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MORAL SOCIAL - ACCION SOCIAL

San Alberto Hurtado - LIBRO INEDITO

MORAL SOCIAL. Acción Social.

1. Introducción

1.1 Moral Social y moral individual

La actividad del hombre tiene dos aspectos: individual y social, según mire a sí
mismo o a los demás independientemente de toda organización social, o bien como
formando parte de alguna de las múltiples sociedades a que pertenece: familia,
nación, asociación sindical, etc.

Suele decirse que la moral ha sido exclusivamente individual, y se ha desentendido


de los aspectos sociales.

Es cierto que la moral durante mucho tiempo ha dado preferencia al aspecto


individual, y esto por dos motivos. Primero, porque la moral se refiere siempre a la
persona tomada en particular: es el hombre individualmente considerado el que
hace el bien o el mal, el que ha recibido las luces de la razón y de la revelación, el
que tiene un destino personal que cumplir. En este sentido toda moral es individual,
aun en sus aplicaciones sociales.

Hay un segundo motivo por el cual la moral social ha tardado en formarse como un
cuerpo organizado. La moral es eminentemente concreta: de sus principios
generales y eternos saca conclusiones frente a problemas que están planteados
para el hombre en una época determinada. Ahora bien, el actual planteamiento
social es de época reciente: puede decirse que coincide con la revolución del
descubrimiento de las modernas maquinarias, con la formación de los grandes
núcleos urbanos y de las grandes industrias, con la formación de las asociaciones
obreras y patronales. En ninguna época faltan en la moral las enseñanzas sociales,
pero la moral social como rama propia es de origen reciente por los motivos
indicados.

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La moral individual estudiará los actos humanos de la persona individualmente
considerada. La moral social los tratará en cuanto el hombre forma parte de una
organización social. El hecho de que una persona esté incorporada en un grupo
social la obliga a trabajar por el bien común de cada una de las sociedades de que
forma parte y a asegurar las conquistas en estructuras estables que realizan en
mejor forma el bien común.

Es, pues, absolutamente necesaria una doctrina moral que señale los derechos y
deberes del hombre en su vida familiar, económica, política, internacional; que
enseñe cómo el hombre puede desarrollar su personalidad en el campo económico,
intelectual y moral sin lesionar los derechos de los demás. La moral social será por
tanto el conjunto de preceptos que regulan las actividades morales del hombre en
las diversas sociedades a que pertenece, señalando sus deberes y derechos en
cuanto miembro de cada una de ellas.

1.2 Moral social católica

La Iglesia no ha cesado de hacer oír su voz a través de los siglos sobre todos los
problemas que tocan la moral, tanto individual como social.

Algunos han pretendido negar este derecho de la Iglesia en el terreno de lo social y


confinar su acción únicamente a lo que toca directamente al altar. Toda la historia
de la Iglesia constituye un franco repudio de este cercenamiento.

1.2.1 Derecho del magisterio de la Iglesia en el terreno social

Refiriéndose al problema social dice León XIII:

“Animosos y con derecho claramente nuestro, entramos a tratar de esta materia:


porque cuestión es ésta a la cual no se hallará solución ninguna aceptable, si no se
acude a la Religión y a la Iglesia. Y como la guarda de la Religión y la administración
de la Iglesia a Nos principalísimamente incumbe, con razón, si calláramos, se
juzgaría que faltábamos a nuestro deber. Verdad es que cuestión tan grave
demanda la cooperación y esfuerzos de otros, es a saber: de los príncipes y cabezas
de los Estados, de los amos y ricos, y hasta de los mismos proletarios de cuya
suerte se trata; pero, afirmamos sin duda alguna, que serían vanos cuantos
esfuerzos hagan los hombres, si desatienden a la Iglesia” [RN 13, OSC 33].

“La Iglesia, por lo que a ella le toca, en ningún tiempo y en ninguna manera
consentirá que se eche de menos su acción; y será la ayuda que preste tanto
mayor, cuanto mayor sea la libertad de acción que se le deje; y esto entiéndanlo
particularmente aquellos cuyo deber es mirar por el bien público” [RN 45, OSC 34].

Pío XI reafirma claramente este derecho:

“Establezcamos como principio, ya antes espléndidamente probado por León XIII, el


derecho y deber que Nos incumbe de juzgar con autoridad suprema estas
cuestiones sociales y económicas. Es cierto que a la Iglesia no se le encomendó el
oficio de encaminar a los hombres a una felicidad solamente caduca y perecedera,
sino a la eterna; más aún, “la Iglesia juzga que no le es permitido, sin razón
suficiente, mezclarse en esos negocios temporales”. Mas renunciar al derecho dado
por Dios a la Iglesia, de intervenir con su autoridad, no en las cosas técnicas, para
las que no tiene medios proporcionados ni misión alguna, sino en todo aquello que
toca a la moral, de ningún modo lo puede hacer. En lo que a esto se refiere, tanto el
orden social cuanto el orden económico están sometidos y sujetos a Nuestro
supremo juicio, pues Dios Nos confió el depósito de la verdad, y el gravísimo
encargo de publicar toda la ley moral e interpretarla, y aun urgirla oportuna e
importunamente.

Es cierto que la economía y la moral, cada cual en su esfera peculiar, tienen


principios propios, pero es un error afirmar que el orden económico y el orden moral
están tan separados y son tan ajenos entre sí, que aquél no depende para nada de
éste. Las leyes llamadas económicas, fundadas en la naturaleza misma de las cosas
y en las aptitudes del cuerpo humano y del alma, pueden fijarnos los fines que en
este orden económico quedan fuera de la actividad humana y cuáles, por el
contrario, pueden conseguirse y con qué medios: y la misma razón natural deduce
manifiestamente de la naturaleza individual y social del hombre y de las cosas, cuál
es el fin impuesto por Dios al mundo económico.

Una misma ley moral es la que nos obliga a buscar derechamente, en el conjunto de
nuestras acciones, el fin supremo y último, y en los diferentes dominios en que se
reparte nuestra actividad los fines particulares que la naturaleza, Dios, les ha
señalado, subordinando armónicamente estos fines particulares al fin supremo. Si
fielmente guardamos la ley moral, los fines peculiares que se proponen en la vida
económica, ya individuales, ya sociales, entrarán convenientemente dentro del
orden universal de los fines, y nosotros, subiendo por ellos como por grados,

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conseguiremos el fin último de todas las cosas, que es Dios, bien sumo e inexhausto
para Sí y para nosotros” [QA 14, OSC 39].

Pío XII vuelve sobre la misma doctrina y dice:

“La Iglesia renegaría de sí misma, dejando de ser madre, si se hiciese sorda a los
gritos angustiosos y filiales que todas las clases de la humanidad hacen llegar a sus
oídos. La Iglesia no trata de tomar partido por una u otra de las formas particulares
y concretas, con las cuales cada pueblo y Estado tienden a resolver los problemas
gigantescos de orden interior y de colaboración internacional, cuando respetan la
ley divina; pero, por otra parte, la Iglesia, ‘columna y fundamento de la verdad’ [1
Tm 3,15], y custodia, por voluntad de Dios y por misión de Cristo, del orden natural
y sobrenatural, no puede renunciar a proclamar ante sus hijos y ante el universo
entero las normas fundamentales e inquebrantables, preservándolas de toda clase
de tergiversaciones, obscuridades, impurezas, falsas interpretaciones y errores;
tanto más cuanto que de su observancia, y no meramente del esfuerzo de una
voluntad noble e intrépida depende en último término la estabilidad de cualquier
orden nuevo, nacional e internacional, invocado con ardoroso anhelo por todos los
pueblos” [Mensaje de Navidad 1942, OSC 42].

En 1946 vuelve Pío XII sobre este tema:

“La Iglesia debe hoy, más que nunca, vivir su misión; debe rechazar más
enfáticamente que nunca, ese concepto falso y estrecho de su espiritualidad y de
su vida interior, que la confinarían, ciega y muda al cetro de su santuario.

La Iglesia no puede aislarse en la soledad de sus Iglesias y descuidar así la misión


que le ha confiado la Divina Providencia, de formar hombres completos y de esa
manera, colaborar sin descanso en la construcción de los sólidos cimientos de la
sociedad. Para ella es esencial esta misión” [Consistorio 20 de Febrero de 1946, OSC
43].

1.2.2 Varias formas del Magisterio eclesiástico

Los Romanos Pontífices afirman claramente su magisterio directo en las materias


directamente reveladas, e indirecto en todo lo que dice relación con el dogma o la
moral cristiana, como ser, trabajo humano, derecho de asociación, de huelga, justo
salario, especulación, acaparamiento… otros tantos temas vinculados con la moral
y sobre los cuales la Iglesia podrá pronunciarse con pleno derecho cuando lo juzgue
oportuno.

Los asuntos técnicos, en cambio, el mismo Romano Pontífice declara que están
fuera del campo de su magisterio: tales, por ejemplo, la preferencia por un
determinado método de extracción, o de organización de las relaciones económicas.
Si en alguna determinada intervención de la Iglesia no aparece claro su carácter
técnico o moral, es a la Iglesia misma a la que corresponde indicar su naturaleza y
no puede en esto ser supeditada a ningún juicio extraño.

La Iglesia interviene para poner en guardia a los fieles contra determinados errores,
o para recordar en forma positiva los eternos principios de la moral y sacar algunas
aplicaciones, condicionadas ordinariamente por determinadas circunstancias
concretas que mueven al Magisterio a enseñar.

El magisterio de la Iglesia toma un carácter de gravedad extraordinaria cuando el


Concilio o bien el Romano Pontífice declaran ex cathedra que una verdad forma
parte del depósito de la revelación: negar tal declaración equivaldría al pecado de
herejía. El magisterio ordinario es el que ejecuta el Romano Pontífice por medio de
sus encíclicas, alocuciones, actuaciones personales suyas o de las Congregaciones
Romanas, todo esto con alcance universal; o bien el que los Obispos en sus diócesis
dirigen a sus respectivos diocesanos. Los actos del magisterio no están
garantizados por la infalibilidad, pero sí forman parte de la jurisdicción universal del
Romano Pontífice, o diocesana del Obispo, y son de orden doctrinal o disciplinar. Los
fieles deben prestar a estas declaraciones no sólo una sumisión exterior, sino una
adhesión interior de inteligencia y voluntad a la declaración dada que puede
reclamar una actitud intelectual propiamente dicha, o la simple realización de una
orden. Estas enseñanzas pueden ser reformadas.

No está demás recordar que el Concilio Vaticano enseña expresamente (De fide c.
3) que la enseñanza ordinaria del Romano Pontífice cuando desea expresamente
hacerlo, o la enseñanza colectiva y uniforme de los Obispos dispersos en el mundo
y concordes con el Romano Pontífice pueden bastar para darnos a conocer que la
doctrina contenida en sus declaraciones forma parte de la fe católica.

Frente a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia el fiel debe ser consecuente
consigo mismo y acatarlas con espíritu sobrenatural: es la consecuencia lógica de
su pertenencia a la Iglesia y de su fe en el Espíritu Santo quien rige y gobierna la

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Iglesia.

La Iglesia jamás intervendrá con su magisterio si no es cuando está de por medio la


revelación divina hecha por Jesús y los Profetas y cerrada con la muerte del
Redentor. La Iglesia tiene la promesa de estar asistida por el Espíritu Santo en la
enseñanza de esta revelación. No está ligada la certeza del magisterio eclesiástico
a las razones que puedan alegar el Romano Pontífice o el Concilio como
considerandos a su declaración. Lo único que pasa a formar parte de nuestra fe es
la declaración misma.

1.2.3 Fuentes profanas de la moral social católica

A más de la revelación, la moral social se funda también en la razón y en la


experiencia. La razón nos presenta los principios de derecho natural que nos
declaran el orden de las cosas establecido por Dios. La revelación confirma y
completa estos datos y agrega las prescripciones positivas de la ley divina, en
particular de la moral evangélica. La experiencia interviene para escoger aquellas
soluciones inmediatas que parecen más aptas para la aplicación. Esta experiencia
es la historia entera de la humanidad, y a veces reviste el carácter de una
experimentación conducida técnicamente. Una verdadera ciencia moral católica
evitará los escollos de un apriorismo teórico, o de un pragmatismo que mira
únicamente a los resultados sin preocuparse de sus fundamentos. La moral social
católica no se contenta con afirmar sólo lo que es lícito e ilícito, sino que mira más
lejos y aspira a fundar nuestras relaciones humanas en la justicia, la caridad y la
equidad.

1.2.3.1 La técnica

La moral social católica exige que se pongan en práctica los medios técnicos para la
realización de sus principios: sin ellos las mejores doctrinas quedan sin valor.

Algunos moralistas son excesivamente simplistas. Afirman que la cuestión social es


un problema moral; que basta vivir el Evangelio, o realizar las encíclicas para
solucionarlo, y hacen con esto un daño inmenso. Lo menos que se les puede echar
en cara es su simplismo.

Los problemas sociales son morales, pero no son sólo morales: encarnan también
problemas técnicos que han de ser resueltos para poder aplicar normalmente los
principios. Si los salarios no alcanzan para la vida, la moral enseña que hay que
hacerlos tales que alcancen. Pero, ¿por qué medios? ¿Produciendo una deflación,
una inflación, para dar más trabajo, abriendo nuevas industrias, señalando precios a
los productos?… Todas estas medidas deben ser estudiadas bajo el punto de vista
técnico y de eficacia. El Evangelio es indispensable, sin él no hay solución; pero
jamás enseñó Jesús que quedaban los hombres dispensados de estudiar las
soluciones prudenciales, antes al contrario las urgió con rara vehemencia y de ellas
nos pedirá cuenta en proporción a la capacidad para descubrirlas. Parece que es
necesario insistir en este punto, pues es frecuente el pecado de pereza y en todas
partes se echa de menos equipos de hombres bien formados en los principios y no
menos preparados en la técnica que resuelvan los complicados problemas de un
mundo en vías de crecimiento. Pueden los sociólogos católicos descansar en la
seguridad de sus principios y en la ayuda de la gracia que les dará fuerza para
ponerlos por obra; pero ellos deben colaborar con un esfuerzo de invención y de
aplicación a la altura de su fe.

2. Resumen histórico del desarrollo de la moral social CATÓLICA

2.1 Época patrística

La misión de la Iglesia no es el gobierno temporal de los hombres. Ella está llamada


a continuar la obra de salvación de Jesús. Por eso nadie puede extrañarse que el
Evangelio y la Iglesia no presenten un plan completo de reforma social, por ejemplo
sobre la esclavitud, sino las doctrinas morales básicas sobre la dignidad del hombre,
la naturaleza de la familia, de la sociedad, etc., y sobre la acción correspondiente.
Jesús nos confió la semilla del verdadero amor que el tiempo hará germinar.

Esta ley de amor domina el desarrollo de las comunidades cristianas: San Pablo da
consejos sobre la sumisión al poder establecido, normas para los amos y los
esclavos. Santiago y Juan en sus epístolas, normas sobre el trato a los pobres y el
deber de la limosna. Los tratados especiales sobre tema social son raros:
ordinariamente esta enseñanza es dada en la predicación y en el comentario de la
Sagrada Escritura, y por tanto reviste un tono oratorio más bien que didáctico y
está orientada hacia la acción inmediata. En estos documentos hay que mirar más
al espíritu que a fórmulas jurídicas que jamás intentaron dar. Con este criterio hay
que leer los sermones de los Padres de la Iglesia que se referían siempre a
problemas concretos de su auditorio: sería forzar su sentido aplicarlos literalmente

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a los problemas de hoy. Lo que importa es ver el espíritu que domina la enseñanza
del conjunto de los Padres de la Iglesia.

Entre los documentos de esta primera época cabe señalar La Didajé, o Doctrina de
los Apóstoles, de fines del siglo I, con pasajes preciosos sobre el amor mutuo. El
Pastor de Hermas, del siglo II, que urge la ayuda mutua del rico y del pobre. Los
escritos de Clemente de Alejandría: El Pedagogo; y ¿Qué rico puede salvarse?, sobre
la propiedad y uso de las riquezas. San Cipriano (s. III) se refiere especialmente a la
limosna; Tertuliano, al matrimonio y vida social; San Basilio, a la usura, el hambre y
la embriaguez; San Gregorio, hermano del anterior, a la usura, al amor de los
pobres: tiene preciosos comentarios sobre las bienaventuranzas. San Juan
Crisóstomo ha dejado sermones enteros sobre estas mismas materias y un tratado
sobre la educación. Tal vez la obra de mayor mérito con relación a nuestra materia
es la Ciudad de Dios, de San Agustín (s. IV), en que se expone la concepción
cristiana de la historia y de la política, el papel de la religión en la vida ciudadana,
las condiciones de la verdadera paz, etc.

La doctrina cristiana en esta primera época no se queda en la pura teoría sino que
toma formas de vida. Las primeras comunidades cristianas de Jerusalén organizan
una vida en común tratando de hacer de los discípulos de Jesús una gran familia en
la que no hay ricos ni pobres. Las dificultades mismas que encontró esta
experiencia la hizo pronto desaparecer y le impidió generalizarse. El espíritu que la
animó sigue [siendo], sin embargo, el mismo: la predicación insiste en la rigurosa
igualdad entre los cristianos (ante la fe no hay libres ni esclavos), y esto hizo que
los más fervientes cristianos dieran libertad a sus esclavos e incluso les asignaran
medios para poder subsistir una vez libertos; los que no llegaban a tanto
suavizaban su condición respetando las libertades fundamentales de la persona.
Estos principios influyeron poderosamente en las leyes que atenuaron los rigores
sociales una vez que se hizo sentir la influencia social del cristianismo después de la
conversión de Constantino.

2.2 Época de la Edad Media

La ruina del Imperio Romano y las invasiones bárbaras impiden la actividad


intelectual y urgen una acción inmediata que se realiza a la luz del pensamiento
profundamente arraigado del Evangelio. La Iglesia en esta época se orienta
valientemente hacia los nuevos pueblos bárbaros tratando de suavizar sus
costumbres, de organizarlos jurídicamente y de establecer la paz. Los Obispos
aparecen como los organizadores de la vida cívica, los “defensores de la nación”. En
la anarquía universal ellos son los únicos que logran imponerse por su cultura, su
prestigio espiritual y su magnanimidad que los lleva a sacrificar hasta los tesoros de
la Iglesia para rescatar a los cautivos. La misión de los Obispos es secundada por
los monjes que son los forjadores de los nuevos pueblos, extienden la tierra
habitada a zonas pantanosas, conservan la cultura antigua y la transmiten a esas
generaciones bárbaras que bajo su influjo se instruyen, se civilizan y se pacifican.
Los monjes enseñan con su ejemplo la estima del trabajo manual despreciado por
esos guerreros gozadores de la caza y los banquetes.

En la época carolingia los obispos y monjes, como enviados imperiales, recorren las
comunas, fundan escuelas y urgen la justicia. El régimen feudal es suavizado por las
ligas de paz que propicia la Iglesia, y el régimen comunal es cristianizado por la
acción de franciscanos y dominicos que apaciguan las discordias entre la gente
humilde y los poderosos. Los nuevos soberanos son amonestados de su deber de
administrar justicia a todos y de imponer la paz. El modelo de ellos es San Luis,
accesible a todos sus súbditos y que sabía imponer la justicia con tanta fuerza como
humildad. A él cabe también el honor de haber codificado las costumbres que
servían de leyes en su época.

Las corporaciones florecen en la Edad Media al amparo de la Iglesia y por eso cada
una de ellas se gloría de estar bajo la advocación de un santo protector. En las
corporaciones medioevales los trabajadores están organizados armónicamente en
un espíritu, que sirve de inspiración a Pío XI para proponer las modernas
corporaciones como forma de profesión organizada que suavice el actual conflicto
social. El muchacho entra a la corporación como aprendiz; después de conocido su
oficio, prosigue en ella como obrero, bajo las órdenes del maestro, y podrá él,
cuando sea suficientemente calificado, ser maestro en esa u otra corporación. La
producción sirve así al consumo y está regulada por él; se evita la competencia
estéril porque las corporaciones están convenientemente agrupadas y coordinadas,
y hasta el comercio internacional está influenciado, cuando no controlado, por las
corporaciones. Desgraciadamente al terminar la Edad Media las corporaciones
habían decaído en su espíritu.

En los siglos XII y XIII hay un florecimiento intelectual extraordinariamente


interesante cristalizado principalmente en las Sumas y las Sentencias. Aristóteles

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llega al Occidente a través de Santo Tomás, y la enseñanza de los Padres de la
Iglesia es sistematizada por los escolásticos. Éstos, Santo Tomás en especial, dan
una enseñanza de moral social frente a los problemas propios de su época, cuyos
principios iluminan aún nuestros tiempos.

Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica (especialmente en la II-II al explicar las


virtudes morales) tiene precisiones sociales muy interesantes. Igualmente al
estudiar la ley, la conciencia; en sus comentarios de Aristóteles y en el De regimine
principum, que no llegó a terminar. La obra de Santo Tomás entraña una maravillosa
exposición de los principios cristianos y un análisis muy fino de las condiciones
sociales de su época, a la vez normas eternas en las que los hombres de todos los
tiempos buscarán su inspiración. Santo Tomás llama la atención por su
extraordinaria abertura de espíritu, siempre atento a la realidad y a la caridad.

El Cisma, la Guerra de cien años, la Peste Negra ejercen penosa influencia en el


dominio intelectual que parece detenerse.

2.3 Época moderna

A partir del siglo XVI el mundo se transforma. El Renacimiento y la Reforma


debilitan el espíritu cristiano. Nace el capitalismo; la burguesía llega al poder
estableciendo un muro entre la vida religiosa que es el dominio privado y la vida
pública absolutamente laica. El descubrimiento del Nuevo Mundo trajo enormes
riquezas a Europa, el de la imprenta contribuyó a la difusión del saber; nuevas
instituciones como los bancos, prácticas comerciales como las letras de cambio
crean problemas económicos, que los son también morales, por ejemplo la nueva
posición del problema del préstamo a interés, la colonización, la guerra bajo
aspectos antes no considerados.

La moral aparece constituida como disciplina propia, distinta de la teología


dogmática, y toma un carácter más bien casuístico. Los tratados De Iustitia et Iure
pasan en revista todos los problemas de economía y moral social de su época: entre
éstos se señalan los de los PP. Molina y Lessius, S.J. Diversas intervenciones de la
Iglesia condenan la usura. Benedicto XIV en 1745 publica su notable encíclica Vix
Pervenit. Los padres Vitoria, O.P., y Suárez, S.J., echan las bases del Derecho
Internacional, y, en materia social enseñan el respeto de los indígenas, fijan las
condiciones de la guerra colonizadora, tan de actualidad entonces en América.
Obispos y misioneros en América Latina toman la defensa del aborigen, de su
libertad personal, de sus tierras, de su derecho a recibir instrucción. Sin ellos
habrían desaparecido los indios en América Latina como casi desaparecieron en
Estados Unidos.

En Paraguay los jesuitas fundan sus célebres reducciones, ensayo de vida


comunitaria, inspirado por la religión, cuyas ruinas aún hoy causan admiración.
Inmensas regiones trabajaban en común, bajo la dirección paternal de los
misioneros mientras se iban preparando para una vida autónoma.

En Chile los misioneros predicaron con un valor heroico el respeto de la propiedad y


vidas de los indígenas; llegaron a indicar a los soldados en campaña que si tales
derechos eran atropellados no podían en conciencia obedecer tales mandatos. Fray
Gil de San Nicolás, O.P., el P. Antonio de San Miguel, O.F.M., primer obispo de
Imperial, Mons. Rodrigo González de Marmolejo y Fray Diego González de Medellín,
organizador de la Diócesis de Santiago, se distinguen y, junto a ellos, otros muchos
cuyos nombres reseñamos en la historia del movimiento obrero en Chile
(Sindicalismo, por Alberto Hurtado Cruchaga, Editorial del Pacífico, Santiago, 1951,
pp. 193-197).

Los jesuitas, en particular los Padres Luis de Valdivia y Diego Rosales, se empeñan
ante la Corte de España y aun ante el Papa por cambiar la guerra ofensiva en
defensiva y por liberar a los indios del servicio personal. El P. Provincial de los
jesuitas en Chile, P. Torres Boyo, en un documento del año 1608 da la libertad a
todos los indios sometidos al servicio personal de los Padres y fija las normas,
modelo de espíritu social, bajo las cuales podrán trabajar en sus haciendas: el
salario debe ser familiar, tal que con el jornal del trabajador pueda subsistir toda su
familia y ahorrar para la vejez; establece el seguro de invalidez y de ancianidad de
que gozarán sus trabajadores, la instrucción que se dará a los aprendices. Este
notable documento que está citado íntegro en la obra arriba aludida, puede ser
tomado como un tratado de ciencia social contemporánea a juicio de D. Domingo
Amunátegui, y es una muestra del grado de madurez a que había llegado la moral
social cristiana en el siglo XVII.

2.3.1 Desde la Revolución Francesa a nuestros días

La Revolución Francesa trajo consecuencias sociales hondas. El Derecho Público se


inspira en el concepto de soberanía popular y acepta como principio la libertad

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absoluta de los ciudadanos. En lo religioso, se viene operando desde entonces un
proceso de laicización y en lo social, de individualismo al suprimirse las
corporaciones.

En lo económico se intensifica el proceso de industrialización con los conflictos


sociales consiguientes, que describiremos más adelante. Frente a la escuela liberal
dominante se organizan los socialistas desde Saint Simon, Fourier, Proudhon, hasta
Marx y Engels.

En Francia los católicos se dividen en diferentes tendencias: unos, como De Maistre


y Bonald, fueron antidemocráticos; otros, abiertamente sociales. Lamennais, que
después de hermosos comienzos tuvo triste fin, fue uno de los iniciadores de este
movimiento de reforma social. Plenamente en la línea estuvieron siempre
Lacordaire y Ozanam cuyos discursos, escritos y acción marcaron con fuego un
grupo de valientes que mantuvieron la bandera social de la Iglesia en una época de
profundo egoísmo y corrupción3. Montalembert como político luchó por la abolición
del trabajo de los niños, y Veuillot por el descanso dominical. Ozanam y sus
compañeros se dedicaban a socorrer la miseria inmensa cuya solución no podía ser
postergada: fue la admirable obra de las Conferencias de San Vicente de Paul. Entre
los pensadores católicos sociales de esa época no podemos silenciar a Carlos de
Coux, a Villeneuve-Bargemont, a Buchez y colaboradores del periódico L’Avenir.

Algo posterior Le Play, que funda la escuela de la Paix Sociale que tanto contribuyó
a desarrollar el método de encuestas realizadas en el terreno. La Escuela de ciencia
social de Federico Le Play abrió el terreno a los estudios más científicos. Sus
grandes colaboradores son el abate de Tourville, autor de un método de
clasificación social y Eduardo Demolins, precursor de la geografía humana. En esta
escuela es donde se formaron los sociólogos José Wilbois y Pablo Bureau cuya obra
L’indiscipline des moeurs es de gran valor5. Su tendencia es de reafirmación de la
autoridad social, y un espíritu paternalista, o de patronato hacia las clases
modestas. La Tour du Pin y Alberto de Mun ejercieron una notable influencia. Este
último fundó los Círculos Obreros, que si bien fracasaron por no estar
suficientemente preparados sus miembros para la acción, han sido el semillero de
nuevas iniciativas. Fundó también [Alberto] de Mun la Asociación Católica de la
Juventud Francesa, que nunca defraudó el espíritu social de su fundador. De Mun,
diputado, defendió o mejoró en la Cámara cuanto proyecto social se presentó.
El movimiento Le Sillon tuvo magníficos comienzos y un hermoso espíritu;
desgraciadamente confundió lo político y lo religioso y debió ser advertido de sus
errores por Pío X, advertencias que los sillonistas recibieron con gran respeto. De
este movimiento salieron los grandes líderes del movimiento cooperativo, social y
los políticos de inspiración cristiana.

Las semanas sociales, presididas por Duthuit, Gonin, y ahora por Flory han sido
verdaderas universidades ambulantes, que han vulgarizado un cuerpo de doctrina
sólido y coherente. Los Secretariados sociales han realizado la doctrina de las
semanas sociales y no menos la C.F.T.C. en el campo sindical, la J.O.C. y la A.C.O. en
el campo de la acción católica obrera y el M.P.F. en un terreno más amplio en
colaboración con elementos no católicos.

La Acción Popular, fundada por los Padres de la Compañía de Jesús, ha sido, bajo la
dirección de los Padres Dubusquis y Vilain, S.J., durante casi 50 años un laboratorio
de pensamientos y acción social. Économie et Humanisme, dirigido por el P. José L.
Lebret, O.P., prepara las bases de una economía humana con prolijos estudios sobre
la coyuntura mundial y nacional.

Acción Popular y Économie et Humanisme han publicado numerosos libros y revistas


entre los que señalaremos Revue de l’Action Populaire; Cahiers d’Action religieuse
et sociale, Dossiers de L’action Populaire, Économie et Humanisme, Diagnostic.
Otras revistas representativas de otros sectores como Efficacité, Etudes, La Vie
Intellectuelle, Masses ouvrieres, Chronique sociale de France traen un abundante
material de investigación económica y social y de filosofía social.

Dos escuelas sociales católicas se contraponen a fines del siglo XIX: la de Angers,
de tendencia más bien conservadora y anti-intervencionista: en ella trabajan Mons.
Freppel, Périn, C. Jannet; y la de Lieja, intervencionista, en la que actuaron Mons.
Doutreloux y el canónigo Pottier. En la misma época Mons. Mermillod en Friburgo de
Suiza fundó la Unión de Friburgo, de la que participaron también sociólogos
católicos de otros países, como Decurtins y León Harmel, industrial del Norte de
Francia cuya fábrica de Val-des-Bois puso al servicio del movimiento católico social.
Su ejemplo arrastró a muchos a la acción social. La Unión de Friburgo fue la que
preparó el terreno a la encíclica Rerum Novarum. Conversando con Mons. Mermillod,
León XIII le decía: “Dicen de vos que sois socialista; que esperen un poco, ya luego
verán mi pensamiento”: éste fue la Rerum Novarum. Los católicos sociales tuvieron

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que soportar amargas críticas y contradicciones aun de los mismos católicos que no
se resignaban a admitir las enseñanzas sociales de la Iglesia: algunos llegaron hasta
oponerse al propio Romano Pontífice, como lo lamenta Pío XI en Quadragesimo
Anno al referirse a la obra de León XIII (cfr. QA 2-3, DR 18 y 50, OSC 27–30).

España. En los comienzos de esta misma época (1810-1848) en España Jaime


Balmes, una de las más grandes cabezas de su siglo. Su obra El protestantismo
comparado con el catolicismo, da un sitio importante al problema social. Ortí y Lara,
Cepeda, Vicent, Llovera escriben y realizan el pensamiento social católico.

Desde fines del siglo pasado y hasta nuestros días Severino Aznar ha sido un
maestro y el abogado incansable del accionariado obrero. En nuestros tiempos los
Obispos de Málaga, de León, Granada y de Canarias, [Mons.] Herrera Oria, Almanh,
Menendez Raigada y Pildain, encabezan un pujante movimiento social. El Obispo de
Málaga ha abierto la brecha en la formación científico-social del clero; el [obispo] de
León impulsa el movimiento de cooperativas; el [obispo] de Granada tiene doctos
estudios sobre la propiedad en que reanuda la tradición tomista; y el [obispo] de
Canarias, valientes instrucciones pastorales sobre el comunismo, el estraperlo, etc.
Fomento Social, iniciativa de los Padres de la Compañía de Jesús, dirigida por el P.
Joaquín Azpiazu, está realizando en España y América Latina una obra seria de
formación social. El P. Azpiazu es uno de los hombres más eruditos y más
equilibrados para tratar de los problemas de moral social que exista en nuestros
tiempos, al mismo tiempo que conocedor acucioso de la realidad económica de
nuestros días. Los Padres Florentino del Valle, y Brugarola realizan una labor de
orientación social. Igual misión cumplen las “Conversaciones internacionales
católicas de S. Sebastián”.

En Italia el P. Taparelli d’Azeglio, S.J. (1793-1862) publica un ensayo teórico del


Derecho Natural apoyado en los hechos, que es universalmente reconocido como
obra de consulta. En tiempos más modernos Toniolo, cuyo pensamiento aparece
inspirando muchas encíclicas. Rivista Internazionale Di Science Sociali difunde el
pensamiento social. En nuestros días [destaca] don Luigi Sturzo, que aún en su
ancianidad continúa dirigiendo el pensamiento social de los demócratas cristianos
italianos de cuyo partido él fue el fundador antes del advenimiento del fascismo con
el nombre de Partito Popolare. Disuelto en la época de Mussolini, es hoy día el rector
de la política italiana y su jefe de Gasperi, por iniciativa propia o de sus
colaboradores La Pira, Fanfani, Higini, Giordano, etc., está realizando las reformas
sociales, en particular la agraria.

En Alemania Mons. Ketteler es el hombre de la acción eficaz; no hubo reforma social


propuesta entre 1850 y 1877 que él no defendiera: disminución de las horas de
trabajo, feriados legales, interdicción del trabajo de los niños y los jóvenes. Organizó
sociedades obreras de producción que confió a los propios obreros. Los PP. Cathrein
y Lemhuhl en sus tratados de ética y moral. El Voksverein. En Austria “los barones
cristianos” Lichtenstein y Vogelsang. En Holanda, Mons. Nolens, ministro del
trabajo, impulsó las reformas sociales. El movimiento Sindical K.A.B. cuenta con
275.000 miembros y con una maravillosa red de servicios, escuelas sociales y
prensa.

En Bélgica Mons. Pottier, y posteriormente hasta nuestros días el P. Rutten, O.P., ha


llevado desde la cátedra, la acción y desde el senado del Reino una intensa labor
social. Bélgica más que tierra de escritores es tierra de realizaciones y así puede
mostrarse al mundo como el campo de las más fértiles experiencias sociales.

La Juventud Obrera Cristiana, fundada por Mons. Cardijn, agrupa hoy no sólo en su
tierra de origen sino en el mundo varios millones de jóvenes trabajadores deseosos
de unir su destino cristiano con su vida de obreros. El Sindicalismo cristiano cuenta
ahora en Bélgica con más de medio millón de miembros que han logrado mejorar su
standard de vida e introducir en la legislación industrial el ensayo más interesante
en curso, de reforma de empresa. En el campo, el Boeren Bond liga a cien mil
familias, les da educación familiar y agrícola para cultivar sus pequeñas
propiedades y mediante una red de cooperativas y servicios atiende a los pequeños
propietarios y a la economía nacional.

En Inglaterra el Cardenal Manning arbitró numerosos conflictos sociales.

En Estados Unidos: Ireland, Gibbons, Spalding6.

En Chile no podemos menos de señalar nombres de Francisco de Borja Echeverría,


Blas Cañas, Abdón Cifuentes, Miguel Cruchaga Montt, Domingo Fernández Concha,
Juan Enrique Concha Subercaseaux, los Obispos Miguel Claro, Rafael Edwards,
Martin Rücker, el Padre Fernando Vives Solar, entre los fallecidos, que con sus
escritos, sus conferencias y su acción personal han mantenido siempre vivo el
pensamiento social de la Iglesia. Entre los actuales prelados y sacerdotes y en la
joven generación de seglares son numerosos los que han consagrado su vida al

15
trabajo social con inmensa abnegación.

2.3.2 La acción de los Soberanos Pontífices

Entre todos los que han contribuido a formar la ciencia social católica en la época
moderna, son los Romanos Pontífices los que han hecho la más preciosa
contribución.

León XIII se propuso en su largo pontificado dar una enseñanza directa y positiva
sobre las materias que interesan a la sociedad moderna e impulsar el trabajo de
reconstrucción social. Sus principales documentos sobre materia social son los
siguientes: Inescrutabili Dei Consilio (1878) sobre los males de la sociedad humana
y sus remedios; Quod Apostolici Muneris (1878) sobre el socialismo, comunismo y
nihilismo; Arcanum (1880) sobre el matrimonio cristiano; Diuturnum Illud (1881)
sobre la autoridad en el Estado; Nobilissima Gallorum Gens (1884) sobre el gobierno
cristiano de la sociedad doméstica y civil; Immortale Dei (1885) sobre la
constitución cristiana de los Estados; In Plurimis (1888) a los obispos del Brasil,
sobre la supresión de la esclavitud; Libertas (1888) sobre la libertad humana;
Sapientiae Christianae [1890] sobre los principales deberes de los ciudadanos
cristianos; Rerum Novarum (15 de Mayo de 1891) ha sido llamada carta magna de
los trabajadores cristianos; es el punto de partida de un intenso movimiento social
en todos los países; Graves de Communi (1901) sobre la democracia cristiana,
motivada por las ardientes discusiones en Francia y Bélgica. El Papa aleja todo
sentido político y lo asimila a acción popular cristiana. Sobre este tema vuelve con
los documentos Nessuno Ignora (1902); y È noto a tutti (1903).

Los documentos de León XIII abren brecha en el campo social moderno, encaran los
problemas de la época con una valentía que escandalizó a unos y orientó y dio
ánimo a los apóstoles sociales.

Pío X nos dejó el Motu Proprio (1903) sobre la acción popular cristiana. Estas
enseñanzas sociales las completa para Italia con diversos documentos: Notre
charge apostolique (1910) condenación de Le Sillon; Singulari Quadam (1912) al
Cardenal Kopp para zanjar las disputas sobre la participación de los católicos en
asociaciones obreras mixtas.

Benedicto XV (1914-1922) gobernó la Iglesia en la época dificilísima de la guerra y


reciente postguerra, por eso consagró su principal actividad al fomento y
mantenimiento de la paz, mereciendo ser llamado el Pontífice de la Paz. Sobre
materia social sobresalen los siguientes documentos: Dès le debut de notre
pontificat (1917) bases de la paz; Soliti Nos (1920) al Obispo de Bérgamo, sobre la
acción social; Intelleximus (1920) a los obispos de Venecia, sobre el mismo tema.

Pío XI insistió fuertemente en los deberes sociales de los cristianos y precisó las
bases de una reconstrucción social: Ubi Arcano (1922) sobre la paz de Cristo en el
reino de Cristo: afirma el derecho de gentes contra el exagerado nacionalismo y el
modernismo social; Divini Illius Magistri (1929) sobre la educación cristiana. Este
mismo año la Sagrada Congregación del Concilio, por encargo de Su Santidad envió
al Obispo de Lille una carta para poner fin al conflicto entre patrones y obreros, que
ha sido llamada: la Carta del Sindicalismo. Quadragesimo Anno (15 de Mayo de
1931) conmemorando el cuadragésimo año de la publicación de Rerum Novarum
pone al día la enseñanza de León XIII. Es, tal vez, el documento social de mayor
importancia emanado del pontificado. Nova Impendet (1931) a propósito de la difícil
situación económica mundial y crecimiento de los armamentos; Non Abbiamo
Bisogno (1931) sobre la difícil situación en Italia, y la acción católica; Mit
Brennender Sorge (1937) sobre la situación de la Iglesia en Alemania; Divini
Redemptoris (1937) documento de extraordinaria importancia sobre el comunismo
ateo y la actitud de los católicos en la reconstrucción social; Nos es muy conocida
(1937) a los obispos de Méjico sobre la situación religiosa y social de su patria;
Carta al Episcopado Filipino, 18 de Enero de 1939.

Pío XII inicia su pontificado con la encíclica Summi Pontificatus de 20 de Octubre de


1939 sobre las necesidades espirituales, sociales y políticas de la hora presente. La
encíclica sobre el cuerpo místico recuerda las bases de la actitud social. La doctrina
social la ha expuesto el actual Pontífice especialmente en sus mensajes de Navidad,
alocuciones consistoriales y en sus discursos dirigidos a grupos especializados de
peregrinos: a patrones, obreros, jocistas, miembros de las asociaciones de estudios
sociales, banqueros, etc. Especial importancia ha tenido su discurso sobre los
deberes políticos y sociales de la mujer (15 de Noviembre de 1935); Sertum
Laetitiae, mensaje a los católicos de Estados Unidos; discurso conmemorativo de los
50 años de Rerum Novarum (1941) sobre la santidad sacerdotal, en que insiste
principalmente en sus deberes sacerdotales. Los diversos actos de Pío XII han sido
coleccionados en volúmenes, cada uno de los cuales contiene las alocuciones y
mensajes del año. La A. C. española los ha impreso por materias.

17
2.3.3 Acción del Episcopado católico

Junto a la acción del magisterio social del Romano Pontífice, cabe señalar la de los
Obispos repartidos por todo el orbe. Cada uno en su Diócesis explica, aplica y urge
los documentos sociales de Su Santidad y los completa con nuevas enseñanzas que
responden a los problemas de su respectiva jurisdicción. Una reunión de estos
documentos sociales del Episcopado llenaría muchos gruesos volúmenes. (Los más
recientes han sido reunidos en un segundo volumen, que sigue al de los
documentos pontificios en materia social, con el título El Orden Social Cristiano en
los documentos de la Jerarquía Católica, por Alberto Hurtado Cruchaga, S.J., Club de
Lectores, Santiago de Chile, 1947).

Hay cartas pastorales colectivas del episcopado de casi todas las naciones, y cartas
de obispos dirigidas a sus diocesanos sobre cuanto problema se ha discutido en
materia social. El recorrido de estos documentos en alguna compilación nos dará el
verdadero sentir de la Iglesia en materia social. Esta lectura será al mismo tiempo
un fuerte aliento y estímulo para los que deseen llevar a la práctica estos principios.

Los documentos de la Jerarquía Católica nos permiten distinguir entre la Acción


Católica, que será la obra de los seglares actuando bajo la Jerarquía de la Iglesia
para cristianizar las personas y las instituciones, y la acción social temporal, obra de
los seglares que, conscientes de su fe y en plena armonía con ella, obran bajo su
propia responsabilidad, corriendo todos los riesgos y peligros de la empresa. Tal es
el campo de trabajo de los sindicatos, de las cooperativas, de los partidos políticos.
La acción de los católicos será así completa: unos se esforzarán por bautizar este
mundo, y los otros por construirlo sano, digno de su bautismo. Las dos acciones, la
religiosa y la temporal, contribuyen a la creación del mundo que reclaman los
principios del Evangelio.

3. La vida social y las sociedades naturales

3.0. El hombre y la sociedad

3.0.1 Tendencia del hombre a vivir en sociedad

El hombre es un animal eminentemente social. Solo no puede subsistir, ni menos


desarrollarse. Por eso tiende espontáneamente a vivir en compañía de los demás, y
a asociarse a ellos en forma más o menos estable según se trata de los diferentes
tipos de sociedades. Esto ha sucedido desde que el hombre es hombre: es por tanto
algo que proviene de su naturaleza, algo que le es “natural”.

León XIII en Rerum Novarum dice: “La experiencia de la poquedad de las propias
fuerzas mueve al hombre y le impele a juntar a las propias las ajenas. Las Sagradas
Escrituras dicen: ‘Mejor es que estén dos juntos que uno solo; porque tiene la
ventaja de su compañía. Si uno cayere lo sostendrá el otro. Ay del solo que cuando
cayere, no tiene quien lo levante’ (Si 4,9-10). Y también: ‘El hermano ayudado del
hermano, es como una ciudad fuerte’ (Pr 18,19). Esta propensión natural es la que
mueve al hombre a juntarse con otros y formar la sociedad civil, y la que del mismo
modo le hace desear formar con algunos de sus conciudadanos otras sociedades
pequeñas, es verdad, e imperfectas, pero verdaderas sociedades” (RN 37, CEP p.
444).

“No puede dudarse que la sociedad establecida entre los hombres… existe por
voluntad de Dios. Dios es quien creó al hombre para vivir en sociedad, y quien lo
puso entre sus semejantes para que las exigencias naturales que él no pudiera
satisfacer solo, las viera cumplidas en la sociedad” (Libertas 26, p. 197 [según CEP
1944]).

Esta afirmación está repetida muchas veces en las Encíclicas (Immortale Dei 4,
Diuturnum Illud 11, QA 47; CEP p. 157, p. 109, p. 491) y basta mirar
superficialmente al hombre para darse cuenta que ha necesitado para nacer de la
unión de dos seres inteligentes; para su educación ha necesitado de los otros que le
han enseñado el lenguaje, que le han transmitido los conocimientos de sus
mayores; para su progreso, necesita de la habitación que otros le han construido,
de las industrias que multitud de seres unidos en un común esfuerzo han logrado
montar y perfeccionar. Nada más clara que la necesidad de la sociedad. El Código
Social de Malinas sintetiza esta doctrina: “No es verdad que el individuo se baste a
sí mismo. Por preciosa que sean sus facultades, sin la sociedad en que está llamado
a vivir, no puede conservar su existencia ni alcanzar la perfección del espíritu y del
corazón” (CSM 2).

3.0.2 Noción de sociedad

La sociedad se define [como] un conjunto de personas unidas moral y


permanentemente en busca de un bien común, bajo una autoridad permanente.

19
De aquí que en toda sociedad se requiera:

1) que haya pluralidad de personas.

2) que quieran unirse por un tiempo más o menos largo. Por faltar la voluntad de
unirse no hay sociedad entre los pasajeros que viajan juntos en su ferrocarril; por
faltar lo segundo, tampoco hay sociedad entre los asistentes a un meeting, aunque
todos quieran el mismo fin.

3) que prosigan un bien común, propio de esa sociedad. Entendemos por bien
común: el conjunto de bienes de orden material y espiritual que los hombres
pueden procurarse en una sociedad organizada. Cada sociedad tiene su bien común
propio. Esta tendencia de los asociados a procurar todos el mismo bien común es el
vínculo substancial interno que los une.

4) que estén regidos por una autoridad, que es su vínculo social externo. La
autoridad tiene poder para dar órdenes o leyes que obliguen racionalmente a los
súbditos en lo que dice relación a su bien común propio.

3.0.3 Origen de la sociedad humana

Tres principales explicaciones se ofrecen:

1ª) El contrato social. El filósofo de Ginebra, Juan Jacobo Rousseau, ha sido su


principal sostenedor. Los hombres nacieron buenos y llamados a vivir
independientemente, pero resolvieron vivir en común e hicieron un contrato para
formar la sociedad, y dieron a un representante por ellos elegido el encargo de
dirigirlos socialmente.

De tal pacto no hay rastro histórico alguno. Por otra parte no puede ni concebirse un
momento en que el hombre no haya vivido en sociedad.

Rousseau quiso construir una teoría que descartara la idea del pecado original: todo
en el hombre es bueno. Esta tesis va a ser aprovechada por los fisiócratas y por la
escuela liberal cuya tendencia es fiarse de la naturaleza, en la que todo es bueno. El
mal viene sólo de forzarla por la intervención del hombre.

La mayor importancia doctrinal de Rousseau viene de su explicación puramente


naturalista del origen de la autoridad.
2ª) La evolución. Hay autores numerosos que, descartando toda interpretación
filosófica acerca del origen último de la sociedad, se contentan con señalar las
formas que ésta va presentando en las diferentes épocas. Algunos pretenden dar
carácter científico a una evolución total a partir de la materia inorgánica, cuya
última etapa sería el hombre, verdadero inventor de la sociedad. Esta hipótesis, en
cuanto sólo concibe una evolución de tipo materialista, en forma que el hombre no
sea sino materia evolucionada y nada más, es absolutamente falsa. Que de hecho
el hombre ha adoptado nuevas y nuevas formas sociales durante su historia es
demasiado cierto y propio es de la sociología considerar tales evoluciones, pero
ellas no excluyen el verdadero origen último de la sociedad que nos es suministrado
por la [naturaleza social del hombre]7.

3ª) La naturaleza social del hombre. Dios al crear al hombre le dio una naturaleza
que sólo podía desarrollarse y perfeccionarse en la sociedad. Él es, en este sentido,
la causa remota de toda sociedad. Cada sociedad, en concreto, ha encontrado en su
origen la voluntad precisa de los que la formaron: esta voluntad del hombre es la
causa inmediata. La primera sociedad que existió sobre la tierra fue la primera
familia, luego vino la agrupación de familias, el clan, la tribu, los grupos
patriarcales, hasta llegar a formar las naciones, y, en nuestros días, la sociedad de
las naciones, reconocimiento de las múltiples vinculaciones que nos ligan los unos a
los otros.

“El fin de la sociedad civil es universal, porque no es otro que el bien común, de que
todos y cada uno tienen derecho a participar proporcionalmente. Y por esto se llama
pública, porque por ella se juntan entre sí los hombres, formando un Estado” (RN
37, CEP p. 444).

3.0.4 Agrupaciones sociales que forman la sociedad humana

Los sociólogos positivistas han hecho innumerables clasificaciones de los grupos


sociales humanos, tomando cada uno diferentes puntos de partida. Fieles al
principio que es su naturaleza social la que lleva al hombre a fundar sociedades,
dividiremos éstas en naturales y libres.

Las sociedades naturales están tan íntimamente vinculadas con la naturaleza del
hombre que son universales y espontáneas. Tales son la familia, y la sociedad civil.

Se discute si forman parte de esta categoría las clases sociales y las profesiones y

21
la sociedad internacional. Ciertamente en ellas vive espontáneamente el hombre,
pero falta la delimitación de su bien común propio y el reconocimiento de una
autoridad que las rija.

La naturaleza social del hombre no es algo estático, sino dinámico que se va


desarrollando junto con su desarrollo y perfeccionamiento y puede llegar a
transformar en auténticas sociedades lo que hoy es un “medio” o ambiente de vida.

Además de estas sociedades naturales que son necesarias, existen las sociedades
privadas o libres, que el hombre forma para satisfacer necesidades culturales,
económicas, deportivas, etc. Tales son un sindicato, una federación, una escuela, un
team de football.

El Estado o autoridad pública no tiene poder para prohibir que existan estas
sociedades privadas, enseña León XIII: “Porque el derecho de formar tales
sociedades privadas es derecho natural al hombre, y la sociedad civil ha sido
instituida para defender, no para aniquilar el derecho natural; y si prohibiera a los
ciudadanos hacer entre sí estas asociaciones se contradiría a sí propia, porque lo
mismo ella que las sociedades privadas nacen de este único principio, a saber: que
son los hombres por naturaleza sociables. Hay algunas circunstancias en que es
justo que se opongan las leyes a esta clase de asociaciones, como es, por ejemplo,
cuando de propósito pretenden algo que a la probidad, a la justicia, al bien del
Estado, claramente contradiga. Y en semejantes casos está en su derecho la
autoridad pública si impide que se formen; usa de su derecho si disuelve las ya
formadas; pero debe tener sumo cuidado de no violar los derechos de los
ciudadanos, ni so pretexto de pública utilidad establecer algo que sea contra razón.
Porque a las leyes en tanto hay obligación de obedecer en cuanto convienen con la
recta razón, y consiguientemente con la sempiterna ley de Dios” [RN 38, CEP p.
445]. (“La ley humana en tanto tiene razón de ley en cuanto se conforma con la
recta razón, y, según esto, es manifiesto que se deriva de la ley eterna. Mas en
cuanto se aparta de la razón, se llama ley inicua, y así no tiene ser de ley, sino más
bien de cierta violencia”) (S. Tomás. S. Theol. I-II q. 23 a. 3).

Esta doctrina de León XIII es de eterna actualidad, pues continuamente se ve en


diferentes países, sobre todo en los Estados totalitarios, que el Estado se empeña
en suprimir las asociaciones libres que el hombre con perfecto derecho ha formado.
Unas veces son las congregaciones religiosas, otras son las escuelas confesionales,
otras los sindicatos obreros o de empleados, otras veces se niega a éstos el derecho
de federarse y confederarse y todo esto no por razones de bien común, sino por
intereses ideológicos o económicos de un determinado grupo social. Así, por
ejemplo, la prohibición de sindicarse los obreros campesinos, o el hacer irrisorio
este derecho impidiéndoles así el camino para una mejoría de sus condiciones, es
una violación flagrante del Derecho Natural de estos obreros.

3.0.5 La sociedad sobrenatural

Las sociedades que hemos analizado están en el plano del derecho natural. En el
orden sobrenatural existe otra sociedad, la Iglesia. “Tres son las sociedades
necesarias, distintas, pero armónicamente unidas por Dios, en el seno de las cuales
nace el hombre: dos sociedades de orden natural, tales son la familia y la sociedad
civil; la tercera la Iglesia de orden sobrenatural” (Divini Illius Magistri 9, [CEP p.
643]).

El fin supremo de toda vida humana es entrar en posesión de su fin sobrenatural,


esto es, poseer personalmente a Dios, conocerlo y amarlo por una eternidad. Todo
lo demás para el hombre no es sino un puro medio y tiene una importancia
secundaria frente a este fin. “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, todo lo
demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33). La Iglesia es la sociedad instituida por
Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, para ayudar al hombre a cumplir su misión. Por
eso ella está colocada por encima de toda otra sociedad, no en el sentido que
pueda substituirse a ellas en lo que es su dominio propio, pero sí en cuanto es más
noble el fin que persigue, los medios que emplea son superiores, su fundación fue
hecha directamente por Jesucristo en persona, y está permanentemente asistida
por el Espíritu Santo.

3.0.6 Armonía de la estructura social

La concepción social cristiana que acabamos de estudiar nos ofrece un cuadro


perfectamente armónico. El hombre está orientado por Dios a formar sociedades y
encuentra cuadros diferentes aptos a satisfacer cada una de sus necesidades
fundamentales: la familia, que le da el ser, el alimento, la educación; la sociedad
civil, que se preocupa de su bien común temporal; la Iglesia, que lo orienta a la
consecución de su destino sobrenatural. Y su vida se mueve además en cuadros
sociales naturales, como las clases sociales en que se encuentra, un ambiente
cultural y económico y un medio de perfeccionamiento; las profesiones que,

23
organizadas debidamente, deben tomar cuidado de su perfeccionamiento técnico,
económico, cultural y de sociabilidad. A estas sociedades vienen a sumarse las
agrupaciones libres, tan numerosas cuantas sean las aspiraciones que el hombre
desea realizar. Y, a medida que el hombre va tomando conciencia de su fraternidad
universal con todos los hombres, se dará más y más cuenta que forma parte de la
sociedad universal a cuyo bien debe contribuir para formar su propio bien.

El hombre entra a la sociedad civil no inmediatamente en cuanto individuo, sino


mediante la familia de que forma parte; forma parte de la sociedad internacional,
mediante su nación. La comparación que San Pablo dio para la Iglesia vale para las
sociedades naturales: éstas forman como un gran cuerpo, constituido de miembros.
Cada célula adhiere al cuerpo, mediante el miembro de que forma parte.

Una concepción diferente tiene el liberalismo y el totalitarismo, opuestos bajo


tantos aspectos, pero concordantes en prescindir de los derechos de las personas,
de sociedades naturales que no sean el Estado, y no menos de la Iglesia. La
sociedad consta de individuos aislados que deben mirar al Estado como a su último
fin. Esta pretendida liberación del individuo es el mejor camino para su
estancamiento, para su opresión y para la negación práctica de su personalidad.

El hombre moderno tiene que luchar porque su derecho de asociación sea


respetado por modernos supraestados opresores, y porque las diversas sociedades
ocupen cada uno su sitio armónico y respeten los derechos de las demás. Entre
ellas no puede haber conflictos, pues cada una de ellas tiene su campo propio de
atribuciones. Si ese conflicto, imposible en derecho, se produjese en la práctica por
errada intervención de quienes presiden estas sociedades, prevalecería el derecho
claramente establecido de la sociedad de orden superior sobre el de la sociedad de
orden inferior.

3.1 La familia

3.1.1 Misión y Constitución de la familia. La educación de los hijos

3.1.1.1 Misión de la familia

Aristóteles definió la familia como la convivencia impuesta por la naturaleza en los


actos de la vida cotidiana. Tomando en cuenta el orden natural y el sobrenatural
podría definirse como la sociedad que tiene como fin la propagación permanente de
la raza humana conforme a las condiciones exigidas por nuestra naturaleza y por
nuestro destino natural y sobrenatural. La familia es la célula básica de la
organización social. El Código Social de Malinas dice: “La familia es la fuente donde
recibimos la vida, la primera escuela donde aprendemos a pensar, el primer templo
donde aprendemos a orar” (CSM 10). Dios no quiso crear simultáneamente a los
hombres, como creó a los ángeles, sino mediante el concurso libre del hombre, cuya
fuerza de procreación está bajo el control de su razón y de su voluntad.

El fin de la familia, nos muestra que los hijos son su razón de ser, y los que
determinarán su constitución. Los hijos han de poder encontrar en la familia todo lo
que necesitan para nacer, para desarrollarse física, intelectual y moralmente, para
poder ellos a su vez, llegados a su madurez, formar nuevas familias que transmitan
la vida y la educación. Cuando una familia ha capacitado a sus hijos para constituir
nuevos hogares, puede decirse que ha cumplido su misión. Otras sociedades
pueden constituirse para finalidades de corta duración: la familia exige largos años
antes de dar por terminado su cometido: formar seres humanos en todo el sentido
de la palabra.

Ninguna otra institución puede reemplazar la misión de la familia. Ella puede buscar
auxiliares, y aun son éstos necesarios en nuestra complicada civilización; de aquí la
intervención de la Iglesia, del Estado, de la Escuela, pero es la familia la que debe
poner al niño en contacto con estas instituciones, la que debe coordinar su
influencia al menos mientras el hijo está incapacitado de hacerlo por sí mismo.
Todos los esfuerzos intentados para reemplazar a los padres han fracasado: nadie
tiene su afecto, ni sus condiciones ni su responsabilidad.

3.1.1.2 Constitución de la familia

“La familia, institución directamente emanada de la naturaleza, tiene por principio y


fundamento el matrimonio, libremente consentido e indisoluble, elevado por
Jesucristo a la dignidad de Sacramento”.

“La familia comprende la sociedad conyugal, que une a los esposos, y la sociedad
paterna, que une cuando el matrimonio ha sido fecundo, a los padres y a los hijos
nacidos del matrimonio. La familia comprende también, por analogía, a los hijos
adoptivos y a los servidores adscritos a la persona” (CSM 11 y 12).

La ley del instinto y la ley del amor llevan al hombre al matrimonio. El instinto lleva

25
al hombre y a la mujer a usar de su facultad de perpetuarse, pero en ellos, a
diferencia de lo que sucede en los irracionales, el instinto queda sometido al control
de la razón y de la voluntad. Es fuerte, placentero, pero no irresistible. Por sobre el
instinto y dándole toda su grandeza en los seres humanos, está el amor, inclinación
a la vez física, sentimental, que responde a la complejidad del ser humano con sus
apetitos, emociones y sentimientos tanto sensibles como espirituales. En los
animales irracionales no hay más que el instinto que los lleva a reproducir la
especie; en el hombre y la mujer el éxito de su unión estable requiere antes que
nada la profunda fusión de las almas.

El fin primario del matrimonio es la procreación de los hijos en condiciones que los
pongan en camino de obtener su fin. Hay también fines secundarios, cuales son la
satisfacción ordenada del instinto sexual, y el goce del amor conyugal, el apoyo
mutuo de los esposos en las dificultades de la vida, la realización en común de
obras de bien: todo lo cual trae aneja la alegría de la vida del hogar.

La sociedad matrimonial tiene, por derecho natural, dos propiedades esenciales: la


unidad y la indisolubilidad. Corrigiendo las desviaciones que el paganismo y aun los
judíos habían introducido en el matrimonio, Jesucristo proclamó solemnemente que
el matrimonio no podía ser sino entre un hombre y una mujer, por [lo que] tanto la
poligamia como el divorcio contradicen la voluntad del Creador. Jesucristo quiso
dejar expresamente establecido que el matrimonio uno e indisoluble es el que
responde al plan divino; es también el único que responde a los derechos del niño y
que le asegura una educación apropiada hasta el momento de su vida
independiente.

La unión libre, por más que la revistan de una aureola de idealismo, no es sino la
satisfacción sin control del instinto, la negación del bien común y acarrea males sin
cuento para el individuo y la sociedad. El comunismo soviético es el que ha ido más
lejos en esta idealización del amor libre, pues ha visto en él la liberación de
alienación familiar: sin embargo, llevado de la experiencia de sus tremendos
fracasos ha temperado mucho su primera política sobre esta materia8. Sin duda la
estabilidad de la unión conyugal acarrea inconvenientes y sacrificios en casos
particulares, que la conciencia cristiana sabe unir a la pasión redentora de Cristo. La
menor excepción en materia de indisolubilidad del matrimonio acarrearía
consecuencias más funestas para el bien común, que todos los dolores particulares
que acarrea la indisolubilidad.
La Iglesia no tiene el poder de disolver el matrimonio regularmente celebrado, sino
en tres casos particulares: el del privilegio paulino; el de la profesión solemne de
uno de los cónyuges hecha en un instituto religioso antes de la consumación del
matrimonio; y, en caso de fieles que no han consumado aún el matrimonio, si la
Santa Sede cree que hay razones de gran valor para intervenir. Cuando la Santa
Sede pronuncia una sentencia de anulación, no declara divorcio, sino que proclama
simplemente que por haber existido alguno de los graves impedimentos o haberse
violado en lo esencial la forma en la celebración del matrimonio no hubo nunca
matrimonio. Tales impedimentos están taxativamente enumerados en el Derecho
Canónico, como ser la falta de edad, 16 años en el hombre y 14 en la mujer; falta
de consentimiento matrimonial que pueda ser fehacientemente probada;
parentesco en grado muy próximo, sin previa dispensa; matrimonio válido anterior,
y algunas más de ese orden.

La ley chilena no admite tampoco el divorcio con separación de vínculo, sino el


divorcio que mantiene la unión conyugal y sólo autoriza una separación externa.
Prácticas fraudulentas han introducido la anulación civil por medio de la mentira. Tal
costumbre ha encontrado, por desgracia, la complicidad de numerosos abogados
interesados en el dinero, y aun en jueces sin conciencia. La Iglesia pena con
excomunión a quien, estando casado válidamente por la Iglesia y ante la ley, anula
por medios fraudulentos su matrimonio, y en esta censura incurren también: la
parte que no se opone a dicha anulación, el abogado que la patrocina y los falsos
testigos.

A las propiedades de unidad y de indisolubilidad hay que añadir la fidelidad


recíproca y la concordia. La fidelidad obliga igualmente a los dos esposos. La moral
cristiana ha ignorado la complacencia de la moral pagana a favor del marido. La
Iglesia insiste en que tan grave es la falta del esposo como la de la esposa. Los
esposos ya no se pertenecen: se han entregado el uno al otro para realizar los fines
del matrimonio. La concordia introduce jerarquía, hace que el padre sea el jefe
natural del hogar. La madre se halla asociada a esta autoridad y es la llamada a
ejercerla, sin compartirla con nadie, en defecto del padre. Quien tiene la autoridad
la tiene para el bien común de la sociedad familiar: no es el derecho de mandar
despóticamente, sino la misión de proteger los seres más débiles. La mujer es para
el marido “una ayuda semejante a sí que Dios le ha preparado” [Gn 2,18]. Es
natural que siguiendo la evolución sana de las costumbres los derechos de la mujer
sean más cuidadosamente considerados.

27
Quien tiene autoridad en la familia, como gerente del bien común familiar, “tiene
deberes y derechos anteriores y superiores a toda ley humana. Esos deberes y
derechos dimanan del fin asignado por la naturaleza a la sociedad familiar: unir a
los esposos y, como consecuencia, transmitir, mantener, desarrollar la vida hasta la
perfección moral, perpetuar la especie humana” (CSM 13).

Antes de terminar este punto conviene recordar que “teniendo los poderes públicos
la obligación de adoptar y consagrar como única legítima, la ley de transmisión de
la vida por la familia, deben también reprimir todo cuanto ataca a dicha ley: las
propagandas inmorales, la desorganización del trabajo, la mala distribución de los
provechos o de las cargas públicas. La familia tiene derecho a ser protegida contra
los diversos azotes que son instrumentos de su disolución: la licencia de las calles,
de los espectáculos, de determinada prensa, el alcoholismo, la tuberculosis, los
alojamientos insalubres, el neomaltusianismo” (CSM 16 y 17).

3.1.1.3 Los derechos del niño

Muchos son los que sólo hablan de los derechos de los padres y callan
sistemáticamente los derechos del niño. Éste, sin embargo, tiene derechos muy
claros. El niño es una persona, con todos los derechos y deberes de tal. Entre los
primeros tiene el de autonomía e independencia respecto a todo otro ser, excepto
Dios. La persona no está al servicio de nadie; persona alguna, ni aun la familia,
puede considerarlo como un medio, ni puede preferir su bien al bien del niño. La
familia es para el niño y no el niño para la familia.

Mientras el niño es pequeño necesita encontrar junto a sí quienes lo preparen para


ejercer sus derechos y para cumplir sus deberes.

El niño tiene derecho de poder alcanzar la plenitud de su desarrollo físico. Tiene, por
tanto derecho de ser protegido contra la enfermedad y a recibir los cuidados
necesarios para su alimentación, higiene, vestido y habitación.

“Tiene derecho a la formación física, intelectual, moral y religiosa” (CSM 19).


Derecho a la instrucción, al menos al minimum requerido para poder ganar su vida
y satisfacer sus futuras obligaciones profesionales y cívicas. Esto supone ciertos
conocimientos de cultura general, la enseñanza primaria, para poder actuar como
hombre culto entre hombres cultos, y de cultura técnica, apropiada a la profesión
prevista para poder ganar honradamente su vida y fundar honorablemente un
nuevo hogar; tiene derecho a la educación, que sacará de él (es el sentido de e-
ducere = sacar de) y desarrollará sus cualidades propias, lo habituará a luchar
contra sus defectos y a cultivar sus cualidades, le dará el odio del mal y el amor del
bien, y lo enseñará a convivir como un hombre educado y de carácter. No podemos
contar con una formación que sea pura instrucción y no educación. Tanto como de
las nociones puramente intelectuales necesita el niño de las normas morales para
actuar en la vida.

Esta formación debe ser completada por la formación sobrenatural que lo prepara
para alcanzar su fin último. La palabra del Evangelio guarda un valor eterno: “¿Qué
le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si su alma viene a sufrir
detrimento?” [Mt 16,26]. La práctica se ha encargado de demostrar hasta la
saciedad, después de muy tristes experiencias, que una educación moral es
imposible si se la separa de una educación religiosa. La moral desligada de la
religión carece totalmente de su razón de ser. ¿Qué vale una ley si no tiene o no se
conoce el legislador? Se convierte en un puro imperativo humano que puede
romperse ante la menor dificultad.

3.1.1.4 A quiénes incumbe la protección de los derechos del niño

La familia, la Iglesia, el Estado y la Profesión están llamadas a velar por los derechos
del niño, especialmente en materia de educación.

3.1.1.4.1 La Familia y la Educación

La familia es la primera y más directamente interesada en la educación del hijo. El


derecho de la familia es imprescriptible, anterior a todo otro derecho, y no puede
ceder sino ante el derecho de la Iglesia, familia espiritual de los cristianos, en el
campo que le es propio. Respecto a las otras sociedades o a los individuos, la
familia tiene el estricto derecho de hacer respetar su misión de educadora y de
gozar de la libertad y de los medios necesarios para cumplirla. Ninguna otra
institución ni persona posee como la familia el afecto necesario por el niño para
cumplir esta difícil misión educadora. Durante bastante tiempo el niño es incapaz
de discernir lo que le conviene, y deberán sus padres orientarlo: de aquí una
tremenda responsabilidad de que deberán dar cuenta ante Dios en cada momento y
ante su propio hijo cuando sea éste capaz de discernir.

El Código Social de Malinas resume así los derechos y deberes de la familia:

29
“19. El niño tiene derecho a la formación física, intelectual, moral y religiosa.
Incumbe a los padres la obligación de procurar esta formación. Deben ser
protegidos en sus esfuerzos encaminados al cumplimiento de este deber. Son
culpables cuando no cumplen, o cumplen insuficientemente su misión de
educadores: violan los derechos del niño, derechos tanto más sagrados cuanto que
el sujeto no se encuentra en condiciones de hacerlos prevalecer por sí mismo. Una
legislación protectora de los derechos del niño se impone, sin duda, contra los
padres incapaces, negligentes o perversos, pero también contra los terceros que
dificulten la acción eficaz de los padres.

20. Resulta, de hecho, que, con la mayor frecuencia, los padres no pueden asumir
por sí, en todos sus detalles, la tarea absorbente de llevar a término la educación y
la instrucción del hijo.

La escuela tiene por fin completar esta obra educadora de los padres y suplirlos en
la enseñanza en cuanto sea necesario. El maestro es, pues, por su propia función,
delegado de los padres.

Las asociaciones de maestros, por legítimas que en sí sean, no pueden invocar en


materia de educación pretendidos derechos que se hallen en oposición con los
derechos de los padres.

21. Los derechos de los padres y los de los maestros que los suplen no son, con
todo, absolutos. Se armonizan con los derechos de la Iglesia y con los del Estado”
(CSM 19, 20 y 21).

3.1.1.4.2 La Iglesia y la educación

En el mundo sobrenatural la Iglesia tiene la misma misión que la familia en el orden


natural, con esta característica que frente a ella, en el orden sobrenatural, todos
permanecemos siempre sus hijos necesitados hasta el último instante de su ayuda
para realizar nuestro destino sobrenatural. Padres e hijos están aquí sobre el mismo
plano, y reciben de la Iglesia la instrucción sobrenatural y los medios de gracia para
realizarla y vivirla. Los padres, en lo que dice relación al orden sobrenatural, no
poseen ningún poder directo sobre el alma del niño.

La actitud normal entre la Iglesia y los padres es la de una estrecha colaboración. La


Iglesia confía a los padres la formación religiosa y moral del niño, y les inculca su
inmensa responsabilidad ya que de ella dependerá la vida sobrenatural del hijo, el
aspecto más importante de su vida. De aquí resulta claro el error, que podría aun
ser un crimen, de los padres que prefiriendo aspectos secundarios como el estudio
de una lengua, la práctica del deporte, o el contacto con determinadas relaciones
sociales, envían a sus hijos a escuelas neutras o acatólicas con daño gravísimo de
su formación religiosa. Si por imposibilidad económica u otra razón de grave peso,
se ven obligados a veces los padres a enviar sus hijos a escuelas neutras, tienen
ellos la grave obligación de suplir la falta de enseñanza religiosa.

“22. La Iglesia tiene, en materia de enseñanza, derechos que le vienen de su Divino


Fundador: ‘Id –ha dicho–, enseñad a todas las naciones, enseñándoles a observar
cuanto os he ordenado’ [Mt 28,19-20].

La Iglesia tiene, pues, el derecho exclusivo de enseñar en público todas las


verdades religiosas. Tiene también derecho propio de enseñanza sobre las materias
filosóficas, históricas, sociales, relacionadas con el dogma y la moral.

En cuanto a los demás conocimientos, la Iglesia goza del derecho que tienen todas
las personas –individuos o asociaciones– de comunicar a los demás lo que es
verdadero, y de fundar con este fin escuelas de todos los grados, elementales,
medias y superiores.

Tiene además la Iglesia el derecho de fundar escuelas en todos sus grados en virtud
de otro título especial, a saber: las íntimas y necesarias relaciones que existen entre
la enseñanza profana y la religiosa, entre la instrucción propiamente dicha y la
educación moral y religiosa. Así mismo interesa en gran manera que este derecho
sea consagrado por todas las legislaciones, y que los fieles generosa y
diligentemente, asegurando la concurrencia a las escuelas católicas y
particularmente a las Universidades católicas, contribuyan a ponerlo en práctica.

Además: en las escuelas frecuentadas por sus fieles, tiene la Iglesia el derecho de
asegurarse de que la enseñanza de lo concerniente al dogma, a la moral, y aun a
las disciplinas profanas, cuando éstas se enseñan por profesores no elegidos por
Ella, no dañe a las verdades religiosas puestas a su custodia” (CSM 22).

3.1.1.4.3 El Estado y la educación

El Estado es la autoridad suprema encargada de administrar la sociedad civil,

31
constituida por el conjunto de familias agrupadas políticamente. El Estado es, pues,
un medio al servicio de la sociedad, y no el fin de la sociedad. El Estado es para la
sociedad y no la sociedad para el Estado. Al Estado en materia educacional le
corresponde suplir las deficiencias de los particulares. Respetará, por tanto, los
derechos de la familia y de la Iglesia, cada una soberana como él en su campo
propio, y las apoyará para cumplir su cometido. Podrá inspeccionar la labor de los
particulares y completarla, cuando sea ineficaz o insuficiente, aun por medio de
escuelas e instituciones que dependen del mismo Estado. Pero su principal esfuerzo
deberá consistir en sostener la iniciativa privada, para que los padres tengan en
todas partes escuelas a su disposición.

“El Estado puede exigir y hacer de manera que todos los ciudadanos conozcan sus
deberes cívicos y nacionales, y que posean además el minimum de cultura
intelectual, moral y física, que consideradas las condiciones de la época sea
realmente necesario para el bien común. Se excede sin embargo de sus derechos –y
su monopolio de la educación y de la enseñanza es injusto e ilícito– cuando obliga
física o moralmente a las familias a enviar a sus hijos a las escuelas del Estado,
contrariando los deberes de la conciencia cristiana o aun sus legítimas
preferencias” (CSM 24).

Las ideas totalitarias no están muertas, por de pronto son la filosofía dominante en
todo ese inmenso sector del mundo dominado por el comunismo. Para el
totalitarismo el Estado es el amo absoluto que dispone del cuerpo y alma de los
ciudadanos y la educación el medio de formar hombres que le estén enteramente
sometidos. En materia de educación es donde más fácilmente apuntan con
frecuencia rebrotes totalitarios bajo la idea del Estado docente; el Estado es el único
capacitado para enseñar y el único con misión de hacerlo. En el fondo se oculta bajo
tal nombre la aspiración fanática de acabar con la enseñanza cristiana, la vieja
consigna de la masonería que en América Latina trata de refugiarse de preferencia
en el campo de la educación. Es notable oír a los campeones del Estado docente
alardear de demócratas y libertarios y dar pruebas de antidemócratas y de
antilibertarios en el terreno educacional.

Lo que al Estado le interesa es que las profesiones y las funciones necesarias para
el bien común estén bien representadas y que florezca en todo el país la cultura
física, intelectual y moral, pero le es indiferente que esta cultura y preparación sea
dada por unos o por otros, con tal que esté bien dada. Tendrá ciertamente un
derecho de inspección y de control, pero no el de cercenar la libertad educacional
de la familia y de la Iglesia. Si su acción es deficiente súplala y estimúlela, pero
jamás suprímala. Por otra parte, el Estado como educador es más deficiente que los
particulares, y lo sería aún mucho más si no tuviera frente a él el estímulo de una
sana competencia.

La fórmula que mejor refleja la equidad es la de la repartición proporcional del


presupuesto escolar nacional entre las escuelas que reúnan las condiciones
requeridas, de manera que las familias al enviar sus hijos a la escuela de su
preferencia no se vean obligadas a pagar dos veces su educación: una al Estado,
por concepto de impuestos educacionales, y otra a la escuela como pensión.

La neutralidad escolar está muy lejos de constituir un ideal. La educación debe ser
integral y dada siempre en función de una filosofía y de una religión: los conceptos
deben completarse y formar un todo orgánico, o el escepticismo se introduce en la
mente del niño. La neutralidad religiosa, que ignora a Dios y sus derechos es
esencialmente mala y antisocial. La neutralidad confesional, que acepta la religión
natural y prescinde de la religión en concreto, inconveniente en principio, podrá ser
tolerada en casos de pluralidad religiosa, siempre que en vez de oponerse a la
religión sobrenatural, prepare al alumno a recibirla por el ministro de su religión.
Pero esta tolerancia significa únicamente que se trata de un mal menor: el ideal es
la educación que integra la religión en la vida y la vida en la religión. El Código
Social de Malinas enseña:

“28. Si una sociedad no posee la unidad de creencia, el Estado, en los


establecimientos de instrucción fundados y sostenidos por él, velará porque cada
escuela no reúna en lo posible más que niños de una misma confesión. Estos
recibirán la enseñanza religiosa según las modalidades fijadas de común acuerdo
entre la autoridad escolar y la autoridad eclesiástica.

Si las circunstancias exigen que se reúnan en una misma escuela niños


pertenecientes a diversas confesiones, es preciso, por lo menos, que la enseñanza
religiosa sea dada separadamente a cada categoría de niños por un maestro
calificado” (CSM 28).

Sobre la intervención del Estado en la educación nada más completo que la


enseñanza de Pío XI en sus encíclicas Divini Illius Magistri y Mit brennender Sorge.

33
3.1.1.4.4 La profesión [y la educación]

“25. La profesión, interesada en la formación de sus futuros miembros, tiene


derecho a concurrir, mediante una enseñanza apropiada, a su preparación técnica y
profesional, de acuerdo con las asociaciones que se consagren a la educación
cristiana de la juventud” (CSM 25).

La armonía entre todos los que contribuyen a la educación.

“26. La armonía entre todos los factores que contribuyen a la educación: Familia,
Escuela, Iglesia, Estado, Profesión, es la condición primordial del orden social.

27. Supone esta armonía que en toda escuela, ya sea fundada por la familia, ya por
la Iglesia, por el Estado o por la profesión, dentro cada cual de su propia esfera,
todos estos poderes legítimos cumplan sus deberes y ejerciten sus derechos” (CSM
26 y 27).

3.1.2. Los derechos patrimoniales de la familia

3.1.2.1 El problema económico

La familia necesita abundantes recursos para proveer a sus múltiples necesidades,


entre otras a la atención de sus hijos, los que Dios quiera darles. La moral cristiana
rechaza absolutamente la limitación artificial de nacimientos, que cada día va
cundiendo más por la propaganda de los métodos anticoncepcionales. Es grave
deber del Estado impedir tal propaganda.

S.S. Pío XI en Casti Connubii en la más solemne forma que se haya usado en las
encíclicas dice que la Iglesia Católica “eleva su voz por nuestros labios y una vez
más promulga que cualquier uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto, de propia
industria queda destituido de su natural fuerza procreativa, va contra la ley de Dios
y contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de un grave delito”
(Casti Connubii 34, CEP p. 711. Ver los números 33 y 34).

La Iglesia no ha cesado de repetir en multitud de documentos la condenación de la


limitación artificial de nacimientos. Esto no quiere decir que no permita el que los
esposos usen prudencialmente de su derecho a la cohabitación, de modo que
mediante una honesta continencia puedan espaciar los nacimientos en la forma que
estimen compatible con su situación familiar. Esto no es en forma alguna vedado
pues los esposos no violan las leyes de la naturaleza, sino que ciñiéndose a ellas,
restringen el uso de su derecho. Además, pueden los esposos usar el método del
ritmo, sin faltar a la ley moral, siempre que haya razones de peso y no de puro
egoísmo que los lleven a tal actitud (cfr. Discurso de Su Santidad).

El deber de los padres de usar rectamente del matrimonio trae aparejado un


derecho de la familia, que pone de su parte los medios necesarios para trabajar
seriamente, a disponer de los recursos necesarios para la educación y
mantenimiento de sus hijos en forma decente, digna de personas humanas. Hablar
únicamente del deber de los padres en el matrimonio y no solucionar las
consecuencias sociales que su actitud acarrea es no enfrentar con seriedad el
asunto. Un problema de moral personal y social debe tener una solución de tipo
personal y social. Desgraciadamente no se ha insistido bastante en buscar una
solución al doble aspecto del problema.

3.1.2.2 El salario familiar

La primera fuente de recursos con que los padres pueden hacer frente a sus gastos
es el salario. De este tema trataremos más ampliamente en su sitio, pero desde
luego es imprescindible dejar constancia que la doctrina cristiana es que “hay que
trabajar con todo empeño, a fin de que la sociedad civil, como sabiamente lo
dispuso nuestro predecesor León XIII, establezca un régimen económico y social en
el que los padres de familia puedan ganar y granjearse lo necesario para
alimentarse a sí mismos, a la esposa y a los hijos, según su clase y condición: ‘pues
el que trabaja merece su recompensa’. Negar ésta o disminuirla más de lo debido
es grande injusticia y, según las Sagradas Escrituras, un grandísimo pecado; como
tampoco es lícito establecer salarios tan mezquinos que atendidas las
circunstancias, no sean suficientes para alimentar a la familia” (Casti Connubii 72,
CEP p. 736).

En Quadragesimo Anno el mismo Pontífice estableció que “En primer lugar, hay que
dar al obrero una remuneración que sea suficiente para su propia sustentación y la
de su familia.

Justo es, por cierto, que el resto de la familia concurra según sus fuerzas al
sostenimiento común de todos, como pasa entre las familias sobre todo de
labradores, y aun también entre los artesanos y comerciantes en pequeño; pero es
un crimen abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer. En casa

35
principalmente o en sus alrededores, las madres de familias pueden dedicarse a sus
faenas sin dejar las atenciones del hogar. Pero es gravísimo abuso y con todo
empeño ha de ser extirpado, que la madre, a causa de la escasez del salario del
padre, se vea obligada a ejercitar un arte lucrativo, dejando abandonados en casa
sus peculiares cuidados y quehaceres, y sobre todo la educación de los niños
pequeños. Ha de ponerse, pues, todo esfuerzo en que los padres de familia reciban
una remuneración suficientemente amplia para que puedan atender
convenientemente a las necesidades domésticas ordinarias. Si las circunstancias
presentes de la vida no siempre permiten hacerlo así, pide la justicia social que
cuanto antes se introduzcan tales reformas, que a cualquier obrero adulto se le
asegure ese salario” (QA 32, OSC 217). Pío XII ha repetido reiteradas veces esta
misma doctrina (cfr. OSC 224).

Pío XI alaba con encomio a quienes han intentado “…diversos medios para
acomodar la remuneración del trabajo a las cargas de familia, de manera que al
aumento de las cargas corresponda un aumento de salario; y aun, si fuere
menester, para atender a las necesidades extraordinarias” (QA 32, OSC 217).
Felizmente la idea del salario familiar ha entrado en muchas legislaciones en forma
más o menos completa y funciona a base de las cajas de compensación. En Chile,
cada año se fija para los empleados el sueldo vital y lo que corresponde por carga
familiar. Desgraciadamente no hay legislación alguna que asegure iguales derechos
a los obreros, que carecen de salario vital y de asignaciones de carácter familiar.
Algunas industrias dan espontáneamente una asignación de carácter familiar, o
bien la han conseguido los sindicatos. Desgraciadamente casi todas están muy lejos
de cubrir el gasto que realmente supone una carga de familia.

Hacer penetrar la justicia que entraña el salario familiar, y hacerlo realmente


suficiente, son consignas de suma urgencia para salvaguardar la vida de familia.

3.1.2.3 Previsión. Ahorro. Seguros sociales. Enseñanza doméstica

El problema más amargo que tiene que enfrentar una familia de escasos recursos,
es su falta de seguridad. Al trazar S.S. Pío XII el cuadro del mundo contemporáneo
(1º de Septiembre, 1944) dice: “vemos al número incontable de aquellos que,
desprovistos de toda seguridad directa o indirecta respecto de su vida, no se
interesan ya por los valores reales y más elevados del espíritu, abandonan su
aspiración de una libertad genuina, y se arrojan a los pies de cualquier partido
político, esclavos de cualquiera que les prometa en alguna forma pan y seguridad”
(OSC 8).

La seguridad directa la dan los bienes poseídos; la indirecta, la previsión social.


Refiriéndose a ésta: hay una parte de la previsión que está asegurada por el Estado
directamente o valiéndose de instituciones semifiscales o bien de instituciones
privadas. Tal es el caso en Chile de la previsión de los empleados fiscales,
semifiscales y particulares, tal también la reducida previsión de los obreros
asegurada por la ley 4054, felizmente en vías de reforma. (Poner en nota, los
beneficios que otorgan estas previsiones).

En cuanto a la previsión privada, hecha por los propios interesados, hay que
recomendarla con máximo encomio. Su Santidad Pío XI después de hablar de la
necesidad del salario familiar prosigue: “Hemos de procurar, sin embargo, que los
cónyuges, ya mucho tiempo antes de contraer matrimonio, se preocupen de
prevenir o disminuir al menos las dificultades materiales, y cuiden los doctos de
enseñarles el modo de conseguir esto” (Casti Connubii 72, CEP p. 736).

El ahorro directo, los seguros sociales de cesantía, vejez, accidentes del trabajo
deben ser instántemente [sic] recomendados. Desgraciadamente diversos factores
se conjuran en contra del ahorro: la escasez de muchos salarios, el hábito de
imprevisión y de derroche del pueblo, y la inflación que reduce a nada lo
economizado con tanto esfuerzo. De ahí es que hay que tratar a toda costa de
orientar el ahorro hacia la posesión del bien raíz.

La enseñanza doméstica es indispensable para disminuir los gastos del hogar.


Innumerables familias de escasos recursos no saben cocinar, ni conocen el valor
nutritivo de los alimentos, ni cómo preparar su propia ropa, sino que deben
comprarla hecha. Todo esto hace que un presupuesto deficiente se haga más
deficiente todavía. Por otra parte, la enseñanza doméstica contribuye a que la
esposa pueda presentar el hogar agradable y atrayente, y que sepa educar a sus
hijos.

La organización cooperativa, tanto de crédito como de previsión, de consumo y de


construcción, es un precioso auxiliar para las familias de escasos recursos y en
muchos casos la única forma de auxiliarse en las respectivas necesidades. Las
cooperativas son, además, el gran medio de educación obrera en la vida social y
política y la oportunidad de descubrir gente con cualidades para dirigir y organizar.

37
3.1.2.4 La vivienda familiar

La más imperiosa necesidad de una familia es la de una vivienda adecuada. Esta


necesidad es aun más imperiosa que la del vestido. Hay pueblos primitivos que
carecen de ropa, pero no se conoce alguno que carezca de habitación. El hombre
necesita un sitio privado donde pueda encontrarse libre, independiente, donde
pueda descansar de sus trabajos, donde concentre sus bienes más inmediatos,
donde pueda leer y pensar tranquilo, donde pueda amar a los suyos. Llegar a su
casa es el ideal de todo hombre de trabajo, y significa tanto como para el barco
llegar a puerto después de la tormenta.

La habitación de las clases modestas en casi toda América Latina presenta el más
grave de los problemas sociales.

La vivienda del obrero en nuestras ciudades es antes que nada insuficiente. Los
arquitectos vienen repitiendo desde hace varios años que en Chile faltan 400.000
casas: puede ser que el número sea discutible, pero no lo es que faltan muchos
miles de habitaciones. El aumento vegetativo de la población de unas 120.000
personas por año exigiría cada año, por lo menos 20.000 nuevas casas para cubrir
las necesidades de este aumento. Estos últimos años se han construido en Chile
apenas 6.000 casas, lo cual indica que este déficit no ha sido cubierto y que la cifra
de arrastre va siendo cada día mayor. El régimen de poblaciones callampas chileno,
o el de las fabelas del Brasil es una vergüenza para todo país civilizado:
hacinamiento de ranchos improvisados con piso de tierra, techo formado por
desechos de latas o fonolitas, y paredes de madera, de caña y hasta de papel: eso
no puede llamarse habitación. Cada uno de esos tugurios es un tremendo “Yo
acuso” lanzado a la sociedad.

La mayor parte de nuestro pueblo vive en este tipo de casas o en conventillos, o en


un cuarto subarrendado: allí se hacina toda la familia. El resultado de una
inspección sanitaria a 891 conventillos fue el siguiente: 541 en pésimas
condiciones, y 232 en regular estado. En el 12% de estos conventillos había 8
personas por pieza, no siendo ninguna mayor de 9 metros cuadrados. La habitación
corriente del obrero no tiene de ordinario más ventilación que la puerta. Allí se
come, se duerme, se trabaja, a veces se cocina… como lo demuestran las murallas
ennegrecidas por el humo. El patio sirve de basurero. Muchas casas no tienen
servicios higiénicos, ni siquiera un pozo ciego. Una población de casi 7.000 almas,
en Santiago, tiene una llave de agua para toda la población: la gente ha de hacer
cola desde la 1 y 2 de la mañana para llenar sus tarros. En la mayor parte de estas
poblaciones callampas el piso es de tierra; no tienen luz eléctrica, debiendo
alumbrarse con velas.

En el campo, la habitación obrera es por lo menos casa. En algunas zonas hay


lindas casitas que invitan a la vida de familia. Pero en otras hay ranchos con techo
de totora y piso de tierra. El descuido con que se tiene el cerco, del que podría vivir
toda la familia si supieran cultivarlo, demuestra una carencia total de educación
familiar.

Más grave aún que el problema de los que tienen mala vivienda es el de los que no
tienen ninguna vivienda. En el campo son los forasteros que viven como
“allegados” en una familia, dejando muchas veces al marcharse un problema moral
insoluble; en la ciudad son los miles de vagos que duermen en las calles o en
alguna hospedería de emergencia que no ofrece ningún ambiente de hogar.
¿Podemos imaginar la inmensa amargura de quien no tiene un modesto espacio que
pueda llamar su pieza, una cama que pueda llamar su cama?

La vivienda popular es, pues, deficiente en número, antihigiénica, antifamiliar,


inmoral y por tanto anticristiana. Es, además, horriblemente cara: consume el 25 a
30% del presupuesto del obrero, lo que es un exceso. Si hablamos de construcción,
hoy día no puede un obrero tener una casa propia mínima con dos dormitorios, un
comedor, cocina y servicio y un pequeño patio por menos de $180.000, cifra
astronómica para los salarios que gana la gran mayoría de los obreros.

