélica en Los Pinos, donde Alfredazo le ofertó a Morrison
las prebendas de fincas y pensiones, a cambio de su respaldo a las políticas represoras de su papá.
Se prodigó la coca, el LSD, la mota, el alcohol y el peyote. En pelotas (aquí sí, sin temor a ser
sancionado por conducta obscena y lasciva) Morrison dijo que lo pensaría dos veces porque tendría
que convencer antes a su pareja, Pamela Courson, de venirse ambos a vivir a México.

Sin embargo, algo imprevisto pasó durante esa noche de orgía, que echó por los suelos los planes
de Alfredazo para defender la presidencia de su papá. Los detalles de ese incidente nunca los
esclareció ninguno de los testigos, ni creo que lo sabe Jorge de la Vega Domínguez, ni lo escribió
Gustavo Díaz Ordaz en sus misteriosas memorias inéditas, a las que tuve acceso. En algún instante
de la fiesta, el Presidente se apersonó en bata de dormir en la sala donde se celebraba el desenfreno
y se atizaban, recriminando directamente a Jim Morrison por su cabellera, su mal estado físico
(cubierto nomás por un jorongo) y por ser un maricón, hijo de puta. El mandatario estaba muy
enojado y mentaba madres contra los subversivos que acampaban a un lado de su dormitorio. No
hay constancia de qué le respondió Morrison al mandatario, ni que entre sus reproches estuviera la
matanza de Tlatelolco (al cantante le valían un sorbete este tipo de agravios sociales). Lo único que
se sabe, aunque sin mediar fotografías al respecto, es que Jim Morrison se incorporó del sillón donde
estaba repantingado, se paró frente a un retrato del Varón de Cuatro Ciénegas, don Venustiano
Carranza, flexionó un poco las rodillas y meó largamente contra la pared.

(Artículo publicado en La Quincena, 2/10/2018).

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