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En el cielo no hay enchufes

Cuando, hace un montón de años, escribía mi ya viejísima novela La frontera de Dios hubo un momento en que pensé
titularla El Dios fontanero, aludiendo a esa pseudo-religión de los que tratan a Dios como a un fontanero, alguien de quien
sólo nos acordamos cuando los grifos marchan mal. No lo hice al fin, porque alguien podía juzgar irreverente el título, pero
no porque no creyera que esa visión utilitaria de Dios no esté, como está, extendidísima. Hay, efectivamente, muchos que
sólo aman a Dios en cuanto que garantiza su felicidad personal, y no le aman porque sea Dios, sino porque les resulta útil.
¡Qué chascos se llevan después cuando ven que, con frecuencia, «Dios no funciona» (a nuestro capricho, quiero decir)!
Recuerdo todo esto al conocer la historia de una santa «que tampoco funciona». Acabo de leer una entrevista con una de
las hermanas de María Goretti, y a la pregunta del periodista, que inquiere si «la canonización de su hermana les ha
reparado alguna ventaja material», responde Ersilia Goretti: «No, no nos ha reportado ni el éxito ni nos ha facilitado una
mejor posición social. Siempre hemos vivido como ella, de nuestro trabajo y hemos educado a nuestros hijos del mismo
modo en que, con toda seguridad, los hubiera educado ella: con nuestro sudor. Pero he de decir, sin embargo, que la
protección de mi hermana ha sido siempre palpable, evidente. Siempre nos ha proporcionado trabajo y paz. Ella deja que
suframos en la vida porque, indudablemente, quiere que obtengamos el paraíso con el sudor de nuestra frente, el trabajo
de cada día y el sacrificio. Mire, mi hermana Teresa está enferma y se halla en una clínica. Está totalmente enyesada, en
cruz, como Cristo. Marietta no la cura, pero le da fuerza y gracia para soportarlo con amor.»
Emociona leer estas cosas. Porque uno pensaría que tener una hermana santa es como tener otro al que le hubiera tocado
el gordo o a quien hubieran elegido presidente: algo nos tocaría, algún enchufillo caería, de algo serviría tener en la tarjeta
de visita los mismos apellidos que el multimillonario o el personajón.
Pero parece que en el cielo no hay enchufes. Y que lo que suelen mandar desde arriba son esos dos regalos milagrosos del
trabajo y de la paz interior que ¿acaso no valen mucho más que todos los enchufes materiales del mundo?
Supongo que a estas alturas el lector ya ha descubierto adónde voy, porque en este cuadernillo de apuntes no me gusta
predicar y alejarme de la tierra. Voy a explicar que, lo mismo que el mejor maestro de natación no es aquel que se pasa la
vida sosteniendo en el agua a sus aprendices, tampoco el mejor padre es aquel que vive impidiendo a sus hijos que naden
ellos solos. Si Marietta, ayudando desmesuradamente a sus hermanos, les robaría su mejor camino de santificación (el del
humilde trabajo), así un padre que sólo vive para allanar los caminos del mundo a sus muchachos probablemente está
fabricando plátanos y no hijos y les está privando del gozo de realizar ellos sus propias vidas.
Ya sé que dejándoles nadar solos se corren mayores riesgos de que se ahoguen (como dejando a sus hermanos en la
pobreza corre Marietta mayor peligro de que se avinagren), pero sé también que, obligándoles a vivir con las muletas
paternas, nunca terminarán de andar. O harán en todo caso una remasticación de la vida de su padre, pero no su propia
vida, la única de que cada uno es responsable.
Presiento que lo más que se puede dar a un hijo sean las ganas de trabajar y la paz interior; cosas, en definitiva, mucho
más difíciles de dar que la dirección de una empresa o que una recomendación para ganar unas oposiciones. Más difíciles
y muchísimo más importantes.
Aunque comprendo que todo esto no es fácil de entender en un mundo en el que la mayor de las bienaventuranzas parece
esa de poder vivir sin trabajar. Eso es lo que sueñan casi todos cuando juegan a la lotería: ¡poder retirarse, pasarse la vida
rascándose la barriga, oh vida milagrosa! Eso es lo que pregonan todas esas mamas que —antes eran muchísimas, ahora
aún las hay— dicen a sus hijas que «para qué van a trabajar, ¡si no lo necesitan!». Asombra pensar que, por un amor mal
entendido, pueda privarse a un hijo de lo único que puede engrandecerle.
¿Lograremos arrancar del mundo algún día esa peste de las recomendaciones? ¿Entenderemos que el mejor de los
enchufes es el propio coraje? A mí acuden con frecuencia padres angustiados pidiéndome tal o cual recomendación para
sus hijos. Yo les explico lo que digo en este artículo, pero ninguno acaba de convencerse: están segurísimos de que una
carta para don Fulano será la clave del éxito (porque, en el fondo, ni se fían de sus hijos ni de la justicia humana). ¿Y cómo
negarte sin que te crean falto de ganas de ayudarles? Yo aprendí en esto un truco de mi madre, que, cuando le pedían
recomendaciones, iba y rezaba un rosario por los recomendados. Pero lo malo es si te pasa luego como en aquel caso en
el que yo recomendé a una chica «vía cielo», y cuando luego ganó brillantemente la oposición no había quien convenciese
a su madre de que mi recomendación no había sido la clave del éxito. Le repetí mil veces que todo se había debido a que
la chica iba bien preparada, pero era completamente inútil: no quería creerme. Y todos los años, el día de mi santo, me
sigue mandando, en agradecimiento, una caja de polvorones, que yo me como con complejo de mentiroso, porque temo
que decirle toda la verdad de mis avemarías le daría un disgusto. Mas yo sé bien que en el cielo no hay enchufes, que la
Gracia no suple a nuestro esfuerzo y que ya es bastante con que desde arriba sostengan nuestro coraje y nos den un poco
de paz en el alma.
(texto extraído de: P. José Luis Martín Descalzo, Razones para la esperanza)

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