Se impone, pues, una campaña en pro de la vivienda popular tan enérgica, como si
el país estuviera en pie de guerra: de lo contrario el problema no se solucionará.
Mientras este problema esté pendiente el estado de guerra interior está latente,
pues es imposible que pueda vivir en paz un pueblo al cual falta la más
indispensable de sus necesidades. Querer reprimir los movimientos sediciosos con
leyes represivas es inútil, mientras no se reprima la miseria de la habitación.

La solución es posible. Es éste un principio del cual han de posesionarse bien los
legisladores y gobernantes, no menos que los técnicos: es posible si el país lo ataca
con la seriedad con que repelería la invasión de su territorio. Todas las otras
construcciones deberían postergarse hasta que no se hubiese construido
habitaciones populares: tal fue la política inglesa de la posguerra frente a las

39
reconstrucciones. En Chile, felizmente, hay todos los elementos de construcción en
el país: lo que falta es canalizarlos hacia la vivienda popular e intensificar el ritmo
de su producción. El Gobierno central y las municipalidades deben dar toda clase de
facilidades para la realización de estas construcciones: entrega de sitios eriazos,
reducción a un mínimo de las exigencias urbanísticas, oficinas que faciliten planos y
servicios de inspección, formación de cooperativas de construcción, exoneración de
todo impuesto a la nueva vivienda popular, sociedades de crédito para la
construcción con interés mínimo y ventajas legales a estas sociedades.

3.1.2.4.1 La casa propia

El problema de la vivienda en relación con la familia no puede contentarse con


solucionar el problema que haya casa, es necesario avanzar más: que esta casa sea
propiedad de la familia.

El anhelo más íntimo de todo hombre y de toda mujer que quieren formar una
familia es el de contar con su casa propia. ¡Cuántos sacrificios por lograrlo,
quitándose a veces el pedazo de pan de la boca para pagar la cuota del terreno!

El derecho de poseer los bienes necesarios para su subsistencia es natural al


hombre; entre estos bienes la habitación es el más urgente, el más premioso: de ahí
que la sociedad deba facilitar al trabajador la realización de esta su aspiración
fundamental.

El Ingeniero Francisco Valsecchi tiene una hermosa página sobre las ventajas
individuales y familiares de la propiedad del propio hogar: la casa propia
“constituye…9

Se ha propuesto en nuestros días la conveniencia de construir para el pueblo


grandes colectivos donde todos los servicios estén centralizados, y en los que los
obreros puedan tener ventajas que no lograrían alcanzar en la pequeña habitación
personal. Incluso en las grandes ciudades se ha iniciado la construcción de estos
colectivos. La moral católica es uniformemente partidaria de la casa individual
familiar, y esto por varias razones. La primera, porque es más difícil y menos
interesante el régimen de propiedad privada de un departamento que de una casa,
sobre todo para la mentalidad popular. Luego, porque el colectivo acarrea
necesariamente el hacinamiento de numerosas familias que deben estar en íntimo
contacto a cada momento, y nada desea tanto el trabajador como poder llegar a un
sitio independiente donde esté tranquilo, a solas con los suyos, donde los vecinos
no se impongan de sus intimidades de hogar. Más aún: la casa unifamiliar con un
terreno anexo es el medio más preciado de esparcimiento, el solaz después del
trabajo, la invitación permanente a la economía, y al ensanche de lo edificado a
medida que el aumento de la familia y los recursos lo permiten. La vivienda
colectiva no es un ideal, ni siquiera para las familias pudientes: en esos “lujosos
conventillos de los ricos”, el niño está de más: no hay sitio para que llegue a este
mundo, y los que ya han llegado estorban con su bullicio, y por tanto es necesario
que vayan a la calle y al cine el mayor tiempo posible.

La enseñanza pontificia es insistente en el sentido de propiciar el hogar propio


familiar: S.S. Pío XII en el mensaje de Navidad de 1942 dice: “Quien desea que la
estrella de la paz nazca y se detenga sobre la sociedad… dé a la familia, célula
insubstituible del pueblo, espacio, luz, desahogo, para que pueda atender a la
misión de perpetuar la vida y educar a los hijos en un espíritu que esté en
consonancia con las propias verdaderas convicciones religiosas; conserve, fortifique
y reconstruya, según sus fuerzas, su peculiar unidad espiritual, moral y jurídica…;
preocúpese por procurar a cada familia un hogar en donde la vida familiar, sana
material y moralmente, logre manifestarse en todo su vigor y valor; procure que el
lugar del trabajo y el de la habitación no estén tan separados que hagan del jefe de
la familia y del educador de los hijos casi un extraño en su propia casa” [Pío XII,
Mensaje de Navidad, 1942; OSC 127]. Al conmemorar el quincuagésimo aniversario
de la Rerum Novarum, vuelve a insistir S. S. Pío XII sobre el mismo tema: “¿Acaso la
propiedad privada no debe garantizar al padre de familia la sana libertad que él
necesita para cumplir los deberes que el Creador le ha impuesto, con respecto al
bienestar físico, espiritual y religioso de la familia?… Si la propiedad ha de procurar
el bien de la familia, todas las normas públicas, y especialmente aquellas con que el
Estado regula su posesión, no sólo deben hacer posible y preservar esta función
dentro del orden natural –bajo ciertos aspectos superior a todas las otras– sino
también perfeccionarla cada vez más” [Pío XII, Junio de 1941; OSC 128].

“De todos los bienes que pueden ser objeto de la propiedad privada ninguno es más
conforme con la naturaleza, de acuerdo con las enseñanzas de la Rerum Novarum,
que la tierra, de cuya posesión la familia vive, y de cuyos productos ella obtiene,
totalmente o en parte, su subsistencia. Corresponde al espíritu de la Rerum
Novarum el afirmar que, como regla, sólo la estabilidad que arraiga en la posesión
individual hace de la familia la más vigorosa, la más perfecta y fecunda célula de la

41
sociedad, juntando, de modo brillante, en su progresiva cohesión, las generaciones
presentes con las futuras. Si hoy día el concepto y la creación de espacios vitales
constituye el centro de las aspiraciones sociales y políticas ¿por qué nadie piensa,
ante todo, en un espacio vital para la familia, que la emancipe de las cadenas con
que las actuales condiciones le impiden hasta el poder formular la idea de un hogar
propio?” (Pío XII, Junio de 1941; OSC 128).

3.1.2.4.2 Dos sostenes de la vivienda propia

El Ingeniero Valsecchi, a quien poco antes citábamos, campeón de la vivienda


popular propia unifamiliar, sugiere acertadamente que “no basta proporcionar…10

3.1.3 El problema feminista

Se puede decir que el movimiento feminista es muy reciente. En Europa nace


después de la guerra de 1870 entre Francia y Alemania, con carácter revolucionario;
y un movimiento feminista de inspiración católico [no] aparece sino a partir de la
Rerum Novarum.

Muchas causas han influido en el feminismo. La mujer en la conjuntura moderna ha


visto el enorme papel que ella puede desempeñar en todos los campos, sobre todo
en la acción benéfica. Por otra parte, un buen número de mujeres condenadas a
quedarse solteras por el hecho de ser mayor el número de hombres que el de
mujeres, ha tenido que pensar seriamente en su porvenir económico, ha debido
pensar en hacerse admitir a las carreras liberales, a los empleos públicos y privados
y a las fábricas. Pronto se dieron cuenta de la preparación inadecuada que recibían,
y de la necesidad de reformar las leyes para que les dieran un tratamiento de
igualdad con los hombres junto a los cuales trabajaban. Para obtener este fin
organizaron periódicos, ligas, grandes movimientos, revolucionarios en apariencia,
pero en el fondo ajustados a la situación de nuestro siglo que era necesario
reconsiderar.

3.1.3.1 La dignificación de la mujer

Frente a los conceptos paganos que la mujer estaba hecha para la maternidad, para
el placer, o para el trabajo doméstico y que era inferior al hombre, la Iglesia
Católica ha enseñado que la mujer es tan persona como el hombre, que tiene los
mismos derechos esenciales y un mismo fin sobrenatural. Esto no obsta a que la
psicología del hombre y de la mujer sean diferentes, y que cada uno de los sexos
sea más apto para determinadas funciones.

Supuesta esta igualdad de naturaleza entre el hombre y la mujer, la Iglesia ha


puesto dos restricciones a la mujer: la primera, su exclusión de las órdenes
sagradas, reservadas al hombre; la segunda, su subordinación al marido en la
sociedad familiar, que debe tener una cabeza. En la sociedad doméstica debe
florecer lo que San Agustín llamaba “la jerarquía del amor”, la cual abraza tanto la
primacía del varón sobre la mujer y los hijos como la diligente sumisión de la mujer
y su rendida obediencia, recomendada por el Apóstol con estas palabras: “Las
casadas estén sujetas a sus maridos, como al Señor; por cuanto el hombre es
cabeza de la mujer así como Cristo es cabeza de la Iglesia” (Ef 5,22-23).

“Tal sumisión no niega ni quita la libertad que en pleno derecho compete a la mujer,
así por su dignidad de persona humana como por sus nobilísimas funciones de
esposa, madre y compañera, ni la obliga a dar satisfacción a cualesquiera gustos
del marido, no muy conformes quizás con la razón o la dignidad de esposa, ni,
finalmente, enseña que se haya de equiparar la esposa con aquellas personas que
en derecho se llaman menores y a las que por falta de madurez de juicio o por
desconocimiento de los asuntos humanos no se les suele conceder el ejercicio de
sus derechos…

…sino que, al contrario, prohibe aquella exagerada licencia que no se cuida del bien
de la familia, prohibe que en este cuerpo de la familia se separe el corazón de la
cabeza, con grandísimo detrimento del conjunto y con próximo peligro de ruina,
pues si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón, y como aquél tiene el
principado del gobierno, ésta puede y debe reclamar para sí, como cosa que le
pertenece, el principado del amor.

El grado y el modo de tal sumisión de la mujer al marido puede ser diverso según
las varias condiciones de las personas, de los lugares y de los tiempos, y más aún si
el marido faltase a sus deberes, debe la mujer hacer sus veces en la dirección de la
familia. Pero tocar o destruir la misma estructura familiar y su ley fundamental,
establecida y confirmada por Dios, no es lícito en tiempo alguno ni en ninguna
parte.

Sobre el orden que debe guardarse entre el marido y la mujer, sabiamente enseña
nuestro predecesor León XIII, de santa memoria, en su ya citada encíclica acerca del

43
matrimonio cristiano: ‘El varón es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual,
sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe
someterse y obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera, es
decir, de tal modo que a su obediencia no le falte ni honestidad ni dignidad. En el
que preside y en la que obedece, puesto que el uno representa a Cristo y la otra a la
Iglesia, sea siempre la caridad divina la reguladora de sus obligaciones’.

Están, pues, comprendidas en el beneficio de la fidelidad: la unidad, la castidad, la


caridad y la honesta y noble obediencia; nombres todos que significan otras tantas
utilidades de los esposos y del matrimonio, con las cuales se promueven y
garantizan la paz, la dignidad y la felicidad matrimoniales, por lo cual no es extraño
que esta fidelidad haya sido siempre enumerada entre los eximios y peculariares
bienes del matrimonio” (Casti Connubii 19 y 20, CEP pp. 702 y 703).

Salvo las dos precisiones que acabamos de hacer, la Iglesia ha luchado


permanentemente por igualar al hombre y a la mujer: igual el pecado del hombre y
el de la mujer; no hay dos morales distintas. En las relaciones íntimas
matrimoniales tanto derecho tiene el hombre frente a la mujer como ésta frente al
marido. En la estima de sus santos, eleva sobre los altares al hombre como a la
mujer, y por encima de todos los santos y de los ángeles hay una mujer, la Virgen
María. Es imposible de medir la influencia de todos estos elementos de juicio vividos
cada día en la Iglesia; ellos han contribuido a hacer substancia del cristianismo el
principio que S. Pablo ponía en su carta a los Gálatas: “No hay ni hombre ni mujer,
ni judío ni gentil, ni esclavo ni libre: vosotros sois una sola y misma cosa en Cristo
Jesús” (Ga 3,28).

Por otra parte, la simple observación de la vida cotidiana entre católicos nos
demostrará cuál es el sitio que en ella ocupa la mujer. Ella actúa no sólo en la vida
de hogar como esposa y como madre, sino también dirigiendo múltiples obras de
caridad, de enseñanza, de apostolado social, incluso en el parlamento y en el trono.
En todas partes la vemos admirada y respetada por su abnegación, su inteligencia y
su valor. Al comparar la estima de la mujer en la Iglesia Católica, en las iglesias
separadas, entre los judíos y mucho más en los pueblos paganos vemos que sólo en
la primera ocupa el sitio de digna compañera del hombre, al cual Dios la asoció.

3.1.3.2 La acción social de la mujer

S.S. Pío XII en Noviembre de 1945 dirigió a las mujeres del mundo una preciosa
alocución en la cual destaca la dignidad de la mujer y su acción en los tiempos
modernos (cfr. OSC 380-390). De este documento entresacaremos sus conceptos
relativos a la acción femenina.

La idéntica dignidad del hombre y de la mujer no podrá conservarse a no ser que


cada uno respete y cultive las cualidades características que a cada uno brindó
Dios, atributos físicos y espirituales que no pueden eliminarse, que no pueden
transformarse sin que la naturaleza restaure su equilibrio. Los dos sexos son
mutuamente complementarios, como se hace ver en cada fase de la vida humana.

El modo de vida femenina, su innata disposición, es la maternidad. Toda mujer nace


para ser madre: madre, en el sentido físico de la palabra, madre en el sentido más
espiritual y exaltado, y no por eso menos real. La mujer que es verdaderamente
mujer contempla los problemas de la vida siempre a la luz de la familia, y su
sensibilidad exquisita advierte cualquier peligro que amenaza pervertir su misión de
madre, o que se cierne sobre el bien de la familia.

3.1.3.3 Peligros que ofrecen a la mujer el totalitarismo y el capitalismo

Desgraciadamente en la situación política y social del presente se juega el destino


de la mujer. “Muchos movimientos políticos acuden a la mujer para ganarla a su
causa; algunos sistemas totalitarios la lisonjean cortejándola con maravillosas
promesas: igualdad de derechos públicos y otros servicios para librarla de algunos
de sus deberes, quehaceres domésticos, jardines de infantes y otras instituciones
mantenidas y administradas por el gobierno, para aliviarlas de aquellas obligaciones
maternales que las atan a sus propios hijos”. El Pontífice no niega las ventajas de
tales instituciones; él mismo ha señalado “que la mujer merece recibir por el mismo
monto de trabajo, igual salario que el hombre”, pero teme que “las concesiones que
se han hecho a la mujer se deban, no el respeto hacia su dignidad y misión, sino a
un intento para fomentar el poderío económico y militar del Estado totalitario, al
cual tiene que someterse inexorablemente.

Por otra parte, ¿puede una mujer, quizás esperar un genuino bienestar de un
régimen dominado por el capitalismo? No necesitamos describiros ahora sus
síntomas característicos, vosotras mismas soportáis sus cargas: concentración
excesiva de poblaciones en las ciudades, el aumento constante de las grandes
industrias que todo lo absorben, la condición precaria y difícil de otros grupos, en
especial aquellos de los artesanos y los agricultores, y el aumento intranquilizador

45
del desempleo.

Restaurar en todo lo posible el honor de la posición de la mujer y de la madre en el


hogar; ese es el clamor que se escucha desde muchos confines, como grito de
alarma conforme el mundo despierta, horrorizado, ante los frutos de un progreso
material y científico del cual antes se ufanaba” [Pío XII, Deberes de la Mujer,
Noviembre de 1945; OSC 384].

3.1.3.4 Perniciosas consecuencias del abandono del hogar por la mujer

“He aquí que una mujer, con el fin de aumentar las entradas de su marido, se
emplea también en una fábrica, dejando abandonada su casa durante la ausencia.
Aquella casa desaliñada y reducida quizás, se torna aún más miserable por falta de
cuidado. Los miembros de la familia trabajan separadamente en los cuatro confines
de la ciudad, a horas diversas. Escasamente llegan a encontrarse juntos para la
comida o el descanso después del trabajo, mucho menos para la oración en común.
¿Qué queda, entonces, de la vida de familia? ¿Qué atractivos puede ofrecer ese
hogar a los hijos?

A estas delicadas consecuencias de la ausencia materna en el hogar, se añade otra,


aún más deplorable. La educación de los hijos, sobre todo de las hijas, y su
preparación para las realidades de la vida. Acostumbrada como está a ver que su
madre siempre se halla fuera de la casa –una casa ya en sí sombría por el
abandono– la joven no puede encontrar gozo alguno en ella, ni sentir jamás la
menor inclinación hacia los austeros deberes del ama de casa. No puede esperarse
que comprenda la nobleza y la hermosura de estos deberes, ni que desee
consagrarse a ellos algún día, como esposa y como madre.

Esta verdad se aplica a todos los grados y posiciones de la vida social. La hija de la
mujer mundana, que ve todo el cuidado de la casa en manos mercenarias, que sabe
que su madre dispendia el tiempo en ocupaciones frívolas y esparcimientos inútiles,
seguirá su ejemplo, querrá emanciparse lo más pronto posible y, para expresarlo
con palabras trágicas, querrá “vivir su propia vida”. ¿Cómo es posible, entonces,
que conciba siquiera el deseo de ser un día una dama verdadera, como madre de
una familia feliz, digna y próspera?

En cuanto a las clases obreras, una mujer forzada a ganarse el diario sustento,
podría descubrir, si reflexionara cuerdamente, que con frecuencia el salario extra
que ella gana trabajando fuera de la casa, se consume fácilmente en otros gastos, y
aun en ruinosos desperdicios para el presupuesto de la familia. La hija que también
sale a trabajar en una fábrica u oficina, ensordecida por el agitado mundo en que
ella vive, deslumbrada por el oropel de un lujo artificioso, enardecida la sed por los
placeres que distraen sin saciar ni dar descanso, en esos salones de espectáculos o
de bailes que brotan por doquier, muchas veces con propósitos de proselitismo de
partidos y que corrompen a la juventud, acaba por convertirse en una dama
presumida, y desprecia las costumbres de sus abuelos.

¿Cómo es posible, entonces, que no sienta repugnancia por su modesto hogar y sus
alrededores, encontrándolo más pobre de lo que es en realidad? Para que llegue a
sentir placer en este ambiente, para desear un día fundar su propia casa entre los
suyos, esta joven tendría que corregir sus impresiones naturales con una vida seria,
intelectual y espiritual, con la fortaleza que da la educación religiosa y los ideales
sobrenaturales. Pero ¿qué clase de formación religiosa ha podido recibir en los
lugares que frecuenta?

Y esto no es todo.

Cuando, transcurridos los años, su madre, prematuramente envejecida,


quebrantada por el trabajo que consumió todas sus energías, por las penas y la
ansiedad, espere ansiosa su llegada a la casa, verá que la hija retorna muy tarde en
la noche, no para brindarle ayuda o socorro sino para que la misma madre tenga
que atender a una mujer incapaz de hacer para ella las veces de una sirvienta. La
suerte del padre no será mejor cuando la vejez, la enfermedad, su condición caduca
y el desempleo, le haya obligado a depender para su exigua existencia de la
voluntad, mala o buena, de sus hijos. Es que la augusta y santa autoridad del padre
y de la madre ha quedado destronada por completo” (Pío XII, Deberes de la mujer,
Noviembre de 1935; OSC 385).

Todos estos males son hondamente deplorables, pero sería inútil predicar el retorno
de la mujer al hogar mientras permanezcan aquellas condiciones que la obligan a
permanecer lejos de él, pues ordinariamente ha sido sacada de su hogar por la
ansiedad continua acerca del pan cotidiano.

3.1.3.5 La acción [de la] mujer en la vida pública

En el desorden actual del mundo se juega el destino de la mujer, el de la familia, el

47
de las relaciones humanas. Cada mujer tiene, pues, “la obligación, la estricta
obligación en conciencia, lejos de abstenerse, de participar en la acción en la forma
y modo adecuado a la condición de cada una, de tal manera que detengan esas
corrientes que amenazan el hogar” y logren su restauración.

Además, la mujer, por su dignidad de mujer, debe colaborar con el hombre en


procurar el bien del Estado, cada uno según su aptitud física, intelectual y moral. El
hombre por su temperamento será más inclinado a ocuparse en las cosas, la mujer
tendrá más perspicacia para tratar los delicados problemas de la vida doméstica,
que es la base de toda vida social.

“Un grupo de mujeres que dispongan del tiempo necesario deberán dedicarse más
directa y enteramente a los problemas de bien público…

Están especialmente –aunque no exclusivamente– llamadas a esta acción aquellas


mujeres a quienes misteriosas circunstancias de la vida han brindado una
misteriosa vocación, a quienes los sucesos destinaron a una soledad que no
pensaron ni desearon, y que parecía condenarlas a una vida fútilmente egoísta y sin
meta alguna. Ante la mujer se abre hoy un inmenso campo en las actividades
parroquiales, en los trabajos sociales y morales de más vasta influencia, en la
acción civil y política, en los trabajos intelectuales o en los eminentemente
prácticos.

Urge ahora una participación directa, una colaboración efectiva en la actividad


social y política, lo que no cambia en nada la ocupación normal de la mujer.
Asociada al hombre, ella se dedicaría especialmente a aquellos asuntos que
requieren su tacto femenino antes que una rigidez administrativa.

“Solamente una mujer podrá saber, por ejemplo, cómo atemperar con la bondad, y
sin detrimento de su eficacia, la legislación promulgada para contener la disolución
de las costumbres. Solamente ella podría encontrar los medios de salvar de la
degradación, y educar en la honradez y en las virtudes religiosas y cívicas, al joven
abandonado. Solamente ella podría tornar provechosa la obra de protección y
rehabilitación de los reos liberados y de las jóvenes caídas. Solamente ella sería
capaz de acoger en su corazón comprensivo el lamento de las madres a quienes un
Estado totalitario, cualquiera que sea su nombre, quisiera arrebatar de sus manos la
educación de sus propios hijos” (Pío XII, Deberes de la mujer, Noviembre de 1935;
OSC 388).
La actividad social y política de la mujer influye mucho en la legislación del Estado y
en la administración de los cuerpos locales. “Por tanto, el voto electoral en manos
de la mujer católica constituye un medio importante para cumplir su estricto deber
de conciencia, en especial en los tiempos actuales.

Precisamente, el Estado y la Política tienen por fin la misión de asegurar a las


familias de todas las clases sociales, las condiciones necesarias para que existan y
se desarrollen como unidades económicas, jurídicas y morales. Entonces, la familia
sería realmente el núcleo vital de los hombres que honradamente se ganan su
bienestar temporal y eterno.

Desde luego, toda mujer sincera lo comprende fácilmente. Lo que no entiende, lo


que no puede comprender es que la política signifique la dominación de una clase
sobre las otras, y las ambiciones que se disputan un imperio económico y nacional
cada día más extenso, no importa cuáles sean los pretendidos motivos en que se
sustenten. Porque ella sabe muy bien que semejante política prepara el camino a la
guerra civil sorda o abierta, al siempre creciente cúmulo de armamentos, y al
constante peligro de la guerra.

Bien sabe ella, por experiencia, que en todo caso esta política es nociva para la
familia, que debe pagar por culpa de ella un precio elevado en bienes y en sangre.

En consecuencia, ninguna mujer sabia favorece una política de lucha de clase o de


guerra. Su voto es un voto por la paz. De aquí que, en el interés y el bien de la
familia, se atendrá a esa norma, y rehusará siempre dar su voto a cualquier
tendencia, venga de dónde viniere, consagrada a los egoístas deseos de
dominación interna o externa, que ponen en peligro la paz de la nación” [Pío XII,
Deberes de la mujer, Noviembre de 1935; OSC 390].

“Preciso es que se unan, aun a costa de los más graves sacrificios, para salvarse a
sí mismos y a toda la humanidad. En tal unión de ánimos y de fuerzas deben
naturalmente ser los primeros cuantos se glorian del nombre cristiano, recordando
la gloriosa tradición de los tiempos apostólicos, cuando la multitud de los creyentes
no tenían sino un solo corazón y un alma sola; pero a ella concurran asimismo
sincera y cordialmente todos los que creen todavía en Dios, y le adoran, para
apartar de la humanidad el grande peligro que a todos amenaza. Porque el creer en
Dios es el fundamento firmísimo de todo orden social y de toda responsabilidad en
la tierra, por esto cuantos no quieren la anarquía y el terror deben con toda energía

49
trabajar en que los enemigos de la religión no consigan el fin que tan
enérgicamente y a las claras se proponen” [Pío XI, Caritate Christi Compulsi 9; OSC
391].

3.2 Las clases sociales

3.2.1 Lo que las caracteriza

A más de la familia y de la sociedad civil, sociedades naturales orgánicas en las que


se desarrolla todo individuo, hay dos agrupaciones inorgánicas, que, más que
sociedades, podrían llamarse medio social: son las clases sociales y las profesiones.
Ambas están llamadas a ejercer inmensa influencia en la evolución de la persona.

Es inútil desconocer la existencia de las clases sociales. A simple vista se percibe la


realidad de grupos o categorías de personas que tienen un mismo medio de vida,
cultura muy semejante, trabajos muy similares, reacciones psicológicas muy
parecidas.

En la constitución de cada clase social echamos de ver en primer lugar un elemento


económico: sus medios de vida; un elemento social: el trabajo, actividades,
funciones que cada determinado grupo realiza en la sociedad; un elemento cultural:
la semejanza de formación recibida en la escuela, en el ambiente de trabajo, en
lecturas, en las organizaciones a que grupo pertenece; un elemento emotivo: las
reacciones semejantes en cada grupo ante los mismos problemas, reacciones que
son muy diferentes, a veces opuestas, de grupo a grupo.

Una clase social está constituida por el conjunto de estos elementos. No basta la
simple presencia de uno o dos de ellos para colocarlo en una determinada categoría
social: así por ejemplo un rico venido a menos, por su aspecto económico, y en
parte por su situación social, participa de la clase obrera, pero él no se sentirá
solidario de ella mientras cultural y emotivamente se encuentre en su nivel.
Igualmente, el hijo de un obrero, educado en la universidad, no se considerará
inmediatamente formando parte de las clases dirigentes, hasta que junto a su
cultura haya unido sus reacciones psicológicas y una cierta independencia
económica.

Una persona forma parte de la clase de la cual se siente solidario, con la cual se
siente unido por una conciencia de clases. Tal conciencia más o menos explícita
existe en nuestros días en todas las clases sociales, y promueve la formación de
asociaciones de clase: tales son los sindicatos, las uniones profesionales, artísticas,
las sociedades de fomento o defensa de la producción agrícola, minera; las
sociedades de comerciantes y de empleados: tras cada una de estas agrupaciones
hay ordinariamente una clase, y una conciencia de clase.

¿Cuántas son las clases sociales? Es imposible precisar [su] número y en un país de
cultura y de industria avanzada se puede decir que su número tiende al infinito. Con
todo, podemos hablar de ciertos grupos más diferenciados:

Las clases dirigentes, que algunos llaman impropiamente superiores, como si en


ellas se encontraran las cualidades superiores del ser humano. En esta clase
podríamos agrupar a la gente que tiene la cultura adquirida por el refinamiento
familiar: aristocracia; o por el estudio: profesionales distinguidos, o artistas; a los
elementos de banca e industria, y, en general a la gente de fortuna; a los altos
funcionarios eclesiásticos, civiles, militares.

Las clases medias, formada por los simples profesionales, los empleados, los
pequeños rentistas, los pequeños propietarios.

La clase obrera, o clase popular, formada, como su nombre lo indica, por los
trabajadores del campo o de la ciudad.

3.2.2 Armonía de clases

No parece apropiado el apelativo de clases superiores a las dirigentes, porque


estrictamente hablando ninguna de ellas es superior, como en el cuerpo humano no
es superior un miembro a otro. En una sociedad bien ordenada deben existir
miembros diferentes, diferentes funciones y cada una de ellas es tan importante
para el bien común como las demás, mientras no hayan sido creadas
artificialmente. Por tanto, ninguna clase tiene el derecho de preferirse a otra, ni
menos despreciar a las otras o considerarlas inferiores. Admirablemente describe
esta situación San Pablo, hablando con los cristianos de Corinto acerca de la
diversidad de dones recibidos por ellos: “Hay diversidad de dones, pero uno mismo
es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay
diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en
todos” (1Co 12,1-6)12. Lo que a cada uno se otorga se concede para común
utilidad. Todo lo obra el mismo Espíritu que distribuye a cada uno según quiere.

51
“Porque así como, siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todo los
miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo.
Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para
constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya libres,
hemos bebido del mismo Espíritu. Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino
muchos…

…Si dijere el pie: Porque no soy mano no soy del cuerpo, no por esto deja de ser del
cuerpo. Y si dijere la oreja: Porque no soy ojo no soy del cuerpo, no por esto deja de
ser del cuerpo. Si todo el cuerpo fuera ojos, ¿dónde estaría el oído? Y si todo él
fuera oído, ¿dónde estaría el olfato? Pero Dios ha dispuesto los miembros en el
cuerpo, cada uno de ellos como ha querido. Si todos fueran un miembro, ¿dónde
estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, pero uno solo el cuerpo. Y no puede el
ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti. Ni tampoco la cabeza a los pies: No
necesito de vosotros.

Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más
necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor honor, y a los que
tenemos por indecentes los tratamos con mayor decencia, mientras que los que de
suyo son decentes no necesitan de más. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando
mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el
cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros. De esta
suerte, si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro
es honrado, todos los otros a una se gozan. Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo, y
cada uno en parte, según la disposición de Dios en la Iglesia, primero apóstoles,
luego profetas, luego doctores, luego el poder de los milagros, las virtudes;
después, las gracias de curación, de asistencia, de gobierno, los géneros de
lenguas” (1Co 12,12-28).

La misma idea la repite en la epístola a los Romanos: “Pues a la manera que en un


solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma
función, así nosotros siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada
miembro está al servicio de todos los otros miembros” (Rm 12,4-5).

Esta doctrina profusamente repetida en todo el Nuevo Testamento es básica en la


moral cristiana: en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia no hay mayores y menores,
sino miembros que ejercitan diferentes funciones. Todas ellas son igualmente
respetables, en cualquiera de ellas un hombre puede ser noble, mientras tenga la
única auténtica nobleza, la del espíritu. A todo trabajo, a toda categoría de hombre
que lo realiza se debe honra y respeto e igualmente los medios de vida para poder
ejercitar aquel trabajo en forma digna de un hombre. Desgraciadamente la
realización de este principio deja mucho que desear y por eso ocurren las luchas de
clases.

3.2.3 La lucha de clases.

Como es un hecho la existencia de las clases sociales es también un hecho la lucha


de clases. Basta abrir los ojos para comprobar el conflicto permanente entre los que
tienen prepotencia económica y financiera y los que no tienen sino un modesto
salario.

“Reconocer este hecho es reconocer una verdad.

La lucha de clases la achacan algunos inconsideradamente a sólo el proletariado


que quiere sacudir el yugo opresor. La lucha de clases, en cuanto hecho, es
organizada y dirigida por ambos lados: por el capital y por el trabajo.

Pío XI entre los males sociales que señala deplora ‘en primer lugar la lucha de
clases… que inficiona todo lo que contribuye a la prosperidad pública y privada. Y
este mal se hace cada vez más pernicioso por la codicia de bienes materiales de
una parte y de la otra, por la tenacidad en conservarlos, y en ambas por el ansia de
riquezas y de mando’.

El capital lucha por crear ‘enormes poderes y una prepotencia económica despótica
en manos de muy pocos. Estos potentados son extraordinariamente poderosos,
cuando dueños absolutos del dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto;
diríase que distribuyen la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal
modo tienen en su mano, por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie
podría respirar contra su voluntad… La libertad infinita de los competidores sólo
dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo lo mismo que decir a los
que luchan más violentamente, los que menos cuidan de su conciencia. A su vez,
esta concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de conflictos: la
lucha primero se encamina a alcanzar ese potentado económico; luego se inicia una
fiera batalla a fin de obtener el predominio sobre el poder público y
consiguientemente de poder usar de sus fuerzas e influencias en los conflictos

53
económicos; finalmente se entabla el conflicto en el campo internacional, en el que
luchan los Estados pretendiendo usar de su fuerza y poder político para favorecer
las utilidades económicas de sus súbditos respectivos o por el contrario, haciendo
que las fuerzas o el poder económico sean los que resuelven las controversias
políticas originadas entre las naciones’. No cabe, pues, dudar que cuando se habla
de lucha de clases, es el capital uno de los que fomentan dicha lucha.

El obrero, por su parte, recuerda el hecho ‘que unos cuantos hombres opulentos y
riquísimos han puesto sobre la multitud innumerable de proletarios un yugo que
difiere poco del de los esclavos’ y no menos, que en las tierras que llamamos
nuevas (América) ‘el número de los proletarios necesitados, cuyo gemido sube
desde la tierra hasta el cielo, ha crecido inmensamente. Añádese el ejército ingente
de asalariados del campo, reducidos a las más estrechas condiciones de vida, y
desesperanzados de poder jamás obtener participación alguna en la propiedad de la
tierra y por tanto sujetos para siempre a la condición de proletarios si no se aplican
remedios oportunos y eficaces’. Recuerda también que, como lo advierte Pío XII en
1944, ‘por un lado, riquezas inmensas dominan la vida pública y privada, y, con
frecuencia, hasta la vida civil; por el otro, hay el número incontable de quienes
están desprovistos de toda seguridad directa o indirecta respecto a su vida’. El
recuerdo de estos agravios y la vista de su presente deplorable situación crea en
varios sectores asalariados un espíritu de lucha por mejorar su situación. Estos
hechos son innegables.

Ahora bien, ante esta realidad de la lucha de clases podemos adoptar dos actitudes:
o usarla para realizar revoluciones violentas que conducen a otras injusticias: tal es
la actitud de los marxistas que explotan esa energía de indignación para conseguir
el triunfo del proletariado; es también la actitud de los fascistas, que alarmados
ante lo que llaman el peligro de la demagogia, suprimen la libertad de los órganos
de expresión popular para defender el capitalismo amenazado. La segunda actitud
consiste en luchar por suprimir la causa de tales luchas: tal es la actitud del
cristianismo social. Reconoce éste la existencia de la lucha y quiere suprimirla,
suprimiendo la causa del conflicto, que es la injusticia social, la explotación del
trabajador. Al mismo tiempo pide al obrero el cumplimiento consciente de sus
deberes. No puede haber capital sin trabajo, ni trabajo sin capital: ambos están
llamados a entenderse y a colaborar al amparo de la justicia.

Si los poseedores de las riquezas se niegan a acceder a las legítimas demandas del
trabajador, son los poseedores de las riquezas los que encienden la lucha social, los
verdaderos revolucionarios. En tal caso los sindicatos tienen el deber de defender
los derechos de los sindicados, pero esto en ningún momento los autoriza a
sobrepasarse en sus exigencias ni a usar medios que lesionen los intereses justos
del capital.

La actitud del cristianismo social ante la lucha de clases es un reclamo de justicia


para los oprimidos. ‘La paz por la que lucha, no es la paz de los cementerios, ni la
armonía de la resignación de los débiles ante las grandes injusticias de los fuertes.
Esa justicia y esa armonía pide por igual el cumplimiento de los deberes recíprocos
y el respeto de mutuos derechos entre patrones y trabajadores. Cuando esto se
haya cumplido se habrá acabado la causa de la lucha de clases. Entonces surgirá la
colaboración de los diferentes elementos de la producción con miras a una
participación equitativa de los bienes producidos’.

‘La lucha de clases sin enemistades y odios mutuos, poco a poco se transforma en
una discusión honesta, fundada en el amor a la justicia. Ciertamente no es aquella
bienaventurada paz social que todos deseamos, pero puede y debe ser el principio
de donde se llegue a la mutua cooperación de las clases’. ‘Los medios para salvar al
mundo actual de la triste ruina en que el liberalismo amoral lo ha hundido, no
consisten en la lucha de clases y en el terror y mucho menos en el abuso
autocrático del poder estatal, sino en la penetración de la justicia social y del
sentimiento de amor cristiano en el orden económico y social’” (Sindicalismo, pp.
41-44)13.

3.3 Las profesiones

Las clases sociales son la resultante espontánea de la semejanza de condiciones


económicas, sociales, culturales, emotivas en que viven determinadas categorías
de personas. Las profesiones son el resultado de la función, o del trabajo que
determinadas personas ejercen. Quienes ejercitan un mismo grupo de actividades
destinadas a proveer a la sociedad de los mismos bienes o servicios forman parte
de una misma profesión. Esta proporcionará a sus miembros los medios económicos
para satisfacer las necesidades de su vida.

De hecho cada profesión, sea ésta un oficio manual o una carrera liberal, crea, por
la naturaleza misma de las cosas, una comunidad de intereses entre los que la
ejercen. Lo natural es, por tanto, que de una misma profesión formen un cuerpo

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profesional organizado. “Como, siguiendo el impulso natural, los que están juntos en
un lugar forman una ciudad, así los que se ocupan en una misma arte o profesión,
sea económica, sea de otra especie, forman asociaciones o cuerpos, hasta el punto
que muchos consideran esas agrupaciones, que gozan de su propio derecho, si no
esenciales a la sociedad, al menos connaturales con ella” (QA 36, OSC 264).

S.S. Pío XI en Quadragesimo Anno hace de la profesión organizada uno de los


elementos básicos de la reforma social14.

3.4 La sociedad civil. El Estado

3.4.1 [Estado y autoridad en la sociedad]

3.4.1.1 Elementos del Estado

“El Estado implica tres elementos constitutivos: una sociedad, un territorio, una
autoridad.

Como sociedad, el Estado se diferencia de las otras agrupaciones humanas de


orden temporal, por su extensión y por su misión superior. Comprende y en cierto
límite rige familias, municipios, instituciones diversas, nacidas, por ejemplo, del
ejercicio de una misma profesión, de la necesidad del mutuo auxilio, del cultivo en
común de las ciencias y de las artes.

El Estado es soberano en su territorio, en el sentido de que en el orden temporal, no


depende de un superestado. Tiene, sin embargo, con los demás Estados relaciones
de interdependencia, cuya reglamentación demanda órdenes jurídicos
supranacionales.

La autoridad del Estado tiene por función la gerencia del bien común de los mismos
que lo componen” (CSM 34-37).

3.4.1.2 Naturaleza del Estado

El P. Antoine define la sociedad civil: “una sociedad completa, compuesta de


multitud de familias que unen sus esfuerzos en la prosecución del bien común
temporal”.

Analicemos los términos de la definición:


Sociedad completa: esto es, independiente de toda otra sociedad, en lo que
concierne a su esfera de acción propia, y provista de todos los recursos necesarios
para su desarrollo y su actividad;

Sociedad compuesta de multitud de familias: la sociedad civil no está compuesta de


multitud de individuos, sino que es el desarrollo normal de la familia, toma a su
cargo las necesidades y aspiraciones que las familias no pueden satisfacer por sí
mismas. Es el desarrollo normal de la familia.

Prosecución del bien común temporal: su fin propio es todo lo que interesa a la
actividad humana en el campo terrestre. Queda excluido únicamente lo que toca al
orden sobrenatural, que pertenece a la Iglesia. El bien común temporal no incluye
sólo los intereses materiales, sino también los intelectuales y morales: en una
palabra todo lo que constituye la civilización.

La palabra bien común indica que el Estado sólo se preocupa de los intereses
comunes de los miembros de la sociedad civil, no de los intereses de cada uno de
ellos, de sus bienes particulares. Así, por ejemplo, al Estado no le incumbe
directamente procurar habitación o trabajo a cada ciudadano, es él quien debe
procurárselo; en cambio le corresponde asegurar las condiciones de seguridad, de
protección, de educación, de facilidad de comunicaciones, de aprovisionamiento, de
bienestar, gracias a las cuales la actividad personal podrá adquirir los bienes que
necesita. La felicidad individual dependerá, eso sí, en gran parte de este bienestar
general cuyo gerente es el Estado.

3.4.1.3 Personalidad del Estado

“43. El Estado es perpetuo por naturaleza. De aquí se sigue que los tratados que
celebra y las obligaciones pecuniarias y de otra clase que asume, le obligan, sean
cuales fueren los cambios que puedan producirse en las personas físicas que lo
encarnen y en las formas políticas que revista.

44. El Estado es una persona moral. Se compone, en verdad, de individuos


substancialmente distintos; pero esos individuos forman un todo unificado por la
convergencia de sus actividades razonables hacia el fin para el cual se han
constituido en agrupación política.

Por lo tanto, como agrupación unificada de individuos que permanecen

57
substancialmente distintos, el Estado no tiene ni puede tener más que derechos y
deberes humanos, pero engrandecidos y ampliados. Se halla, pues, sometido a la
misma ley moral y a la misma regla de justicia que los individuos. En la esfera de
sus relaciones con las sociedades semejantes a él, es decir, con los otros Estados,
no se sustrae a la obligación de respetar esta ley y estas reglas.

Es indispensable, para que pueda realizarse el fin social, que el Estado sea
jurídicamente sujeto de derechos, al modo de los individuos, aunque en una esfera
más extensa y con modalidades propias.

Esta personalidad no dimana del derecho positivo, sino de la misma Naturaleza”


(CSM 43 y 44).

3.4.1.4 Origen del Estado

Se ha discutido desde muy antiguo si la sociedad civil tiene su origen en la


invención lisa y llana del hombre, o tiene un fundamento de derecho natural
anterior a la voluntad del hombre, interviniendo naturalmente esta última para
darle su existencia concreta.

Si la sociedad civil es invento humano, el hombre puede darle a su antojo la forma


que quiera, como el artista puede hacerlo con la obra que está trabajando. Si es de
derecho natural, los hombres deberán acomodarse al orden natural que nos
descubre la razón, que no es otro sino la voluntad del Creador. Esto último
significaría que la sociedad debe en su organización reconocer una autoridad, cuyo
derecho de mandar vendría en último término de Dios; que sus leyes no pueden
ceñirse al capricho, sino al bien común, etc.

Rousseau en su Discours sur l’inégalité parmi les hommes, y, sobre todo en su


Contrat Social ha sido el campeón del origen puramente humano de la sociedad
civil que no descansa sino en la voluntad arbitraria de los contratantes. Según
Rousseau, el estado primitivo del hombre, el que lo hacía verdaderamente feliz, es
el de independencia total. La única sociedad natural es la familia, y eso solamente
mientras el niño necesita de sus padres. Pero desgraciadamente los más fuertes
tratan de reducir los demás a la esclavitud; de aquí que se impuso una convención
para establecer la paz. Todo el problema del Contrato Social es buscar una forma de
asociación que defienda la persona y los bienes de cada asociado, en tal forma que
cada uno al unirse a los demás, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre
después como antes. Por la asociación se produce un cuerpo moral y colectivo
compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea. La ley es la
expresión de esta voluntad general, y es, por tanto, siempre justa, y se impone a la
obediencia absoluta de todos. Es la mayoría la que crea la justicia y el derecho.
Fácilmente puede verse a qué abusos puede llevar esta teoría, y a qué abusos de
hecho ha llevado su práctica en el curso de la historia.

Frente a la Escuela del Contrato Social, la moral católica afirma que la sociedad civil
es un hecho natural querido por Dios, como complemento y expansión de la familia,
destinado a permitir al hombre la adquisición de nuevos recursos para obtener la
realización del bien común temporal.

Lo que determina al hombre a unirse con sus semejantes no es un pacto, del que no
hay memoria ni indicio en la historia, sino el instinto de sociabilidad que lo lleva a
completar su personalidad con la de sus semejantes. Por eso desde que hay historia
nos aparece el hombre unido socialmente a los demás, y en ningún momento
haciendo vida solitaria. Esta asociación le permite a sus miembros la protección
contra los abusos de la fuerza, la posesión tranquila de su bienestar y la expansión
de sus actividades. Los hombres no pueden consumir sus energías en el campo
restringido de la vida familiar. Para obtener nuevos y más variados bienes,
conocimientos más profundos y diferenciados, necesita el hombre de sus
semejantes. Grandes trabajos serán realizados, que van mucho más allá de las
posibilidades de la familia: puertos, caminos, canalizaciones, energía eléctrica,
atómica… todo eso requiere una unión de fuerzas bajo una común autoridad. Todo
esto nos hace ver que la unión que los hombres siempre han profesado no es
materia de un querer arbitrario del hombre, de un mero invento suyo, sino la
consecución de sus inclinaciones más profundas puestas por Dios en su alma, esto
es, la realización de una tendencia natural.

Como hecho natural la sociedad tiene leyes que no pueden ser desconocidas, sin
negarla: tales, por ejemplo, la necesidad de una autoridad, su orientación al servicio
del hombre y de la familia, cuyas necesidades está llamada a proveer y no a
substituir, ni menos a atropellar.

En la encíclica Mit brennender Sorge, S.S. Pío XI defiende, contra el totalitarismo


racista que identificaba derecho con lo que es útil a la nación, el concepto de
derecho natural: “El verdadero concepto de bien común se determina y se conoce

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mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre derecho
personal y vínculo social, como también por el fin de la sociedad, determinado por
la misma naturaleza humana. El Creador quiere la sociedad como medio para el
pleno desenvolvimiento de las facultades individuales y sociales… Hasta aquellos
valores más universales y más altos que solamente pueden ser realizados por la
sociedad, no por el individuo, tienen, por voluntad del Creador, como fin último el
hombre natural y sobrenatural. El que se aparte de este orden conmueve los pilares
en que se asienta la sociedad, y pone en peligro la tranquilidad, la seguridad y la
existencia de la misma” (Mit brennender Sorge 28, CEP pp. 369 y 370).

3.4.1.5 La autoridad en la sociedad

a) No hay sociedad sin autoridad

Los filósofos han cavilado sobre muchos problemas que dicen relación con la
autoridad en la sociedad. Dejaremos de lado los puramente especulativos, para no
detenernos sino en aquellos que tienen alcance práctico.

La primera afirmación que hace a este respecto la moral católica es que ninguna
sociedad puede subsistir sin autoridad, cuya misión es imprimir eficazmente a cada
uno de los miembros un mismo impulso hacia el bien común. La autoridad, lo
mismo que la sociedad, proceden de la naturaleza y, por consiguiente, del mismo
Dios. Consecuencias que emanan directamente de este principio son, primera, que
resistir a la autoridad es resistir al orden establecido por Dios (El que resiste la
autoridad resiste a la ordenación divina (Rm 13,2)) y, segunda, que el que tiene
autoridad ha sido puesto por Dios para el servicio del pueblo. El servicio del pueblo
es la única razón de su poder y fija sus límites (CSM 38).

b) Origen divino de la autoridad

“Aunque la autoridad emana de Dios, no se presenta en forma de donación a este


individuo o a aquella familia. Dios no designa al que ejerce el poder. No lo ha hecho
más que excepcionalmente en la historia del pueblo judío, por la vocación especial
de este pueblo. Dios no determina tampoco el modo de designar los gobernantes, ni
las formas de la Constitución. Estas contingencias dependen de hechos humanos”
(CSM 39 y 40), por ejemplo de las tradiciones antiguas de cada pueblo, de una
constitución legítimamente aprobada, o incluso de la aprobación del pueblo a
gobernantes que iniciaron su poder en forma arbitraria.
Con lo dicho se entiende qué se afirma al decir que el poder es de origen divino.
Todos los gobernantes son de derecho divino en el sentido que de Dios y de solo
Dios reciben el poder de mandar, pero ninguno es de derecho divino en el sentido
que la forma de gobierno que cada uno de ellos representa haya sido preferida y
querida por Dios. Deja el Creador a cada nación el cuidado de elegir su forma de
gobierno y de determinar sus gobernantes, pero una vez hecha la elección es Dios
quien da la autoridad necesaria para ejercer este poder en conformidad a la
constitución de cada Estado.

c) Variedad de formas de gobierno

La legitimidad del poder no está, pues, ligada a ninguna forma de gobierno: no hay,
pues, monarquía, ni aristocracia, ni democracia de derecho divino. La Iglesia
Católica, en sus relaciones oficiales con los Estados, hace abstracción de las formas
que los diferencian. Y así, de hecho, hay perfecta convivencia de los católicos en
una sociedad monárquica como la inglesa; en una república democrática, como los
Estados Unidos; bajo el régimen hindú como bajo el mando del Emperador del
Japón. En todos estos regímenes encontramos a católicos de línea colaborando
incluso bajo autoridades paganas al bien común temporal de su nación. En algunos
países, en Francia principalmente, fue difícil para muchos católicos desprenderse de
la idea que el catolicismo no estaba ligado a la monarquía, pero los Romanos
Pontífices, especialmente León XIII, han insistido firmemente en la doctrina recién
expuesta. “Tales son las reglas trazadas por la Iglesia Católica respecto a la
constitución y gobierno de los Estados. Estos decretos y principios, si se juzgan
sanamente, no reprueban en sí ninguna de las distintas formas de gobierno, puesto
que éstas nada tienen que repugne a la doctrina católica, y si son aplicadas con
prudencia y justicia, pueden todas garantizar la prosperidad pública. Más aún, no se
reprueba en sí el que el pueblo tenga participación mayor o menor en el gobierno;
en ciertos tiempos y bajo ciertas condiciones puede llegar a ser eso no sólo una
ventaja, sino un deber para los ciudadanos” (Immortale Dei 45, CEP p. 173).

“En el orden especulativo, los católicos tienen, pues, como todo ciudadano, plena
libertad para preferir una forma de gobierno a otra, precisamente porque ninguna
de estas formas especiales se opone en sí misma a los dictados de la sana razón, ni
a las máximas de la doctrina cristiana” (CSM 41).

3.4.1.6 Actitud ante el poder establecido

61
En materia de autoridad el ciudadano está abocado frecuentemente a realidades
prácticas. “Todos los individuos deben aceptar los gobiernos establecidos, y no
intentar nada fuera de las vías legales para derribarlos o cambiar su forma.
Reconocer en los individuos la libertad de hacer una oposición violenta, ya a la
forma de gobierno, ya a la persona de sus jefes, equivaldría a instalar en la
sociedad política, con carácter permanente, el desorden y la revolución.
Únicamente una tiranía insoportable, o la violación flagrante de los derechos
esenciales más evidentes de los ciudadanos, justificarían, después del fracaso de
todos los demás medios legales, el derecho de rebelión” (CSM 41).

Por tanto, cuando un gobierno, por una revolución triunfante o por otro camino, está
instalado en el poder y orienta sus actividades hacia el bien común, es deber de
todos los ciudadanos obedecerlo, pues tiene derecho a mandar: de lo contrario no
podría subsistir la sociedad con la tranquilidad que necesita para buscar el bien
común. Los católicos no pueden prevalecerse de su religión para derribarlo, a no ser
que ocurra el caso arriba señalado de una tiranía insoportable o la violación
flagrante de los derechos esenciales de la persona humana, no por tanto la práctica
de injusticias menores o de atropellos que, por muy dolorosos que sean, no
autorizan el daño inmenso que significa una revolución. Pueden por los medios
pacíficos a su alcance arrastrar a sus conciudadanos a presionar al gobierno para
que respete el derecho, pero no pueden arrastrar la nación al caos.

3.4.1.7 Teorías sobre el origen inmediato del poder en la sociedad

Descartada la doctrina del origen puramente humano de la sociedad de Rousseau y


de Hobbes, los autores católicos tratan de explicar de dónde viene al que ejerce el
poder su derecho de mandar. El gobernante ¿recibe directamente de Dios su poder,
o por intermedio de la sociedad, para cuyo bien Dios ha constituido la autoridad?

3.4.1.7.1 Teoría del hecho histórico-jurídico

Hay una teoría que suele llamarse del “hecho histórico-jurídico”. Excluye toda idea
de convención o pacto entre la nación y el que ejercita el poder. Basta que en un
momento dado se produzca un hecho que haga necesario que tal individuo ejercite
el poder, o que se establezca tal forma de gobierno, para que el gobernante reciba
directamente de Dios la autoridad necesaria para el gobierno del país, debiéndole –
por consecuencia– obediencia los demás. Si en un momento dado se presenta una
persona que aparece como la única capaz de asegurar el orden, dadas sus
cualidades personales, éste debe asumir el poder que Dios se lo confiere
directamente para el bien común de la sociedad.

Este sistema erige el hecho en derecho, sin que aparezca un principio que justifique
esta transformación. Si bien las circunstancias pueden mostrar que una
determinada persona o forma de gobierno debe ser elegida, de ahí no se sigue que
esta persona adquiera por eso sólo el derecho de constituirse en autoridad y que los
demás deban obedecerle.

3.4.1.7.2 Teoría del pacto social

Es la doctrina del Cardenal Belarmino y del Padre Suárez, ambos jesuitas, del siglo
XVI el primero y XVII el segundo.

Esta teoría exige para la transmisión legítima del poder el asentimiento de la


nación, por un acto explícito o implícito. En un primer tiempo, por hablar así, Dios
concede a la sociedad el poder de una manera indeterminada, para que ella
designe la autoridad que ha de regirla y las reglas a que ésta ha de ceñirse. Esto
constará en la constitución oral o escrita del país. Luego, la sociedad se desprende
de este poder y lo transmite a esta autoridad elegida, que será quien tendrá
derecho a mandar en nombre de Dios, y los demás deberán obedecerle. Aun
cuando por una usurpación o acto de violencia se establezca una nueva forma de
gobierno, ésta no será legítima hasta que el país por una aceptación, al menos
tácita, la haya confirmado en su autoridad. Esta doctrina, a diferencia de la anterior,
exige el consentimiento de la nación para el ejercicio legítimo de la autoridad. A
veces este consentimiento será dado muy a pesar de los súbditos, sólo para salvar
el bien común. Algunos han introducido una modalidad diferente en esta teoría,
proponiendo la doctrina de la designación: la sociedad no hace más que designar la
autoridad, pero el poder viene a ésta directamente de Dios, sin pasar por el pueblo.

Esta teoría no tiene nada que ver con la de Rousseau, para el cual el poder no viene
en forma alguna de Dios, sino que es la pura expresión de la voluntad general,
suma de las voluntades particulares, revocable a voluntad. Los gobernantes no
tendrían autoridad propia, sino que serían los delegados temporales de la nación,
en cuyas manos permanece el poder en forma inalienable.

Tampoco esta doctrina se confunde con la condenada en la carta sobre Le Sillon: lo


que allí se condenó es que el pueblo, en cuanto nación, es la fuente primera del

63
poder, independientemente de Dios; y que el pueblo en cuanto clase especial tiene
la posesión inalienable de este poder, y que es él por tanto el único que puede
conferirlo. En la doctrina de Belarmino y Suárez el poder viene de Dios, y lo concede
no al pueblo en cuanto opuesto a otras clases, por ejemplo a la aristocracia, sino al
pueblo en cuanto nación que comprende todas las clases.

Al decir que Dios da la autoridad no significa que Dios apruebe todos los actos del
gobernante, el cual deberá dar a Dios cuenta de ellos, sino que el poder de obligar
con miras al bien común viene de Dios, de quien viene también la tendencia social
del hombre: esto da nobleza a la obediencia.

3.4.1.8 Misión de la autoridad

El Código Social de Malinas sintetiza con extraordinaria nitidez este punto:

“45. Gerente del bien común, la autoridad debe, en primer lugar, proteger y
garantizar los derechos de los individuos y de las colectividades que comprende.
Porque la violación de estos derechos tiene una repercusión profunda y nefasta en
el bien común que el Estado tiene a su cargo, mientras que, por el contrario, el
respeto de los derechos de cada uno favorece el desenvolvimiento del bien de
todos. Es preciso, pues, un poder capaz de prevenir los abusos, obligar a los
recalcitrantes y castigar a los delincuentes.

46. La autoridad del Estado debe emplearse, además, en favorecer el


acrecentamiento de los bienes materiales, intelectuales y morales, para el conjunto
de los miembros de la sociedad.

47. No quiere esto decir que en todos los dominios de la actividad humana deba el
Estado proveer a todo.

Desde luego, no está encargado de conducir a los hombres a la felicidad eterna.


Esto corresponde a la Iglesia, a quien el Estado puede y debe ayudar, pero sin
suplantarla.

Aun en el dominio temporal, el Estado, como proveedor del bien común, ha de tener
en cuenta la iniciativa privada, individual y colectiva, que también posee una cierta
fuerza para realizar un bien común, ya a varios, ya al conjunto del cuerpo social.

Cuando esta iniciativa es eficaz, el Estado no debe hacer nada que pueda
embarazar o ahogar la acción espontánea de los individuos y de los grupos. Pero
cuando es insuficiente, el Estado debe excitarla, ayudarla, coordinarla y, si hace
falta, suplirla y completarla.

Esta manera de proveer al bien común de las sociedades temporales no es más que
una imitación de la acción de Dios en el gobierno general del mundo. Esta acción
hace concurrir a los designios de su voluntad salvadora todas las fuerzas, incluso la
de las actividades libres.

Igualmente el Estado facilitará la cooperación del poder central con todas las
actividades nacionales, según un plan de conjunto cuyas grandes líneas debe fijar,
confiando en lo posible la ejecución a los individuos.

48. La persona humana tiene derechos anteriores y superiores a toda ley positiva.

Nacen estos derechos, sean individuales o colectivos, de la naturaleza humana,


inteligente y libre.

49. La ley debe proteger la libertad de la persona, no sólo contra los ataques
exteriores, sino también contra los extravíos de la libertad misma.

Todo uso de la libertad es susceptible de degenerar en licencia. Pertenece, pues, a


la ley señalar los límites y regular el ejercicio de los derechos.

50. Las Constituciones modernas se han preocupado particularmente de deducir y


de proclamar los corolarios, tanto de la libertad personal como de la igualdad de
naturaleza, comunes a todos los hombres. Lo han hecho con frecuencia bajo la
influencia de los sistemas filosóficos que exageran la autonomía de la persona
humana.

51. En el enunciado y reglamentación jurídica de los corolarios de la libertad


personal, el legislador no debe nunca perder de vista que la libertad humana puede
fallar, y que, por lo tanto, importa no confundir el uso con el abuso de las facultades
que implica.

Por eso, el uso del derecho de poseer, del derecho de publicar el pensamiento por
medio de la prensa y la enseñanza, del derecho a reunirse con semejantes y de
asociarse con ellos, sólo es, en principio, legítimo dentro de los límites del bien.

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Pertenece a la autoridad trazar las fronteras más allá de las cuales el uso del
pretendido derecho se convertiría en licencia. Únicamente en consideración a evitar
un mal mayor, o a obtener o a conservar un mayor bien, el poder público podría
‘usar de tolerancia con respecto a ciertas cosas, contrarias a la verdad y a la
conciencia’ (León XIII, Encíclica Libertas [41]).

52. En el enunciado y en la reglamentación jurídica de los corolarios de la igualdad


de naturaleza, como, por ejemplo, la igualdad ante la ley, ante la justicia, ante el
impuesto, ante las funciones públicas, es necesario que el legislador tenga en
cuenta no sólo la igualdad de naturaleza, sino también las desigualdades
accidentales que pueden hacer a los individuos más o menos aptos para el ejercicio
de esta o aquella facultad.

Por ejemplo, bajo pretexto de igualdad no podría permitir a cualquiera, fuera sabio o
ignorante, ejercer la profesión médica” (CSM 45-52).

Esta exposición nos permite ver cómo el Estado no es un fin en sí mismo, sino que
está al servicio de la nación, esto es, de la comunidad. Debe, por tanto, respetar las
libertades individuales y los derechos compatibles con las exigencias del bien
común. Obraría mal el Estado, si se hiciera el dispensador de las libertades
personales: éstas son anteriores al Estado, permanecen como algo sagrado frente a
él. No puede, pues, restringirlas, sino en la medida en que es indispensable para el
bien de la sociedad. Si en circunstancias extraordinarias se impone una restricción
de estos derechos, tal situación no puede ser considerada normal, y hay que tender
a la normalidad lo antes posible. Cuando las libertades civiles están amenazadas,
en lo que tienen de realmente legítimas, pueden ser suspendidas temporalmente
las libertades políticas, por ejemplo como sería en el caso de un golpe de fuerza que
tiende a subvertir el orden público. El Estado no puede nunca ponerse al servicio de
una clase o de un partido, debe gobernar para el bien de todos y debe dejar a los
ciudadanos el maximum de libertades compatibles con el orden público y el bien
general del país. La dignidad del hombre pide que el adulto sea tratado como adulto
y que se le llame a participar en forma seria en los negocios públicos, al menos en
la elección de sus representantes.

Asegurada la tranquilidad el Estado debe procurar la prosperidad pública, colaborar


en la obra civilizadora, estimular la iniciativa privada y coordinar sus esfuerzos. El
progreso depende, antes que nada, del genio y esfuerzo de los habitantes. El Estado
no puede crearlos, pero puede crear un clima apto a su desarrollo y evitar los
obstáculos. Esto supone en los dirigentes del Estado visión clara, espíritu de
iniciativa y el cuidado permanente de no transformarse en burocracia formalista y
estéril.

El peligro de absorción estatal es realísimo. El Estado tiende a substituir a los


particulares, a los cuales debe estimular, pero jamás absorber ni reemplazar.
Ordinariamente la iniciativa privada trabaja en forma más económica y eficiente
que el Estado, siempre que no encuentre obstáculos de su parte. En cambio hay
trabajos generales, como ser los de las estaciones meteorológicas, experimentación
de terrenos, informes sobre regadío, etc., que suponen vastos recursos y que por su
mismo carácter general corresponden más al Estado que a los particulares. Dígase
lo mismo del buen funcionamiento de los servicios consulares, aduanas, vías
públicas, en los que la acción del Estado es irreemplazable e indispensable para el
bien común.

En los problemas que dicen relación con la vida intelectual y moral, debe el Estado
respetar y estimular la iniciativa privada, ya que los valores más directamente
personales del hombre están interesados. Frente a ellos, la intervención de una
colectividad anónima como el Estado puede ser desacertada y aun tiránica. En
materia de educación tiene derecho de intervención, pues el bien común está en
juego, y puede por tanto fijar un minimum de instrucción obligatoria, pero de
ninguna manera puede justificarse el monopolio educacional. Colabore con la
familia, oblíguela a cumplir su deber, subvencione escuelas, y abra otras para suplir
las deficiencias de la enseñanza privada: este principio vale para todos los grados
de la instrucción, incluso la superior.

En cuanto a la vida moral debe el Estado combatir la licencia de las calles,


publicaciones y cines, proteger al niño y a la mujer y alentar la acción de la Iglesia,
pues la vida moral es en gran parte un reflejo de las convicciones superiores.

El Estado no puede cumplir su misión de igual manera en todas partes: Mientras


más civilizado es un país más debe alentar la iniciativa privada y aprovecharse de
sus recursos; mientras más joven sea una nación y más primitiva, como en los
países coloniales, la intervención del Estado deberá ser mayor para activar la
civilización y poner al pueblo en situación de aprovecharse del progreso general.

3.4.1.9 Poder legislativo, ejecutivo y judicial

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El poder supremo se ejercita de tres maneras: promulgando normas generales de lo
que hay que hacer y evitar: poder legislativo; haciendo observar las leyes y velando
por su cumplimiento: poder ejecutivo; reprimiendo eficazmente los abusos que
perturban el orden establecido: poder judicial.

Cualquiera de estos poderes que faltase al Estado, su acción sería insuficiente o


ineficaz. En los Estados modernos la acción gubernativa requiere multitud de
funcionarios íntegros y competentes: de su falta de competencia o de honradez se
siguen daños notables.

Bajo el punto de vista de la moral social dos puntos aparecen de especial


importancia: el derecho de castigar, y el valor de las leyes.

3.4.1.9.1 Las penas. La pena de muerte

Varias teorías parciales tratan de explicar el derecho de la autoridad para imponer


penas: restablecer el orden violado mediante el castigo del culpable; defender la
sociedad previniendo la comisión de nuevos delitos ante el temor de la sanción;
rehabilitar al culpable por la expiación de su delito, por el deseo de una vida mejor y
por una educación apropiada. Ninguno de estos aspectos es completo, pero
tomados en conjunto aparece el fundamento del derecho a imponer castigos.

En cuanto a la pena de muerte, ojalá llegara a ser estimada innecesaria; no se


puede criticar a las legislaciones que la han suprimido, pero tampoco puede decirse
que contradice al derecho natural su imposición cuando no aparece otra manera
eficaz de defender a la sociedad contra los agresores incorregibles. Eso sí que su
aplicación debe ser hecha con suma moderación y equidad, pues los males que
acarrea son irremediables. Es de esperar que la humanidad progrese tanto que
llegue a convencerse que puede subsistir sin una sanción tan atroz.

Mucho se ha discutido sobre la licitud de la tortura para obtener la confesión del


culpable. Aristóteles sostenía su licitud. Cicerón, Séneca, San Agustín la negaban.
En teoría hoy está abolida, pero desgraciadamente la policía la aplica ilegalmente y
en los campos de concentración se ha usado de ella y se continúa usando como en
las épocas más negras de la historia.

El derecho de imponer castigos debe ir acompañado de un sistema carcelario que


sea una escuela de reforma para los prisioneros y no una nueva escuela de
crímenes, como desgraciadamente sucede con demasiada frecuencia. Los
gobernantes tienen la tremenda responsabilidad de la corrupción creciente de
aquellos que debieran regenerarse en la prisión, y que en cambio se degeneran en
ella y conciben odio contra la sociedad.

3.4.1.9.2 Poder legislativo. Fuerza de la ley

Nada de parecido entre el concepto ateo de la ley: imposición de la voluntad de una


mayoría, y el concepto cristiano, respetuoso de la autoridad, pero también del
derecho inviolable de la conciencia.

El fundamento último de la obligatoriedad de la ley reside en la voluntad de Dios


que promulga de una manera imperativa el orden que quiere ver reinar en el
mundo. Este plan providencial en el que cada criatura recibe su ley, conforme a su
naturaleza, está en Dios y es lo que llamamos la ley eterna, fuente de toda
obligación, como de todo derecho.

Para el hombre este plan de Dios es promulgado en nuestra conciencia por la ley
natural bajo la forma de indicaciones generales de lo que debemos hacer y evitar, y
que en cada caso particular nos ilustra acerca de la moralidad de nuestros actos. La
conciencia humana percibe estos principios morales como impuestos por una
voluntad superior que quiere un orden objetivo. Si actúa conforme a estos principios
o los viola, experimenta una satisfacción o remordimiento de conciencia.

Todo grupo social necesita prescripciones más detalladas que estas normas
generales: son las leyes positivas, que obligan en conciencia porque emanan de un
poder legítimo querido por Dios para asegurar el orden en el mundo. La ley,
siguiendo a Santo Tomás, es un precepto de razón, dictado para el bien común por
aquel que dispone de autoridad legítima. Desde el momento que las órdenes de la
autoridad dejan de ser un precepto de razón pierden su naturaleza propia y dejan
de obligar. La ley promulgada por la autoridad legítima se presume conforme a la
razón: será, pues, necesario probar que la contradice para sentirse autorizado a su
incumplimiento. En nuestros tiempos este problema es de tanto o mayor actualidad
que en los primeros, por los continuos atropellos al derecho natural y a la ley
positiva de todos los totalitarismos.

“La autoridad del Estado está bien lejos de ser ilimitada. Puede ordenar cuanto sea
conforme al bien común de los miembros de la sociedad, y nada más. La fuerza

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material es, sin duda, un medio de tal modo indispensable para la autoridad, que
sin ella resulta inepta para el ejercicio mismo de su función. Pero el empleo de la
fuerza está subordinado al fin social que depende, a su vez, de la razón” (CSM 42).

La conciliación de la autoridad y de la libertad es un problema bien difícil: la primera


asegura un gobierno fuerte, la segunda garantiza la independencia del individuo.
Una combinación de estos dos elementos es indispensable, aunque difícil al apreciar
en forma concreta las exigencias del bien común.

3.4.1.9.3 Obligación de las leyes injustas

¿En qué medida obliga una ley injusta, esto es, que ofende la conciencia, vulnera
los derechos superiores de Dios o las normas de la justicia? Tal ley no obliga, porque
no es ley. En ciertos casos podrá el súbdito someterse por evitar un mal mayor,
siempre que no esté en oposición con una ley superior y sólo vulnere intereses
privados, pero si se trata de un precepto intrínsecamente malo, hay que recordar
toda la tradición cristiana: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, como
respondieron los Apóstoles, que supieron morir en defensa de la integridad de su
conciencia (Textos. Cfr. Lallement).

S. S. León XIII en Sapientiae Christianae resume la doctrina de la Iglesia:

“Es impiedad por agradar a los hombres dejar el servicio de Dios; ilícito quebrantar
las leyes de Jesucristo por obedecer a los magistrados, o, so color de conservar un
derecho civil, infringir los derechos de la Iglesia… Conviene obedecer a Dios antes
que a los hombres, y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás Apóstoles
respondían a los magistrados cuando les mandaban cosas ilícitas, eso mismo en
igualdad de circunstancias se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la paz
como en la guerra, quien aventaje al cristiano solícito de sus deberes; pero todo
debe arrostrarse y preferir hasta la muerte antes que desertar de la causa de Dios y
de la Iglesia.

Por lo cual desconocen seguramente la naturaleza y alcance de las leyes los que
reprueban semejante constancia en el cumplimiento del deber, tachándola de
sediciosa. Hablamos de cosas sabidas, y Nos mismo las hemos explicado ya otras
veces. Le ley no es otra cosa que el dictamen de la recta razón promulgado por la
potestad legítima para el bien común. Pero no hay autoridad alguna verdadera y
legítima si no proviene de Dios, soberano y supremo Señor de todos, a quien
únicamente compete dar poder al hombre sobre el hombre; ni se ha de juzgar recta
la razón cuando se aparta de la verdad y la razón divina, ni verdadero bien el que
repugna al bien sumo e inconmutable, o tuerce las voluntades de los hombres y las
separa del amor de Dios. Sagrado es para los cristianos el nombre del poder
público, en el cual, aun cuando sea indigno el que lo ejerce, reconocen cierta
imagen y representación de la majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a
las leyes, no por la fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con
un deber, porque el Señor no nos ha dado espíritu de temor; pero si las leyes de los
Estados están en abierta oposición con el derecho divino, si se ofende con ellas a la
Iglesia o contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en
el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, la obediencia crimen, que
por otra parte envuelve una ofensa a la misma sociedad, puesto que pecar contra la
religión es delinquir también contra el Estado” (Sapientiae Christianae 10 y 11, CEP
pp. 214 y 215).

3.4.1.9.4 Las leyes penales

Llaman muchos moralistas leyes penales aquellas que el legislador impone, no con
ánimo de obligar en conciencia a su cumplimiento, sino a la pena si el transgresor
es sorprendido. En la concepción de aquellos que admiten la existencia de las leyes
meramente penales resulta bien difícil determinar cuáles sean éstas y resultan
criticables la mayor parte de los criterios sugeridos, pero por encima de todo, la
idea misma de ley meramente penal es aún más criticable y se nota en nuestros
tiempos una fuerte corriente que no acepta tal categoría. Porque, ¿cómo puede una
ley obligar en conciencia a la aceptación y cumplimiento de la pena, que es lo
accesorio, cuando la parte determinante de la ley no obliga? Por otra parte, ¿puede
haber un legislador que promulgue una ley con intención de no obligar? ¿Qué
pensar de un legislador que sólo diera valor al capítulo de las sanciones? El
concepto, pues, de ley meramente penal debe ser desechado y reemplazado por la
doctrina que todas las leyes civiles, de aduanas, de impuestos, etc., obligan en
conciencia, siempre que tales leyes sean justas.

Violar en materia grave algunas de estas leyes que algunos llaman penales, como
leyes de aduanas, de impuestos, ¿es por tanto falta grave?, y si la materia es leve,
¿falta leve? El P. Azpiazu, S.J., en su Moral Profesional Económica (Madrid, Fax 1940,
pp. 38-41), resuelve así el problema:

71
“Ser estrecho en esta materia equivaldría a hacer imposible la vida; ser laxo valdría
tanto como echar por la borda todas las leyes.

La solución de estas cuestiones ha de hacerse a la luz del bien común, que es la


primera finalidad de la ley.

La ley ha de juzgarse en cada caso particular según el bien común.

Hay casos en que el bien común ordena las cosas de una manera clara. Valga como
ejemplo algunas leyes de determinación de la propiedad que dicen los moralistas,
como las de prescripción, evicción, posesión con buena fe, etc., que el bien común
claramente exige y determina, para evitar líos que se multiplicarían de manera
asombrosa de no existir normas claras y concretas en derecho para determinar la
propiedad. Por eso la obligación de atenerse a ellas es clara.

Pero hay otras en las que el bien común es objeto también de la ley, pero objeto
que en casos particulares queda obscurecido o disminuido. El caso es claro en las
leyes fiscales, las cuales abarcan en su amplitud muchísimos casos que en virtud de
epiqueya pueden catalogarse en excepciones.

El bien común es fin de la ley, pero el bien común no puede estar en oposición al
bien particular de muchos, y en circunstancias no previstas por la ley. Pues aunque
el bien común es superior al bien particular, ello es en circunstancias
verdaderamente graves y supuesto que todos cooperan a llevar las cargas del
mismo bien común que no ha de ir apoyado solamente en los hombres [sic] de los
católicos sinceros. Véanse estas ideas expuestas en Santo Tomás (II-II, q. 120, a.1).

Discurramos un poco acerca de la justicia de la ley civil.

Santo Tomás, al enumerar los diversos capítulos por los cuales ha de juzgarse la
justicia de la ley, dice que ‘la ley es también justa según su forma, es deducir,
cuando las cargas de la misma se imponen a los súbditos conforme a cierta
igualdad de proporción en orden al bien común’ (I, 2, q. 96, a.4).

Y efectivamente, la ley positiva es, por su naturaleza, dirigida a millones de


hombres en casos y circunstancias diversísimos e inestudiables por el legislador; es
forzosamente rígida e imposible de adaptarse a los casos, de tal modo que su
observancia puede ser, en casos particulares, incluso obstáculo a un bien mayor. En
tal caso la observancia de la ley con excesiva incomodidad no obliga, aun cuando la
transgresión de la ley sea una falta externamente jurídica que puede penarse por la
ley.

Es, pues, indiscutiblemente necesario el recurso a la epiqueya o a la equidad en las


leyes civiles. Y aun cuando hay indiscutiblemente en ello un fuerte peligro de
alucinación, pues se juzga en causa propia, no es mayor que el peligro de una mala
formación de conciencia; peligro que ha de evitarse por medio de consejos de
varones prudentes u otros análogos. Concretando: la ley humana no obliga con una
incomodidad proporcionadamente grave a la naturaleza de la ley, y en presunción
razonable de que el caso no hubiera sido tocado por la ley a haberse conocido por
el legislador. Para ello parece bastar una presunción honrada.

No significa esto aflojar la obligación impuesta por las leyes, antes al contrario; más
bien significa exigir lo que de suyo debe exigirse en la ley humana.

Tal debilidad de la ley humana es mucho más grande en toda ley de orden
económico, sea de tributación sea de desbloqueo de moneda o de otro orden,
porque los casos que abarcan estas leyes y que no puede el legislador conocer, son
tan diferentes y casi infinitos que es imposible resumirlos en una ley obligatoria.

De modo que según Santo Tomás es preciso que el peso de la ley sea justamente
proporcional en cuanto a la carga; como que de no serlo faltaría a la justicia
distributiva y dejaría de ser justa.

¿Y qué decir del caso en que tal proporcionalidad falta necesariamente (no de suyo
sino accidentalmente, pero falta), cuando por huir las gentes de conciencia laxa o
mala, de cargas correspondientes a sus fortunas, hacen recaer la carga toda sobre
otras personas de más timorata conciencia que tienen que pechar con lo suyo y con
lo que los otros no quisieron cargar? Es el caso de muchísimos impuestos que
necesariamente han de ponerse para la vida económica del Estado, y que
esquivados por gentes de menos conciencia tienen que recaer con carga más dura
en los mejores ciudadanos. ¿No pueden estos rehuir también algo de su parte,
como si se redimieran de una injusta vejación hecha por un Estado que lo sabe?

Junto a éste se pueden plantear otros análogos problemas, que no son de nuestra
competencia.

Luego, la obligación grave o leve de estas leyes habrá de medirse en consonancia

73
con las circunstancias de ajustamiento de la ley a la realidad, según exigencias más
o menos extremadas que la ley humana no sabe ni puede medir, de los diversos
detalles que inducen al particular a la formación de la conciencia guiada por la luz
de las circunstancias de los casos.

Así, sin caer en las exageraciones de quienes entendían que la ley penal obligaba a
todo, como Fr. Alfonso de Castro, y en las de quienes de todo hacen ley penal, se
puede formar rectamente la conciencia mediante la epiqueya, aún prescindiendo de
la existencia de las leyes mere penales y admitiendo la obligatoriedad de la ley.

De todos modos, haya o no leyes penales, el problema de conciencia queda


resuelto” (Azpiazu, S.J., 1940, pp. 38-41).

3.4.2 La intervención del Estado en los problemas sociales

3.4.2.1 El derecho de intervención del Estado

La concepción cristiana de la misión del Estado en la vida social se aleja del


extremo liberal, que rechaza absolutamente la intervención, y del extremo
socialista, que la exagera hasta llegar a caer en el Estado totalitario en que todo es
obra de Estado (En este capítulo seguimos de cerca lo expuesto por J. Folliet, en su
Morale Sociale, Chap. IX, La Corporation et l’Etat).

La doctrina cristiana no olvida que el Estado está encargado del bien común, que
incluye la prosperidad económica y la justicia social. Para asegurarlas se justifica la
intervención de la autoridad, tanto más que entre lo político y lo económico no hay
oposición, sino subordinación. Las actividades económicas y sociales tienen por fin
el bien común de la sociedad, y se ordenan a él como el medio al fin.

“Deber de intervención no quiere decir estatismo. Francamente esta palabra es


bastante vaga y los liberales la emplean para desacreditar las iniciativas que les
desagradan. Hay que precisarla por algunos epítetos”. Hay un estatismo de
tendencia socialista, que no es necesariamente totalitario, y un estatismo
totalitario, como lo fue el nacista, y lo es aún más el comunista. El estatismo de
tendencia socialista se traduce por una intromisión creciente del Estado en la vida
económica, por una tendencia a retirar la actividad económica de manos de la
familia, empresa, profesión, para confiarla a la gestión directa del Estado. Multiplica
las nacionalizaciones, los monopolios de Estado y los reglamentos administrativos.
Esta tendencia es peligrosa por cuanto lleva al Estado a ocuparse de aquello para lo
cual no es competente y a cargarse con un fardo muy pesado, que en último
término recae en los contribuyentes. Por otra parte, transforma un número cada vez
mayor de ciudadanos en funcionarios del Estado, disminuye la iniciativa personal,
quita influencia a los grupos intermediarios que garantizan la libertad personal, y se
orienta hacia el totalitarismo.

El estatismo totalitario se basa en una ideología completa: la plenitud de la


existencia sólo la posee el Estado. El individuo no existe sino en el Estado y por el
Estado. Los cuerpos intermediarios deben ser suprimidos radicalmente, o bien
fuertemente controlados por el Estado del cual sacan ellos su derecho a existir,
derecho revocable en cualquier momento.

La moral cristiana rehusa totalmente esta concepción totalitaria. Si el Estado está


encargado del bien común, no tiene encargo alguno del bien particular. Éste está a
cargo de los ciudadanos con la única restricción de subordinarlo al bien general. Si
la consideración del bien común suministra al Estado facultades que sobrepasan en
extensión e influencia las de las personas y las de los cuerpos intermediarios, esa
consideración no sólo no extingue los derechos de los particulares, sino que su
defensa entra en la noción misma del bien común.

El Estado no es, pues, en moral cristiana ni el gendarme liberal, ni la providencia


omnipotente del estatismo. La misión del Estado es asegurar a las libertades
particulares sus mejores condiciones de ejercicio y hacerlas converger hacia el bien
común, única razón de sus intervenciones.

Entre los católicos, principalmente franceses y belgas, existían a fines del siglo
pasado y principios del presente las dos tendencias: intervencionista y
antiintervencionista. La llamada Escuela de Angers era antiintervencionista,
mientras la de Lieja propiciaba la intervención estatal. Hoy día ningún católico
consciente negará el derecho de intervención del Estado en el problema social:
únicamente se discute la multitud de esta intervención.

3.4.2.2 El campo de intervención del Estado

S.S. León XIII en la Rerum Novarum (RN 25-35, OSC 270-276) como lo reconoce Pío
XI cuarenta años más tarde “sobrepasó audazmente los límites impuestos por el
liberalismo; [el Pontífice] enseñó sin vacilaciones que no puede limitarse la

75
autoridad [civil] a ser mero guardián del derecho y el recto orden, sino que debe
trabajar con todo empeño para que ‘conforme a la naturaleza y a la institución del
Estado, florezca por medio de las leyes y de las instituciones, la prosperidad, tanto
de la comunidad, cuanto de los particulares’” (QA 8, OSC 277).

León XIII reconoce al Estado ante todo un derecho de intervención directa e


inmediata cuando el interés general, el bien de una persona o de una comunidad
están vulnerados o gravemente amenazados, a fin de restablecer la justicia o
prevenir la injusticia. “Los que gobiernan deben proteger la comunidad y los
individuos que la forman. Deben proteger la comunidad, porque a los que gobiernan
les ha confiado la naturaleza la protección de la comunidad…; y deben proteger a
los individuos, porque la filosofía, igualmente que la fe cristiana, convienen en que
la administración de la cosa pública es, por su naturaleza, ordenada, no a la utilidad
de los que la ejercen, sino a la de aquellos sobre quienes se ejerce… Si pues se
hubiere hecho o amenazara hacerse algún daño al bien de la comunidad o al de las
clases sociales, y si tal daño no pudiera de otro modo remediarse o evitarse,
menester es que le salga al encuentro la pública autoridad” [RN 28, OSC 272]. Cita
el Papa algunos ejemplos: si en los talleres peligrase la integridad de las
costumbres, u oprimieren los amos a los obreros con cargas injustas o condiciones
incompatibles con la persona y dignidad humana, si se hiciera daño a la salud con
un trabajo desmedido, o no proporcionado al sexo ni a la edad. “En todos estos
casos, claro es que se debe aplicar, aunque dentro de ciertos límites, la fuerza y
autoridad de las leyes… No deben éstas abarcar más, ni extenderse a más de lo
que demanda el remedio de estos males o la necesidad de evitarlos” (RN 29, OSC
272).

La acción del Estado que acabamos de describir podríamos decir que es negativa.
Debe en ciertos casos ejercer una acción positiva e indirecta. “Los que gobiernan un
pueblo deben primero ayudar en general, y como en globo, con todo el complejo de
leyes e instituciones, es decir, haciendo que de la misma conformación y
administración de la cosa pública espontáneamente brote la prosperidad, así de la
comunidad como de los particulares. Porque éste es el oficio de la prudencia cívica,
éste es el deber de los que gobiernan. Ahora bien: lo que más eficazmente
contribuye a la prosperidad de un pueblo, es la probidad de las costumbres, la
rectitud y orden de la constitución de la familia, la observancia de la Religión y la
justicia, la moderación en imponer y la equidad en repartir las cargas públicas, el
fomento de las artes y del comercio, una floreciente agricultura, y si hay otras cosas
semejantes que con cuanto más empeño se promueven, tanto será mejor y más
feliz la vida de los ciudadanos” (RN 26, OSC 270).

¿Cabe una intervención directa y positiva del Estado en la vida económica? ¿Es
recomendable una economía dirigida? Si por tal entendemos una organización
detallada de las actividades económicas de los particulares encuadrándolas
absolutamente en los puntos de vista del gobierno, la economía dirigida es el
estatismo con todos sus peligros; si por economía dirigida entendemos que el
Estado, de acuerdo con las organizaciones profesionales, oriente la economía
general del país, el movimiento de cambios nacionales e internacionales, estimule
la producción deficiente, tal dirección está dentro de los límites de lo justo, y más
que economía dirigida merecería llamarse economía organizada.

La intervención directa y positiva del Estado habría que reservarla sólo a aquellos
servicios que los particulares no pueden realizar o bien a aquellos que reclama el
bien común, como los de defensa nacional, los de correo, ciertas líneas aéreas,
puertos, etc. (Cfr. discurso S.S. Pío XII sobre empresa?15).

“150. Custodio de lo justo y gerente del bien común, el Estado tiene que ejercer una
acción positiva sobre la vida económica.

151. Sin embargo, sería cometer una injusticia y turbar el orden social retirar a las
autoridades de orden inferior, para entregarlas al Estado, funciones que ellas
pueden cumplir por sí mismas.

152. Es prudente confiar a los grupos de orden inferior los negocios y asuntos de
menor importancia que pueden ejercer por sí mismos; porque así el Estado puede
ejercitar de una manera más perfecta las funciones que a él únicamente competen:
dirigir, velar, estimular, frenar, según lo consientan las circunstancias o la necesidad
lo exija.

153. La acción del Estado concierne, ante todo, a la protección de la vida humana; a
este primer punto se refieren las leyes llamadas ‘de protección obrera’ sobre la
duración del trabajo diario, la prohibición del trabajo nocturno, el descanso
dominical, la higiene y la seguridad del trabajo.

El Estado adopta igualmente y con justo título los medios que se hallan a su alcance
para asegurar la justicia y la lealtad de las transacciones. Está en su derecho al

77
combatir la especulación injusta y toda forma de usura, con medidas, a la vez,
preventivas y represivas. Debe proteger a los consumidores, especialmente contra
el fraude en los artículos de primera necesidad.

154. La forma de sociedad en la cual los asociados limitan su riesgo en la cuantía de


lo aportado por ellos a la sociedad, no es en sí ilegítima. Pero la capa de anonimato
oculta los más graves abusos que se cometen en perjuicio de los socios o del
público.

Importa, por tanto, que la autoridad pública ejerza sobre tales sociedades un severo
control, y reforme, si es preciso, su régimen jurídico.

155. No obstante dejar en principio a los particulares la propiedad y la dirección de


las empresas, el Estado interviene legítimamente, ya para proteger a esas
empresas contra la concurrencia extranjera (derechos de aduana de carácter
compensador y no prohibitivos), ya para ayudarlas en la penetración de los
mercados exteriores (consultados [sic], agentes comerciales).

156. Incumbe al Estado imprimir una dirección de conjunto a la economía nacional,


instituyendo a dicho efecto un Consejo económico-nacional, que permita a los
poderes públicos obrar en relación estrecha con los representantes calificados y
competentes de todos las ramas de la producción.

157. Razones particulares pueden impulsar al Estado a incautarse, en forma de


gestión directa, de algunas empresas industriales, comerciales y agrícolas. Pero, en
general, deberá abstenerse de absorber en esta forma la vida económica. Si la
naturaleza del servicio exige que la empresa no sea puramente privada, el Estado
deberá practicar, con preferencia a la gestión directa, lo que se llama gestión
interesada, el arrendamiento, o el régimen de concesión. En todos estos casos la
iniciativa privada participa, como conviene, con el poder público, y bajo su
vigilancia, en la gestión de servicios o de empresas de interés general, como los
ferrocarriles, por ejemplo.

Conviene, en particular, que el Banco encargado de la emisión de la moneda


fiduciaria no se confunda con el Estado, aunque actúe bajo su inspección y con su
colaboración.

158. En ningún caso debe el Poder central proceder como si él sólo fuese el Estado,
que es la nación organizada con todas las fuerzas vivas que la constituyen. Una
coordinación del conjunto de estas fuerzas es particularmente necesaria en las
grandes empresas de interés general que tienden a dar la mayor eficacia a la
riqueza nacional; por ejemplo, utilización de los ríos, de los canales, de las fuentes
petrolíferas, de las minas, de los bosques.

159. Conviene también que los diversos Estados, solidarios como son en el orden
económico, se comuniquen, por medio de instituciones apropiadas, su experiencia y
sus esfuerzos, a fin de llegar, de acuerdo con la organización profesional e
interprofesional, a una colaboración económica internacional” (CSM 150-159).

3.4.2.3 El Estado y los débiles y los indigentes

El Estado, como responsable de la justicia distributiva, debe ocuparse de todas las


clases sociales, sin excepción, y no permitir que a ninguna de ellas se haga una
injusticia, pero debe rodear de una protección especial a los más débiles, principio
que para muchos pasa inadvertido: “En la protección de los derechos de los
particulares, débese tener en cuenta principalmente los de la clase ínfima y pobre.
Porque la clase de los ricos, como se puede defender con sus propios recursos,
necesita menos del amparo de la pública autoridad; el pobre pueblo, como carece
de medios propios con qué defenderse, tiene que apoyarse grandemente en el
patrocinio del Estado” (RN 29, OSC 272). Poco antes en la misma encíclica ha
reconocido León XIII en los proletarios “un mejor derecho” para ser ayudados y
declara que nadie puede tenerlos por entrometidos al reclamarlo (RN 26, OSC 270).

“Exige, pues, la equidad que la autoridad pública tenga cuidado del proletario,
haciendo que le toque algo de lo que él aporta a la utilidad común; que con casa en
qué morar, vestido con qué cubrirse y protección con qué defenderse de quien
atente a su bien, pueda con menos dificultades soportar la vida. De donde se sigue
que se ha de tener cuidado de fomentar todas aquellas cosas que en algo pueden
aprovechar a la clase obrera.

El cual cuidado, tan lejos está de perjudicar a nadie, que antes aprovechará a todos;
porque importa muchísimo al Estado que no sean de todo punto desgraciados
aquellos de quienes provienen esos bienes de que el Estado tanto necesita” (RN 27,
OSC 271).

“Además, el Estado debe poner todo cuidado en crear aquellas condiciones

79
materiales de vida sin las que no puede subsistir una sociedad ordenada, y en
procurar trabajo especialmente a los padres de familia y a la juventud. Para esto,
induzca a las clases ricas a que, por la urgente necesidad del bien común, tomen
sobre sí aquellas cargas sin las cuales la sociedad humana no puede salvarse ni
ellas podrían hallar salvación. Pero las providencias que toma el Estado a este fin
deben ser tales que lleguen efectivamente hasta los que de hecho tienen en sus
manos los mayores capitales y los van aumentando continuamente con grave daño
de los demás” (DR 75, CEP p. 554).

3.4.2.4 El Estado y el trabajo

El Estado debe, además, proteger la libertad de trabajo y las libertades sindicales.


No tolerará que los gremios injustamente dañen las empresas, ni que los patrones
nieguen a sus obreros los derechos sindicales.

3.4.2.5 El Estado y la propiedad privada

Misión del Estado es garantizar la propiedad privada de toda injusta violación.


Mediante reglamentos apropiados puede defender la propiedad familiar contra las
posibles imprudencias de un padre de familia declarándola inembargable, o contra
una excesiva parcelación que puede llegar a destruirla.

El Estado tiene también deber de controlar la gestión de los bienes particulares, de


manera que sirvan al bien común. En ciertos casos puede expropiar, con
indemnización, bienes particulares y también nacionalizar aquellas empresas cuya
naturaleza o extensión crean especiales peligros, o son necesarias para el bien
común.

Puede el Estado legislar para impedir la acumulación estéril de bienes, puede


imponer especiales impuestos sobre los bienes superfluos para favorecer los
elementos más desposeídos. En la determinación de los impuestos el Estado ha de
tener en cuenta que, pasado cierto límite, los impuestos son injustos y se destruyen
a sí mismos como fuente de ingresos. Cuando los impuestos son justos los
contribuyentes están obligados en conciencia a pagarlos: son una contribución al
bien común, que aprovecha a todos.

Un impuesto sobre la herencia es en sí legítimo, pero no puede admitirse que, sobre


todo en el caso de la herencia en línea directa, el impuesto equivalga a una
confiscación, como sucede en los países de influencia socialista. La progresividad de
este impuesto debe establecerse según la importancia de la herencia, de manera
que puedan quedar exoneradas las fortunas pequeñas y aun medianas.

“Siempre ha de quedar intacto e inviolable el derecho natural de poseer


privadamente y trasmitir los bienes por medio de la herencia; es derecho que la
autoridad pública no puede abolir, por que ‘el hombre es anterior al Estado’, y
también ‘la sociedad doméstica tiene sobre la sociedad civil prioridad lógica y real’.
He ahí también por qué el sapientísimo Pontífice León XIII declaraba que el Estado
no tiene derecho a agotar la propiedad privada con un exceso de cargas e
impuestos: ‘El derecho de propiedad individual emana no de las leyes humanas,
sino de la misma naturaleza; la autoridad pública no puede, por tanto, abolirla; sólo
puede atemperar su uso y conciliarlo con el bien común’” [QA 18] (OSC 278)16.

3.4.2.6 El Estado y el comercio

La acción más importante del Estado en este campo es crear un clima de seguridad
y lealtad para el comercio: represión enérgica de los actos que violen la justicia
conmutativa, las maniobras de especulación y acaparamiento; vigilancia de los
precios de manera que los precios reales no se aparten del precio justo; prohibición
o control de los productos que sean fácilmente dañinos, como drogas, bebidas
alcohólicas.

“En cuanto al comercio exterior, el Estado se guardará de dos excesos contrarios y


nocivos: la autarquía, esto es, el replegarse sobre sí mismo, que puede llegar a
suprimir todas las relaciones comerciales entre las naciones e impediría al comercio
de cumplir su misión providencial como compensador y unificador; y el
imperialismo, que procura por la trampa o la violencia las materias primas y los
mercados comerciales. Tendrá un justo medio entre un libre cambismo opuesto a los
intereses inmediatos de sus productores, y un proteccionismo contrario a los
intereses de la especie humana. Verá en las aduanas un procedimiento fiscal y una
defensa contra la competencia muy peligrosa, pero no un medio de guerra. Hay que
denunciar abiertamente la tendencia del Estado de reservarse el monopolio del
comercio exterior. Esta práctica puede imponerse como un procedimiento
momentáneo, un mal menor que la anarquía, pero no puede ser considerada como
organización normal y estable de las relaciones comerciales internacionales”
(Folliet, o.c., pp. 152-153).

81
3.4.2.7 El Estado y los males sociales

¿Cuál debe ser la actitud del Estado frente a las enfermedades físicas y morales,
tales como el alcoholismo, la prostitución, enfermedades vergonzosas, mortalidad
infantil, tuberculosis, subalimentación, etc., que amenazan el porvenir de la
sociedad?

Nadie niega al Estado su derecho de reprimir las manifestaciones públicas de estas


enfermedades, de impedir su propagación, por ejemplo sancionando a los ebrios,
limitando los expendios de alcohol, prohibiendo espectáculos inmorales, etc. Pero a
esta acción debe unir una labor preventiva y curativa mediante la educación
sanitaria y moral, los exámenes médicos, atención a la madre y al niño, leyes de
seguridad social.

El Estado se saldría de sus atribuciones si estableciera medidas que atropellan los


derechos personales, por ejemplo mediante la llamada “eugenesia” que priva del
derecho de la vida a los no bien constituidos y esterilización de los que se prevé que
van a engendrar seres tarados; o la inseminación artificial para reproducir los
mejores dotados físicamente, la eutanasia para abreviar la vida de los “inútiles”. En
cuanto al modo de realizar su acción obraría mal el Estado si desconociera las
iniciativas privadas en esta materia, que ordinariamente han sido las primeras en
iniciar la lucha contra los males sociales. Debe respetar sus esfuerzos, alentarlos
material y moralmente y suplir sus deficiencias.

3.4.2.8 El Estado ejemplo de prudente y sobria administración

“El Estado mismo, acordándose de sus responsabilidades delante de Dios y de la


sociedad, sirva de ejemplo a todos los demás con una prudente y sobria
administración. Hoy más que nunca, la gravísima crisis mundial exige que los que
dispongan de fondos enormes, fruto del trabajo y del sudor de millares de
ciudadanos, tengan siempre ante los ojos únicamente el bien común y procuren
promoverlo lo más posible. También los funcionarios del Estado y todos los
empleados cumplan por obligación de conciencia sus deberes con fidelidad y
desinterés, siguiendo los luminosos ejemplos antiguos y recientes de hombres
insignes que en un trabajo sin descanso sacrificaron toda su vida por el bien de la
patria. Y en el comercio de los pueblos entre sí, procúrese apartar solícitamente
aquellos impedimentos artificiales de la vida económica que brotan del sentimiento
de desconfianza y de odio, acordándose de que todos los pueblos de la tierra
forman una única familia de Dios” (DR 76, CEP p. 554).

3.4.2.9 Respetar y apoyar los valores espirituales

“Pero, al mismo tiempo, el Estado debe dejar a la Iglesia plena libertad de cumplir
su misión divina y espiritual, para contribuir así poderosamente a salvar a los
pueblos de la terrible tormenta de la hora presente. En todas partes se hace hoy un
angustioso llamamiento a las fuerzas morales y espirituales; y con razón, porque el
mal que se ha de combatir es, ante todo, considerado en su fuente originaria, un
mal de naturaleza espiritual, y de esta fuente es de donde brotan con una lógica
diabólica todas las monstruosidades del comunismo. Ahora bien, entre las fuerzas
morales y religiosas sobresale incontestablemente la Iglesia católica, y por eso el
bien mismo de la humanidad exige que no se pongan impedimentos a su actividad”
(DR 77, CEP pp. 554-555).

3.4.2.10 Frutos de la doctrina católica sobre [la] intervención del Estado

“Por lo que atañe al Poder civil, León XIII sobrepasó audazmente los límites
impuestos por el liberalismo; el Pontífice enseñó sin vacilaciones que no puede
limitarse la autoridad civil a ser mero guardián del derecho y el recto orden, sino
que debe trabajar con todo empeño para que ‘conforme a la naturaleza y a la
institución del Estado, florezca por medio de las leyes y de las instituciones la
prosperidad, tanto de la comunidad cuanto de los particulares’. Ciertamente, no
debe faltar a las familias ni a los individuos una justa libertad de acción, pero con tal
que quede a salvo el bien común y se evite cualquier injusticia. A los gobernantes
toca defender a la comunidad y a todas sus partes; pero al proteger los derechos de
los particulares, deben tener principal cuenta de los débiles y de los desamparados.
‘Porque la clase de los ricos se defiende por sus propios medios y necesita menos
de la tutela pública; mas el pueblo miserable, falto de riquezas que le aseguren,
está peculiarmente confiado a la defensa del Estado. Por tanto, el Estado debe
abrazar con cuidado y providencia peculiares a los asalariados, que forman parte de
la clase pobre en general’.

Ciertamente no hemos de negar que algunos de los gobernantes, aún antes de la


Encíclica de León XIII, hayan provisto a las más urgentes [necesidades de los
obreros, y reprimido las más atroces] injusticias que se cometían con ellos. Pero
resonó la voz apostólica desde la Cátedra de San Pedro en el mundo entero, y
entonces, finalmente, los gobernantes, más conscientes del deber, se prepararon a

83
promover una más activa política social.

En realidad, la Encíclica Rerum Novarum, mientras vacilaban los principios liberales


que hacía tiempo impedían toda obra eficaz de gobierno, obligó a los pueblos
mismos a favorecer con más verdad y más intensidad la política social; animó a
algunos excelentes católicos a colaborar útilmente en esta materia con los
gobernantes, siendo frecuentemente ellos los promotores más ilustres de esa nueva
política en los parlamentos; más aún, sacerdotes de la Iglesia empapados
totalmente en la doctrina de León XIII, fueron quienes en no pocos casos
propusieron al voto de los diputados las mismas leyes sociales recientemente
promulgadas y quienes decididamente exigieron y promovieron su cumplimiento.

El fruto de este trabajo ininterrumpido e incansable es la formación de una nueva


legislación, desconocida por completo en los tiempos precedentes, que asegura los
derechos sagrados de los obreros, nacidos de su dignidad de hombres y de
cristianos; estas leyes han tomado a su cargo la protección de los obreros,
principalmente de las mujeres y de los niños; su alma, salud, fuerzas, familia, casa,
oficinas, salarios, accidentes del trabajo, en fin, todo lo que pertenece a la vida y
familia de los asalariados. Si estas disposiciones no convienen puntualmente, ni en
todas partes ni en todas las cosas, con las amonestaciones de León XIII, no se
puede negar que en ellas se encuentra muchas veces el eco de la Encíclica Rerum
Novarum, a la que debe atribuirse, en parte bien considerable, que la condición de
los obreros haya mejorado” (QA 8, OSC 277).

“Cuando el Estado, en el siglo XIX, por causa de una exaltación exagerada de la


libertad, consideraba que su misión exclusiva era la de salvaguardar la libertad por
medio de la ley, León XIII le advirtió que también tenía el deber de interesarse por
el bienestar social, cuidando del pueblo entero y de todos sus miembros,
especialmente de los débiles y de los desheredados, por medio de un programa
social generoso y mediante la creación de un Código de Trabajo. Su llamamiento
obtuvo una poderosa respuesta; y hoy es clarísimo deber de justicia reconocer los
progresos que se han logrado, respecto a las condiciones de los trabajadores, por la
solicitud con que en muchos lugares actuaron las autoridades civiles. De aquí que
sea tan verdadero el decir que la ‘Rerum Novarum’ se convirtió en la Magna Carta
de la actividad social cristiana” (Pío XII, Junio de 1941; OSC 279).

3.4.3 Deberes cívicos


3.4.3.1 El patriotismo

El ciudadano debe considerar su país como su patria, la prolongación de la familia, y


debe sentir por ella algo de lo que siente por sus padres.

La patria aparece como una persona moral, encarnación de sentimientos de


veneración, de afecto, de entrega. Ella evoca toda una historia familiar de hechos
gloriosos y tristes en los que participaron nuestros mayores; un sentimiento de
solidaridad que une a los compatriotas con vínculos cuasi familiares, mucho más
íntimos que con los ciudadanos de los demás países; un sentido de obligación, de
trabajar por ella, de engrandecerla, de hacer que todos los bienes que ella encierra
actual o potencialmente hagan la felicidad de los ciudadanos.

El patriotismo más que un sentimiento emotivo debe despertar en los ciudadanos la


conciencia de gratitud por los bienes recibidos y el sentido del deber y del honor
frente a la patria.

El patriotismo no ha de ser belicoso con otros países. La nación más que por sus
fronteras se define por la misión que tiene que cumplir. Querer que la patria crezca
no significa tanto un aumento de sus fronteras cuanto la realización de su misión.
¿Cuál es la misión de mi Patria? ¿Cómo puede realizarla? ¿Cómo puedo colaborar a
ella? Esto reclama de todos un hondo sentido social, uno de los que más falta en
nuestros días.

Los problemas nacionales tan cargados de pasión deberían poder resolverse por vía
pacífica. Esto sería posible si los que tienen cedieran parte de sus privilegios, para
que los que no tienen posean algo. Los profesionales y la juventud estudiosa
deberían acercarse al pueblo para conocer sus problemas, organizar cruzadas de
educación y cultura, estudiar cómo abaratar la vida, cómo crear nuevas riquezas,
cómo servir con más eficiencia y menos costo, pensando que una profesión más
que un medio de lucro es un servicio.

El concepto de patria, como el de familia bien entendido, exige sacrificios para que
haya entre todos los miembros de la familia nacional, si no la igualdad que es
imposible, al menos una vida digna de hombres para todos. De lo contrario, ¿qué
puede significar la patria para esos parias que nada han recibido de ella? ¿Cómo
podrán amarla y respetarla, cuando ven que en ella se descuidan y atropellan los
derechos humanos fundamentales? Tantos movimientos revolucionarios han

85
encontrado su raíz y después su caldo de cultivo en la miseria y en la falta de
respeto a su dignidad de hombres.

“Ante los peligros de la anarquía social y política tan generalizado en nuestros días
es muy fácil que surja el deseo de una política de fuerza. El respeto a las
instituciones puede llegar a parecer fuera de lugar. Una actitud de violencia puede
parecer más eficaz que la educación de las conciencias; en lugar de la caridad que
transforma las almas, el sable que corta las discusiones; en lugar del apostolado
humilde, la fuerza y el castigo. Y algunos pueden aspirar a reemplazar la
democracia por el totalitarismo.

La autoridad es absolutamente necesaria; hay una inmensa falta de respeto al


poder establecido que es necesario afirmar. Las sanciones eficaces son
indispensables y hace falta que sean en verdad eficaces frente a los grandes como
a los pequeños, y más frente a los grandes, porque su responsabilidad es aún
mayor. Pero al juzgar la anarquía juzguemos sus causas, mirémoslas con profundo
espíritu de justicia y caridad y, antes que pedir cañones, tengamos la conciencia de
no estar amparando injusticias.

Las revoluciones más que con fusiles se combaten con una justa renovación. En un
país de gente contenta no se concibe el comunismo. La mejor manera de acabar
con las huelgas es acabar con la miseria y con los prejuicios que mantienen el clima
de agitación social. Acabar con la miseria es imposible, pero luchar contra ella es
deber sagrado. Que el país vea que sus políticos no buscan intereses personales,
sino los de la nación y que ponen todas sus energías para dar bienestar no a un
grupo sino a la masa de sus conciudadanos; que si no se obtiene todo lo que se
desea es porque la pobreza de la nación, la falta de medios humanos y técnicos no
permiten llegar más lejos. Eso convence. Más eficaz que la victoria por la violencia
es la victoria por el convencimiento de la razón. Por la razón primero; la fuerza
viene después en nuestro escudo” (Humanismo Social, pp. 281–282).

3.4.3.2 Participación en la vida pública

El ciudadano no puede desentenderse de los deberes cívicos. La política está


destinada a crear las instituciones de justicia social que miran al bien común. La
educación, el bienestar, la libertad, el respeto de la conciencia, la organización de la
vida económica, la defensa de la patria, dependen de las leyes. A nadie, pues, le es
lícito desentenderse de una causa en que se juegan intereses tan importantes.
Al hablar de política es necesario distinguir la gran política, o política del bien
común, y la política de partidos, grupos de hombres con sus dirigentes, sus
programas, sus métodos de acción en que se dividen los ciudadanos para tratar de
realizar en forma concreta el bien común temporal.

La participación en esta gran política “es un deber de justicia y caridad cristiana” y


es un deber de la gente honesta cooperar al bien público, ya en la administración,
ya en el gobierno del Estado. Para un católico “su carácter mismo de católico le
exige que haga el mejor uso de sus derechos y deberes de ciudadano para el bien
de la Religión, inseparable del bien de la Patria” (Carta Paterna [Sane Sollicitudo] de
Pío XI a los Obispos de Méjico). “El campo de la política, por mirar a los intereses de
la sociedad entera, es el campo de la más amplia caridad, de la caridad política, del
cual se puede decir que no tiene otro superior si no es el de la Religión” (Pío XI a la
Federación Universitaria Católica Italiana). De aquí se deduce que contradice el
sentir católico la escuela apolítica. “No cabe duda que debe ser reprobado el
abstencionismo absoluto en cuanto que la participación en la política constituye
para los fieles, en el sentido ya expuesto, un deber verdadero y propio, fundado en
la justicia legal y en la caridad” (Carta de S. E. el Cardenal Pacelli al Episcopado
chileno).

Los ciudadanos tienen la obligación grave de inscribirse en los registros electorales


y de dar su voto en conciencia. “Faltarían gravemente a su deber si en la medida de
sus posibilidades no contribuyesen a dirigir la política de su ciudad, de su provincia,
de su nación, pues, si permanecen ociosos las riendas del gobierno caerán en
manos de los que no ofrecen sino débiles perspectivas de salvación” (Peculiari
quadam, [Pío XI]).

3.4.3.3 Los partidos políticos

Es legítimo que en la patria haya partidos, pero no grupos irreconciliables, que


significan la quiebra de la gran familia nacional. Los políticos han de pensar que
antes de servir a un partido deben servir a la Patria, y, por eso, cuando el bien de la
Patria lo reclama han de saber deponer sus prejuicios partidistas y unirse en torno
al bien común. Los políticos en sus luchas electorales no deben recurrir al fraude, a
la violencia, a la promesa mentirosa ni al cohecho, vicios que deberían ser
desterrados. La caridad cristiana rige aun para los adversarios. Todo cuanto pueda
hacerse por purificar los procedimientos electorales y hacer que reflejen realmente

87
el sentir de la nación debe ser mirado con simpatía, sin temor de que perjudique la
causa que uno sustenta, pues una causa justa no puede defenderse con medios
injustos. “Guarda la verdad y la verdad te hará libre” [Jn 8, 32] decía Cristo, y esa
debería ser una consigna no sólo para la vida privada, sino también para la política.

“Fiel a este concepto ‘la Acción Católica, sin hacer ella misma política, en el sentido
estricto de la palabra, prepara a sus militantes para hacer una buena política’, es
decir, una política que se inspira en todo en los principios del cristianismo, los
únicos que pueden traer a los pueblos la prosperidad y la paz; eliminará así el
hecho que a pesar de ser monstruoso no es raro, de que hombres que hacen
profesión de catolicismo tengan una conciencia en su vida privada y otra en su vida
pública” (Carta al Cardenal Patriarca de Lisboa; Puntos de Educación, p. 243).

Frente a la gran política hay que situar la política de partidos,

“…es decir, la tendencia al bien común tal como la conciben diferentes


‘agrupaciones de ciudadanos que se proponen resolver las cuestiones económicas,
políticas y sociales, según sus propias escuelas e ideologías, las cuales, aunque no
se aparten de la doctrina católica, pueden llegar a diferentes conclusiones’ (Carta
de S. E. el Cardenal Pacelli). ‘Es natural que la Acción Católica, lo mismo que la
Iglesia, esté por encima y fuera de todos los partidos políticos, ya que ella ha sido
establecida no para defender los intereses particulares de tal o cual grupo, sino
para procurar el verdadero bien de las almas extendiendo lo más posible el Reino de
Nuestro Señor Jesucristo en los individuos, las familias, la sociedad; y para reunir
bajo sus estandartes pacíficos en una concordia perfecta y disciplinada a todos los
fieles deseosos de contribuir a una obra tan santa y tan amplia de apostolado’
(Discurso Pío XI, Federación Católica Universitaria Italiana).

Nunca insistiremos bastante en que la A. C. ‘no debe ser una esclava en las
querellas políticas ni encerrarse en las estrechas fronteras de un partido, cualquiera
que éste sea’ (Carta Quae Nobis). En otras palabras, un partido político, aunque se
proponga inspirarse en la doctrina de la Iglesia y defender sus derechos, no puede
arrogarse la representación de todos los fieles, ya que su programa completo no
podrá tener nunca un valor absoluto para todos, y sus actuaciones prácticas están
sujetas al error. Es evidente que la Iglesia no podría vincularse a la actividad de un
partido político sin comprometer su carácter sobrenatural y la universalidad de su
misión’ (Carta de S. E. el Cardenal Pacelli).
‘Sólo en momentos de grave peligro tienen los obispos el derecho y el deber de
intervenir, es decir, cuando sea necesario, hacer un llamado a la ‘unión’ de todos
los católicos, para que, puesta a un lado toda divergencia política se levanten en
defensa de los derechos amenazados de la Iglesia. Pero es evidente que en tal
hipótesis no harían ellos política de partidos’ (Carta de S. E. Cardenal Pacelli).

Respecto a los partidos políticos, la Santa Sede inculca a los obispos y sacerdotes
que se abstengan de hacer propaganda en favor de un determinado partido político.
Desea la Iglesia que se inculque a los ciudadanos, ‘la gravísima obligación que les
incumbe de trabajar siempre y en todas partes, también en la cosa pública, según
el dictado de la conciencia, ante Dios, por el mayor bien de la Religión y de la Patria;
pero de tal manera que, declarada la obligación general, el sacerdote no aparezca
defendiendo a un partido más que a otro, a menos que alguno de ellos sea
abiertamente contrario a la religión.

‘Debe dejarse a los fieles la libertad que les compete como ciudadanos, de
constituir particulares agrupaciones políticas, y militar en ellas, siempre que éstas
den suficientes garantías de respeto a los derechos de la Iglesia y de las almas.

‘Es, sin embargo, obligación de todos los fieles, aunque militen en distintos partidos,
no sólo observar siempre, hacia todos, y especialmente hacia sus hermanos en la
fe, aquella caridad, que es como el distintivo de los cristianos, sino también
anteponer siempre los supremos intereses de la religión a los del partido, y estar
siempre prontos a obedecer a sus pastores, cuando, en circunstancias especiales,
los llamen a unirse para la defensa de los principios superiores’(Carta de S. E.
Cardenal Pacelli al Episcopado chileno)” (Puntos de Educación, pp. 244-246).

Las obras de la Iglesia, como la Acción Católica, por ejemplo, están fuera y por
encima de los partidos políticos.

“Este mismo principio lo inculca claramente nuestro Santo Padre Pío XII en su carta
como Secretario de Estado al Episcopado chileno: ‘Siendo participación del
apostolado de la Iglesia y dependiendo directamente de la Jerarquía eclesiástica, la
A. C. debe mantenerse absolutamente ajena a las luchas de los partidos políticos
aún de aquellos que estén formados por católicos. Por consiguiente, las
asociaciones de jóvenes católicos, ni deben ser partidos políticos ni deben afiliarse a
partidos políticos y convendrá, además, que los dirigentes de dichas asociaciones
no sean, al mismo tiempo, dirigentes de partidos o de asambleas políticas, para que

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no se mezclen faltando al orden debido, cosas muy diferentes las unas de las otras’.

Para salvaguardar hasta el fin esta separación de la A. C. con la política de un


determinado partido, cualquiera que éste sea, que es lo que pretende dejar bien en
claro la Santa Sede, ordena que, ‘si pareciere oportuno proporcionar a la juventud
una especial y más alta instrucción en materia política, diferente de aquella
formación general de la conciencia ciudadana, ella deberá ser dada, no en las sedes
o reuniones de los socios de la A. C. sino en otro lugar, y por hombres que se
distingan por la probidad de sus costumbres y por la integral y firme profesión de la
doctrina; quedando además a salvo y claramente establecido el principio de que en
ningún modo es oportuno que la misma Jerarquía de la Iglesia forme e instruya
asociaciones políticas de jóvenes, y sobre todo que ella dirija a los jóvenes católicos,
de tal suerte que éstos se inclinen a uno más que a otro de los partidos políticos
que den suficientes garantías para la conveniente defensa de la causa y derechos
de la Iglesia’ (Carta de S. E. el Cardenal Pacelli).

La Acción Católica debe abrir sus puertas a todos los católicos.

Una vez sentado claramente este principio de la independencia de la A. C. respecto


a la política de un determinado partido y después de haber establecido, no en virtud
de un principio dogmático, sino de un principio prudencial, que los dirigentes
políticos sean a la vez dirigentes de la A. C., procura la Iglesia evitar otro escollo. Es
éste el de separar de tal manera la política de partidos de la Acción Católica que
parezca algo incompatible el ser dirigente y aun simple miembro de un partido
político y a la vez de la A. C.

Este principio lo sienta claramente la carta del Cardenal Pacelli al Episcopado


chileno cuando afirma que ‘los jóvenes inscritos en las asociaciones de la A. C.
pueden, como privados ciudadanos, adherirse a los partidos políticos que den
garantías suficientes para la salvaguardia de los intereses religiosos. Traten, sin
embargo, de cumplir siempre sus deberes de católicos, y no antepongan las
conveniencias del partido a los superiores intereses y santos mandamientos de Dios
y de la Iglesia’.

Esta misma doctrina ha sido ampliamente expuesta en carta autógrafa, del Excmo.
Sr. Arzobispo de Santiago, de 14 de Noviembre de 1941, que contiene normas
dadas al Consejo Arquidiocesano de la Juventud Católica de Santiago.
‘Debe enseñarse a los jóvenes que no hay oposición alguna entre ser militante de la
A. C. y ser militante, y aun dirigente, de un partido político al cual, según las normas
dadas por la Santa Sede, puedan pertenecer los católicos. Únicamente se ha
declarado que, en general, no conviene que los dirigentes de la A. C. sean a la vez
dirigentes de partidos políticos. Y si pueden ser militantes, pueden actuar como
tales en las asambleas de A. C. y de Juventud Católica y aun hablar en ellas,
siempre que no sea de política de partidos, sin que esto signifique en forma alguna
que la Acción Católica esté unida o se confunda con la política de partidos, como un
dirigente de sociedad comercial podría hablar como militante de juventud o de
Acción Católica, sin que por eso se tuviera la sociedad comercial que dirige como
unida con la Acción Católica, que a la vez lo fuera de un partido político; sólo
significaría solidaridad con las opiniones políticas y las odiosidades de partidos en el
espíritu de aquellos que se empeñan en encontrar lo que no hay en tal actuación.
La Acción Católica debe ser la casa común, como lo es la misma Iglesia Católica, de
todos los católicos, cualquiera que sean sus opiniones sobre materias discutibles o
contingentes. No se ha de pretender cerrar en la A. C. las puertas a los que no se
las cierra la Santa Iglesia’” (Puntos de Educación, pp. 247-249).

3.4.3.4 Los jóvenes y la política

“Participación de los jóvenes en la política activa.

Un último problema se plantea en las relaciones de la Acción Católica y la política:


es el de la participación de los jóvenes y especialmente de los alumnos de la
enseñanza secundaria en la política activa.

El derecho de los jóvenes de intervenir en la política activa está ampliamente


reconocido en la carta de S. E. el Cardenal Pacelli, no menos que en otros
documentos pontificios similares. Con todo, no podemos menos de recordar la
conveniencia de que los jóvenes retarden su incorporación a la política activa hasta
tanto no tengan un criterio plenamente formado. La política fácilmente enardece los
ánimos, apasiona, divide, y necesita la juventud para esos torneos llevar un caudal
amplio de formación espiritual, de vida sobrenatural, de caridad cristiana, de
prudencia, que no son fáciles de encontrar en esa edad. Por eso estimamos que, por
lo menos, mientras no haya llegado un joven a la edad que la ley le confiere el
derecho de sufragio, sería, como norma general, más conveniente que se dedicase
preferentemente a las actividades de la Acción Católica sin mezclarse en forma

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habitual en las luchas partidistas.

Este principio, como bien se comprenderá, vale especialmente para los alumnos de
la enseñanza secundaria, los cuales, por desgracia, se ven arrastrados desde muy
temprano a la política de partidos, gastando en esta actividad la mayor parte de las
energías que debieran consagrar a su formación sobrenatural, intelectual, social y
cívica” (Puntos de Educación, p. 253).

3.4.3.5 Impuestos. Servicio militar

Los impuestos son el medio ordinario de que dispone el gobierno para procurarse
los recursos que necesita para el bien común. Los particulares que aprovechan de
las ventajas que resultan de la gestión del bien común no pueden sustraerse a sus
cargas. Este principio determina la razón de ser de los impuestos y al mismo tiempo
señala los límites de esta obligación. El Estado no puede obrar arbitrariamente: sólo
puede pedir lo que necesita, ha de evitar el despilfarro en la administración pública
y la destrucción de las fortunas particulares que son fuente de riqueza nacional.

Cuando el impuesto es justo no es lícito evadirlo, pues sería resistir las justas
disposiciones de la autoridad. La doctrina que estima que las contribuciones caen
en el campo de las leyes meramente penales ha sido discutida en el capítulo
[3.4.1.9.4 Las leyes penales ].

“143. Las leyes fiscales justas y justamente aplicadas obligan en conciencia.

El esfuerzo de los católicos sociales debe tender a corregir la opinión extraviada en


esta materia, y a procurar, en nombre de la justicia social, una leal participación de
las personas honradas en las cargas del Estado.

144. El impuesto, es decir, la contribución a las cargas públicas, sin ventajas


inmediatas para quienes lo pagan, es una obligación no real, sino personal, de los
ciudadanos, en el sentido de que pesa, no inmediatamente sobre los bienes, sino
sobre su poseedor.

145. En cuanto el bien común lo permita, la justicia distributiva pide que el


impuesto sea, no proporcional a las rentas, sino progresivo; pero no según una
razón constante, sino según una progresión que se contiene y modera para
acercarse en la cúspide al impuesto proporcional. Llamamos a este impuesto
‘progresional’.
146. Como ideal, es preferible el impuesto único y progresional sobre la renta. De
hecho, parte de los recursos fiscales hay que pedirlos a los impuestos indirectos,
porque se soporten más fácilmente y porque su exacción no se presta a tantas
vejaciones.

147. El impuesto directo tiene, sin embargo, la ventaja de solicitar de los


ciudadanos un sacrificio consciente que despierte su interés por la cosa pública.

148. En la elección de los impuestos el legislador observará estas tres reglas:

a) Evitará los impuestos cuyos efectos son manifiestamente nocivos, y los que se
presten al fraude; estos últimos favorecen a los hábitos de ocultación.

b) Al establecer nuevos impuestos, gravará con preferencia las fuentes de renta


más bien que gastos económicamente estériles, aunque parezcan razonables. Sin
embargo, los impuestos ya antiguos resultan generalmente corregidos por
incidencias o repercusiones que realizan poco a poco una distribución equitativa de
esas cargas públicas.

c) Son recomendables los impuestos suntuarios que afectan al lujo o a las


prodigalidades poco dignas de alabanza. Aunque su acción fuera poco eficaz, la
lección moral que contienen ilustra y robustece la conciencia pública, y sirve, por lo
menos, de este modo al bien común.

149. Aunque justificados en circunstancias excepcionales, los impuestos demasiado


elevados sobre sucesión hereditaria quebrantan el principio de la propiedad, apenas
se distinguen de las confiscaciones y contrarían la formación de reservas
nacionales” (CSM 143-149).

Otra contribución que debe el ciudadano al Estado es su servicio personal bajo la


forma de “servicio del trabajo”, o de servicio militar. Es muy de desear y hay que
trabajar por acelerar el momento en que la justicia internacional eficaz haga
innecesarios los ejércitos permanentes y baste con la intervención de la policía,
pero mientras llega ese momento el ejército representa la fuerza al servicio del
derecho. Un país incapaz de defenderse será juguete de los países, o de las
facciones interiores menos escrupulosas, y esto hace necesario la existencia de un
ejército. Eso sí, que éste no ha de ser más numeroso ni más fuerte que lo que
reclaman las circunstancias. El ejército no está autorizado para decidir ni siquiera

93
para presionar soluciones políticas de tipo militarista; y el gobierno por su parte no
puede utilizarlo para intimidar a los débiles en el ejercicio de sus justos derechos.
Estos errores, desgraciadamente frecuentes, son los que han desprestigiado las
fuerzas armadas en muchos países.

El deber del servicio militar y el de reconocer cuartel en caso de guerra hacen


interesante el problema tan agitado en nuestros días de la objeción de conciencia.

3.4.3.6 La objeción de conciencia17

3.4.3.7 El derecho de rebelión18

3.5 La sociedad internacional

3.5.1 Existencia de una sociedad internacional

“171. La interdependencia de las naciones se manifiesta por los hechos siguientes,


cuyo desenvolvimiento es conforme a la Naturaleza:

Existencia del comercio internacional;

Existencia de uniones para el bien común internacional, como la Unión Postal, la


Unión para la protección literaria, industrial y artística;

Existencia de Compañías privadas y de Uniones profesionales internacionales;

Asambleas y Congresos internacionales; y, sobre todo,

Por encima de todo: tratados internacionales.

Estos hechos demuestran la existencia de una sociedad natural entre las naciones,
y, por lo tanto, de un derecho internacional anterior y superior a todo convenio”
(CSM 171).

Las últimas guerras han puesto más fuertemente en evidencia la interdependencia


entre las naciones, fundada en la identidad de naturaleza y de fin sobrenatural
entre los hombres. Esta comunidad es mucho mayor entre los cristianos, miembros
de un mismo Cuerpo Místico, la Iglesia, animados por la misma gracia, y llamados a
una misma vocación sobrenatural.

Los intereses de los hombres son los mismos donde quiera que se encuentren. El
mundo, a medida que avanzan los inventos, se hace cada día más uno y todos
pueden darse cuenta que sus problemas no son personales, ni familiares, ni
nacionales, sino humanos. La literatura, el arte, los progresos de la civilización, el
comercio, la economía toda se desarrollan hoy día a una escala internacional.

Al reconocimiento de estos nuevos vínculos debe corresponder una actitud de


espíritu verdaderamente internacional. Todas las tentativas que se hagan por
favorecer la comprensión internacional, por la creación de un derecho e
instituciones internacionales deben encontrar en nosotros aliento y aprobación.

El odio contra otros países, la suspicacia convertida en sistema, la prédica “anti”,


los prejuicios raciales, el orgullo de superioridad nacional, todo esto ha de ser
eliminado, pues se opone a la fraternidad internacional. El amor a la patria más que
al ensanche de su fronteras se ha de dirigir al cumplimiento de su misión.

La fraternidad internacional exige que entre las naciones impere un criterio de


justicia: respecto del derecho de los demás, protesta por sus violaciones en vez del
silencio cómplice, sobre todo cuando ese atropello está hecho por las naciones
fuertes. Felizmente la existencia de la Sociedad de las Naciones permite a todos los
países hacer llegar su voz ante un tribunal, que si bien no es suficientemente
fuerte, ni desapasionado, es, por lo menos, una tribuna para hacer oír la voz de la
justicia. Las injusticias económicas, vejaciones sufridas por los pueblos en estado
colonial o semicolonial han de ser denunciadas.

Además de la justicia hay una caridad internacional que establece, más allá del
derecho, una atmósfera de cordial simpatía. Y nos hace ver lo que beneficia a los
otros países. Si tales medidas son conducentes, un cristiano no podrá negarse a
ellas.

Nunca podrá haber oposición entre el amor a la patria y el amor al género humano.
Los principios católicos presentan franca resistencia a toda desviación de exagerado
nacionalismo o internacionalismo.

3.5.2 Hacia una sociedad de las naciones

Entre los países está sucediendo algo semejante a lo que ha ocurrido entre las
regiones que hoy forman un mismo Estado. Muchas de ellas tenían costumbres,
dialectos y aun lenguas diferentes, pero un poder central ha ido acentuándose que

95
les ha dado unidad y les ha asegurado a todas el beneficio de una misma justicia.
Esto significó sacrificios, compensados por los frutos de la unión. Algo semejante se
inicia entre las naciones.

Los países pueden asociarse en dos formas diferentes: por la constitución de una
especie de Estado supranacional, con facultad de imponer sus decisiones a los
Estados cuya soberanía quedaría limitada; o bien bajo una forma contractual, que
deja a cada Estado su plena soberanía, obligándose éstos al cumplimiento de
determinadas convenciones.

Por iniciativa del Presidente Wilson se insertó en el tratado de Versalles, 1920, un


pacto creando la Sociedad de las Naciones, en el que prevaleció la idea de crear
una institución colocada no sobre los Estados, sino al lado de ellos, a pesar de
algunas intervenciones realizadas posteriormente con cierto carácter autoritario. (Si
conviene, describir la Sociedad de las Naciones, Cavallera, 380 –385. Buscar datos
sobre la nueva forma de la Naciones Unidas, sus intervenciones. Y sobre los otros
organismos internacionales, tipo UNESCO, BIT, Bureaud Int. de Education, FAO, IRO,
CEPAL, etc.)

3.5.3 El problema de la guerra19

Nadie discute la tremenda gravedad de la guerra que estos últimos años se ha


acentuado inmensamente. Ya no son ejércitos mercenarios los que combaten, sino
la nación entera es movilizada hacia la defensa del país. Las modernas armas,
especialmente las atómicas, causan daños incalculables y algunos aún
imprevisibles. El odio entre los pueblos y consecuencias económicas, morales,
religiosas quedan como triste herencia de la guerra. Es de esperar que la
introducción de hábitos más humanos y la vigorización de una verdadera sociedad
internacional la hagan desaparecer de la tierra, como ha sucedido con la esclavitud
y con otras instituciones bárbaras.

Sin embargo, en el estado actual de cosas hay desgraciadamente circunstancias en


que la guerra parece el único medio eficaz para asegurar la reparación del derecho
violado o la defensa contra un agresor injusto. Esta guerra es defensiva, aunque la
iniciativa de hacer la guerra pueda partir de la nación ofendida.

Para que una guerra defensiva pueda ser justa se requiere: que haya una agresión
cierta, que los otros medios para asegurar la reparación del daño causado sean o
aparezcan insuficientes y que la guerra, en cambio, sea eficaz para obtener el
restablecimiento del orden violado. Las operaciones bélicas deben ser conducidas
con moderación.

El fin de la guerra es, por tanto, la reparación del daño causado, la restitución del
derecho y la obtención de un estado en que el enemigo quede imposibilitado de
volver a dañar. Esto no autoriza, en forma alguna, a usar la guerra para fines de
venganza, que está tan prohibida a las naciones como a los particulares. La guerra
debe hacerse sin odio para el culpable, sino con el solo fin de restablecer el orden
violado.

Esta concepción de la guerra determina el modo como puede ser hecha. El país
combatiente no tiene derecho de destruir y a saquear inhumanamente, sino
únicamente en la medida en que sea necesario para poner fuera de combate al
enemigo. Nunca es un medio justo el acelerar el fin de la guerra por el pavor y la
destrucción inconsiderada. El Derecho Internacional ha ido precisando y haciendo
entrar en convenciones ciertos principios como el respeto de los no beligerantes, de
los prisioneros que en ninguna forma pueden ser utilizados como carne de cañón en
la primera fila a fin de que sean muertos los primeros, el respeto de los edificios
civiles, especialmente de los hospitales, cruz roja. La guerra no autoriza al uso del
perjurio, del fraude, de instrumentos de destrucción en masa como los gases
venenosos y los bombardeos de ciudades abiertas.

Hay ciertos medios de guerra especialmente peligrosos que han comenzado a ser
empleados y que es de temer que sean en forma aún más grave en las guerras
sucesivas: tales los bombardeos dirigidos que destruyen ciudades enteras, y más
aún el arma atómica. Esta última no arranca su malicia de ser atómica, pues, si va
dirigida y restringida su acción contra un objetivo bélico, por ejemplo un
portaaviones, es un arma no más ilícita que cualquiera. En cambio, no debe ser
empleada en las ciudades, por hacer imposible la supervivencia de sus habitantes
indiscriminadamente y por los efectos radioactivos posteriores. Esto lleva a pensar
que su uso es inmoral y debe ser absolutamente proscrito. Sobre esta materia no
hay un criterio uniforme (Poner los datos. Reacción del Vaticano ante las primeras
[bombas] atómicas, Arzobispos de Fr. Llamado de Stokolmo).

El tratado de paz debe ser conforme a la justicia; por consiguiente, su fin no es el


aniquilamiento del vencido, sino su castigo en la medida en que lo reclama la

97
reparación del derecho violado, y la seguridad del porvenir. Al determinar las
reparaciones, los cristianos han de tener en cuenta la justicia y la caridad. Normas
claras sobre este punto dio Benedicto XV en su alocución a los jefes de Estado, de
1º Agosto 1917, y en su carta sobre la paz de 23 de Mayo de 1920 ([Pacem Dei
Munus] CEP p. 299).

3.5.4 Vivir en paz

La paz, según el hermoso pensamiento de San Agustín, es “la tranquilidad en el


orden” [La Ciudad de Dios, XIX, cap. XIII]. Es indispensable para que los hombres
puedan trabajar y gozar de los beneficios que Dios les ha concedido. Significa una
posesión no perturbada de lo propio, que cada uno ocupa su sitio, que no se temen
ataques y violencias; que hay relaciones sinceras y justas entre los pueblos como
entre los individuos.

“Toda organización jurídica de las relaciones internacionales tiene por fin el bien
común internacional, y, por consiguiente, la paz.

Las bases de una paz justa y durable son las siguientes:

a) disminución simultánea y recíproca de los armamentos, según reglas y garantías


que se establezcan, en la medida necesaria para el mantenimiento del orden
público en cada Estado;

b) institución de arbitraje según reglas que se acuerden y sanciones que se


determinen contra el Estado que se negase, ya a someter las cuestiones
internacionales a un arbitraje, ya a aceptar sus decisiones (Benedicto XV, nota del lº
Agosto 1917)” (CSM 175).

En el Pacto de la Sociedad de las Naciones se reconoce explícitamente la solidaridad


de las naciones. Cada uno de los Estados que lo firmaron tiene derecho a dirigirse a
la Asamblea o al Consejo sobre cuanto pueda afectar la paz en las relaciones
internacionales. El mismo pacto establece el procedimiento en caso de tales
denuncias. Además del Consejo, funciona, reconocida por la Sociedad de Naciones,
la Corte Internacional de la Haya, que ha debido intervenir continuamente para dar
su fallo sobre interpretación de tratados y demás puntos concernientes al Derecho
Internacional.

En Agosto de 1928 se firmó en París el pacto Kellog-Briand condenando la guerra


como medio de resolver las dificultades entre naciones, y proponiendo la
conciliación y el arbitraje. Estos esfuerzos demuestran que lenta, pero
seguramente, va penetrando las conciencias una actitud más respetuosa del
derecho. (Ver las instituciones nacidas de la última guerra, aludir al estado de
perturbación actual. Causas. Remedios que ha dado Pío XII en sus mensajes
internacionales).

4. El desorden social. La cuestión social

4.1 En qué consiste la cuestión social

La expresión “cuestión social” es moderna, pero su realidad tan antigua como el


hombre, aunque no ha aparecido como un problema específico, sino cuando se ha
alcanzado suficiente luz acerca del orden social. Platón en La República y Tomás
Moro en Utopía expusieron su orden social ideal, pero estas concepciones lo
contenían aún muy en pañales. La denuncia de los males sociales es antiquísima y
la encontramos ya en los profetas del pueblo de Israel y se ha repetido en cada
período de la historia.

El planteamiento actual del problema social parte del siglo pasado que llamó a
cuentas al orden social entonces en vigor, el capitalista, al hacerse cargo de los
graves defectos que lo debilitaban.

Cuando comenzó a usarse el término “cuestión social” era equivalente al del


problema obrero, o problemas de trabajo. Este sentido es exacto pero no completo,
pues no es sólo el mal de una clase social, sino que todos los desórdenes en el
funcionamiento del actual sistema social. La cuestión social consiste en el hecho
que la sociedad no logra realizar su propio fin, que es el bien común, de manera que
una porción considerable de sus miembros no participan en forma proporcionada
del trabajo común.

4.2 ¿Es posible un orden social perfecto?

Los individualistas y los colectivistas afirman que sí. Los primeros dicen que el orden
social se obtendrá mediante la libertad de los factores sociales; los segundos creen
que la armonía social será el fruto del planeamiento general con la ayuda de la
ciencia y de la tecnología. El cristianismo, realista, y conocedor de la verdadera
naturaleza del hombre, afirma que el orden social que puede obtenerse es sólo

99
aproximativo. Esto significa que ningún orden social dejará de entrar en cuestión
social. Las debilidades consecuentes al pecado original afectan la mente que no es
capaz de plena lucidez y la voluntad que es débil en su tendencia al bien y, por
tanto, en conocer y establecer los medios adecuados para una perfecta cooperación
social. Desde la ruptura del estado de gracia en que Dios creó a nuestros primeros
Padres, la tierra entregará sus frutos con trabajo y producirá espinas y abrojos [Gn
3,17-18].

Como la perfecta sociedad es imposible, cada sociedad tendrá su propia cuestión


social, de acuerdo con sus líneas características de esa sociedad. En una sociedad
el bien y el mal viven juntos, y la experiencia nos muestra que las fuerzas que se
desvían del bien actúan desgraciadamente con mayor fuerza. La doctrina del
pecado original no enseña en ningún momento que el orden social está
fundamentalmente pervertido, como no enseña tampoco que el hombre es incapaz
de conseguir su propia finalidad y perfección, pero sí que el cuerpo social tiene una
tendencia hacia la enfermedad y el orden hacia el desorden y que por eso son
absolutamente necesarios el esfuerzo y la vigilancia ininterrumpidos para reducir
estas fallas a un mínimo. La doctrina cristiana rechaza, pues, por una parte el
optimismo ingenuo basado en una concepción errónea de la naturaleza humana, y
por otra el pesimismo derrotista. Es profundamente realista y nos urge a una acción
cuyos frutos estamos seguros de obtener con las influencias regenadoras de la
Redención depositadas en la Iglesia, cuya acción es indispensable para resolver en
su raíz el problema social.

4.3 Causas generales de la cuestión social

La primera causa, como acabamos de ver, es la debilidad humana y la insuficiencia


de los medios de producción. Luego vienen motivos ideológicos.

4.3.1 Influencias ideológicas

La teoría marxista no admite como substratum último de todo problema social sino
el poder de producción material y las relaciones económicas, que son las que
determinan la conciencia humana. El marxismo, al reducir el problema social a los
factores económicos, reduce arbitrariamente las influencias que lo producen. Los
factores ideológicos tienen un valor propio, unas veces frenando y otras alterando
los cambios en el modo de vida, y por eso para introducir una conquista social es
necesario comenzar por ganar la opinión de un sector al menos de la sociedad. Esto
lo conoce bien la moderna técnica de la propaganda, formidable instrumento de
cambio social. Las ideologías influyen luego por el cariz doctrinario con que
pretenden resolver el problema social. En cada sistema social hay multitud de
ideologías que se disputan la orientación de la comunidad: ideología cristiana,
liberal, capitalista, nacionalista, comunista, fascista. Tan cierto es este hecho, que la
última guerra mundial pudo llamarse una guerra de ideologías. En último término,
las ideologías influyen al proponer valores y, por tanto, fines hacia los cuales tender.
Así el homo-oeconomicus, como representativo de la ideología individualista-
capitalista, indica un camino dominado por el motivo del interés; la idea de la
soberanía nacional determina el esquema de las relaciones internacionales en el
período liberal; las necesidades de la comunidad son el eslogan de los sistemas
totalitarios.

En la medida en que las fuerzas ideológicas subyacentes en cada sistema tienden


hacia fines que se desvían del verdadero bien de la naturaleza humana, el proceso
social resultará opuesto al bien común, y por tanto en daño de muchos miembros
de la colectividad. El factor ideológico es selectivo de los fines que determinan el
proceso social, y por tanto una de las causas primarias de la cuestión social.

4.3.2 Influencias nacidas de las instituciones

En tercer lugar influyen en la cuestión social las instituciones ordenadas para servir
la sociedad en el orden político, educacional, económico, técnico, etc., por diversos
motivos. Primero, por su natural proceso de decadencia y de inadaptación frente a
las nuevas necesidades que surgen, de modo que instituciones aptas para el
desarrollo social en un período pueden convertirse en antisociales en una época
posterior. Luego, por el mal uso de tales instituciones, que orientan hacia el bien
privado lo que fue creado para el bien público, por ejemplo el sistema de bancos y
crédito que dominan hoy dictatorialmente y que “de tal modo tienen en su mano,
por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie podría respirar contra su
voluntad” (QA 39, OSC 3).

Instituciones que fueron creadas para ayudar al hombre en su desarrollo, absorben


y esclavizan al hombre. Así por ejemplo la técnica en la moderna sociedad más que
un servicio al trabajador ha llegado a ser su sepultura: lo hacen parte de un
mecanismo al cual debe sacrificarse como el esclavo atado a la cadena. La “edad
técnica”, de la que tanto se esperaba, ha llegado a consumir las mejores energías

101
humanas y a convertir al hombre en una pieza de la máquina.

Instituciones que fueron creadas para servicio del hombre pueden convertirse en
inútiles y aun nocivas por su supercomplicación, como las instituciones jurídicas,
por ejemplo, inaccesibles al simple ciudadano si no es mediante la ayuda de un
abogado; las complicadas tramitaciones en las oficinas públicas que desalientan al
que pretende usarlas, y hasta pueden llegar a anular los derechos creados por las
leyes por lo complicado de sus exigencias.

El excesivo poder que dan determinadas instituciones a sus administradores es otro


factor de desorden social, y puede llegar a poner la sociedad bajo el dominio de los
gerentes. Las instituciones establecidas para el bien común acaban por servir el
bien particular, escapan al control del poder público y terminan por imponer sus
leyes a todos los ciudadanos, leyes de finanzas, de técnica, de créditos. J. Burnham
explica admirablemente este peligro en The Managerial Revolution [Indiana
University Press, Bloomington and London, 1941].

4.4 Aspectos de la cuestión social

Cada sistema social actúa en determinadas circunstancias, diferentes de los de


otros países, y de otras épocas, por su peculiar ideología, sus medios económicos y
sus instituciones propias. La bancarrota del bien común en cada uno de estos
sistemas será distinta en cada caso y en vano se buscará un esquema de cuestión
social aplicable a las diferentes épocas y países. Así por ejemplo, en Roma el rasgo
particular de la cuestión social hacia el fin de la República fue la despoblación de los
campos, debido al reclutamiento de ejércitos, al sistema tributario, a la explotación
de los pequeños propietarios por los usureros de las ciudades, con la consiguiente
formación de los latifundios, del aumento del proletariado urbano, del número de
esclavos y de la importancia creciente de sus funciones. La Edad Media conoció su
peculiar problema social y al final de este período se agudizó por el aumento
extraordinario de poder comercial marítimo de italianos e ingleses. Cuando
entonces los poderosos comerciantes de las ciudades se protegieron contra la
competencia de las corporaciones fue imposible para los obreros y aprendices llegar
a maestros, no podían casarse, llegó a haber hasta un 11% de cesantes20, y
constituyeron el proletariado medioeval que provocó las violentas insurrecciones
que señala la historia.

4.5 El problema social en nuestros días


El mundo moderno tiene ideologías, instituciones, técnicas que le son
absolutamente propias, y, a diferencia de los períodos anteriores, generalizadas a
una gran porción de la humanidad. Parece que hubiera cambiado más en el último
siglo que en todos los miles de años anteriores. (Un agricultor francés octogenario
hoy día cuenta la sorpresa que tuvo al leer Hesíodo, pues encontraba en las
descripciones de las costumbres campesinas de aquella época las mismas
costumbres y tradiciones campesinas de su infancia).

El P. Lebret, O. P., en un interesante ciclo de conferencias resumía las características


de nuestro problema social:

El hombre ha hecho un inmenso esfuerzo por conocer la naturaleza, pero no ha


llegado a dominar sus descubrimientos. Ante el progreso científico rapidísimo ha
surgido una actividad técnica desproporcionada a la naturaleza humana. El hombre
se siente hoy prisionero de ella, como lo describe Gheorghiu en La hora 25. El se
puede comunicar instantáneamente con hombres que viven a miles de kilómetros
de distancia, pero a pesar de todo se siente esclavo. Las ideologías de nuestra
época empujan al hombre a mayor saber y mayor poder, pero no se dan cuenta que
al no darle compensaciones liberatrices al mismo tiempo lo van encadenando más.

El progreso técnico no se puede realizar sino por un gigantesco esfuerzo de


producción movido por el interés del lucro. El trabajador aspira al salario más alto;
el capitalista, al interés más alto; el mayor capital, al negocio más productivo… La
ideología moderna no está dominada por las palabras “servicio”, “interés de la
comunidad”, sino por las de interés, ganancia, lucro.

Los Estados, por obtener prosperidad inmediata, comprometen su porvenir: grandes


empréstitos, nuevas emisiones, inflación, que van a pesar fuertemente en el mundo
de mañana.

4.5.1 Conflictos bélicos

Se puede decir que todo este siglo lo hemos vivido bajo la amenaza de guerras a
punto de estallar a cada momento. Y en las horas que vivimos estamos todos bajo
la ansiedad de saber cuándo estallará la tercera guerra mundial, la más cruel que
habrá conocido la humanidad. La guerra de 1914-1918 costó, según el economista
sueco Gunnar Silverstolpe (citado por Lebret), 186.000.000.000 de dólares; la de
1934-1944, 666.000.000.000 de dólares; y las destrucciones son estimadas en

103
200.000.000.000 de dólares; y las pérdidas totales en los hombres llegaron a 13
millones en la de 1914, y a 25 [millones] en la última. El mismo economista sueco
agrega: “si se calcula que una vida humana representa un capital productivo de
10.000 dólares, el mundo al perder 25.000.000 de hombres ha perdido
250.000.000.000 de dólares en mercaderías y servicios. Es probable que la
humanidad sufrirá durante decenas de años, quizás durante siglos, la repercusión
de estas muertes y destrucciones”. Y lo que el economista no señala, la humanidad
está sufriendo la bancarrota de la caridad, del amor fraternal, y un espíritu de
sospechas, de desconfianzas y aun de odios domina la tierra.

Si leemos los presupuestos nacionales de los diferentes países vemos que la gran
mayoría consume la parte más importante de él en gastos militares para poder
afrontar la emergencia de una nueva guerra.

Ante el parlamento americano continuamente se presentan nuevos proyectos


pidiendo miles de millones de dólares para la defensa militar directa o indirecta. Si
toda esta inmensa suma de dinero se gastara en atender las necesidades
primordiales del pueblo: habitación, educación, vestuario, salud, no habría el
horrendo problema social contemporáneo.

4.5.2 El fantasma de otra guerra

Ante el progreso científico los sabios tiemblan. Uno de ellos dice: A principios de
1939 Joliot-Curie estableció la realidad de una reacción explosiva en serie, en
cadena, en el núcleo del uranium. Los proyectiles del bombardeo nuclear (los
famosos neutrones) crecen en progresión geométrica, el fenómeno se propaga
como un incendio o una epidemia. Un kilo de uranio desintegrado equivale a 20.000
toneladas de trinitro tolueno en su poder explosivo. Una sola bomba de uranium
tiene un efecto de ruptura 2.000 veces superior a una bomba de 10 toneladas. Una
sola bomba atómica lanzada tiene el mismo efecto que un bombardeo organizado
por 12.000 aviones. Este sabio escribía recién terminada la guerra y no había
todavía oído hablar de las bombas de hidrógeno, cuyos resultados son
inmensamente más nocivos que las de uranio o de plutonio. Tres meses después del
estallido de la primera bomba atómica, Einstein declaraba en una revista
norteamericana que [en] un próximo conflicto las dos terceras partes de la especie
humana serían aniquiladas.

En el mundo actual masas inmensas están gobernadas por pocos amos y al servicio
de estos amos hay técnicas de un poder inexpresable que les da una autoridad sin
ejemplos en la historia.

Un gran sabio americano, premio Nobel, decía: “Os escribo para daros miedo, yo
mismo tengo miedo. Todos los sabios que conozco tienen miedo” [(Jean Rostand)]; y
otro dice: “La ciencia nos ha convertido en dioses antes que merezcamos ser
hombres. Aprenderemos a liberar la energía intratómica, viajaremos a los astros,
prolongaremos la vida, curaremos la tuberculosis, pero no se encontrará tal vez
jamás el secreto de hacerse gobernar por los menos indignos”.

En una humanidad con espíritu evangélico no puede menos de aplaudirse sin


reserva toda conquista científica. Un solo grano de uranio será más eficaz que 10
toneladas de carbón; tendremos poder para regar los desiertos, transformar las
estaciones, cambiar la agricultura, escapar a la atracción de la tierra… pero “ciencia
sin conciencia no es sino la ruina del alma” [(François Rabelais)], y no se trata aquí
de un alma sino de la conciencia humana y de la ruina universal. Hay que equilibrar
la ciencia y la conciencia. Los triunfos científicos del mundo moderno reclaman una
conciencia más y más vigorosa.

4.5.3 Lucha de clases

En cada pueblo hay otra lucha: la lucha de clases. En cada país hay un proletariado
insatisfecho; y sufriendo aun más un subproletariado, demasiado generalizado en
Asia y en la mayoría de los países de América Latina: gentes sin oficio, ni
instrucción, ni posibilidades de surgir. Llegados a las grandes ciudades, atraídos por
la esperanza de un mejor nivel de vida, de mayor cultura, mejor porvenir, más
amplias distracciones, quedan al cabo de algún tiempo convertidos en harapos
humanos. Las “fabelas” en Brasil, “las poblaciones callampas” en Chile, y con
distinto nombre las mismas realidades en todas nuestras ciudades de Latino
América, constituyen un doloroso escándalo: la miseria más negra, la tremenda
inseguridad para el mañana: ¿tendremos trabajo? ¿por cuánto tiempo?; en la vejez,
¿qué haremos al quedar inválidos? ¿cómo subsistir? Estos millones de seres no
tienen propiedad alguna, ni garantía social para sus días de cesantía, de vejez, o de
enfermedad. Esta atroz miseria se enfrenta con el lujo y el despilfarro, y el contraste
la hace más dolorosa.

“Pero cuando vemos, por un lado, una muchedumbre de indigentes que, por causas
ajena a su voluntad, están realmente oprimidos por la miseria; y por otro lado, junto

105
a ellos, tantos que se divierten inconsideradamente y gastan enormes sumas en
cosas inútiles, no podemos menos de reconocer con dolor que no sólo no es bien
observada la justicia, sino que tampoco se han profundizado lo suficiente en el
precepto de la caridad cristiana, ni se vive conforme a él en la práctica cotidiana”
(DR 47, OSC 16).

4.5.4 Cesantía y huelgas

La cesantía ha llegado a ser un fenómeno crónico y cíclico de nuestra civilización


capitalista. Un auge extraordinario de producción va seguido de una época de baja.
Gran Bretaña llegó a tener en 1932 hasta el 22% de su población obrera cesante;
Alemania, en 1935, el 11,6%; Canadá, en 1938, el 15,1%; Estados Unidos, en 1940,
tuvo 7.298.000 [cesantes].

La inestabilidad de la situación de la clase trabajadora es causa de continuas


huelgas. Las huelgas del 46 en Estados Unidos, del 47 y 48 en Francia han puesto
en peligro la estabilidad de la nación; y en nuestros países además de los varios
intentos de huelga general, las huelgas continuas de distintos sectores de
trabajadores son un índice del malestar general. A veces comprometen el bienestar
de la Nación entera.

La atmósfera de inseguridad constante que grava al proletariado se traduce en una


tensión permanente entre las diversas clases sociales. Las fuerzas comunistas [se]
aprovechan de esta situación para azuzar las justas reivindicaciones con fines
políticos revolucionarios a fin de acelerar la revolución mundial.

Cesantía. “¿Cómo puede haber paz –decía Pío XII en 1939– cuando centenares de
miles y millones carecen de trabajo?… ¿Quién no ve en esta horrible crisis de
desocupación […] esas inmensas multitudes dejadas por su falta de trabajo, cuya
triste condición se ve aumentada por el amargo contraste que ofrecen otros
viviendo en el placer y en el lujo, desinteresados de las necesidades de los pobres?”
(OSC 9).

4.5.5 Dificultades del comercio nacional e internacional

El P. Lebret, O. P., señala entre los síntomas graves del conflicto social
contemporáneo el problema aún no resuelto del intercambio entre las grandes
categorías de productores, en particular entre la industria y la agricultura, como
también entre la extracción y la transformación. Los campesinos para poder
continuar trabajando deben endeudarse, de lo contrario deberán renunciar a la
tierra y dirigirse a las grandes ciudades. La industria, mientras más produce, debe
encontrar salida para sus mercaderías, pero cuando los campesinos están
empobrecidos no tienen poder comprador. Este conflicto, aún sin solución, se
complica con un conflicto de comercio internacional. Los grandes pueblos
productores como Estados Unidos, hoy día –antes también Inglaterra, Alemania,
Japón–, no encuentran en los otros países capacidad de compra en proporción al
volumen de su producción. Si los otros países no tienen dólares, ¿qué va a ser de la
producción americana? ¿Vendrá la cesantía de nuevo? Para ordenar las
negociaciones exteriores algunos países pretenden controlar y aun monopolizar el
comercio exterior a fin de saber en qué se invierten los escasos dólares de que
disponen. La acumulación excesiva de riqueza en un pueblo es un peligro para ese
mismo pueblo.

En un mundo subalimentado estamos asistiendo a un esfuerzo por restringir aun la


producción a fin de mantener los precios. El espectáculo no puede ser más
dramático. Millones de hombres enfermos de hambre y frente a ellos un trabajo
sistemático por producir menos, o por perder los productos, antes de disminuir el
precio. Los productores alarmados forman coaliciones que les aseguren un precio
remunerativo. En el caso del algodón, los grandes productores firmaron un contrato
de destrucción de las plantaciones. Los que representaban el 73% de la superficie
plantada de algodón se comprometieron a destruir 1/3 de sus cultivos. Se recogen
13.000.000 de fardos en lugar de 17.000.000 del año anterior y el precio que en
1932 fue de 6,53 centavos, pasó a 9,72 centavos. Los agricultores recibieron,
además, una prima de indemnización por las plantaciones destruidas. El caso de los
cerdos: Había en EE.UU. en 1932, 46.500.000 cabezas. Previsión para 1933,
47.500.000, y mayor número aún para 1934. Resolución: liquidar 8.500.000
cabezas, esto es, 443.000.000 de libras de carne de cerdo fueron destruidas, y en
partes dadas a los cesantes. El precio que en 1932-1933 era de 3,36 dólares, pasa
en 1934-1935 a 6,82.

En el caso del trigo se ha llegado a pagar una prima a la no-producción. El dinero


para pagar esta prima se obtenía a base de un descuento hecho sobre el total del
precio de la producción.

4.5.6 Inflación de los presupuestos estatales

107
No sólo las naciones menores, sino aun los grandes países tienen presupuestos
horriblemente inflados y con un fuerte déficit anual. El déficit del presupuesto inglés
en 1945 fue de 2.200.000.000 de libras.

El Ministerio de Hacienda francés presentó en 1946 una exposición sobre la difícil


situación del país y explica sus causas: el aumento del burocratismo: el Estado
Francés tenía en 1914, 469.000 empleados civiles; 697.000 en 1936; y 1.070.000
en 1946.

La supresión de los organismos autónomos hace caer sobre el Estado el resultado


de la gestión de la mayor parte de las actividades productivas y comerciales. El
Estado transporta, produce energía, distribuye carburantes, construye barcos y
objetos mecánicos, es compañía de seguro y banquero. 80% de los grandes trabajos
son hechos por él.

A aumentar esta inflación han venido las cargas militares excesivas, en vista de una
posible guerra; las cargas sociales, muy justificadas, pero que pesan sobre el
presupuesto nacional; las subvenciones económicas, para abaratar la vida, que
hacen cargar al Estado con gastos que benefician al consumidor. El Estado ha
sobrepasado su capacidad normal y si continúa por ese camino puede caer en la
tentación totalitaria.

4.5.7 Desorden y parasitismo de la distribución

Hay ya exceso de hombres no productivos en la administración nacional; hay


también exceso de improductivos en la distribución, lo que aumenta
extraordinariamente el costo de la vida.

En 1896 había en Francia 8 comerciantes por cada 100 personas activas; en 1936
había 20,2 por cada 100 productores. El comercio de detalle inmoviliza una parte
muy importante de la población. El comercio de alimentos, sin comprender hoteles,
cafés y restaurantes, inmovilizaba en Francia 500.000 personas en 1900; y 820.000
en 1937.

4.5.8 Frecuente disminución del poder de compra del salario

Es indiscutible que los salarios tomados numéricamente en pesos aumentan


frecuentemente, pero este aumento no siempre corresponde a un aumento de
poder de compra, a un mejor estándar de vida21.
4.5.9 Intervención de la seguridad social

La desproporción entre el salario y el costo de la vida, la cesantía que golpea a


diario diferentes grupos de obreros, la falta de bienes propios para los malos días, la
enfermedad, los accidentes, todo esto hace que la seguridad social deba intervenir
permanentemente en la vida del asalariado contemporáneo para suministrarle lo
que él no puede proporcionarse con sus recursos ordinarios.

El esfuerzo que cuesta a la nación la seguridad social es considerable y el resultado


obtenido es deficiente. Mientras no se vea otra solución mejor no puede pensarse
en abandonar estos medios que dan cierta seguridad indirecta al trabajador, pero,
¿no sería interesante investigar si las actuales estructuras sociales no deberán ser
reparadas para tener una mejor solución? Pío XII dijo el 13 de Junio de 1943: “Es
toda la sociedad, en su estructura compleja, la que necesita ser reparada y
mejorada, porque cimbran sus mismos cimientos” (OSC 7).

4.5.10 Éxodo de los campos y peligros de la ciudad

Al lado de estos grandes rubros del problema social habría que entrar en una
descripción de los mil desórdenes de la vida cotidiana. Éxodo de los campesinos a
las grandes ciudades, por la imposibilidad de retenerlos económica y culturalmente.
Las grandes ciudades tienen una influencia perniciosa para la mayoría de sus
habitantes: esteriliza las poblaciones, por la disminución de la natalidad y aumento
de la mortalidad; en Francia, la tasa de reemplazo de las mujeres en las grandes
ciudades es de un 50%. En las grandes ciudades los campesinos encuentran un
aumento de tuberculosis, alcoholismo, cáncer y sífilis, prostitución, niños
vagabundos y delincuentes, vida promiscua en conventillos y poblaciones
improvisadas. El porvenir de un país está amenazado en cada uno de estos peligros
que apenas hemos mencionado, aunque merecerían largo comentario para hacer
comprender su gravedad22.

4.5.11 Injusta distribución de las riquezas

Para juzgar este delicado punto recorramos los textos con que los Romanos
Pontífices analizan la distribución de riquezas en el mundo moderno. Ya en 1891
León XIII decía: “Los hombres de la ínfima clase, sin merecerlo se hallan la mayor
parte de ellos en una condición desgraciada o inmerecida… La producción y el
comercio de todas las cosas está casi toda en manos de pocos, de tal suerte que

109
unos cuantos hombres opulentos y riquísimos han puesto sobre la multitud
innumerable de proletarios un yugo que difiere poco del de los esclavos” (RN 2, OSC
1).

Cuarenta años más tarde, Pío XI repetía este pensamiento en Quadragesimo Anno:
“La muchedumbre enorme de proletarios, por una parte, y los enormes recursos de
unos cuantos ricos, por otra, son argumento perentorio de que las riquezas
multiplicadas tan abundantemente en nuestra época, llamada del [industrialismo],
están mal repartidas e injustamente aplicadas a las distintas clases. Por lo cual con
todo empeño y todo esfuerzo se ha de procurar que, al menos para el futuro, las
riquezas adquiridas vayan con más justa medida a las manos de los ricos, y se
distribuyan con bastante profusión entre los obreros” (QA 26 y 27, OSC 2).

En la misma encíclica Pío XI no trepida en hablar de la inmerecida indigencia de los


proletarios a la que pretendían poner remedio quienes “no podían persuadirse en
manera alguna que tan grande y tan inicua diferencia en la distribución de los
bienes temporales pudiera en realidad ajustarse a los consejos del Creador
Sapientísimo” (QA 2, OSC 4).

En la misma encíclica, al señalar Pío XI los caracteres del régimen capitalista actual,
dice:

“Primeramente, salta a la vista que en nuestros tiempos no se acumulan solamente


riquezas, sino se crean enormes poderes y una prepotencia económica despótica en
manos de muy pocos… Estos potentados son extraordinariamente poderosos,
cuando dueños absolutos del dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto;
diríase que administran la sangre de la cual vive toda la economía y que de tal
modo tienen en su mano, por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie
podría respirar contra su voluntad.

Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi originaria de la economía


modernísima, es el fruto que naturalmente produjo la libertad infinita de los
competidores, que sólo dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo
lo mismo que decir los que luchan más violentamente, los que menos cuidan de su
conciencia.

A su vez esta concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de


conflictos: la lucha primero se encamina a alcanzar ese potentado económico; luego
se inicia una fiera batalla a fin de obtener el predominio sobre el poder público, y
consiguientemente de poder abusar de sus fuerzas e influencias en los conflictos
económicos; finalmente, se entabla el combate en el campo internacional, en el que
luchan los Estados pretendiendo usar de su fuerza y poder político para favorecer
las utilidades económicas de sus respectivos súbditos o, por el contrario, haciendo
que las fuerzas y el poder económico sean los que resuelvan las controversias
políticas originadas entre las naciones” (QA 39, OSC 3).

¿Quién no comprende, al escuchar estas palabras del Papa, multitud de hechos de


nuestra organización económica contemporánea; quién no ve en ellas la historia
íntima de tantas tragedias políticas que han llegado hasta la sangre en nuestros
países de América y en el mundo entero; quién no descubre en sus tristes
advertencias la clave de los últimos conflictos internacionales? Sin salir aún de
Quadragesimo Anno encontramos en la encíclica una condenación severa de la
historia del régimen capitalista actualmente imperante en el mundo: “Por largo
tiempo el capital logró aprovecharse excesivamente. El capital reclamaba para sí
todo el rendimiento, todos los productos, y al obrero apenas se le dejaba lo
suficiente para reparar y reconstituir sus fuerzas” (QA 23, OSC 71).

El primero de Septiembre de 1944, Pío XII traza el cuadro del desorden social
contemporáneo; sus palabras son tan sombrías como las de Pío XI y aun como las
de León XIII pronunciadas hacía ya cincuenta años: “Por un lado, vemos riquezas
inmensas que dominan la vida económica, pública y privada, y con frecuencia hasta
la vida civil; por el otro, al número incontable de aquellos que desprovistos de toda
seguridad directa o indirecta respecto de su vida, no se interesan ya por los valores
reales y más elevados del espíritu, abandonan su aspiración de una libertad
genuina y se arrojan a los pies de cualquier partido político, esclavos de cualquiera
que les prometa en alguna forma pan y seguridad” (OSC 8).

En América Latina la situación del proletariado angustia al Romano Pontífice. Así, al


hablar Pío XI en Quadragesimo Anno de los benéficos efectos de Rerum Novarum,
señala con dolor [que en] las “tierras que llamamos nuevas (América) […] el
número de los proletarios necesitados, cuyo gemido sube desde la tierra hasta el
cielo, ha crecido inmensamente. Añádase el ejército ingente de asalariados del
campo, reducidos a las más estrechas condiciones de vida y desesperanzados de
poder jamás obtener participación alguna de la propiedad de la tierra; y por tanto,
sujetos para siempre a la condición de proletarios si no se aplican remedios

111
oportunos y eficaces” (QA 26, OSC 2).

Las palabras de Pío XI encierran una amarga verdad que invitan a la meditación y
que ojalá invitaran también a una consideración de la realidad en que están
distribuidos los bienes en nuestros países americanos. Por falta de tiempo no
hacemos este análisis, cuyos resultados son pavorosos. Un escaso número de
personas poseen la gran mayoría de la tierra (En uno de nuestros países el 60% de
la tierra agrícola está poseído por 1.400 propietarios, mientras 129.000 pequeños
propietarios de predios de menos de 20 hectáreas poseen el 2,5% de esos terrenos
cultivables; y mientras los predios de menos de 5 hectáreas no pasan del 0,6% del
terreno de tierras de cultivo de dicho país). Refiriéndose a Norte América el Padre
Bigo (Travaux de L’Action Populaire, Octubre de 1949, p. 567) cita el caso de 326
familias americanas con una renta anual superior a 500.000 dólares, mientras
2.143.432 familias tenían una renta inferior a US$ 250. Las rentas globales de estos
dos grupos de familias, 326 de una parte, 2.143.432 de otra, son iguales. La
diferencia de la renta de los unos con respecto a los otros es de 2.000 frente a 1.
Estas consideraciones apenas apuntadas nos invitan a analizar la situación en
nuestro propio país. ¿Cuál es ella en realidad? ¿cuál la desproporción [entre] el
capitalista, el proletariado, y ese inmenso sub-proletariado, con condiciones de vida
totalmente infrahumana que son reproche permanente al incumplimiento en que
hemos dejado los preceptos del Evangelio? Este examen de conciencia tiene que
abordarlo cada país con profunda seriedad, sin miedo a las consecuencias por más
aplastantes que ellas parezcan. Con respecto a Chile, lo ha abordado el autor de
estas líneas en un libro que provocó muy opuestas reacciones cuyo título mismo:
“¿Es Chile un país católico?”, indica suficientemente su contenido.

Abandono del hogar por la mujer. En su alocución a las mujeres de 1935, Pío XII
describe una mujer que “con el fin de aumentar las entradas de su marido se
emplea también en una fábrica, dejando abandonada su casa durante su ausencia.
Aquella casa, desaliñada y reducida quizás, se torna aún más miserable por falta de
cuidado. Los miembros de la familia trabajan separadamente en los cuatro confines
de la ciudad a horas diversas. Escasamente llegan a encontrarse juntos para la
comida y el descanso después del trabajo. Mucho menos para la oración en común.
¿Qué queda entonces para la vida en familia? ¿Qué atractivo puede ofrecer ese
hogar a los hijos?” (OSC 11).

“De hecho, una mujer deja su hogar no sólo impelida por su llamada emancipación,
sino también por las necesidades de la vida, por la ansiedad continua acerca del
pan cotidiano. Inútil sería predicar el retorno al hogar mientras prevalezcan aquellas
condiciones que la obligan a permanecer lejos de él” (OSC 76).

Alejamiento religioso de las masas. Esta inicua distribución de los bienes, ha alejado
de Dios “aquellas inmensas multitudes de hermanos en el trabajo, que exacerbados
por no haber sido comprendidos y tratados con la dignidad a que tenían derechos
se han alejado de Dios” (DR 70, OSC 19). Es notable el motivo que señala Pío XI en
Divini Redemptoris a este alejamiento de Dios: La exacerbación por no haber sido
comprendidos los obreros o tratados con la dignidad a que tenían derecho.

Las proporciones de este conflicto religioso son pavorosas. En Quadragesimo Anno


dice Pío XI: “Como en otras épocas de la historia de la Iglesia, hemos de
enfrentarnos con un mundo que en gran parte ha recaído casi en el paganismo” (QA
58, OSC 20). En Divini Redemptoris, afirma [que] “asistimos a una lucha fríamente
calculada y cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino” (DR 22, OSC
21).

4.5.12 Desorientación social

Después de haber echado esta rápida mirada al problema social contemporáneo,


llama extraordinariamente la atención el hecho de ver tantos hombres, incluso
católicos, que parecen ignorar esta horrenda tragedia, y lo que es peor, que una vez
conocida permanecen indiferentes ante ella, la creen un hecho absolutamente
irreformable, critican como utópicas o aun como malintencionadas las denuncias de
nuestros males y confunden todo movimiento de reforma social con el comunismo,
haciendo así el más injusto de los elogios al marxismo y la más atroz acusación al
catolicismo23.

5. Sistemas para resolver la Cuestión social

Entre los grandes sistemas escogitados para resolver el problema social sólo
analizaremos el liberalismo, el capitalismo, el socialismo, el comunismo y el
catolicismo social.

5.1. Liberalismo

Hay que comenzar por distinguir los diversos sentidos de la palabra liberal. La
liberalidad es uno de los atributos de Dios y caracteriza su inclinación a comunicar

113
sus bienes a los seres por Él creados.

De una manera general se designa con el nombre de liberalismo todo sistema que
afirma la libertad como el bien supremo del hombre y que establece como el punto
central de todo programa y de toda organización religiosa, política, económica,
social, el trabajar por asegurar al maximum el uso de esta libertad que constituye el
fin de tales organizaciones. El fin de la ley es favorecer el desarrollo de tales
libertades.

Bajo esta designación general de liberalismo distinguiremos un liberalismo absoluto,


un liberalismo mitigado de alcances sociales, un liberalismo económico. Los dos
primeros están detenidamente estudiados en la encíclica Libertas de León XIII, y al
segundo se refieren principalmente Quadragesimo Anno y Divini Redemptoris de Pío
XI.

5.1.1 Liberalismo absoluto

El liberalismo absoluto o radical afirma como su primer principio “la soberanía de la


razón humana,

que negando a la divina y eterna la obediencia debida y declarándose a sí misma


sui juris, se hace a sí propia sumo principio y fuente y juez de la verdad. Así también
los sectarios del liberalismo, de quienes hablamos, pretenden que en el ejercicio de
la vida ninguna potestad divina hay a que obedecer, sino que cada uno es ley para
sí, de todo eso nace esa moral que llaman independiente, que, apartando a la
voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los preceptos divinos,
suele conceder al hombre una licencia sin límites. Fácil es adivinar adónde conduce
todo esto, especialmente al hombre que vive en sociedad. Porque una vez
establecido y persuadido que nadie tiene autoridad sobre el hombre, síguese no
estar fuera de él y sobre él la causa eficiente de la comunión y sociedad civil, sino
en la libre voluntad de los individuos; tener la potestad pública su primer origen en
la multitud y además, como en cada uno la propia razón es único guía y norma de
las acciones privadas, debe serlo también la de todos para todos en lo tocante a las
cosas públicas. De aquí que el poder sea proporcional al número, y la mayoría del
pueblo sea la autora de todo derecho y obligación.

Pero bien claramente resulta de lo dicho cuán repugnante sea todo esto a la razón:
repugna, en efecto, sobremanera, no sólo a la naturaleza del hombre, sino a la de
todas las cosas criadas, el querer que no intervenga vínculo alguno entre el hombre
o la sociedad civil y Dios, Criador, y, por tanto, Legislador Supremo y Universal,
porque todo lo hecho tiene forzosamente algún lazo para que lo una con la causa
que lo hizo, y es cosa conveniente a todas las naturalezas, y aun pertenece a la
perfección de cada una de ellas el contenerse en el lugar y grado que pide el orden
natural, esto es, que lo inferior se someta y deje gobernar por lo que es superior.

Es además esta doctrina perniciosísima, no menos a las naciones que a los


particulares. Y, en efecto, dejando el juicio de lo bueno y verdadero a la razón
humana sola y única, desaparece la distinción propia del bien y del mal; lo torpe y
lo honesto no se diferenciarán en la realidad, sino según la opinión y juicio de cada
uno; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral, sin fuerza casi para
contener y calmar los perturbados movimientos del alma, quedará, naturalmente,
abierta la puerta a toda corrupción. En cuanto a la cosa pública, la facultad de
mandar se separa del verdadero y natural principio, de donde toma toda su virtud
para obrar el bien común, y la ley que establece lo que se ha de hacer y omitir se
deja al arbitrio de la multitud más numerosa, lo cual es una pendiente que conduce
a la tiranía. Rechazado el señorío de Dios en el hombre y en la sociedad, es
consiguiente que no hay públicamente religión alguna, y se seguirá la mayor incuria
en todo lo que se refiera a la Religión. Y asimismo, armada la multitud con la
creencia de su propia soberanía, se precipitará fácilmente a promover turbulencias
y sediciones; y quitados los frenos del deber y de la conciencia, sólo quedará la
fuerza, que nunca es bastante a contener por sí sola los apetitos de las
muchedumbres. De lo cual es suficiente testimonio la casi diaria lucha contra los
socialistas y otras turbas de sediciosos, que tan porfiadamente maquinan por
conmover hasta sus cimientos las naciones. Vean, pues, y decidan, los que bien
juzgan, si tales doctrinas sirven de provecho a la libertad verdadera y digna del
hombre, o sólo sirven para pervertirla y corromperla del todo” (Libertas 17-19, CEP
pp. 192-194).

Este sistema liberal absoluto establece, pues, en el plano de la tesis, esto es, del
orden ideal, la libertad absoluta de conciencia, y el deber del Estado de oponerse a
toda tentativa que restrinja en algo esta absoluta libertad de conciencia. El Estado
liberal será, por tanto, en principio un Estado arreligioso, prácticamente un Estado
ateo, y además –paradoja curiosa para un sistema de la libertad– un Estado
perseguidor de la Iglesia Católica, porque no admite ella el principio de la libertad
absoluta de conciencia. Toda religión digna de este nombre, es una atadura de la

115
conciencia a su Dios, a sus dogmas, a su moral.

De aquí se siguen la libertad de pensamiento, libertad de prensa, de propaganda,


de enseñanza, salvo si se trata de la enseñanza católica que debe ser prohibida por
ser contraria a la libertad absoluta. Toda doctrina debe poder expresarse
libremente, pues no hay verdad absoluta; el error de hoy puede ser la verdad de
mañana. Naturalmente este sistema está condenado por la Iglesia.

Este sistema arranca de Rousseau y de su doctrina del contrato social, fue difundido
por los enciclopedistas franceses, llegó a nosotros en América Latina y tomó la
forma de lo que Alberto Edwards24 llamó “la religión liberal”, tan de moda en el
siglo XIX.

5.1.2 Liberalismo mitigado

Sus partidarios admiten “que la libertad degenera en vicio… que debe ser regida y
gobernada por la recta razón y sujeta por tanto al derecho natural y a la eterna ley
divina. Mas juzgando que no se ha de pasar más adelante, niegan que esta sujeción
del hombre libre a las leyes que Dios quiere imponerle, haya de hacerse por otra vía
que la de la razón natural” (Libertas 20, CEP p. 194). Esta restricción de la
obediencia es una inconsecuencia al negar acatamiento a la revelación. “Aparentará
reverencia a las leyes divinas, pero no la tendrá de hecho, y su propio juicio
prevalecerá sobre la autoridad y providencia de Dios” (Libertas [21 ]). Es, pues,
necesario que la norma sea el acatamiento no sólo de la ley natural, sino de todas y
cada una de las leyes que Dios ha dado. Estas “tienen el mismo principio y el
mismo autor, concuerdan del todo con la razón, perfeccionan el derecho natural”
(Libertas [21 ]).

León XIII señala un liberalismo aun más moderado. “Algo más moderados son, pero
no más consecuentes consigo mismos, los que dicen que se han de regir por las
leyes divinas la vida y costumbres particulares, pero no las del Estado. Porque en
las cosas públicas es permitido apartarse de los preceptos de Dios y no tenerlos en
cuenta al establecer las leyes. De donde sale aquella perniciosa consecuencia: que
es necesario separar la Iglesia del Estado” (Libertas 22). Olvidan que el Estado,
como los individuos, debe conformarse a las leyes de Dios y facilitar su observancia
y obrar de acuerdo con la Iglesia, porque aunque Estado e Iglesia tengan dos fines
inmediatos distintos, ambas tienen los mismos súbditos y tratan con frecuencia de
los mismos asuntos, aunque bajo aspectos diferentes. Por tanto, “es preciso algún
modo y orden con que, apartadas las causas de porfías y rivalidades, haya
conformidad en las cosas que han de hacerse” (Libertas 23).

Las afirmaciones de estos sistemas liberales absoluto y mitigado son opuestas al


bien público y a la verdad en sí misma considerada. La experiencia cotidiana nos
muestra, en efecto, que ante la necesidad de la defensa de bienes superiores en la
familia y en el Estado, quienes tienen la autoridad deben imponer ciertas
restricciones exigidas por el bien público. En circunstancias anormales, como el
caso de guerra, estas restricciones suelen ser considerables.

Pero aun mirando la naturaleza de la verdad en sí misma considerada, es claro que


el hombre no es moralmente libre de abrazarla o no. Toda la verdad una vez
conocida requiere nuestra adhesión; y si se trata de una verdad religiosa, hay
además el motivo supremo de la voluntad de Dios: no podemos pues considerarnos
indiferentes moralmente al hecho de abrazarla o no. Una libertad de conciencia
entendida en ese sentido no existe. Esto no quiere decir que uno esté obligado a
admitir una verdad que no conoce o que no ve ser verdad; no significa tampoco que
se obligue a nadie a negar sus convicciones ni que se le impida seguirlas en el fuero
de su conciencia.

La prensa no tiene el derecho de propagar el error a sabiendas, y si la ley restringe


su libertad cuando se trata del honor de un tercero, con igual motivo debe impedir
la propagación del error que va a dañar la verdad y a las personas que por falta de
preparación no son capaces de defenderse interiormente. Si se reconoce que hay
verdades, la instrucción en principio no puede hacer abstracción de estas verdades,
aunque algunos las nieguen25.

5.1.3 La tolerancia de la Iglesia

Al hablar de tolerancia del error conviene distinguir dos especies de tolerancia:


dogmática y civil.

Llamamos tolerancia dogmática la que se funda en el principio que toda idea, todo
culto tiene igual derecho a ser respetado. En el fondo, esta tolerancia desconoce la
diferencia entre la verdad y el error y niega por tanto los derechos exclusivos de la
verdad. Esta tolerancia nunca puede ser aceptada.

La tolerancia civil, o práctica, reconoce los derechos de la verdad, pero atempera su

117
urgencia en la práctica según sean las circunstancias concretas: la disposición de
los hombres para recibir la verdad, el error invencible en que muchos se
encuentran, las luchas que acarrearía el urgir una determinada conducta. La
tolerancia civil es lícita y en aplicación está regida por la virtud de la prudencia.

A este respecto dice León XIII: “Muchísimo desearía la Iglesia que en todos los
órdenes de la sociedad penetraran de hecho y se pusieran en práctica estos
documentos cristianos…

A pesar de todo, la Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de la


humana flaqueza, y no ignora el curso de los ánimos y de los sucesos, por donde va
pasando nuestro siglo. Por esta causa, y sin conceder el menor derecho sino sólo a
lo verdadero y honesto, no rehuye que la autoridad pública soporte algunas cosas
ajenas de verdad y justicia, con motivo de evitar un mal mayor o de adquirir o
conservar un mayor bien. Aun el mismo providentísimo Dios, con ser de infinita
bondad y todopoderoso, permite que haya males en el mundo, en parte para que no
se impidan mayores bienes, en parte para que no se sigan mayores males. Justo es
imitar en el gobierno de la sociedad al que gobierna el mundo; y aun por lo mismo
que la autoridad humana no puede impedir todos los males, debe conceder y dejar
impunes muchas cosas, que han de ser, sin embargo, castigadas por la divina
Providencia y con justicia.

Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y sólo por él, puede y aun
debe la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, no debe aprobarlo ni
quererlo en sí mismo; porque, como el mal en sí mismo es privación de bien,
repugna al bien común, que debe querer el legislador y defenderlo cuanto mejor
pueda. También en esto debe la ley humana proponerse imitar a Dios, que al
permitir que haya males en el mundo, ni quiere que los males se hagan, ni quiere
que no se hagan, sino quiere permitir que los haya, lo cual es bueno. Sentencia del
Doctor Angélico, que brevísimamente encierra toda la doctrina de la tolerancia de
los males. Pero ha de confesarse, para juzgar con acierto, que cuanto es mayor el
mal que ha de tolerarse en la sociedad, otro tanto dista del mejor este género de
sociedad; y además, como la tolerancia de los males es cosa tocante a la prudencia
política, ha de estrecharse absolutamente a los límites que pide la causa de esta
tolerancia, esto es, al público bienestar. De modo que si daña a éste y ocasiona
mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales
circunstancias la razón de bien. Pero si por las circunstancias particulares de un
Estado acaece no reclamar la Iglesia contra alguna de estas libertades modernas,
no porque las prefiera en sí mismas, sino porque juzga conveniente que se
permitan, mejorados los tiempos haría uso de su libertad, y persuadiendo,
exhortando, suplicando, procuraría, como debe, cumplir el encargo que Dios le ha
encomendado, que es mirar por la salvación eterna de los hombres. Pero siempre es
verdad que libertad semejante, concedida indistintamente a todos y para todo,
nunca, como hemos repetido varias veces, se ha de buscar por sí misma, por ser
repugnante a la razón que lo verdadero y lo falso tengan igual derecho.

Y en lo tocante a tolerancia causa extrañeza cuánto distan de la prudencia y


equidad de la Iglesia los que profesan el liberalismo. Porque con esa licencia sin
límites que a todos conceden acerca de las cosas que hemos enumerado, traspasan
toda moderación y llegan hasta parecer que no dan más a la honestidad y la verdad
que a la falsedad y a la torpeza. En cambio, a la Iglesia, columna y firmamento de la
verdad, maestra incorrupta de las costumbres, porque, en cumplimiento de su
deber, siempre ha rechazado y niega que sea lícito semejante género de tolerancia,
tan licencioso y tan perverso, la acriminan de falta de paciencia y mansedumbre;
sin reparar, cuando lo hacen, que achacan a vicio lo que es digno de alabanza. Pero
en medio de tanta ostentación de tolerancia, son con frecuencia estrictos y duros
contra todo lo que es católico y los que dan con profusión libertad a todos rehusan a
cada paso dejar en libertad a la Iglesia” (Libertas 40-43, CEP pp. 202-204).

5.1.4 Liberalismo económico26

No tiene éste de común con el liberalismo que acabamos de tratar sino el nombre y
una cierta preferencia concedida a la libertad. Se refiere al dominio de la
producción, repartición y transformación de las riquezas.

El liberalismo económico propicia la libertad y el interés como los medios de


bienestar económico. Su máxima es de los economistas del siglo XVIII de la Escuela
de Manchester: “Dejad hacer, dejad pasar”. Hay que hacer confianza a la libertad
porque ella curará por su ejercicio los abusos que ella engendra, y por tanto hay
que reducir a un minimum la intervención del Estado y de las otras asociaciones
que perturbarían el ejercicio de la libertad. El productor y el consumidor llegarán a
darse cuenta, muy pronto, que en lugar de combatirse deben entenderse y se
obtendrá espontáneamente el equilibrio social. Sus autores clásicos son Bastian,
Stuart Mill, Say, Rossi, Adam Smith, Ricardo y Malthus. Los principios del liberalismo

119
económico, como se ve, no tienen nada que ver con los del liberalismo filosófico
que acabamos de ver. Los economistas liberales están atentos únicamente a las
leyes que rigen los fenómenos económicos y en este campo reclaman para sí una
competencia exclusiva. La Economía Política es ciencia autónoma e independiente
de la moral.

Al plantear así su posición los economistas liberales se han encontrado con la


oposición de los moralistas católicos quienes les echaban en cara, junto a grandes
ventajas materiales, los grandes desórdenes materiales y morales en el nuevo
mundo industrial que ha nacido al amparo de su doctrinas. Es necesario que los
principios morales rijan también el mundo de la economía, que el Estado intervenga
para salvar al débil, que los obreros puedan asociarse y defender sus intereses. Un
conflicto entre la economía y la moral ha dominado el mundo de la industria y el
comercio durante el último siglo.

5.1.5 El neoliberalismo económico

A partir de 1938 se habla de “neoliberalismo”. Ese año connotados economistas y


sociólogos liberales celebraron en Francia lo que se ha llamado el “Coloquio Walter
Lippmann”, cuyas conclusiones formuladas en una “Agenda” contienen los
principios esenciales de renovación de lo que se ha llamado el neoliberalismo. Este
movimiento se ha desarrollado. Otras tendencias van también en el mismo sentido.
Las ideas esenciales son las siguientes:

En primer lugar, los neoliberales hacen la revisión del sistema liberal y analizan las
causas de su decadencia. Éstas no serían internas sino externas al sistema: la
libertad jurídica no ha bastado para mantener el estado de libre competencia.

El error, dicen, de los liberales clásicos, ha sido creer que el equilibrio espontáneo
que nace del libre juego de las leyes económicas se mantendría por sí mismo.
“Laisser faire, laisser passer” fue interpretado no como una palabra revolucionaria,
sino como una consigna de la pasividad del Estado. Esto permitió la concentración
de capitales y los monopolios que han matado la competencia. Además, el sistema
de sociedades anónimas, que ha permitido grandes realizaciones, facilitó el dominio
de la economía por la finanza. La disociación de la propiedad del capital y la gestión
de la empresa ha permitido a los accionistas, a los banqueros, a los financistas
buscar la rentabilidad con detrimento de la producción, el lucro más que la
satisfacción de las necesidades. Trusts y monopolios se han formado porque el
Estado dejó hacer, cuando debió oponerse a su creación porque destruían la
concurrencia. La pasividad del Estado ha permitido el sistema de Manchester que
no es el verdadero liberalismo. Lejos de abstenerse, la autoridad pública debió velar
por el mantenimiento de la libertad efectiva mediante una legislación apropiada. El
liberalismo decae por culpa de la conducta antiliberal del Estado.

Las doctrinas positivas esenciales del neoliberalismo, dejando de lado muchos


matices, son las siguientes: Buscar un camino intermediario entre el laissez faire
manchesteriano y el colectivismo totalitario y comunista. Éste tendría cuatro
principios fundamentales: rechazo de la creencia en una evolución necesaria hacia
la sociedad colectivista; beneficios del individualismo; necesidad de la desigualdad
de las condiciones humanas con ciertos correctivos; necesaria intervención del
Estado para mantener el juego del Estado y el mercado libre.

No aceptan los neoliberales que sean el maquinismo y la técnica capitalista las que
han provocado la concentración industrial, sino la pasividad del Estado. Si los
hombres han aceptado los regímenes de planificación ha sido para encontrar una
cierta seguridad, que el laissez faire no les daba. No existe, pues, una evolución
necesaria hacia el colectivismo, sino en la medida en que el Estado no interviene en
forma debida.

Para obviar la despersonalización que produce el colectivismo, los neoliberales


quieren centrar la economía sobre las necesidades del individuo. El productor que
busca un justo interés personal recobrará su sitio en la producción y será un ser
moralmente superior.

La desigualdad de condiciones es la condición ineludible de un régimen


individualista, pero esta desigualdad debe ser atenuada por un minimum de
seguridad social, correctivo indispensable de las desigualdades.

En cuanto a la intervención del Estado, la admiten en el orden jurídico para crear las
leyes que permitan el funcionamiento del mercado libre. Deberá, pues, el Estado
reglamentar la propiedad, los contratos, los sistemas bancarios, la moneda, etc.,
todo lo que constituye los cuadros del mercado; si este régimen se muestra
insuficiente deberá nuevamente adaptarlo. En cuanto a la intervención económica
debe limitarse a amortiguar los desequilibrios demasiado violentos de la libre
concurrencia. Se evitará intervenir directamente en la fijación de precios, mediante
decretos, y sólo se aceptaría una intervención indirecta, por ejemplo mediante

121
tarifas aduaneras moderadas. Se aceptaría los sindicatos libres, pero no los
obligatorios.

Como puede verse, el neoliberalismo rechaza la pasividad del Estado, los


monopolios, el poderío financiero, la indiferencia frente a las consecuencias sociales
de los desequilibrios económicos. Agrega el intervencionismo, la justicia social y la
idea que la utilidad máxima es un bien social, pero no necesariamente el único que
hay que buscar. Pero conserva todos los caracteres fundamentales del liberalismo
clásico: el fundamento individualista y la búsqueda de la mayor utilidad monetaria
por el mercado libre. Su espíritu sigue siendo capitalista. Este sistema se distingue
en la práctica difícilmente del dirigismo, aunque en teoría la distinción es clara,
pues en el neoliberalismo la finalidad es individualista, la intensidad moderada, la
aplicación indirecta; en el dirigismo la intención es colectivista, la intensidad fuerte,
la aplicación directa sobre el mismo precio.

Estos son los principios. Su aplicación en la sociedad contemporánea saldría del fin
de este libro. (La exposición del neoliberalismo ha sido tomada en gran parte del
curso de Alain Barrère: Los aspectos actuales del Liberalismo. Semaines Sociales de
France, 1947, [pp. 155-178]).

El neoliberalismo reclama tres reservas de orden económico, social y moral.

La crítica que hace el neoliberalismo al Estado al no haber intervenido


oportunamente parece olvidar la terrible fuerza capitalista que ha llegado a dominar
a los mismos Estados. Para que esta intervención jurídica del Estado sea posible, es
necesaria una reforma en la estructura misma del Estado, acompañada de una
profunda reforma moral. Ahora bien, las reformas de estructura que aceptan los
neoliberales no parecen suficientes.

En su aspecto social, el neoliberalismo tiene una orientación que recuerda aún


demasiado al capitalismo como históricamente se ha desarrollado para aceptar una
superación del régimen del salariado y una integración de los trabajadores en la
vida económica. Si se reclama una legislación sobre la propiedad privada es sólo
para permitir el libre juego de la concurrencia, no para facilitar una accesión general
de los individuos a la propiedad privada. No se vislumbra tampoco una reforma de
la empresa para permitir en ella una participación económica y social de los
trabajadores. Entre las clases opuestas: asalariados y empresarios no dan sitio a las
profesiones organizadas que solucionan los problemas del trabajo.
En su aspecto moral, la principal reserva al neoliberalismo es su amoralidad. La
ciencia económica pura puede llamarse amoral, pero no cuando se la aplica al
hombre: lo económico cuando toca lo humano no puede ser amoral. La reacción
contra una civilización de masas es justa, pero no lo es su descuido de las masas
para contentarse con obtener la eclosión de algunas personalidades fuertes que
surjan en la lucha, suavizando únicamente los efectos perniciosos de esta lucha. “La
libertad económica es un bien, pero no el supremo al cual deban sacrificarse los
otros. La libertad económica es un bien pero su realización debe ser buscada en el
interior de un orden que es el orden de la persona… La libertad económica está
subordinada a la libertad más general de la persona humana indisolublemente
ligada al respeto de su dignidad, al ejercicio de las responsabilidades que son
necesarias a su desarrollo completo” ([Alain Barrère: Los aspectos actuales del
Liberalismo. Semaines Sociales de France, 1947], p. 178).

5.1.6 Juicios de los Papas sobre el liberalismo económico

Los últimos Pontífices se han pronunciado directa e indirectamente sobre el


liberalismo económico. He aquí algunos testimonios.

El liberalismo engendró está economía capitalista, que aspira al predominio


mundial.

“Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi originaria de la economía


modernísima, es el fruto que naturalmente produjo la libertad infinita de los
competidores, que sólo dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo
lo mismo que decir los que luchan más violentamente, los que menos cuidan de su
conciencia.

A su vez esta concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de


conflictos: la lucha primero se encamina a alcanzar ese potentado económico; luego
se inicia una fiera batalla a fin de obtener el predominio sobre el poder público, y
consiguientemente el poder abusa de sus fuerzas e influencia en los conflictos
económicos; finalmente, se entabla el combate en el campo internacional, en el que
luchan los Estados pretendiendo usar de su fuerza y poder político para favorecer
las utilidades económicas de sus respectivos súbditos o, por el contrario, haciendo
que las fuerzas y el poder económico sean los que resuelvan las controversias
políticas originadas entre las naciones.

123
Las últimas consecuencias del espíritu individualista en el campo económico,
vosotros mismos, Venerables Hermanos y amados Hijos, estáis viendo y deplorando:
la libre concurrencia se ha destrozado a sí misma; la prepotencia económica ha
suplantado al mercado libre; al deseo de lucro ha sucedido la ambición
desenfrenada de poder; toda la economía se ha hecho extremadamente dura, cruel,
implacable. Añádanse los daños gravísimos que han nacido de la confusión y
mezcla lamentable de las atribuciones de la autoridad pública y de la economía; y
valga como ejemplo uno de los más graves, la caída del prestigio del Estado; el
cual, libre de todo partidismo y teniendo como único fin el bien común y la justicia,
debería estar erigido en soberano y supremo árbitro de las ambiciones y
concupiscencias de los hombres. Por lo que toca a las naciones en sus relaciones
mutuas, se ven dos corrientes que manan de la misma fuente; por un lado fluye el
nacionalismo o también el imperialismo económico, y por otro el no menos funesto
y detestable internacionalismo del capital, o sea, del imperialismo internacional,
para el cual la patria está donde se está bien” (QA 39 y 40, OSC 69 y 70).

Los principios liberales llevaron a la violación de la justicia y suscitando enorme


oposición.

“Por largo tiempo el capital logró aprovecharse excesivamente. El capital reclamaba


para sí todo el rendimiento, todos los productos, y al obrero apenas se le dejaba lo
suficiente para reparar y para reconstituir sus fuerzas. Se decía que, por una ley
económica completamente incontrastable, toda la acumulación de capital cedía en
provecho de los afortunados y que, por la misma ley, los obreros estaban
condenados a pobreza perpetua o reducidos a un bienestar escasísimo. Es cierto
que la práctica no siempre ni en todas partes se conformaba con este principio de la
escuela liberal, vulgarmente llamada manchestariana; mas, tampoco se puede
negar que las instituciones económico-sociales se inclinaban constantemente a ese
proceder. Así que ninguno debe admirarse de que esas falsas opiniones y falaces
postulados fueran atacados duramente, y no sólo por aquellos que con tales teorías
se veían privados de su derecho natural a mejorar su fortuna” (QA 23, OSC 71).

El ansia de riquezas ya no tuvo límites: atropelló todos los escrúpulos y llegó hasta
constituir una verdadera ciencia económica distanciada de la ley moral. La fe y la
moral de los obreros sufrieron horriblemente en las fábricas dominadas por la
mentalidad capitalista.
“En algunos se han embotado los estímulos de la conciencia hasta llegar a la
persuasión de que le es lícito aumentar sus ganancias de cualquier manera y
defender por todos los medios las riquezas acumuladas con tanto esfuerzo y trabajo
contra los repentinos reveses de la fortuna. Las fáciles ganancias que la anarquía
del mercado ofrece a todos, incitan a muchos el cambio de las mercancías con el
único anhelo de llegar rápidamente a la fortuna con la menor fatiga; su
desenfrenada especulación hace aumentar y disminuir incesantemente, a la medida
de su capricho y avaricia, el precio de las mercancías para echar por tierra con sus
frecuentes alternativas las previsiones de los fabricantes prudentes. Las
disposiciones jurídicas destinadas a favorecer la colaboración de los capitales,
dividiendo y limitando los riesgos, han sido muchas veces la ocasión de excesos
más reprensibles; vemos, en efecto, las responsabilidades disminuidas hasta el
punto de no impresionar sino ligeramente a las almas; bajo capa de una
designación colectiva se cometen las injusticias y fraudes más condenables; los que
gobiernan los grupos económicos, despreciando sus compromisos, traicionan los
derechos de aquellos que les confiaron la administración de sus ahorros.
Finalmente, hay que señalar a estos hombres astutos que, despreciando las
utilidades honestas de su propia profesión, no temen poner acicates a los caprichos
de sus clientes y, después de excitados, aprovecharlos para su propio lucro.

Corregir estos gravísimos inconvenientes y aun prevenirlos, era propio de una


severa disciplina de las costumbres, mantenida firmemente por la autoridad
pública; pero desgraciadamente faltó muchísimas veces. Los gérmenes del nuevo
régimen económico aparecieron por primera vez cuando los errores racionalistas
entraban y arraigaban en los entendimientos, y con ellos pronto nació una ciencia
económica distanciada de la verdadera ley moral, y que por lo mismo dejaba libre
paso a las concupiscencias humanas” (QA 54, OSC 72).

El régimen liberal preparó el terreno al comunismo.

“Y para explicar cómo ha conseguido el comunismo que las masas obreras lo hayan
aceptado sin examen, conviene recordar que éstas estaban ya preparadas por el
abandono religioso y moral en el que las había dejado la economía liberal. Con los
turnos de trabajo, incluso el Domingo, no se les daba tiempo ni siquiera para
satisfacer a los más graves deberes religiosos de los días festivos; no se pensaba en
construir iglesias junto a las fábricas ni en facilitar el trabajo del sacerdote; al
contrario, se continuaba promoviendo positivamente el laicismo. Ahora, pues, se

125
recogen los frutos de errores tantas veces denunciados por Nuestros Predecesores y
por Nos mismo, y no hay que maravillarse de que en un mundo tan hondamente
descristianizado se desborde el error comunista” (DR 16, OSC 73).

El liberalismo amoral ha hundido al mundo en triste ruina.

“En nuestra misma Encíclica hemos demostrado que los medios para salvar al
mundo actual de la triste ruina en que el liberalismo amoral lo ha hundido, no
consisten en la lucha de clases y en el terror, y mucho menos en el abuso
autocrático del poder estatal, sino en la penetración de la justicia social y del
sentimiento de amor cristiano en el orden económico y social” (DR 32, OSC 74).

5.2. El Capitalismo

Hemos analizado los sistemas que pretenden explicar y orientar la vida económica:
liberalismo, socialismo, marxismo, catolicismo.27 El capitalismo no figura entre ellos
porque no es un sistema teórico, sino un régimen práctico. En Quadragesimo Anno
nunca se habla de capitalismo como sistema, sino siempre como régimen.

5.2.1 En qué consiste el capitalismo

Capitalismo dice Perrou es una palabra explosiva; desde su definición se acumulan


los adversarios.

Según Pío XI en Quadragesimo Anno “el régimen capitalista es aquella manera de


proceder en el mundo económico, por la cual unos ponen el capital y otros el
trabajo” (QA 38, OSC 66). Por tanto, la primera característica de este régimen es la
separación en dos bandos: del capital y del trabajo; otras características según el
Pontífice son las siguientes:

Enorme extensión del régimen en la época contemporánea, al extenderse el


industrialismo;

Acumulación no sólo de riquezas sino de enorme poder y prepotencia económica en


manos de muy pocos, que muchas veces ni siquiera son dueños, sino sólo
depositarios que rigen el capital a su voluntad y arbitrio;

Lucha por alcanzar el potentado económico. Luego, fiera batalla a fin de obtener el
predominio sobre el poder público, y consiguientemente poder abusar de sus
fuerzas o influencias en los conflictos económicos. Combate final en el campo
internacional (QA 38–39, OSC 68).

“Por largo tiempo el capital logró aprovecharse excesivamente. El capital reclamaba


para sí todo el rendimiento, todos los productos, y al obrero apenas se le dejaba lo
suficiente para reparar sus fuerzas” (QA 23, OSC 71).

Mirando bajo otros aspectos, podemos caracterizar el régimen capitalista también


por los siguientes elementos:

- inmenso predominio del capital sobre el trabajo. El capital es el amo, el dueño de


la empresa; el trabajo humano, un servicio arrendado;

- la orientación del régimen está caracterizada por el lucro: producir para ganar, no
para servir;

- la filosofía dominante es el individualismo liberal;

- el instrumento principal de su extensión, el crédito;

- la organización típica, su creación: la sociedad anónima, y luego las


concentraciones de sociedades que centralizan el poder en pocas manos, y limitan
al máximo el poder de los demás;

- su fuerza: en lo industrial es la racionalización; en lo comercial, la rigurosa


contabilidad, para prever los costos y para controlarlos.

- vive en un régimen de economía privada;

- reclama amplia independencia para las empresas, y un tráfico abierto.

En su actuación el capitalismo es técnico, científico, de aplicaciones revolucionarias.

5.2.2 La creación capitalista: la sociedad anónima

Una sociedad anónima es una sociedad de responsabilidad limitada, con capital


formado por acciones que son la expresión del dinero u otros bienes aportados por
los socios.

La dirección de la sociedad anónima se realiza por un directorio elegido en


asamblea de socios, cada uno de los cuales tiene tantos votos cuantas acciones.

127
Los que obtienen la mitad más uno de los votos resultan elegidos.

En la elección del directorio reside uno de los mayores peligros de abuso de la


sociedad anónima. En apariencia el sistema es democrático, pero en el fondo nada
pueden las minorías; dado que muchos socios no se interesan por asistir a las
reuniones, el que controla el 40% de las acciones, controla en realidad la sociedad.
Hay acciones nominativas y acciones al portador. Bien frecuente es el caso que
representantes de firmas comerciales, de bancos en particular, obtienen para la
fecha de las elecciones una abundante cartera de acciones al portador de clientes
bancarios, o bien dadas en garantías en el sistema llamado réport (de que
hablamos en las operaciones bursátiles) y logran elegir el directorio que desean,
despreciando totalmente los intereses de la minoría. Esta nueva mayoría puede
imprimir un nuevo rumbo a la sociedad, hacerla girar hacia los intereses de una
sociedad más fuerte que pasa a controlarla, y aun puede llevarla a la liquidación.

5.2.2.1 Peligros de la sociedad anónima

A más del anteriormente indicado, que es un mal para los accionistas, hay otros
para la sociedad en general. El interés privado de la sociedad dominado por la idea
de lucro y no del bien común es la razón de ser de la misma. Este peligro es tanto
mayor cuanto las actividades de las sociedades anónimas se han extendido a todos
los dominios de la vida nacional.

Las relaciones de la sociedad anónima con sus trabajadores son tan anónimas como
la sociedad misma. Los verdaderos dueños que son los accionistas no tienen nada
que ver con ellos. Los directores están preocupados principalísimamente en los
negocios de la sociedad y en dar un buen dividendo. El bienestar queda entregado a
un departamento de este nombre, a una visitadora social, donde la hay, pues
muchas empresas estiman que el bienestar es un gasto [improductivo]. De aquí los
frecuentes abusos en el salario, en las condiciones de aceptación y despidos, y total
ignorancia de los problemas individuales.

En la marcha de la sociedad los asalariados no tienen ninguna representación: son


meros trabajadores que arriendan sus servicios. A lo más tienen un representante
ante la dirección para hacer conocer sus quejas en cuanto a salarios y bienestar.

La administración de la Sociedad Anónima está en manos de consejeros nombrados


por la mayoría de los accionistas, muchas veces por una mayoría ocasional
interesada en controlar la sociedad. Cuando la sociedad está controlada por un
grupo responsable designa consejeros a personas también plenamente
responsables, pero no es raro el caso de consejeros representantes de los bancos o
de otras entidades que controlan una buena parte del capital, que son a la vez
consejeros de diez, quince o más sociedades y moralmente no pueden interesarse
en la buena marcha de la sociedad, mucho menos en los problemas humanos de
sus subordinados. Debería existir una prohibición para ser consejero de más de
cuatro o cinco sociedades anónimas.

La actuación de los accionistas en las Sociedades Anónimas está demasiado


restringida: asistencia a la asamblea general, aprobación o rechazo del balance,
elección del nuevo directorio. Su actuación debería ser mayor, porque son ellos los
dueños, los responsables de la marcha de la sociedad.

5.2.2.2 Remedios a la actual organización de las sociedades anónimas

Ha sido ideada una teoría llamada de la Institución, defendida principalmente por el


P. Rénard, O.P., por su discípulo Hauriou y por Emilio Gaillard. (George Renard, La
théorie de l’Institution, Essai d’ontologie juridique, Recueil Sirey, 1930. La
philosophie de l’Institution, Paris Recueil Sirey, 1930. E. Gaillard, La société
anonyme de demain. Ed. Recueil Sirey).

La teoría de la Institución quiere dar a la sociedad anónima un carácter más estable


y permanente que el que puedan simplemente contratar las partes, pues, la
sociedad anónima es una persona moral con normas que son independientes de la
aprobación o rechazo de una simple mayoría. Es una institución corporativa jurídica,
jerarquizada, cuya razón de ser es la realización de un determinado aspecto del
bien común, el cual ha quedado establecido en el acta de fundación y no puede ser
cambiado sino por la voluntad de sus mismos fundadores. Los accionistas están
ligados a la Sociedad Anónima no sólo por la posesión material de un paquete de
acciones, que pueden estar en su poder por simple depósito, sino por la vinculación
al bien común de la sociedad que ellos deben procurar. Hay pues una autoridad
para orientar la sociedad al bien común, la cual no cambia por simples actos de
mayoría, sino cuando deja de realizar el fin de la sociedad. Los accionistas tienen
obligación de votar, y su voto depende de su vinculación con la sociedad, del
número de años que está ligado a ella, pues piensan que mucho más afecto a la
sociedad tiene el que la fundó, el que guarda sus acciones durante 40 años, que el

129
que acaba de comprarlas en una especulación. El voto jamás podrá darlo el
accionista o el consejero cuando se debata algo que vaya en provecho propio y
daño de la sociedad, a fin de eliminar los negociados que pueden proponerse por
los consejeros representantes de otra sociedad. Los matices que han pretendido
darles sus progenitores a esta teoría van muy lejos: todos ellos se orientan a
substraerla del espíritu de arbitrariedad, del influjo de mayorías ocasionales, de la
falta de continuidad con el fin propuesto inicialmente, del juego de intereses sucios
que pueden actuar en ella. El espíritu que preside estas reformas es muy justo. El
problema está en traducirlo en instituciones jurídicas capaces de resistir a los mil
recursos que inventa el espíritu de lucro.

5.2.3 La concentración de poder, fruto del capitalismo

En Quadragesimo Anno dice Pío XI: “Primeramente, salta a la vista que en nuestros
tiempos no se acumulan solamente riquezas, sino se crean enormes poderes y una
prepotencia económica despótica en manos de muy pocos. Muchas veces no son
éstos ni dueños siquiera, sino sólo depositarios y administradores que rigen el
capital a su voluntad y arbitrio.

Estos potentados son extraordinariamente poderosos, cuando dueños absolutos del


dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto: diríase que administran la
sangre de la cual vive toda la economía y que de tal modo tienen en su mano, por
decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie podría respirar contra su
voluntad” (QA 39, OSC 68).

Lo más característico de esta fase del capitalismo no es tanto la concentración de


capitales, que existe, cuanto la concentración de poder en pocas manos. Los
accionistas de bancos y demás sociedades anónimas son millones; la dirección de
ellas está en muy pocas manos que usa a su arbitrio de los enormes capitales y de
la gran influencia que ellos acarrean en la vida económica y política, nacional e
internacional. Mucho más puede hoy día un consejero de sociedades con escaso
capital propio, que un dueño de valiosas propiedades, pero sin gestión económica.

A está acumulación de poder se ha llegado por grandes acumulaciones de capital


mediante las siguientes formas:

Los trusts: o sea, fusión de empresas análogas en una nueva empresa, por ejemplo
de los fósforos formado por el sueco Ivo Kreuger, que llegó a controlar la casi
totalidad de la producción de fósforos del mundo. En 1932 se suicidó y se acabó la
obra.

Los kartells: o pactos para monopolizar en un país o internacionalmente


determinados productos. A este pacto central siguen cláusulas para el reparto de
los mercados, para organizar la venta de los productos, etc. Hay grandes kartells
internacionales del acero, del petróleo, de las ampolletas eléctricas, del caucho, etc.
Algunos controlan la casi totalidad de la producción mundial.

Los consorcios y los konzerne: dos formas muy similares de unión de muchas
empresas para tener una administración común, servicios técnicos y económicos
comunes. Con frecuencia, en los consorcios hay participación de acciones de una
sociedad en las otras del consorcio, como también delegación de consejeros de una
sociedad en las otras. Una estadística alemana bastante antigua (1930) consigna el
hecho que de 12.000 sociedades anónimas con 18.000.000.000 [de] marcos, había
2.016 agrupadas en konzerne y controlaban 11.000.000.000 [de] marcos, esto es, el
62% del total. El konzerne de la Standar Oil comprendía el año 30 unas 500
sociedades en casi todos los países del globo.

Los holdings: Son el control de una o varias sociedades anónimas por otra que llega
a poseer en su cartera las acciones suficientes para tener mayoría en la asamblea
de accionistas: la mitad más uno de las acciones representadas en la asamblea. Los
bancos, u otras sociedades, logran obtener la representación de los accionistas o
hacerse de acciones al portador y así llegan a controlar la sociedad.

Las sociedades en cadena: formadas por una sociedad que controla la mayoría de
las acciones de la segunda, ésta de la tercera, por ella formada, y así
sucesivamente. Quien controla la primera controla todas las filiales.

Agrupación de sociedades complementarias: una empresa como la Ford Motor


Company produce automóviles, y también adquiere minas de fierro, de carbón,
empresas de transportes, etc., todo lo que necesita para su producción. En 1945
contaba la Ford con más de 300.000 operarios.

5.2.4 Ventajas e inconvenientes de estas grandes concentraciones

Esta enorme concentración de capitales ha sido ocasionada por las necesidades de


la técnica moderna que los reclama para adquirir las costosas maquinarias, para

131
disminuir los gastos generales, para abaratar la propaganda, para disminuir la
competencia, para conseguir un abaratamiento de los productos y una
generalización de su uso, razones muy dignas de ser tomadas en cuenta. La
producción es así más fácilmente adaptada al consumo; las relaciones comerciales
entre industrias similares, la búsqueda de nuevos mercados, el aprovechamiento de
los nuevos descubrimientos, son otras tantas razones que han impulsado a la
formación de estos grandes consorcios, y por eso algunos países tienden incluso a
hacer obligatorios los kartells en determinadas circunstancias económicas.

Pero al lado de estas ventajas tales concentraciones encierran el gran peligro que
señala el Pontífice Pío XI: un exagerado acrecentamiento del poder personal en el
campo económico, que tratará de hacerse extensivo al de la política nacional y aun
de la internacional. Las fieras luchas por apoderarse del poder político y aun las
guerras internacionales encierran con demasiada frecuencia razones de orden de
imperialismo económico.

Frente a los trabajadores, tales concentraciones, sobre todo donde los obreros no
están férreamente organizados, los dejan indefensos y constituyen una fuerza
demasiado desigual. En estos regímenes imperados por el poder de unos cuantos
superpoderosos no hay que pensar que los obreros sean otra cosa que simples
asalariados, sin esperanza de ver suavizado su contrato de salario por el de
sociedad. La distancia que separa a empleadores y empleados es cada día mayor
mientras más se aleja una empresa de la medida del hombre. En estas inmensas
concentraciones la dirección ha perdido totalmente de vista las necesidades de los
operarios, con los cuales todo contacto humano es tan imposible como con los
habitantes de otro planeta, si los hay.

Frente al bien común, tales concentraciones creadas por la sola razón del lucro,
aparece que la moral queda subordinada al interés y las necesidades de la
producción a las necesidades del consumidor: no se produce lo que se necesita más
urgentemente sino lo que rinde más; incluso llegan a inventarse productos que son
introducidos en el público a base de propaganda por la sola razón que rendirán
económicamente, aunque sean nocivos: bebidas, cosméticos, objetos de lujo.

Frente a las otras sociedades que una más fuerte llega a controlar, los
procedimientos empleados son con harta frecuencia francamente inmorales: al
determinar una fusión de empresas, la determinante puede fácilmente hacer un
balance que perjudique a la sociedad fusionada, y por tanto a los accionistas que no
aprobaron, sino que sufrieron la medida de la fusión. Una empresa dominante
puede comprar los productos que necesita, de la empresa dominada con pérdida de
ésta, y por tanto de la minoría de los accionistas. El consejo de una sociedad puede
especular con las reservas de la misma y emplearlas, no en repartir el dividendo
que esperan los socios necesitados, sino en provocar una baja de acciones en vista
de que no dan dividendos, para recomprarlas y emplear tales dividendos a su
amaño.

Al tratar de evitar la competencia: si tiene frente a sí un competidor tan fuerte


como él, tratará de llegar a un entendimiento que sea ventajoso para ambos,
mediante unificación de tarifas, o de un determinado descuento, aunque no sea
esto conveniente para el público. Si tiene un competidor más débil tratará de
hundirlo por toda clase de procedimientos, por ejemplo vendiendo más barato, aun
por bajo el costo, para después poder determinar el precio a su antojo y resarcirse
con largueza de la baratura anterior. En un momento dado, debido al
acaparamiento de productos pueden –si les conviene– sacar los productos del país y
llevarlos a otro de precios más altos, dejando de abastecer las necesidades
nacionales. En el otro país, por el dumping, pueden hundir a sus competidores y
quedar dueños de los precios.

Al apoderarse de otras empresas pueden, una vez controlado el número suficiente


de acciones, dejar a las demás el valor que deseen, y aun suprimir la empresa
misma con daño inmenso de los que poseen el resto de las acciones. Un banco
puede prestar a una empresa, urgir el cobro en momento difícil, llevar a la
liquidación y reiniciar el mismo trabajo una vez adquiridos los medios de producción
a un costo mínimo. Todo estos medios, como se ve, son profundamente inmorales.

Estas grandes concentraciones de capitales y de poder serán morales si son


morales cada uno de los actos que realizan; serán convenientes si aparecen
justificadas por razones suficientes y si tienen en cuenta el bien común y su obrar
es correcto; serán inconvenientes si fallan estas normas. Lo que no puede olvidarse
es que mientras más poderes tienen, encierran también mayores peligros y
constituyen una tentación al abuso. Bienes reales han operado en el campo
económico, y junto a ellos, males morales sin cuento.

5.2.5 Juicio sobre el capitalismo

133
Pocos temas como éste han apasionado tanto a los contemporáneos y se han
escrito libros y más libros en alabanza y en censura del régimen. Algunos sostienen
que está condenado por la Iglesia, otros que no; más aún, algunos lo consideran el
único sistema católico frente al marxismo.

Estas disputas nacen, primero, de no haberse puesto de acuerdo en los términos de


la discusión. Al hablar de capitalismo, los disputantes suelen tener ante sus ojos
definiciones totalmente distintas. Luego interviene la pasión y el interés, tanto de
quienes atacan cuanto de quienes defienden.

1º) El capitalismo en cuanto tal, no está condenado en sí. El capitalismo, tal como lo
definía Pío XI por la separación del capital y del trabajo en diferentes manos, que
trae consigo el asalariado por el contrato de arrendamiento de servicios, no ha sido
nunca condenado en sí mismo, en virtud de sus elementos constitutivos, por la
Iglesia. Dice Pío XI:

“Grandes cambios han sufrido desde los tiempos de León XIII tanto la organización
económica, como el socialismo.

En primer lugar, es manifiesto que las condiciones económicas han sufrido profunda
mudanza. Ya sabéis, Venerables Hermanos y amados Hijos, que Nuestro Predecesor,
de feliz memoria, dirigió sus miradas en su Encíclica, principalmente al régimen
capitalista, o sea, hacia aquella manera de proceder en el mundo económico, por la
cual unos ponen el capital y otros el trabajo, como el mismo Pontífice definía con
una expresión feliz: ‘No puede existir capital sin trabajo, ni trabajo sin capital’.

León XIII puso todo empeño en ajustar esa organización económica a las normas de
la justicia: de donde se deduce que no puede condenarse por sí misma. Y, en
realidad, no es por su naturaleza viciosa, pero viola el recto orden de la justicia
cuando el capital esclaviza a los obreros o a la clase proletaria con tal fin y tal
forma, que los negocios y, por tanto, todo el capital sirvan a su voluntad y a su
utilidad, despreciando la dignidad humana de los obreros, la índole social de la
economía, y la misma justicia social y bien común” (QA 38, OSC 66-67).

2º) El capitalismo lleva en sí un grave peligro: de indiferente que es en sí, tornarse


vicioso e injusto. El poder y la riqueza, como tanto lo han advertido los moralistas y
los grandes santos, encierran en sí el tremendo peligro de querer seguir siempre en
aumento. En este peligro no todos los industriales y comerciantes de tipo capitalista
han caído. Muchos han realizado en su vida de negocios su recta conciencia
privada.

3º) El conjunto de actuaciones del régimen capitalista, tal como históricamente se


ha desarrollado en el mundo ha merecido gravísimos reproches de la moral que los
Papas, Obispos y particulares no han cesado de reprocharle.

Los principales reproches que le han dirigido los Pontífices son los siguientes
(Mensaje,1. Ver Papas, Fernández, 78 Obispo, 76).

El régimen capitalista, tal como hasta ahora ha vivido, no puede ser una solución
admisible para el católico. Los juicios de los Papas y Prelados constituyen un
verdadero plebiscito que lo condena. Los católicos, por tanto, han de buscar otro
régimen que evite esos errores, o han de depurar el régimen capitalista de sus
vicios.

Si el capitalismo quiere sobrevivir debe evitar la concentración de poder con su


consiguiente deshumanización; debe terminar con el dominio del trabajo, que es
inmensamente más noble: es algo humano-divino a pesar de sus humildes
apariencias. Respeto, medios de vida abundantes, participación cada día mayor en
los frutos, en la gestión y aun en el dominio de la empresa (Remitir al capitalismo
OSC, pp. 378-379).

5.3. Socialismo

5.3.1 Diversidad de tendencias

Es muy difícil definir el socialismo porque hay doctrinas socialistas muy diferentes.
Sería más correcto hablar de tal y cual socialismo en particular: el de Saint Simon,
el de Fourier, el de Proudhon, etc. No es fácil captar la esencia del sistema
socialista, precisamente porque no es un sistema, sino un conjunto de deseos
confusos y de sentimientos poderosos que se mezclan a análisis económicos y
opiniones políticas. Durkheim decía que el socialismo no es una ciencia, ni una
sociología, es un grito de dolor y a veces de cólera lanzado por quienes sienten
vivamente nuestro malestar colectivo. Según Blum, el socialismo es una especie de
moral y casi una religión como también una doctrina. Es la aplicación exacta al
estado presente de la sociedad de estos sentimientos generales universales sobre
los cuales se han fundado siempre las morales y las religiones. Los socialistas están

135
de acuerdo en pensar que su doctrina no es solamente económica sino política y
filosófica. Uno de ellos afirma que a diferencia del laicismo democrático, que
combate el misticismo en nombre de la razón, el socialismo combate una fe en
nombre de otra fe.

Junto a estas declaraciones que dan al socialismo un carácter marcadamente


filosófico y antirreligioso, otros, como André Philip, declaran (Populaire de 5 de
Diciembre de 1944): “En el partido socialista no hay ninguna dificultad para admitir
en su seno a los protestantes o a los católicos, no menos que a los libre pensadores.
El socialismo, en efecto, no es una fe o un sistema filosófico particular sino una
técnica institucional. Pretende, mediante la socialización de las industrias
principales, dirigir la economía nacional, realizar la ascensión de los trabajadores a
la gestión de los negocios, realizar efectivamente el ideal democrático”. ¿Qué hay
de verdad en estas afirmaciones opuestas?

5.3.2 El hombre, centro

Hay, en los comienzos, una fe socialista en el hombre, que en muchos no excluye la


fe en Dios. Si fue haciéndose más tarde antirreligioso y aun ateo se debió, al menos
en Francia, a la influencia de los filósofos del siglo XVIII. Esta actitud no es común a
todos los socialistas. Enrique de Man afirma que el movimiento socialista es a la vez
defensor de la democracia abandonada por la burguesía y realizador del ideal
cristiano traicionado por la Iglesia. Puede decirse, sin embargo, que si bien el
socialismo apareció como no opuesto a la fe religiosa, su tendencia interna lo llevó
a ocuparse en forma exclusiva del hombre, como sobre el objeto central de sus
preocupaciones.

5.3.3 Primacía de la sociedad sobre el individuo

A más de esta fe en el hombre el socialismo es tal vez una doctrina económica y


social nacida en reacción contra el liberalismo. Mientras los liberales hacen un
llamado frecuente a la iniciativa personal, los socialistas ponen su confianza en el
Estado. El socialismo es, por tanto, una doctrina que afirma la primacía de la
sociedad sobre el individuo y la subordinación de éste a aquélla. En una palabra, es
una doctrina que hace de la sociedad el fin y del individuo el medio. Durkheim
definía el socialismo como la doctrina que vincula todas las funciones económicas, o
al menos buena parte de ellas, a los centros directores y conscientes de la sociedad.
Al decir sociedad, la mayor parte de los socialistas no piensan en el Estado. Por eso
han abandonado ellos lo que podríamos llamar “la estatización” (monopolio) por las
nacionalizaciones. De la acción del Estado, al igual que los liberales, dicen: “el bien
que hace el Estado, lo hace mal; y el mal que hace, lo hace bien”.

En las nacionalizaciones las industrias son regidas por cooperativas autónomas,


especie de servicios semipúblicos que reemplazan a las sociedades anónimas y a
sus consejos de administración.

En los comités directivos tripartitos figuran por terceras partes los consumidores,
los sindicatos de trabajadores incluidos los técnicos, y los representantes del
Estado, especies de árbitros encargados, en caso de dificultad, de hacer prevalecer
el interés general. En el caso de la escuela, la estatización significaría el monopolio,
mientras que la nacionalización hace de la enseñanza un servicio semipúblico que
admite una cierta libertad, reemplaza en el comité directivo a los consumidores por
los padres de familia. Se puede, pues, decir de una manera general que un sistema
es socialista cuando vincula las funciones económicas a la sociedad en lugar de
dejarlas difusas, y esto por dos razones. Primera, moral: favorecer el pleno
desarrollo del individuo; y una segunda, económica: el interés general no nace
espontáneamente de la suma de los intereses individuales como pretenden los
liberales, sino de una voluntad común fuertemente organizada. Las crisis periódicas
de la sociedad capitalista demuestran este aserto. Al orientar la economía habrá
que encauzarla, no a lo que más rinde, sino a lo más necesario.

Hay tres problemas fundamentales acerca de los cuales todo socialista reacciona en
igual forma:

5.3.4 Problema de la propiedad

Todo socialista rechaza la concepción capitalista de la propiedad; piensa que la


propiedad privada, como existe ahora, corresponde al estadio de la producción
privada, esto es, al artesanado; ahora bien, la producción ha pasado de la forma
privada a la forma colectiva mientras que el régimen jurídico no se ha modificado.
Hay, por tanto, contradicción entre un modo de producción que es ahora colectivo y
un modo de propiedad que permanece individual y privado. A la producción
colectiva debe corresponder la propiedad colectiva. Piden los socialistas que los
instrumentos de producción pasen a ser propiedad de todos porque sirven al trabajo
de todos. Refiriéndonos al problema de la propiedad, se puede llamar socialista a
todo sistema que ataca, disminuye o restringe la propiedad privada. De la

137
propiedad privada no reconoce sino una fuente: el trabajo; la propiedad sin el
trabajo es un robo. Un socialista contemporáneo afirma: Donde coinciden propiedad
y trabajo el socialismo no ha preconizado jamás la expropiación. El socialismo no es
el enemigo de la propiedad fruto del trabajo sino de la propiedad capitalista. El ideal
socialista es nacionalizar los instrumentos de producción y dejar al individuo y a la
familia tan sólo la propiedad de los objetos de consumo.

5.3.5 Problema de la organización

Un sistema socialista no se fía del juego de los intereses dejados a sí mismo y cree
necesario imponerles una cierta organización autoritativa. El socialismo marca la
substitución de la economía libre por la economía dirigida. Perrou señala como
signos de socialización: primero: a la gestión libre de los bienes de producción se
sustituye la gestión colectiva según un plan deliberado e imperado por el conjunto
humano correspondiente; segundo: el fin del sistema no es la mayor ganancia
monetaria sino la satisfacción directa y más completa de las necesidades de todos
los individuos que constituyen el grupo humano en cuestión.

El socialismo tiende idealmente a una cierta organización internacionalista, pero en


el hecho cuando llega al dominio de las realizaciones se queda en organización
nacional.

Los socialistas comprenden que una revolución política que no vaya acompañada de
una revolución económica es ineficaz y comprenden que es imposible modificar las
estructuras económicas sin transformar el Estado, pues esto conduciría a dar más
fuerza a un Estado nacionalista de tipo imperialista, y reforzaría la influencia de la
oligarquía en la dirección del país. La alta burguesía, cuando no posee el poder
político, hace sentir su ausencia de lo político agravando el malestar social hasta
que logra volver a unir su influencia política a su poder económico. Si el socialismo
quiere instaurarse necesita, por tanto, quitar el poder económico a la burguesía
mediante reformas de estructuras serias.

Muchas llamadas nacionalizaciones dejaron en pie las mismas influencias que bajo
la economía capitalista privada. Por eso los modernos socialistas no hablan de
nacionalización sino de “socialización” que supone la expropiación de la oligarquía y
la entrega de los bienes expropiados a las comunidades de los trabajadores.

Todas estas medidas sucesivas no logran, sin embargo, despejar las incógnitas
siguientes:

¿Por qué un Estado popular no sería tan imperialista como un Estado burgués? ¿Por
qué no nacería en él una nueva oligarquía burocrática que aprovechara la
revolución social para su bien personal?

5.3.6 Problema de la igualdad

Los socialistas miran su sistema como una concepción general del mundo que
tiende a hacer a los hombres iguales. Estas aspiraciones igualitarias están en el
alma socialista. Por eso, no sin dolor, muchos de los más auténticos socialistas han
constatado que al fin de la guerra de 1944 las diferencias de retribuciones de
jornales era de 1 a 10 en Rusia soviética, mientras en Inglaterra no era sino de 1 a
6. El socialismo quisiera que las condiciones de vida y la jerarquía de las funciones
resulten menos del nacimiento y de la riqueza heredada, que del trabajo y de la
capacidad individual. El socialismo quisiera que en la carrera de la vida todos partan
del mismo punto. De aquí que podamos decir que psicológicamente un socialista
está profundamente herido por las desigualdades sociales que ve a su alrededor y
que desea un mundo en que reine más justicia igualitaria y que busca los medios
técnicos y científicos para realizarla.

Estas son las orientaciones tradicionales del socialismo que, como lo indicábamos al
partir, son bastante vagas porque no forman parte de un sistema uniforme.
Después de la guerra de 1939-1944 aparecen nuevas aspiraciones en ciertos
sectores del socialismo.

5.3.7 Orientaciones actuales del socialismo

5.3.7.1 Laborismo

Esto es, reconocimiento de la importancia primordial del trabajo. El trabajador no


debe permanecer extraño a la dirección de la empresa. Los medios para llegar allí
no son los del marxismo, de la estatización de la producción, sino la asociación de
los trabajadores y la federación de estas asociaciones, que dirigirían las empresas
“socializadas”.

5.3.7.2 Humanismo

El socialismo actual expresa una doble aspiración de universalismo y de

139
espiritualismo.

Preocupación universalista en el sentido que no excluye ninguna clase y quiere


sobrepasar el carácter estrictamente proletario del marxismo. Quiere ofrecer a
todos los hombres el desarrollo total de su personalidad, reivindicarle su derecho a
la cultura del cuerpo, de la inteligencia, de la razón. Por esta aspiración de cultura
para todos el socialismo humanista pretende formar hombres. La promoción del
trabajo no podrá realizarse completamente sino cuando la clase obrera pueda
participar [de] la cultura integral.

La preocupación espiritualista se echa de ver por la aceptación de los valores


morales de la cultura, por el deseo de sobrepasar el materialismo marxista
integrando su doctrina en una concepción espiritualista del hombre y del mundo.
Esta es la tendencia de León Blum en su obra A l’échelle humaine [Gallimard, Paris
1945]. Blumm adhiere al análisis de la sociedad capitalista de Marx, pero no a su
materialismo dialéctico. Admite que el espíritu no es un simple reflejo de la materia
y que la libertad humana no consiste en someterse a la necesidad física que domina
al mundo. Al salvar así la libertad, Blum justifica la democracia sin la cual el
socialismo es impotente. Blum escapa también al marxismo cuando afirma que el
fin de la revolución social no es sólo liberar al hombre de la explotación económica
y de todas sus servidumbres accesorias, sino también de asegurarle en la sociedad
colectiva la plenitud de sus derechos fundamentales y de su vocación. Según los
marxistas, todos los problemas se encontrarían resueltos por la ascensión del
proletariado y por la aceleración del progreso técnico. Blum exige además que la
revolución sea hecha para el hombre y no se contenta con plegar al hombre, ni
siquiera momentáneamente, a las necesidades de la revolución. El mismo Blum
afirma: “Nada de lo que ha sido establecido por la violencia y mantenido por la
fuerza, nada de lo que degrada al hombre y reposa sobre el desprecio de la persona
humana, puede ser duradero”. Finalmente corrige Blum a Marx cuando afirma que
la fórmula “lucha de clases” debe ser entendida en el sentido de “acción de clases”,
esto es, liberación de los trabajadores por los trabajadores.

5.3.7.3 Liberalismo

El socialismo contemporáneo pretende ser liberal en el sentido en que afirma que


no hay verdadero desarrollo de la persona humana, sin un minimum de libertad
económica, política, espiritual y religiosa. ¿Cómo conciliar las exigencias del
socialismo y de la libertad? Los modernos socialistas no lo han aún declarado.

Las modernas tendencias del socialismo humanista que hemos expuesto están en
gestación, encierran aún grandes lagunas y sus partidarios están dispersos y son
tímidos. El catolicismo social no puede menos de mirar con simpatía sus esfuerzos
por conciliar la justicia social con los derechos de la persona humana.

5.3.8 Juicio de la Iglesia sobre el socialismo

León XIII designa en 1878 en Quod Apostolici Muneris bajo el nombre de socialistas
“aquella secta de hombres que, bajo diversos y casi bárbaros nombres de
socialistas, comunistas o nihilistas… se empeñan… en trastornar los fundamentos
de toda sociedad civil [QAM 2] …y no sólo una vez, en breve tiempo han vuelto sus
armas contra los mismos príncipes” [QAM 6, OSC 80]. Alude aquí el Pontífice a los
varios atentados contra la vida de los monarcas; y detalla en esta encíclica sus
cargos contra las doctrinas socialistas sobre la autoridad civil, cuyo fundamento de
derecho divino desconoce; sobre la sociedad doméstica, desprovista de todo
carácter religioso y de verdadera autoridad; sobre la propiedad privada que desean
reemplazar por la colectiva (cfr. QAM 1-31 y RN 3, OSC 80-86).

Pío XI en Quadragesimo Anno señala “las profundas transformaciones que desde


León XIII ha sufrido el socialismo… Entonces podía considerarse todavía
sensiblemente único, con doctrina definida y bien trabada; pero luego se ha dividido
principalmente en dos partes, las más veces contrarias entre sí y llenas de odio
mutuo, sin que ninguna de las dos reniegue del fundamento propio del socialismo y
contrario a la fe cristiana [QA 42].

Una parte del socialismo sufrió un cambio semejante al que indicábamos antes
respecto a la economía capitalista, y dio en el comunismo” (QA 43, OSC 91).

1. Este sector del socialismo merece las mismas condenaciones que el comunismo,
del cual difiere casi únicamente en los métodos de acción, menos violentos y más
reformistas, pero no de sus doctrinas materialistas, ateas y de odio de clases.

2. Hay otro sector socialista mitigado, pero que sigue siendo verdaderamente
socialista y por tanto incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, por su
manera de concebir la sociedad. El fin del hombre y de la sociedad es el puro
bienestar “y deben entregarse totalmente a la sociedad en orden a la producción de

141
los bienes”. Ante la satisfacción de las comodidades de esta vida “deben ceder y
aun inmolarse los bienes más elevados del hombre, sin exceptuar la libertad… Una
sociedad cual la ve el socialismo, por una parte, no puede existir ni concebirse sin
grande violencia, y por otra, entroniza una falsa licencia, puesto que en ella no
existe verdadera autoridad social: ésta, en efecto, no puede basarse en las ventajas
[materiales y] temporales, sino que procede de Dios, Creador y último fin de todos
las cosas.

Si acaso el socialismo, como todos los errores, tiene una parte de verdad… el
concepto de la sociedad que le es característico y sobre el cual descansa es
inconciliable con el verdadero cristianismo. Socialismo religioso y socialismo
cristiano son términos contradictorios: nadie puede al mismo tiempo ser buen
católico y socialista verdadero” (cfr. QA 45–48, OSC 93).

3. Entre los que se llaman socialistas hay una tendencia moderada, que no debería
llamarse socialista. Sus postulados nada contienen contrario a la verdad cristiana.

Hay un tercer sector “que no sólo confiesa que debe abstenerse de toda violencia,
sino que aun sin rechazar la lucha de clases y la abolición de la propiedad privada,
la suaviza y modera de alguna manera. Diríase que aterrado por los principios y
consecuencias que se siguen del comunismo, el socialismo se inclina y en cierto
modo avanza hacia las verdades que la tradición cristiana ha enseñado siempre
solemnemente; pues no se puede negar que sus peticiones se acercan mucho, a
veces, a las de quienes desean reformar la sociedad conforme a los principios
cristianos.

La lucha de clases, sin enemistades y odios mutuos, poco a poco se transforma en


una como discusión honesta, fundada en el amor a la justicia; ciertamente, no es
aquella bienaventurada paz social que todos deseamos, pero puede y debe ser el
principio de donde se llegue a la mutua cooperación de las clases. La misma guerra
al dominio privado, restringida más y más, se atempera de suerte que, en
definitiva, no es la posesión misma de los medios de producción lo que se ataca,
sino el predominio social que contra todo derecho ha tomado y usurpado la
propiedad. Y de hecho, un poder semejante no pertenece a los que poseen sino a la
potestad pública. De este modo se puede llegar insensiblemente hasta el punto de
que estos postulados del socialismo moderado no difieren de los anhelos y
peticiones de los que desean reformar la sociedad humana fundándose en los
principios cristianos. Porque con razón se habla de que cierta categoría de bienes
ha de reservarse al Estado, pues llevan consigo un poder económico tal, que no es
posible permitir a los particulares sin daño del Estado.

Estos deseos y postulados justos ya nada contienen contrario a la verdad cristiana y


mucho menos son propios del socialismo. Por tanto, quienes solamente pretenden
eso, no tienen por qué agregarse al socialismo” (QA 44 y 45, OSC 92).

5.4. Marxismo

Al hablar de marxismo, conviene desde la partida distinguir ciertos términos usados


como sinónimos, y que no lo son. Bajo la palabra “marxismo” señalamos la filosofía
social materialista y dialéctica elaborada por Marx y Engels, que luego
analizaremos. Comunista es el nombre que han tomado los partidos adheridos a la
Tercera Internacional. El leninismo agrega el aporte doctrinal de Lenin en la
maduración de la filosofía de Marx y Engels, y en particular, su plan estratégico
para la realización de la revolución proletaria. El stalinismo alude a las doctrinas del
actual dirigente máximo del comunismo, tendientes a consolidar la revolución en
Rusia y a su extensión posterior a los otros países. La consolidación del comunismo
en Rusia y el apoyo a su política es, según Stalin, el primer deber de los comunistas
del mundo.

5.4.1 El sistema de Marx

Los temas esenciales del comunismo están principalmente en las voluminosas


obras de Marx y Engels, en especial El Capital (1867); El Manifiesto, publicado en
1847, contiene en resumen las principales tesis marxistas. Para mayor claridad,
distinguiremos en el marxismo las posiciones filosóficas, las económicas y las
políticas, y agregaremos las grandes líneas del tipo de hombre que Marx pretende
formar. (Nos hemos servido de muchas reflexiones de Jean Lacroix: El hombre
marxista, Semana Social Francesa, 1947, pp. 127–135).

5.4.1.1 Posiciones filosóficas

Son las del materialismo histórico, o materialismo dialéctico.

A) Aspecto materialista

Para comprender la sociedad en un momento dado hay que partir de la producción

143
de bienes materiales y de la infraestructura económica. La infraestructura
económica está determinada por las fuerzas productivas: factores naturales,
maquinaria, vías de comunicación, etc. El conjunto de fuerzas productivas
existentes en un momento dado determina el modo de producción: agrícola,
artesanal, industrial, etc. Los modos de producción determinan las relaciones
sociales, que son fruto de las relaciones económicas. Tenemos, entonces, una clase
explotada y una clase explotadora, que en la época feudal logró su
engrandecimiento mediante la tierra, ahora mediante el dinero. Esta clase
explotadora hace trabajar las otras clases para su provecho, dirige la producción y
reparte las riquezas.

La infraestructura económica determina a su vez una superestructura social doble:


jurídica y política, primer plano; y religiosa, ideológica, científica, artística, etc.,
segundo plano.

La superestructura política y jurídica no es sino el reflejo de la infraestructura


económica y social. Llegada al poder una clase mediante su posición
económicamente ventajosa, se aprovechará de la organización política y jurídica
para consolidar y mantener su posición económica: “La legislación tanto civil como
política no hace sino pronunciar, verbalizar, la determinante de las relaciones
económicas” (Marx). “El Estado es, por regla general, el Estado de la clase más
poderosa, de la que tiene el dominio económico, la cual por su medio se convierte
en la clase políticamente dominante y adquiere así nuevos medios de dominar y de
explotar a la clase oprimida” (Engels).

La superestructura ideológica, científica, artística está determinada por la


infraestructura económica y por la superestructura jurídica y política: “Los
pensamientos de las clases dominantes son, en todas las épocas, los pensamientos
dominantes… Los pensamientos dominantes no son nada más que la expresión
ideológica de las relaciones materiales dominantes concebidas bajo la forma de
pensamientos, por consiguiente, las relaciones que hacen de la clase una clase
dominante; por consiguiente, los pensamientos de su dominación” (Marx).

La moral y la religión no escapan a esta determinación, ya que no son sino medios


usados por la clase dominante para asegurar su dominio. La religión católica, en
forma especial, es la forma de religión que corresponde a la economía capitalista,
ya que, como ella, es internacional y universal. Además, al predicar a los
trabajadores la resignación en este mundo para obtener la felicidad de una vida
futura, atenúa los antagonismos de clase, aniquila el poder revolucionario del
proletariado, es el “opio del pueblo”. La destrucción de la religión es, pues, una
condición indispensable para la emancipación del proletariado, que debe caer cada
vez más en la cuenta de la explotación de que es víctima. Para Marx los grandes
fundamentos de la Religión: la existencia de Dios, de un alma espiritual e inmortal
no tienen valor alguno.

La familia es también una superestructura que debe desaparecer con la economía


capitalista, para dejar paso al amor libre, escribe Engels en 1884.

B) Aspecto dialéctico

La filosofía contemplativa no interesa al marxista, más aún la rechaza de plano. Al


marxismo le corresponde superar la filosofía y resolver en la práctica los problemas
que ella plantea en teoría. Lo que interesa al marxista es seguir el curso de la
historia en su gran línea de liberación del hombre. Esta línea histórica no se funda
en dogmas ni en teorías, es más bien un método, un análisis de la realidad y una
manera de actuar sobre ella. De aquí que la objetividad pura no le interesa: un
conocimiento vale en la medida en que sirve para transformar la realidad. Si analiza
el estado social presente es para construir el futuro. Para Marx la crítica no es una
pasión de la cabeza sino la cabeza de la pasión.

Describir utópicamente la sociedad futura no tiene interés para los marxistas y les
parece imposible tal descripción, que debería ser hecha partiendo de los elementos
del mundo presente llamado a desaparecer. En cambio, fieles a Marx, que analizó la
noción del capitalismo y predijo su fin, sus discípulos analizan la situación histórica
en la que viven y se esfuerzan por seguir el movimiento de liberación que le va a
dar desenlace: “Llamamos comunismo –dice Marx– el movimiento efectivo que
suprimirá la situación presente”.

La contradicción es el motor del progreso. Tanto la sociedad como las instituciones


avanzan por esta lucha interna o dialéctica, que Marx tomó de Hegel, variando eso
sí su sentido. En Hegel servía para explicar un mundo idealista. En Marx un mundo
materialista.

La nobleza produjo un tiempo la burguesía que estuvo a su servicio y fue por ella
reemplazada. La burguesía capitalista ha producido el proletariado que será su

145
sepulturero. La clase inferior es muy pronto la clase triunfante y esta es suplantada
a su vez. Marx confía, sin embargo, que estas catástrofes sucesivas que van dando
a luz nuevos tipos de sociedades tendrán, sin embargo, un término, porque las
contradicciones se concentran y se estrechan. La masa de los explotados es cada
día mayor frente a un número de explotadores cada día menor y vinculados en
forma más y más abstracta con las instituciones de que forman parte. Marx predice
que antes de llegar a la etapa final ocurrirá la dictadura del proletariado, que
destruirá los vestigios del sistema capitalista y construirá el socialismo. Este Estado
proletario se destruirá poco a poco en cuanto a Estado y en cuanto a proletario y
dará lugar a la sociedad sin clases.

C) Los valores marxistas

¿Cuáles son los valores que guían al comunista en su acción? En primer lugar, no
reconoce ningún valor trascendente que pueda juzgar al hombre desde el exterior y
desde lo alto. Toda referencia a lo eterno le parece una hipocresía, el pretexto para
escapar de la lucha inmediata o una traición a la clase proletaria. Para el marxista lo
importante es seguir el curso de la historia que desembocará en la liberación del
proletariado. La clase que sube y conquista representa los más altos valores de su
tiempo, mientras que las otras clases encarnan la servidumbre y la perversión
social. El instrumento de ascensión social es la ciencia unida a la técnica y a la
intransigencia racionalista. Las clases que han ocupado posición dominante se han
servido de la razón, pero desde que se han instalado en el poder han abandonado
su racionalismo, han invocado una justificación trascendente, han abandonado la
razón por la fe, según afirma Marx. Para refutar estas ideologías que han ido
sucediéndose, el marxismo no combate directamente cada sistema, sino que
demuestra que son el producto de una época decadente, que debe ser superada
por la ascensión al poder del proletariado que lleva en sí los más altos valores. Al
luchar contra el capitalismo el marxista cree luchar por el hombre.

La moral y la revolución se identifican en el sistema marxista. Los más decididos


negadores de Dios habían reconocido un ideal que lo reemplazara, por ejemplo la
justicia. Los marxistas en cambio han llevado hasta sus últimas consecuencias la
negación [de lo]trascendente. El acto humano nada tiene que ver con Dios, sólo se
refiere a la historia que es su único juez. Acto bueno es el que va en el sentido de la
historia. Acto malo el que se le opone. El progreso de la humanidad, es, por tanto, la
norma suprema para juzgar del valor moral de las acciones. El acto moral es el más
progresista. De aquí se sigue que el fin justifica los medios, al menos los medios que
son inmanentes al fin. Consecuente con estos principios, en los conflictos
internacionales el marxista dará razón al Estado más progresista, y en los conflictos
internos la razón estará siempre del lado del proletariado.

5.4.1.2 Posiciones económicas

Para comprender el capitalismo del siglo XIX, Marx parte de la teoría del valor
trabajo y muestra cómo la ganancia del patrón, la plusvalía, es obtenida a expensas
del trabajador. La búsqueda de esta plusvalía por parte de los capitalistas los
precipitará en la catástrofe final. El capitalismo está fundado sobre una
contradicción que se irá agravando, contradicción entre el mundo de los capitalistas
que poseen los medios de producción y se apropian de la mayor parte de los
beneficios, y el mundo de los proletarios que realizan el trabajo y no perciben su
utilidad. La búsqueda de la plusvalía conduce a la concentración creciente de las
masas, cada día. Consiguientemente la lucha de clases no puede menos de
agravarse. Además, la concentración conduce a la superproducción y a las crisis
que hacen aún más grave la situación del proletariado, que los llevará a desposeer
a la ínfima minoría de ricos. La dictadura del proletariado precederá al comunismo
integral.

5.4.1.3 Posiciones políticas

No hay ninguna ruptura entre las posiciones económicas y las posiciones políticas
del marxismo. Ya que el proletariado es la clase designada por la historia para
derrocar al capitalismo y al Estado burgués, ya que el progreso no puede obtenerse
sino por la lucha de clases y por la revolución, corresponderá al proletariado, guiado
por su grupo dirigente, el partido comunista, acentuar por todos los medios la lucha
de clases, para acelerar el advenimiento de la dictadura del proletariado.

El manifiesto del Partido Comunista consecuente con este principio declara que: el
comunismo es la conciencia del proletariado. Ser comunista significa para Marx
conocer a fondo la condición proletaria y esforzarse por destruirla aniquilando el
capitalismo. El proletariado, verdadero crucificado del mundo moderno, es el único
capaz de destruir las actuales contradicciones sociales, el único que puede redimir
al hombre, porque es el que sufre más. Los proletarios son la inquietud del mundo
porque son su dolor. La conciencia proletaria es la conciencia desgraciada, es la
conciencia inquieta, es la “pérdida del hombre”. Marx espera que el proletariado

147
tome conciencia de esta pérdida y se revuelva contra ella.

Lacroix, a quien estamos siguiendo en este comentario del marxismo, piensa que el
mesianismo de Marx no es sino la conciencia del papel necesario atribuido a la clase
obrera en la obra revolucionaria. Al revés del burgués que se desinteresa de cuanto
le rodea, el proletario desprovisto de todo capta la inhumanidad esencial de nuestra
sociedad. El proletariado, más que una clase particular, es el resultado de la
descomposición total de la sociedad, el producto de sus íntimas contradicciones; su
revolución tendrá, por tanto, carácter universal porque luchará contra el error
absoluto.

5.4.1.4 Táctica marxista

Siendo las masas las que más sufren, brota espontáneamente en ellas un
movimiento revolucionario que los burgueses se empeñan en atribuir a los
agitadores pero que Marx señala como la obra espontánea de las masas. El
comunista es el que cree en la espontaneidad de las masas.

El movimiento espontáneo de las masas permanece ciego e ineficaz. La misión del


comunista es tomar conciencia del pensamiento de las masas para encaminarlo y
dirigirlo. En este sentido el comunismo es la conciencia del proletariado.

Así como el comunismo es la conciencia de la masa, los jefes son la conciencia del
comunismo. Su misión es radicalizar a las masas. No deben ellos infundir a los
proletarios sus ideas personales sino hacerlos tomar conciencia de lo que piensan y
radicalizar sus pensamientos. La masa sin jefe será anárquica y quedará a merced
de los explotadores. El jefe que no traduce el pensamiento de la masa, que se aísla
en sus propios conceptos subjetivos, se vuelve un revolucionarista y un renegado.
Así pensaba Marx, pero la práctica del comunismo contemporáneo indica
claramente que la acción va por otro lado y que son los jefes los que llevan a las
masas donde ellos quieren sin preocuparse de lo que espontáneamente harían las
masas. Tal vez en esta desviación de la intuición marxista se esconde una de las
causas de decadencia interna del comunismo.

5.4.1.5 Mística comunista

El comunista encuentra gran parte de su mística en la conciencia que adquiere de


que su partido es el único capaz de guiar la revolución proletaria. El comunista no
es el que admira a Marx, sino el que ha comprendido adónde lleva la dialéctica
histórica y participa en su movimiento liberador del proletariado, el que a cada
instante precisa la situación para ver hacia dónde se orienta y lo que permite a la
acción humana para regenerar al hombre. El camino de la liberación es duro,
sembrado de exigencias, y en él no se progresa sino codo a codo con la humanidad
entera. El partido en esta lucha no es uno de tantos partidos políticos: es un
verdadero orden, un absoluto. A él hay que sacrificarlo todo, no solamente la vida,
sino hasta el honor y aun la verdad. El conflicto de la verdad no existe sino para los
no marxistas que tienen acerca de ella, como acerca del honor, una idea absoluta
sin referencias históricas. No hay verdad fuera del partido. El partido solo es el
único que puede conducir a la revolución, la revolución es necesaria. ¿Cómo
podríamos oponerle una opinión individual? La única libertad que conoce el
comunista es la libertad de adherir al partido, en el cual piensan ellos que reside la
verdad y la historia. El partido es el único valor. El partido, frente a los comunistas,
está siempre en el poder: lo ejerce en nombre de la clase obrera y al llegar a la
autoridad política sólo consigue un nuevo campo de acción revolucionaria. El
atentado individual no gusta al comunista porque sustrae a su autor a la tutela del
partido. El militante frente a su partido hace un renunciamiento total que produce
admiración y espanto. El marxismo, más que un sistema objetivo de explicación del
universo, es una voluntad feroz de crear un mundo nuevo.

El marxista experimenta un desprecio total por el hombre degradado del mundo


burgués, de este mundo que no es más que la prehistoria de la humanidad en que
el hombre ha luchado contra el hombre.

Frente a este mundo el marxista vive en un permanente combate, en estado de


guerra total con la sociedad presente. Dialécticamente, el proletariado es la
negación de la burguesía y esta negación no es sólo intelectual sino viva. Negar la
burguesía es excluirla; la lucha es implacable.

Ningún contacto debe mantener el proletariado con los capitalistas para no debilitar
su espíritu de lucha. Mantener relaciones de hombre a hombre, respetar los
derechos inherentes a la persona humana, todo esto es ajeno a la conciencia
comunista. Las buenas intenciones de nada sirven. Lo que importa en política son
los resultados. Esto, como se comprende, lleva a consecuencias profundamente
inhumanas.

149
La reforma de la sociedad no puede operarse reformando las conciencias sino
reformando las condiciones de vida, ya que la conciencia humana no es sino un
reflejo de sus relaciones sociales. La reforma interior e individual es ineficaz. Buscar
entre la burguesía y el proletariado un común denominador humano es enervar la
conciencia obrera y favorecer el capitalismo. Psicológicamente, el comunista es el
que desespera del mundo capitalista, el que no tiene con él otras relaciones sino la
que lo mueven a combatirlo y a aniquilarlo.

Este espíritu de lucha tonifica la mística comunista, pues da al combatiente la


sensación de luchar por una reconciliación del hombre, por el término de las
alienaciones que lo esclavizan, por una causa por la cual bien se puede morir.

No pierde ocasión el partido de señalar a sus militantes la decadencia de la


burguesía: su cine abyecto, la liviandad de sus costumbres, el alcoholismo, la
morfinomanía, la descomposición de la conciencia humana, su pobreza ideológica y
su total falta de fe en el hombre.

Una mística de posesión de la naturaleza, de la conquista del mundo, de la


resolución de los grandes problemas que hagan avanzar a la humanidad anima la
propaganda marxista. El marxismo es una doble lucha: lucha del hombre con el
hombre, que se llama lucha de clases; lucha del hombre con la naturaleza, que se
llama trabajo. Esta lucha terminará en una reconciliación del hombre con los
hombres en la sociedad sin clases que constituirá “la gran tarde” de la historia y en
una reconciliación del hombre con el mundo por el dominio de la naturaleza. Antes
de llegar a este período de liberación total habrá que pasar por el de dictadura del
proletariado, en el que se aplicará la fórmula “a cada uno según sus obras”. En la
etapa final se dará “a cada uno según sus necesidades”.

Esta última etapa coincidirá con el desaparecimiento del Estado, al acabarse las
clases que son su fundamento. En el régimen ideal marxista no existirá la dualidad
entre lo social y lo político, ni existirá la distinción entre el hombre privado y el
ciudadano, pues el Estado será absorbido por la sociedad.

5.4.2 Marxismo contemporáneo

Las ideas que anteriormente hemos expuesto parecen quedar en plano puramente
ideal y en la práctica estas proposiciones de una lógica coherente son reemplazadas
por la obediencia ciega al partido que los marxistas admiten lógicamente.
Las teorías económicas de la plusvalía y la explicación marxista de las crisis son
bastante dejadas de lado.

El marxismo contemporáneo nos aparece dividido en muchos grupos, algunos que


se presentan como desviaciones de izquierda, tales [como] el Socialismo Trotskista,
representado por la Cuarta Internacional, y la Izquierda Comunista Internacional.
Estas dos tendencias se reclaman del marxismo integral y hacen suyas todas las
posiciones doctrinales de Marx, Engels y Lenin. Su desacuerdo doctrinal con Stalin
versa sobre la teoría de la revolución permanente. Ellos afirman la imposibilidad de
instaurar el socialismo en un solo país si está rodeado de países capitalistas que lo
obligarán a frenar sus aspiraciones revolucionarias. Por esto Lenin quería llevar el
combate revolucionario simultáneamente en su país y en los países extranjeros.
Stalin al contrario ha creído posible limitar el sentido revolucionario a fin de salvar
el Estado Soviético. Con este motivo ha pactado con los países capitalistas y
asegura reiteradas veces que es posible la convivencia de los regímenes comunista
y capitalista. Los marxistas de izquierda acusan a Stalin de haber traicionado a la
clase obrera y a la revolución.

Trotskistas e Izquierda Comunista están también de acuerdo en rechazar toda


colaboración con los partidos burgueses en el plano político; quieren el combate
revolucionario tanto en el terreno nacional como en el internacional; luchan contra
todas las Iglesias, luchan contra todos los imperialismos. Los Trotskistas piensan
que si Rusia fuera atacada por los países capitalistas ellos deben ayudarla, porque
el Estado Soviético representa un innegable progreso sobre los estados capitalistas.
La Izquierda Comunista Internacional, por el contrario, piensa que el imperialismo
stalinista no vale más que los imperialismos burgueses. Para ella los trotskistas son
también reaccionarios.

5.4.3 Juicio de la Iglesia sobre el comunismo ateo

Muy clara y decidida es la posición de la Iglesia sobre el “comunismo bolchevique y


ateo, que tiende a derrumbar el orden social” (DR 2, OSC 98).

En 1846 lo condenó Pío IX y confirmó esta declaración en el Syllabus; León XIII en


Quod Apostolici Muneris; Pío XI en Quadragesimo Anno, Miserentissimus Redemptor,
Charitate Christi, Acerba Animi, Dilectissima Nobis y especialmente en Divini
Redemptoris, encíclica consagrada enteramente a este tema. Pío XII ha aludido al
comunismo en centenares de documentos y declaró excomulgados a todos los…28

151
Los documentos del Episcopado y los de teólogos y filósofos católicos son
aplastantes en número y uniformidad de doctrina.

Resumamos la doctrina oficial sobre este punto.

5.4.3.1 Cómo ha logrado penetrar el comunismo

“Un pseudo-ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad en el trabajo, penetra


toda su doctrina y toda su actividad de cierto misticismo que comunica a las masas
halagadas por falaces promesas un ímpetu y entusiasmo contagiosos,
especialmente en un tiempo como el nuestro, en el que de la defectuosa
distribución de los bienes de este mundo se ha seguido una miseria casi
desconocida. Mas aún, se hace gala de este pseudo-ideal, como si él hubiera sido el
iniciador de cierto progreso económico, el cual, cuando es real, se explica por
causas bien distintas: como son, la intensificación de la producción industrial en
países que casi carecían de ella, valiéndose de enormes riquezas naturales, y el uso
de métodos inhumanos para efectuar grandes trabajos con poco gasto” (DR 8, OSC
100).

“Bajo pretexto de querer tan sólo mejorar la suerte de las clases trabajadoras,
quitar abusos reales causados por la economía liberal y obtener una más justa
distribución de los bienes terrenos (fines, sin duda, del todo legítimos), y
aprovechándose de la crisis económica mundial, se consigue atraer a la zona de
influencia del comunismo aun a aquellos grupos sociales que, por principio,
rechazan todo materialismo y terrorismo. Y como todo error contiene siempre una
parte de verdad, este aspecto verdadero al que hemos hecho alusión, puesto
astutamente ante los ojos, en tiempo y lugar apto para cubrir, cuando conviene, la
crudeza repugnante e inhumana de los principios y métodos del comunismo
bolchevique, seduce aun a espíritus no vulgares hasta llegar a convertirlos en
apóstoles de jóvenes inteligencias poco preparadas aún para advertir sus errores
intrínsecos. Los pregoneros del comunismo saben también aprovecharse de los
antagonismos de raza, de las divisiones y oposiciones de diversos sistemas
políticos, y hasta de la desorientación en el campo de la ciencia sin Dios, para
infiltrarse en las Universidades y corroborar con argumentos pseudo-científicos los
principios de su doctrina.

Y para explicar cómo ha conseguido el comunismo que las masas obreras lo hayan
aceptado sin examen, conviene recordar que éstas estaban ya preparadas por el
abandono religioso y moral en el que las había dejado la economía liberal” (DR 15-
16, OSC 106).

Una feroz propaganda de prensa, una conspiración del silencio de la prensa no


católica ante los primeros atentados del comunismo le permitieron extender su
influencia. A acrecentar esta influencia contribuyó “la incuria de los que parecen
despreciar estos inminentes peligros, y con cierta pasiva desidia permiten que se
propaguen por todas partes doctrinas que destrozarán, por la violencia y por la
muerte, toda la sociedad. Mayor condenación merece aún la negligencia de quienes
descuidan la supresión o reforma del estado de cosas, que lleva a los pueblos a la
exasperación y prepara el camino a la revolución o ruina de la sociedad” (QA 43,
OSC 91).

5.4.3.2 Principales oposiciones al Catolicismo

En su esencia es materialismo dialéctico e histórico.

“En sustancia, la doctrina que el comunismo oculta bajo apariencias a veces tan
seductoras, se funda hoy sobre los principios del materialismo dialéctico e
histórico… Esta doctrina enseña que no existe más que una sola realidad, la materia
con sus fuerzas ciegas, la cual por evolución, llega a ser planta, animal, hombre. La
misma sociedad humana no es más que una apariencia y una forma de la materia
que evoluciona del modo dicho, y que por ineluctable necesidad tiende, en un
perpetuo conflicto de fuerzas, hacia la síntesis final: una sociedad sin clases. Es
evidente que en semejante doctrina no hay lugar para la idea de Dios, no existe
diferencia entre espíritu y materia, ni entre cuerpo y alma; ni sobrevive el alma a la
muerte, ni por consiguiente puede haber esperanza alguna en una vida futura.
Insistiendo en el aspecto dialéctico de su materialismo, los comunistas sostienen
que los hombres pueden acelerar el conflicto que ha de conducir al mundo hacia la
síntesis final. De ahí sus esfuerzos por hacer más agudos los antagonismos que
surgen entre las diversas clases de la sociedad; la lucha de clases, con sus odios y
destrucciones, toma el aspecto de una cruzada por el progreso de la humanidad. En
cambio, todas las fuerzas, sean las que fueren, que resistan a esas violencias
sistemáticas, deben ser aniquiladas como enemigas del género humano” (DR 9,
OSC 101). De aquí la negación total de la caridad.

Despoja al hombre de los derechos inherentes a su personalidad.

153
“El comunismo, además, despoja al hombre de su libertad, principio espiritual de su
conducta moral, quita toda dignidad a la persona humana y todo freno moral contra
el asalto de los estímulos ciegos. No reconoce al individuo, frente a la colectividad,
ningún derecho natural de la persona humana, por ser ésta en la teoría comunista
simple rueda del engranaje del sistema. En las relaciones de los hombres entre sí
sostiene el principio de la absoluta igualdad, rechazando toda jerarquía y autoridad
establecida por Dios, incluso la de los padres; todo eso que los hombres llaman
autoridad y subordinación se deriva de la colectividad como de su primera y única
fuente. Ni concede a los individuos derecho alguno de propiedad sobre los bienes
naturales y sobre los medios de producción, porque siendo ellos fuente de otros
bienes, su posesión conduciría al predominio de un hombre sobre los demás. Por
esto precisamente, por ser fuente originaria de toda esclavitud económica, deberá
ser destruido radicalmente este género de propiedad privada.

Naturalmente, esta doctrina, al negar a la vida humana todo carácter sagrado y


espiritual, hace del matrimonio y de la familia una institución puramente artificial y
civil, o sea fruto de un determinado sistema económico; niega la existencia de un
vínculo matrimonial de naturaleza jurídico-moral que esté por encima del arbitrio de
los individuos y de la colectividad, y consiguientemente niega también su
indisolubilidad. En particular, no existe para el comunismo nada que ligue a la mujer
con la familia y la casa. Al proclamar el principio de emancipación de la mujer, la
separa de la vida doméstica y del cuidado de los hijos para arrastrarla a la vida
pública y a la producción colectiva en la misma medida que al hombre, dejando a la
colectividad el cuidado del hogar y de la prole. Niega, finalmente, a los padres el
derecho a la educación, porque éste es considerado como un derecho exclusivo de
la comunidad, y sólo en su nombre y por mandato suyo lo pueden ejercer los
padres” (DR 10-11, OSC 102-103).

Suprime a Dios. Concibe la civilización como fruto de una evolución ciega.

“¿Qué sería, pues, la sociedad humana, basada sobre tales fundamentos


materialistas? Sería una colectividad sin más jerarquía que la del sistema
económico. Tendría como única misión la de producir bienes por medio del trabajo
colectivo, y como fin el goce de los bienes de la tierra en un paraíso en el que cada
cual ‘daría según sus fuerzas y recibiría según sus necesidades’. El comunismo
reconoce a la colectividad el derecho, o más bien, el arbitrio ilimitado de obligar a
los individuos al trabajo colectivo, sin atender a su bienestar particular, aun contra
su voluntad, y hasta con la violencia. En esa sociedad, tanto la moral como el orden
jurídico no serían más que una emanación del sistema económico contemporáneo,
es decir, de origen terreno, mudable y caduco. En una palabra, se pretende
introducir una nueva época y una nueva civilización, fruto exclusivo de una
evolución ciega: ‘una humanidad sin Dios’” (DR 12, OSC 104).

5.4.3.3 Actitud de los Católicos frente al Comunismo

Con gran astucia los comunistas “pérfidamente procuran infiltrarse hasta en


asociaciones abiertamente católicas y religiosas. Así en otras partes, sin renunciar
en lo más mínimo a sus perversos principios, invitan a los católicos a colaborar con
ellos en el campo llamado humanitario y caritativo, proponiendo a veces cosas
completamente conformes al espíritu cristiano y a la doctrina de la Iglesia. En otras
partes llevan su hipocresía hasta hacer creer que el comunismo en países de mayor
fe y cultura tomará un aspecto más suave, y no impedirá el culto religioso y
respetará la libertad de las conciencias. Y hasta hay quienes, refiriéndose a ciertos
cambios introducidos recientemente en la legislación soviética, deducen que el
comunismo está para abandonar su programa de lucha contra Dios” [DR 57, OSC
109].

El comunismo es intrínsecamente perverso y no se puede colaborar con él en


ningún terreno.

“Procurad, Venerables Hermanos, que los fieles no se dejen engañar. El comunismo


es intrínsecamente perverso y no se puede admitir que colaboren con él en ningún
terreno los que quieren salvar la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al
error, cooperasen a la victoria del comunismo en sus países, serían los primeros en
ser víctimas de su error; y cuando las regiones, donde el comunismo consigue
penetrar, más se distingan por la antigüedad y la grandeza de su civilización
cristiana, tanto más devastador se manifestará allí el odio de los ‘sin–Dios’” (DR 58,
OSC 110).

Al condenar el comunismo ha declarado, reiteradas veces el Santo Padre, que sus


condenaciones son para el régimen materialista y ateo, pero no para el Pueblo
Ruso, que sufre en carne propia la triste experiencia.

5.4.4 El juicio de los hechos

155
Las hermosas declaraciones de justicia, de elevación proletaria, han inflamado
muchos espíritus generosos, pero las realizaciones han desengañado
profundamente a los hombres sinceros que han logrado conocer la auténtica
realidad de los hechos.

Esta realidad es bien difícilmente conocida, porque los gobernantes soviéticos han
puesto un exquisito cuidado en ocultar tras telones de hierro su paraíso. ¿Por qué?
¿Por qué impiden a sus ciudadanos viajar al extranjero?

Es indiscutible, en primer lugar, que el régimen soviético ha realizado mejora en la


vida de los trabajadores que estaban en un estado de sumo retraso, ha realizado
grandes construcciones materiales que exhiben en una estridente propaganda. Para
ello ha dispuesto de los recursos todos de un inmenso y rico país cuya economía
controla totalmente el Estado. ¿Hasta dónde llegan estas conquistas materiales?
Rusia es tal vez el único país del mundo en que resulta difícil apreciarlo con
seguridad, porque el extranjero no puede controlarlo y hay sobrados antecedentes
para no fiarse de las fuentes de información soviética.

Los que han logrado evadirse del régimen soviético, y muchos que han entrado a él
como amigos y han salido sus decididos adversarios, hablan de miseria, de
construcciones obreras deficientísimas, de salarios de hambre, de gran ignorancia y
de odio al régimen29.

El terrorismo impera y en los tiempos modernos quizás jamás en la historia se ha


conocido otro gobierno más despótico, dictatorial, totalitario, que concentra todos
los poderes en el Amo… y en sus todopoderosas policías secretas. En Rusia se vive
en la incertidumbre, bajo el pánico, bajo el temor de la delación y de la traición
convertidas en sistemas.

El régimen soviético predica la paz y practica la guerra; la opresión de Estados ayer


independientes y anexados hoy a su órbita imperialista es uno de los mayores
causantes de la carrera armamentista en que está lanzada la humanidad. Se
olvidan por el momento todas las auténticas reivindicaciones proletarias, se
posterga todo lo que pudiera dignificar su vida, para gastar esos billones de pesos
en armas.

Lo que hace más desgraciada esta situación es la imposibilidad de celebrar


relaciones contractuales con Rusia, por la inseguridad de poder fiarse de su palabra.
Según los principios comunistas la verdad y la moral se identifican con el triunfo del
Partido: lo que a esto conduce es moral y verdadero. Ante tal doctrina no puede
haber valores, ni siquiera conceptos comunes que hagan posible un pacto. Por esto
el mundo vive en permanente angustia y desconfianza ante las promesas
marxistas.

El Comunismo debe llevar cada día a los cristianos a examinar con sinceridad y
realismo si viven la doctrina del amor fraternal, distintivo de un discípulo de Cristo y
si están dispuestos a realizar todos los sacrificios para hacer un mundo digno de los
hijos de Dios.

1. Presupuestos de la Moral Social Católica

Los diversos sistemas de moral social que se enfrentan hoy día se diversifican y se
oponen más que por una apreciación diferente del uso de los medios económicos,
por una diferente filosofía acerca de Dios, del hombre, del mundo. Una visión
materialista y una espiritualista tendrán desde la partida concepciones totalmente
opuestas del hombre, de la libertad y de las riquezas, que habrán de repercutir en
los problemas sociales, económicos y hasta en los técnicos.

S.S. Pío XII en la encíclica Summi Pontificatus dice: “Porque, si es verdad que los
males que aquejan a la humanidad actual provienen, en parte, del desequilibrio
económico y de la lucha de intereses por una distribución más justa de los bienes
que Dios ha concedido a los hombres como medios de sustento y de progreso, no es
menos verdad que su raíz es más profunda e interna, pues toca a las creencias
religiosas y a las convicciones morales, pervertidas con el progresivo separarse de
los pueblos de la unidad de doctrina y de fe, de costumbres y de moral, en otro
tiempo promovida por la labor infatigable y benéfica de la Iglesia. La reeducación de
la humanidad, si se quiere que sea efectiva, tiene que ser ante todo espiritual y
religiosa: por tanto, debe partir de Cristo como de su fundamento indispensable,
tener la justicia como su ejecutora y por corona la caridad” (SP 29, OSC 116). “Las
energías que deben renovar la faz de la tierra tienen que proceder del interior, del
espíritu” (SP 29, OSC 117).

La Moral Social presupone, por tanto, algunos conceptos fundamentales, que son
materia de otros tratados, pero que no podemos menos de insinuar, porque revisten
la mayor importancia. En ningún momento el pensamiento o la acción puede olvidar
estos grandes principios.

157
1.1 Dios

En épocas anteriores los hombres se dividían en sus opiniones filosóficas y


religiosas, por su diversa idea de la divinidad, por el diferente mensaje que creían
haber recibido de Dios, por el diferente culto que le tributaban, pero todos,
moralmente hablando, creían en Dios. Nuestro siglo ha tenido el triste privilegio de
saber que millones de hombres se dicen ateos, y viven esclavizados por sistemas
teórica o prácticamente ateos, mientras filósofos, economistas y sociólogos aplican
a sus respectivos campos las consecuencias de su ateísmo. Todo juicio de moral
social está condicionado por una actitud íntima frente al problema Dios. Si esta
actitud es teórica o prácticamente atea, la moral social cristiana le aparecerá
desposeída de todo fundamento, de su fuerza y sentido. Si un grupo de
universitarios o de sindicalistas quieren seguir un curso de moral social, pónganse
bien claramente de acuerdo sobre este punto de partida antes de seguir adelante:
si no todo su estudio carecerá de base.

S.S. Pío XI, en Divini Redemptoris, después de haber expuesto los errores del
comunismo ateo, opone la verdadera noción de la “Civitas humana” e indica que
“por encima de toda otra realidad está el sumo, único, supremo Ser, Dios, Creador
omnipotente de todas las cosas, Juez sapientísimo y justísimo de todos los
hombres… No porque los hombres así lo creen, Dios existe: sino porque Él existe,
creen en Él y elevan a Él sus súplicas cuantos no cierran voluntariamente los ojos a
la verdad” (DR 26, OSC 113).

Dios crea de la nada todos los seres materiales y espirituales, les conserva el ser, la
vida, organiza y mantiene el mundo que de Él salió. Entre estas criaturas se
encuentran seres inteligentes y libres, a los cuales da una ley moral que los orienta
en el ejercicio de su libertad, hacia el mismo Dios. Dios es a la vez creador,
legislador, dueño de todo y fin supremo de cuanto existe.

El mundo y las cosas todas del universo nos han sido entregadas por el Creador
como un instrumento al servicio del hombre para que, sirviéndose de ellas, realice
su destino. Está en el plan de Dios que el hombre se enseñoree cada día más y más
de las fuerzas ocultas en el mundo. Nos narra el Génesis que al crear Dios a
nuestros primeros Padres los bendijo diciéndoles: “Procread y multiplicaos y henchid
la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y
sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra” (Gn 1,28-
29). Al servirse ordenadamente del mundo, el hombre lo hace realizar su fin último,
que es la gloria de Dios. San Pablo dice al hombre: “Todo es vuestro, vosotros sois
de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Co 3,33).

1.2. El hombre

El hombre es el centro de la moral social. La dignidad de la persona humana es el


fundamento de sus derechos: por eso es necesario comprenderla adecuadamente.

El hombre es un intermediario entre el puro espíritu y el ser puramente material. Su


cuerpo sensible está vivificado por un alma espiritual, libre e inmortal, creada a
imagen y semejanza de Dios. El hombre es una persona, un ser con un destino
propio que debe realizar por el uso de su libertad; es un sujeto de deberes y
derechos sagrados que se imponen al respeto de todos. Sobre él no tiene dominio
directo nada ni nadie más que Dios. Ni la familia, ni el Estado ni sociedad alguna
puede en ninguna circunstancia creerse autorizada para atropellar sus legítimos
derechos.

Esta grandeza del hombre mirada a la sola luz de la razón natural se acrece
inmensamente si la miramos ante la revelación cristiana. Dios creó al hombre para
hacerlo su amigo, su hijo adoptivo, para hacerle participar su propia naturaleza,
para darle una felicidad eterna que fuera participación de la que Él goza, que es Él
mismo: para que lo conociera como Dios se conoce a sí mismo, para que lo amara
como Él se ama a sí mismo. Esta elevación del hombre al plano sobrenatural fue
destruida por el pecado de nuestros primeros Padres, que nos privó –por culpa de
ellos– del don gratuito de Dios: su gracia santificante. Pero roto el primer camino de
elevación a la vida sobrenatural, el amor infinito de Dios no se dejó vencer por la
pequeñez humana y escogió un segundo camino aún más maravilloso para elevar a
todos los hombres, de todos los tiempos, a la participación de la vida divina. Tan
pronto nuestros Padres habían pecado les anunció el Señor que vendría su Hijo a la
tierra y pisotearía la cabeza del espíritu del mal [cfr. Gn 3,15]. Llegada la plenitud
de los tiempos el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros [cfr. Jn 1,14]
para que pudiéramos llamarnos hijos de Dios y serlo de verdad [cfr. 1Jn 3,1].
Quienes desde los albores de la creación (No pertenece a la materia de este libro
explicar largamente cómo pueden salvarse los que nacieron antes de Cristo, o los
que no lo han conocido expresamente. La teología se encarga de ello: sólo
queremos indicar que al hombre que hace cuanto está de su parte por seguir la

159
verdad, tal cual la conoce a través de su conciencia, Dios no le niega su Gracia. La
Verdad no es más que una y Cristo dijo de Sí, “Yo soy la Verdad” [Jn 14,6]) han
creído y esperado en Él, a la manera que esto les era posible según la luz recibida
han pasado a ser de verdad hijos auténticos de Dios. Es imposible pensar en un don
de mayores proporciones.

Por la Redención podemos con absoluta verdad ser auténticos hijos de Dios,
hermanos del Verbo, templos del Espíritu Santo: podemos llamar a Dios con toda
certeza Padre nuestro.

El Hijo de Dios al unirse una naturaleza humana elevó en ella a todo el género
humano. Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos con quienes
comparte su propia vida divina. Cristo es la cabeza de un cuerpo, el Cuerpo Místico,
cuyos miembros somos o estamos llamados a serlo nosotros, sin limitación alguna
de razas, de fortuna, ni de otra alguna consideración. Basta ser hombre para poder
ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo, esto es, para poder ser Cristo. Sólo los
condenados quedan excluídos de la posibilidad de esta unión.

El que acepta la Encarnación la ha de aceptar con todas sus consecuencias y


extender su don, no sólo a Jesucristo, sino también a su Cuerpo Místico.
Desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo; aliviar a
cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Tocar a uno de los hombres es
tocar a Cristo. Por esto nos dijo Jesús que todo el bien o el mal que hiciéremos al
más pequeño de nuestros hermanos, a Él lo hacíamos. El núcleo fundamental de la
revelación de Jesús, “la buena nueva”, es la unión de todos los hombres con Cristo.

Cristo se ha hecho nuestro prójimo: preso en los encarcelados, toma la forma de


obrero o de patrón, de herido en un hospital, o de mendigo en las calles. Si no
vemos a Cristo en el hombre que codeamos a cada momento es porque nuestra fe
es tibia y nuestro amor imperfecto. Por esto San Juan nos dice: “si no amamos al
prójimo a quien vemos ¿cómo podremos amar a Dios a quien no vemos?” [1 Jn 4,
20].

La comunión de los santos, dogma básico de nuestra fe, es una de las primeras
realidades que de ella se desprende: todos los hombres somos solidarios. Todos
recibimos la Redención de Cristo y sus frutos maravillosos. La comunión de los
santos nos hace entender que hay entre quienes formamos “la familia de Dios”
vínculos mucho más íntimos que los de la camaradería, la amistad, la clase social.
La fe nos enseña que somos uno en Cristo: americanos y rusos, japoneses y chinos,
proletarios e industriales, que todos participamos de los bienes de todos y sufrimos
las consecuencias –al menos negativamente– de nuestros males. Estamos asistidos
por plegarias invisibles, rodeados de gracias que no hemos merecido, sino que otros
nos han alcanzado. ¿Cómo no amar a quiénes con toda verdad podemos llamar
nuestros invisibles bienhechores?

Nada se opone más al cristianismo que el individualismo. Cada uno forma parte de
un gran todo: somos piedras de un mismo edificio, ramas de un mismo árbol,
miembros de un mismo cuerpo y herederos de un mismo destino. La rama que se
desgaja, sécase y sólo sirve para el fuego. Una piedra caída del edificio compromete
la estabilidad del conjunto. Entre todos nosotros hay un intercambio de servicios
comparable a la circulación de la sangre en nuestro cuerpo. San Pablo resume esta
maravillosa doctrina cuando enseña que nosotros que somos muchos, no formamos
sino un solo cuerpo, del cual Cristo es la cabeza y nosotros somos los miembros. Si
un miembro padece, todos sufren con él; si un miembro es glorificado, todos se
regocijan con él (cfr. Rm 12,4-5; 1Co 12,4-6.12-25; Col 1,18-24; Ef 5, 29-30).

Quien comprende esta doctrina entenderá qué significa la solidaridad social: ese
vínculo íntimo que une los unos con los otros para ayudarlos a obtener los
beneficios que puede darles la sociedad;

El sentido social: esa actitud espontánea para reaccionar fraternalmente frente a los
demás, que lo hace ponerse en su punto de vista ajeno como si fuese el propio; que
no tolera el abuso frente al indefenso; que se indigna cuando la justicia es violada;

La responsabilidad social: que dice bien claro que no puede uno contentarse con no
hacer el mal, sino que está obligado a hacer el bien y a trabajar por un mundo
mejor.

1.2.1 Consecuencias de la dignidad de la persona humana

1.2.1.1 Primacía del hombre sobre la materia

Las riquezas están al servicio del hombre y no el hombre al servicio de las riquezas,
decía S. Antonino de Florencia.

Por tanto, toda organización social que subordine el hombre a la materia, que lo
haga instrumento para la adquisición de la riqueza, sin consideración a su

161
personalidad, debe ser reformada. A esta luz hemos de juzgar el pensamiento de los
antiguos filósofos: Aristóteles decía que el esclavo era “un instrumento viviente”, y
Cicerón, “un arado que habla”. Con este criterio hemos de juzgar la organización
industrial de tipo capitalista o de tipo comunista en las que hombres, mujeres y
niños han sido sacrificados a la intensidad de la producción, sin cuidado alguno de
sus necesidades materiales y morales.

1.2.1.2 La propiedad al servicio del hombre

Los bienes han sido dados por el Creador para todas sus creaturas, por el Padre
para todos sus hijos, para que todos ellos puedan vivir en forma conveniente y
adecuada a su naturaleza humana, para que puedan desarrollar sus potencialidades
físicas, formar una familia y procrear hijos, desarrollar su mente y tener el minimum
de bienes para practicar las virtudes que corresponden a un hijo de Dios. Esta es la
primera finalidad de los bienes de la tierra. A su luz aparece la igualdad de derecho
de los hombres todos, sin distinción de razas, de talento, ni de cualidades
secundarias. Al derecho positivo corresponde determinar la forma en que han de ser
divididos los bienes de la tierra para cumplir el plan providencial. En la medida en
que las leyes se oponen a este plan violan el bien común, y lesionan la justicia
social.

El derecho de propiedad privada está llamado a garantizar la libertad que necesita


cada hombre a asegurar su independencia y la posibilidad de dedicarse a trabajos
de orden superior, a darle un reposo tranquilo en su ancianidad y la posibilidad de
educar y colocar a sus hijos.

En la posesión de los bienes habrá siempre desigualdades debidas a las diferencias


de talento, de esfuerzo, etc. Un igualitarismo total resulta absurdo; pero, por otra
parte, no puede aceptarse tal acumulación de bienes que al concentrarse en pocas
manos dejen imposibilitados a los más para obtener con un justo esfuerzo la parte
que necesitan. Lo que nunca se puede permitir es que la cantidad de bienes que es
indispensable para garantizar la dignidad de la persona humana quede sacrificada a
la satisfacción de necesidades secundarias y, con mucho mayor razón, se inviertan
en el confort y lujo de las personas más afortunadas.

Este criterio en la distribución de los bienes no vale tan sólo para un determinado
país, sino también para los habitantes del gran país que es el mundo, patria de los
hijos de Dios. A la luz de la justicia social no puede, pues, consolidarse un orden
jurídico que permita países de alto standard de vida, a costa del bajo standard de
vida de otros menos afortunados: a éstos habrá que capacitarlos por la cultura e
instrucción técnica para que puedan obtener al menos el minimum de bienes que
requiere la dignidad de la persona humana.

La manera concreta de realizar estos principios deberá ser iluminada por la virtud
de la prudencia, que empleará los medios que las circunstancias exijan, y que para
su aplicación integral supone la formación de una mentalidad social universal. La
conciencia cristiana será el fermento que hará levantar la masa.

Lo que no llegue a realizar la justicia social lo hará la caridad cristiana, que verá en
sus prójimos al Dador de todo bien.

1.2.1.3 Respeto de la autonomía de la persona humana y de su orientación última

El hombre no es un medio, sino un fin en sí; fin no último sino subordinado a Dios.
Por tanto, la organización social debe facilitar que el hombre se cultive
intelectualmente, que cumpla sus deberes morales, religiosos, familiares, cívicos y
profesionales. Por eso jamás el cristiano podrá aceptar los principios laicistas del
liberalismo y del marxismo que desconocen esta finalidad sobrenatural del hombre.

1.2.1.4 Igualdad substancial de la naturaleza humana y necesaria desigualdad de


condiciones

Los hombres todos tienen un mismo origen, una misma naturaleza, y por tanto las
mismas necesidades fundamentales, un mismo destino sobrenatural, y por tanto
son acreedores al respeto de sus derechos.

Al mismo tiempo, en el mundo –tal como Dios lo ha establecido– existe una


desigualdad de talentos, de condiciones, de fuerzas para el trabajo, de espíritu para
surgir, que introducirá necesariamente una cierta desigualdad en la posesión de los
bienes espirituales, intelectuales, económicos. Un igualitarismo total es antinatural.
Además, en toda sociedad habrá funciones diferentes: unos deberán mandar y otros
obedecer, unos realizar trabajos intelectuales y otros manuales. Estas
desigualdades no deben ser acentuadas, sino al contrario suavizadas, pero nunca
podrán dejar de existir. Si no hay autoridad, no hay sociedad.

1.2.1.5 Deber de perfeccionamiento de la propia personalidad.

163
La conciencia de nuestra riqueza interior y del instrumento precioso de que
disponemos, la libertad, nos moverá a perfeccionar y enriquecer nuestra propia
persona, por la observancia de la ley moral. Esto supone lucha contra nuestros
apetitos desordenados, de los cuales cada uno tiene excesiva conciencia, pero en
esa lucha encontraremos nuestra nobleza y nuestra independencia.

La moral cristiana, yendo más allá de la simple moral natural, nos aconseja la
práctica de los consejos evangélicos: el despego afectivo y si posible, efectivo, de
los bienes de este mundo; la aceptación del dolor, de la persecución por la justicia;
la práctica de la mansedumbre, de la pureza y del renunciamiento. Mientras que el
liberalismo y el socialismo sólo enseñan al gozo y la posesión de los bienes y
rechazan como males absolutos la pobreza, la enfermedad, el sufrimiento, la moral
cristiana enseña a enfrentar estas realidades con criterio superior. Ante el mal no
predica la resignación sino la lucha mientras ésta es posible, pero al mismo tiempo
enseña la austeridad para consigo mismo, la aceptación de lo inevitable como
venido de mano de Dios y su aprovechamiento sobrenatural para crecimiento de
todo el Cuerpo Místico de Cristo.

1.2.2 Enseñanza pontificia sobre las consecuencias de la persona humana

Pío XI dice del hombre que “es un pequeño mundo, que excede con mucho en valor
a todo el inmenso mundo inanimado… Dios lo ha dotado con muchas y variadas
prerrogativas: derecho a la vida, a la integridad del cuerpo, a los medios necesarios
para la existencia […], derecho de asociación, de propiedad y del uso de la
propiedad” (DR 27, OSC 118).

“El cristianismo fue el primero en proclamar en una forma y con una convicción
desconocidas en los siglos precedentes la verdadera y universal fraternidad de
todos los hombres de cualquier condición y estirpe, contribuyendo así
poderosamente a la abolición de la esclavitud, no con revoluciones sangrientas, sino
por la fuerza interna de su doctrina, que a la soberbia patricia romana hacía ver en
su esclava una hermana en Cristo… hecho hombre por amor a los hombres y
convertido en ‘Hijo del artesano’, más aún, ‘artesano’. Fue el cristianismo el que
elevó el trabajo manual, antes tan despreciado, a su verdadera dignidad…” (DR 36,
OSC 122).

Reconoce el mismo Pío XI que inmensas multitudes de obreros se han alejado de


Dios “exacerbados por no haber sido comprendidos o tratados con la dignidad a que
tenían derecho” (DR 70, OSC 123).

En su mensaje de Navidad de 1942, Pío XII, tratando de las condiciones que harán
posible la paz, dice: “Quien desea que la estrella de la paz nazca y se detenga sobre
la sociedad, concurra por su parte a devolver a la persona humana la dignidad que
Dios le concedió desde el principio; opóngase a la aglomeración de los hombres, a
manera de masas sin alma; a su inconsistencia económica, social, política,
intelectual y moral; a su falta de principios sólidos de profundas convicciones; a su
sobreabundancia de excitaciones instintivas y sensibles, y a su volubilidad;
favorezca, con todos los medios lícitos, en todos los campos de la vida, aquellas
formas sociales, en las que encuentre posibilidad y garantía una plena
responsabilidad personal, tanto en el orden terrenal, como en el eterno; apoye el
respeto y la actuación práctica de los siguientes derechos fundamentales de la
persona: el derecho a mantener y desarrollar la vida corporal, intelectual y moral, y
particularmente el derecho a una formación y educación religiosa; el derecho al
culto de Dios, privado y público, incluida la acción caritativa religiosa; el derecho, en
principio, al matrimonio y a la consecución de su objeto, el derecho a la sociedad
conyugal y doméstica; el derecho a trabajar como medio indispensable para el
mantenimiento de la vida familiar; el derecho a la libre elección de estado, y por
consiguiente, aun del estado sacerdotal y religioso; el derecho a un uso de los
bienes materiales, consciente de sus deberes y de las limitaciones sociales”.

Más adelante prosigue: “Todo trabajo posee una dignidad inalienable y al mismo
tiempo un estrecho lazo con el perfeccionamiento de la persona… La Iglesia no
titubea en deducir las consecuencias prácticas que se derivan de la nobleza moral
del trabajo y en apoyarlas con todo el nombre de su autoridad. Estas exigencias
comprenden, además de un salario justo, suficiente para las necesidades del
trabajador y de la familia, la conservación y el perfeccionamiento de un orden social
que haga posible una segura aunque modesta propiedad privada a todas las clases
del pueblo, que favorezca una formación superior para los hijos de las clases
obreras particularmente dotados de inteligencia y buena voluntad, y promueve en
el barrio, en el pueblo, en la provincia, en la nación, el cuidado y la actividad
práctica del espíritu social, que mitigando los contrastes de intereses y de clase,
quita a los obreros el sentimiento de la segregación, con la experiencia confortante
de una solidaridad genuinamente humana y cristianamente fraterna” (OSC 124).

2. Principios de la Moral Social Católica

165
Tres pilares fundamentales tiene la moral social: justicia, caridad, bien común. La
justicia y la caridad pertenecen a la categoría de las virtudes.

En el hombre hay virtudes naturales y sobrenaturales. Las naturales no suponen en


quien las practica el don de la gracia santificante, sino la realización de una obra
conforme a la naturaleza, por ejemplo el pago de una deuda, el socorro de un
pobre, la piedad filial. Pero cuando quien practica el acto de virtud natural está en
estado de gracia santificante, la acción tiene un valor inmensamente superior,
porque procede de quien está penetrado de la vida divina y produce actos
meritorios para la vida eterna.

Al hablar de justicia hablamos de derechos; al hablar de caridad, hablamos de


amor, obligatorio sí, pero no exigible en derecho.

2.1 Justicia

La justicia es la disposición estable de nuestra voluntad que nos lleva a respetar el


derecho del prójimo. El derecho es un poder moral de obrar o de poseer: es una
manifestación de la personalidad. Sólo una persona es capaz de derechos y de
obligaciones. Cuando decimos poder moral, señalamos su diferencia de la
capacidad física. Un derecho no se pierde porque no se puede ejercitar.

Los derechos son recíprocos: si los demás deben respetar mi derecho, yo debo
respetar el suyo. La justicia consiste, pues, en esta disposición estable a respetar el
derecho de los demás en todas sus manifestaciones: bienes corporales y
espirituales: salud, honor, riqueza, libertad, asociación, etc. El derecho de los demás
crea en nosotros una obligación correspondiente. El que ha sido lesionado en sus
derechos puede reclamarlo y exigir –hasta donde es posible dada la imperfección
humana– una reparación correspondiente al daño causado.

La justicia es una virtud fundamental, pero impopular. Carece de brillo porque sus
exigencias son a primera vista muy modestas, y por eso no despierta entusiasmo,
ni su cumplimiento acarrea gloria. Uno podrá gloriarse de sus limosnas, pero no de
no haber matado a alguien: es lo que tenía que hacer y nada más. Y, sin embargo,
es una virtud muy difícil y exige una gran dosis de rectitud. Hay muchos que están
dispuestos a hacer la caridad, pero no se resignan a cumplir con la justicia; están
dispuestos a dar limosnas, pero no a pagar el salario justo. Aunque parezca extraño,
es más fácil ser caritativo (claro que sólo en apariencia) que justo. Tal pretendida
caridad no lo es, porque la verdadera caridad comienza donde termina la justicia.
Caridad sin justicia no salvará los abismos sociales, sino que creará un profundo
resentimiento. La injusticia causa enormemente más males de los que puede
reparar la caridad.

La inversión de valores en la práctica de estas dos virtudes obedece a un errado


sentimiento de vanidad. Al que se siente superior le halaga tomar una actitud de
proteccionismo que lo coloca sobre el protegido; en cambio, la justicia coloca a
todos los hombres en un pie de absoluta igualdad. Pero el hombre, cualquiera sea
su situación, no quiere benevolencia sino justicia, ningún otro substitutivo puede
satisfacerle. “Estamos [felizmente] en una época que clama por la justicia. Después
de larga opresión los hombres no piensan satisfacerse con nada menos que con la
justicia y aspiran a obtenerla, aun cuando en la tentativa hubiera de saltar hecho
trizas el edificio social.

“La pasión por la justicia estalla con fuerza desvastadora. En muchos casos la
pasión es ciega y recurre a medios que están destinados a resultar desastrosos. Es
triste, como lo deplora Pío XI, que el clamor por el pan, que es de toda justicia, vaya
acompañado con frecuencia con sentimientos de odio que nunca pueden ser
justificados.

El marxismo y el totalitarismo en medio de sus exageraciones han hecho un


llamado a las masas para reparar la justicia violada por la economía liberal, y si han
encontrado en ellas un eco profundo ha sido, más que por sus errores, por el alma
de verdad que encierran, por su clamor en pro de la justicia. Si tantos obreros se
han alejado en nuestros días de la fe, muchas veces ha sido porque ellos alimentan
la idea equivocada que la Iglesia no está incondicionalmente al lado de la justicia,
sirviéndoles de pretexto las actuaciones aisladas de muchos católicos desprovistos
de sentido social.

A este desorden debemos oponer el orden de la justicia, sin temor de trastornos, ni


de catástrofes. Los hombres son muy comprensivos para saber esperar la aplicación
gradual de lo que no puede obtenerse de repente, pero lo que no están dispuestos a
seguir tolerando es que se les niegue la justicia y se les otorgue, con aparente
misericordia, en nombre de la caridad lo que les corresponde por derecho propio.
Debemos ser justos antes de ser generosos. La injusticia causa más males que los
que puede remediar la caridad” (Humanismo Social, pp. 138–139).

167
2.1.1 Diferentes especies de justicia

Se divide la justicia en particular, que puede ser conmutativa y distributiva; y


justicia general, que se llama también legal o social.

La justicia conmutativa (del latín conmutare = cambiar) vela por el cumplimiento de


las relaciones contractuales, regidas por el viejo adagio latino “do ut des”. He
comprado una casa, debo pagar su precio; tomo un billete de ferrocarril, debo pagar
su valor. La justicia conmutativa es la más precisa, la más determinada, porque se
funda sobre cierta igualdad, se puede ventilar ante los tribunales. Es la única que
comprenden los espíritus simplistas, que desprecian por imprecisas y etéreas los
otros tipos de justicia.

La justicia distributiva o proporcional crea el derecho de que cada uno sea tratado
por la autoridad social conforme a sus aptitudes, a sus necesidades, a su dignidad
particular, en cuanto a la distribución de las cargas y de los beneficios sociales. Así,
por ejemplo, las familias numerosas tienen derecho a menores impuestos o a
mayores subsidios porque tienen cargas más numerosas. La justicia distributiva
debe aplicarla el padre en la familia, teniendo en cuenta las aptitudes de cada uno
al señalarle el trabajo, su grado de responsabilidad al indicar el castigo. Debe
aplicarse en la profesión, porque al señalar el salario hay que considerar además
del estricto trabajo, su calidad, la preparación del obrero, su edad, sus obligaciones
o cargas de familia, su antigüedad en la empresa, sus iniciativas.

El vicio más opuesto a la justicia distributiva es lo que puede llamarse “la acepción
de personas”, o el favoritismo, nepotismo, espíritu de casta o partidismo político,
esto es, la repartición de las cargas o de los beneficios por consideraciones extrañas
al bien común y que sólo nacen de un bien particular: su parentesco con el
agraciado, la pertenencia al mismo partido político, etc.

Los moralistas discuten si la violación de la justicia distributiva concede al ofendido


un derecho puramente moral no susceptible de acción legal, o bien si concede esta
acción legal. Parece más probable la última opinión, y en virtud de ella, cuando la
justicia distributiva ha sido violada conscientemente, hay derecho a reclamar una
compensación. Según esta doctrina, la restitución hecha para reparar una lesión de
la justicia distributiva es un acto de la justicia conmutativa: “la distributiva impone
la restitución y la conmutativa la ejecuta” (cfr. Folliet, o.c., p. 30). Esta restitución,
como todos los actos de la justicia distributiva son difíciles de apreciar. No es tarea
fácil establecer la dignidad de cada ciudadano, sus méritos, la parte de bien común
a que tiene derecho: todo esto se hará por aproximación, como ocurre incluso
muchas veces en la justicia conmutativa.

En vista de estas dificultades, muchos pretenden reemplazar la justicia distributiva


por un igualitarismo total: no a cada uno según sus necesidades, sino a todos por
igual: a todos la misma casa, el mismo vestido, el mismo trabajo… Esta solución es
absurda, pues nos llevará a un imposible igualitarismo por lo alto o a un deprimente
igualitarismo por lo bajo. El pretendido igualitarismo ha conducido en la realidad a
un favoritismo desenfrenado que no se funda sino en el capricho. La noción de
justicia distributiva guarda, pues, todo su valor.

2.1.2 La justicia general, legal o social

La justicia conmutativa y la distributiva tienden a dar su bien a una persona


privada, física o moral. La justicia general determina el bien que corresponde a una
sociedad en cuanto tal.

A la justicia general hoy se la llama comúnmente justicia social, aunque esta


designación se ha prestado a multitud de interpretaciones que omitimos (Consultar
este punto en Azpiazu, Moral Profesional Económica 17–29; Cavallera 65–67). Aquí
usaremos30 las tres palabras como sinónimas: justicia general, legal, social. La
designación de justicia general responde a la idea que, debiendo orientar todas
nuestras acciones hacia el bien común de la sociedad, ella se sobrepone a los actos
de todas las virtudes. La designación de justicia legal, porque se ejercita en el
marco de las leyes que tienen por objeto el bien común, y porque se impone
particularmente a los legisladores, a los gobernantes y a los magistrados. La justicia
social, dice Santo Tomás, tiene por función promover el bien común (cfr. II-II, q. 58
a.6).

Pío XI en Divini Redemptoris señala el campo de la justicia social:

“En efecto, además de la justicia conmutativa, existe la justicia social, que impone
también deberes a los que ni patronos ni obreros se pueden sustraer. Y
precisamente es propio de la justicia social el exigir de los individuos cuanto es
necesario al bien común. Pero así como en el organismo viviente no se provee al
todo si no se da a cada miembro cuanto necesita para ejercer sus funciones, así
tampoco se puede proveer al organismo social y al bien de toda la sociedad si no se

169
da a cada parte y a cada miembro, es decir, a los hombres dotados de la dignidad
de persona, cuanto necesitan para cumplir sus funciones sociales. El cumplimiento
de los deberes de la justicia social tendrá como fruto una intensa actividad de toda
la vida económica desarrollada en la tranquilidad y en el orden, y se demostrará así
la salud del cuerpo social, del mismo modo que la salud del cuerpo humano se
reconoce en la actividad inalterada y al mismo tiempo plena y fructuosa de todo el
organismo.

Pero no se puede decir que se haya satisfecho a la justicia social si los obreros no
tienen asegurado su propio sustento y el de sus familias con un salario
proporcionado a este fin; si no se les facilita la ocasión de adquirir alguna modesta
fortuna, previniendo así la plaga del pauperismo universal; si no se toman
precauciones en su favor, con seguros públicos y privados para el tiempo de vejez,
de la enfermedad o del paro. En una palabra, para repetir lo que dijimos en Nuestra
Encíclica Quadragesimo Anno: ‘La economía social estará sólidamente constituida y
alcanzará sus fines sólo cuando a todos y a cada uno se provea de todos los bienes
que las riquezas y subsidios naturales, la técnica y la constitución social de la
economía pueden producir. Esos bienes deben ser suficientemente abundantes para
satisfacer las necesidades y honestas comodidades, y elevar a los hombres a
aquella condición de vida más feliz, que, administrada prudentemente, no sólo no
impide la virtud, sino que la favorece en gran manera’.

Además, si, como sucede cada vez más frecuentemente en el asalariado, la justicia
no puede ser practicada por los particulares, sino a condición de que todos
convengan en practicarla conjuntamente mediante instituciones que unan entre sí a
los patronos, para evitar entre ellos una concurrencia incompatible con la justicia
debida a los trabajadores, el deber de los empresarios y patronos es de sostener y
promover estas instituciones necesarias, que son el medio normal para poder
cumplir los deberes de justicia. Pero también los trabajadores deben acordarse de
sus obligaciones de caridad y de justicia para con los patronos, y estén persuadidos
de que así pondrán mejor a salvo sus propios intereses.

Si se considera, pues, el conjunto de la vida económica –como lo notamos ya en


Nuestra Encíclica Quadragesimo Anno– no se conseguirá que en las relaciones
económico-sociales reine la mutua colaboración de la justicia y de la caridad sino
por medio de un conjunto de instituciones profesionales e interprofesionales sobre
bases sólidamente cristianas, unidas entre sí y que constituyan, bajo diversas
formas adaptadas a lugares y circunstancias, lo que se llamaba la Corporación” (DR
51-54, OSC 164).

A continuación expone el Papa en detalle las aplicaciones de la justicia social al


campo del salario, extensión de la propiedad, seguros sociales, etc., y termina
proponiendo asociaciones profesionales e interprofesionales que velen por el
cumplimiento de esta justicia social.

El P. Isidro Gandía, S.J. (Razón y Fe, 1938, p. 60), opina que la justicia social es
aquella virtud por la que la sociedad, por sí o por sus miembros, satisface el
derecho de todo hombre a lo que le es debido por su dignidad de persona humana.
Es esta dignidad de la persona la que fundamenta la justicia social.

La justicia social se traduce en dos sentidos que hacen falta en el mundo moderno:
sentido social, el primero, que nos hará sentirnos servidores del bien común, nos
hará comprender las inmensas repercusiones de nuestras actividades y de nuestras
omisiones para bien o mal de muchos, nos llevará a servir nuestra Patria y lo que
Santo Tomás, siglos antes de la fundación de la Sociedad de las Naciones, llamaba:
la comunidad de todos bajo las órdenes de Dios. Y el segundo, sentido de
responsabilidad, que tiene tanto sabor evangélico en la parábola de los talentos [cfr.
Mt 25,14-30]: de aquí una conciencia profesional bien desarrollada; cumplimiento
del deber a conciencia, no por pura rutina; suministro de mercaderías de buena
cualidad; adquisición de una verdadera competencia; lealtad en el servicio de los
clientes; etc. La justicia social reclama que los ricos no se cierren en la posesión
egoísta de sus riquezas, que los pobres no se dejen carcomer por la envidia o el
odio, que la miseria sea suprimida, que la propiedad sea accesible a todos, etc.

La justicia social se impone a todos, súbditos y gobernantes, pero sobre todo a


aquellos que tienen una misión dirigente en el campo del pensamiento, de la
influencia, del gobierno.

¿A qué obliga la justicia social? El P. Azpiazu (Moral Profesional Económica, p. 28)


responde:

“En general obligará bajo pecado grave o leve, según la materia transgredida; pero
quizá a nada más.

La cuestión delicada es la siguiente: ¿Y a restitución no obligaría? De suyo, no.

171
Como no puede decirse que en general en la justicia social aparezca la igualdad
entre lo debido por ese derecho y lo quebrantado por su conculcación, no puede
obligarse a restitución estricta al mero quebrantador de la justicia social.

Pero nótese que es rasgo característico de la justicia social su obligatoriedad


ineludible. De modo que sigue al hombre aun en la soledad, obligándole siempre a
consumir su vida y bienes útilmente a la sociedad.

Al mismo tiempo la función social, que es hija de la justicia social, lleva consigo la
obligación de reparar los daños cometidos de la mala administración del capital
recibido de Dios. De modo que a pesar de la imprecisión y vaguedad de la justicia
social y de la indeterminación del sujeto de la obligación y de la cuantía de los
deberes, queda la obligación de reparar de algún modo los daños causados.

En algunos casos, parece que la justicia social podrá también obligar a restitución,
no quizá por sí misma sino por la anexión a ella de un contrato o cuasi-contrato.

Un contrato de suyo da origen a una obligación de justicia conmutativa, de tal modo


que sin injuria propiamente dicha no puede el contrato, por voluntad o arbitrio,
rescindirse o quebrantarse.

De análogo modo nace el cuasi-contrato, el cual, a su vez, se origina de un oficio


asumido o de un cargo tomado; como es, por ejemplo, el cargo de tutor con
respecto a su pupilo. Y en tales casos la obligación de restituir se impone también
del mismo modo, siempre que el tutor quebrante voluntariamente su oficio dañando
al pupilo.

Es decir, que un acto de injusticia social puede, a la vez, quebrantar también la


justicia conmutativa si tal acto está ligado a contrato o cuasi-contrato.

Obsérvese un caso análogo tratándose de la justicia distributiva. El distribuir cargos


en la sociedad eclesiástica o civil es cosa que atañe a la justicia distributiva y, sin
embargo, como el que distribuye esos cargos está ligado por un cuasi-contrato para
con la sociedad, a no conferirlos a un indigno; quien obra mal en este asunto está
obligado a reparar los daños que previó, por lo menos confusamente se podían dar
por tales indignos nombrados o a la comunidad como tal, o aún a los individuos
particulares cuyos negocios tienen que asumir tales indignos por virtud del oficio
recibido.
De modo que la justicia social, no quizá por sí misma, pero sí por virtud de los
contratos o cuasi-contratos a los cuales aparecerá ligada, acarreará consigo la
obligación de restitución” (Azpiazu, o.c., pp. 28-29).

2.2. Caridad

Los que no comprenden el espíritu cristiano desconocen el valor de la caridad y


todo lo reducen a la práctica de la justicia. Un cristiano sabe que justicia sin caridad
es insuficiente, “pues nunca podrá unir los corazones y enlazar los ánimos” (QA 56,
OSC 178). Pero la caridad nunca será verdadera caridad si no tiene en cuenta la
justicia. “Una caridad que prive al obrero del salario al que tiene estricto derecho,
no es caridad, sino un vano nombre y una vacía apariencia de caridad. Ni el
obrero…

…tiene necesidad de recibir como limosna lo que le corresponde por justicia; ni


puede pretender nadie eximirse con pequeñas dádivas de misericordia de los
grandes deberes impuestos por la justicia. La Caridad y la Justicia imponen deberes,
con frecuencia acerca del mismo objeto, pero bajo diversos aspectos; y los obreros,
por razón de su propia dignidad, son justamente muy sensibles a estos deberes de
los demás que dicen relación a ellos” (DR 49, OSC 179).

La caridad no se confunde con la pura limosna ni con la simple filantropía. Es algo


mucho más grande: es el amor al prójimo que emana del amor de Dios. La caridad
es un efecto directo de la gracia santificante. “Psicológicamente, la caridad es el
amor efectivo de nuestros hermanos que vemos, muestra clara del amor de Dios a
quien no vemos. Socialmente, la caridad es la causa eficiente de la paz. La justicia
suprime los obstáculos para la paz, las causas de lucha, como el demoledor que
limpia el sitio; la caridad efectiva edifica la paz, como el albañil que construye la
catedral. Porque si la necesidad de justicia acerca a los hombres y los hace aceptar
las instituciones sociales, es la caridad la que los une. En ella y por ella se sienten
hermanos, hijos de una misma ciudad humana y de una misma ciudad de Dios”
(Folliet, o.c., p. 35).

Justicia y caridad se complementan. Una caridad que no tiene la fuerza de


movernos a dar a nuestros hermanos lo que les debemos no es verdadera caridad.
Y justicia no animada de caridad es, en la práctica, una palabra vana. ¿Cómo
podemos esperar que el hombre caído salga de sí mismo y dé a su hermano lo que
le debe si no está animado por el fuego de la caridad y el poder de la gracia? Para

173
hacer plenamente justicia a los demás hay que ponerse en su sitio, comprender sus
razones y sus necesidades. Esto es, comprender las dos máximas del Evangelio:
“No hagas a los demás lo que no quisieres que te hicieran a ti; haz a los otros lo que
tú quisieras que hicieran contigo” [Tb 4,15; Lc 6,31].

Apreciar si una obligación es de justicia o de caridad es fácil en doctrina, pero en la


práctica es difícil apreciar si mis obligaciones con el prójimo se fundan en un
derecho o en el amor. Como norma de acción, siempre que nos sintamos obligados
elevémonos al motivo de amor, y obraremos por la más alta de las virtudes que es
la caridad.

Ha sido la caridad la que ha hecho progresar la justicia. Hoy día todos consideran
actos de justicia no matar a los prisioneros, no reducirlos a la esclavitud, dar una
pensión a los ancianos. Hace siglos no se hubiera pensado así. La caridad hizo poco
a poco pasar estos actos al dominio de la equidad y luego al de la justicia. Actos
que aún hoy día se estiman de caridad, mañana pasarán a ser considerados de
justicia, porque la caridad nos introducirá en una mayor comprensión de la
naturaleza humana y de sus exigencias. Esto no quiere decir que con el tiempo
pueda pensarse que la caridad llegue a ser inútil. Por más que se avance en las
instituciones de justicia quedará inalterable el sitio y el primado de la caridad.

2.2.1 La equidad

Para Santo Tomás, la equidad social es una virtud que, aun en ausencia de toda ley
escrita, nos impele a hallar y cumplir lo que la ley natural ordena en orden al bien
común (II-II, q. 120 in c.). La equidad es la justicia social templada por la caridad
social; es la virtud que nos inclina a usar de nuestros derechos de un modo humano.
Quien practica la equidad sabe comprender sus derechos con amplitud, y con
severidad sus deberes; no llegará hasta el límite de lo que puede exigir; no apelará
sólo a la ley escrita, sino que tendrá en cuenta las circunstancias morales. Así
obrará el acreedor que concede facilidades al deudor en apuros; el patrón que
concede una participación en los beneficios extraordinarios a sus colaboradores. Es
una hermosa virtud que llena la vida de comprensión y mantiene vivo en el mundo
el recuerdo de la fraternidad humana.

2.2.2 Justicia. Caridad. Equidad

El mal del mundo, la violación de estas virtudes.


“Angustiados por Nuestra paternal solicitud, estamos examinando e investigando
los motivos que los han llevado tan lejos, y Nos parece oír lo que muchos de ellos
responden en son de excusa: que la Iglesia y los que se dicen adictos a la Iglesia
favorecen a los ricos, desprecian a los obreros, no tienen cuidado ninguno de ellos;
y que por eso tuvieron que pasarse a las filas de los socialistas y alistarse en ellas
para poder mirar por sí.

Es, en verdad, lamentable, Venerables Hermanos, que haya habido y aún ahora
haya quienes, llamándose católicos, apenas se acuerdan de la sublime ley de la
justicia y de la caridad, en virtud de la cual nos está mandado no sólo dar a cada
uno lo que le pertenece, sino también socorrer a nuestros hermanos necesitados,
como Cristo mismo; esos tales, y esto es más grave, no temen oprimir a los obreros
por espíritu de lucro. Hay, además, quienes abusan de la misma religión y se cubren
con su nombre, en sus exacciones injustas, para defenderse de las reclamaciones
completamente justas de los obreros. No cesaremos nunca de condenar semejante
conducta; esos hombres son la causa de que la Iglesia, inmerecidamente, haya
podido tener la apariencia de ser acusada de inclinarse de parte de los ricos, sin
conmoverse ante las necesidades y estrecheces de quienes se encontraban como
desheredados de su parte de bienestar en esta vida. La historia entera de la Iglesia
claramente prueba que esa apariencia y esa acusación es inmerecida e injusta; la
misma Encíclica, cuyo aniversario celebramos, es un testimonio elocuente de la
suma injusticia con que tales calumnias y contumelias se han lanzado contra la
Iglesia y su doctrina” (QA 50, OSC 15).

“Pero cuando vemos, por un lado, una muchedumbre de indigentes que, por causas
ajenas a su voluntad, están realmente oprimidos por la miseria; y por otro lado,
junto a ellos, tantos que se divierten inconsideradamente y gastan enormes sumas
en cosas inútiles, no podemos menos de reconocer con dolor que no sólo no es bien
observada la justicia, sino que tampoco se ha profundizado lo suficiente en el
precepto de la caridad cristiana, ni se vive conforme a él en la práctica cotidiana”
(DR 47, OSC 16).

“Es, por desgracia, verdad que el modo de obrar de ciertos medios católicos ha
contribuido a quebrantar la confianza de los trabajadores en la religión de
Jesucristo. No querían aquéllos comprender que la caridad cristiana exige el
reconocimiento de ciertos derechos debidos al obrero y que la Iglesia le ha
reconocido explícitamente. ¿Cómo juzgar de la conducta de los patronos católicos

175
que en algunas partes consiguieron impedir la lectura de Nuestra Encíclica
Quadragesimo Anno en sus iglesias patronales? ¿O la de aquellos industriales
católicos que se han mostrado hasta hoy enemigos de un movimiento obrero
recomendado por Nos mismo? ¿Y no es de lamentar que el derecho de propiedad,
reconocido por la Iglesia, haya sido usado algunas veces para defraudar al obrero
de su justo salario y de sus derechos sociales?” (DR 50, OSC 29).

2.3. Bien común

Muchas veces tratando de la sociedad se ha hecho alusión al bien común, ya que


cada sociedad tiende a él como a su vínculo substancial. Una sociedad se funda en
razón de bienes que deben ser amados y buscados en común. San Agustín decía:
“Un pueblo es la unión de una multitud de seres racionales asociados por la
comunión de los corazones en el amor de los mismos bienes. Para conocer cada
pueblo hay que considerar lo que él ama. Es tanto mejor en cuanto se ponga de
acuerdo en la prosecución de bienes mejores” (Ciudad de Dios XIX, 24).

Un bien es todo lo que es capaz de saciar un deseo. Hay bienes que sacian los
deseos sensibles: el agua y el vino, la sed; la unión íntima del hombre y la mujer, el
apetito sexual; un hermoso panorama, el deseo artístico. Estos bienes sensibles y
toda otra clase de bien sólo puede llamarse bien moral cuando colman un deseo
que merece llamarse “humano”, digno del hombre, conforme al plan de Dios sobre
él y a su fin sobrenatural de hijo de Dios. Los bienes que no se conforman a la
verdadera naturaleza del hombre, en el plano moral son falsos bienes, o mejor
dicho, males morales.

Bien común es lo que es deseado en común por un grupo. Los grupos como los
individuos pueden desear falsos bienes. El verdadero bien común de una sociedad
humana es lo que debe ser deseado en común por esa sociedad para cumplir su
auténtica finalidad.

Cada sociedad tiene su bien común propio. El de la familia comprende los bienes
materiales que se posee, y los bienes morales: armonía de los esposos, buena
educación de los hijos, etc. Un sindicato tiene como su bien común propio el
desarrollo intelectual y moral de los sindicados, la defensa de sus derechos
económicos, la preparación de un orden social más justo.

En general, cuando se habla de bien común se entiende el de la sociedad civil. Se


entiende por tal el conjunto de bienes de orden espiritual y material que los
hombres pueden procurarse en la sociedad. El bien común se define por el conjunto
de los bienes que pueden procurarse en la sociedad, y no por la suma de los bienes
particulares. Así, hay bienes que ni siquiera son adicionales, por ejemplo la
honradez de los magistrados, la probidad de costumbres, el gusto artístico, una
equitativa distribución de la sociedad. El bien común de un Estado consistirá, pues,
en ese conjunto de relaciones sociales bien ordenadas bajo una sabia autoridad,
mantenidas en la justicia, promovidas en la amistad y en la caridad social,
coordinadas en la unión de los esfuerzos por una útil, virtuosa, alegre y pacífica
cooperación de orden económico, intelectual y moral. Si se obtiene esta buena vida
social, aunque sea de una manera relativa, tendremos la felicidad pública.

El bien común exige la presencia de tres categorías de bienes: honestos, útiles, y


deleitables.

Entendemos por bienes honestos los que el hombre puede buscar moralmente
porque constituyen un fin intermediario en su vida. Tales son la ciencia, el
conocimiento moral, las virtudes, la paz social, etc. Los bienes útiles, no constituyen
un fin, sino un medio para alcanzar otros fines superiores: la riqueza, conocimientos
técnicos, formas de gobierno, sistemas administrativos que deberán adaptarse al fin
que con ellos se pretende alcanzar. Los bienes deleitables, se refieren a las bellas
artes, los monumentos, las tradiciones artísticas del país, etc.

2.3.1 El bien común y los bienes individuales

El bien común es superior al bien de los particulares y al de las comunidades


privadas. El interés público es superior al interés particular. En esta materia, la
moral católica es decididamente comunitaria y no individualista. Si la sociedad pide
al ciudadano el sacrificio parcial o total de sus bienes, y la petición no es injusta, el
ciudadano debe someterse. En momentos de extrema gravedad puede pedirle
hasta que exponga su vida, y el individuo sacrificará lo material que hay en él al
bien de la comunidad. Asimismo, la sociedad internacional de los hombres puede
pedir a una sociedad particular sacrificios para obtener un bien superior, y con la
misma lógica, si la petición es justa, no puede ser negada.

Hay, con todo, un sacrificio que ni el bien común de la sociedad, ni el de la


comunidad internacional de los hombres puede exigir y es el sacrificio de la persona
humana.

177
En la ética cristiana, la sociedad se subordina a la persona. El hombre, como
persona, es un ser libre y razonable, constituye un fin en sí mismo, más digno que
todos los otros fines intermediarios. En la sociedad es una parte en el todo, pero no
un medio frente a un fin. La sociedad es medio para él; pero no él para la sociedad.
El bien de la sociedad está en el plano temporal; el del hombre, en el plano eterno.

El hombre, que es persona, es también individuo, esto es, tiene elemento material,
espacial: en este sentido está subordinado al bien de la sociedad que puede pedirle
sacrificios, hasta el de su vida temporal; pero como persona, tiene un elemento
espiritual que no puede ser sacrificado en forma alguna a la sociedad. Ésta, por el
contrario, ha sido creada para permitirle el desarrollo de todo su ser y ayudarlo a
conseguir su destino eterno. Si la sociedad exige del hombre una acción que
constituya pecado, aunque sea venial, no puede ser obedecida, y en ello la
sociedad se deshonra. El orden es inseparable de la persona, y la persona del
orden.

La moral cristiana concede un gran valor a las instituciones, conoce su influencia


sobre el desarrollo de la persona, pero –a diferencia de los marxistas– sabe
perfectamente que la reforma social no se conseguirá con la sola reforma de las
instituciones, si no va a acompañada de una reforma de conciencias. Ni la una ni la
otra separadamente serán suficientes. Ambas se complementan.

2.3.2 Los pecados contra el bien común31

3. La vida económica y profesional

3.1.0 El trabajo

3.1.0.1 Sentido del trabajo

El primer elemento de la vida económica es el trabajo. Hermosamente reconoce Pío


XI el valor del trabajo cuando dice en Quadragesimo Anno: “¿No vemos acaso con
nuestros propios ojos cómo los inmensos bienes que forman la riqueza de los
hombres salen y brotan de las manos de los obreros, ya directamente, ya por medio
de máquinas e instrumentos que aumentan su eficacia de manera tan admirable?
No hay nadie que desconozca que los pueblos han labrado su fortuna y han subido
de la pobreza a la cumbre de la riqueza sino por medio del trabajo acumulado de
todos los ciudadanos, trabajo de los directores y trabajo de los operarios” (QA 21,
CEP p. 472).

La palabra “trabajo” nos sugiere no sólo un medio para ganar la vida, sino una
colaboración social. El trabajo puede ser definido [como]: “el esfuerzo que se pone
al servicio de la humanidad, personal en su origen, fraternal en sus fines,
santificador en sus efectos”.

El trabajo es un esfuerzo personal pues por él el hombre da lo mejor que tiene: su


propia actividad, que vale más que su dinero. Con razón los trabajadores se ofenden
ante quienes consideran su tarea como algo sin valor, desprecian su esfuerzo no
obstante que se aprovechan de sus resultados. Igualmente sienten cuan injusto es
que pretendan hacerlos sentir que ellos viven porque la sociedad bondadosamente
les procura un empleo. Más cierto es decir que la sociedad vive por el trabajo de sus
ciudadanos.

Este esfuerzo personal es, por lo demás, bello, desarrolla el cuerpo y el espíritu y lo
aleja de los vicios, que son el derivativo de la ociosidad. La sed de energías que
brotan de un cuerpo y de una mente sanas encontrarán su expansión normal en el
trabajo, que si bien es duro, es también gozoso y alegre.

El trabajo es un esfuerzo fraternal, es la mejor manera de probar el amor por los


hermanos, responde a las exigencias de la justicia social y de la caridad. Una parte
importante de la educación debería consistir en descubrir el sentido social de cada
trabajo, pues el conocimiento de la finalidad del esfuerzo hará más interesante el
trabajo mismo.

El trabajo es santificador en sus resultados, pues por el trabajo el hombre colabora


al plan de Dios, humaniza la tierra, la penetra de pensamiento, de amor, la
espiritualiza y diviniza. Por el trabajo el hombre contribuye al bien común temporal
y espiritual de las familias, de la nación, de la humanidad entera. Por el trabajo
descubre el hombre los vínculos que lo unen a todos los demás hombres, siente la
alegría de darles algo y de recibir mucho en cambio. El trabajo es santificador
porque tiene un valor de redención, valor de purificación y de sacrificio y está
siempre a la mano de todos. El trabajo es una expiación y transforma todos los
sufrimientos físicos y morales en merecimientos de valor divino al estar unidos con
los sufrimientos y méritos de Cristo.

Durante siglos se despreció el trabajo, sobre todo el trabajo manual, propio de los

179
esclavos. Los filósofos llegaron a alabar el trabajo del espíritu, pero no así el
corporal. El cristianismo dio al mundo la gran lección del valor del trabajo: Cristo, el
Hijo de Dios, se hizo obrero manual; escogió para sus colaboradores a simples
pescadores; Pablo se gloría de no abandonar el trabajo de sus manos para no ser
gravoso a nadie; los monjes han hecho del trabajo intelectual y aun del manual una
razón de ser de su existencia religiosa. Todo trabajo, tanto el intelectual como el
manual, aparece reivindicado en el cristianismo. El trabajo intelectual y el manual
valen más o menos no por ser tales, sino por la intención más o menos pura con
que cada uno cumple con su deber. El cristianismo “rechaza el prejuicio de las
manos blancas, y también el de las manos negras” (E. Mounier). “No hay virtud más
eminente que hacer sencillamente lo que tenemos que hacer” (Peman).

3.1.0.2 Mística del trabajo

Estos últimos años han visto desarrollarse una mística del trabajo. La guerra
contribuyó mucho a crearla. Los jefes militares reforzaron la idea que el trabajo del
obrero es tan necesario como la acción de los generales; los jefes civiles deben
enseñar igualmente que para el progreso humano en la paz, el trabajo es tan
necesario como en la guerra. Como hay condecoraciones para los que realizan
hazañas bélicas o gestiones diplomáticas debería haber condecoraciones para los
héroes del trabajo, héroes ocultos sin los cuales no se podría vivir. Un humanismo
del trabajo debería reemplazar al humanismo decadente que se gloría casi
únicamente de las hazañas militares y de los valores artísticos. Este humanismo del
trabajo encuentra su mayor grandeza en el Dios obrero.

3.1.0.3 Obligación personal del trabajo

¿Está el hombre obligado a trabajar? Hay que distinguir una obligación moral y una
obligación jurídica.

Moralmente todos están obligados al trabajo, a menos que la edad o la salud se lo


impidan. El trabajo será el medio por el cual proveerá a sus necesidades, de lo
contrario se convertirá en un parásito; y también el medio de cumplir con las
obligaciones de caridad consigo mismo, evitando los peligros de la pereza y
desarrollando sus facultades, y de la caridad con el prójimo al cual ayudará con su
esfuerzo que tiene siempre una finalidad social. Por esto S. Pablo dice: “El que no
trabaja que no coma” (2Ts 3,10).
Esta obligación de trabajar comprende también al rico, por que también para él
valen las razones dadas. Si no tiene una profesión lucrativa, que emplee su tiempo
en forma seriamente útil para los demás.

La obligación del trabajo va acompañada del derecho que tiene cada uno de
escoger su trabajo, o su profesión, dentro del marco de las posibilidades reales del
ambiente en que vive. Los padres pueden aconsejar, pero no imponer una
determinada profesión; si bien deben ayudar la inexperiencia del hijo, deberían
siempre respetar su dignidad y su vocación personal. Esto vale en forma
especialísima cuando se trata de una vocación sobrenatural a la vida de perfección
cristiana.

Así como el hombre tiene una obligación personal de trabajar, ningún otro hombre –
su igual– puede nunca obligarlo jurídicamente al trabajo: si existiera este derecho
tendríamos de nuevo la esclavitud. La única obligación jurídica al trabajo nace de un
contrato bilateral por el cual uno se compromete a ejecutar determinado contrato,
bajo pena de sanciones si no lo ejecuta.

3.1.0.4 El Estado y el trabajo obligatorio.

La autoridad pública puede imponer determinados trabajos forzados, como pena


por determinados delitos, con tal que se realicen en un ambiente que ayude a la
regeneración de los penados. Puede además el Estado reprimir el parasitismo social
sancionando la vagancia, reglamentando la mendicidad, siempre que
honradamente pueda decirse que hay trabajo al alcance de los que lo buscan.

Puede también imponer un período de trabajo civil, como impone un período de


servicio militar, y para muchos sería más útil; puede en caso de una situación
extraordinaria, como sería una guerra, una epidemia, un terremoto, exigir un
trabajo de todos para proveer a una exigencia del bien común; puede pedir sus
impuestos en dinero o en servicios. Pero en ninguna forma puede aceptarse el
derecho del Estado de obligar en forma permanente a los ciudadanos a su servicio:
eso sería una nueva forma de esclavitud.

Cuando el Estado impone temporalmente trabajos debe compensarlos, al menos si


se trata de quienes no tienen otro medio de vida.

3.1.0.5 Regímenes de trabajo

181
El trabajo ha sido considerado en forma diferente durante los diversos períodos de
la historia y en las varias civilizaciones que se han ido sucediendo. Recorreremos los
principales regímenes jurídicos que han encuadrado la vida de los trabajadores.

La esclavitud es el régimen más antiguamente conocido, el más humillante para el


trabajador. El esclavo no existe para sí sino para su amo, el cual dispone de él como
de un puro objeto, o como una bestia de carga. Su amo podía venderlo, arrendarlo.
A su lado convivían sus amos que tenían el privilegio de no trabajar, eran hombres
“libres”.

El cristianismo, desde su aparición, actuó como un fermento para aliviar la


esclavitud y hacer madurar las conciencias hasta que ella desapareciera. De hecho,
tan pronto los paganos pudientes se convertían al cristianismo cambiaba la actitud
con sus esclavos y si su conversión era profunda los liberaban. En ciertos momentos
algunos autores católicos aceptaron una esclavitud suavizada, en la que el esclavo,
aunque pertenecía a un amo, guardaba los derechos humanos fundamentales. León
XIII dio la encíclica In Plurimis [5 de Mayo de 1888] en la cual condena toda forma
de esclavitud.

Hoy hay todavía veinte millones de esclavos en el mundo en Asia y en Africa. En


algunos países el régimen de peonaje está rodeado de tales circunstancias que en
la práctica equivale a la pérdida de la libertad. En Asia hay la costumbre de vender
a las hijas como empleadas; todos estos son vestigios de la esclavitud que deben
forzosamente desaparecer.

El trabajo servil fue el régimen siguiente que imperó para los obreros agrícolas en la
Edad Media. El trabajador no era esclavo, era considerado persona, tenía derecho a
formar una familia, pero estaba ligado a la gleba, esto es, a la tierra que trabajaba,
de modo que si el señor vendía la tierra, la vendía con sus servidores. El trabajador
recibía en cambio protección, tan necesaria en esa época de bandolerismo, y los
medios necesarios para subsistir. Al irse emancipando estos trabajadores pasaron
después a ser arrendatarios y luego propietarios de las tierras que trabajaban.

El artesanado era en la Edad Media el régimen imperante en las ciudades. El


artesano era libre, pero estaba vinculado a los demás artesanos de su mismo oficio
en las corporaciones o guildas. Normalmente el obrero heredaba de su padre su
oficio y ocupaba un puesto junto a él en la misma corporación, primero como
aprendiz, luego como obrero y le quedaba la puerta abierta para llegar a ser
maestro. En la corporación encontraba el trabajador educación moral y profesional y
los medios económicos para desarrollar su vida.

La encomienda, régimen imperante en los sectores rurales de las colonias


españolas. La Corona distribuía, como señal de agradecimiento a los militares más
distinguidos, indios libres que les eran “encomendados” y debían pagarles un
tributo personal: así pensaban asegurarse recursos y estabilizar la sociedad. En
Chile, por fuerza de las circunstancias, en particular por la tenaz resistencia de los
aborígenes, el tributo fue reemplazado por trabajos que debían realizar los indios, lo
que se llamó el “servicio personal”. La intención de los soberanos no fue imponer el
servicio personal, pero la ambición de los encomenderos, la rudeza de carácter de
los militares, unida a la pereza para el trabajo y al valor para la guerra de los indios
fueron causa de esta institución contra la cual lucharon valientemente los
misioneros durante la Colonia. (Ver Antecedentes históricos del problema obrero en
Chile, en Sindicalismo, pp. 190–209, por Alberto Hurtado, Santiago, 1950, Edit.
Pacífico).

El inquilinaje es un vestigio del régimen de encomiendas. Rige aún hoy en los


campos. El patrón que necesita tener trabajadores estables “obligados” da a sus
inquilinos habitación, un cerco para hortaliza, talaje para animales, en algunas
partes ración alimenticia, un pedazo de tierra para sembrarlo ordinariamente en
medias, un salario en metálico los días que trabaja, que constituye la menor parte
de su remuneración. Él, en cambio, debe trabajar personalmente en las tareas del
fundo, o bien “echar peón”, esto es, poner otro trabajador por su cuenta al servicio
del fundo. La situación de los inquilinos depende mucho del patrón; en algunos
fundos hay buenas habitaciones y con el conjunto de “garantías” logra el trabajador
obtener una buena retribución, sobre todo si es culto y hacendoso, pero en la mayor
parte de los casos las condiciones culturales y económicas son deplorables y se ven
privados los trabajadores, por falta de instrucción y de hábitos de ahorro y de
cultura, aun de poder pensar en la posibilidad de una ascensión social. Mucha
responsabilidad de este estado de cosas recae en la falta absoluta de esfuerzo serio
de los patrones por capacitar a sus inquilinos para una vida independiente.

El régimen “paternalista” ha imperado no sólo en los campos sino también y


principalmente en el servicio doméstico y aun en determinadas industrias. La
sociedad de trabajo está calcada sobre la sociedad familiar, en la que la autoridad
del padre gobierna a niños menores y como son incapaces de gobernarse por sí

183
mismos debe velar por sus intereses. Al patrón (de pater: padre) corresponde fijar el
salario y los reglamentos de trabajo, proponer a los obreros las obras sociales que
mejorarán su condición, desarrollar las iniciativas para sus entretenimientos. La
misión del patrón va más allá del régimen de trabajo y sigue a los obreros en su
vida privada, y aun en su vida moral y religiosa. Y lo que es aún más grave, el
patrón ha llegado no sólo a aconsejar su conducta política, sino a disponer como
propios de los sufragios de sus trabajadores.

En términos generales, esta concepción sólo puede ser concebida para un régimen
de transición, cuando los obreros están incapacitados para velar por sí mismos, esto
es, cuando realmente son menores; y en este caso no deberían tener derecho a
sufragio, por no ser capaces de él, pero en ningún caso se justifica el disponer de su
trabajador y ordenar su voluntad como si fuera una cosa: esto es atropellar lo más
sagrado de la personalidad. Si en un momento de transición tal régimen es
tolerable, es deber del patrón preparar rápidamente a sus obreros para un régimen
de hombres mayores que tienen derecho a conversar de igual a igual con su patrón,
con los ojos puestos en los ojos y no con la actitud del siervo. La sociedad de
trabajo debe reglamentarse más bien que bajo el tipo de la sociedad familiar, bajo
el de la sociedad civil. No es una familia ensanchada, sino una sociedad reducida. Y
no valen para esto las excusas del mal uso que podrían hacer de su libertad: Dios la
respeta y llegado un momento nos da la autonomía, y aun en el hogar llega un
momento en que los hijos son mayores. El gran deber de los padres no es
mantenerlos en la menor edad, sino prepararlos a su emancipación.

La autoridad y consiguiente responsabilidad del patrón será mayor si tiene a sus


órdenes a jóvenes aprendices, y también frente a los que comen y duermen bajo su
techo; menor ante los afuerinos que sólo vienen a trabajar durante algunas horas.
En cuanto al servicio doméstico, éste tiende en los diferentes países a hacerse más
restringido. Las máquinas para el lavado y el aseo facilitan la tarea de la dueña de
casa.

La autoridad patronal está determinada por el contrato de trabajo y termina en la


puerta de la empresa. El patrón y el director no tienen, en justicia, ninguna
autoridad sobre la vida privada, ni sobre la vida cívica de sus trabajadores. La
caridad puede obligarlos a velar por sus intereses, pero a condición de que queden
bien en salvo los derechos de ambos.
El servicio doméstico32.

El salariado es el régimen que domina en el mundo principalmente estos dos


últimos siglos, e incluye las últimas modalidades de trabajo que hemos señalado. El
salariado supone que el capital y el trabajo están en diferentes manos. Los
capitalistas poseen los medios de producción; los obreros, su trabajo que entregan
contra un determinado salario. El descubrimiento de las modernas máquinas, la
formación de grandes capitales fruto del comercio exterior y la abolición de los
antiguos gremios trajeron este régimen.

El salario puede ser pagado por años, por meses, por días, por hora de trabajo; o
bien por la realización de determinada obra, lo que suele llamarse trabajo a trato o
por piezas.

El régimen de salariado en sí no es injusto con tal que el salario cumpla con las
condiciones que más abajo se establecerá, pero no es el mejor régimen y el
catolicismo social tiende a superarlo. En este sistema el operario está subordinado
al capital, su habilidad técnica está ligada a la máquina de la cual pasa a ser como
un accesorio. Por otra parte, difícilmente podrá recobrar su autonomía, pues los
grandes trabajos industriales han reducido a un mínimo los pequeños trabajos
artesanales, casi los únicos en que aún se puede ser independiente.

En el régimen de salariado el trabajo se convierte en una simple mercadería sujeta


a la ley de la oferta y la demanda, dominada ésta por el afán de lucro, suprema
aspiración de la economía contemporánea. En ella más que la moral domina el
interés, más que a servir está orientada a ganar, más que a producir lo necesario,
tiende a producir lo que más da, aunque sufra el consumidor.

El salariado, no por su naturaleza intrínseca, pero por la forma como de hecho se ha


realizado, ha traído consigo el desprecio del trabajo, catalogado como cosa que se
compra o se arrienda, y condiciones de vida miserables. León XIII en Rerum
Novarum decía refiriéndose a su tiempo: “la producción y el comercio de todas las
cosas está casi todo en manos de pocos, de tal suerte que unos cuantos hombres
opulentos y riquísimos han puesto sobre la multitud innumerable de proletarios un
yugo que difiere poco del de los esclavos” (RN 2, OSC 1).

Pío XI, cuarenta años después, escribe: “No se puede decir que aquellos preceptos
han perdido su fuerza y su sabiduría en nuestra época, por haber disminuido el

185
‘pauperismo’, que en tiempos de León XIII se veía con todos sus horrores. Es verdad
que la condición de los obreros se ha elevado a un estado mejor y más equitativo,
principalmente en las ciudades más prósperas y cultas, en las que mal se diría que
todos los obreros en general están afligidos por la miseria y padecen las escaseces
de la vida. Pero es igualmente cierto que, desde que las artes mecánicas y las
industrias del hombre se han extendido rápidamente e invadido innumerables
regiones, tanto las tierras que llamamos nuevas, cuanto los reinos del Extremo
Oriente famosos por su antiquísima cultura, el número de los proletarios
necesitados, cuyo gemido sube desde la tierra hasta el cielo, ha crecido
inmensamente. Añádase el ejército ingente de asalariados del campo, reducidos a
las más estrechas condiciones de vida, y desesperanzados de poder jamás obtener
‘participación alguna en la propiedad de la tierra’, y por tanto, sujetos para siempre
a la condición de proletarios, si no se aplican remedios oportunos y eficaces. […]

La muchedumbre enorme de proletarios por una parte, y los enormes recursos de


unos cuantos ricos, por otra, son argumento perentorio de que las riquezas
multiplicadas tan abundantemente en nuestra época, llamada del individualismo,
están mal repartidas e injustamente aplicadas a las distintas clases” (QA 26, OSC
2).

De hecho, todavía hoy vemos por todas partes, en la mayor parte de los países, y
muy especialmente en América Latina, que las condiciones de vida del trabajador
son con frecuencia inhumanas, especialmente en las minas, en los campos, en el
trabajo femenino, a domicilio, y en general del obrero no especializado. Su
habitación es ordinariamente muy deficiente, su salario escaso, las posibilidades de
cultura y ascensión social difíciles.

Esto es lo que ha venido a llamarse “proletariado” (el nombre deriva de proles:


hijos), aludiendo a aquellos hombres tan pobres que en el Imperio Romano no
podían dar otra cosa al Estado que sus hijos. En nuestros días llamamos proletario
al asalariado que goza de una libertad abstracta, sin medios de reivindicarla
efectivamente, esto es, al trabajador que no posee sino su trabajo sin propiedad ni
esperanza de llegar jamás a poseerla. En teoría, este hombre puede llegar a ser
millonario y presidente de la República, pero un cálculo real de probabilidades
reduce sus esperanzas a cero.

Todo proletario es un asalariado, pero no todo asalariado es un proletario, pues


muchos, especialmente los obreros especializados, logran escapar de esta
condición. El verdadero proletario, en cambio, no puede en la realidad escapar a su
suerte, y de ella participarán también sus hijos que serán probabilísimamente lo
que han sido sus padres: infierno económico sin esperanza. La inseguridad es el
otro azote del proletario. ¿Tendrá trabajo mañana? En caso de accidente, de
cesantía, de vejez, ¿qué será de él y de su familia? Vendrán a aumentar esa última
etapa social, el subproletariado en que se vive ya en forma totalmente
infrahumana, y este subproletariado es por desgracia demasiado frecuente en
nuestros días, verdadero estigma de nuestra pretendida civilización y marca de su
falta de cristianismo.

El proletariado tiene esta significación paradójica: es el fruto de la liberación teórica


del hombre, realizada por el liberalismo filosófico, y de la esclavitud práctica al
capital, obra del liberalismo económico. La proletarización no cesa de aumentar,
pues, si bien numerosos trabajadores logran escapar de ella por ascensión, los
obreros campesinos son atraídos a la ciudad por las esperanzas de un trabajo más
fácil, y en países nuevos toda la masa de los económicamente débiles son
arrastrados a la industria, con el inmenso peligro de quedar repentinamente
cesantes. La inflación económica ha sumido también en la categoría de proletarios
a las clases medias, a los pequeños rentistas.

El proletariado constituye el más tremendo peligro para la estabilidad de un país, el


caldo de cultivo más apropiado para todo estallido revolucionario y para absorber
las ideas marxistas. La vida espiritual llega a hacerse imposible en el proletariado,
como lo reconoce Pío XII: “Por un lado, vemos riquezas inmensas que dominan la
vida económica pública y privada, y, con frecuencia, hasta a la vida civil; por el otro,
al número incontable de aquellos que, desprovistos de toda seguridad directa o
indirecta respecto de su vida, no se interesan ya por los valores reales y más
elevados del espíritu, abandonan su aspiración de una libertad genuina, y se arrojan
a los pies de cualquier partido político, esclavos de cualquiera que les prometa en
alguna forma pan y seguridad” (Discurso 1º de Septiembre de 1944, OSC 8).

La abolición del proletariado es una de las primeras consignas de la moral social,


pero requiere la realización de varias etapas: defensa de las clases medias y del
artesanado y del pequeño comercio; lucha contra la inflación y el alza de la vida
para asegurar a los pequeños rentistas; educación profesional para el asalariado y
sistemas de seguridad social que les permitan el acceso a la pequeña propiedad y

187
garanticen sus días difíciles; y el medio más a fondo, la transformación de la
empresa capitalista en comunidad de trabajo. Estas medidas requieren una
voluntad enérgica de desproletarizar las masas, gran inteligencia jurídica,
capacidad técnica superior y el tiempo necesario. Esta cruzada reclama la voluntad
decidida de los cristianos dispuestos a jugarse enteros por la justicia.

3.1.0.6 El contrato de trabajo

El ingreso a la sociedad de trabajo se realiza mediante el contrato de trabajo. Este


es explícito cuando las dos partes establecen un convenio, que ordinariamente es
firmado. Así lo exige ordinariamente la legislación contemporánea. Es tácito cuando
el trabajador se incorpora en un determinado trabajo, lo que supone que acepta las
condiciones allí establecidas.

El contrato de trabajo puede ser de arrendamiento de servicios: determinados


servicios u horas de trabajo, contra determinados beneficios; contrato de repartición
de los beneficios que se obtengan entre el empleador y sus obreros; contrato a
trato o por suma alzada, cuando el empresario encarga un trabajo a un obrero quien
se encarga de realizarlo por su cuenta y bajo sus riesgos, mediante una
determinada paga. Hay muchas otras variedades del contrato de trabajo: por
administración, por equipos, contrato de reparto de economías entre el que encarga
el trabajo y los que lo realizan, etc. Las condiciones del trabajo deben especificarse
claramente, tanto las que se refieren a la duración o cantidad del trabajo, períodos
de descanso, vacaciones, a sus garantías de higiene y seguridad, estabilidad,
ascenso, condiciones sociales, cívicas, morales y religiosas; y el pago y manera de
hacerlo y su complemento en asignaciones familiares, participación, seguros
sociales.

El contrato colectivo entre el empleador y el sindicato ha terminado por imponerse


con gran ventaja para proteger la debilidad de quien debía pactar aisladamente.

La justicia conmutativa rige el contrato de trabajo. Implica un intercambio de


servicios, y en caso que una de las partes no cumpla su compromiso deben
compensarse los perjuicios. Las cláusulas del contrato deben ser conocidas de
ambas partes, bajo pena de nulidad. El temor que disminuye la libertad hace que la
parte lesionada pueda pedir la rescisión del contrato.

La justicia distributiva rige también el contrato de trabajo, y hay, por tanto, normas
superiores a las escritas, de derecho natural, de las cuales ni empleador ni
empleado pueden prescindir, y que anulan cuanto a ellas se opone. Así, por
ejemplo, un obrero que acepta por miseria un trabajo remunerado en forma
inhumana no está obligado a cumplir su trabajo.

3.1.0.7 ¿Arrendamiento de servicio o asociación?

Mucho se ha disputado entre juristas y sociólogos sobre la naturaleza del contrato


de trabajo. Muchos han sostenido que por su naturaleza es sólo un simple
arrendamiento de servicios, mientras otros hacen del obrero un asociado del patrón
con todas sus consecuencias.

Los partidarios del contrato de arrendamiento sostienen que la empresa es


propiedad del dueño del capital y, por tanto, no tiene parte alguna en ella el obrero,
el cual no expone nada en la empresa, mientras el capitalista lo arriesga todo. El
trabajo está, pues, suficientemente compensado con el salario que recibirá el
obrero cualquiera que sea la situación de la empresa. Esto último no es del todo
exacto, pues la mala situación de la empresa influye en el despido de los obreros
que quedan cesantes y en disminución de sus retribuciones, lo cual es un riesgo tan
real como el del patrón.

Si las condiciones de salario y demás son justas, no puede decirse que el contrato
de arrendamiento de servicios sea inmoral de suyo, como lo dejó establecido Pío XI:

“En primer lugar, los que condenan el contrato de trabajo como injusto por
naturaleza, y tratan de sustituirlo por el contrato de sociedad, hablan un lenguaje
insostenible e injurian gravemente a Nuestro Predecesor, cuya Encíclica no sólo
admite el salario, sino aun se extiende largamente explicando las normas de justicia
que han de regirlo.

Pero juzgamos que, atendidas las condiciones modernas de la asociación humana,


sería más oportuno que el contrato de trabajo algún tanto se suavizara en cuanto
fuese posible por medio del contrato de sociedad, como ya se ha comenzado a
hacer en diversas formas con provecho no escaso de los mismos obreros y aun
patronos. De esta suerte los obreros y empleados participan en cierta manera, ya
en el dominio, ya en la dirección del trabajo, ya en las ganancias obtenidas” (QA 29,
OSC 215).

189
Los argumentos contra el régimen de salarios emanados de la teoría marxista de la
plusvalía, según el cual el patrón se roba lo que el obrero ha hecho valer al objeto
con su trabajo, son falsos. En el actual régimen, el capital tiene derecho a una
amortización y a un interés; y también los técnicos tienen derecho a un mayor
salario, por el sobreprecio que logran dar al objeto con su técnica que da al trabajo
manual un mayor precio, como lo ha reconocido incluso el régimen comunista que
sobrepaga a los técnicos.

El salariado no es un régimen definitivo. Otros ha habido antes que éste, y otros


vendrán después. Sería singular presunción detener el curso de la historia en un
régimen que está lejos de ser el más perfecto, incluso entre los que han existido, y
que tiene el formidable defecto de separar al trabajador de sus instrumentos de
trabajo y de fomentar la lucha de clases.33

¿Qué forma de contrato de trabajo va a reemplazar al salariado? Este es un punto


de vista técnico y no de moral social. El contrato de sociedad es, sin duda, más
conforme a la dignidad del obrero, y con el bien común. Pío XI en el pasaje [arriba]
citado y Pío XII en numerosas ocasiones han aconsejado temperar el contrato de
trabajo con las formas del contrato de sociedad34.

Lo que sí desea el Papa y pide el sentido común, es que las especulaciones de las
reformas por las que es lícito luchar no alejen a los trabajadores de la conquista que
puede mejorar su situación presente. La construcción de un mundo mejor debe,
para ser verdadera y durable, apoyarse en las realidades del mundo de hoy.

3.1.0.8 Proyectos de reforma de empresa35

3.1.0.9 El monto del salario

Notemos en primer lugar que al hablar de salario no hacemos distinción entre lo


que vulgarmente se llama salario, aplicable más bien al obrero; sueldo, al
empleado; y hasta donde es posible extender esta doctrina, también al honorario,
que se paga al profesional. Entendido en esta forma, llamaríamos salario a la
retribución convenida, que el obrero recibe de su empleador por el trabajo que ha
ejecutado para él.

Antes de determinar el monto del salario es necesario distinguir el salario nominal,


que es la suma de dinero recibida por el trabajo; y el salario real, que corresponde a
los bienes y servicios que el obrero puede adquirir con dicho dinero. El salario real
determina el poder de compra del trabajador.

Sobre la cuantía del salario hay diversas teorías: la liberal de Adam Smith y Ricardo
sostiene que el salario es una simple mercancía sujeta a la ley de la oferta y la
demanda: cuando dos patrones corren tras un obrero, el salario crece; pero cuando
dos obreros persiguen a un patrón éste tiene que bajar. Malthus, liberal también,
defiende que el monto del salario depende del capital circulante destinado a pagar
el trabajo y del número de trabajadores que van a ser pagados con él. Para
aumentar el salario debe aumentar el capital circulante o disminuir el número de
operarios. Lassalle, socialista, cree haber descubierto la llamada ley de bronce de
los salarios, según la cual éstos están determinados por el gasto indispensable para
reponer las fuerzas del obrero: éste es el costo del trabajo. La ley de la oferta y la
demanda lo determinará, pero sin alejarse mucho de este costo. Carlos Marx,
pretende que al obrero se debe todo el valor producido por el trabajo, ya que una
mercadería no vale sino por el trabajo que contiene. La diferencia entre este mayor
valor de la mercadería y el salario real pagado, es lo que el capitalista roba al
obrero36.

León XIII, fundándose en el doble aspecto del trabajo: personal, por ser la obra de
un hombre, y necesario, por ser para el asalariado su único medio de subsistencia,
concluye que por ser personal, el trabajo humano no es una simple mercadería, sino
algo inherente a la persona y no puede, por tanto, estar sujeto a la ley de la oferta y
la demanda como si fuera una cosa material; por ser necesario ha de servir para
sustentar la vida…

“Efectivamente; sustentar la vida es deber común a todos y a cada uno, y faltar a


este deber es un crimen. De aquí necesariamente nace el derecho de procurarse
aquellas cosas que son menester para sustentar la vida, y estas cosas no las hallan
los pobres sino ganando un jornal con su trabajo. Luego, aun concediendo que el
obrero y su amo libremente convienen en algo y particularmente en la cantidad del
salario, queda, sin embargo, siempre una cosa que dimana de la justicia natural, y
que es de más peso y anterior a la libre voluntad de los que hacen el contrato, y es
ésta: que el salario no debe ser insuficiente para la sustentación de un obrero que
sea frugal y de buenas costumbres. Y si acaeciere alguna vez que el obrero,
obligado por la necesidad o movido del miedo de un mal mayor, aceptase una
condición más dura, y aunque no lo quisiera, la tuviere que aceptar por imponérsela

191
absolutamente el amo o el contratista, sería eso hacerle violencia, y contra esta
violencia reclama la justicia” (RN 34, CEP p. 442).

“Para estimar el trabajo en su justo valor el trabajo y darle una exacta


remuneración, hay que tomar en consideración el carácter a la vez individual y
social del mismo. La tasa justa del salario se deduce, por consiguiente, no de una
sola, sino de varias consideraciones” (CSM 135).

3.1.0.9.1 Primer punto para considerar el salario: la subsistencia del obrero y su


familia

“136. El primer punto que hay que tomar en consideración es el sustento del
trabajador y su familia. El salario vital, que comprende la subsistencia del
trabajador y su familia, el seguro de accidentes, enfermedad, vejez y paro, es el
salario mínimo debido en justicia por el patrono” (CSM 136).

La noción de salario vital ha evolucionado: al principio se entendía solamente lo que


era necesario para la subsistencia de un obrero sobrio y honesto, y todos los
autores están de acuerdo en que tal cantidad era debida al obrero en justicia
conmutativa, de modo que de no pagarse quedaba el empleador obligado a restituir
su deuda. Hoy, muchos autores, como lo hace el Código Social de Malinas, incluyen
en el concepto de salario vital también lo que se debe para alimentar la familia.
Ningún moralista católico discute que el salario familiar se debe absolutamente al
obrero. Las razones son varias: en primer lugar, porque el trabajador tiene el
derecho natural primario de constituir una familia y, por tanto, el derecho de recibir
los medios necesarios para alimentarla y mantenerla en forma humana. El salario
familiar no se funda en el derecho de la familia de ser alimentada, sino en el
derecho del trabajador como jefe de familia. Es justo que los demás miembros de la
familia concurran según sus fuerzas al mantenimiento del hogar. La madre
normalmente concurrirá ocupándose de los oficios domésticos, que ya suponen
harto trabajo; y los menores, adquiriendo una formación adecuada. Es una
desgracia que la madre y los menores deban abandonar sus primeros deberes para
salir a buscar un salario complementario por las deficiencias del salario del padre.
Cuando los menores vayan creciendo podrán hacer algo más, mientras no llega a su
vez el momento en que ellos deban pensar en formar otro hogar. Una segunda
razón: que el salario familiar es el bien común social: la sociedad no puede subsistir
sin una familia bien constituida y sin salario familiar no puede ésta subsistir.
Además, el mismo bien común, mirado bajo un aspecto económico, exige un salario
familiar para que las familias puedan tener confiadamente el número de hijos que la
industria va a reclamar, pueda tenerlos sanos y fuertes. La patria entera ganará al
contar con hogares que pueden realizar una ascensión social.

El salario familiar puede considerarse como absoluto y relativo. Llamaríamos salario


familiar absoluto el que basta para las necesidades de una familia corriente, de
cinco o seis personas. Salario familiar relativo, el que cubre las necesidades reales
de todos los miembros de la familia que de hecho existen. El salario familiar, tanto
el absoluto como el relativo, se debe al obrero por las razones arriba indicadas, y
debe ser tal que pueda cubrir las necesidades tanto ordinarias como extraordinarias
de la familia. Llamamos necesidades ordinarias, sus gastos corrientes siguiendo las
fluctuaciones del costo de la vida; y necesidades extraordinarias las que provienen
de gastos de maternidad, accidentes, enfermedad, vejez y cesantía.

El salario familiar absoluto se debe a todo obrero adulto, tanto soltero como casado.
Si aún no tiene familia, tiene derecho a formarla, y a prepararse economizando los
años que preceden al matrimonio para establecer su hogar. No se puede, en
conciencia, pagar un salario más bajo del salario familiar absoluto. Tal obligación
discuten los moralistas si es de justicia social o de justicia conmutativa, pero
ninguno después de las enseñanzas de Pío XI en Divini Redemptoris y Casti connubii
niega que tal obligación sea de justicia. El salario familiar relativo, se debe en
justicia social.

La forma de pagarse el salario familiar que va introduciéndose en muchas partes es


la siguiente: los gastos ordinarios del trabajador los paga el empleador semanal o
mensualmente; los gastos extraordinarios por conceptos de enfermedad, vejez,
accidentes, etc., mediante los seguros sociales; los gastos por concepto de cada
nuevo miembro de la familia a cargo del obrero, por las cajas de compensación.
Éstas, primitivamente, funcionaban en cada empresa y se hacía una imposición
proporcional al número de trabajadores que ocupaba cada empresa, y se distribuía
el total a los trabajadores a prorrata del número de sus hijos. Hoy día suele hacerse
mediante imposiciones patronales a oficinas públicas, encargadas de los seguros
sociales, los cuales pagan una determinada asignación por cada carga familiar,
igual para los distintos asegurados cualquiera que sea su oficio. Esta última fórmula
tiene el inconveniente que lo que el obrero viene a recibir del patrón suele ser
solamente su salario vital personal, haciéndose una injusticia a los obreros solteros

193
que tendrían derecho a recibir como salario vital el familiar absoluto, a fin de poder
prepararse a formar su hogar.

Desgraciadamente los subsidios familiares y los seguros sociales son inexistentes


para muchas categorías de trabajadores, o bien existen en una fórmula puramente
simbólica, pues las prestaciones que dan son irrisorias. Por esto el Código Social de
Malinas urge que ambas instituciones se generalicen:

“137. Con la noción arriba dada de salario vital se relacionan dos conclusiones.

a) La institución llamada de ‘Subsidios familiares’ ha tomado en estos últimos


tiempos felices desenvolvimientos. Es muy conveniente que tales subsidios
familiares sean incorporados a todos los contratos, así individuales como colectivos,
entre patronos y obreros;

b) El régimen legal de seguros sociales tiende así mismo a implantarse. Es


necesario que se generalice, y muy conveniente instituir de preferencia Cajas
profesionales de seguros, es decir, Cajas alimentadas y dirigidas conjuntamente por
los patronos y obreros de cada profesión, bajo el control y con el apoyo de los
Poderes Públicos.

Cuando el Estado impone la afiliación a Cajas de subsidios familiares o de seguros


sociales, o cuando las subvenciona, debe al mismo tiempo establecer una distinción
entre las familias en las que la madre queda en casa y entre aquellas en que trabaja
fuera, y prever en favor de aquéllas un baremo más ventajoso” (CSM 137).

3.1.0.9.2 Segundo punto: La situación de la empresa

En la empresa de tipo capitalista actual, el salario es la forma normal de


participación del trabajo en los frutos obtenidos por la empresa, que van también
en buena parte al capital y a la dirección de la misma. Es natural, por tanto, que el
salario guarde relación con la situación de la empresa. Las necesidades de la vida
del trabajador y su familia constituyen el límite mínimo del justo salario. Las
posibilidades de la empresa, constituyen el límite máximo.

Cuando la situación de la empresa es próspera, los salarios deben aumentar en


proporción a las utilidades de la empresa. Este aumento, que corresponde a la
participación en los beneficios, se establecerá al fin de cada año.
La participación puede darse en forma simple de un tanto por ciento de las
utilidades anuales o bien acciones de trabajo, que colocan a los obreros en la
categoría de accionistas.

Si la situación de la empresa es desfavorable, esto es, no llega a obtener beneficios


o bien sufre pérdidas, el salario disminuirá hasta el límite del salario vital familiar,
para evitar la ruina de la empresa.

Incluso puede concebirse el caso que la situación de la empresa sea tal que no
pueda llegar a pagar el salario vital familiar. Si esta situación se debe a culpa de la
empresa, tendrán derecho los obreros a exigir que tal estado cese. Otras veces
puede esto suceder por circunstancias extraordinarias fuera de toda posible
previsión.

Si la empresa no llega a pagar el salario vital familiar, tienen derecho los obreros a
pedir que el empresario capitalista sacrifique previamente los intereses del capital y
los beneficios de empresario. Si esta situación perdura, llegará el momento de
deliberar acerca del cierre de la empresa.

3.1.0.9.3 Tercer punto: el bien común y sus exigencias

“El tercer punto que debe considerarse es el bien común y sus exigencias.

Interesa al bien común que el trabajador pueda no solamente vivir de su salario,


sino ahorrar y constituirse una modesta fortuna.

Por otra parte, un nivel demasiado bajo o exageradamente elevado de los salarios
produce el paro, mal deplorable. La justicia social reclama una política de los
salarios que ofrezca al mayor número posible de trabajadores, el medio de ser
contratados y de proveer, merced a ello, a su subsistencia.

Importa que mediante una armoniosa coordinación de las diversas ramas de la


actividad económica, tales como la agricultura, la industria y otras, se establezca un
equilibrio razonable, tanto entre los salarios y los precios de las mercaderías, como
entre los precios diversos de las mercaderías” (CSM 139-140).

La doctrina católica es esencialmente anti-individualista: ella considera a los


hombres, no como individuos aislados, sino como seres viviendo en sociedad y, por
lo tanto, constituyendo un cuerpo, en el que un estrecho lazo de solidaridad une a

195
todos sus miembros, de tal manera que no hay fenómeno humano que no tenga su
repercusión en la sociedad37.

De ahí que el salario no deba reputarse tan sólo como una manifestación
circunscrita al contrato de trabajo entre empleador y trabajador, sino que ha de ser
considerado también en sus más amplias proyecciones sociales.

Para la sociedad, no es indiferente la determinación de cualquier cuantía de salario,


porque ella – como organismo social destinado a procurar el bien común de todos
sus miembros – tiene derechos propios que trascienden de los derechos individuales
del trabajador y del empleador y que deben ser respetados; de ahí que la sociedad
esté interesada en que los salarios respondan a la justicia social.

Por eso, Su Santidad Pío XI advierte que “la justicia social impone deberes a los que
ni patrones ni obreros se puedan sustraer” ya que “es propio de la justicia social el
exigir de los individuos cuanto es necesario al bien común” [DR 51, CEP 545].

Se ve claramente que la cuantía del salario no se determina en su justa medida si


no se respeta la justicia social, es decir, si no se tiene en cuenta las exigencias del
bien común.

Pero, ¿cuáles son estas exigencias del bien común y cuál es su influencia en la
fijación del monto del justo salario? La doctrina católica, por boca de Su Santidad
Pío XI, afirma que tales exigencias son tres:

- el bien común exige que los trabajadores puedan formarse poco a poco un
modesto patrimonio, para llegar así a la pequeña propiedad; la justicia social, pues,
pide que los salarios sean lo suficientemente altos para permitir a los trabajadores
ahorrar una parte de su monto, después de cubiertos los gastos necesarios;

- el bien común exige que el mayor número posible de trabajadores encuentre


trabajo, de modo que todos puedan obtener los bienes necesarios para sustentar su
vida y la de sus familias: por tanto, la justicia social demanda que, con el común
sentir y querer, los salarios no sean ni demasiado reducidos ni extraordinariamente
elevados, porque en ambos casos se tendría como consecuencia el paro forzoso de
los trabajadores; es menester, en cambio que los salarios se regulen de tal manera
que el mayor número de trabajadores pueda emplear su actividad productiva.

- el bien común exige que exista cierto equilibrio entre las varias profesiones de la
sociedad, de modo que todas se aúnen y combinen para formar un solo cuerpo;
pues el bien, para obtener este equilibrio, la justicia social pide que se guarden las
convenientes proporciones:

• entre los salarios de las varias categorías profesionales (industria, agricultura,


etc.);

• entre los precios de los productos y servicios de las distintas ramas productivas;

• entre los salarios y los precios de las diferentes actividades económicas.

Estas exigencias del bien común imponen una sabia política de los salarios que
tenga en cuenta los elementos solidarios de la sociedad. No ha de olvidarse que el
salario es uno de los mayores canales por los que se distribuye la riqueza: por
tanto, en su determinación, deben respetarse las normas de la justicia social, a fin
de que todos los miembros de la sociedad participen de los bienes producidos.

Pío XI sintetiza admirablemente este concepto solidario de la economía: “La


economía social –afirma– estará sólidamente constituida sólo cuando a todos y cada
uno se provea de todos los bienes que las riquezas y subsidios naturales, la técnica
y la constitución social de la economía pueden producir. Esos bienes deben ser
suficientemente abundantes para satisfacer las necesidades y comodidades
honestas y elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz que,
administrada prudentemente, no sólo no impide la virtud, sino que la favorece en
gran manera” [QA 34, OSC 158].

Es así como, al tomar en consideración las exigencias del bien común, el justo
salario será un salario social.

Resumiendo; el salario será justo si reúne estas condiciones38:

• Que baste a las necesidades del obrero y su familia;

• Que responda al valor técnico del trabajo;

• Que refleje la situación económica del momento;

• Que guarde proporción con el estado de la empresa;

• Que tenga en cuenta las exigencias del bien común.

197
La retribución del trabajo debe tener como límite mínimo las necesidades del
trabajador y su familia; como límite máximo, las posibilidades económicas de la
empresa; como regla que lo regule, las exigencias del bien común; como
alternativas de fluctuación, la preparación técnica del trabajador y las condiciones
económicas del momento.

3.1.0.9.4 Cómo determinar en la práctica el justo salario

El principio de aplicación de las normas anteriormente expuestas será el de la


estimación común de los interesados, que en la práctica se refleja en las comisiones
mixtas de patrones y obreros presidida por una persona neutral. El resultado de
tales reuniones da por lo menos una estimación prudente para el momento, aunque
no siempre responde a la plenitud de las exigencias de los principios arriba
expuestos. Si existieran las corporaciones que representaran los intereses
profesionales, tales instituciones serían las llamadas a dar esa estimación común.

El Estado ordinariamente no debe intervenir en la fijación del monto del salario, lo


que corresponde a las partes interesadas, pero excepcionalmente puede dictar el
salario mínimo a fin de asegurar al trabajador y su familia el punto de partida de un
salario justo. León XIII, refiriéndose a la determinación de la cuantía del salario, dijo
que: “para que no se entrometa en esto demasiado la autoridad, lo mejor será
reservar la decisión a las corporaciones, acudiendo el Estado, si la cosa lo
demandare, con su amparo y auxilio” [RN 34, OSC 275].

En Estados Unidos, Ford inspiró una política de altos salarios que consiste en dar a
los obreros la mayor retribución posible a fin de aumentar su poder de compra y
activar así la vida económica nacional. Este método, donde es posible aplicarlo, es
en sí beneficioso a los trabajadores y a los mismos empresarios y mantiene un alto
nivel de empleo y producción.

3.1.0.9.5 Cuarto Punto: Las modalidades del trabajo

A estos tres puntos que señala el Código Social de Malinas como básicos para
atender a la fijación del salario, podemos añadir otros dos. En primer lugar, hay que
atender a las modalidades del trabajo, en tal forma que al obrero que realiza un
trabajo de mejor calidad se le debe en estricta justicia un salario mayor. Este mayor
salario compensa el aprendizaje previo, los estudios profesionales, la mejor
categoría del producto elaborado. Al hablar de modalidades del trabajo entendemos
también la antigüedad del empleo, la mayor fatiga que suponen ciertas labores, los
riesgos, la insalubridad del ambiente, etc.

3.1.0.9.6 Quinto Punto. Las condiciones del mercado

La ley de la oferta y la demanda no puede ser la norma en la determinación del


salario, pero dentro de ciertos límites es indiscutible que influye, y tal influencia es
legítima si se mantiene dentro de los límites mínimo y máximo del justo salario. A
esto alude Pío XI cuando dice: “La libre concurrencia cuando está encerrada dentro
de ciertos límites es justa y sin duda útil” [cfr. QA 37, CEP p. 483].

3.1.1. Derechos y deberes de los trabajadores

3.1.1.1 Deberes de los obreros

León XIII y Pío X precisaron los derechos y deberes de los trabajadores.

En el Motu proprio sobre la Acción Popular resume Pío X las obligaciones de justicia
del obrero:

“Las obligaciones de justicia, en cuanto al proletario y al obrero, son éstas: Ejecutar


íntegra y fielmente el trabajo que libre y equitativamente se ha pactado; no causar
daño a los bienes, ni ofensa a la persona de los patrones; y en la defensa misma de
los propios derechos, abstenerse de actos violentos y no convertirla en motín” (OSC
176, VII).

Hace poco nos referíamos a la mística del trabajo que todas las profesiones deben
despertar: al obrero le ayudará enormemente recordar que está sirviendo al país,
creando riqueza, elevando el nivel de vida de sus hermanos. Es muy distinto el
espíritu que se propone un trabajador en una obra cuando piensa que está pegando
ladrillos, que cuando ha descubierto que construye una catedral.

Sentido de responsabilidad y conciencia profesional elevarán al trabajador y lo


harán digno de mayor respeto. La conciencia profesional excluye el trabajo hecho
con negligencia, las ausencias injustificables, las falsas enfermedades y falsos
accidentes, el trabajo lento, el honorario abusivo, el fraude de materiales, etc.
Excluye también la “coima”, el favoritismo injusto, las sustracciones, aunque sean
pequeñas, de los bienes de la empresa, y el cerrar los ojos sobre las injusticias de
los que uno tiene a su cargo.

199
El respeto a los superiores exige no sólo el no lesionarlo sino la obediencia a sus
órdenes razonables, la deferencia y, más aún, el amor fraternal que debe ser tanto
mayor cuanto está más próximo a cada uno. El obrero cristiano debe recordar que
el supremo mandamiento de la caridad no excluye a nadie del imperativo del amor.
Junto con defender valientemente el obrero sus derechos, tomará ante sus jefes la
actitud de obediencia a sus órdenes razonables, de deferencia y de amor que
corresponden a un cristiano, rechazará las imputaciones calumniosas que se les
hacen, la sospecha sistemática de sus intenciones y todo cuanto pueda lesionar sus
intereses: más aún, sus jefes deben poder contar con ellos como colaboradores de
una obra común. La lucha de clases nunca puede ser un objetivo en la conducta de
un cristiano.

3.1.1.2 Deberes de los patrones

“Las obligaciones de justicia por parte de los capitalistas y patrones, son éstas:
Pagar el justo salario a los obreros; no perjudicar sus justos ahorros ni con violencia,
ni con fraude, ni con usuras manifiestas o paliadas; darles libertad para cumplir sus
deberes religiosos; no exponerlos a seducciones corruptoras ni a peligros de
escándalo; no alejarlos del espíritu de familia y del amor a la economía; no
imponerles trabajos desproporcionados con sus fuerzas o que no convenga a su
edad o a su sexo.

Es obligación de caridad de parte de los ricos y de los que tienen, socorrer a los
pobres e indigentes, según el precepto del Evangelio; precepto que obliga tan
gravemente, que en el día del juicio se dará cuenta de un modo especial, según lo
dijo el mismo Cristo (Mt 25), si se cumplió con él” (OSC 176, VIII y IX).

3.1.1.3 Derechos de los trabajadores

Todo trabajador puede pedir que se le permita cumplir su trabajo en una atmósfera
corporal y moralmente humana. Pueden exigir del patrón que vele por la higiene del
taller: que haya luz, limpieza, comedores, servicios higiénicos y vestuarios dignos y
con la debida separación para hombres y mujeres, protección contra los accidentes
y contra las enfermedades profesionales, asientos para poder reposar en su tarea, y
salas cunas para que las madres puedan atender a sus hijos. En los oficios
peligrosos o expuestos a enfermedades profesionales, como la cirrosis, por ejemplo,
deben exigir las medidas de protección para impedir la pronta destrucción de su
salud. Al mismo tiempo, los sindicatos deben emprender una acción educativa para
prevenir a los jóvenes obreros contra estos peligros a que los expone su ignorancia.

En las grandes industrias alejadas de los centros públicos de población,


especialmente en las ciudades cerradas constituidas por ciertas compañías en las
que todo es de su propiedad –no sólo la fábrica sino las habitaciones, el comercio, y
hasta los sitios de esparcimiento–, tienen pleno derecho los obreros a exigir que sus
habitaciones sean amplias, para llenar las exigencias normales de una familia; con
la debida independencia, para poder mantener la intimidad familiar; con servicios
higiénicos propios de cada casa. Los almacenes o pulperías, si son de la compañía,
no pueden esquilmarlos con sus altos precios. En cuanto a la práctica de ciertas
compañías de disminuir los salarios y compensarlos con productos vendidos a muy
bajo precio, sería más normal que el precio fuera el corriente en las mercaderías y
también en los salarios: esto es más educativo para el obrero, menos expuesto al
peligro de paternalismo, que mantiene al trabajador como en menor edad, y
también evitará al obrero esas situaciones de esperas interminables para obtener
los artículos racionados, que se le hace creer son una concesión extraordinaria,
cuando en realidad los pagan con la diferencia de salario.

Los obreros necesitan reposo. Se ha llegado a comprender que las máquinas no


pueden marchar ininterrumpidamente, ¡cuánto más los hombres! Los sindicatos
deben insistir en que haya en las industrias de trabajo ininterrumpido suficientes
obreros para poder atender los tres turnos, pues para las compañías resulta más
económico disminuir el número de obreros y tentarlos a un número de horas
extraordinario, a lo que el obrero fácilmente accede por el interés del sobresalario,
pero con detrimento indiscutible de su salud. No puede, normalmente hablando, en
forma prolongada un obrero tomar sobre sí un trabajo mayor que el ordinariamente
fijado en las industrias.

Las fiestas de precepto que ha establecido la Iglesia, y que antes eran más en
número que ahora, obedecían en buena parte a facilitar al trabajador el reposo
necesario. La parte social del Tratado de Versalles estableció que el reposo semanal
coincida hasta donde es posible con el descanso dominical. Este ha sido establecido
por la Iglesia para que todo hombre pueda descansar de sus cuidados terrenos y
cultivar su vida espiritual y no menos su vida familiar. Es un escándalo ver la
facilidad con que se atropella el precepto del Señor de reposo y santificación de las
fiestas.

201
La vida moderna ha hecho necesario ciertos trabajos ininterrumpidos, como por
ejemplo los servicios de movilización, distracción, etc., y tales trabajadores no están
obligados a abandonar estos trabajos por el hecho de no interrumpirse en los
domingos, pero a la sociedad le corresponde reducirlos a un minimum, y a los
empleadores facilitar hasta donde sea posible el cumplimiento de los deberes
religiosos.

La que hoy día se llama “semana inglesa”, esto es, que deja libre la tarde del
Sábado, se practicaba ya en la Edad Media para facilitar en forma efectiva el
descanso dominical, anticipando los quehaceres del Domingo al sábado en la tarde.

Las vacaciones pagadas para los obreros han sido felizmente introducidas en
muchas legislaciones, y corresponden a una verdadera necesidad física y espiritual,
tanto más cuanto que la vida urbana desgasta horrorosamente los nervios.

El subsidio proporcional al número de años de servicio a un determinado patrón,


comienza felizmente a introducirse. Está plenamente justificado por el hecho que un
obrero necesita, al retirarse de un empleo, una cierta cantidad de dinero para
asegurar sus últimos años, o para emplearse independientemente en un trabajo
más de acuerdo con su edad. Es normal, por lo demás, a menos que la industria o el
Estado provea mediante un adecuado subsidio de vejez, que la empresa en la cual
un hombre ha gastado su vida provea en proporción al número de años de servicio
a asegurarle su vejez al trabajador. Es triste y denigrante para un padre de familia
llegar al fin de su vida y resignarse a ser carga para sus hijos. Desgraciadamente el
monto de los salarios suele ser tal frente al costo de la vida, que un obrero
esforzado no puede hacer economías serias para sus últimos años.

El descubrimiento de maquinarias más y más perfectas, al mismo tiempo que las


necesidades de la higiene, han llevado a disminuir las horas de trabajo diario. De
doce, catorce y hasta dieciséis horas de trabajo diario a principios del siglo pasado
hemos llegado a la jornada de 48, 40 y aun 36 horas [semanales]. Es de prever aun
ulteriores disminuciones. Algunos espíritus se inquietan y protestan por estas
disminuciones. No parecen justificadas tales protestas siempre que pueda
mantenerse la producción al ritmo de las necesidades, y que se dé educación y
oportunidades para aprovechar honestamente los tiempos más largos de reposo. En
cuanto a las necesidades de la producción, recuérdese que el número de brazos no
ocupados es enorme en la era maquinista por el fenómeno crónico de la cesantía.
La higiene moral de los sitios de trabajo debe ser cuidada celosamente por los
propios trabajadores, los más directamente interesados. Mientras ellos no tomen
este asunto en sus manos nadie podrá reemplazarlos con éxito. Las mujeres y los
adolescentes deben ser especialmente atendidos, pues en ambos se juega el
porvenir de un pueblo.

3.1.1.4 Respeto a la dignidad obrera

El patrón y el obrero se deben mutuo respeto, y esto supone, aplicándolo al obrero,


que no se le apliquen castigos corporales, ni aunque sean aprendices, que se les
hable con deferencia, que al darles alguna orden les den también las explicaciones
necesarias y ojalá la razón de lo que se hace. Ciertos jefes intermediarios se hacen
odiosos a sus súbditos, no porque les tengan mala voluntad o sean injustos, sino
porque los hieren sin darse ellos cuenta.

Hiere también al obrero la intromisión de un extraño en su vida privada. Si quiere


alguien ejercer una buena influencia sólo puede hacerlo por su ejemplo o por su
autoridad personal: los obreros en general desconfían de todo aquello que pueda
encadenarlos más.

La dignidad obrera reclama que se tome en cuenta las iniciativas del propio obrero,
que se vea interesado en su trabajo, que se reciban sus sugerencias: en algunas
fábricas se coloca un buzón para las sugerencias y se premia las que resultan
interesantes. Las conferencias educativas, los filmes de carácter técnico, todo
aquello que haga comprender al obrero el sentido completo de su labor debe ser
estimulado. Igualmente debe tenderse a que los obreros participen en la forma más
amplia posible en la aplicación de las leyes sociales, en la disciplina del trabajo, en
la representación ante el patrón de las necesidades y deficiencias del propio
personal. En una palabra, habría que tender a remediar lo que tanto lamenta Pío XI:
“el trabajo corporal que estaba destinado por Dios, aun después del pecado
original, a labrar el bienestar material y espiritual del hombre, se convierte a cada
paso en instrumento de perversión; la materia inerte sale de la fábrica ennoblecida,
mientras los hombres en ella se corrompen y degradan” (QA 54, OSC 72).

El Código Social de Malinas nos pone en guardia principalmente contra ciertos


excesos de racionalización del trabajo, por muy recomendables que sean, bajo
cierto aspecto, los procedimientos llamados de “taylorización”, que tienden, por
diversos medios, en especial por la introducción de un ritmo metódico, a aumentar

203
el rendimiento del trabajo, hay que precaverse contra toda desviación, que haría del
obrero un autómata y le despojaría prácticamente del ejercicio de sus facultades
humanas.

Taylor se propuso estudiar cada gesto del obrero para reducir al minimum las
pérdidas de tiempo y de esfuerzo. Su principio es: el maximum de eficiencia en el
minimum de tiempo. En cuanto técnica del trabajo, el taylorismo escapa a la moral,
pero sus repercusiones humanas no escapan. Reducir las fatigas inútiles es loable,
pero si bien se logra a veces reducir la fatiga física, fácilmente se aumenta la fatiga
nerviosa. Si esto acontece, habría que reducir la jornada. Igualmente habría que
aumentar el jornal si se obtiene un rendimiento en realidad extraordinario mediante
esta racionalización. En todo caso, hay que recordar que el rendimiento es para
bien del hombre, y no el hombre para bien del rendimiento.

3.1.1.5 El trabajo de la mujer

No puede erigirse en principio que una mujer no puede trabajar como obrera: una
mujer soltera o viuda puede perfectamente hacerlo, siempre que se guarden con
ellas las debidas consideraciones. En primer lugar, que el trabajo no sea peligroso
para su salud física, ni moral. Algunas jóvenes comprometen su futura maternidad
con el género de trabajo que se ven obligadas a realizar. En cuanto al respeto de su
vida moral, sería ordinariamente conveniente que las mujeres trabajaran entre sí y
a las órdenes de personal femenino, pues la autoridad ejercida sobre ella se presta
frecuentemente a presiones inmorales. El salario que se debe a una mujer por un
trabajo debe ser igual al que se pagaría a un hombre por igual tarea: “a trabajo
igual, salario igual”. Todos los principios establecidos al determinar el salario
mínimo valen también para la mujer, y deberían ser los obreros los primeros en
protestar por esta competencia inhumana que se les hace ocupando mujeres que
son pagadas en forma miserable.

No podemos, pues, en nuestros días repetir simplemente el eslogan: la mujer en el


hogar. Muchas necesitan trabajar, y muchas lo desean porque desean cubrir sus
propias necesidades, ayudar a sus familias, o bien por el ambiente de acción social,
apostólica, cívica que desearían realizar. Testimonios concordantes de obreras
demuestran que han encontrado un trabajo que les satisface.

El trabajo de la mujer casada, sobre todo si es madre de familia, trae muchos


inconvenientes: hace peligrar sus deberes, descuida el hogar, contribuye a
aumentar indebidamente la cesantía, y le crea fuertes peligros morales que
terminan muchas veces con la ruina del matrimonio. A más de esto, la salud puede
resistir difícilmente el peso de sus obligaciones domésticas y de trabajo.

Sin embargo de estos inconvenientes, la mujer casada se ve obligada al trabajo


ante la insuficiencia del salario de su marido. El remedio está en la reforma del
actual régimen, comenzando por que los salarios sean realmente vitales familiares,
que las alocaciones por hijos sean efectivas y no meramente nominales. El salario
femenino debería ser tal que la industria perdiera interés de tomar[la].

Habría también que completar estas medidas con otras de carácter educativo que
den a la mujer el gusto del hogar, que le enseñen a ser dueña de casa y buena
madre de sus hijos. Muchas van hoy día a la fábrica en busca de un cambio que les
haga olvidar la tristeza de un hogar miserable.

3.1.1.6 El trabajo de los menores

Al comienzo del maquinismo el trabajo de los niños fue una de las lacras más
vergonzosas del régimen. Niños aun menores de doce años sometidos a trabajos
pesados y a prolongadas faenas agotaban su salud y comprometían definitivamente
su porvenir. Las legislaciones de muchos países han reglamentado el trabajo de los
menores para prevenir estos inconvenientes39. Sin embargo todavía, debido a la
escasez de los salarios, los padres se ven obligados a servirse del trabajo de sus
hijos, lo que debe ser combatido poniendo ante todo remedio a la causa del mal40.

Todo niño debe recibir su educación primaria completa, y luego debería seguirse
una educación preprofesional, que completara los estudios generales y preparara
técnicamente al niño para una profesión. Sin ella no alcanzará nunca un nivel de
vida verdaderamente humano. El obrero no especializado está condenado a salarios
que están por debajo del nivel vital.

Una orientación profesional seria debería ser dada a los menores comenzando
desde la escuela, a base de la manifestación por parte del mismo niño de sus
intereses y gustos espontáneos, completada con la observación cuidadosa del
mismo por sus padres, inspectores y maestros, y completada –si fuere posible– con
experiencias más científicas como los tests que sirven para descubrir las cualidades
del niño, y sus deficiencias. No puede, el que los aplica, fiarse ciegamente de ellos,
pero dan un buen indicio que sirve para completar las declaraciones del propio niño

205
y la observación sistemática de sus maestros.

La mejor manera de levantar un pueblo reside en la educación apropiada de los


menores. Con las personas de cierta edad es difícil actuar para hacerlas adquirir
nuevos hábitos de pensar, de trabajo, de vida, pero todas las posibilidades están
abiertas en la niñez. Una experiencia bien comprobada, aun entre los muchachos
vagabundos, demuestra la influencia inmensa del ambiente, mayor ordinariamente
que la de la herencia, para formar o deformar la niñez. En países nuevos como los
nuestros, donde hay una raza inteligente, todo está en germen en la niñez y nada
debe perdonarse, no sólo por instruirla, sino por educarla. Esta educación, si se
quiere que dé frutos duraderos, no puede ser laica –pues sustrae al muchacho toda
la fuerza de los profundos motivos de querer–, sino seriamente religiosa. Los
legisladores deben orientar el presupuesto nacional en forma cada día más intensa
a la educación en todo sus grados. La educación profesional está, por desgracia,
muy abandonada y es casi imposible para la inmensa mayoría de los niños obreros
poder tener una instrucción especializada41.

3.1.2. La profesión organizada. El Sindicalismo. Las Corporaciones

La redención del proletario sólo puede realizarla el proletario. No puede esperarla


de la iniciativa espontánea de sus patrones que miran principalmente a sus propios
intereses, ni del Estado, sin vender su libertad. La Iglesia, por más que desea la
redención del proletariado y la urge a los cristianos, carece de medios adecuados,
pues su misión es ante todo espiritual y no tiene competencia en el campo técnico,
indispensable para solucionar los problemas económicos. La mayor parte de los
partidos políticos, antes de cada elección, ofrecerán solucionar todos los problemas
pendientes, pero luego sus intereses electorales prevalecerán sobre la gran causa
de la redención proletaria.

El proletariado llegado a su mayor edad, ha de organizarse férreamente en torno a


sus intereses gremiales, sin mezcla de otras consideraciones. Los trabajadores
viven junto a la industria: allí pasan la mayor parte de su tiempo, allí forman sus
principales amistades, allí encuentran sus medios de vida. La agrupación, pues, ha
de realizarse en torno a sus intereses de trabajo: esto es el Sindicato.

Masa y pueblo son dos palabras que distingue claramente Pío XII. El triunfo [no]
será de la masa amorfa, sino del pueblo organizado. En un auténtico sindicato los
obreros dejan de ser masa indefensa de individuos disgregados, para constituirse
en grupos bien organizados que marchan como cuadros militares a la defensa de
sus auténticos intereses.

3.1.2.1 [El sindicalismo]

3.1.2.1.1 ¿Qué es un Sindicato?

El sindicato es una asociación estable de quienes pertenecen a la misma industria o


a la misma profesión; “trabajan en la misma empresa o faena, o que ejercen un
mismo oficio, profesión, u oficios o profesiones similares o conexas, sean de
carácter intelectual o manual” (Art. 362 del Código del Trabajo de Chile).

Los sindicatos están unidos bajo la dirección de jefes que ellos mismos han
escogido libremente entre los asociados.

Decimos que el sindicato es una asociación estable, por tanto, destinada a durar. No
se trata de un grupo organizado ocasionalmente para algunas semanas o meses.
Los que forman parte de él son personas ligadas por el vínculo de un trabajo
común. Puede haber sindicatos de patrones y sindicato de asalariados. Aquí nos
referiremos principalmente a los de los obreros y empleados. Entendemos por tales
los que viven principalmente de un salario fijado de antemano y ejecutan su tarea
bajo las órdenes y la vigilancia de su patrón.

La finalidad primera del sindicato es estudiar, promover y, en caso necesario,


defender los intereses comunes de los asociados en todo lo que concierne al
contrato de trabajo: duración, salario, garantías sociales, etc. El sindicato
representa a sus miembros en las discusiones con los patrones y con los poderes
públicos en todo lo que concierne a las condiciones de su trabajo. Es muy difícil
para los asalariados discutir las condiciones de su trabajo si cada uno
individualmente ha de entenderse con el patrón o su representante. Para estar en
un pie de menor desigualdad necesitan presentar colectivamente sus peticiones.

Los dirigentes sindicales, para merecer la plena confianza de los asalariados, han de
ser escogidos por ellos mismos entre quienes conocen las condiciones del trabajo
en su estructura compleja y han podido experimentar la justicia de las
reclamaciones que presentan.

El sindicato debe, además, promover una labor de perfeccionamiento entre sus


miembros: perfeccionamiento técnico mediante cursos de capacitación, escuelas

207
para aprendices; perfeccionamiento económico, promoviendo el ahorro, la
formación de cooperativas, la difusión de la propiedad individual para sus
asociados, el cumplimiento y mejoramiento de las leyes de seguridad social, etc.;
perfeccionamiento moral, acentuando y defendiendo la dignidad de la persona
humana, el respeto a su libertad, etc. En cuanto al perfeccionamiento religioso, no
incumbe directamente al sindicato aconfesional, como es el que tenemos en Chile,
pero debe dar toda clase de facilidades para que sus miembros puedan realizarlo,
pues lo reclama la conciencia de los sindicatos, es un deber de todo ser racional y la
base de su formación moral. En las asociaciones confesionales los asociados
encuentran también en el sindicato medios para promover su vida religiosa.

Estas finalidades no agotan, sin embargo, la misión del sindicato; sus dirigentes no
pueden detenerse sólo en conquistas inmediatas. Con la vista fija en un mundo
nuevo que encarne la idea de orden, que es el equilibrio interior, los dirigentes
encaminarán su acción a sustituir las actuales estructuras capitalistas, inspiradas en
la economía liberal, por estructuras orientadas al bien común y basadas en una
economía humana: “Es toda la sociedad la que necesita ser reparada y mejorada,
porque cimbran sus cimientos” (Pío XII, 13 de Junio de 1943).

3.1.2.1.1.1 Derecho de sindicarse

León XIII escribía en 1895: “Cuando se trata de reunirse en asociaciones es preciso


guardarse mucho de no caer en error. Y aquí nos referimos particularmente a los
obreros, los cuales tienen sin duda el derecho de asociarse, con el fin de proveer a
su interés; la Iglesia lo consiente y la naturaleza no se opone” (León XIII, Longinqua
Oceani, 6 de Enero de 1895).

Para la solución del problema social, “el puesto principal pertenece a las
corporaciones obreras. Los progresos de la cultura, las nuevas costumbres, las
necesidades crecientes de la vida exigen que estas corporaciones se adapten a las
condiciones presentes. Vemos con placer formarse en todas partes asociaciones
semejantes, sea de los obreros, sea mixtas de obreros y patrones, y es deseable
que esas crezcan en número y laboriosidad” (OSC 235).

Pío X exhortaba al Conde Medolago Albani, en carta del 19 de Marzo de 1904, en


estos términos: “Continuad, pues, amado hijo, como habéis hecho hasta ahora,
promoviendo y dirigiendo, no solamente instituciones de carácter puramente
económico, sino también otras afines, las uniones profesionales, obreras y
patronales, que tiendan entre sí a la concordia; los secretariados del pueblo, que
darán consejos de orden legal y administrativo. No os faltarán los alientos más
confortadores” (OSC 235).

Y a los directores de la “Unión Económica Italiana” dirigió estas palabras: “¿Qué


instituciones deberéis con preferencia promover en vuestra Unión? Vuestra
industriosa caridad lo decidirá. En cuanto a Nos, aquéllas que se llaman sindicatos
nos parecen muy oportunas” (OSC 235).

Benedicto XV, el 7 de Mayo de 1919 escribía al canónigo Murry, de Autun, por


intermedio del Cardenal Secretario de Estado, que él “desea ver facilitar la
formación de los sindicatos verdaderamente profesionales y extenderse sobre el
territorio francés poderosos sindicatos animados del espíritu cristiano, que reúnan
en vastas organizaciones generales, fraternalmente asociados, a obreros y obreras
de las distintas profesiones” (OSC 235).

El Papa Pío XI, hacía escribir el 31 de Diciembre de 1922 por intermedio del
Cardenal Secretario de Estado al señor Zirnheld, Presidente de la Confederación
Francesa de Trabajadores Cristianos: “Con el más vivo placer se ha enterado el
Santo Padre del progreso de este grupo, que trata de obtener el mejoramiento de
las clases obreras con la práctica de los principios del Evangelio, los cuales ha
aplicado siempre la Iglesia a la solución de las cuestiones sociales” (OSC 235).

El mismo Pontífice, en su encíclica Quadragesimo Anno, afirma la influencia que de


hecho tuvieron las enseñanzas de León XIII en el desarrollo del sindicalismo: “Estas
enseñanzas vieron la luz en el momento más oportuno, pues en aquella época los
gobernantes de ciertas naciones, entregados completamente al liberalismo,
favorecían poco a las asociaciones de obreros, por no decir que abiertamente las
contradecían; reconocían y acogían con favor y privilegio asociaciones semejantes
para las demás clases; y sólo se negaba, con gravísima injusticia, el derecho innato
de asociación a los que más estaban necesitados de ella para defenderse de los
atropellos de los poderosos, y aun en algunos ambientes católicos había quienes
miraban con malos ojos los intentos de los obreros de formar tales asociaciones,
como si tuvieran resabio socialista o revolucionario.

Las normas de León XIII, selladas con toda su autoridad, consiguieron romper esas
opiniones y deshacer esos prejuicios, y merecen por tanto, el mayor encomio” (QA 9
y 10; OSC 249).

209
Fiel a los principios expuestos, cada vez que ha sido del caso, la Santa Sede ha
reafirmado el derecho de Organización sindical de los asalariados. Un consorcio
patronal francés acusó ante la Santa Sede a obreros cristianos por el hecho de
haberse sindicado, y la respuesta de la Sagrada Congregación del Concilio por
encargo especial del Romano Pontífice no deja lugar a dudas sobre el derecho de
sindicación.

“Para comenzar por los sindicatos obreros, no puede ser negado a los obreros
cristianos el derecho de constituirse en sindicatos independientes, distintos de los
sindicatos de patrones y sin que incluso constituyan una antítesis de ellos. Y esto
tanto más particularmente cuanto que, como en el caso que nos ocupa, tales
sindicatos son queridos por la Autoridad Eclesiástica y reciben de ella estímulos
como norma de la regla de la moral social católica, cuya observancia es impuesta a
los afiliados en sus Estatutos y en su actividad sindical, que debe ser inspirada,
sobre todo por la Encíclica “Rerum Novarum”. Por otra parte, es evidente que la
constitución de tales sindicatos, distintos de los sindicatos patronales, no es en
modo alguno incompatible con la paz social, puesto que mientras, por una parte,
repudian, por principio, la lucha de clases y el colectivismo en todas sus formas,
admiten, por otra parte, los contratos colectivos para establecer pacíficas relaciones
entre capital y trabajo” (SCC, OSC 240).

El consorcio patronal había estimado que las actividades de los sindicatos no


concordaban con el espíritu cristiano y estaban impregnadas de marxismo. “La
Sagrada Congregación estima que es deber suyo declarar, amparada por
irrecusables documentos y por los testimonios recogidos, que algunos de los
motivos son exagerados; que los otros, los más graves, aquellos que atribuyen a los
sindicatos un espíritu marxista y un socialismo de Estado, carecen enteramente de
fundamento y son injustos” (SCC, OSC 241).

El Episcopado chileno, en pastoral colectiva de 1º de Enero de 1947, reafirma


claramente la legitimidad de la organización sindical: “La Iglesia fiel a su historia y
doctrina, ve en las asociaciones gremiales un medio eficaz para la solución de la
cuestión social, y, aún más, ‘en el actual estado de cosas, estima necesaria la
constitución de tales asociaciones sindicales’”.

“Los patrones y obreros, tienen derecho a constituir asociaciones y sindicatos, ya


separados, ya mixtos”.
“La Iglesia quiere que las asociaciones sindicales sean establecidas y regidas por los
principios de la fe y de la moral cristiana”.

“La Iglesia ama y bendice la sindicalización obrera, cuando por ella se busca el
perfeccionamiento espiritual y material de los asociados, su redención económica y
la paz social”.

“El sindicato debe ser un organismo de defensa de legítimos derechos, de


perfeccionamiento integral y de armonía social, con el carácter de libre dentro de la
profesión organizada”.

“Por tanto, a los que dentro de estos principios y con las finalidades indicadas,
promueven la sindicalización, sea obrera o gremial, los aprobamos. Por las mismas
razones, señalamos los peligros y daños del sindicato, empleado como arma de
lucha de clases, de penetración política o de agitación social” (Llamado del
Episcopado Chileno a los fieles, 1º de Enero de 1947, OSC t. II, 60).

El mismo derecho que los Pontífices reconocen a los obreros de unirse


sindicalmente, lo reconocen igualmente a los patrones; pero con dolor constata Pío
XI que tales asociaciones patronales “son aún escasas; mas eso no sólo debe
atribuirse a la voluntad de los hombres, sino a las dificultades mayores que se
oponen a tales agrupaciones, y que Nos conocemos muy bien y ponderamos en su
justo peso. Pero tenemos esperanzas fundadas de que en breve desaparecerán esos
impedimentos, y aun ahora con íntimo gozo de nuestro corazón saludamos ciertos
ensayos no vanos, cuyos abundantes frutos prometen para lo futuro una recolección
más copiosa” (QA 12, OSC 253).

3.1.2.1.1.2 El sindicalismo y la paz social

La Iglesia quiere que los sindicatos sean instrumentos de concordia y de paz social.

“Aquellos que se precian de ser cristianos, sea aisladamente o reunidos en


asociaciones, no deben, si tienen conciencia de sus deberes, mantener entre las
clases sociales enemistades y rivalidades sino la paz y la recíproca caridad” (SQ,
OSC 138).

“Que los derechos y los deberes de los patrones sean perfectamente conciliados
con los de los obreros. Con el fin de proveer a las eventuales reclamaciones que
pueden levantarse por parte y a propósito de derechos lesionados, será muy

211
deseable que los estatutos mismos den el encargo de regular los conflictos, como
árbitros, a hombres prudentes e íntegros escogidos en el seno de las dos partes”
(RN, OSC 138).

Estas mismas ideas las reitera la Santa Sede, años después, por medio de la
Sagrada Congregación del Concilio, en el conflicto entre los sindicatos católicos y el
Consorcio Patronal de Roubaix-Tourcoing a que ya aludimos:

“Las Asociaciones católicas deben no sólo evitar sino también combatir la lucha de
clases como esencialmente contraria a los principios del cristianismo y continuar,
mientras esto es prácticamente posible, la fundación simultánea y distinta de
uniones patronales y uniones obreras” (OSC 138). “[La Sagrada] Congregación vería
con placer que estableciesen, entre los sindicatos, relaciones regulares, por medio
de una comisión mixta permanente. Esta comisión tendría por objeto el tratar, en
reuniones periódicas, de los intereses comunes y conseguir que las organizaciones
profesionales, sean no organismos de lucha y antagonismo, sino tales como deben
ser, según el concepto cristiano, es decir, medios de recíproca comprensión, de
benévola discusión y de paz” (OSC 139).

Pero, nótese, como dice Pío XI en Quadragesimo Anno “La lucha de clases sin
enemistades y odios mutuos, poco a poco se transforma en una como discusión
honesta, fundada en el amor a la justicia; ciertamente, no es aquella
bienaventurada paz social que todos deseamos, pero puede y debe ser el principio
de donde se llegue a la mutua cooperación de las clases” (QA [45], OSC 92).

3.1.2.1.1.3 Confesionalidad de los sindicatos

“Los católicos deben asociarse preferentemente con los católicos, a menos que la
necesidad les obligue a obrar de modo diverso. Es este un punto importante para la
salvaguardia de la fe” (SCC, OSC 238).

3.1.2.1.3 Historia del movimiento sindical

3.1.2.1.3.1 Las primeras corporaciones

En la historia de los antiguos pueblos, especialmente del egipcio, del hebreo, del
griego y del romano, hay hechos que ponen de relieve el despertar del espíritu
gremial. En todos ellos aparecen esfuerzos mancomunados dirigidos a la defensa de
los derechos de los obreros y artesanos.
Ya en el Antiguo Testamento se alude a una corporación de orfebres y a una
corporación de perfumadores, que existieron en Jerusalén 500 años antes de J. C.
(Ne 3,8).

Entre los romanos, desde el tiempo de Pablo Servilio, existía un “colegio de


comerciantes”. En tiempo de Tiberio se nos habla del “colegio de marineros”. En
general, en Roma a los gremios se los llamaba “Collegia opificum”. Estas
asociaciones requerían para establecerse la aprobación del Emperador o del
Senado; tenían carácter mutualista y su vida fue lánguida debido al desprecio con
que los romanos miraban el trabajo manual, considerado propio de los esclavos.

3.1.2.1.3.2 Los gremios medioevales

En la Edad Media los gremios alcanzan su esplendor. Inician su desarrollo en el siglo


VIII, pero su apogeo se manifiesta en el siglo XIII. Las corporaciones llevan a una
vida intensa y reúnen en su seno a los mejores obreros y artistas. Pertenecer al
gremio en aquella época era realizar un ideal muy apreciado aun por aquellos que
desempeñaban cargos administrativos en las ciudades.

Para apreciar el cuadro de vida medioeval, es necesario recordar los destrozos de


los bárbaros en los países dominados por los romanos. Obispos, clérigos y monjes
inician su reconstrucción material y espiritual. En torno a las iglesias se forman
escuelas, luego las cofradías, las que pronto toman un carácter también económico
y constituyen los gremios o “guildes” agrupando a los que practican un mismo
oficio. Estos gremios desarrollan la enseñanza técnica, organizan la producción y
distribuyen los productos. Los gremios no fueron una creación artificial, sino que
nacieron de las necesidades de la época y fueron fruto del genio cristiano que
inspiraba a sus miembros. En los campos, los siervos trabajaban la propiedad
común además de su cerco familiar, lo que dio origen a un principio de democracia
campesina. En las ciudades, el taller corporativo era la célula de toda actividad
económica. Los talleres de un mismo oficio formaban la corporación, que tenía su
casa central y estaba puesta bajo el patrocinio de un santo. El gremio satisfacía
íntegramente las necesidades de sus asociados, tanto las materiales como las
espirituales, y hacía de los trabajadores una gran familia, en un ambiente de
auténtica democracia económica.

La constitución interna de los gremios era muy simple. Tres categorías formaban sus
elementos básicos: los aprendices, los obreros o compañeros y los maestros o

213
patrones.

Los aprendices necesitaban un período hasta de doce años para iniciarse en el


oficio y poder desempeñarse como obreros. Sus patrones tenían la obligación de
proporcionarles: pan, techo y abrigo.

Los compañeros u obreros, recibían un salario determinado por un jurado. No podían


ocuparse en oficios extraños a los de su gremio. La duración de su trabajo estaba
reglamentada según la clase de oficio y según la época del año. El descanso
dominical, y aun a veces el de la tarde del Sábado (nuestro actual Sábado inglés),
era rigurosamente guardado. La situación económica de los obreros de la época era
muy superior a la de la mayoría de los obreros actuales. En los tiempos en que
floreció el auténtico espíritu gremial, los obreros tenían la garantía de poder
ascender a maestros, una vez que conocieran cabalmente el oficio, lo que
acreditaban haciendo una “obra maestra”, “un chef d’oeuvre”; debían, además,
pagar una contribución y prestar juramento de fidelidad a los estatutos del gremio.

El maestro establecía su propio taller, que era a la vez local de ventas, y en él


trabajaba rodeado de sus obreros y aprendices bajo la inspección de los delegados
del gremio. Cada maestro, para garantía de los consumidores, debía colocar su
distintivo en los objetos que fabricaba y debía responder de su calidad. Rara vez en
la historia el respeto de los derechos estuvo mejor controlado que en aquel período
de florecimiento de los gremios.

A la cabeza de los gremios había un cuerpo de jurados u hombres prudentes, que


eran elegidos cada año. A ellos les correspondía velar por el cumplimiento de los
estatutos del gremio y representar a la corporación en las transacciones
comerciales o de orden administrativo. Constituían un tribunal sin apelación en
todos los conflictos del trabajo entre patrones, obreros y aprendices, un anticipo de
nuestras comisiones arbitrales. Los jurados eran elegidos por el cuerpo gremial, al
cual debían dar cuenta de su mandato. Los gremios tenían a su cargo la compra de
materias primas y su distribución entre los patrones. Regulaban los precios y la
producción para evitar los abusos y la cesantía de sus operarios. Buen número de
las conquistas sociales contemporáneas estaban incorporadas a la vida de los
gremios medioevales. Las corporaciones no sólo atendían a los intereses
económicos, sino que se preocupaban de la creación y desarrollo de las escuelas
primarias y profesionales, de la asistencia a los enfermos, a los huérfanos, a las
viudas, a los ancianos, a los inválidos.

El grado de perfección técnica a que llegaron los operarios dentro de este régimen
puede observarse aun ahora al contemplar las obras maravillosas de arquitectura,
pintura, bordado, tejido, orfebrería, muchas de ellas jamás igualadas a pesar de la
perfección técnica contemporánea. Los gremios medioevales estaban inspirados por
una mística que elevaba y dignificaba el trabajo de las manos, valorando la
significación espiritual del esfuerzo humano y creando entre los trabajadores una
fraternidad inspirada por el amor cristiano.

Los grandes postulados del catolicismo social, que lucha por una economía humana,
habían sido comprendidos por los gremios medioevales. En ellos, la producción
estaba subordinada al consumo, impidiéndose así la usura y la especulación, tan
comunes en la economía actual. Esto valía tanto para la producción de artículos
terminados, como también para las materias primas.

El lucro estaba subordinado a la moral y no la moral al interés como en la economía


liberal. En suma, se propendía a poner la economía al servicio del hombre y no al
hombre al servicio de los intereses económicos.

Para regular la producción y los precios, los gremios formaban Consejos Generales,
llamados “Universidades de Comerciantes”, que relacionaban a los distintos
gremios e hicieron posible una política de sana intervención, en manos de los
propios productores. Las corporaciones llegaron a constituir una fuerza organizada
dentro del propio país y también tenía sus delegados con atribuciones consulares en
las diferentes naciones. La preocupación permanente del bien común armonizaba
los intereses de las diversas comunidades profesionales y económicas.

La decadencia de los gremios fue un hecho desgraciado que tuvo su primer origen
en la tendencia del poder político de arrebatar sus privilegios a las corporaciones
para eliminar intermediarios entre el poder central y los súbditos. La política
intervino en el interior de los gremios y los soberanos condicionaron la colación del
grado de maestro al pago de derechos exorbitantes con fines bélicos; luego
designaron inspectores ajenos al gremio y terminaron por vender sus funciones.
Todas estas actuaciones fueron desvirtuando el primitivo espíritu de los gremios. Al
llegar el Renacimiento, los gremios olvidaron más y más el espíritu de fraternidad
cristiana y, en vez de considerarse servidores del bien común, buscaron de
preferencia los bienes individuales. En muchos gremios se impidió al obrero su

215
ascenso a maestro, se difirió durante mucho tiempo el examen de promoción y
hasta llegó a reservarse el título de maestro sólo a los hijos de los maestros. Poco a
poco fue perdiéndose el primitivo espíritu democrático y se formó una oligarquía
profesional cuidadosa de sus propios beneficios. Los obreros se vieron forzados a
unirse en defensa de sus derechos contra los maestros y se inició una lucha social
tan enconada como la de nuestros días.

La abolición de los gremios preparada por los abusos que hemos señalado fue
consumada por las ideas liberales del siglo XVIII. Ya en 1776, Turgot pretendió
extinguirlos pretextando que “la libertad equilibra la oferta y la demanda”. Los
gremios se defendieron: hicieron ver cómo su abolición arruinaría a los artesanos,
dañaría a los consumidores, alentaría a los judíos que abusarían del público. El
peligro fue momentáneamente eludido, pero la Revolución triunfante de 1789 debía
acabar con ellos. La Ley Chapellier, en 1791, prohibe formalmente establecer toda
corporación de la misma profesión, pues estas corporaciones dañaban a la libertad
que la revolución venía a establecer. Y, cosa curiosa, estas ideas prendieron de tal
manera en el ambiente que aun los mismos artesanos creyeron encontrar en ellas
una liberación de los abusos de los gremios. Olvidaron para su mal que “entre el
fuerte y el débil es la libertad la que oprime y la ley la que protege”, como diría
después Lacordaire.

3.1.2.1.3.3 Abolición de los gremios

En 1891, cien años después de la Ley Chapellier, León XIII decía tristemente:
“Destruidos en el pasado siglo los gremios de obreros y no habiéndoseles dado en
su lugar ninguna defensa, por haberse apartado las instituciones y las leyes
públicas de la religión de nuestros padres, poco a poco ha sucedido hallarse los
obreros solos e indefensos por la condición de los tiempos, entregados a la
inhumanidad de sus amos y a la desenfrenada codicia de sus competidores…
Júntase a esto, que la producción y el comercio de todas las cosas está casi todo en
manos de pocos, de tal suerte que unos cuantos hombres opulentos y riquísimos
han puesto sobre la multitud innumerable de proletarios un yugo que difiere poco
del de los esclavos” (RN 2, OSC 1).

El ejemplo francés fue muy pronto seguido por otros países. Los obreros indefensos,
guiados por el instinto natural de unirse para la defensa de sus derechos, esbozan
tímidos pasos para formar nuevas asociaciones que darán origen a los sindicatos.
3.1.2.1.3.4 El sindicalismo en la época moderna

En todas partes el sindicalismo pasa por una evolución en la que podemos distinguir
tres fases: 1ª) coalición del Estado y del capital para poner fuera de la ley a los
sindicatos; 2ª) el Estado toma una actividad pasiva y el capitalismo hace
concesiones al sindicalismo; 3ª) el Estado se decide a intervenir a favor de los
sindicatos, los reconoce legalmente y reglamenta su existencia.

No hay país civilizado contemporáneo, salvo los totalitarios, cuyo más perfecto
exponente es Rusia, en que el sindicalismo no constituya una formidable fuerza
organizada, tal vez la principal fuerza de cada país.

En el libro Sindicalismo (ver Alberto Hurtado, Sindicalismo, historia-teoría-práctica)


aparecen la historia y balance de fuerzas de los movimientos sindicales de los
países más importantes del mundo.

Una mirada a la fuerza de las grandes asociaciones internacionales actualmente


existentes nos permitirá apreciar los efectivos sindicales en el momento presente.
La Federación Sindical Mundial, controlada por los comunistas, declaraba en 1949
que constaba de 40 centrales nacionales que agrupan 71.580.890 miembros. En
esta enorme cifra figuran como sindicados todos los obreros rusos, que en realidad
no pueden llamarse tales, al igual que los de los países detrás de la cortina de
hierro, porque en ellos el sindicalismo es meramente nominal: es un marco para
agrupar las fuerzas obreras y recibir y realizar las consignas del Estado que es el
único patrón.

La Confederación Internacional de Sindicatos Libres promovida principalmente por


las Trade Union británicas, la C.I.O. y la A.F.L., las dos principales organizaciones
americanas, reúne unos 50.000.000 de trabajadores de 34 países.

La Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos (C.I.S.C.) agrupa


actualmente unos 4.000.000 de miembros, en su mayoría católicos, pero hay
también federaciones protestantes y aun mahometanas.

Los anarquistas han formado una Asociación Internacional con sede en Berlín.

En América Latina, dos Asociaciones Internacionales se disputan el predominio: la


C.T.A.L., adherida a la Federación Sindical Mundial Comunista, y la C.I.T., adherida a
la Confederación Internacional de Sindicatos Libres.

217
3.1.2.1.4 Misión del sindicalismo según las diferentes escuelas sociales

La misión propia del sindicalismo ha sido concebida diferentemente por las distintas
escuelas sociales. Los puntos principales de divergencia se refieren al fin de la
acción sindical y a los medios que debe emplear, a sus relaciones con los partidos
políticos, a la acción parlamentaria, al empleo de la huelga, del sabotaje y otros
medios de acción directa.

A cuatro pueden reducirse las principales concepciones antagónicas, según


preconicen un sindicalismo: a) revolucionario; b) reformista; c) oportunista; d)
realista.

3.1.2.1.4.1 Sindicalismo revolucionario

No hay una doctrina simple ni homogénea que señale los principios de esta
tendencia. El sindicalismo puede decirse que nació revolucionario, por el hecho de
que los primeros sindicatos fueron violentamente perseguidos por los poderes
públicos, lo que los obligó a constituirse en la ilegalidad y facilitó la creación de una
doctrina que justificara la violencia. Después influyeron, por una parte, la necesidad
de afirmar posiciones que significaron el rechazo de las componendas puramente
reformistas de los socialistas, y por otra, los escritos de los intelectuales
revolucionarios, como Sorel, que pretendieron hacer una filosofía de la revolución y
de la violencia.

En términos generales, podemos decir que el fin del sindicalismo revolucionario es


destruir el capitalismo, el régimen patronal, el salariado y el Estado político.

En vez de Estado político existiría el Estado económico, esto es, un gobierno de


productores. Los sindicatos serán los únicos organismos políticos y administrativos
de esta sociedad futura. En la base, los sindicatos; en su segundo escalón, las
federaciones; y, en la cumbre, la asociación nacional que reúne todas las
federaciones. ¿Cómo estará constituido este nuevo mundo? Los militantes obreros
no se han preocupado mayormente de describirlo: sólo saben que será una
sociedad libre y el trabajo también será libre.

El sindicado será libre en el sindicato; el sindicato, libre en la federación; y la


federación, libre en la asociación nacional. El trabajo cesará de ser una obligación y
pasará a ser un recreo. Cada uno trabajará donde le plazca; bastará un trabajo de
pocas horas para cubrir las necesidades primordiales. El mercado capitalista con su
régimen de precios desaparecerá y será mantenido solamente para los objetos de
lujo. Los sindicalistas revolucionarios están seguros de obtener estos resultados,
porque creen que la modificación del medio social traerá consigo, infaliblemente,
una modificación de la psicología individual. Pensar que en tal sociedad uno pudiera
no trabajar es para los revolucionarios una “blasfemia”, fruto de nuestras ideas
taradas por la miseria y por la ruda lucha por la vida. Algunos, aun entre los más
teñidos revolucionarios, no comparten tanto optimismo, y piensan que la única
libertad que podría dejarse a los sindicados es la de escoger su trabajo, pero el
trabajo sería obligatorio.

El medio para llegar a esta nueva sociedad no es otro que la acción directa
revolucionaria de los propios asalariados. Rechazan la acción política y
parlamentaria en forma absoluta, pues ella desuniría a los obreros y esterilizaría sus
esfuerzos. Llevados por este mismo temor rechazan toda reforma inmediata y sólo
aceptan la huelga general, la única que puede darles inmediatamente el fin
apetecido: “la gran tarde” de la nueva sociedad. Nada por la acción parlamentaria;
todo por la acción directa del sindicato. Acción directa quiere decir acción de los
propios obreros, acción directamente ejercida por los propios interesados. Por la
acción directa los obreros crean la lucha que los ha de liberar y en ella no confían en
otros sino sólo en las fuerzas de la clase trabajadora. La lucha debe ser cada día y
debe crecer hasta llegar a transformarse en conflagración social: “la huelga
general” que será la revolución social. El sindicato, afirma un revolucionario, “es un
grupo de lucha integral que aspira a romper la legalidad que nos ahoga para dar a
luz un nuevo derecho”.

Antes de la huelga general hay otros procedimientos que entran también dentro del
plan de “acción directa”: la huelga parcial, el boicot a todos los productos no
autorizados por el sindicato para herir al capitalismo en la “caja”, el sabotaje. Estas
medidas, en el plan revolucionario, sirven para despertar la masa y conmover la
opinión pública. La huelga, principal medio del sindicalismo revolucionario, educa,
moviliza, crea.

La solución final, piensa Marx, saldrá de un exceso de miseria. Algunos, menos


intransigentes, afirman, sin embargo, que las reformas sucesivas hacen desear
otras nuevas y preparan así la revolución. Los revolucionarios integrales no sólo no
luchan por mejoras, más aún, llegan a rechazarlas, como sucedió en Francia, donde

219
se opusieron a las leyes sobre los sindicatos, que ellos acusaban de querer romper
el brío revolucionario de la clase obrera, acomodándola a un régimen de propiedad.
La personalidad jurídica de los sindicatos y su capacidad de contraer derechos y
obligaciones aparecen a los revolucionarios como un medio insidioso que atrae al
sindicato a quienes buscan el lucro y aleja a los que lo consideran únicamente como
organismo de resistencia. La organización de una caja sindical sirve de pretexto
para que el Estado fiscalice la vida del sindicato y da a los sindicatos una
mentalidad burguesa y capitalista.

El sindicalismo revolucionario está representado hoy por el anarquismo y por el


comunismo. Al hablar de comunismo habría que hacer notar la diferencia entre
Marxismo, Leninismo y Stalinismo, que son orientaciones diferentes y progresivas
de lo que llamamos comunismo.

Bajo el término de marxismo, señalamos la filosofía social, materialista y dialéctica,


elaborada por Marx y Engels. Para ellos, el régimen capitalista ha sido una etapa
necesaria en el desarrollo económico, pero debe desaparecer, víctima de sus
propias contradicciones, para dar lugar a una nueva sociedad sin clases, preparada
por un período de dictadura del proletariado.

Comunista es el nombre que han tomado los partidos adheridos a la Tercera


Internacional.

El Leninismo señala el aporte doctrinal de Lenin en la maduración de la filosofía de


Marx y Engels y sobre todo su plan estratégico de la revolución proletaria. Lenin es
el gran estratega del Marxismo.

Stalin añade a sus antecesores las doctrinas tendientes a consolidar la revolución


en Rusia y a extenderla desde allí al proletariado universal. La consolidación del
comunismo en Rusia y el apoyo a su política es, según Stalin, el gran paso que ha
de preceder a la implantación del comunismo en el mundo.

Los marxistas, para obtener su fin de substituir a la propiedad privada de los medios
de producción la propiedad colectiva de los mismos, usan activamente del
movimiento sindical: se infiltran mañosamente en todos los sindicatos, forman sus
células, preparan tropas de choque. Emplearán el boicot, sabotaje, huelgas,
manifestaciones de violencia, hasta que logren tener fuerza bastante para
apoderarse del poder y expulsar a los burgueses.
El marxismo, una vez llegado al poder, como es el caso en Rusia, deja de considerar
el sindicalismo como un medio de reivindicación y pasa a servirse de él como un
marco que encuadra las masas trabajadoras, las disciplina y las orienta hacia una
más intensa producción. Su sindicalismo en nada difiere, entonces, del de los países
totalitarios.

El anarquismo lucha por la independencia y la libertad integral del individuo y es


enemigo jurado de la autoridad, en particular del Estado.

3.1.2.1.4.2 El movimiento revolucionario de los intelectuales

Berth, Lagardelle y, sobre todo, Jorge Sorel, han creado una doctrina del
sindicalismo revolucionario, “una metafísica del sindicalismo”.

Sorel tiene una línea ideológica curiosa: primero, sindicalista revolucionario; luego,
monárquico comprometido en el Movimiento de la Acción Francesa; y, finalmente,
comunista. Su obra más importante es “Reflexiones sobre la violencia”, conciliación
de las doctrinas de Marx y Proudhon.

Sorel reclama, antes que nada, la educación del proletariado para hacerlo ascender
a un nivel más alto.

¿Cuál es la misión del sindicalismo en esta obra de educación? La de reforzar los


valores morales de la clase obrera, la única que aún permanece sana, pues la
burguesía y los intelectuales han desertado de su misión. Los primeros capitalistas
que organizaron la industria fueron hombres de esfuerzo. Sus sucesores se han
aburguesado. De los burgueses y de los intelectuales nada de bueno puede salir;
por tanto Sorel –intelectual él mismo– pone en guardia a los obreros contra los
intelectuales. El movimiento obrero, les repite, ha de ser netamente obrero.

Este ardiente revolucionario tiene, sin embargo, un alma pesimista. Para él, la
liberación de la clase obrera “es un sueño o un error”. La victoria del proletariado es
irrealizable, pues supone un conjunto de condiciones casi imposible de reunir. Sin
embargo, la acción sindical no debe abandonar su actitud irreductiblemente
revolucionaria, porque ella mantiene a la clase obrera en su voluntad de acción,
excita y estimula las energías, tiene un valor educativo y moral en sí misma.

La huelga general, piensa Sorel, sin valor en sus aspectos externos, más aun,
violenta, brutal e inútil, es fecunda en sus efectos internos: mantiene la voluntad

221
tendida hacia el fin, suscita actos de valor y de abnegación. Más que la violencia en
sí misma, hay que mantener el sentimiento de violencia. Los actos de violencia
habrá que realizarlos de vez en cuando para recordar a los militantes el estado de
guerra y de lucha entre las clases.

Para Sorel, la huelga general es una organización de imágenes que llegue a evocar
instintivamente todos los sentimientos de la guerra contra la sociedad moderna.
Tiene el valor de un mito.

Un “mito”, según Sorel, “es la expresión de las convicciones de un grupo en


lenguaje de movimiento”; “es lo que lleva a los hombres a prepararse al combate
para destruir lo que existe”. El mito no tiene carácter lógico, cerebral, sino que es
una fuerza que arrastra la voluntad. Por tanto, es inútil ensayar una refutación. La
“utopía”, en cambio, fruto de una concepción intelectual, lleva a los espíritus a la
obtención de reformas.

La huelga general, concebida como mito, será la bandera de la clase obrera, le


evitará caer en las tentaciones de un reformismo muelle, y salvará al proletariado
de las seducciones de la burguesía decadente.

A la luz de estos principios hay que juzgar la actitud de Sorel frente al sabotaje: lo
condena porque no lo cree apto para orientar al trabajador en el camino de su
emancipación, mata su conciencia profesional. La sociedad futura sacará sus
derechos de las buenas prácticas del taller… de un taller que marche con orden, sin
pérdidas de tiempo, sin caprichos. “Hay que conducir a las gentes a amar su
trabajo, a considerar todo lo que hacen como una obra de arte que nunca será
bastante cuidada, hay que hacerlos conscientes, artistas, sabios en todo lo que
concierne a la producción”. Jaurés tiene la misma concepción de Sorel respecto al
sabotaje: repugna al valor técnico del obrero, humilla su valor profesional. Como es
de suponerlo, estas concepciones no son admitidas por los obreros revolucionarios.
Uno de sus representantes declara que “éstas son afirmaciones sentimentales
inspiradas en la moral de los explotadores”.

Sorel es antipatriota y antimilitarista, pero no porque estime mala la guerra; al


contrario, piensa que la guerra es un elemento de progreso moral. Es antipatriota y
antimilitarista porque su actitud frente a la patria y al ejército hará comprender a la
clase obrera la necesidad que tiene permanentemente de luchar contra las clases
dominantes y contra el Estado. Es una manera clara de afirmar la solidaridad
internacional de la clase obrera y la ausencia de solidaridad entre las diferentes
clases de una misma nación.

La doctrina de Sorel afirma, en síntesis, que el sindicalismo debe mantener al


proletariado en un estado de sana violencia, que no es la ferocidad ni la brutalidad,
sino que es un paroxismo de exaltación, de heroísmo, de sacrificio.

El fin de la violencia, según Sorel, no es destruir la burguesía sino regenerarla. La


violencia obligará al capitalismo a recobrar sus virtudes bélicas para defenderse y
se regenerará. La doctrina de Sorel no va dirigida a conseguir mejoras inmediatas
para el proletariado, sino “a salvar al mundo de la barbarie”, a evitar la decadencia
moral y económica. Sorel es un revolucionario que no quiere la revolución.

Si los obreros tomaran en serio la doctrina de Sorel se verían en la necesidad de


renunciar a todo mejoramiento inmediato de su situación y a sacrificarse
indefinidamente por un fin que el mismo Sorel declara irrealizable; pero nunca la
han tomado en serio. Los sindicalistas luchan por fines más tangibles y en un orden
de realidades más inmediatas.

En cambio, los totalitarios, como Mussolini, Hitler, Rosenberg, se aprovecharon del


concepto de mito de Sorel. Hitler lo canalizó hacia la raza; Rosenberg declaró: “La
misión de nuestro siglo es hacer surgir de un nuevo mito un nuevo concepto de
vida”.

3.1.2.1.4.3 Sindicalismo reformista

Para los revolucionarios, el sindicalismo es el medio para destruir la sociedad actual;


para los reformistas, es un medio para mejorarla, es una política más bien que una
doctrina. No tiene las líneas cortantes del sindicalismo revolucionario, mira más
bien a lo inmediato, sin inquietarse por las transformaciones que requieren largo
tiempo. No tiene místicas, ni dogmas; pretende ser antes que nada, realista,
inmediatista; desea permanecer en la legalidad.

La acción reformista se ve con frecuencia paralizada por la resistencia de los


patrones a dejarse aprisionar en obligaciones contractuales demasiado estrechas,
por la resistencia del Estado que confunde el orden con la inmovilidad y no se
impresiona sino cuando las reivindicaciones obreras llegan al desorden. Además, en
las numerosas industrias nacionalizadas, el Estado es a la vez juez y parte

223
interesada, pues en ellas actúa como patrón. Como vana ilusión rechazan los
reformistas la sociedad nueva en que sueñan los revolucionarios. El corazón y el
cerebro del hombre no se transforman, lo mismo que sus pasiones y vicios, en un
abrir y cerrar de ojos. Sería infantil pensar que todo esto va a cambiarse porque ha
cambiado el régimen económico de la sociedad. Se requiere, previamente, una
transformación del hombre, una labor de educación, adquirir competencias técnicas
que no pueden improvisarse.

Los medios empleados por los revolucionarios les parecen contradictorios,


equivocados y que no envuelven sino una ilusión. Contradictorios, porque si
cualquier mejora de condiciones hace menos luchadora a la clase obrera, no habría
más camino que desinteresarse de obtener cualquier alivio a su condición aun por
medio de la lucha directa; más aún, habría que agravar la miseria del obrero para
hacerlo más luchador. ¿Puede esto afirmarse honradamente ante el hecho de una
clase obrera que agoniza? Equivocado, porque la acción directa o fracasa o tiene
éxito. Si fracasa, sólo producirá represiones sangrientas y agravará la situación del
obrero. Si tiene éxito, es, sin duda, porque el movimiento obrero estaba maduro, era
lo suficientemente fuerte para imponerse sin medios brutales e ilegales. Ilusión hay
en pensar que se puede edificar como sobre una tabla rasa una sociedad
enteramente nueva y transformar súbitamente el régimen capitalista. Error funesto
es creer que todos los abusos, toda la propiedad individual, pueden ser suprimidos
por una revolución y no menos erróneo es creer que un movimiento revolucionario,
aunque triunfante momentáneamente, pueda resolver el problema social y
transformar de un golpe las condiciones económicas nacionales sin tener en cuenta
las fuerzas y las influencias internacionales; en una palabra, instaurar una sociedad
nueva dirigida por grupos federativos de sindicatos. Anarquistas y marxistas
revolucionarios son víctimas de la misma ilusión: Creer en la fuerza creadora de la
destrucción. Así piensan los principales reformistas.

3.1.2.1.4.4 Aspecto positivo del sindicalismo reformista

Los reformistas aceptan, en principio, el orden existente, el Estado político y el


actual régimen económico que debe ser mejorado. No son ni antimilitaristas ni
antipatriotas. El antimilitarismo les parece una nueva fuente de desunión de la clase
obrera entre patriotas y antipatriotas; lamentan, sí, que el ejército sea usado contra
los obreros en los conflictos sociales.
El sindicalismo reformista busca un entendimiento con los patrones para mejorar la
condición proletaria; pretende humanizar el régimen existente, de una manera
constante, positiva, dejando al porvenir el cuidado de realizar la renovación social.

Los medios violentos: boicot, sabotaje son formalmente excluidos y la huelga sólo
es admitida en última instancia, con tal que no sea general sino reducida a un
sector industrial. La huelga la consideran los reformistas como medio para obligar a
los patrones a tratar con los sindicatos y al Estado a servir de árbitro en el conflicto.

Las reformas legales son su gran aspiración, sin que esto signifique que busquen la
alianza del sindicalismo con un partido político, pero tampoco se cierra las puertas
para usar sus servicios en el parlamento. Es intervencionista, primero en lo social y
luego en lo económico.

Los reformistas aceptan, y aun solicitan, cargos de responsabilidad en los consejos


del trabajo, para influir desde ellos.

3.1.2.1.4.5 Sindicalismo oportunista

Podemos considerar un tercer grupo formado por los que podríamos llamar
“oportunistas”, pues si bien, por sus principios, se declaran revolucionarios, su
conducta los acerca a los reformistas. (Jouhaux, Secretario General de la C.G.T.
Francesa expone esta doctrina en su folleto “Le syndicalisme, ce qu´il est, ce qu´il
doit être”, Flammarion, París, 1937).

Siguen empleando el vocabulario revolucionario, su ideología, su tendencia a


improvisar, pero su acción tiene sólo finalidades inmediatas.

La práctica sindical está tiranteada por tentaciones contradictorias. En la base, los


militantes conservan la nostalgia de las fórmulas del sindicalismo revolucionario al
que piden un rejuvenecimiento de su espíritu. Todos los elementos de oposición al
régimen político o al gobierno en ejercicio adulan esta tendencia. Pero cuando los
dirigentes sindicalistas se sienten asociados a la responsabilidad del poder en
cualquier forma que sea, se deslizan insensiblemente hacia tendencias análogas a
las del sindicalismo soviético: esto ha ocurrido en la República de Weimar, en la
Francia liberada de 1945 o en Gran Bretaña laborista de Attlee y de Bevin. El
sindicalismo intenta, entonces, disciplinar las reacciones espontáneas de las masas.

El fracaso de la huelga de 1920 llevó a Jouhaux a declarar que la huelga general no

225
puede ser sino la manifestación decisiva de un proletariado apto para reconstruir el
mundo. Otro de los dirigentes cegetistas afirma “que carece de todo valor la huelga
general mientras no esté acabada la educación popular”. Como se ve, estas
actitudes concuerdan más con el pensamiento reformista que con el revolucionario
primitivo.

La acción directa, concebida al principio como una ruptura con los métodos y con
los hombres del parlamentarismo, como la multiplicación de las huelgas industriales
para preparar la huelga general, ha venido a significar, según Jouhaux, que los
obreros se resuelven a arreglar sus asuntos por sus propias fuerzas, aunque sea
mediante alianzas políticas. Ante esta nueva concepción de la acción directa cesa
toda oposición entre ella y la acción política. Por el contrario, el sindicalismo
revolucionario ha tratado de tener representación parlamentaria y sus dirigentes
han ocupado puestos de gobierno, aun como ministros de Estado. Para poder influir
desde el poder el sindicalismo revolucionario aspira, no a ser un núcleo de
fervientes, sino a contar con una masa lo más numerosa posible a fin de tener
votos.

Los técnicos de la industria, sus directores, excluidos al principio como elementos


no obreros, son ahora invitados al movimiento sindical. “Su sitio está entre
nosotros, no un sitio secundario y accesorio… sino un sitio semejante al de los otros
elementos y en proporción a la misión social que tienen que desempeñar entre
nosotros”.

De vez en cuando, los antiguos principios vuelven a aparecer y se preconiza la


huelga general y aun se intenta organizarla, como en Noviembre de 1947 a Enero
de 1948 en Francia, y, en el mismo año, en Italia y Chile, pero los reiterados
fracasos los llevan de nuevo a una actitud más oportunista que, aunque guarda
fidelidad al fin último de su acción, en el empleo de los medios está muy cerca del
reformismo.

La moral del marxismo justifica plenamente esta conducta, más aun, la reclama.
Para el marxismo, todo aquello que lleva a la liberación del proletariado, a la
abolición del capitalismo, es bueno; los medios son indiferentes: lo importante es
que conduzcan al fin buscado. No se puede decir que el marxismo no tenga moral,
tiene la del oportunismo. Moral inmoral, moral basada en un principio que no puede
ser la norma última de la moral, pero que da a sus adherentes un punto de vista
para todas sus actuaciones.

3.1.2.1.4.6 Sindicalismo realista

Hay una cuarta orientación del movimiento sindical, diferente de las tendencias
revolucionarias, reformista y oportunista, y que podríamos llamar “realista”, porque,
si bien es radical en sus exigencias de un mundo nuevo, condiciona sus exigencias
inmediatas a las posibilidades reales, sin que esto signifique una claudicación
oportunista de sus principios. No se contenta con una simple reforma social, sino
que aspira a un cambio de estructuras que creen un orden nuevo, pero concibe éste
en forma diferente del sindicalismo revolucionario, diferente en el fin mismo que se
trata de conseguir y diferente en los medios de acción.

Esta tendencia realista puede tener muchas formas. Vamos a exponer una que calza
con la ideología católica, que se inspira en los principios de lo que podemos llamar
“Orden Social Cristiano”. La Iglesia Católica no tiene un programa técnico de
doctrina sindical, pues está fuera de su línea de acción. Se contenta con defender el
movimiento sindical y con darle los principios básicos que han de inspirar su acción.
Los movimientos nacidos dentro de la inspiración católica elaborarán, por su cuenta
y bajo su responsabilidad, los programas más detallados para realizar las exigencias
del Orden Social Cristiano. La Iglesia no intervendrá en ellos si no es para
recordarles las exigencias del dogma y la moral, para señalarles una conquista que
reclama el bien común, o para coordinar sus fuerzas en vista de una acción urgente.
El programa que señalamos en el capítulo siguiente es generalmente aceptado por
los movimientos sindicales de inspiración cristiana.

El sindicalismo realista que propiciamos, si bien va mucho más lejos que el


sindicalismo reformista, por cuanto propicia un nuevo orden, un cambio de
estructuras sociales, coincide plenamente con él, en el criterio de luchar por toda
reforma que mejore la condición del asalariado, que la haga más humana.

Los técnicos tienen una importancia decisiva en el sindicalismo realista, pues son
ellos los llamados a buscar los métodos más aptos para elevar al proletariado de su
posición subordinada.

3.1.2.1.5 Los grandes principios del sindicalismo realista

3.1.2.1.5.1 Al servicio del hombre

227
La suprema aspiración de la actividad sindical es conseguir y asegurar el respeto de
la persona y su pleno desarrollo espiritual, intelectual, físico y económico; en una
palabra, el perfeccionamiento del hombre en sí mismo y en su vida familiar y social.

Es el hombre y no la clase el fin del sindicato. Error es, por tanto, subordinar el bien
del hombre al bien de una clase cualquiera que sea. Así lo hace el sindicalismo
marxista que sacrifica el hombre al engrandecimiento de la clase proletaria. El
hombre tiene dignidad y derechos sagrados que nadie, ni el capital, ni el Estado, ni
la clase trabajadora pueden sacrificar.

Es el hombre y no el Estado el fin del sindicato. El Estado ha sido creado para el


hombre y no el hombre para el Estado. El fascismo y todos los totalitarismos
subordinan el sindicato al Estado, al cual conciben como omnipotente: las personas
de los sindicados son simples engranajes para la grandeza del Estado.

El capitalismo cometió el grave crimen de poner como la primera de sus


aspiraciones la producción y el lucro, despreocupándose de la persona del
trabajador. El sindicalismo puede cometer igual error y centrar sus aspiraciones en
la clase trabajadora o en el Estado. Su meta ha de ser redimir, engrandecer,
perfeccionar al hombre para que desarrolle la plenitud de sus capacidades y
obtenga el maximum de satisfacciones.

3.1.2.1.5.2 En una auténtica democracia

Democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo. En ella no hay
clases privilegiadas. No hay otro título de superioridad que el mérito personal.

La sociedad actual reconoce al hombre igualdad de derechos políticos, pero le


niega, con frecuencia, su libertad espiritual, base de toda democracia, y más aun, lo
que constituye la democracia económica, esto es, las oportunidades para que
pueda prepararse, educarse, actuar como hombre libre y responsable. Sin un
minimum de bienestar material la práctica de las virtudes es imposible, enseñaba
Santo Tomás. La democracia política es una mera quimera cuando no hay un
minimum de bienestar material.

Para llegar a esta democracia plena, el pueblo ha de decidirse a pensar por sí


mismo. Por no hacerlo, ha visto violadas sus libertades y perdida su independencia
económica. “El sindicato debe ser fundamentalmente un grupo de hombres
decididos a tomar parte inteligente y consciente en la elaboración de mejores
condiciones de vida para la persona humana y consagrados a la creación de
mejores tiempos para mejores hombres” (Núñez, El ABC del Sindicalismo, p. 59).

El sindicato así concebido educa para la democracia.

3.1.2.1.5.3 Fiel a la justicia

Sin justicia social no puede existir democracia integral. El sindicato está llamado a
luchar por un orden de justicia social. Habrá justicia social cuando sea el bien
común y no el interés particular el que regule la distribución de los bienes. El mundo
económico no puede regularse ni por la libre concurrencia, ni por la prepotencia
económica, sino por la justicia y por la caridad social. “Por tanto, las instituciones
públicas y toda la vida social de los pueblos han de ser informadas por esa justicia,
y para que sea verdaderamente eficaz, o sea para que dé vida a todo orden jurídico
y social, la economía ha de quedar como empapada en ella” (QA 37, OSC 160).

Toda actuación sindical ha de buscar la justicia, sea que ésta favorezca al


trabajador, sea que ésta favorezca al patrón. La justicia no tiene partidos, se inclina
ante el derecho sea de quien sea.

Un orden social justo no puede ser creado cometiendo injusticias. Fiel a este
principio, el sindicato nunca se dejará llevar por pasiones ciegas. Hay que
reaccionar con igual valor ante la injusticia que oprime y ante la demagogia que
destruye.

A veces se requiere una personalidad de temple heroico para oponerse a


resoluciones que son populares pero injustas.

El orden social es un equilibrio interior en que se da a cada cual lo que corresponde.


No es “orden” la mera conservación de lo que tenemos. Lo que ahora llamamos
“orden económico” implica gravísimo desorden. No es revolucionario el que grita
contra el desorden existente; revolucionario es el que defiende el desorden, aunque
éste dure hace ya muchos años.

La balanza económica durante los últimos siglos ha estado demasiado inclinada al


lado del patrón, por el peso de su poder financiero. Es preciso devolverle el
equilibrio y para ello habrá que hacer reclamaciones y hacerlas con energía, con
tanto más energía cuanto que los derechos que se reclaman son más importantes.

229
Ellos se refieren, a veces, a las condiciones indispensables para que el hombre
pueda vivir como hombre, pueda organizar una familia según el plan de Dios.

Callar, en estos casos, no es virtud sino cobardía. La resignación ante el dolor que
uno puede y debe remediar es tremenda traición al plan de Dios, a la dignidad del
hombre, a la familia, a la sociedad, cuando el bien común ha sido conculcado. Sólo
tenemos derecho a resignarnos después que hemos gastado el último cartucho en
defensa de la verdad y de la justicia. Una vez que hemos agotado nuestras
posibilidades es insensato resolverse estérilmente. Un cristiano une su dolor al dolor
redentor de Cristo porque venga al mundo el reino de la verdad y de la justicia.

3.1.2.1.5.4 Incansable en la defensa de los derechos adquiridos

Las conquistas sociales de los trabajadores han ido codificándose en el Código del
Trabajo y en las leyes sociales complementarias. Desgraciadamente, muchas de
estas conquistas concedidas al pueblo en víspera de elecciones o en momentos
difíciles para el país pueden irse desvirtuando por medidas legales que las hagan
ineficaces o por una aplicación fraudulenta. Además, existe un gran sector
asalariado que desconoce completamente las medidas sociales que lo favorecen o
que se retrae por timidez de acudir a los organismos que pueden favorecerlo.

Al sindicato corresponde conocer perfectamente las leyes sociales y la


jurisprudencia que se ha establecido en su aplicación. Ha de estar vinculado con
servicios jurídicos que puedan acudir en su defensa y en defensa de todos sus
sindicatos; ha de divulgar las leyes sociales para que todos puedan aprovecharlas,
y, finalmente, ha de preparar todas las indicaciones que sugiera su aplicación para
remediar sus defectos y ampliar sus beneficios.

Los obreros no pueden olvidar que si ellos no urgen la aplicación y extensión de la


legislación social, ésta quedará letra muerta en lo ya establecido y no dará un paso
adelante. Sin el sindicalismo la legislación social estaría reducida a un minimum.

Por otra parte, hay que guardarse de pensar que la legislación social va a remediar
todos los males. Ella constituye apenas un marco jurídico que puede quedar sin
eficacia por múltiples factores, por ejemplo, por la inflación monetaria: los subsidios
que eran suficientes hace 10 años, son ahora irrisorios y no satisfacen en ninguna
forma las necesidades que pretendieron cubrir.
Igual cosa se diga de las ventajas obtenidas en un contrato colectivo o por un fallo
arbitral. Al cabo de poco tiempo sus resultados pueden ser nulos, por el aumento
del costo de la vida superior a las alzas obtenidas. Por eso, al discutir ventajas
económicas, más que al número de pesos de aumento hay que mirar al
mejoramiento real y no tan sólo aparente que producen.

3.1.2.1.5.6 Suprimir la causa de la lucha de clases: el mal social; no exacerbarla

La lucha de clases es un hecho: basta abrir los ojos para comprobar el conflicto
permanente entre los que tienen prepotencia económica y financiera y los que no
tienen sino un modesto salario. Reconocer este hecho es reconocer una verdad.

La lucha de clases la achacan algunos inconsideradamente a sólo el proletariado


que quiere sacudir el yugo opresor. La lucha de clases, en cuanto hecho, es
organizada y dirigida por ambos lados: por el capital y por el trabajo.

Pío XI, entre los males sociales que señala, deplora “en primer lugar ‘la lucha de
clases’, que… inficiona […] todo lo que contribuye a la prosperidad pública y
privada. Y este mal se hace cada vez más pernicioso por la codicia de bienes
materiales de una parte, y de la otra por la tenacidad en conservarlos, y en ambas
por el ansia de riquezas y de mando” (Ubi Arcano Dei 7, OSC 5).

El capital lucha por crear “enormes poderes y una prepotencia económica despótica
en manos de muy pocos. […] Estos potentados son extraordinariamente poderosos,
cuando dueños absolutos del dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto;
diríase que distribuyen la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal
modo tienen en su mano, por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie
podría respirar contra su voluntad… La libertad infinita de los competidores sólo
dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo lo mismo que decir a los
que luchan más violentamente, los que menos cuidan de su conciencia. A su vez,
esta concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de conflictos: la
lucha primero se encamina a alcanzar ese potentado económico; luego, se inicia
una fiera batalla a fin de obtener el predominio sobre el poder público y
consiguientemente de poder usar de sus fuerzas e influencias en los conflictos
económicos; finalmente, se entabla el conflicto en el campo internacional, en el que
luchan los Estados pretendiendo usar de su fuerza y poder político para favorecer
las utilidades económicas de sus súbditos respectivos, o, por el contrario, haciendo
que las fuerzas o el poder económico sean los que resuelven las controversias

231
políticas originadas entre las naciones” (QA 39, OSC 3).

No cabe, pues, dudar que cuando se habla de lucha de clases, es el capital uno de
los que fomentan dicha lucha.

El obrero, por su parte, recuerda el hecho “que unos cuantos hombres opulentos y
riquísimos han puesto sobre la multitud innumerable de proletarios un yugo que
difiere poco del de los esclavos” (RN 2, OSC 1) y no menos, que en “las tierras que
llamamos nuevas (América) […] el número de los proletarios necesitados, cuyo
gemido sube desde la tierra hasta el cielo, ha crecido inmensamente. Añádase el
ejército ingente de asalariados del campo, reducidos a las más estrechas
condiciones de vida, y desesperanzados de poder jamás obtener ‘participación
alguna en la propiedad de la tierra’ y, por tanto, sujetos para siempre a la condición
de proletarios si no se aplican remedios oportunos y eficaces” (QA 26, OSC 2).

Recuerda también que, como lo advierte Pío XII en 1944, “por un lado, riquezas
inmensas dominan la vida pública y privada, y, con frecuencia, hasta la vida civil;
por el otro, hay el número incontable de quienes están desprovistos de toda
seguridad directa o indirecta respecto a su vida” (Pío XII, 1º de Septiembre de 1944,
OSC 8). El recuerdo de estos agravios y la vista de su presente deplorable situación
crea en varios sectores asalariados un espíritu de lucha por mejorar su situación.
Estos hechos son innegables.

Ahora bien, ante esta realidad de la lucha de clases podemos adoptar dos actitudes:
[la primera,] usarla para realizar revoluciones violentas que conducen a otras
injusticias; tal es la actitud de los marxistas que explotan esa energía de
indignación para conseguir el triunfo del proletariado; es también la actitud de los
fascistas, que alarmados ante lo que llaman el peligro de la demagogia, suprimen la
libertad de los órganos de expresión popular para defender el capitalismo
amenazado. La segunda actitud consiste en luchar por suprimir la causa de tales
luchas: tal es la actitud del cristianismo social. Reconoce éste la existencia de la
lucha y quiere suprimirla, suprimiendo la causa del conflicto, que es la injusticia
social, la explotación del trabajador. Al mismo tiempo, pide al obrero el
cumplimiento consciente de sus deberes. No puede haber capital sin trabajo, ni
trabajo sin capital: ambos están llamados a entenderse y a colaborar al amparo de
la justicia.

Si los poseedores de las riquezas se niegan a acceder a las legítimas demandas del
trabajador, son los poseedores de las riquezas los que encienden la lucha social, los
verdaderos revolucionarios. En tal caso, los sindicatos tienen el deber de defender
los derechos de los sindicados; pero esto en ningún momento los autoriza a
sobrepasarse en sus exigencias ni a usar medios que lesionen los intereses justos
del capital.

La actitud del cristianismo social ante la lucha de clases es un reclamo de justicia


para los oprimidos. “La paz por la que lucha, no es la paz de los cementerios, ni la
armonía de la resignación de los débiles ante las grandes injusticias de los fuertes.
Esa justicia y esa armonía pide por igual el cumplimiento de los deberes recíprocos
y el respeto de mutuos derechos entre patrones y trabajadores. Cuando esto se
haya cumplido se habrá acabado la causa de la lucha de clases. Entonces surgirá la
colaboración de los diferentes elementos de la producción con miras a una
participación equitativa de los bienes producidos” (Núñez, o.c., p. 79).

“La lucha de clases sin enemistades y odios mutuos, poco a poco se transforma en
una discusión honesta, fundada en el amor a la justicia. Ciertamente no es aquella
bienaventurada paz social que todos deseamos, pero puede y debe ser el principio
de donde se llegue a la mutua cooperación de las clases” (QA 45, OSC 92).

“Los medios para salvar al mundo actual de la triste ruina en que el liberalismo
amoral lo ha hundido, no consisten en la lucha de clases y en el terror y mucho
menos en el abuso autocrático del poder estatal, sino en la penetración de la
justicia social y del sentimiento de amor cristiano en el orden económico y social”
(DR 32, OSC 163).

3.1.2.1.5.7 Realizar el bien común y buscar la grandeza nacional

El sindicato no es instrumento para una dictadura de clases: su finalidad es el bien


común, la justicia para todas las clases sociales, para todas las naciones de la
tierra. Ante esta finalidad, la acción del sindicato cobra nueva nobleza y adquiere un
motivo más para el sacrificio de sus dirigentes y socios: contribuir a crear un mundo
nuevo, no sólo para los obreros sino para toda la sociedad.

El sindicato se abstendrá, por tanto, de actuaciones que perjudiquen el desarrollo


normal de la vida nacional. Un alza de salarios que pueda producir la quiebra de
una empresa, será un daño de la vida nacional, a menos que pueda remediarse
dicho mal por otro medio.

233
El bienestar del trabajador es la primera preocupación del sindicato, pero no debe
buscarlo prescindiendo del cuadro nacional de que forma parte. Las miras de un
sindicalismo sano no han de detenerse en las fronteras nacionales, sino que han de
alcanzar a la reconstrucción del mundo entero. La miseria en cualquier parte del
mundo pone en peligro la estabilidad de todas las naciones. El problema social, tal
como está planteado hoy día, es un problema internacional. No bastarán, por tanto,
las soluciones nacionales para remediarlo. Deben existir asociaciones
internacionales encaminadas a obtener para todos los asalariados del mundo el
bienestar que reclama la dignidad humana. Para este fin se impone la colaboración
sindical en el plano internacional, comenzando por aquellos países más vinculados
al propio o que tienen condiciones de vida más semejantes.

Esta colaboración internacional no puede ser en ningún caso una amenaza para la
vida e independencia de cada nación. Los sindicatos no pueden ser traidores a su
patria: deben ayudar a la redención del proletariado del mundo, pero
salvaguardando la independencia nacional. Es de condenar en forma enérgica la
actitud de aquellos agentes sindicalistas que no vacilan en destruir la industria
nacional para crear un clima de perturbación que facilite la revuelta y el predominio
marxista en su nación. Antes de apoyar un movimiento internacional hay que
conocer la ideología de sus dirigentes.

Para facilitar esta unión internacional apoyará las actividades de la Organización


Internacional del Trabajo, que pretende alcanzar en los países adheridos
condiciones de vida humana para los trabajadores.

Los sindicatos han de procurar eficazmente que sus representantes sean capaces
de hacer conocer el punto de vista y la realidad de los trabajadores de su país ante
la Oficina Internacional.

3.1.2.1.6 Relaciones del Sindicato con otras sociedades

Un sindicato está llamado a tener una actitud bien definida con el Estado, con la
política, con la Iglesia, con los movimientos internacionales.

3.1.2.1.6.1 El sindicato y el Estado

El Estado y el movimiento sindical están llamados a colaborar para el bien común,


respetando cada uno la libertad del otro. El derecho de sindicación nace en último
término no de la voluntad del Estado, sino del derecho natural que tienen los
hombres de asociarse. Este derecho, pues, no puede ser desconocido por el Estado,
ni restringido en forma que lo haga ilusorio. Tiene el Estado el derecho de
reglamentarlo, para hacer más expedito su ejercicio; de vigilar sus actuaciones,
para evitar abusos que pongan en peligro el bien público; de castigar sus
actuaciones delictuosas, pero en ningún caso puede absorber los sindicatos y
hacerlos instrumentos de su política o dejar sobrevivir únicamente los que se
plieguen a sus intereses, como sucede en los regímenes totalitarios.

Los intereses legítimos del pueblo exigen que las organizaciones conserven siempre
la libertad para criticar y exigir un cambio de conducta en un gobierno que acaso
pudiera estar sometido a la influencia de las potencias económicas. Con toda
valentía deben los dirigentes sindicales vencer la tentación de entregarse en manos
del Estado a cambio de su apoyo. “Más que el favor del Estado es el corazón de la
ciudadanía y del pueblo el que ha de servir de base a las organizaciones sindicales”
(Núñez, o.c., p. 67).

3.1.2.1.6.2 El sindicato y la política

De la función estrictamente económico-social de los sindicatos se desprende una


característica esencial de los mismos: su apoliticismo. Consiste esta característica
en la completa independencia que han de guardar los sindicatos con relación a los
partidos políticos y a la gestión de la política electoral.

Desde el momento que un sindicato se ata a un partido político pierde su carácter


técnico dentro de las relaciones económicas, para constituirse en una agrupación
de trabajadores que persiguen el triunfo de un partido en el que creen encontrar
apoyo para sus intereses. Desde este momento tiene que afrontar el sindicato esta
alternativa: conseguir la adhesión voluntaria de todos sus afiliados al partido
apadrinado o defraudar los intereses de aquellos trabajadores que no quieren
plegarse al partido político.

Ante la imposibilidad de conseguir lo primero, queda abierto el camino de la traición


a las clases trabajadoras en aras de intereses partidistas. Gran número de
trabajadores preferirían quedarse sin las ventajas que ofrece el sindicato antes que
servir para cubrir los errores y componendas que suelen ser parte necesaria del
malabarismo político.

235
Los grandes revolucionarios sindicalistas comprendieron perfectamente que la
politización del sindicalismo haría perder la unidad de la clase proletaria. Aun los
reformistas que han estado más cerca del elemento político no han simpatizado
plenamente con la unión del sindicato y la política. Sólo el marxismo y el fascismo,
en una palabra los totalitarismos, cualquiera que sea su color, han querido unir
sindicalismo y política, porque para ellos el sindicalismo no es más que un
instrumento para la conquista del poder político.

Una justa armonía de las aspiraciones sindicales y de la política podría obtenerse a


base de los siguientes principios adoptados por la Asociación Sindical Chilena
(A.SI.CH.).

I. El movimiento respeta la ideología política de todos sus miembros y jamás podrá


tomar medidas de carácter político o electoral.

II. Los dirigentes superiores del movimiento no deben ser a la vez dirigentes de un
partido político, con el fin de señalar más claramente la independencia de los dos
movimientos.

III. En las campañas de redención proletaria que realice la A.SI.CH., pedirá el apoyo
de todas las fuerzas vivas del país, incluso las políticas que quieran sumarse a sus
campañas, sin que esto signifique compromiso alguno del movimiento.

3.1.2.1.6.3 El sindicato y la religión

El Pbro. D. Núñez, en El ABC del Sindicalismo, expone este punto: “Característica


esencial que se desprende de la función estrictamente económico-social de los
sindicatos es la ausencia de exclusivismos religiosos en el movimiento sindical”.

“El sindicato existe para el trabajador sin distingos de carácter religioso. Todo
trabajador, sea cual fuere su posición religiosa, tiene una serie de problemas y
necesidades que es necesario resolver y satisfacer. Es un ser humano que tiene que
vivir. De esta verdad se sigue que el sindicato debe estar abierto para todo hombre
que tenga una apelación ante el tribunal de la justicia social. No puede servir como
instrumento de propaganda religiosa ni para realizar actividades de orden
meramente religioso”.

“Esto no quiere decir que los sindicatos se vuelvan materialistas, concibiendo al


hombre como un animal que es preciso cebar. Tampoco quiere decir que el
movimiento sindical puede prescindir del factor religioso como parte integrante del
desarrollo armonioso de la persona humana. En el concepto de bienestar social
deben entrar los valores religiosos y morales que han servido de base para la
civilización cristiana. La aplicación y robustecimiento de los valores morales y
religiosos pueden y deben ser una preocupación propia del movimiento sindical. En
realidad, lo que ese movimiento hace, al promover el bienestar del trabajador, no es
otra cosa sino crear condiciones materiales que hagan posible el mantenimiento y
realización de los valores morales y religiosos dignos de la persona humana.

El movimiento sindical tiende a crear un mundo mejor donde el espíritu viva más
holgadamente” (Núñez, o.c., p. 72).

3.1.2.1.7 Tres problemas básicos: Libertad de crear varios sindicatos; libertad de los
sindicatos para federarse; libertad u obligatoriedad de la sindicación

Una vez reconocido el derecho de los trabajadores de asociarse en sindicatos se


plantean los tres siguientes problemas, íntimamente ligados entre sí.

1º) ¿Reconoce la ley las ventajas legales acordadas a los sindicatos a una sola
asociación, que podríamos llamar privilegiada o única, o bien reconoce igualdad de
derechos a los diferentes sindicatos que se formen en el interior de la misma
profesión o profesiones similares?

En otros términos, ¿los trabajadores que quieran gozar de las ventajas de la


organización sindical deben necesariamente incorporarse a una sola asociación,
cualquiera que sea su ideología dominante o el carácter de sus actividades, o bien
pueden fundar varias asociaciones con igualdad de derechos?

2º) Estas asociaciones, ¿pueden federarse dentro de la misma industria y profesión


y confederarse con los demás grupos organizados de trabajadores, tanto dentro del
país como con los demás países?

3º) Los trabajadores, ¿son libres de incorporarse al sindicato o deben


necesariamente formar parte de él? ¿La sindicación es libre u obligatoria?

La defensa de los intereses gremiales exige una respuesta coordinada de estas tres
preguntas.

3.1.2.1.7.1 Unidad o pluralidad sindical

237
Frente al primero de los tres problemas planteados estimamos, en doctrina,
preferible la fórmula de la pluralidad sindical, por las siguientes razones:

a) Porque respeta más ampliamente el derecho de asociación que reconoce al


obrero, como a todo ser humano, el derecho de formar parte de cualquier
asociación que no contradiga al bien común;

b) Porque cuadra más con los principios de una sana democracia respetuosa de las
libertades fundamentales del ser humano. Por este motivo, la Declaración de
Derechos del Hombre propuesta por las Naciones Unidas, reconoce en su artículo
23, IV: “Toda persona tiene el derecho de fundar, con otras personas, sindicatos y
de afiliarse a los sindicatos para la defensa de sus intereses”.

c) Porque nadie puede ser obligado a entrar a una asociación privada cuyos
principios o actuación le parecen inconvenientes, ni menos puede ser compelido a
participar con su acción o con sus cuotas en actividades que su conciencia rechaza.

d) Mirando el problema bajo el punto de vista de los intereses económico-sociales


de la clase trabajadora, el sindicato múltiple los resguarda más ampliamente: en
una asociación única las energías de los componentes se dirigen primaria, y a veces
únicamente, a obtener el predominio político o personal y descuidan las actividades
propiamente gremiales.

Por otra parte, la competencia de diferentes organizaciones en el campo gremial,


obliga a éstas a superar sus esfuerzos en beneficio del trabajador, lo que no sucede
cuando no existe sino un solo sindicato con la plenitud de derechos.

Los gremios ganan en fuerza cuando sus elementos son homogéneos, cuando están
unidos por una mística común y no se ven obligados a consumir buena parte de sus
energías en controversias internas de tipo ideológico.

e) El sindicato único es la fórmula adoptada por todos los países totalitarios o de


gobiernos fuertemente centralizados; tal es o fue el caso de Rusia, Italia fascista,
Alemania nacista, España. Así sucedió en Francia y Bélgica, bajo la ocupación
alemana. El sindicato, en tales casos, no es un órgano de libre expresión del obrero,
ni un instrumento de legítima defensa de sus intereses económicos sociales, sino el
marco en el cual están encuadradas las fuerzas trabajadoras para recibir las
directivas del Estado en orden a una mayor producción y a obtener una ideología
común. En estos países está prohibido el pliego de peticiones y mucho más el
empleo de la huelga.

En algunos países de América Latina, como el nuestro, la unidad sindical fue


adoptada a petición de los representantes patronales para evitar la fuerza de los
grandes sindicatos profesionales y en la esperanza de que el contacto personal del
patrón con sus trabajadores atenuara la fuerza gremial.

La mayor parte de los países democráticos han preferido la fórmula de libertad


sindical: Estados Unidos, Canadá, Suiza, Holanda, Inglaterra, Alemania antes de la
guerra, Francia y Bélgica antes y después de la ocupación alemana.

f) La experiencia de la vida sindical chilena ha demostrado demasiado claramente


que la mayor parte de las energías de nuestros sindicatos ha sido consumida en
luchas de predominio político, y que, en demasiadas ocasiones, presiones
incontroladas de los más audaces han impuesto consignas rechazadas en su fuero
íntimo por la mayoría de los trabajadores, incapaces desgraciadamente de defender
sus puntos de vista por falta de la debida preparación, o por carecer de la
experiencia política necesaria que otros poseen en alto grado. El sindicato único
está siempre expuesto a permanentes manejos e intervenciones de la derecha, de
la izquierda o del gobierno, con desmedro de los intereses gremiales, de la dignidad
del trabajador o de su libertad de conciencia. Una legislación que reconozca la
pluralidad sindical, aun en el caso de no formarse múltiples sindicatos, deja siempre
una puerta abierta a una mayor comprensión ante el temor de un cisma que pueda
dividir las fuerzas.

g) La necesidad de multiplicar las posibilidades de formación de auténticos jefes


gremiales se obtiene mejor en el sindicalismo múltiple, que ofrece oportunidades a
un número mayor de trabajadores de tener contacto más directo con los problemas
de la industria y les permite adquirir experiencia directiva. Las verdaderas reformas
de la empresa que desproletarizarán al obrero no serán posibles sino cuando se
cuente con un numeroso grupo de trabajadores capaces, por su preparación, de
participar en la gestión de la empresa.

3.1.2.1.7.2 Legislación internacional sobre el sindicalismo libre

Las Conferencias Internacionales del Trabajo de 1947 y 1948, la Oficina


Internacional del Trabajo y el Consejo Económico Social de las Naciones Unidas han

239
colaborado para dictar una interesante legislación internacional, reconociendo el
sindicalismo libre y el derecho de los sindicatos a federarse.

Esta legislación fue promovida por la Federación Sindical Mundial (F.S.M.) que
propuso el siguiente proyecto de convención:

1. El Derecho Sindical ha sido reconocido como derecho inviolable de los


trabajadores asalariados para la defensa de sus intereses profesionales y sociales.

2. Las Organizaciones Sindicales tienen derecho a administrarse, deliberar y decidir


libremente sobre cuestiones de su competencia, conforme a las leyes y a sus
estatutos, sin ingerencia en su funcionamiento de los órganos gubernamentales y
administrativos.

3. Nada debe impedir a las organizaciones sindicales federarse con fines


profesionales e interprofesionales, en forma local, regional, nacional o internacional.

4. Toda legislación restrictiva de los principios que quedan enunciados es contraria a


la cooperación económica social definida por la Carta de las Naciones Unidas.

A su vez, la Federación Americana del Trabajo propuso al Consejo Económico Social


de las Naciones Unidas el siguiente cuestionario:

1. ¿Hasta qué punto tienen los sindicatos derecho a constituir organizaciones


profesionales o sindicales, a asociarse o sindicarse con toda libertad, sin
intervención ni coerción gubernamental?

2. ¿Hasta qué punto tienen los sindicatos libertad para llevar a cabo las decisiones
tomadas por sus miembros en la esfera nacional, regional o local, sin intervención
de los poderes públicos?

3. ¿Hasta qué punto tienen libertad los trabajadores para escoger, elegir o designar
representantes en sus propios sindicatos?

4. ¿Hasta qué punto tienen libertad los sindicatos, sin tener que someterse a la
intervención gubernamental, para recaudar fondos y disponer de ellos en
conformidad con sus estatutos o según acuerdo expreso de sus miembros?

5. ¿Hasta qué punto tienen libertad los trabajadores o sus agrupaciones para
consultar con otros trabajadores u otras agrupaciones en sus propios países o en el
extranjero?

6. ¿Hasta qué punto pueden los trabajadores sindicados pertenecientes a


organizaciones locales, regionales o nacionales, afiliarse a organizaciones
internacionales, sin tener que sufrir o tener la intervención de los poderes públicos?

7. ¿Hasta qué punto pueden las organizaciones profesionales o sindicales discutir en


plena libertad con los empleadores de los obreros que ellas representan, concertar
convenios colectivos y tomar parte en su preparación?

8. ¿Hasta qué punto se reconoce y se protege el derecho de huelga de los


trabajadores y de sus organizaciones?

9. ¿Hasta qué punto los asalariados y sus sindicatos son libres de recurrir al
arbitraje voluntario para resolver un conflicto del trabajo, sin temor que los poderes
públicos influencien o dicten la solución?

10. ¿Hasta qué punto tienen derecho los trabajadores y sus organizaciones a pedir
al Gobierno que tome medidas legislativas o administrativas en su interés?

La Oficina Internacional del Trabajo, por mandato del Consejo Económico Social de
las Naciones Unidas, planteó en la Conferencia de Ginebra de 1947 el problema de
la libertad sindical, llegando a acuerdos que fueron resumidos en el siguiente voto
aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida en Nueva York en
Noviembre de 1947, por 45 votos contra 6 y 2 abstenciones:

“La Asamblea General considera que la libertad sindical es derecho inalienable así
como otras garantías sociales y esenciales para la mejora de la vida de los
trabajadores y para el bienestar económico”.

En la Conferencia Internacional del Trabajo reunida en San Francisco el año 1948


[se] completó esta declaración con los siguientes acuerdos:

Art. 2 del Convenio sobre Libertad sindical.

“Los trabajadores y los empleadores, sin ninguna distinción y sin autorización


previa, tienen el derecho a constituir organizaciones de su elección, así como el de
afiliarse a estas organizaciones con la sola condición de conformarse al estatuto de
las mismas”.

241
Alcance del convenio: 1º) los Estados que lo ratifiquen deben abstenerse de discutir
este derecho de los trabajadores, sea directa o indirectamente; 2º) no puede
hacerse ninguna discriminación en materia sindical; 3º) autoriza para constituir y
pertenecer a sindicatos que pudieran formarse por razones de orden profesional o
político.

Art. 3 del Convenio sobre libertad sindical:

“Las organizaciones de trabajadores y de empleados tienen derecho a redactar sus


estatutos y reglamentos administrativos, de elegir libremente a sus representantes,
de organizar su administración y sus actividades y de formular su programa de
acción”.

“Las autoridades públicas deben abstenerse de toda intervención que tienda a


limitar este derecho, a impedir su ejercicio legal”.

“Las organizaciones de trabajadores y de empleadores no están sujetas a disolución


o supexenciones por vía administrativa”.

“Ello no excluye, por supuesto, el procedimiento judicial”.

“Las organizaciones de trabajadores y de empleadores tienen el derecho a constituir


federaciones y confederaciones, así como a afiliarse a las mismas, y toda
organización, federación o confederación, tiene derecho a afiliarse a organizaciones
internacionales”.

“La adquisición de la personalidad jurídica por las organizaciones de trabajadores y


de empleadores, sus federaciones y confederaciones, no puede estar subordinada a
condiciones de naturaleza que limitan la aplicación de los arts. 2, 3 y 4 de este
Convenio”.

“No se está obligando a los Estados a conferir a estas organizaciones la


personalidad jurídica, sino que se les impide poner condiciones tales que burlen la
libertad sindical”.

“Considerando que el principio de igualdad ante la ley implica que, como toda
persona o colectividad organizadas, los trabajadores, los empleadores y sus
organizaciones respectivas, están, en el ejercicio de su derecho de organización
sindical, en la obligación de respetar la legalidad”.
“La legislación nacional no menoscabará ni será aplicada de manera que
menoscabe las garantías previstas en el presente convenio”.

“Todo (Estado) miembro de la Organización Internacional del Trabajo para el cual


esté en vigor el presente Convenio, se compromete a tomar todas las medidas
necesarias y apropiadas para asegurar a los trabajadores y a los empleadores el
libre ejercicio del derecho sindical”.

La Oficina Internacional del Trabajo está encargada de velar porque estos acuerdos
sean ratificados por medio de una ley por todos los Estados asociados.

3.1.2.1.7.3 Actitud de la Iglesia frente a la pluralidad sindical

La Iglesia Católica ha repetido reiteradas veces que el problema social “es antes
que nada una cuestión moral y religiosa” (Singulari Quadam); que el fin del
sindicato “es conseguir un aumento de los bienes del cuerpo, del alma y de la
fortuna. Mas es clarísimo que a la perfección de la piedad y las costumbres, hay que
atender como a fin principal, y que éste debe ser, ante todo, el que rija íntimamente
el organismo social” (RN 42). Esta misma norma ha sido repetida por la Sagrada
Congregación del Concilio en la controversia de Roubaix-Tourcoing, por León XIII en
Graves de Communi, por Pío X en Singulari Quadam y por Pío XI en Quadragesimo
Anno [9 y 10], como puede leerse en los números 230, 236 y 249 de “El Orden
Social Cristiano”. “Este es precisamente el motivo por el cual no hemos nunca
exhortado a los católicos a entrar en asociaciones destinadas al mejoramiento de
condiciones del pueblo, ni a emprender iniciativas análogas, sin advertirles
previamente que tales instituciones deberán tener a la religión como inspiradora,
compañera y sostén. En todo caso, aun en el orden de las cosas temporales, el
cristianismo no tiene derecho a descuidar los intereses sobrenaturales; más
todavía, los preceptos de la Doctrina Cristiana le imponen el deber de orientar hacia
el Supremo Bien y hacia el último fin toda su obra” [SCC, OSC 236].

A pesar de que las circunstancias han cambiado tanto desde que en 1891 León XIII
escribió Rerum Novarum, parece que el párrafo siguiente hubiera sido escrito en
1950: “Cierto es que hay ahora un número mayor que jamás hubo de asociaciones
diversísimas, especialmente de obreros. No es éste lugar de examinar de dónde
muchas de ellas nacen, qué quieren y por qué camino van. Créese, sin embargo, y
muy fundadamente, que las gobiernan, por lo común, ocultos jefes que les dan una
organización que no dice bien con el nombre de cristianos y el bienestar de los

243
Estados, y que, acaparando todas las industrias, obligan a los que no se quieren
asociar con ellos a pagar su resistencia con la miseria. Siendo esto así, preciso es
que los obreros cristianos elijan una de dos cosas: o dar su nombre a sociedades en
que se ponga a riesgo su religión o formar ellos entre sí sus propias asociaciones y
juntar sus fuerzas de modo que puedan valerosamente libertarse de aquella injusta
e intolerable opresión. Y que se deba optar absolutamente por esto último, ¿quién
habrá que lo dude si no es el que quiera poner en inminentísimo peligro el sumo
bien del hombre?” (RN 40, OSC 229).

Fiel a estos principios, Pío X, escribiendo a los Obispos del Brasil el 6 de Enero de
1911, exhorta “a constituir entre los católicos estas sociedades para salvaguardar
los intereses en el campo social”. Y la Sagrada Congregación del Concilio, en 1929,
reitera que “los católicos deben asociarse preferentemente con los católicos a
menos que la necesidad les obligue a obrar de modo diverso”.

Pío X da normas a los católicos alemanes “tolerando” su presencia en los sindicatos


no confesionales siempre que “se abstengan de todo lo que en la teoría o en la
práctica no se conforme con la doctrina y leyes de la Iglesia o con su legítima
autoridad espiritual, y que en este punto nada se observe en ellos ni de palabra, ni
por escrito, ni en sus hechos, menos digno de aprobación” (OSC 259).

Donde los católicos no pueden constituir sindicatos confesionales “por impedirlo el


Estado o determinadas prácticas de la vida económica, o esa lamentable discordia
de ánimos y voluntades tan profunda en la sociedad moderna, así como la urgente
necesidad de resistir con la unión de fuerzas y voluntades a las apretadas falanges
de los que maquinan novedades, los católicos se ven como obligados a inscribirse
en los sindicatos neutros, siempre que se propongan respetar la justicia y la
equidad y dejen a los socios católicos plena libertad para mirar su conciencia y
obedecer a los mandatos de la Iglesia”. Si los Obispos reconocen que esas
asociaciones son impuestas por las circunstancias y no presentan peligro para la
religión, pueden aprobar que los obreros católicos adhieran a ellas, siempre que
junto a estos sindicatos existan otras agrupaciones que den a sus miembros una
seria formación religiosa y moral.

De lo anteriormente dicho fluye con claridad la preferencia de la Iglesia por el


sindicalismo libre, que mejor respeta el derecho natural de la asociación y la
libertad de conciencia del ciudadano. Por eso, León XIII afirma en Rerum Novarum
que el Estado o la autoridad pública no tienen derecho para prohibir la existencia de
los sindicatos que libremente se formen: “el derecho de formar tales sociedades
privadas es natural al hombre y la sociedad civil ha sido constituida para defender,
no para aniquilar el derecho natural; y si prohibiera a los ciudadanos hacer entre sí
estas asociaciones, se contradiría a sí propia, porque lo mismo ella que las
sociedades privadas nacen de este único principio, a saber: que los hombres son
por naturaleza sociables”. Pío XI, en Quadragesimo Anno [OSC 227], al hablar de las
corporaciones, reitera una vez más [el] derecho de formar sindicatos libres: “Ahora
bien, como los habitantes de un municipio suelen formar asociaciones con fines
muy diversos, en las cuales es completamente libre inscribirse [o no inscribirse], así
también los que ejercitan la misma profesión formarán unos con otros sociedades
igualmente libres para alcanzar fines que en alguna manera están unidos con el
ejercicio de la misma profesión… El hombre tiene facultad libre no sólo para formar
asociaciones de orden y de derecho privado, sino también ‘para escoger libremente
el estatuto y las leyes que mejor conduzcan al fin que se propone’. Debe
proclamarse la misma libertad para fundar asociaciones que excedan los límites de
cada profesión” [QA 36, OSC 265]. Al criticar Pío XI el corporativismo italiano, señala
el peligro de que “en esa organización el Estado se sustituya a la libre actividad, en
lugar de limitarse a la necesaria y suficiente asistencia y ayuda” [QA 37, OSC 267].

Finalmente, el Episcopado Chileno, en carta colectiva del 12 de Enero de 1947,


sostiene que “el sindicato debe ser un organismo de defensa de legítimos derechos
de perfeccionamiento integral y de armonía social, con el carácter de libre dentro
de la profesión organizada”.

3.1.2.1.7.4 Libertad de los sindicatos para formar federaciones

Al comienzo de este capítulo señalábamos, junto al derecho de los ciudadanos de


formar varios sindicatos, la facultad que éstos tienen a su vez de formar
federaciones dentro de los límites de la profesión o industria, como también
confederaciones de carácter nacional y aun internacional. Este derecho no puede
ser negado por quienes aceptan el principio de la libertad de asociación, pues su
fundamento es el mismo.

La clase trabajadora ha visto, sin embargo, que se le niega en muchos casos el


derecho a federarse por quienes temen la fuerza de tales federaciones. La libertad
sindical que hemos defendido anteriormente sería un mito si los sindicatos no

245
pudieran federarse, en el más amplio sentido de la palabra. La multiplicidad de
sindicatos, aislados unos de otros, expondría a la clase trabajadora al juego de
maniobras divisionistas que aniquilarían su poder, dividirían íntimamente a quienes,
no por el hecho de tener concepciones ideológicas diferentes, desean estar
íntimamente unidos en la defensa de sus intereses económico-sociales. La Iglesia,
en Quadragesimo Anno, afirma claramente, como lo acabamos de ver, el derecho
de formar tales federaciones.

3.1.2.1.7.5 Libertad u obligatoriedad de la sindicación

El tercer problema que nos habíamos propuesto al principio de este capítulo es el de


la libertad u obligatoriedad de la sindicación. Es indudable que de suyo, a no mediar
circunstancias especiales, no debería el ciudadano ser obligado a sindicarse, pero
tales circunstancias de hecho existen y si no fuera obligatoria la sindicación es muy
de temer que peligraran todas las conquistas obtenidas por los gremios. La presión
patronal ha impedido en muchos casos el que los obreros puedan sindicarse y en
otros ha amenazado con represalias a los sindicatos si no se disuelven.

Resumiendo el triple problema propuesto en este capítulo, afirmamos que los


derechos de la clase trabajadora quedan más garantizados en un sindicalismo libre,
siempre que los sindicatos puedan formar federaciones y confederaciones tan
amplias como parezca necesario y que los trabajadores todos tengan, como
garantía de su derecho a sindicarse, la obligación de hacerlo en el sindicato de su
elección.

Las desconfianzas que se notan a veces en la clase trabajadora chilena frente al


sindicalismo múltiple nacen del temor de que tal multiplicidad, no acompañada del
derecho de federación y de la sindicalización obligatoria, sólo sirva para disminuir el
poder sindical y para dividir la clase trabajadora. El sindicalismo libre con las
garantías antes indicadas no ofrece tales peligros, sino que es, por el contrario,
poderoso elemento de unidad en la diversidad, que no puede menos de existir en
quienes quieren hacer uso de sus libertades fundamentales.

3.1.2.1.7.6 La unidad de la clase trabajadora

Cualquiera que sea la forma de organización sindical, el proletariado nunca puede


perder de vista la necesidad que tiene de atender a la unidad de la clase
trabajadora.
Ésta no se puede obtener presionando las conciencias y la libertad de los sindicados
para obligarlos a entrar en organizaciones que no son de su agrado, ni
imponiéndoles, a veces por fuerza y con actos de matonaje, determinadas
consignas: esa unión es una tiranía tan grave y a veces peor que la que pretenden
sacudir y lastima penosamente la dignidad del trabajador.

Para asegurar las conquistas de la clase trabajadora, hay que obtener su unidad de
acción mientras la pluralidad de organización asegura la libertad del individuo. Que
la clase trabajadora luche unida, pero que los trabajadores queden en libertad para
escoger la forma de organización que sea más de su agrado.

La C.G.T. francesa, que ha marchado muy unida en campañas nacionales con la


C.F.T.C. (Confederación Francesa de Trabajadores Cristianos), considerando la gran
semejanza de sus programas de acción inmediata, ha propuesto varias veces a los
sindicatos católicos la fusión. Ellos han respondido siempre: unidad sí, uniformidad
no. Para conseguir esa unidad han organizado comités de enlace. Puede también
pensarse en formar confederaciones que respeten la independencia interna de las
asociaciones.

3.1.2.1.8 Medios de acción sindical

La acción sindical está llamada a traducirse en un mejoramiento de las condiciones


del asalariado y aun en una reforma de las estructuras sociales. ¿De qué medios
dispondrá para llevar adelante sus propósitos? Puede emplear medios pacíficos y
medios violentos: de los primeros, el principal es la convención colectiva; de los
segundos, el más fuerte es la huelga.

3.1.2.1.8.1 Medios pacíficos

Las convenciones colectivas son el resultado del entendimiento del asalariado y del
capital organizados acerca de las principales condiciones del contrato de trabajo.

Las convenciones colectivas se originaron en las discusiones entre patrones y


obreros para terminar las huelgas. Ambos grupos se dieron cuenta de que era mejor
tratar de entenderse antes de iniciar la huelga, dejando este último recurso para el
caso en que las conversaciones fracasaran.

La industrialización, que centraliza fuertes poblaciones obreras, y el auge de la


sindicación, han multiplicado las convenciones colectivas. El valor de estas

247
convenciones depende de la fuerza de las agrupaciones profesionales contratantes
y de su disciplina.

La influencia de las convenciones colectivas en la transformación del régimen


capitalista es grande: en primer lugar, suprimen el hecho doloroso de obreros
aislados que tratan indefensos con el capital; modifican, luego, el funcionamiento
mismo de la empresa capitalista, sometida antes únicamente a la voluntad del
patrón para quedar ahora bajo el control de agrupaciones de trabajadores celosos
del cumplimiento de los pactos. Las convenciones colectivas han llevado a los
capitalistas a unir sus fuerzas para presentar frente único ante el trabajo
organizado.

Algunos han puesto una gran esperanza en las convenciones colectivas, como si
ellas solas bastasen para corregir los defectos del régimen capitalista: a la
inseguridad del obrero, a su desigualdad frente al patrón, al antagonismo de clases,
las convenciones colectivas generalizadas traerían como consecuencia: la
seguridad, la igualdad, la armonía.

Tales esperanzas no son ilusorias, pero sí exageradas. Un trabajo sin contrato, o con
un contrato renovable cada semana o cada mes, expone al obrero a ser despedido y
al patrón a carecer de operarios. El contrato colectivo, en cambio, concluido por
períodos mayores (seis meses o un año) da mayor estabilidad al empleo. Su defecto
está en su falta de elasticidad para poder modificar las condiciones de trabajo, que
en períodos de perturbación económica exigen un reajuste permanente. El salario
justo hoy puede ser insuficiente en tres meses más. En períodos de depresión, las
condiciones establecidas favorecen principalmente al obrero porque mantienen
relativamente alto un salario que tiende a descender; al contrario, en tiempos de
prosperidad, privan al trabajador del alza constante en los jornales por haber
estipulado un salario en época de menor prosperidad. Tal vez este defecto podría
evitarse mediante reajustes más frecuentes. En todo caso, parece claro que un
acuerdo convenido libremente entre las partes es más eficaz que una medida legal
general, que suele carecer del necesario realismo.

La convención colectiva atenúa la desigualdad del obrero que trata solo frente al
patrón, el cual aun aislado constituye “una coalición natural”; defiende, además, al
obrero contra su propia debilidad que lo tienta a aceptar cualquier condición con tal
de no morir de hambre.
La búsqueda de mejores medios de producción, de una mayor racionalización del
trabajo, está estimulada por las convenciones colectivas, pues, en épocas de
depresión económica o de fuerte concurrencia, no dejan al patrón el fácil
expediente de reducir el precio de venta de sus artículos bajando los salarios. Como
éstos están fijos de antemano, tendrá el capitalista que buscar otros medios de
reducir el costo sin tocar los salarios, lo que es una gran ventaja social.

Los patrones de mentalidad liberal ven con muy malos ojos las convenciones
colectivas, porque disminuyen su dominio absoluto en la empresa. Echan de menos
los antiguos tiempos en que podían disponer a su antojo de lo que era
“exclusivamente suyo”. Los obreros revolucionarios ven igualmente con malos ojos
estas convenciones, que debilitan el espíritu de lucha total contra el régimen
capitalista y llegan a hacerlo aparecer aceptable a los obreros.

Es un hecho que los violentos conflictos en épocas normales disminuyen


fuertemente mediante las convenciones colectivas. En épocas anormales, como
durante la gran depresión económica que siguió a la guerra de 1914, casi no pudo
hablarse de convenciones colectivas durables, porque la brusca variación de
condiciones hacía que cada día surgieran luchas y críticas respecto a lo pactado.
Pero en general, significan un paso hacia la armonía social; y si contienen cláusulas
que vayan preparando una renovación de las estructuras sociales, significan un
arma de progreso bien efectiva.

Otro medio pacífico que debe ensayar el sindicalismo para realizar la redención
proletaria es su intervención, consultiva al menos, en los organismos oficiales del
trabajo y económicos.

El sindicalismo revolucionario puro rechazaba tal intervención y quería mantenerse


lejos, no sólo de toda política sino de todo acercamiento al gobierno, para no
debilitar el ardor revolucionario, y para impedir la absorción del sindicalismo en los
cuadros y fórmulas establecidas. Los revolucionarios no querían acomodarse a las
fórmulas existentes sino romperlas.

Sin embargo, después, a pesar de las declaraciones, han aceptado los puestos que
se les han ofrecido en la política y en el gobierno; más aun, los han buscado y se
han aferrado a las posiciones conquistadas.

En todo organismo en que se discute la suerte de los trabajadores, en que se

249
estudian planes legislativos que les conciernen o se analizan problemas económicos
de alcance nacional, el trabajo organizado debe hacer oír su voz por delegados
elegidos por los propios obreros, en forma que representen las fuerzas vivas del
país y no por personas designadas por el Poder Ejecutivo de la República que “se
supone” representan a los obreros: esto produce situaciones tan absurdas, como
que una misma persona ha sido nombrada en una oportunidad como representante
de los obreros y en el período siguiente como representante patronal.

3.1.2.1.8.2 Medios violentos

El principal es la huelga, verdadero acto de guerra entre el capital y el trabajo.


Supone, para tener éxito, una declaración violenta, una organización compleja, una
táctica especial: con frecuencia se recurre a procedimientos extralegales, a veces a
la violencia; para cesar intervienen mediadores. El parecido entre la huelga y la
guerra es extremo.

Las huelgas revisten carácter político, o bien gremial. Su causa suele ser duración
excesiva del trabajo, escasos salarios, disciplina demasiado estricta, etc. La técnica
de las huelgas ha cambiado radicalmente. Las primeras fueron movimientos
espontáneos provocados por la situación miserable de los obreros de una
determinada industria. La falta de sindicatos hacía difícil el entendimiento entre los
huelguistas. La espontaneidad de los movimientos fácilmente acarreaba actos de
violencia contra las personas y contra los bienes. Ordinariamente estaban dirigidas
por los más exaltados predicadores del extremismo.

En las antiguas huelgas eran frecuente el sabotaje, la destrucción de las máquinas,


culpadas de ser responsables de la cesantía, los actos de violencia contra los
técnicos acusados de “amarillos”.

El sindicalismo ha cambiado mucho el carácter de las huelgas. Estas no son ahora


espontáneas, sino minuciosamente organizadas por el sindicato, el cual estudia una
táctica detallada para lanzarla, extenderla, detenerla; el sindicato subvenciona a los
huelguistas y organiza los piquetes para hacer ejecutar sus órdenes y mantener la
disciplina y defenderse de los “rompe huelgas”. Por estos motivos, las huelgas son
menos violentas. Con frecuencia parecen una protesta silenciosa, acompañada de
desfiles, declaraciones, discursos, esfuerzos por mover la opinión pública, interesar
al gobierno, hacer ver su repercusión social.
Por otra parte, se va generalizando la persuasión de que los verdaderos
responsables de la situación obrera no son tal o cual capitalista, ni el invento de tal
o cual máquina, sino el régimen capitalista mismo. Esto hace que los actos de
violencia disminuyan, pero, en cambio, contribuye a que las huelgas fácilmente
degeneren en políticas.

Las modernas huelgas son complejas. Frente a la organización obrera se ha formado


una fuerte organización patronal. En el siglo pasado no era raro que un industrial se
alegrara de una huelga que hacía difícil la situación de su competidor; hoy día, la
clase patronal se da cuenta de que en una huelga está toda ella en juego y por eso
los patrones tienden a unirse en fuertes asociaciones: de agricultores, de
industriales, de mineros, que disponen, en caso de huelgas, de reservas económicas
y en caso extremo llegan al lock-out. Este procedimiento consiste en responder a la
huelga escalonada que toma secciones de una o algunas industrias, por el cierre
total que deja automáticamente sin trabajo a todos los obreros de esa u otras
industrias. Los obreros esperaban ganar una batalla en una sección, para iniciar la
pelea en otra. El patrón se defiende cortando la posibilidad de esa guerra por el
cierre total.

De las diferentes formas que toman las huelgas, la más simple es la de una
industria aislada que paraliza sus trabajos. Las huelgas de solidaridad, tienen como
motivo no el reclamo de mejoras, sino el apoyo a los compañeros en huelga. La
huelga escalonada se caracteriza por la presentación sucesiva de sus peticiones,
primero en una sección o en una industria, para que los huelguistas puedan ser
sostenidos económicamente por los compañeros que trabajan; una vez obtenida
una victoria, prosigue la lucha en otra sección, sin que falten los recursos. La huelga
del trabajo lento, consiste, como su nombre lo indica, no en la cesación del trabajo
sino en la reducción de su ritmo para obligar al patrón a aceptar sus condiciones.
Finalmente, la forma más intensa de huelga es la que va acompañada de ocupación
de la fábrica. Se declara cuando los obreros han acudido al trabajo. Se paraliza éste;
nadie abandona su puesto; se impide la entrada de operarios no sindicados que
recomiencen el trabajo. En Italia, antes del régimen fascista, en Francia en 1936, y
aun recientemente, se han declarado varias huelgas de este tipo. Ordinariamente,
los patrones recurren al gobierno pidiendo la ayuda de la fuerza para romper la
huelga.

Los daños de una huelga son grandes: grandes en salarios perdidos, en menor

251
producción para el país, en miseria y a veces hambre para tantos hogares, pero
sobre todo en el clima de amarguras y rencores que fácilmente dejan tras de sí. La
confianza entre patrones y obreros disminuye; la disciplina del trabajo se relaja; si la
huelga se pierde, la ascensión de la clase obrera queda retardada. Los actos de
sabotaje y violencia son posibles por ambas partes. A pesar de todo, hay veces en
que no se ve otro recurso para obtener justicia.

3.1.2.1.8.3 ¿La huelga es legítima?

En sí misma, la huelga no es intrínsecamente mala. Es un medio de presión que


puede ser legítimo.

Los dirigentes sindicales han de examinar, en primer, lugar si la huelga está


prohibida por una ley justa, como sería en tiempo de guerra o por el grave daño que
acarrea al bien común o por un acto previo libremente establecido por las partes,
por ejemplo: mediante un convenio colectivo que esté en vigencia.

Si tal prohibición no existe, piensen bien los promotores los bienes ciertos o
seriamente probables que pueden obtener de la huelga. Recuerden que no es lícito
provocar un daño grave por motivos fútiles y sin valor; y comparen estos bienes que
pueden conseguir con los daños reales que la huelga va a acarrear. Así, no sería
lícita una huelga que pusiera en peligro la seguridad de la nación, o que llevara al
país al caos. Mediten luego si existe una probabilidad seria de éxito, pues sería
criminal llevar el hambre a muchos hogares, para dejarlos después en situación más
miserable. Tengan conciencia de haber puesto en juego todos los medios pacíficos
antes de llegar a la huelga. Si todas estas circunstancias se reúnen, la huelga es
legítima. En tal caso, el trabajador puede, y en algunas circunstancias debe, ir a ella
a luchar por una vida más digna para sí o para sus compañeros de trabajo.

Los medios empleados durante la huelga deben revelar de parte de los obreros
conciencia y responsabilidad. Se debe evitar toda acusación injusta o falsa, aun
toda exageración que se aparte de la estricta verdad; toda provocación al odio, a la
venganza. Se debe recomendar a los huelguistas el respeto a la autoridad y a sus
oficiales. Si éstos no son correctos, señálense los defectos a sus superiores, pero no
se proceda por la violencia.

Los sindicatos deben tener sumo cuidado al elegir el comité de huelga: que lo
formen hombres prudentes, de experiencia, fuertes de voluntad, de prestigio real
ante los obreros, invendibles. Que sean capaces de considerar la situación de la
industria y que en sus peticiones no se dejen llevar de la demagogia, del deseo del
aplauso sino del bien común; que en sus discursos se expresen sin odios, con
dignidad, de manera que quede más en claro la justicia de su causa y conquisten el
apoyo de la opinión pública.

Lo que se ha dicho de la huelga vale también para el lock-out. Que los patrones
mediten estos principios antes de declarar tan grave mal como es el cierre de la
industria.

De real interés son las declaraciones del Episcopado francés con motivo de las
grandes huelgas de 1947 y las particulares del Cardenal Suhard sobre la misma
materia. Son la mejor ilustración acerca del derecho de huelga. Cuando el país
estaba en extrema agitación, fueron leídas en el parlamento de Francia y
escuchadas con el mayor respeto por todos los parlamentarios (París, 24 de
Noviembre de 1947).

“En presencia de los acontecimientos graves y amenazadores para la vida de la


Nación, que se desarrollan en la hora actual, el Arzobispo de París estima un deber
suyo hacer oír su voz.

Desde hace algunos días, las huelgas siguen multiplicándose, especialmente en la


región parisiense. Su amplitud pone en juego la vida misma de la Nación: para cada
hogar la existencia llega a ser aún más difícil y la masa obrera se pregunta cómo va
a comer el día de mañana.

La huelga es un derecho real reconocido por nuestra Constitución. Cien años de


historia nos han enseñado que ella ha sido la única arma eficaz de los trabajadores
para hacer triunfar sus justas reivindicaciones. En una hora en que tantos salarios
son claramente insuficientes para hacer vivir una familia, no hay por qué extrañarse
de que las categorías más diversas del mundo del trabajo recurren a la huelga. En
particular, el Arzobispado de París quiere y debe decir abiertamente que estima
legítimas las reivindicaciones de los que reclaman el salario mínimo vital, debajo del
cual no es posible a un hombre alimentar a su mujer y a sus hijos. Sin embargo, no
es permitido, debemos recordarlo, utilizar el derecho de huelga con injusticia o
inconsideración, porque la huelga es un arma peligrosa. Por eso, no debe emplearse
más que en última instancia, y es conveniente dejar a los trabajadores mismos el
cuidado de apreciar su necesidad con plena libertad.

253
Nos preguntamos con inquietud si en los presentes conflictos siempre se verifica
esto.

De todo corazón deseamos que cesen rápidamente estas huelgas, que constituyen
nuevos impactos contra nuestra economía nacional y terribles obstáculos al camino
del restablecimiento. Pero deseamos con la misma fuerza, que sean oídas las justas
reivindicaciones de los trabajadores, y pedimos ardientemente, a los responsables,
que no se descuide ningún esfuerzo para darles satisfacción.

El Arzobispo de París hace un llamado al buen sentido y al espíritu de solidaridad de


todos, sean creyentes o no; a los católicos, les recuerda que deben ser los primeros
en comprender la urgencia de los problemas sociales y en intentarlo todo para
resolverlos. Ellos sabrán para esto, aceptar, con corazón generoso, los sacrificios
exigidos por la justicia social y el interés general. Que mediten la consigna de San
Pablo: ‘Ayudaos los unos a los otros a llevar vuestra carga, y así habréis cumplido la
Ley de Cristo’ [Ga 6,2] (Manuel, Cardenal Suhard, Arzobispo de París)”.

Posteriormente a esta declaración, la Asamblea de los Cardenales y Arzobispos de


Francia declaraba:

“En los momentos de las huelgas de Noviembre pasado, los Obispos de Francia
fueron unánimes en expresar sus simpatías a los trabajadores desorientados y
heridos por las pasiones desencadenadas en esa ocasión. Sabiendo cuál es el
sufrimiento diario de las clases trabajadoras en una economía dirigida, han
afirmado que es un derecho para toda familia el encontrar en la remuneración de su
trabajo con qué asegurar decentemente su alimentación y su vida” (4 de Marzo de
1948).

3.1.2.1.8.4 La conciliación y arbitraje

Son medios excelentes para resolver los conflictos, siempre que los árbitros
merezcan y tengan la confianza de las dos partes.

Las tentativas de conciliación comenzarán antes que se haya declarado la huelga y


se reiniciarán desde que se vea la esperanza de éxito. El arbitraje no tiene otra
sanción que la de la opinión pública que desaprueba a quien no se somete a él. Es
muy difícil sancionar en forma efectiva a quien lo viola. Se puede estipular un
arbitraje obligatorio cuyo incumplimiento acarrearía una denuncia ante el público,
pero no se ve cómo pueda llegarse más allá.

3.1.2.2 Las Corporaciones

La profesión es una sociedad natural formada por todas las personas que ejercen
una serie coherente de actividades dirigidas a satisfacer necesidades estables de la
comunidad. En una misma profesión figuran los patrones, los técnicos, los
empleados, los obreros.

Hoy día basta mirar el campo profesional para darse cuenta que está totalmente
desorganizado, carece de una autoridad competente, de un marco legislativo para
orientar las actividades al bien común. Pío XI, en Quadragesimo Anno, hizo de la
corporación uno de los pilares fundamentales del nuevo orden social.

Los sindicatos podrían ser los primeros elementos de que pudiera echarse mano
para la organización corporativa. En efecto, son organizaciones de intereses
comunes, aunque parciales, y ofrecen la ventaja de encuadrar los diferentes
elementos que formarían parte de la corporación. En ella, los sindicatos paralelos
podrían coordinarse bajo una autoridad superior para procurar el bien común de la
profesión.

3.1.2.2.1 Caracteres de las Corporaciones

La Corporación es una sociedad profesional unitaria, esto es, integrada por todos
cuantos participan en una misma profesión o actividad, sea cual fuere la clase social
a que pertenecen. Es autoritaria, en cuanto es obligatoria y exclusiva para todos los
de la profesión.

Es de derecho público respecto al Estado y autónoma en todo cuanto se refiere a la


profesión.

Su fin es el bien común de la profesión y, por tanto, está llamada a coordinar los
intereses de clase dentro de la profesión; a disciplinar las relaciones económicas en
la misma y a tutelar los derechos de la profesión en la sociedad.

En cuanto a su autoridad, ésta estaría constituida por representantes de los


diferentes grupos que de ella forman parte42. La autoridad dentro de la profesión
está representada por un consejo paritario que representa los intereses de las
respectivas clases sociales y que refleja las distintas tendencias de los varios

255
sindicatos de cada sector. Este Consejo es presidido por una persona neutral
respecto a los intereses de las partes. El consejo de la corporación dictará los
reglamentos, impondrá las sanciones, administrará el patrimonio corporativo e
impondrá contribuciones obligatorias a los miembros de la profesión, arbitrará en
los conflictos del trabajo, y representará los intereses de la profesión frente a las
otras profesiones y frente al Estado.

Habrá tantas corporaciones cuantas son las ramas de la actividad económica


existentes en determinado país.

El pluralismo ideológico reflejado en los sindicatos paralelos tendrá su


representación en la corporación, proporcional al número de miembros que cada
uno de estos sindicatos agrupa. Ésta es la consecuencia de la fórmula católica: el
sindicato libre es la profesión organizada.

3.1.2.2.2 Misión de la Corporación

La Corporación está llamada a ejercer: una función social de armonía de los


distintos intereses de clase que trabajan en la profesión. Además del contacto entre
patrones y obreros que suaviza las muchas dificultades, la Corporación prestará los
servicios sociales que sean necesarios, la reglamentación de las condiciones de
trabajo, la solución de los conflictos y la prestación de los servicios sociales
inherentes a la profesión, tales como los de Seguridad y Asistencia Social,
Enseñanza Profesional, etc.

Una función económica, que consiste en la ordenación de la producción y los


cambios y regulación de los precios. La libre competencia y la hegemonía capitalista
quedarían así sometidas a una norma superior basada en la justicia y la caridad. El
Estado se descargaría así de funciones en las cuales interviene peligrosamente. La
función política de las corporaciones consistiría en representar los derechos de la
profesión en la sociedad y concurra [sic] al gobierno del Estado.

La triple misión de la Corporación que acabamos de reseñar ha de ser reconocida


legalmente por el Estado, que defenderá sus derechos y coordinará sus actividades.

La Corporación no podrá realizar su misión si no está empapada de un profundo


sentido moral, que pone la dignidad de la persona humana en primer lugar y pone a
su servicio la justicia y la caridad sociales. La corporación no puede contentarse con
realizaciones inmediatas de orden temporal, mientras no haya transformado el
sentido de la profesión y restablecido en ella la solidaridad social.

En la época moderna ha habido ensayos corporativos en Italia y Portugal, bajo


regímenes de fuerte centralización administrativa. En Italia, la corporación no era
una entidad autónoma sino directamente sometida al Estado, como también el
sindicato que le servía de fundamento. Refiriéndose a la Corporación Italiana dijo
Pío XI: “vemos que hay quien teme que […] el Estado se sustituya a la libre
actividad, en lugar de limitarse a la necesaria y suficiente asistencia y ayuda; que la
nueva organización sindical y corporativa tenga carácter excesivamente burocrático
y político y que, no obstante las ventajas generales señaladas, pueda servir a
intentos políticos particulares, más bien que a la facilitación y comienzo de un
estado social mejor” (QA 37, OSC 267).

El Corporativismo Portugués se basa en las asociaciones sindicales patronales y


obreras y tiene mayor libertad que el régimen italiano fenecido.

En algunos otros países hay ensayos corporativos en elaboración y algunos


desaparecidos, como los inventados en Austria y Polonia.

3.2. La Propiedad privada

3.2.1 Noción de la propiedad privada

Las doctrinas sociales llegan al punto máximo de su antagonismo cuando tratan el


problema de la propiedad privada. Comencemos por sentar una definición del
derecho de propiedad en consonancia con la tesis cristiana que luego vamos a
desarrollar: es el derecho de usar, usufructuar y consumir conforme a razón algún
bien económico. Llamamos bienes económicos o riquezas las cosas materiales
útiles limitadas; para distinguirlas de los bienes no económicos o ilimitados como el
aire, el espacio.

El Derecho Romano hablaba de ius utendi et abutendi. Ordinariamente se ha


entendido mal la palabra abutendi, como sinónima de abuso, y en realidad es el
sentido que de hecho han querido darle los partidarios de una propiedad ilimitada.
Con todo, la palabra abutendi significa consumo total, que es lo que ocurre con los
bienes de consumo, por ejemplo, los comestibles.

3.2.2 Diversas formas de propiedad

257
El estudio de las instituciones sociales y legislaciones hace aparecer la multiplicidad
y complejidad de formas de la propiedad. Como lo afirma Pío XI: “La historia
demuestra que el dominio no es una cosa del todo inmutable, como tampoco lo son
otros elementos sociales… Distintas han sido las formas de [la propiedad privada
desde la primitiva forma de] los pueblos salvajes, de las que aun hoy quedan
muestras en algunas regiones, hasta las que revistió en la época patriarcal, y más
tarde en las diversas formas tiránicas (usamos esta palabra en su sentido clásico), y
así sucesivamente en las formas feudales, monárquicas y en todas las demás que
se han sucedido hasta los tiempos modernos” (QA 18, OSC 197). El Derecho
quiritario de los Romanos, o el establecido por el Código de Napoleón, asignaba a la
propiedad un carácter muy individual. La propiedad feudal se caracterizaba por la
coexistencia y limitación recíproca de los derechos de los señores y de los vasallos.
La noción de propiedad está disminuida en las sociedades anónimas, en las que se
esfuma la gestión y la responsabilidad frente a lo poseído y sólo se acentúa la
disponibilidad del bien, y el consumo de los frutos. La propiedad privada coexiste
con la propiedad pública, como ocurría en tiempo de los incas o en el colectivismo
egipcio, o bien en las nacionalizaciones modernas.

En nuestra actual civilización coexisten diferentes formas de propiedad: la


propiedad agrícola, que en algunas partes es bien familiar, en otras bien individual;
la empresa artesanal y la empresa capitalista; el monopolio de Estado, la propiedad
del Estado; la propiedad nacionalizada, de la que se ha llegado a decir
paradójicamente que es una empresa sin dueño; la propiedad de una servidumbre,
la propiedad literaria o artística, etc.

De aquí se deduce la permanencia en todas las épocas de varias grandes formas de


propiedad: 0

Propiedad privada y personal;

Propiedad privada y familiar, que permanece indivisa entre los miembros de una
misma familia;

Propiedad privada y colectiva o comunitaria, como la de una comunidad religiosa o


de una comunidad de trabajo;

Propiedad pública, que puede ser, según los casos, municipal, nacional o del Estado.
A estos diferentes regímenes hay que agregar lo que los teólogos juristas del siglo
XVI llamaban la “propiedad política” del Estado, es decir, el derecho de control
ejercido por los poderes públicos sobre la gestión y el uso de las propiedades
privadas, en vista del bien común.

Las combinaciones de estos diferentes tipos de propiedad dan a cada régimen su


carácter original, según sean las modalidades que predominen. Éstas están en
estrecha relación con la evolución de las técnicas de producción y de circulación,
con los regímenes del trabajo y con el concepto de la vida que prevalece en un
grupo en un momento dado.

“De lo expuesto se desprende el carácter relativo y analógico del concepto de


propiedad según las circunstancias históricas y geográficas. Este concepto no es
unívoco, ni equívoco, sino análogo. Contiene elementos permanentes y esenciales,
principalmente el poder de gestión y de disposición, pero reviste matices diferentes
según el contexto social en que se encuentra. El concepto abstracto y general de
propiedad es aplicado a realidades tan diferentes que puede provocar
malentendidos, que no han faltado. Hay que considerar, pues, este concepto como
un instrumento necesario, pero cuyo uso para no ser peligroso requiere
precauciones y, sobre todo, precisiones” (Notes doctrinales à l’usage des prêtes du
Ministère, redactadas por el Comité Sacerdotal del Arzobispado de Lyon, 1951 nº
23, p. 190).

3.2.3 Doctrinas sobre la propiedad

Al hablar de las doctrinas sociales se ha indicado el punto de vista de las diferentes


escuelas sobre el problema social, que incide en buena parte en el concepto de la
propiedad. Aquí resumiremos brevemente esas ideas.

La doctrina individualista ve en la propiedad un derecho de alcance exclusiva o muy


predominantemente individual. El propietario puede usar de los bienes a su antojo y
en su exclusivo beneficio. No hay que tener en cuenta normas morales en cuanto al
uso de los bienes. La intervención del Estado ha de reducirse al minimum y casi se
concreta a las leyes generales de policía. La propiedad colectiva y la del Estado sólo
son admitidas en los casos mínimos de estricta necesidad. Esta doctrina, muy en
boga desde la Revolución Francesa, ha sido el alma del capitalismo moderno; es en
buena parte responsable de la excesiva concentración de riquezas, del pauperismo
y de la lucha de clases.

259
La doctrina colectivista va al extremo opuesto de la anterior, pues no ve en la
propiedad sino su función social y no la individual. Los bienes deben estar atribuidos
a la comunidad: sólo así se evitará la injusticia, la desigualdad, la existencia de
clases sociales que deben ser abolidas.

Dejando a un lado los sistemas puramente teóricos, utópicos, como los de Platón,
Moro, Campanella, Saint Simón, en la época contemporánea ha tomado el
colectivismo numerosas expresiones: los anarquistas, como Bakunin y Krotpokin,
quieren que todos los medios de producción sean de propiedad colectiva, no del
Estado que debe desaparecer, sino de las asociaciones locales municipales o libres;
los comunistas marxistas, con diferentes matices en las doctrinas de Marx y Engels,
en las de Lenin, Trotzki, y Stalin, quieren que los medios de producción sean
propiedad colectiva del Estado, único organizador de la producción y distribuidor de
los bienes producidos. Los bienes de consumo quedan entregados a la propiedad
privada. El socialismo, en muchas de sus formas, aspira no a la colectivización
general sino a la nacionalización de las empresas más poderosas y a la gestión
pública de las principales actividades sociales. El socialismo agrario, defendido por
Henry George, quiere que la tierra pase a ser propiedad colectiva, mediante
expropiación, o sea confiscada por fuertes impuestos.

3.2.4 La doctrina católica sobre la propiedad

La doctrina católica sobre la propiedad tiene una gran riqueza de matices y concilia
las exigencias de la función individual y social, sin que pueda decirse que sea una
doctrina conciliatoria entre los extremos. Tiene caracteres muy propios y se funda
en la naturaleza misma de los bienes económicos y de la persona humana, de la
sociedad, en la noción de bien personal y de bien común. Analizaremos su
fundamento teórico, sus títulos inmediatos, sus características y limitaciones.

3.2.4.1 Fundamento del derecho de propiedad

El derecho positivo funda su autoridad en el derecho natural. Hay que ir más allá de
la historia y de la sociología para encontrar los principios del derecho natural y de la
moral. Una vez hallados estos principios cobran toda su claridad a la luz del
Evangelio.

Los Padres de la Iglesia, al recordar el derecho natural de propiedad y la prohibición


del robo, han insistido en el hecho que, en sentido estricto de la palabra, no hay
sino un solo propietario: Dios creador y gobernador del mundo, que ha confiado la
tierra no a tal o cual persona, sino a los hombres todos. En esta perspectiva, el
propietario no aparece como un amo absoluto que puede realizar su capricho en sus
bienes, sino como un intendente, un ecónomo de Dios, encargado de administrar
para bien de todos lo que Dios le ha confiado. Por esto los Padres de la Iglesia han
insistido con vehemencia en los deberes de la propiedad privada y han denunciado
con fuerza el empleo egoísta de los bienes de la tierra. Pío XI hace suya esta
doctrina cuando dice: “Los ricos no deben poner su felicidad en los bienes de la
tierra, ni enderezar sus mejores esfuerzos a conseguirlos, sino que, considerándose
sólo como administradores que saben que tienen que dar cuenta al supremo Dueño,
se sirvan de ellos como de preciosos medios que Dios les otorga para hacer el bien”
(DR 44).

Los escolásticos que han comentado el pensamiento de los Padres y lo han


integrado en sus síntesis filosóficas se dividen en dos tendencias. Para la escuela
franciscana, la propiedad deriva del pecado original: una vez herida la naturaleza
humana de dureza y egoísmo ha sido necesario admitir el derecho de propiedad
para obtener una buena administración de los bienes, pero esto ha ocurrido
“propter duritiam cordis”, por el endurecimiento del corazón humano. La doctrina
de Santo Tomás es más social y más humanista; se funda en la distinción entre la
administración de los bienes y su uso: administración privada, uso común (cfr. S.
Th., II-II, q. 66)42.

“La administración privada de los bienes es la mejor condición del bien común,
porque la coincidencia entre el derecho, el deber y el interés, asegura una buena
administración de las riquezas, y, al estabilizar la sociedad, asegura también la paz
social. El uso de la riqueza restablece la necesaria comunidad al hacer que de
nuevo entren los bienes en el circuito universal por los cambios comerciales, por la
liberalidad, virtud de gran señor, y por la limosna. La limosna es una obligación de
caridad: es un deber imperioso de todo propietario volcar sus riquezas en el seno de
los pobres una vez que se encuentran satisfechas sus necesidades legítimas, tanto
las vitales como las que le corresponden en la determinada situación en que se
encuentra: necessarium vitae, et necessarium personae.

Para los que siguen a Santo Tomás, la propiedad se vincula no al derecho natural
propiamente dicho, sino al ius gentium, derecho natural derivado, esto es, a los
grandes principios del derecho natural completados, precisados y aplicados por el

261
razonamiento, por la experiencia social y por el derecho positivo. Esto quiere decir
que si es respetable, como todos los derechos, no tiene nada de particularmente
sagrado y que en caso de concurso debe inclinarse ante derechos anteriores y
superiores, comenzando por el derecho a la vida, sobre el cual se funda, porque la
propiedad no es, después de todo, sino un medio para garantizar las personas y los
grupos. Esto es lo que aparece claramente en el caso de extrema necesidad,
previsto por toda la tradición teológica; aquí el derecho de propiedad se borra ante
el derecho a la vida” (Comité Sacerdotal de Lyon, ib.).

La argumentación tomista tomó su punto de partida de una sociedad agrícola y


artesanal, en que no existían ni el maquinismo ni la concentración de capitales, por
eso se aplica con bastante dificultad a ciertas realidades contemporáneas, por
ejemplo a la gran industria, que plantean cuestiones nuevas.

Los últimos Papas, en sus encíclicas y mensajes, han agregado importantes


complementos al pensamiento tradicional. León XIII, en la encíclica Rerum
Novarum, funda el derecho de propiedad sobre la consideración de la persona
humana. La propiedad privada es legítima porque emana de la persona, la cual por
su trabajo pone su huella sobre la riqueza. Luego, agrega, la propiedad privada es
también legítima porque existe para la persona. De una parte deriva del carácter
inteligente y libre de la persona que debe prevenir a sus necesidades, lo que
obtiene por el trabajo y el ahorro que desembocan en la propiedad. Además,
garantiza la libertad de la persona, rodeándola de una zona de seguridad que la
protege contra los abusos de otras personas, de los grupos o del Estado. La
propiedad privada garantiza, además, la libertad y seguridad de la familia,
satisfaciendo así los deseos más íntimos del padre.

He aquí algunos textos de los Romanos Pontífices en que proponen estos


argumentos:

“A la verdad, todos fácilmente entienden que la causa principal de emplear su


trabajo los que se ocupan en algún arte lucrativo y el fin a que próximamente mira
el operario, son éstos: procurarse alguna cosa, y poseerla como propia suya, con
derecho propio y personal. Porque si el obrero presta a otros sus fuerzas y su
industria, las presta con el fin de alcanzar lo necesario para vivir y sustentarse, y
por esto, con el trabajo que de su parte pone, adquiere un derecho verdadero y
perfecto, no sólo para exigir su salario, sino para hacer de éste el uso que quisiere.
Luego, si gastando poco de este salario ahorra algo, y para tener más seguro este
ahorro, fruto de su economía, lo emplea en una finca, síguese que la tal finca no es
más que aquel salario bajo otra forma; y, por lo tanto, la finca, que el obrero así
compró, debe ser tan suya propia como lo era el salario, que, con su trabajo, ganó.
Ahora bien: en esto precisamente consiste, como fácilmente se deja entender, el
dominio de los bienes muebles e inmuebles.

Luego, al empeñarse los socialistas en que los bienes de los particulares pasen a la
comunidad, empeoran la condición de los obreros, porque, quitándoles la libertad
de disponer libremente de su salario, les quitan hasta la esperanza de poder
aumentar sus bienes propios, y sacar de ellos otras utilidades.

Pero, y esto es aún más grave, el remedio que proponen pugna abiertamente con la
justicia; porque poseer algo propio y con exclusión de los demás, es un derecho que
dio la naturaleza a todo hombre. Y a la verdad, aun en esto hay grandísima
diferencia entre el hombre y los demás animales. Porque éstos no son dueños de
sus actos, sino que se gobiernan por un doble instinto natural que mantiene en ellos
despierta la facultad de obrar, y a su tiempo les desenvuelve las fuerzas y
determina cada uno de sus movimientos. Muéveles uno de estos instintos a
defender su vida, y el otro, a conservar su especie. Y, entre ambas cosas,
fácilmente las alcanzan con sólo usar de lo que tienen presente; ni pueden, en
manera alguna, mirar más adelante, porque los mueve sólo el sentido y las cosas
singulares que con los sentidos perciben. Pero muy distinta es la naturaleza del
hombre. Existe en él toda entera y perfecta la naturaleza animal, y por eso, no
menos que a los otros animales, se ha concedido al hombre, por razón de ésta su
naturaleza animal, la facultad de gozar del bien que hay en las cosas corpóreas.
Pero esta naturaleza animal, aunque sea en el hombre perfecta, dista tanto de ser
ella sola toda la naturaleza humana, que es muy inferior a ésta y destinada a
sujetarse a ella y obedecerla. Lo que en nosotros domina y sobresale, lo que nos
diferencia específicamente de las bestias, es el entendimiento o la razón. Y por
esto, por ser el hombre el solo animal dotado de razón, hay que concederle,
necesariamente, la facultad no sólo de usar las cosas como los demás animales,
sino también de poseerlas con el derecho estable y perpetuo, tanto aquellas que
con el uso se consumen, como las que no.

Lo cual se ve aún más claro si se estudia en sí y más íntimamente la naturaleza del


hombre. Este, porque con la inteligencia abarca cosas innumerables y a las

263
presentes junta y enlaza las futuras, y porque además es dueño de sus acciones,
por esto, sujeto a la ley eterna y a la potestad de Dios, que todo lo gobierna con
providencia [infinita, él a sí mismo se gobierna con la providencia] de que es capaz
su razón, y por esto también tiene libertad de elegir aquellas cosas que juzgue más
a propósito para su propio bien, no sólo en el tiempo presente, sino también en el
futuro. De donde se sigue que debe el hombre tener dominio, no sólo de los frutos
de la tierra, sino, además, de la tierra misma, porque de la tierra ve que se
producen, para ponerse a su servicio, las cosas de que él ha de necesitar en lo
porvenir. Las necesidades de todo hombre están sujetas a perpetuas vueltas, y así,
satisfechas hoy, vuelven mañana a ejercer su imperio. Debe, pues, la naturaleza
haber dado al hombre algo estable y que perpetuamente dure, para que, de ello,
perpetuamente pueda esperar el alivio de sus necesidades. Y esta perpetuidad
nadie sino la tierra, con su inextinguible fecundidad, puede darla.

Ni hay para qué se entrometa en esto el cuidado y providencia del Estado, porque
más antiguo que el Estado es el hombre, y por esto, antes que se formase Estado
ninguno, debió recibir el hombre de la naturaleza el derecho de cuidar de su vida y
de su cuerpo. Mas, el haber dado Dios la tierra a todo el linaje humano, para que
use de ella y la disfrute, no se opone, en manera alguna, a la existencia de
propiedades privadas.

Porque decir que Dios ha dado la tierra en común a todo el linaje humano, no es
decir que todos los hombres, indistintamente, sean señores de toda ella, sino que
no señaló Dios a ninguno en particular la parte que había de poseer, dejando a la
industria del hombre y a las leyes de los pueblos la determinación de lo que cada
una en particular había de poseer.

Por lo demás, aún después de [repartida] entre personas particulares, no cesa la


tierra de servir a la utilidad común, pues no hay mortal ninguno que no se sustente
de lo que produce la tierra. Los que carecen de capital lo suplen con su trabajo, de
suerte que con verdad se puede afirmar que todo el arte de adquirir lo necesario
para la vida y mantenimiento se funda en el trabajo, que o se emplea en una finca,
o en una industria lucrativa, cuyo salario, en último término, de los frutos de la
tierra se saca o con ellos se permuta.

Dedúcese de aquí también que la propiedad privada es claramente conforme a la


naturaleza. Porque las cosas que para conservar la vida, y más aún, las que para
perfeccionarla son necesarias, prodúcelas la tierra, es verdad, con grande
abundancia, mas sin el cultivo y cuidado de los hombres no las podría producir.

Ahora bien: cuando en preparar estos bienes naturales gasta el hombre la industria
de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por el mismo hecho se aplica a sí
aquella parte de la naturaleza material que cultivó, y en la que dejó impresa una
como huella o figura de su propia persona; de modo que no puede menos de ser
conforme a la razón, que aquella parte la posea el hombre como suya, y a nadie, en
manera ninguna, le sea lícito violar su derecho.

Tan clara es la fuerza de estos argumentos, que causa admiración ver que algunos
que piensan de otro modo, resucitando envejecidas opiniones, las cuales conceden,
es verdad, al hombre, aun como particular, el uso de la tierra y de los frutos varios
que ella, con el cultivo, produce; pero, abiertamente le niegan el derecho de poseer
como señor y dueño el solar sobre el que levantó un edificio, o la hacienda que
cultivó. Y no ven que, al negar este derecho al hombre, le quitan cosas adquiridas
con su trabajo. Pues, un campo, cuando lo cultiva la mano y lo trabaja la industria
del hombre, cambia muchísimo de condición; hácese de silvestre, fructuoso y de
estéril, feraz. Y estas mejoras de tal modo se adhieren y confunden con el terreno,
que muchas de ellas son de él inseparables.

Ahora bien: que venga alguien a apoderarse y disfrutar del pedazo de tierra en que
depositó otro su propio sudor, ¿lo permitirá la justicia? Como los efectos siguen la
causa de que son efectos, así el fruto del trabajo es justo que pertenezca a los que
trabajaron.

Con razón, pues, la totalidad del género humano, haciendo poco caso de las
opiniones discordes de unos pocos, y estudiando diligentemente la naturaleza, halla
el fundamento de la división de bienes y de la propiedad privada en la misma ley
natural; tanto que, como muy conformes y convenientes a la paz y tranquilidad de
la vida, las ha consagrado con el uso de todos los siglos. Este derecho, de que
hablamos, lo confirman, y hasta con la fuerza lo defienden, las leyes civiles, que,
cuando son justas, derivan su eficacia de la misma ley natural.

Y este mismo derecho sancionaron con su autoridad las divinas leyes, que aun el
desear lo ajeno severamente prohiben. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su
casa, ni campo, ni sierva, ni buey, ni asno, ni cosa algunas de las que son suyas [Dt
5,21].

265
Estos derechos, que a los hombres, aun separados, competen, se ve que son aún
más fuertes si se los considera trabados y unidos con los deberes que los mismos
hombres tienen cuando viven en familia. En cuanto al elegir el género de vida, no
hay duda que puede cada uno a su arbitrio escoger una de dos cosas: o seguir el
consejo de Jesucristo guardando virginidad, o ligarse con los vínculos del
matrimonio. Ninguna ley humana puede quitar al hombre el derecho natural y
primario que tiene a contraer matrimonio, ni puede tampoco ley ninguna humana
poner, en modo alguno, límites a la causa principal del matrimonio, cual la
estableció la autoridad de Dios en el principio: Creced y multiplicaos [Gn 1,28]. He
aquí la familia o la sociedad doméstica, pequeña a la verdad, pero verdadera
sociedad y anterior a todo Estado, y que, por lo tanto, debe tener derechos y
deberes suyos propios, y que, de ninguna manera, dependen del Estado. Es
menester, pues, traspasar al hombre, como cabeza de familia, aquel derecho de
propiedad, que hemos demostrado que la naturaleza dio a cada uno en particular;
más aún, el derecho éste es tanto mayor y más fuerte, cuanto son más las cosas
que en la sociedad doméstica abarca la persona del hombre. Es ley santísima de la
naturaleza que deba el padre de familia defender, alimentar, y con todo género de
cuidados, atender a los hijos que engendró; y de la misma naturaleza se deduce
que a los hijos, los cuales, en cierto modo, reproducen y perpetúan la persona del
padre, debe éste querer adquirirles y prepararles los medios, con que
honradamente puedan, en la peligrosa carrera de la vida, defenderse de la
desgracia. Y esto no lo puede hacer sino poseyendo bienes útiles, que pueda, en
herencia, transmitir a sus hijos.

Lo mismo que el Estado, es la familia, como antes hemos dicho, una verdadera
sociedad, regida por un poder que le es propio, a saber: el paterno. Por esto, dentro
de los límites que su fin próximo le prescribe, tiene la familia, en el procurar y
aplicar los medios que para su bienestar y justa libertad son necesarios, derechos
iguales, por lo menos, a los de la sociedad civil. Iguales, por lo menos, hemos dicho,
porque, como la familia o sociedad doméstica se concibe y de hecho existe antes
que la sociedad civil, síguese que los derechos y deberes de aquélla son anteriores
y más inmediatamente naturales que los de ésta.

Y si los ciudadanos, si las familias al formar parte de una comunidad y sociedad


humana hallasen, en vez de auxilio, estorbo, y en vez de defensa, disminución de
su derecho, sería más bien de aborrecer que de desear la sociedad civil.
Querer, pues, que se entrometa el poder civil hasta lo íntimo del hogar, es un
grande y pernicioso error. Cierto que si alguna familia se hallase en extrema
necesidad, y no pudiera valerse ni salir por sí de ella en manera alguna, justo sería
que la autoridad pública remediase esta necesidad extrema, por ser cada una de las
familias una parte de la sociedad.

Y del mismo modo, si dentro del hogar doméstico surgiere una perturbación grave
de los derechos mutuos, interpóngase la autoridad pública para dar a cada uno lo
suyo; pues no es esto usurpar los derechos de los ciudadanos, sino protegerlos y
asegurarlos con una justa y debida tutela. Pero es menester que aquí se detengan
los que tienen el cargo de la cosa pública; pasar estos límites no lo permite la
naturaleza.

Porque es tal la patria potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el
Estado, puesto que su principio es igual e idéntico al de la vida misma de los
hombres. Los hijos son algo del padre y como una amplificación de la persona del
padre; y si queremos hablar con propiedad, no por sí mismos, sino por la comunidad
doméstica en que fueron engendrados, entran a formar parte de la sociedad civil. Y
por esta misma razón, porque los hijos son naturalmente algo del padre, antes de
que lleguen a tener uso de su libre albedrío, están sujetos al cuidado de sus padres.
Cuando, pues, los socialistas, descuidada la providencia de los padres, introducen
en su lugar la del Estado, obran contra la justicia natural, y disuelven la trabazón
del hogar doméstico.

Y fuera de esta injusticia, [vese] demasiado claro cuál sería en todas las clases el
trastorno y perturbación, a que se seguiría una dura y odiosa esclavitud de los
ciudadanos. Abriríase la puerta a mutuos odios, murmuraciones y discordias;
quitado al ingenio y diligencia de cada uno todo estímulo, secaríanse
necesariamente las fuentes mismas de la riqueza, y esa igualdad que en su
pensamiento se forjan, no sería, en hecho de verdad, otra cosa que un estado tan
triste como innoble de todos los hombres sin distinción alguna. De todo lo cual, se
ve que aquel dictamen de los socialistas, a saber: que toda propiedad ha de ser
común, debe absolutamente rechazarse, porque daña a los mismos a quienes se
trata de socorrer; pugna con los derechos naturales de los individuos, y perturba los
deberes del Estado y la tranquilidad común. Quede, pues, sentado que cuando se
busca el modo de aliviar a los pueblos, lo que principalmente y como fundamento
de todo se ha de tener, es esto: que se deba guardar intacta la propiedad privada.

267
Esto probado, vamos a declarar dónde hay que ir a buscar el remedio que se desea”
(RN 4-12, OSC 188-189).

‘“Nuestro inmortal predecesor León XIII, en su famosa Encíclica Rerum Novarum, ya


había establecido el principio de que para todo órden económico y social legítimo,
‘debe establecerse como fundamento básico el derecho a la propiedad privada’. Si
es cierto que la Iglesia siempre ha reconocido el derecho natural a la propiedad (y a
su transmisión de padres a hijos), no es menos cierto que esta propiedad privada es
en cierto modo especial: es el fruto natural del trabajo, producto de una intensa
actividad de parte del hombre que la adquiere mediante su enérgica voluntad de
asegurar y mejorar, por sus propias fuerzas, las condiciones de vida propias y de su
familia, de crear para sí y para sus seres queridos un campo en que puedan gozar
como deben, no sólo de Libertad económica, sino también de Libertad política,
cultural y religiosa.

La Conciencia Cristiana no puede admitir como justo un orden social que niega en
principio, o hace imposible o negatorio en la práctica, el derecho natural a la
propiedad, ya sea sobre artículos de consumo o sobre medios de producción. Pero
tampoco puede aceptar esos sistemas que reconocen el derecho a la propiedad
según un concepto completamente falso del mismo, y que por lo tanto, se oponen a
un orden social sano y verdadero.

En consecuencia, cuando el Capitalismo se basa en tales conceptos falsos, y se


arroga el derecho ilimitado de propiedad, sin consideración alguna por el bien
común, la Iglesia lo condena como contrario al bien común.

Vemos, en verdad, filas siempre crecientes de trabajadores, enfrentadas a esta


concentración excesiva de bienes económicos en unos pocos, que contrariamente a
lo que deberían hacer en pro del orden social, colocan al trabajador en la
imposibilidad virtual de adquirir su propiedad. Vemos a las clases modestas y media
disminuir y perder su valor en la sociedad humana, obligadas a participar en un
conflicto cada vez más difícil, y sin esperanza de éxito.

Al defender, por tanto, el principio de la propiedad privada, la Iglesia persigue un


elevado propósito ético-social. No piensa defender absoluta y simplemente el
estado actual de cosas como si viera en él la expresión de la voluntad de Dios, ni
tampoco defender como cuestión de principios al rico y al plutócrata contra el pobre
y el indigente. ¡Muy lejos de ello!
La Iglesia defensora del oprimido

“Desde el mismo comienzo de ella, ha sido defensora del oprimido contra la tiranía
del poderoso, y siempre ha apoyado todas las justas reclamaciones de todas las
clases trabajadoras contra cualquier injusticia.

Pero la Iglesia aspira más bien a lograr que la institución de la propiedad privada
sea como debe ser, conforme a los designios de la sabiduría de Dios y a las
disposiciones de la naturaleza: un elemento de orden social –una presuposición
necesaria a la iniciativa humana–, un incentivo para trabajar en bien de la finalidad
de la vida, aquí y después, y por lo tanto, de la Libertad y de la Dignidad del
hombre, creado a semejanza de Dios, quien, desde un comienzo le concedió para su
beneficio el dominio sobre las cosas materiales.

Quitadle al trabajador la esperanza de adquirir algo como propiedad privada, y ¿qué


otro incentivo natural podéis ofrecerle para hacerle trabajar, para que ahorre, para
que viva con sobriedad, cuando no pocos hombres y pueblos han perdido hoy todo,
y no les queda sino su capacidad de trabajar?

¿O quizás los hombres desean perpetrar esas condiciones económicas de tiempo de


guerra, en virtud de las cuales en algunos países la autoridad pública fiscaliza todos
los medios de producción y provee de todo y para todos, pero con látigo de severa
disciplina? ¿O quizá quieran inclinarse ante la dictadura de un grupo político, que –
como la clase gobernante– dispone de los medios de producción y, al mismo
tiempo, del pan de cada día, y, en consecuencia, de la voluntad de trabajo de los
individuos?

La política social y económica del futuro –el poder fiscalizador del Estado– de
organizaciones locales, de instituciones profesionales, no puede lograr su finalidad
en forma permanente, que es la genuina productividad de la vida social y el retorno
normal a la economía nacional, excepto mediante el respeto y la salvaguardia de la
función vital de la propiedad privada en sus valores personal y social. Cuando la
distribución de la propiedad es un obstáculo para ese fin –que no es,
necesariamente ni siempre, el desenlace de la extensión de la herencia privada–, el
Estado puede, teniendo en vista el interés del público, y, si no puede evitarlo, llegar
hasta decretar la expropiación de la propiedad, pagando una adecuada
indemnización” (OSC 205) [Pío XII, 1º de Septiembre de 1944]43.

269
Qué requiere la dignidad de la persona humana en materia de propiedad

“Por lo tanto, la dignidad de la persona humana requiere normalmente, como


fundamento natural de la vida, el derecho a usar de los bienes de la tierra. A este
derecho corresponde la obligación fundamental de otorgar la propiedad privada, si
es posible, a todos. Una legislación positiva que regule la propiedad privada, puede
cambiar y restringir más o menos su uso. Mas si la legislación ha de jugar su parte
en la pacificación de la comunidad, debe librar al trabajador, que es, o será, padre
de familia, de la condena a una dependencia económica y a una esclavitud
irreconciliable con sus derechos como persona.

Proceda la esclavitud de la explotación de los capitales privados, o del poder del


Estado, las consecuencias son las mismas. Ciertamente, bajo la opresión de un
Estado que domina todo y controla por completo el ámbito de la vida pública y
privada, llegando aun hasta los dominios de las ideas, de las creencias y de la
conciencia, esta privación de la libertad puede tener las más serias consecuencias,
tal como lo manifiesta y prueba la experiencia” (OSC 206) [Pío XII, Mensaje de
Navidad de 1942].

3.2.4.2 La sanción divina

La propiedad privada, dentro de los límites que la constituyen tal, es inviolable,


porque está sancionada por la ley de Dios, que nos prohibe hurtar y aun codiciar los
bienes ajenos.

La propiedad privada está, pues, fundada en el Derecho Natural en el sentido arriba


indicado; es socialmente útil; está reconocida por la ley divina. He aquí porqué la
moral social católica la defiende con ahínco.

3.2.4.3 Funciones de la propiedad privada

Defender la propiedad privada no significa en forma alguna afirmar que “el Sumo
Pontífice y aun la misma Iglesia se han puesto y continúan aún de parte de los ricos
y en contra de los proletarios” (QA 15, OSC 195); esto significaría no comprender
plenamente el carácter completo de la propiedad privada y su misión.

Claramente ha enseñado Pío XI, y ya antes de él León XIII y Santo Tomás, que la
propiedad tiene dos funciones: una individual y otra social.
La propiedad por su función individual debe servir al desarrollo de la persona del
propietario y de los miembros de su familia, a fin de permitirles la satisfacción de
sus necesidades inmediatas y la constitución de un patrimonio familiar que provea
a la libertad y estabilidad familiar. Para que esta función se cumpla el propietario
debe administrar sus bienes con prudencia, gastarlos con templanza y sobriedad, y
distribuirlos equitativamente entre los miembros de su familia según sus
necesidades.

Por su función social la propiedad debe servir al bien común, lo que realiza en
primer lugar por su institución misma, que aporta beneficios sociales al asegurar la
libertad de las personas, la autonomía de las familias y una mayor productividad e
interés en la vida económica y social, pero además debe servir en forma directa al
bien común.

Este servicio al bien común se realiza, según Santo Tomás, cuando el propietario
usa como comunes los bienes que posee como propios: “Respecto a los bienes
exteriores dos cosas competen al hombre: una es el poder de administrar los bienes
y disponer de ellos, y en cuanto a esto es lícito que el hombre posea bienes propios;
otra es el uso de los bienes, y en cuanto a esto el hombre no debe considerar los
bienes exteriores como propios, sino como comunes, de tal manera que fácilmente
los comunique a quienes tengan necesidad”.

Este uso común de los bienes consiste en poner los bienes propios a disposición de
los que carecen de ellos para que puedan satisfacer sus necesidades. El uso común
afecta a los bienes superfluos. Llamamos bienes necesarios los indispensables para
mantener la vida física y moral del propietario y su familia dentro de un nivel de
vida conforme a su situación social: estos bienes puede usarlos el propietario en
forma exclusiva para sí y los suyos, salvo el caso de extrema necesidad de un
particular o de la sociedad. Llamamos bienes superfluos, los restantes una vez
satisfechas las necesidades vitales y convenientes del propietario y sus familiares:
estos bienes pertenecen al propietario, no por derecho natural, porque no le son
indispensables, sino por conveniencia social. Su dueño debe conducirse como
simple administrador de estos bienes para servicio de sus hermanos. Estas ideas las
encontramos desarrolladas ampliamente por León XIII, Pío XI y Pío XII en varios
documentos, entre los cuales señalamos: [Quadragesimo Anno 15-17 y Rerum
Novarum 18 y 19] (OSC 195, 196, 190).

271
3.2.4.4 Formas concretas de realizar la función social de la propiedad

3.2.4.4.1 La limosna

Las formas concretas de realizar esta función social son varias: la limosna, siempre
que sea hecha con respeto al pobre y en forma proporcionada a las necesidades del
que recibe y a la capacidad del que da. La verdadera limosna es un don a un
hermano en el que un cristiano ve la imagen viviente de Cristo; si se hace en este
espíritu no rebaja al que la recibe ni al que la da. Hecha con espíritu de fe, la
limosna debería darse de rodillas; que se tenga al menos la actitud de darla en un
plano de igualdad, alegrándose que el que la recibe se mantenga en un espíritu no
servil sino de sana dignidad. La limosna puede ser también moral: los que ponen al
servicio de los demás su inteligencia, su energía, su saber dan una preciosa
limosna; no menos que los que buscan trabajo a un cesante, los que previenen a un
niño de delinquir; los que trabajan por sustituir al orden social injusto, uno basado
en la justicia, hacen una gran limosna social.

La limosna jamás puede aceptarse como un paliativo del cumplimiento de los


deberes de justicia. Cuando ella debe multiplicarse quiere decir que la máquina
social no marcha. Es anormal e inmoral que centenares, y a veces millares y
decenas de millares, de hombres y mujeres sanas deban tender la mano para
subsistir o poder educar sus hijos cuando ellos quieren y pueden trabajar. En una
sociedad bien construida la limosna sólo se concibe como algo totalmente
extraordinario para seres en desgracia por sus deficiencias físicas o morales. Estos
siempre existirán, y aunque el Estado llegara a tomar sobre sí todos los males
sociales –lo que parece bien improbable– todavía quedaría la posibilidad de la
limosna, del afecto respetuoso, del consuelo dado al triste, del aliento al cansado de
la vida. La limosna oficial, en la práctica al menos, es más humillante por la falta de
tacto y discernimiento con que suele ser hecha. Siempre debe ser completada con
lo que no puede imponerse por ley: por un verdadero amor.

La limosna en la moral cristiana es obligatoria para todo el que tiene bienes


superfluos. La delimitación entre los bienes superfluos y necesarios no es fácil, pero
debe hacerse con honradez cristiana. El Papa Inocencio XI condenó esta
proposición: “Apenas hallarás en los seglares, aun en los reyes, cosas superfluas a
su estado. Y así, apenas hay quien está obligado a la limosna por el solo título de lo
superfluo al estado” (Azpiazu, p. 145). En el mundo de hoy basta abrir los ojos para
ver la inmensa cantidad de bienes puramente superfluos que coexisten con una
inmensa miseria.

En circunstancias extraordinarias de miseria la obligación de la limosna puede llegar


a comprender los bienes necesarios al decoro y mantenimiento del rico, pero en las
circunstancias ordinarias los moralistas obligan a dar de los bienes, no
simplemente, si no relativamente superfluos. A cuánto se extienda esta obligación
discuten largamente los moralistas: el P. Vermeersh establece una escala en que
considera las sumas ascendentes del superávit de la renta y las cargas familiares,
poniendo una tasa que llega al 40% en los que no tienen tales cargas y a
porcentajes mucho menores para los que tienen varios hijos. El P. Azpiazu estima
como límite mínimo de obligatoriedad en las actuales circunstancias un 10% de las
rentas libres tomadas con alguna amplitud, y este porcentaje ha de subir progresiva
o progresionalmente conforme suban las cantidades de renta libre y conforme
aumenten las necesidades de las gentes (Azpiazu, p. 148).

Ojalá que los cristianos no se preguntaran a cuánto están obligados en materia de


limosna, sino que se planteara el problema de hasta dónde podrán llegar sin
detrimento de sus otras obligaciones. La limosna, fruto del amor, lleva a la donación
con sacrificio, incluso a la donación total. Ahora bien, el sacrificio en una persona es
tanto menor cuanto mayor renta tiene, porque el dinero no vale estimativamente lo
mismo en las distintas situaciones, sino que vale tanto menos cuanto más bienes
tiene la persona. Para considerar la obligación de la limosna hay que considerar
también la situación de los que hay que atender: la obligación de hacer limosna al
necesitado que se muere de hambre es gravísima; y es mucho mayor que en
tiempos normales en circunstancias de cesantía, terremotos, etc. Quienes viven en
países pobres siendo ellos ricos tienen, en iguales circunstancias, mayor obligación
que quienes viven en países de mayor riqueza y bienestar.

La obligación de dar limosna pertenece al campo de la caridad y, en cierto sentido,


a la justicia social, en cuanto el rico está obligado a devolver a la sociedad el
bienestar y progreso que poseemos y que debemos a ella en buena parte. Al hablar
que la limosna pertenece al campo de la caridad y de la justicia social no se afirma
en forma alguna que sea un puro consejo del Señor y no un precepto estricto. Los
moralistas están de acuerdo en afirmar la obligación, el precepto grave de la
limosna, si bien no obliga a tal determinado caso particular, salvo condiciones
extraordinarias. “La Sagrada Escritura y los Santos Padres constantemente declaran

273
con clarísimas palabras que los ricos están gravísimamente obligados por el
precepto de ejercitar la limosna, la beneficencia y la magnificencia” (QA 19, OSC
198). Santo Tomás dice: “Los bienes que algunos tienen sobreabundantemente son
debidos por derecho natural para la sustentación de los pobres” (II-II, q. 67, a. 7). El
conocido moralista clásico Cardenal Cayetano afirma: “El rico que no da lo
superfluo, sino que lo acumula para comprarse más y más bienes, por la sola ansia
de subir y crecer… peca mortalmente ocupando y teniendo lo superfluo que se
debe a los pobres, por lo mismo que es superfluo” (Commentaria in S. Thomam, II-II,
q.118 a. 4, Edit Antuerpiae, 1567, tomo 2º, p. 409 – citado por Azpiazu, p. 163). No
se puede hablar de una obligación de justicia conmutativa, y en este sentido es
impropia la expresión que nuestros bienes superfluos pertenecen a los pobres: si así
fuera estaríamos obligados a restituirles lo superfluo, cosa que ningún moralista ha
afirmado. El deber de la limosna no constituye un derecho de los pobres en los
bienes mismos, sino una obligación personal del rico.

Si las aportaciones no fueren suficientes para atender las necesidades de los


pobres, el Estado puede, como gerente del bien común, imponer la cuantía de
bienes superfluos con que deba contribuir cada cual, y es lo que de hecho se hace
en los impuestos, especialmente en los progresivos (cfr. [QA 18], OSC 197).

“La perfección cristiana pide que quien da la limosna, vaya más allá de la obligación
y llegue lo más lejos posible, siempre que no viole otras obligaciones. Por eso, no ya
por deber, sino por una aspiración sincera a la perfección da todo lo superfluo y con
santa ingeniosidad restringe sus gastos personales necesarios para poder dar más.
Esta es la tradición cristiana que remonta al Antiguo Testamento, como se ve por
ejemplo en el consejo de Tobías a su hijo: ‘Da limosna de tus bienes…; si tienes
mucho, reparte con abundancia; si tienes poco, da de lo poco, pero con agrado y
voluntad… Así atesoras un porvenir para el día de tu necesidad’ [Tb 4,7-9]. Este es
el ejemplo que nos dejó Cristo que no tenía donde reclinar su cabeza; es el ejemplo
de los santos que han tenido la sublime ambición de dar y han pensado que es
cierto el pensamiento del Maestro, que dijo: Más feliz es el que da que el que recibe
[Hch 20,35]44.

3.2.4.4.2 La magnificencia y la justicia social

Además de la limosna, la propiedad cumple con su función social mediante la virtud


de la magnificencia, virtud propia de almas nobles, y emplea sus bienes en grandes
obras de utilidad pública: en los templos, misiones, asilos, escuelas y universidades,
trabajos de vialidad, descubrimientos científicos. Estos tales abren así la fuente de
trabajo, y hacen aprovechar a los demás de los frutos de tales obras una vez
realizadas.

Todo cuanto contribuya al bien común, a la realización de la justicia social mediante


una más equitativa distribución de las rentas, un mejor standard de vida para el
pueblo, la construcción de habitaciones populares, cajas de compensación para
establecer salario familiar, etc., todo esto es la realización de la función social de la
propiedad.

“El que emplea grandes cantidades en obras que proporcionan mayor oportunidad
de trabajo, con tal que se trate de obras verdaderamente útiles, practica de una
manera magnífica y muy acomodada a las necesidades de nuestros tiempos la
virtud de la magnificencia, como se colige sacando las consecuencias de los
principios puestos por el Doctor Angélico” (QA 19, OSC 198).

Estas palabras del Papa no pueden servir de excusa para quienes piensan que
satisfacen sus obligaciones sociales con el solo hecho de dar trabajo. Si tienen
rentas superfluas les sigue obligando la limosna. Piensen, además, que no hay
magnificencia si se ordenan trabajos útiles para sí mismo y no para el pueblo. En tal
caso habrá utilitarismo y nada más. Error común es pensar que la virtud de la
magnificencia se cumple mediante la organización de suntuosas fiestas, que no
tienen en el fondo otra justificación que la satisfacción de la vanidad personal y la
exhibición de riquezas y son un eco de otros tiempos en que la desigualdad social
ofendía menos. Tales fiestas son continuamente desaconsejadas en los documentos
pontificios que claman por una vida más sobria. La ostentación social no debe
llamarse virtud; por consiguiente, no realizan la virtud de la magnificencia. (El
Observatore Romano protestó por el escándalo que constituyó el festival de
Venecia…)

3.2.5 Intervención del Estado en la propiedad privada

“96. En la medida que la necesidad lo reclama, la autoridad pública tiene el


derecho, inspirándose en el bien común, de determinar, a la luz de la ley natural y
divina, el uso que los propietarios pueden o no hacer de sus bienes” (CSM 96).

El derecho de intervención del Estado en materia de propiedad privada fluye de su

275
gerencia del bien común, y resulta beneficiosa para el mismo dominio privado o
impide su propia ruina y lo fortalece.

El campo de intervención del Estado debe evitar ciertos extremos: 1º) Al determinar
el régimen de propiedad, lo que es de su incumbencia, no puede lesionar el derecho
natural de propiedad y el de legar los bienes por vía de herencia: “éstos son
derechos que la autoridad pública no puede abolir. Tampoco tiene el derecho a
agotar la propiedad privada por medio de cargas e impuestos excesivos” (CSM 97;
cfr. RN 35, OSC 192).

2º) No confundir el derecho de propiedad con su uso, ni hacerlo depender de él. Pío
XI lo advirtió claramente cuando dijo: “El derecho de propiedad se distingue de su
uso. Respetar santamente la división de los bienes y no invadir el derecho ajeno,
traspasando los límites del dominio propio, son mandatos de la justicia que se llama
conmutativa; no usar los propietarios de sus propias cosas si no honestamente, no
pertenece a esta justicia, sino a otras virtudes, el cumplimiento de cuyos deberes
no se puede exigir por vía jurídica. Así que sin razón afirman algunos que el dominio
y su uso honesto tienen unos mismos límites; pero aun está más lejos de la verdad
el decir que por el abuso o por el simple no uso de las cosas perece o se pierde el
derecho de propiedad” (QA 17, OSC 195).

El Estado tiene varios medios para inducir al propietario a hacer uso correcto de sus
bienes, sin llegar a la supresión del derecho, por ejemplo, los impuestos. Sólo en
caso de exigirlo con evidencia el interés público tiene el derecho de expropiar las
propiedades de quien no usa o abusa de sus bienes, previo pago de justa
indemnización.

3.2.6 Diversas intervenciones del Estado

El Estado puede intervenir:

1º) para obtener que las riquezas incesantemente aumentadas por el incremento
económico social se distribuyan en forma que quede a salvo la utilidad común de
todos. La justicia social prohibe que una clase excluya a otra de la participación de
los beneficios.

“Violan esta ley no sólo la clase de los ricos, que, libres de cuidados en la
abundancia de su fortuna, piensan que el justo orden de las cosas está en que todo
rinda para ellos y nada llegue al obrero, sino también la clase de los proletarios que,
vehementemente enfurecidos por la violación de la justicia y excesivamente
dispuestos a reclamar por cualquier medio el único derecho que ellos reconocen, el
suyo, todo lo quieren para sí, por ser [producto de sus manos; y por esto, y no por]
otra causa, impugnan y pretenden abolir dominio, intereses o productos [que no
sean] adquiridos mediante el trabajo, sin reparar a qué especie pertenecen o qué
oficio desempeñan en la convivencia humana” (QA [25], OSC 200).

(Pío XII en su discurso de 1º de Septiembre de 1944 refuerza estas ideas y las aplica
a los desórdenes introducidos por el capitalismo, cfr. OSC 205).

2º) para multiplicar el número de propietarios.

“…las leyes deben favorecer la propiedad privada, y, en cuanto fuere posible,


procurar que sean muchísimos en el pueblo los propietarios. De esto han de resultar
notables provechos; y, en primer lugar, será más conforme a equidad la distribución
de bienes. Porque la violencia de las revoluciones ha dividido los pueblos en dos
clases de ciudadanos, poniendo entre ellas una distancia inmensa: Una
poderosísima, porque riquísima, que teniendo en su mano ella sola todas las
empresas productoras y todo el comercio, atrae a sí para su propia utilidad y
provecho todos los manantiales de riqueza, y tiene no escaso poder aun en la
misma administración de las cosas públicas. La otra, es la muchedumbre pobre y
débil, con el ánimo llagado y dispuesta siempre a turbulencias. Ahora bien: si se
fomenta el trabajo de esta muchedumbre con la esperanza de poseer algo estable,
poco a poco se acercará una clase [a otra y desaparecerá el desequilibrio que hay
entre los] que ahora son riquísimos y los que son pobrísimos.

Además, se hará producir a la tierra mayor copia de frutos. Porque el hombre,


cuando trabaja en terreno que sabe que es suyo, lo hace con un afán y un esmero
mucho mayores; y aún llega a cobrar un grande amor a la tierra que con sus manos
cultiva, prometiéndose sacar de ella, no sólo el alimento, sino aun cierta holgura o
comodidad para sí y para los suyos. Y este afán de la voluntad nadie hay que no
vea cuánto contribuye a la abundancia de las cosechas y al aumento de las riquezas
de los pueblos. De donde se seguirá, en tercer lugar, este otro provecho: que se
mantendrán fácilmente los hombres en la nación que los dio a luz y que los recibió
en su seno; porque nadie trocaría su patria con una región extraña si en su patria
hallara medios para pasar la vida tolerablemente.

277
Mas, estas ventajas no se pueden obtener sino con esta condición: que no se
abrume la propiedad privada con enormes tributos e impuestos” ([RN 35], OSC
191).

Esta misma idea la repite Pío XII en su mensaje de Navidad de 1942:

“Quienes se han familiarizado con las grandes Encíclicas de nuestros Predecesores,


y con los mensajes anteriores que Nos enviamos, saben muy bien que la Iglesia no
vacila en proclamar las conclusiones prácticas que se derivan de la nobleza moral
del trabajo, y darles todo el apoyo de su autoridad. Estas exigencias incluyen,
además del justo salario que cubra las necesidades del trabajador y su familia, la
conservación y perfección de un orden social que hará posible una segura, aunque
modesta, propiedad privada para todas las clases de la sociedad, que promoverá
una mejor educación para los niños de la clase trabajadora, que estén dotados
especialmente de inteligencia y de buena voluntad; que cultivará el cuidado y la
práctica de un espíritu social en la vecindad inmediata de cada uno, extendido al
distrito, a la provincia, al pueblo y a la nación; espíritu que, atenuando las
asperezas que originan los privilegios y los intereses de las clases, libre a los
trabajadores, ante la tranquila experiencia de una solidaridad genuinamente
humana y fraternalmente cristiana, del sentido de aislamiento” (OSC 207).

3º) para procurar aquellas condiciones materiales en que la vida individual de los
ciudadanos logre su completo desarrollo:

“La economía nacional, como resultado del trabajo de los hombres que juntos
trabajan en la comunidad del Estado, no tiene más fin que asegurar sin interrupción
aquellas condiciones materiales en que la vida individual de los ciudadanos logra su
completo desarrollo. Donde esto se garantiza en forma permanente el pueblo es, en
sentido verdadero, económicamente rico, porque el bienestar general, y
consiguientemente el derecho personal de todos al uso de los bienes de este
mundo, se realiza así conforme al propósito querido por el Creador” ([Pío XII, Junio
de 1941], OSC 210).

4º) para expropiar, cuando la utilidad pública lo reclame, los bienes particulares
mediante pago de indemnización.

5º) para nacionalizar algunas empresas de utilidad pública.


“103. Se entiende por nacionalización la atribución de una empresa a la
colectividad nacional representada por el poder político. Puede limitarse a la
apropiación, o extenderse a la gestión y a los provechos. En principio, no puede ser
condenada en nombre de la moral cristiana.

104. Si se trata de empresas ya explotadas por particulares, la expropiación se halla


subordinada a una justa y previa indemnización.

105. La nacionalización, tomada en el sentido más extenso, y aplicada a la totalidad


o a la mayoría de las empresas, conduce, por la fuerza de las cosas, al colectivismo,
condenado por las Encíclicas Rerum Novarum y Quadragesimo Anno.

106. La nacionalización, aun limitada a sólo la apropiación o la gestión, conduce


fácilmente al mismo resultado cuando recibe una aplicación generalizada.

107. Incluso el régimen de explotaciones públicas más o menos autónomas, no


parece aceptable cuando se extiende a la mayoría de las empresas.

La iniciativa privada, ya individual, ya asociada, no puede ser limitada más que en


la medida en que lo exija con toda evidencia el bien común. Importa, en efecto,
conservar los dos grandes estimulantes de la producción, que son la perspectiva del
acceso a la propiedad y la concurrencia legítima.

108. Consideraciones de interés general pueden imponer o aconsejar, en casos


particulares, la gestión pública nacional, provincial o municipal. En este caso, la
constitución de organismos autónomos, que lleven la gestión industrial bajo la
inspección de los poderes públicos, y en provecho de la colectividad, puede ser
recomendada con preferencia a la administración propiamente dicha.

109. Se sobreentiende que el derecho de inspección del Estado debe poder


ejercerse en los casos en que los organismos privados sean encargados de asegurar
un servicio público, y siempre que el interés lo exija.

110. En las empresas que hayan dado ocasión a concesiones en favor de


organismos privados, es de desear que el pliego de condiciones contenga cláusulas
que protejan la libertad contractual y la justa remuneración de los trabajadores, con
asignación de subsidios familiares.

111. En caso de guerra, o de escasez, o de abusos graves y manifiestos el Estado

279
tiene, no sólo el derecho, sino el deber de instaurar un régimen especial que tenga
por fin impedir los acaparamientos y las especulaciones usurarias sobre artículos de
consumo indispensables” (CSM 103-111).

6º) para reglamentar los derechos de sucesión hereditaria, que por más legítima
que sea, está sujeta al bien común45.

“101. El Estado, sin atentar gravemente contra el interés social y sin quebrantar los
derechos inviolables de la familia, no puede suprimir, directa o indirectamente, la
herencia.

Sin embargo, tiene el derecho de acomodar el número de los grados sucesorios a la


organización actual de la familia.

102. Es de desear que desgrave lo más posible, y hasta que exima de derechos
fiscales, las sucesiones en línea directa.

Es de desear, además, que sea reconocido al jefe de la familia un derecho de testar


suficiente para asegurar la transmisión íntegra de las pequeñas explotaciones en la
familia” (CSM 101-102).

7º) para determinar la capacidad máxima de posesión agrícola. Hay que notar que
la excesiva parcelación, lejos de aumentar la producción la disminuye. Hay límites
máximos, como también límites mínimos de la propiedad. La pequeña propiedad
requiere además una organización cooperativa que venga en su subsidio (cfr. CSM
98).

Los Papas lucharon valientemente en sus propios Estados por acabar con el abuso
de latifundios incultos. Clemente IV, en el siglo XIII, autorizó a todo extraño para
cultivar hasta la tercera parte del dominio inculto. Sixto IV decretó46:

8º) Además de estas atribuciones precisas, corresponde al Estado el control de las


actividades económicas y públicas y que reclame el bien común, como ser la
fijación legal de precios de algunas mercaderías, sobre todo cuando hay especial
peligro de especulación, pero siempre tendiendo a reducir a un mínimo estas
intervenciones para no quitar al comercio su carácter privado.

Estas y otras formas de intervención…47


La misión del Estado es fomentar la evolución progresiva.

“No es por la revolución sino por la evolución y la concordia, que se obtienen la


salvación y la justicia. La violencia no ha servido nunca sino para destruir, jamás
para construir; no calma, sino que exalta las pasiones; no reconcilia entre sí a los
grupos adversarios, sino que acumula odio y destrucción. La violencia lleva a los
hombres y a los partidos de afrontar la difícil tarea de reconstruir lentamente,
después de tristísimas experiencias, sobre las ruinas de la discordia.

Solamente por medio de una evolución progresiva y prudente, con todo valor y de
acuerdo con la naturaleza, iluminada y guiada por las leyes cristianas y de equidad,
puede lograrse el cumplimiento de los deseos y de las necesidades de los obreros.

No destruirlos, sino consolidarlos.

No abolir la propiedad privada, fundamento de la estabilidad familiar, sino trabajar


por su extensión como premio a las fatigas de todo trabajador, hombre y mujer, de
tal modo que, poco a poco, pueda disminuirse la masa de seres descontentos y
agresivos que, algunas veces, unos por desesperación taciturna, y otros a través del
instinto grosero, se dejan llevar de falsas doctrinas, o por las astutas patrañas de
agitadores carentes de todo sentido moral.

No disipar el capital privado, sino promover su reglamentación, bajo cuidadosa


vigilancia, como medio y auxilio que favorece el logro y el aumento del bienestar
genuino de todo el pueblo.

No obstaculizar, pero tampoco conceder exclusiva preferencia a la industria,


procurando en cambio su armoniosa vinculación a los pequeños oficios y a la
agricultura, que es la que explota la múltiple y necesaria producción de las tierras
nacionales.

No sólo buscar, con el uso de los progresos técnicos, el máximo de ganancias, sino
valerse de las ventajas que éstos proporcionan, para mejorar las condiciones
personales de los trabajadores, haciendo que su trabajo sea menos arduo y difícil y
consolidando los lazos que unen a su familia, en el hogar que habitan, y en tal
trabajo por el cual vive.

No aspirar a que las vidas de los individuos dependan, totalmente, de los caprichos
del Estado, sino procurar, más bien, que el Estado, que tiene el deber de procurar el

281
bien común, pueda, por medio de instituciones sociales, como las del seguro y las
de seguridad social, proporcionar el auxilio y complementar todo lo que ayuda a
fortalecer las asociaciones de los obreros y, de modo especial, a los padres y a las
madres de familia, que trabajan para ganar la subsistencia propia, y la de los que
de ellos dependen.

Quizás vosotros diréis que se trata de una bella visión del verdadero estado de
cosas, mas ¿cómo puede, todo esto, llegar a ser una realidad y un hecho en la vida
diaria?

Ante todo, se necesita una gran rectitud en la voluntad y de lealtad perfecta en el


fin y en la acción, para el desarrollo y la reglamentación de la vida pública, tanto
por parte de los ciudadanos como de las autoridades que los gobiernan.
Necesitamos que un espíritu de verdadera concordia y fraternidad anime a todos: a
los superiores y a los súbditos, a los dadores de trabajo y a los trabajadores, a los
grandes y a los pequeños, en todas las clases del pueblo” ([Pío XII, Junio de 1943],
OSC 211).

3.2.7 Los títulos jurídicos de adquisición de la propiedad

El derecho abstracto de propiedad, para convertirse en un derecho concreto sobre


tal propiedad, requiere un título jurídico. Los títulos jurídicos pueden ser originarios
cuando confieren la propiedad de algo por nadie antes poseído: tales son la
ocupación y el trabajo; o bien derivados, que transmiten la propiedad de un dueño a
otro: tales son la prescripción, la herencia, el contrato.

3.2.7.1 La ocupación

La ocupación consiste en la toma de posesión visible de un bien económico que no


pertenece a nadie con ánimo de hacerlo suyo. Así han comenzado todas las
propiedades, como puede aun observarse en un país nuevo en que los emigrantes
[sic] se instalan y delimitan su terreno. El acto de toma de posesión tiene que
constar exteriormente, sea por signos visibles o por una inscripción en el registro de
propiedades. Supone, además, una cierta permanencia y actividad, al menos la que
se manifiesta por la guardia y por la vigilancia a un minimum de trabajo ejecutado
por el ocupante o por sus dependientes. La ocupación efectiva no es el fundamento
de la propiedad –ésta se basa en la naturaleza del hombre y demás argumentos
recientemente expuestos–, sino el título concreto que puede ostentar un
determinado derecho frente a los demás.

3.2.7.2 El trabajo

Unido a la ocupación, el trabajo o especificación funda un derecho sobre los bienes


que por labor propia han sido transformados: un tronco convertido en estatua,
piedras transformadas en edificios, campo eriazo que ha sido transformado en
agrícola. En el caso del trabajo se realiza en cierto sentido la incorporación del bien
trabajado al propio ser del trabajador.

“Ahora bien: cuando en preparar estos bienes naturales gasta el hombre la industria
de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por el mismo hecho se aplica a sí
aquella parte de la naturaleza material que cultivó, y en la que dejó impresa una
como huella o figura de su propia persona; de modo que no puede menos de ser
conforme a la razón que aquella parte la posea el hombre como suya y a nadie, en
manera ninguna, le sea lícito violar su derecho.

Tan clara es la fuerza de estos argumentos, que causa admiración ver que hay
algunos que piensan de otro modo resucitando envejecidas opiniones; los cuales
conceden, es verdad, al hombre, aun como particular, el uso de la tierra y de los
frutos varios que ella, con el cultivo, produce; pero, abiertamente le niegan el
derecho de poseer como señor y dueño el solar sobre que levantó un edificio o la
hacienda que cultivó. Y no ven que, al negar este derecho al hombre, le quitan
cosas adquiridas con su trabajo. Pues, un campo, cuando lo cultiva la mano y lo
trabaja la industria del hombre, cambia muchísimo de condición: hácese de
silvestre, fructuoso y de estéril, feraz. Y estas mejoras de tal modo se adhieren y
confunden con el terreno, que muchas de ellas son de él inseparables” (RN 7-8; OSC
188).

3.2.7.3 La prescripción

Título derivado de dominio es la prescripción, por la que una persona adquiere


derecho de dominio sobre un bien económico prácticamente abandonado por su
primer dueño. Requiere la posesión material sobre ese bien durante un número de
años que cada legislación establece y el ánimo de dominio sobre el mismo. El
abandono del bien por el primer poseedor hace presumir su ánimo de desposeerse
de él. La equidad pide que al que de buena fe lo ocupa y trabaja como propio
durante un largo período no se le desposea del fruto de su trabajo. Es, por lo

283
demás, la única forma de terminar con litigios sin cuento.

3.2.7.4 La herencia

Consiste en la transmisión del dominio de determinados bienes de una persona a


otra por muerte de la primera. La voluntad del testador puede manifestarse
expresamente por el testamento; o tácitamente, por el curso de las prescripciones
en caso de morir intestado el causante.

La herencia es la consecuencia legítima del derecho de propiedad: un hombre no


trabaja sólo para sí, sino también para su mujer y sus hijos, o para aquellas
personas o instituciones a las cuales desea entregar el fruto legítimo de sus
trabajos. Las formas de herencia más respetables son las que ocurren por línea
directa, en que los hijos, y a ellos asimilado el cónyuge, reciben el esfuerzo del
testador; y luego las manifestaciones testamentarias expresas. Cuando el testador
no interviene, se ve menos claro el derecho de los parientes lejanos.

Los contratos de compraventa, donación, permuta, suponen la voluntad concorde


de las partes, y son de uso cotidiano.

3.2.7.3 Evolución contemporánea de las formas de propiedad y juicio sobre las


mismas

“La evolución económica y social48 de nuestros días juzga severamente la noción


capitalista y liberal de la propiedad, demasiado exclusivista y que ha dejado en la
sombra, casi totalmente, su aspecto social.

Ahora bien, la dirección o por lo menos el control de la economía por el Estado, la


planificación, la organización sindical y profesional limitan por todas partes el
ejercicio del derecho de propiedad. Los impuestos, los sistemas de seguridad social
o de asignaciones familiares van tras una redistribución de las rentas nacionales.
Una separación se acentúa cada día más entre las nociones y las realidades de la
propiedad.

Nuevas formas de propiedad aparecen, la mayor parte colectivas, ya sean de


propiedad pública, como las empresas estatizadas, o de propiedad privada como las
grandes empresas capitalistas o las empresas comunitarias; o bien en una
propiedad a medio camino entre lo privado y lo público, todavía mal explorada en
derecho, como las empresas nacionalizadas. Los diversos socialismos tienden a
suprimir, bruscamente como en Rusia o progresivamente en otros países, toda
propiedad privada de los instrumentos de producción, lo que lleva a muchos
espíritus a negar la legitimidad de tal propiedad privada.

Esta evolución se funda, por una parte, en las necesidades de la técnica moderna.
El costo de ciertos instrumentos de producción, por ejemplo de una central
eléctrica, sobrepasa los medios de todo propietario individual y aun de toda
colectividad privada. Además, su importancia económica confiere tal poder a sus
poseedores que estos pueden obstruir la acción de los poderes públicos. El número
y la importancia de las grandes propiedades aumenta constantemente con la
consiguiente disminución de la importancia de la pequeña propiedad privada
personal y también de la responsabilidad individual que aparece diluida en lo
colectivo.

La comparación de los principios y de los hechos nos muestra algunas conclusiones


prácticas inmediatas:

1º) La propiedad privada de los bienes de consumo no es negada seriamente por


nadie, ni aun por los socialistas. Es legítima en la medida en que estos bienes son el
producto del trabajo o de la herencia y permanece sometida a los deberes
tradicionales de la propiedad privada que hemos señalado más arriba.

El Estado posee un derecho de control sobre los bienes de consumo y tiene


autoridad para hacer una repartición más equitativa en caso de grave necesidad,
como de guerra, crisis, hambre, o bien ante la existencia de un número grande de
necesitados. Tiene también derecho de percibir por los impuestos lo que es
necesario al bien común.

El Estado no debe suprimir toda posibilidad de ahorro personal o familiar, antes al


contrario debe favorecer y garantizar este género de economías.

En cuanto a las herencias, el Estado tiene derecho a impedir la formación de tal


cúmulo de bienes que pudiera acarrear consecuencias sociales perjudiciales, pero
no puede suprimir el derecho de herencia, sobre todo cuando se trata de cónyuges
o de los descendientes en línea directa.

2ª) En cuanto a la propiedad de los bienes de producción hay que distinguir según
los casos:

285
a) Las formas de propiedad que realizan una coincidencia casi absoluta entre la
persona, la familia, el trabajo y la propiedad, por ejemplo la empresa artesanal, la
explotación familiar agrícola, el pequeño comercio: si estas empresas nos colocan
frente a problemas técnicos y económicos, no ofrecen en cambio problemas
morales. La noción tradicional de propiedad se encuentra plenamente justificada.
Esto no impide que el Estado ejerza sobre estas empresas su derecho de vigilancia
y de control, en la medida en que lo pida el bien común.

b) Las formas de propiedad en que ocurre una coincidencia parcial entre la


propiedad y el trabajo, como ser empresas que disponen de capital personal y
familiar, aparecen igualmente legítimas y propicias a la realización del bien común.
Sin embargo, el derecho del propietario no es absoluto, debe combinarse con el
derecho de los trabajadores, derecho de los que suministran fondos, derecho de las
organizaciones profesionales, derechos del Estado, al control y armonía de las
actividades particulares con miras al bien común. La noción liberal del ‘patrón de
derecho divino’, único amo en su empresa después de Dios no puede ser sostenida
ante los hechos ni ante el derecho.

c) En la gran empresa industrial de tipo capitalista la noción de propiedad


desaparece. Teóricamente la propiedad pertenece a una multitud de tenedores de
acciones. De hecho estos accionistas se desinteresan de sus derechos y el
verdadero poder económico recae de facto en individuos o en grupos de personas
que no tienen un verdadero mandato. Hay aquí un problema difícil, con frecuencia
insoluble, que reclama un cambio de estructura jurídica. “Jurídicamente la
propiedad pertenece a los accionistas y la autoridad se ejercita por los delegados de
la asamblea general. El jefe de la empresa, llamado el director, no es sino un
asalariado, a veces en ninguna manera interesado en los beneficios. Esta
concepción de la propiedad alimenta paradojas curiosas: supongamos una empresa
de la región de París, un accionista residente en Chicago es el copropietario,
mientras que un obrero que trabaja en ella desde hace veinticinco años no tiene
sobre ella ningún derecho de propiedad. El director técnico que es un hombre
especializado, tiene que inclinarse ante las decisiones de algunos financistas que no
comprenden sino el interés pecuniario. Es en este caso, sobre todo, en el que hay
que rectificar las desviaciones del capitalismo contemporáneo y transformar el
contrato de trabajo en contrato de asociación. La ciudad económica no debe
continuar siendo la propiedad exclusiva del capital que gobierna como amo
absoluto e irresponsable, sino de todos los factores de la empresa jerarquizados:
dirección, trabajo y capital” (I. Folliet, Morale sociale, p. 105).

d) Algo parecido ocurre a las empresas nacionalizadas, cuyo propietario en rigor no


es el Estado. En ellas se verifica la coexistencia de varios derechos sobre un mismo
objeto, derechos que suponen responsabilidades reales y efectivas.

Los poderes públicos tienen el derecho de nacionalizar las empresas cuando por sus
dimensiones y su importancia pueden impedir al Estado la promoción del bien
común. Se trata en este caso de una operación política. Estas nacionalizaciones
pueden también realizarse cuando la iniciativa privada no es capaz de asegurar el
bien común. Se trata, entonces, de una decisión social. En ambos casos la
nacionalización no es un castigo y debe ir acompañada del pago de las justas
indemnizaciones a los legítimos propietarios. Hay que notar que la nacionalización
no resuelve los problemas de estructura en el interior de las empresas y que deja
pendientes no menos problemas que los que resuelve. No se la puede, pues,
considerar como una panacea.

e) [En] la empresa estatizada, el Estado es a la vez el propietario y el jefe de la


empresa y tiene por tanto los deberes de todo propietario y de todo gerente. La
estatización de las empresas no aparece como conveniente si no cuando interesa
directamente a la función del Estado, como es el caso, por ejemplo, en la defensa
nacional.

3.2.9 Conclusiones generales

1ª) La propiedad se legitima por la doble consideración de la persona y del bien


común. No es un fin sino un medio al servicio de la una y del otro. El mejor régimen
de propiedad será, por tanto, aquel que en un momento dado y en un lugar
determinado garantice lo más eficazmente posible la libertad de la persona y los
intereses del bien común. El mundo de hoy busca este régimen. Podemos prever
todos los inconvenientes que se seguirán al poner los poderosos medios de la
producción actual en manos de individuos egoístas y anárquicos, o de
colectividades privadas que pueden ser más egoístas y más estrechos que los
individuos, o bien al entregarlos a administraciones rutinarias e irresponsables, o a
un Estado omnipresente, tiránico y monstruoso. La salud moral y social reside en un
equilibrio entre los diferentes derechos y los diferentes poderes. Los cristianos
deben estar en primera fila entre los buscadores y constructores de este nuevo
equilibrio.

287
2ª) Toda propiedad se caracteriza por una cierta exclusividad sobre su objetivo, pero
el liberalismo transformaba esta exclusividad en algo absoluto. Parece que sea
necesario evolucionar hacia una concepción más completa de la propiedad, que
coordine diferentes derechos que se ejercitan sobre un mismo objeto y se limitan
unos a otros: derechos del trabajo, derechos del capital, derechos de los
consumidores, derechos del Estado. Esta agilidad jurídica permitirá instaurar
instituciones que tiendan a un nuevo equilibrio social. Los principios permanecen
estables, ya que corresponden a las exigencias de la naturaleza humana y de la
revelación divina, pero las aplicaciones hechas en relación a determinadas
circunstancias históricas son hoy día puestas en duda.

3ª) El moralista debe recordar con energía el ideal cristiano, en particular debe
insistir sobre las exigencias de la justicia social, de la equidad y de la caridad. La
moral cristiana debe ser presentada a los fieles como una moral del amor más bien
que como una casuística estática o un juridismo demasiado mecánico.

El moralista evitará confundir la noción cristiana de propiedad, que en su fondo es


muy simple y conforme al sentido común, con tal o cual forma histórica de la
propiedad. Evitará hacer de la propiedad el mito que llevó a ciertos cristianos del
siglo pasado a ponerla en el mismo plan que la familia y la patria, mito que cubrió
muchas hipocresías y opresiones.

Todos hemos sido contaminados más o menos por la noción liberal de propiedad.
Tenemos que liberarnos de sus secuencias molestas, y luchar por la concepción
cristiana de la propiedad que garantiza la persona, sirve al bien común y nos
responsabiliza ante Dios, autor de todas las riquezas de las cuales no somos más
que los ecónomos y los distribuidores. (Estas reflexiones se han inspirado muy de
cerca en la nota sobre la propiedad, nº 23 del Comité Sacerdotal de Lyon).

3.3. La vida comercial

3.3.1 Compra y venta

La compraventa consiste en la transferencia de propiedad de un objeto, mediante


su pago equivalente en dinero. La justicia conmutativa normaliza estas operaciones,
y tiende a establecer un precio aproximativo del objeto. Este precio no podrá ser
más que aproximativo, porque las variaciones de la moneda, de la mercadería
disponible y del costo de producción hacen imposible la fijación de un precio
absoluto.

La compraventa supone buena fe de parte de ambos contratantes y excluye,


naturalmente, el fraude tanto de palabra como de hecho: si existe hay obligación de
restitución.

En el caso de falsificación de materias alimenticias hay que distinguir lo pecaminoso


y lo criminal. Aceites adulterados que pueden envenenar una población; productos
mezclados a la harina para hacerla absorber más agua y dar mayor peso al pan,
pero que produce trastornos intestinales; mezcla de peróxidos de cobre al papel de
fumar hecho con toda clase de trapos viejos, a fin de quitarle el sabor; etc.; estas
mezclas pueden en cierta cantidad mínima estar autorizadas, pero en dosis
mayores harán al comerciante responsable de la vida de los consumidores.

En materia de mentiras comerciales, hay algunas inofensivas, porque de hecho


nadie las cree y todo el mundo sabe que son propias del oficio del vendedor. En
cambio, hay otras que son graves: por ejemplo, la adulteración de los libros para
vender un negocio, el falsear los daños de un siniestro para cobrar una
indemnización de seguros exagerada. Estos fraudes van contra la justicia
conmutativa y obligan a la restitución.

Un alza de precios injustificada, hecha sólo para obtener una mayor ganancia,
acarrea un gran mal social, sobre todo si se efectúa con materias de primera
necesidad, pues contribuye a un encarecimiento del costo de la vida. Esta medida
es muy de temer que sea imitada por otros, con grave daño de la justicia social. En
la medida en que el nuevo precio es francamente injusto hay obligación de
restitución.

En la compraventa hay desgraciadamente una serie de prácticas que, por lo menos,


hacen los negocios sucios, con mucha frecuencia ofenden a la justicia social, y en
no pocos casos a la conmutativa. El sistema de coimas o comisiones bajo muchas
formas: al vender un inmueble en $500.000 se exige factura por $600.000; o bien
no se tramita un asunto, o no se da el voto favorable en un consejo, sino mediante
comisión. Todos estos sobreprecios, al tratarse de artículos de reventa para el
público, los paga el consumidor al cual se le cargan todos estos gastos. El que exige
tal comisión viola abiertamente los intereses que le han sido confiados; otra cosa es
el que simplemente acepte, sin exigirla, como “propina” tal comisión, sobre todo si
su situación económica es muy deficiente. Lo más triste del caso es que personas

289
honradas, que de ningún modo quisieran usar procedimientos dolosos, se ven
coaccionados por las prácticas a usar el sistema de coimas para poder ejercer su
justo derecho de vender pues de lo contrario no podrían hacerlo. Los Padres Müller y
Azpiazu, lamentando tales prácticas, no se atreven a decir que ante grave daño no
pueda emplearlas un vendedor (cfr. Azpiazu, p. 268).

Al tratar las leyes llamadas “meramente penales” tocamos el punto de la burla de


los impuestos y demás gravámenes fiscales, y se estableció una norma al respecto.

El P. Azpiazu con excelente criterio señala el remedio de fondo a estas corruptelas:


el mejoramiento de la conciencia profesional:

“La doctrina es clara, pero la práctica es peligrosa. La avaricia fácilmente puede


conducir, para librarse de gabelas estatales, al uso de procedimientos injustos y
entonces ya se cae de lleno en lo ilícito.

Las razones externas –de que otros hacen lo mismo– nada valen; las otras –de que
son siempre los buenos los que pagan y están en peor condición que los malos que
usan toda clase de medios– valen algo más, porque para algo se supone que el
Estado quiere, ante todo, la justicia distributiva exacta; pero tampoco son, en
general muy fuertes; las razones de que todo aquello se filtra, acompaña algo más
a la justicia y a la realidad.

En general, hoy se advierte una tendencia enorme a decir que la conciencia


profesional está relajada, sobre todo en el cumplimiento de los deberes para con el
Estado; y paralelamente una enorme tendencia también a defraudar por todos los
medios posibles, justos o injustos, al Estado. Es una antinomia característica de los
tiempos.

Pero nótese que el sistema de las leyes penales deja más cauce abierto al fraude
que el que niega su existencia y trata de interpretar las leyes fiscales con el criterio
que hemos hecho, introduciéndolas dentro del concepto corriente de la ley
verdadera.

El lector ha supuesto que hablamos en este capítulo siempre y solamente de los


industriales y comerciantes particulares, no de los funcionarios del Estado que, o
enseñan los medios de defraudación a los particulares o se dejan sobornar para
examinar cuentas y balances. Estos son reos de injusticia conmutativa para con el
Estado y tienen, en general, obligación de restituir cuanto así robaron o por tales
medios trataron de que se defraudara al Estado en lo que era de justicia” (Azpiazu,
pp. 272-273).

3.3.1.1 El precio justo

En todo contrato de compraventa el precio de lo vendido debe ser justo. Pero, ¿cuál
es el justo precio?

Los economistas liberales no se preocupan de determinar un precio justo, primero


porque es casi imposible hacerlo por la imprecisión de los elementos que
intervienen, y, luego, porque todo precio que resulte determinado por el juego de la
oferta y la demanda es justo. Pero tal doctrina moralmente es falsa, porque la ética
debe intervenir en la fijación del precio como en los demás hechos económicos que
afectan al bien común; y luego, económicamente también falsa porque
frecuentemente no existe el precio libre, ya que la acción combinada de Trusts y
Kartells señalan precios arbitrariamente, cuando no lo hace el Estado. La oferta y la
demanda influyen en el precio, sin determinarlo; ¡cuánto menos determinan el justo
precio!

En la concepción marxista, el justo precio se confunde con la cantidad de trabajo


puesta en la ejecución de una obra. Esta concepción es simplista pues deja de
tomar en cuenta otros valores, como ser la calidad del operario o del artista: no vale
lo mismo un cuadro de Miguel Angel que el de un principiante, aunque ambos
hayan gastado veinte horas en hacerlo, ni valen igual las ocho horas de trabajo de
un peón que las de un obrero especializado o de un técnico.

El justo precio comprende el precio de costo, esto es: justa retribución del trabajo y
del capital, costo de las materias primas, gastos generales de la empresa,
amortización del material, en una palabra todos los gastos necesarios para la
producción. Supone, además, el beneficio justo, o justa ganancia, esto es, la utilidad
que el vendedor tiene derecho a agregar al precio de costo como recompensa de su
actividad, del servicio prestado y de los riesgos corridos. A medida que una
mercadería circula, instaura como una cascada de precios justos, cada uno de los
cuales repercute sobre el siguiente, pues sobre él se basa y le agrega su justa
utilidad.

3.3.1.2 La justa ganancia

291
Tiene un doble fundamento el derecho a la utilidad. Primero, el hecho de que el
productor acerca al cliente los bienes de que éste necesita: la uva de una región
lejana se la acerca a su mesa, o aun más, se la acerca transformada en vino; la
tierra arcillosa, se la acerca transformada en ladrillos que empleará en la
construcción. Este servicio merece una recompensa. El segundo fundamento es el
riesgo que corre el productor: riesgos del mal año agrícola, o del hundimiento de su
barco, o de perder su capital a manos de tramposos, el riesgo de accidente de los
operarios de que debe responder el patrón. La prueba de que el riesgo vale es que
las compañías de seguros lo aprecian y lo cobran al tomarlo sobre sí para cubrir al
asegurado. Como el riesgo en el hombre es fundamento de indemnización, así
también el riesgo del capital justifica la utilidad. De aquí se sigue que en los
negocios en que no hay riesgo alguno, ni tampoco acercamiento de los productos al
consumidor, no hay ningún título que justifique la utilidad. Esta podrá moralmente
ser mayor o menor según mayor sea el servicio que presta al cliente y el riesgo que
corra. Hay ocasiones, como el tiempo de guerra, en que las circunstancias de
peligro son extraordinarias, y también el de la ganancia extraordinaria que aparece
justificada. Bajo el punto de vista de riesgo, mucho mayor es el que corre un
accionista de una compañía que el simple prestamista de la misma, porque estos
están asegurados de ser pagados en primer lugar que los accionistas.

Al determinar la utilidad que tiene derecho a percibir el productor hay que


determinar varias utilidades particulares previas: la ganancia que corresponde al
empresario. Si éste es capitalista y director a la vez, le corresponderá el justo
interés de su capital invertido y el correspondiente a su trabajo de dirección. Si no
es capitalista sino simple director, le corresponderá el jornal por su trabajo que
debe considerar, a más de la compensación de las horas empleadas, la
amortización de su preparación más o menos larga y costosa, la responsabilidad de
una empresa más o menos complicada, los riesgos de una obra en que se aventura
un fracaso, la necesidad de estar procurando nuevos capitales y préstamos
bancarios, etc. El monto de la utilidad legítima de tal empresario no puede
determinarse matemáticamente, sino por la apreciación de una conciencia honrada.

Junto al empresario están sus colaboradores, empleados y obreros, a los cuales se


debe un justo salario según las normas anteriormente dadas. Entre los factores del
salario entran el riesgo que corren su vida, su salud, su estabilidad en el trabajo,
etc., su responsabilidad, su mayor formación técnica. Las ganancias extraordinarias
de la empresa, que en el régimen capitalista van sólo al capital y al director en
forma de gratificación, deben repartirse también entre todos los colaboradores de la
producción.

El interés del capital invertido en acciones, cuya tasa no es fija (hoy día en Chile los
bancos cobran el 10 y el 12%). Hay que tomar en cuenta la depreciación de la
moneda, porque si a quien presta mil pesos, en un año le van a devolver mil pesos
depreciados en un 15 ó 20%, esto es, mil pesos con los cuales podrá comprar 15 ó
20% menos de valores que un año antes, esa depreciación puede legítimamente
entrar en la consideración del interés exigido. A más del justo interés, el productor
tiene derecho a un dividendo que tiene como justificación el riesgo que corre el
capital-acciones, siempre que se hayan cumplido fielmente las obligaciones de
justicia social con los trabajadores y con el consumidor. ¿Cuál haya de ser el tope de
este dividendo? El economista alemán Rodolfo Wagner establecía que no podía
tacharse de beneficio exagerado el que representara el doble de interés legal del
préstamo según la legislación y uso corriente. En Francia, al discutirse los beneficios
hechos por el comercio en tiempo de guerra, estimaron que los superiores al 15%
se debían considerar abusivos. El P. Vermeersh habla de un interés de un 10 a 12%;
el P. Prümmer, O.P., no estima injusto un beneficio del 30%. Como se ve, para
determinar la utilidad hay que volver a las causas que la justifican: el peligro corrido
por el capital, peligro mucho mayor en tiempos de inflación que no permite reponer
el mismo valor de bienes; el servicio prestado al particular y al bien común, a la
sociedad. No es lícito exponer capitales, ni servir a particulares, si es con daño de la
nación, por ejemplo introduciendo drogas nocivas, estupefacientes, etc.

La fijación del precio del producto es otro de los elementos que ha de intervenir
para fijar el justo beneficio. En multitud de artículos los precios están hoy
determinados nacional e internacionalmente, sobre todo cuando en ellos influyen
grandes empresas que los controlan; pero en muchos casos hay anarquía, sobre
todo cuando se trata de productos nuevos, raros, de recientes inventos, etc. Los
moralistas antiguos decían que el precio justo lo fijaba la común estimación y tenía
variaciones: precios máximos y mínimos, y admitían que hubiese un margen entre
ambos que comúnmente estimaban en un 10%, y que el Cardenal Toledo hacía
llegar hasta un 25%. El precio situado dentro de esos márgenes era estimado justo.

El precio de los productos en la vida moderna sufre tremendas oscilaciones entre los
períodos de crisis económicas y los de prosperidad pasajera, que falsean todo
cálculo. En industrias de lujo los beneficios que parecen excesivos pueden ser

293
normales, dada la inmensidad de riesgos que corre el productor. Por tanto, para fijar
el precio del producto habría que atenerse a la estimación de los que en el cuerpo
profesional tienen reputación de prudencia y honradez.

El precio convencional. El hecho de que un precio sea pactado por ambos no


significa que sea justo, pues puede ser fruto de la extorsión: así un obrero sin
trabajo puede aceptar cualquier salario, aunque sea de hambre y no por eso será
justo; un enfermo podrá aceptar cualquier precio por una medicina que necesita, y
no por eso será justo. Si un objeto va a traer gran utilidad al comprador, no por eso
podrá aumentar indebidamente su precio el vendedor: eso sería extorsión. El precio
convencional únicamente es justo, en cuanto puramente convencional, cuando las
partes estipulan lo que estiman justo con riesgo para ambas.

A la gente que tiene que hacer operaciones ordinarias le basta, pues, para estimar
el justo precio atenerse a la común estimación, determinada hoy por lo que hacen
los comerciantes honrados y prudentes del ramo. Cuando se trata de grandes
operaciones que pueden modificar en forma importante la economía nacional hay
que buscar, además, el bien común nacional. Si éste es dañado sólo podrá ser
aceptable dicha operación beneficiosa a un particular cuando de no hacerla se le
seguiría un daño tan grave como el que va a hacer correr a la economía nacional.

3.3.1.3 Consecuencias sobre la licitud del “provecho individual” y de la competencia

Algunos no consideran admisible un régimen en que se admita la ganancia


individual. Ciertamente que tal régimen no es el mejor que puede concebirse, y que
ha de ser rechazado totalmente si concede la primacía a la ganancia sobre la moral,
pero si se ajusta a ésta, deber es del moralista examinarlo y determinar sus normas,
más bien que rechazarlo cerradamente. El sociólogo busca los sistemas sociales
que convienen a una época, el moralista solamente los juzga.

Bajo el punto de vista moral, la ganancia personal de un patrón y la utilidad


colectiva de una empresa serán aceptables si reconocen su parte en ella a todos los
colaboradores que la produjeron y si no gravan indebidamente al consumidor.

La utilidad que cada empresa pueda obtener, una vez que ella se ha ceñido a las
normas de la justicia, será un estímulo para una mejor organización técnica y
comercial, para una mejor atención de los clientes, para un espíritu mayor de
trabajo y de sano riesgo, absolutamente necesario para que progrese la ciencia y la
economía.

Entre dos sistemas sociales, uno fundado en el interés personal y otro en el temor
como en el sistema ruso, el primero es inmensamente superior al segundo, como el
régimen de libertad supera al de la esclavitud. Es indiscutible que el sistema de
ganancia tiene un gran peligro: la competencia amarga y a veces desleal entre
productores y comerciantes y la tendencia a disminuir los costos disminuyendo la
remuneración del trabajo. Por esto, frente a este sistema hay que estar siempre
sobre aviso. Pero, ¿qué incentivo hay que pueda aplicarse en un mundo bastante
generalizado que reemplace al interés de la ganancia? En comunidades pequeñas,
armónicas, de unidad espiritual, no es éste el estimulante que actúa, pero en el
gran mundo del trabajo y del comercio todavía no se ha encontrado otro
estimulante. El día que aparezca uno mejor y sea aceptado lo saludaremos con
alborozo.

La competencia es también una necesidad del comercio: tiene las mismas ventajas
que señalábamos hablando del sistema de utilidad individual; es, por otra parte,
inevitable. Si se lograra suprimirla en el interior del Estado, subsistiría entre
naciones en forma aun más viva y violenta.

El hecho de que no pueda ser suprimida no quiere decir que no pueda ser
racionalizada y moralizada. La justicia impedirá la competencia desleal: engaños
sobre la calidad de las mercaderías, plagios, usurpación de secretos técnicos,
ventas a pérdida para hundir a un competidor y dominar luego sin rival el mercado,
calumnias y noticias falsas echadas a correr para aumentar un precio o para
depreciar otro. La caridad recordará también a los comerciantes que, si bien están
en competencia, son hermanos y tienen intereses comunes que los han de llevar a
la mutua ayuda.

Para encauzar la competencia hacen falta nuevas instituciones, tales como las
corporaciones, que abarquen a todos los que forman parte de una misma profesión
y reglamenten sus intereses profesionales conjugados con el bien común.

La competencia encauzada es una buena fórmula, porque estimula la iniciativa


particular, avivada por el interés, lo que permitirá nuevas fórmulas de progreso que
eviten la rutina. La competencia debe ser humanizada, para impedir que ésta se
convierta en un campo de intrigas con miras al enriquecimiento de unos pocos,
aunque sea al precio de la miseria de los más. La lucha es estimulante y sana,

295
siempre que esté subordinada al bien común.

3.3.1.4 Algunos procedimientos de venta que se usan en nuestros días

El ingenio de los comerciantes se ha agudizado para hacer nuevos clientes y ha


descubierto varios nuevos sistemas de atraerlos.

La venta a plazo por cuotas, tan empleada hoy día para vender sitios, muebles,
radios, etc. El precio total, incluidos los intereses, es muy superior al que hubieran
debido pagar al contado. En la situación actual este sistema, desgraciadamente, es
el único al cual pueden recurrir muchos, especialmente los matrimonios jóvenes
para poder vestirse y adquirir ciertos bienes: si el total del precio se mantiene
dentro de lo justo, no habría nada que criticar, salvo el hecho que en caso de no
poder pagar el comprador pierde el objeto y sus pagos anteriores, lo que es injusto.
Ojalá pudiera reemplazarse por un sistema de crédito personal que permitiera,
mediante una amortización e interés razonable, la adquisición de determinados
objetos, con exclusión de los de lujo.

Venta con regalo de cupones. Cada compra da derecho a cierto número de cupones
para poder retirar con ello determinados productos. Este sistema fascina a muchos
compradores, creyendo poder adquirir gratuitamente ciertos productos, cuando en
realidad los tales productos los pagan todos los consumidores, pues está incluido su
valor en el precio de venta. Hay, pues, una especie de engaño, y de competencia
desleal para los que no pueden emplear tal procedimiento.

Los grandes almacenes en que se vende todo, desde libros a sandwichs, conejos y
amueblados de comedor.

Los grandes almacenes con sucursales en todos los pueblos y barrios. Ambos
sistemas dependen de un capitalismo fuerte central y tienen el inconveniente de
estimular artificialmente el deseo de adquisición, de tener con frecuencia un
personal mal pagado para su servicio, y además realizan una competencia ruinosa
al pequeño comercio, principal medio de vida de las clases medias, que tan
necesarias son en la vida de un país.

La reclame como medio de venta. La propaganda comercial lo llena todo. Se realiza


mediante afiches, telones, letreros luminosos o de humo en el aire, prensa y
folletos. Ha llegado a ser un medio de vida para miles de hombres. La paga íntegra
el consumidor de los productos.

El sistema de propaganda merece varias observaciones de orden moral: primera,


nunca puede un hombre de conciencia poner su arte o entregar sus prensas para
propagandas inmorales (películas, venta de anticoncepcionales, anuncio de casas
de citas, etc.); segundo, debería ser controlada la propaganda de productos que si
no hacen mal no hacen bien: productos farmacéuticos que no tienen más valor que
el envase y el falso prestigio; bebidas de alto precio, porque en ese precio va
incluida la formidable propaganda que las hace penetrar. La propaganda debería
estar sometida a un control juicioso dentro de un organismo corporativo que la
mantuviera dentro de los límites de lo justo y razonable.

Un sistema que debe ser favorecido: las cooperativas de consumo.

Las cooperativas de consumo tienen un funcionamiento bien simple: varios futuros


compradores se asocian, ponen un capital inicial por acciones para facilitar las
instalaciones y hacen las primeras compras. Ellos designan un gerente o
administrador encargado de las ventas, a sueldo o a participación en los beneficios.
Los interesados escogen un consejo que lo asesora y sigue la marcha de la
cooperativa. Las compras las hacen los accionistas o bien al precio de costo más los
gastos de funcionamiento del almacén, o bien al precio del mercado y se reparten
las utilidades a prorrata de las acciones, o a prorrata de las compras hechas.

Este sistema, para marchar adecuadamente, requiere la formación de un espíritu


cooperativo que se adquiere mediante una seria formación. Sin él es peligroso
instaurarlas.

La cooperativa es un precioso auxiliar al bien común, porque además de beneficiar


a los cooperados con un menor precio, beneficia a la sociedad sirviendo como
testimonio del justo precio, e introduce en la sociedad un elemento de ayuda mutua
diferente del simple utilitarismo. En países como Suecia, Dinamarca, Inglaterra,
Canadá las cooperativas de consumo, y otras formas de cooperativas, constituyen
preciosas estructuras que preparan un orden nuevo.

3.3.2. La moneda y los negocios

3.3.2.1 La moneda

La moneda nació como complemento de la vida económica, como complemento del

297
trueque. Hacía falta una medida de valor de los objetos, un instrumento de cambio,
y eso fue la moneda.

Desde el principio se tendió a que fuera metálica, de poco peso y mucho valor, y
fácilmente divisible. El oro fue desde luego reconocido como la más importante;
luego la plata, el cobre y níquel como monedas divisionarias.

A partir del siglo pasado el oro fue completado como moneda con otros medios de
cambio: los certificados de oro y papel moneda respaldados por oro, y luego billetes
garantizados no directamente por depósitos de oro sino por la riqueza nacional.

Las complicaciones de cambio han hecho que una moneda tenga dos valores: uno
en el país –y puede tal moneda no estar respaldada por oro–, y otro fuera del país,
que depende de cuál sea el régimen del país con el cual se negoció. Si en éste rige
régimen de oro, los billetes valdrán en proporción al oro que los respalda; si rige
régimen de papel, valdrán por su valor adquisitivo real.

En los tiempos modernos sólo los Estados acuñan moneda; antes podían también
hacerlo los príncipes y las corporaciones importantes.

Al acuñar moneda se puede realizar una verdadera expoliación de los particulares si


se emite mayor cantidad que la que corresponde a la reserva en oro. Este
procedimiento, que desgraciadamente muchas veces ha sido usado
subrepticiamente, equivale a un verdadero despojo de las economías de los
particulares porque baja su poder adquisitivo, y constituye además un elemento
desquiciador de la armonía económica nacional: destruye el crédito del Estado,
engaña a los asalariados y a todos los que han entregado su tiempo, su dinero, sus
productos en cambio de un valor convenido. Este procedimiento es lo que se llama
inflación: excesiva abundancia de medios de pago con respecto a las mercaderías
que pueden comprarse, lo que se traduce en una disminución del poder de compra
del dinero. La devaluación consiste en hacer variar oficialmente la proporción entre
la reserva oro y el billete que la representa. Inglaterra, Italia, Francia y Rusia
repetidas veces han devaluado su moneda. Este procedimiento aparece algunas
veces como recurso extremo, como un sacrificio pedido al conjunto del pueblo, pero
en forma alguna se puede aprobar sino en casos extremos. La moneda, para tener
valor en los cambios nacionales e internacionales, requiere un minimum de
estabilidad y de seguridad. El mejor régimen, en cuanto a la cantidad de la moneda
en circulación, es que sea igual al volumen de mercaderías puestas en el comercio
multiplicado por la velocidad de circulación de la moneda, según la teoría
cuantitativa de la moneda del profesor americano Irving Fisher. Esta teoría es
bastante aceptada como indicadora de la tendencia existente entre el valor de la
moneda y el precio de los bienes: a precios altos corresponde poco valor en la
moneda; a precios bajos, valor alto de la moneda.

La moneda circulante, el crédito nacional e internacional, el sistema bancario, la


confianza pública, la tranquilidad social e internacional influyen hoy día más de lo
que pueden determinar las voluntades aisladas en la fijación de los precios y en el
estado general de la economía. La amplitud de estos problemas superan la
capacidad corriente de la mayor parte de los hombres de negocios y aun de
grandes financistas que se han demostrado impotentes para resolver los problemas
económicos en el mundo de postguerra.

Desde la última guerra los problemas de cambio internacional se han agravado. La


especulación se ha mezclado y ofensivas concertadas49 han hecho subir o bajar
artificialmente divisas nacionales. El primer deber del Estado es asegurar la
estabilidad de su moneda. Luego podría pensarse en una acción internacional para
crear una moneda internacional que facilitara y regularizara los cambios, aunque
por el momento no parece que nadie piense seriamente en tal medida.

3.3.2.2 La moral bancaria

El banco en la vida económica moderna tiene un oficio múltiple: su principal misión


es recibir los depósitos de los clientes, administrarlos prudentemente, facilitar el
crédito. Desgraciadamente la tendencia a convertirse en comerciante ha dominado
la banca moderna. Algunos países, como Estados Unidos, han tratado de luchar
contra la tendencia de los bancos de depósitos de convertirse también en bancos
de negocios, y de ahí en directores de la economía.

Dejando a un lado los numerosos aspectos técnicos ligados a la vida bancaria,


apuntemos únicamente algunas consideraciones sobre puntos que ofrecen
contactos con la moral:

La inversión de los fondos depositados por los clientes. Parece equitativo, al menos,
que se inviertan en favorecer los intereses o el giro de sus depositantes: por
ejemplo, favoreciendo el comercio o la industria si sus clientes son comerciales o
industriales. Esto toca especialmente a instituciones más especializadas, como las

299
cajas de ahorros, creadas para favorecer la economía de las clases pobres. Es un
contrasentido que tales fondos se destinen a edificios de lujo, de rentas de
departamentos o se presten a instituciones que nada tienen que ver con el
bienestar de las clases menesterosas.

La concesión de créditos bancarios influye enormemente en un proceso de inflación


comercial si se dan con facilidad; en una deflación, si se restringen sobre todo
bruscamente, con el consiguiente cortejo de quiebras y paralización de trabajo.
Estas medidas tienen por tanto que ser sumamente ponderadas.

Misión de impulsar la vida económica. Al banco le incumbe una grave


responsabilidad en el uso de los bienes de que dispone que pueden servir para
impulsar negocios de verdadero valor para la vida del país, negocios que pueden
hundirse si se les niegan los créditos, o ni siquiera llegar a montarse por la misma
razón. En cambio, hay otros negocios más lucrativos para el industrial, pero que no
responden a ninguna necesidad y que pueden encontrar créditos por razones de
amistad, por “cuñas”. Un banco consciente de su misión no puede proceder con
arbitrariedad en estos asuntos que miran al bien común.

Las confidencias que recibe un gerente de banco de los comerciantes o industriales


que le confían sus proyectos o sus apuros lo obligan gravísimamente al secreto
profesional.

Intervención del banco en otras sociedades. Cada vez va siendo mayor la influencia
bancaria en la vida económica toda del país, ya que todas las industrias y comercio
necesitan del crédito, y de esta manera se convierte muchas veces en amo de la
vida y de la muerte. Los bancos suelen también invertir sus fondos en acciones de
compañías las cuales tratan de controlar. Para eso, a más de sus acciones propias,
logran obtener poder de sus clientes para representarlos en las acciones de las
sociedades de accionistas, con lo que llegan a veces a dominarlas. Y tenemos el
contrasentido que una institución con relativamente pocas acciones, gracias a
poderes dados indiscriminadamente, hace en tal institución política propia, designa
consejeros e influye fundamentalmente en sus negocios, que pasan a ser los del
banco.

Consejerías. Hay la gran ambición de entrar a los consejos de los bancos por las
dietas que se perciben y por el enorme poder que confieren tales cargos. Así hay
personas que son consejeros de diez y hasta de veinte consejos diferentes, pues el
banco tiene influencia en muchas instituciones que controla, supervigila, o de las
que es fuerte accionista. Son los consejeros del banco los que ordinariamente
nombran los consejeros de estas otras instituciones que ellos controlan. Puede en
esto llegarse a la inmoralidad por varias razones: primero, por el enorme poder
económico concentrado en pocas instituciones y personas; luego, por la
acumulación de cargos en pocas manos, lo que va contra la justicia distributiva;
tercero, por la poca o ninguna atención seria que puede prestarse a tal variedad de
cargos que deben afrontar graves problemas económicos nacionales e
internacionales, a más de los problemas de la propia institución. Para muchos
consejeros la asistencia a estos consejos es puramente pasiva en lo cual pueden
faltar moralmente en forma muy grave y hacerse cómplices por su omisión de todas
las injusticias que tal vez se cometan y que él ni siquiera se interesa en conocer.

Todo esto pareció tener en mente Pío XI cuando escribió:

“Primeramente, salta a la vista que en nuestros tiempos no se acumulan solamente


riquezas, sino se crean enormes poderes y una prepotencia económica despótica en
manos de muy pocos. Muchas veces no son estos ni dueños siquiera, sino sólo
depositarios y administradores que rigen el capital a su voluntad y arbitrio.

Estos potentados son extraordinariamente poderosos, cuando dueños absolutos del


dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto; diríase que administran la
sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal modo tienen en su mano, por
decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie podría respirar contra su
voluntad.

Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi originaria de la economía


modernísima, es el fruto que naturalmente produjo la libertad infinita de los
competidores, que sólo dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo
lo mismo que decir los que luchan más violentamente, los que menos cuidan de su
conciencia.

A su vez esta concentración de riquezas y fuerzas produce tres clases de conflictos:


la lucha, primero, se encamina a alcanzar ese potentado económico; luego, se inicia
una fiera batalla a fin de obtener el predominio sobre el poder público, y
consiguientemente, de poder abusar de sus fuerzas e influencia en los conflictos
económicos; finalmente, se entabla el combate en el campo internacional, en el que
luchan los Estados pretendiendo usar de su fuerza y poder político para favorecer

301
las utilidades económicas de sus respectivos súbditos o, por el contrario, haciendo
que las fuerzas y el poder económico sean los que resuelvan las controversias
políticas originadas entre las naciones” (QA 39, OSC 3).

Como solución a estos males, el mismo Pontífice propone:

“Ningún remedio eficaz se puede poner a tan lamentable ruina de las almas; y,
mientras perdure ésta, será inútil todo afán de regeneración social, si no vuelven los
hombres franca y sinceramente a la doctrina evangélica, es decir, a los preceptos
de Aquel que sólo tiene palabras de vida eterna, palabra que nunca han de pasar,
aunque pasen el cielo y la tierra. Los verdaderos conocedores de la ciencia social
piden insistentemente una reforma asentada en normas racionales que conduzcan
a la vida económica a un régimen sano y recto. Pero ese régimen, que también Nos
deseamos con vehemencia y favorecemos intensamente, será incompleto e
imperfecto si todas las formas de la actividad humana no se ponen de acuerdo para
imitar y realizar, en cuanto es posible a los hombres, la admirable unidad del plan
divino. Ese régimen perfecto, que con fuerza y energía proclaman la Iglesia y la
misma recta razón humana, exige que todas las cosas vayan dirigidas a Dios como
primero y supremo término de la actividad de toda criatura y que los bienes
creados, cualesquiera que sean, se consideren como meros instrumentos
dependientes de Dios, que tanto deben usarse, en cuanto conducen al logro de ese
supremo fin. Lejos de nosotros tener en menos las profesiones lucrativas o
considerarlas como menos conformes con la dignidad humana; al contrario, la
verdad nos enseña a reconocer en ellas con veneración la voluntad clara del divino
Hacedor, que puso al hombre en la tierra para que la trabajara e hiciera servir a sus
múltiples necesidades. Tampoco está prohibido a los que se dedican a la producción
de bienes aumentar su fortuna justamente; antes es equitativo que el que sirve a la
comunidad aumente su riqueza, se aproveche asimismo del crecimiento del bien
común conforme a su condición, con tal que se guarde el respeto debido a las leyes
de Dios, queden ilesos los derechos de los demás, y en el uso de los bienes se sigan
las normas de la fe y de la recta razón. Si todos, en todas partes y siempre,
observaran esta ley, pronto volverían a los límites de la equidad y de la justa
distribución, no sólo la producción y adquisición de las cosas, sino también el
consumo de las riquezas, que hoy, con frecuencia tan desordenada, se nos ofrece;
al egoísmo, que es la mancha y el gran pecado de nuestros días, sustituiría, en la
práctica y en los hechos, la ley suavísima, pero a la vez eficacísima de la
moderación cristiana, que manda al hombre buscar primero el reino de Dios y su
justicia, porque sabe ciertamente, por la segura promesa de la liberalidad divina,
que los bienes temporales le serán dados por añadidura en la medida que le hiciera
falta’ (Quadragesimo Anno 55)” ([cfr.] Azpiazu, o.c., 1940, pp. 301-307).

3.3.2.3 Algunos aspectos de la moral bursátil

Las bolsas tienen como misión regularizar y facilitar las operaciones comerciales y
dar mayor seriedad a las operaciones y reflejar la situación real de la economía
nacional, ventajas éstas bien reales. Las bolsas, sean de valores o de productos, son
el mercado de tales valores. Las operaciones de compra y venta son realizadas por
los corredores. Hay en ellas operaciones al contado y a plazo. Además de las
operaciones motivadas por la simple inversión de capitales o por la necesidad de
reducir a dinero dichos valores, hay otras motivadas por la especulación, pero es
por la esperanza de ganar diferencias. Hay quienes juegan al alza, tratando de
comprar a término valores, esperando que suban y ganar la diferencia; o bien
juegan a la baja, vendiendo valores con la esperanza de ganar la diferencia. Las
liquidaciones tienen fecha fija. Estas operaciones se complican con otras que se
llaman réport y déport. El réport es una operación de crédito bancario solicitado por
quienes juegan al alza, garantizada por los mismos títulos comprados. Este crédito
se le suministra mediante el pago de intereses y comisiones. El déport, por el
contrario, es ordinariamente el recurso de quien juega a la baja y pide en préstamo
títulos que devolverá más el pago de intereses. Las operaciones a plazo fácilmente
son de simple especulación con ánimo de lucro. Fácilmente se juega al descubierto,
sin dinero ni valores, intentando solamente pagar las diferencias. Estas operaciones
se prestan al peligro que los especuladores, de acuerdo con terceros, hagan subir o
bajar artificialmente los precios con grave daño de la justicia. El precio de un papel
debe estar determinado por la situación de la empresa. Hacerlo variar
artificialmente, haciendo circular noticias de buenos o malos negocios, es
absolutamente ilícito. Esto no impide que quienes con verdadero conocimiento de
los negocios preven [sic] su buen o mal rumbo puedan aprovecharse de sus noticias
para comprar o vender. En este último caso la operación es lícita.

Los negocios que se tramitan en la bolsa son complicadísimos y muy variados, pero
en cuanto a la moral, el problema central se reduce al del justo precio de lo
comprado y vendido: la bolsa no es más que un mercado de compra-venta.

En la mayoría de las operaciones al contado entre particulares que de buena fe

303
quieren colocar sus capitales o reducir a dinero sus títulos no hay mayor problema,
pero en las especulaciones hay varios peligros.

El primero, el de la alteración fraudulenta de los precios valiéndose de noticias


falsas, usando dolosamente de noticias secretas; segundo, convertir la especulación
en un género de vida, pues equivaldría a vivir del juego, con todas sus desastrosas
consecuencias para el patrimonio familiar, a veces de los valores que le han sido
confiados y que no puede restituir, y de los sobresaltos que hace realizar a la
economía nacional, a la estabilidad de las empresas. El especulador de oficio, como
el jugador, suele terminar siempre perdiendo. Las fáciles ganancias excitan el deseo
de la gente sencilla de hacer dinero de esta forma y arriesgan en una jugada, que
creen segura, la economía de años de trabajo. En la práctica de la especulación, no
hablamos de casos aislados sino en su generalización, el fraude y el engaño son
hechos corrientes para alterar el justo precio. Deber del Estado será, pues, tutelar el
orden bursátil y reglamentar seriamente las operaciones para dar garantías al
cliente y a la economía general.

3.3.2.4 El juego y la especulación

El juego y la especulación consisten esencialmente en una ganancia no justificada


por un trabajo ni por un servicio. El juego es efecto del azar. Cuando se arriesgan en
él pequeñas cantidades no puede condenársele sin caer en rigorismo. A partir de un
cierto nivel se convierte en inmoral y el Estado no debería tolerar tal invitación a la
pereza y al desorden.

En la especulación, el azar y la previsión se mezclan en proporciones variables. La


especulación se realiza sobre todo en los negocios de bolsa en los mercados de
materias primas. En el estado actual de la economía no se puede prohibir toda
especulación como moralmente ilícita. Por lo demás sería imposible, dado que en
toda venta a plazo hay una cierta especulación, como en toda colocación de capital
en acciones.

La moral no permite ni las maniobras que falsean las relaciones de oferta y


demanda, como falsas noticias, acaparamientos, ni ciertos mercados ficticios para
obtener únicamente copiosas diferencias. En materia de especulación hace falta
una acción de conjunto de los comerciantes honrados.

3.3.3. El préstamo a interés


3.3.3.1 Frecuencia actual del préstamo a interés

El gran instrumento del mundo capitalista para poder llevar adelante sus empresas
es el crédito. El precio de este crédito es el interés que por él se paga. En la vida
económica moderna, por el servicio de disponer temporalmente de dineros ajenos
se paga un precio, como por cualquier otro servicio (por ir a un teatro, por un
asiento en el ferrocarril).

¿Es justificada esta práctica? ¿Cómo ha sido considerada en las diferentes épocas?

3.3.3.2 Concepción y uso del dinero en la época precapitalista

Hasta el siglo XIX el dinero tenía casi exclusivamente el valor de moneda de


cambio: servía para comprar los bienes de consumo, o para hacer las inversiones
agrícolas o de pequeñas industrias, cuyo desenvolvimiento no necesitaba del
crédito. Sólo producía interés el capital invertido en el campo o en las industrias
artesanales. El resto del dinero permanecía inactivo, guardado e improductivo.

El crédito funcionaba en pequeña escala. Consecuentes con este hecho, los


moralistas no concebían que el dinero que de suyo permanecía inactivo pudiera de
suyo producir frutos o intereses. Desde Aristóteles se venía afirmando que el dinero
era estéril. La cabra engendra un cabro, pero el dinero no engendra dinero.

El préstamo corriente en esa época era para necesidades de consumo y


ordinariamente a personas necesitadas, conocidas o amigas, a las cuales estaba
uno ligado por vínculos de parentesco o amistad.

Existían, eso sí, los usureros, hombres dedicados a sacar de apuros en sus
necesidades sobre todo a los reyes y a quienes armaban ejércitos, y se hacían
pagar muy caros sus servicios. Su actitud chocaba fuertemente con el espíritu
cristiano de la época, y por eso los moralistas fueron llevados a proponerse el
problema si se podía cobrar interés por el dinero dado en préstamo.

Diferentes actos oficiales de la Iglesia se refieren a este problema. El Concilio de


Viena, los concilios Lateranenses 3º, 4º y 5º prohiben la usura; Inocencio XI en
1679, y sobre todo Benedicto XIV en la constitución Vix pervenit de 1745, vuelven
sobre el mismo tema. ¿Cuáles son estas resoluciones, y cuáles los argumentos en
que las fundan?

305
Benedicto XIV dice: “La especie de pecado que se llama usura, se basa en el
contrato de préstamo mutuo. Consiste en que un prestamista, autorizándose del
mismo préstamo cuya naturaleza requiere la igualdad entre lo que se recibe y lo
que se devuelve, exige más de lo que ha entregado y sostiene, en consecuencia,
que tiene derecho, a más del capital, a una utilidad en razón del préstamo mismo.
Por este motivo, toda utilidad de esta suerte que excede al capital es ilícita y
usuraria” (Folliet, p. 97).

Inocencio XI condenó como proposición escandalosa la siguiente: “Siendo el dinero


actual de mayor valor que el futuro, puede el acreedor exigir por tal título algo del
deudor y quedar así libre de usura” (Azpiazu, p. 96).

Estas declaraciones parten de una condenación del préstamo a base de un contrato


de mutuo. El contrato de mutuo es aquel por el cual un bien que se consume al
primer uso se entrega a otro con la obligación de devolver otro bien equivalente al
consumido.

Al entregar a otro un dinero en mutuo, yo se lo doy, ya que él no puede usarlo sin


esta transferencia de propiedad. El dinero no es más del prestamista. Si por el
trabajo de su nuevo propietario produce frutos, yo no puedo reclamar una parte de
ellos, porque él trabajó con lo suyo: res fructificat domino. De la misma manera si la
cosa perece en su poder, si le roban el dinero, por ejemplo, perece para él, que es
su dueño, y yo conservo mi crédito para obtener el equivalente de lo prestado.

Por el simple contrato de mutuo la Iglesia prohibe pedir intereses, por las razones
arriba indicadas. El mutuo no es arrendamiento, porque en el arrendamiento hay
que devolver el mismo bien que se prestó, y en el mutuo, al haberse consumido lo
prestado, sólo se devuelve su equivalente. No es tampoco un depósito, porque hay
un traslado de propiedad.

La proposición condenada por Inocencio XI tenía el sentido que el simple transcurso


de tiempo no cambia el valor del dinero que ha de ser devuelto, pero los
comentaristas más severos de aquella época estaban de acuerdo en que podría
pedirse algo si además de este transcurso hubiera una razón extrínseca, como el
daño para el prestamista.

Estas resoluciones hay que interpretarlas en el sentido estricto de lo condenado,


como arriba se ha expuesto, y en el contexto económico de la época, en que el
dinero era realmente improductivo, simple instrumento de cambio, consumible por
el primer uso.

Aun en esta época admitían, sin embargo, los moralistas desde Santo Tomás, la
licitud de los intereses cuando intervenían títulos extrínsecos al contrato mismo de
mutuo, y reducían estos títulos principalmente a tres: el daño emergente, esto es,
las pérdidas sufridas por el prestamista al prestar; el lucro cesante, lo que deja de
ganar por tal motivo; el peligro en la devolución de lo prestado. Estos motivos,
cuando ocurren, justifican un interés según los grandes moralistas de la época
precapitalista, por ejemplo Lugo y Lessio en sus tratados De Iustitia et Iure.

3.3.3.3 El préstamo a interés en la época capitalista

Las condiciones externas son totalmente diferentes. La expansión de la gran


industria reclama instántemente [sic] el crédito, y una demanda inmensa de
capitales lleva a la formación de bancos que lo ofrecen para ser inmediatamente
transformado en maquinarias, tierras, materias primas. Hoy no se concibe el capital
ocioso.

La orientación del préstamo en la época actual es también diferente: no va


principalmente al consumo sino a la producción.

La naturaleza misma del dinero ha cambiado en la época actual, no porque su


materialidad haya cambiado, sino por las nuevas circunstancias económicas. En la
antigüedad no tenía más valor que el de instrumento de cambio, cosa que se
consumía al primer uso, pero hoy se advierte que el dinero es un capital
representativo de cualquier otro capital: se puede transformar inmediatamente en
máquinas, tierras, barcos…

De aquí, los moralistas modernos llegan a la conclusión que en una economía como
la nuestra, en que la propiedad de los elementos de producción pertenece a los
particulares (distinto sería en el caso de una economía marxista, en que la
producción estuviera reservada al Estado), el dinero ha dejado de ser improductivo.
Es eminentemente productivo: porque no es sino trabajo acumulado convertido en
bien inmaterial, por ejemplo en una maquinaria, y porque con él el hombre puede
producir mucho más que sin él. El dinero en sí, mientras es puro dinero, mientras no
ha sido cambiado, es un puro instrumento de cambio, pero en cuanto ha sido
cambiado se convierte en todo lo que es capaz de hacer producir. Y el dinero en

307
cuanto dinero nadie lo guarda hoy sino en mínimas cantidades; algún raro avaro en
un rincón de su casa, pero ordinariamente está en acciones de compañías, en
bonos, en máquinas, en edificios o títulos de sociedades urbanas: está siempre
invertido en algo productivo; el dinero en cuanto dinero improductivo es un
fenómeno que ha desaparecido de la economía moderna. Esta transformación de la
naturaleza del dinero es un hecho típico de nuestra economía y hace que el dinero
sea algo que se pueda arrendar, porque se arrienda transformado en bienes
comprados; hace que se pueda afirmar que es un bien productivo no consumible
por el primer uso y que por tanto se puede arrendar como se arrienda una casa. El
dinero sólo es improductivo mientras no se cambia en los valores que representa,
pero en el momento en que se cambia por cualquier valor se convierte en capital y,
unido al trabajo, produce. El préstamo a la producción se hace para que sea
transformado en máquinas, en tierras y produzca. Si el prestamista no presta, hará
él una inversión análoga. El título del lucro cesante, raro en la antigüedad, ha
pasado a ser connatural con la economía moderna y su estado normal.

A más de este título de la fecundidad del capital, propio de una economía


capitalista, y de los extrínsecos de daño emergente, lucro cesante y peligro en la
devolución, hay otros admitidos por Benedicto XIV: el contrato de asociación. El
propietario del dinero no entrega su dominio, lo conserva, y mientras otros aportan
su trabajo, su competencia técnica, la dirección, él aporta el dinero y participa en
los riesgos de la empresa, lo que le da derecho a una parte de los beneficios.
Benedicto XIV admite, también, la legitimidad del contrato de renta, otra forma del
contrato de asociación: el prestamista entrega el dinero a otro para que compre un
bien, de cuyos frutos él participará como asociado con todos los riesgos del caso.

Esta justificación del derecho de percibir un interés en la economía capitalista no


significa una aprobación de los procedimientos de esta economía, alejada por
tantos motivos del espíritu cristiano. Hoy, en ella, el capital financiero dispone como
amo del capital industrial; el capital industrial se impone a la técnica y al trabajo. Al
hacer el balance, las compañías asignan un interés al capital, su remuneración
automática, y un dividendo como participación en los beneficios con él obtenidos,
participación de beneficios que niegan al principal factor de la producción que es el
trabajo. Y como estas observaciones, otras que recordamos al referirnos al
capitalismo. Pero todos estos daños no obstan a que en esta economía, que en sí no
es estrictamente injusta, sea lícito el percibir interés. [Lícito] es también para los
cristianos buscar otro régimen económico más justo.
3.3.3.4 La tasa del interés

Ha de acomodarse al valor del servicio prestado. El precio del interés, como todo
precio, debe ser ante todo justo, y debe también atender a la equidad y a la
caridad. La cuantía del interés dependerá, pues, del servicio que presta el dinero a
la producción. En el interés en el préstamo al consumo se justifica un interés en
economía capitalista por el beneficio de que se priva el prestamista, que
normalmente habría obtenido con su dinero, pero la tasa en esta clase de
préstamos debe atender con especial cuidado a la equidad y caridad. Lo lícito
puede, con frecuencia, ser injusto, y opuesto a equidad y a la caridad.

La tasa legal o la corriente, siempre que no se pruebe que es injusta, puede servir
como norma del interés que pueda cobrarse.

El Derecho Canónico50 en su canon 1543 recuerda que si se facilita el dinero en


forma de mutuo no se puede pedir nada en virtud del mismo contrato, pero que se
puede solicitar por los títulos extrínsecos y en proporción a ellos51.

4. Reforma Social o Reforma Moral

4.1 Urgencia de una reforma social

El cotejo de los principios de moral social con la realidad cotidiana en medio de la


cual vivimos nos hace ver cuán lejos estamos de vivir dominados por los principios.
La necesidad de una reforma social es urgente.

“Una gran parte de la humanidad, y no pocos que se llaman cristianos, tienen su


parte en la responsabilidad colectiva por el aumento del error y de la maldad, y la
falta de fibra moral en la sociedad presente” (Pío XII, Mensaje de Navidad de 1942,
OSC 337).

“Estas condiciones de seguridad social deben realizarse si es que queremos que la


sociedad no se vea sacudida, cada momento, por fermentos de turbulencias y por
peligrosas rebeliones, sino que se tranquilice y progrese en armonía, en paz y en
amor mutuo” (Pío XII, Junio de 1943, OSC 338).

4.2 Reforma moral y religiosa

“En opinión de algunos la llamada cuestión social es solamente económica, siendo

309
por el contrario ciertísimo, que es principalmente moral y religiosa, y por esto ha de
resolverse en conformidad con las leyes de la moral y de la religión… Alejad del
alma los sentimientos que infiltró la educación cristiana; quitad la previsión,
modestia, paciencia y las demás virtudes morales e inútilmente se obtendrá la
prosperidad, aunque con grandes esfuerzos se pretenda” (León XIII, Graves de
communi [10], OSC 300). “Por esto, si remedio ha de tener el mal que ahora padece
la sociedad, este remedio no puede ser otro que la restauración de la vida e
instituciones cristianas” (RN 22, OSC 301).

Pío XI nos repite con insistencia las mismas ideas:

“…a esta restauración social tan deseada debe preceder la renovación profunda del
espíritu cristiano, del cual se han apartado desgraciadamente tantos hombres
dedicados a la economía; de lo contrario, todos los esfuerzos serán estériles y el
edificio se asentará no sobre roca, sino sobre arena movediza” (QA 52, OSC 307).

“Los verdaderos conocedores de la ciencia social piden insistentemente una


reforma asentada en normas racionales, que reconduzcan la vida económica a un
régimen sano y recto. Pero ese régimen, que también Nos deseamos con
vehemencia y favorecemos intensamente, será incompleto [e imperfecto] si todas
las formas de la actividad humana no se ponen de acuerdo para imitar y realizar, en
cuanto es posible a los hombres, la admirable unidad del divino consejo. Ese
régimen perfecto, que con fuerza y energía proclaman la Iglesia y la misma recta
razón humana, exige que todas las cosas vayan dirigidas a Dios, como a primero y
supremo término de la actividad de toda criatura, y que los bienes creados,
cualesquiera que sean, se consideren como meros instrumentos dependientes de
Dios, que en tanto deben usarse en cuanto conducen al logro de ese supremo fin.
Lejos de nosotros tener en menos las profesiones lucrativas o considerarlas como
menos conformes con la dignidad humana; al contrario, la verdad nos enseña a
reconocer en ellas, con veneración, la voluntad clara del divino Hacedor, que puso
al hombre en la tierra para que la trabajara e hiciera servir a sus múltiples
necesidades. Tampoco está prohibido a los que se dedican a la producción de
bienes aumentar su fortuna justamente; antes es equitativo que el que sirve a la
comunidad y aumenta su riqueza, se aproveche asimismo del crecimiento del bien
común conforme a su condición, con tal que se guarde el respeto debido a las leyes
de Dios, queden ilesos los derechos de los demás, y en el uso de los bienes se sigan
las normas de la fe y de la recta razón. Si todos, en todas partes y siempre,
observaran esta ley, pronto volverían a los límites de la equidad y de la justa
distribución no sólo la producción y adquisición de las cosas, sino también el
consumo de las riquezas, que hoy con frecuencia tan desordenado se nos ofrece; al
egoísmo, que es la mancha y el gran pecado de nuestros días, sustituiría en la
práctica y en los hechos la ley suavísima, pero a la vez efícasísima, de la
moderación cristiana, que manda al hombre buscar primero el reino de Dios y su
justicia, porque sabe ciertamente por la segura promesa de la liberalidad divina que
los bienes temporales le serán dados por añadidura, en la medida que le hiciere
falta” (QA 55, OSC 308).

4.2.1 La vida evangélica

“Como en todos los períodos más borrascosos de la historia de la Iglesia, así hoy
todavía el remedio fundamental está en una sincera renovación de la vida privada y
pública según los principios del Evangelio en todos aquellos que se glorían de
pertenecer al redil de Cristo, para que sean verdaderamente la sal de la tierra que
preserva la sociedad humana de una corrupción total.

Con ánimo profundamente agradecido al Padre de la luces, de quien desciende


‘toda dádiva buena y todo don perfecto’; vemos en todas partes signos
consoladores de esta renovación espiritual, no sólo en tantas almas singularmente
elegidas que en estos últimos años se han elevado a la cumbre de la más sublime
santidad, y en tantas otras, cada vez más numerosas, que generosamente caminan
hacia la misma luminosa meta; sino también en una piedad sentida y vivida que
reflorece en todas las clases de la sociedad, aun en las más cultas, como lo hemos
hecho notar en nuestro reciente Motu proprio In multis solatiis, del 28 de Octubre
pasado, con ocasión de la reorganización de la Academia Pontificia de Ciencias” (DR
41 y 42, OSC 311).

La renovación de la vida según los principios del Evangelio es una transformación


de los individuos, tomados uno a uno, según los principios de Cristo, para mirar la
vida con sus ojos, juzgarla con su criterio, para hacer en la tierra lo que Él haría si
estuviese en nuestro lugar. Este ideal es altísimo, es la más pura santidad, pero
nada menos que con ese tipo de hombres de cualquier estado y condición social
puede pensarse en realizar una reforma social. El cristianismo vivido íntegramente
por un grupo numeroso de cristianos será la levadura que hará levantar la masa y
transformará también las instituciones públicas.

311
El mundo, casi sin darse cuenta de ello, está ansioso de encontrar tales hombres,
resueltos a realizar un ideal absoluto; cuando los encuentre, serán muchos los que
lo seguirán. El alma humana es “naturaliter christiana”.

“…procuremos ayudar con todas nuestras fuerzas a aquellas miserables almas


alejadas de Dios, y enseñémoslas a separarse de los excesivos cuidados temporales
y aspirar confiadamente hacia las cosas eternas. A veces se obtendrá esto más
fácilmente de lo que a primera vista pudiera esperarse. Puesto que si en el fondo
aun del hombre más perdido se esconden, como brasas debajo de la ceniza, fuerzas
espirituales admirables, testimonios indudables del alma naturalmente cristiana,
¡cuánto más en los corazones de aquellos, y son los más, que han ido al error más
bien por ignorancia o por las circunstancias exteriores!” (QA 57, OSC 330).

La vida según los preceptos del Evangelio supone la práctica de todas las virtudes:
sólo nos detendremos en aquellas que tienen un carácter más eminentemente
social, aunque en verdad todas lo realizan, aun aquellas que despectivamente
llaman algunos “pasivas”, como la mortificación, la oración, la pureza, la
obediencia. Sin ellas no se concibe un apóstol cristiano, y su ausencia constituye la
raíz de los males que lamentamos.

4.2.2 El amor cristiano

El cristianismo se resume entero en el mensaje del amor: (textos Humanismo


Social)52.

Esta preeminencia de la caridad en la mente de Cristo y en la de quienes fueron los


depositarios inmediatos de su doctrina hace que la primera virtud que reclama la
reforma social, es la caridad. León XIII pide a los Obispos que con la autoridad y con
el ejemplo inculquen ante nada

“…la caridad, señora y reina de todas las virtudes. Porque la salud que se desea,
principalmente se ha de esperar de una grande efusión de caridad, es decir, de
caridad cristiana, en que se compendia la ley de todo el Evangelio, y que, dispuesta
siempre a sacrificarse a sí propia por el bien de los demás, es al hombre, contra la
arrogancia del siglo y el desmedido amor de sí, antídoto ciertísimo, virtud cuyos
oficios y divinos caracteres describió el apóstol Pablo con estas palabras: La caridad
es paciente, es benigna; no busca su provecho; todo lo sobrelleva; todo lo soporta”
[1 Co 13, 6 y 7] (RN 45, OSC 304).
“¡Como se engañan los reformadores incautos, que desprecian soberbiamente la ley
de la caridad, porque sólo se cuidan de hacer observar la justicia conmutativa!
Ciertamente, la caridad no debe considerarse como una sustitución de los deberes
de justicia que injustamente dejan de cumplirse. Pero, aun suponiendo que cada
uno de los hombres obtenga todo aquello a que tiene derecho, siempre queda para
la caridad un campo dilatadísimo. La justicia sola, aun observada puntualmente,
puede, es verdad, hacer desaparecer la causa de las luchas sociales, pero nunca
unir los corazones y enlazar los ánimos. Ahora bien, todas las instituciones
destinadas a consolidar la paz y promover la colaboración social, por bien
concebidas que parezcan, reciben su principal firmeza del mutuo vínculo espiritual
que une a los miembros entre sí; cuando falta ese lazo de unión, la experiencia
demuestra que las fórmulas más perfectas no tienen éxito alguno. La verdadera
unión de todos en aras del bien común sólo se alcanza cuando todas las partes de
la sociedad sienten íntimamente que son miembros de una gran familia e hijos del
mismo Padre celestial, más aún, un sólo cuerpo en Cristo, ‘siendo todos
recíprocamente miembros los unos de los otros’ [Rm 12,5], por donde ‘si un
miembro padece, todos los miembros se compadecen’ [1Co 12,26]. Entonces los
ricos y demás directores cambiarán su indiferencia habitual hacia los hermanos más
pobres en un amor solícito y activo, recibirán con corazón abierto sus peticiones
justas, y perdonarán de corazón sus posibles culpas y errores. Por su parte, los
obreros depondrán sinceramente ese sentimiento de odio y envidia, de que tan
hábilmente abusan los propagadores de la lucha social, y aceptarán sin molestia el
puesto que les ha señalado la divina Providencia en la sociedad humana, o mejor
dicho, lo estimarán mucho, bien persuadidos de que colaboran útil y honrosamente
al bien común cada uno según su propio grado y oficio, y que siguen así de cerca
las huellas de Aquel que, siendo Dios, quiso ser entre los hombres obrero, y
aparecer como hijo de obrero” (QA 56, OSC 309).

“Pero cuando vemos, por un lado, una muchedumbre de indigentes que, por causas
ajenas a su voluntad, están realmente oprimidos por la miseria; y por otro lado,
junto a ellos, tantos que se divierten inconsideradamente y gastan enormes sumas
en cosas inútiles, no podemos menos de reconocer con dolor que no sólo no es bien
observada la justicia, sino que tampoco se ha profundizado lo suficiente en el
precepto de la caridad cristiana, ni se vive conforme a él en la práctica cotidiana.
Deseamos, pues, Venerables Hermanos, que sea más y más explicado, de palabra y
por escrito, este divino precepto, precioso distintivo dejado por Cristo a sus

313
verdaderos discípulos; este precepto que nos enseña a ver en los que sufren a Jesús
mismo y nos obliga a amar a nuestros hermanos como el divino Salvador nos ha
amado, es decir, hasta el sacrificio de nosotros mismos, y si es necesario, aun de la
propia vida. Mediten todos a menudo aquellas palabras, consoladoras por una
parte, pero terribles por otra, de la sentencia final que pronunciará [el Juez Supremo
en] el día del Juicio final: ‘Venid, benditos de mi Padre…, porque tuve hambre y me
disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber… En verdad os digo: siempre que
lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis’.
Y por el contrario: ‘Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno…, porque tuve hambre
y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber… En verdad os digo:
siempre que dejasteis de hacerlo con alguno de estos mis pequeños hermanos,
dejasteis de hacerlo conmigo’ (Mt 25,34-40.44-45)” (DR 47, OSC 315).

4.2.3 Hambre y sed de justicia

“Pero la caridad nunca será verdadera caridad sino tiene siempre en cuenta la
justicia. El Apóstol enseña que ‘quien ama al prójimo, ha cumplido la ley’; y da la
razón: ‘porque el No fornicar, No matar, No robar… y cualquier otro mandato, se
resume en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo [Rm 13,8-9]. Si,
pues, según el Apóstol, todos los deberes se reducen al único precepto de la
verdadera caridad, también se reducirán a él los que son de estricta justicia, como
el no matar y el no robar; una caridad que prive al obrero del salario al que tiene
estricto derecho, no es caridad, sino un vano nombre y una vacía apariencia de
caridad. Ni el obrero tiene necesidad de recibir como limosna lo que le corresponde
por justicia, ni puede pretender nadie eximirse con pequeñas dádivas de
misericordia de los grandes deberes impuestos por la justicia. La caridad y la
justicia imponen deberes, con frecuencia acerca del mismo objeto, pero bajo
diversos aspectos; y los obreros, por razón de su propia dignidad, son justamente
muy sensibles a estos deberes de los demás que dicen relación a ellos” (DR 49, OSC
179).

“Por esto nos dirigimos de modo particular a vosotros, patrones e industriales


cristianos, cuya tarea es a menudo tan difícil porque vosotros padecéis la pesada
herencia de los errores de un régimen económico inicuo que ha ejercitado su
ruinoso influjo durante varias generaciones; acordaos de vuestra responsabilidad.
Es, por desgracia, verdad que el modo de obrar de ciertos medios católicos ha
contribuido a quebrantar la confianza de los trabajadores en la religión de
Jesucristo. No querían aquéllos comprender que la caridad cristiana exige el
reconocimiento de ciertos derechos debidos al obrero y que la Iglesia le ha
reconocido explícitamente. ¿Cómo juzgar de la conducta de los patronos católicos
que en algunas partes consiguieron impedir la lectura de Nuestra Encíclica
Quadragesimo Anno en sus iglesias personales? ¿O la de aquellos industriales
católicos que se han mostrado hasta hoy enemigos de un movimiento obrero
recomendado por Nos mismo? ¿Y no es de lamentar que el derecho de propiedad,
reconocido por la Iglesia, haya sido usado algunas veces para defraudar al obrero
de su justo salario y de sus derechos sociales” [DR 50] (OSC 317).

“El alma de la paz, digna de ese nombre, y su espíritu vivificador, sólo podrá ser
una: una justicia que, en forma imparcial, dé a cada uno lo que le corresponda, y
obtenga de cada uno lo que debe; una justicia que no dé todas las cosas a todos,
pero que a todos dé amor y no haga daño… una justicia que sea hija de la verdad, y
madre de una sana libertad y de segura grandeza” (Pío XII, 1º de Septiembre de
1944, OSC 185).

“…las reglas, aun las mejores que puedan establecerse, jamás serán perfectas y
serán condenadas al fracaso si los que gobiernan los destinos de los pueblos y esos
mismos pueblos no se impregnan con un espíritu de buena voluntad, de hambre y
sed de justicia, y de amor universal, que es el objetivo final del idealismo cristiano”
(Pío XII, Navidad de 1940; OSC 183).

4.2.4 Sobriedad de vida (cfr. Humanismo Social)

En la encíclica sobre el comunismo ateo exhorta el Papa a

“…una vida más modesta; renunciar a los placeres, muchas veces hasta
pecaminosos, que el mundo ofrece hoy en tanta abundancia; olvidarse de sí mismo,
por el amor del prójimo. Hay una divina fuerza regeneradora en este ‘precepto
nuevo’, como lo llamaba Jesús, de la caridad cristiana, cuya fiel observancia
infundirá en los corazones una paz interna que no conoce el mundo, y remediará
eficazmente los males que afligen a la humanidad” [DR 48] (OSC 316).

Daños del lujo53

4.2.5 Espíritu de pobreza

La pobreza a la cual el Evangelio promete la felicidad no es la miseria, ni la

315
mendicidad, ni la condición proletaria, sino saberse reducir a lo necesario,
despojarse de lo superfluo, despego de los bienes terrenos. El pobre de hecho, que
acepta con corazón generoso su pobreza, la inseguridad y la dependencia será feliz
en el otro mundo, y aun en éste, pues goza de la verdadera paz que se asienta en el
alma. El que todo lo renuncia, todo lo posee, y pasa por la vida con una mirada
libre, pura y desposeída.

El rico, si quiere ser feliz, el Señor se lo dice, tiene que hacerse pobre. Que posea
sus riquezas como quien no es dueño sino simple administrador. No podrá servir
dos señores: el servicio de Dios es incompatible con el servicio de las riquezas. No
alcanzará el espíritu de pobreza sino el rico que acepta un minimum de pobreza
efectiva, que se reducirá a lo necesario y depositará lo superfluo en el seno de los
pobres.

En nuestros tiempos de alta cultura y de elevado standard de vida es necesario que


los hombres tengan el valor de abrazar la pobreza, para que otros puedan escapar
de la miseria. Si el reino de la abundancia llega alguna vez a instaurarse, los
hombres necesitarán como nunca la pobreza y el espíritu de sacrificio si quieren
seguir permaneciendo hombres libres y no esclavos.

Esta es la verdad que nos inculca Pío XI cuando dice:

“Todos los cristianos, ricos y pobres, deben tener siempre fija la mirada en el cielo,
recordando que ‘no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos tras de la
futura’ [Hb 13,14]. Los ricos no deben poner su felicidad en las cosas de la tierra, ni
enderezar sus mejores esfuerzos a conseguirlas; sino que, considerándose sólo
como administradores que saben tienen que dar cuenta al Supremo Dueño, se
sirvan de ellas como de preciosos medios que Dios les otorga para hacer el bien; y
no dejen de distribuir a los pobres lo superfluo, según el precepto evangélico. De lo
contrario, se verificará en ellos y en sus riquezas la severa sentencia de Santiago
Apóstol: ‘Ea, pues, ricos, llorad, levantad el grito en vista de las desdichas que han
de sobreveniros. Podridos están vuestros bienes, y vuestras ropas han sido roídas
por la polilla. El oro y la plata vuestra se han enmohecido; y el orín de estos metales
dará testimonio contra vosotros, y devorará vuestras carnes como un fuego. Os
habéis atesorado ira para los últimos días’” [St 5,1-3] (DR 44, OSC 313).

4.2.6 Oración y penitencia


Pío XI como poderosísimo medio nos recomienda

“…el espíritu de oración, unido a la penitencia cristiana. Cuando los Apóstoles


preguntaron al Salvador por qué no habían podido librar del espíritu maligno a un
endemoniado, les respondió el Señor: ‘Tales demonios no se lanzan más que con la
oración y el ayuno’ [Mt 17,20]. Tampoco podrá ser vencido el mal que hoy
atormenta a la humanidad sino con una santa cruzada universal de oración y de
penitencia; y recomendamos singularmente a las Órdenes contemplativas,
masculinas y femeninas, que redoblen sus súplicas y sacrificios para impetrar del
Cielo una poderosa ayuda a la Iglesia en las luchas presentes, con la potente
intercesión de la Virgen Inmaculada, la cual, así como un día aplastó la cabeza de la
antigua serpiente, así también es hoy segura defensa e invencible ‘Auxilio de los
cristianos’” (DR 59, OSC 318).

El mismo Pontífice señala un fruto especial de la oración:

“La oración quitará, además, la misma causa de las dificultades de la hora presente,
que arriba hemos señalado, esto es, la insaciable codicia de bienes terrenos. El
hombre que ora, mira hacia arriba, o sea, a los bienes del cielo, que medita y desea;
todo su ser se inmerge en la contemplación del admirable orden puesto por Dios,
que no conoce la manía de los éxitos, y no se pierde en fútiles competencias de
siempre mayores velocidades; y así casi por sí mismo se restablecerá el equilibrio
entre el trabajo y el descanso, que con grave daño para la vida física, económica y
moral, falta por completo en la actual sociedad. Porque si los que, por causa de
excesiva producción fabril, han caído en la desocupación y en la miseria, quisieran
dar el tiempo conveniente a la oración, conseguirían con ello que el trabajo y la
producción volvieran muy pronto a los límites razonables; y la lucha que ahora
divide la humanidad en dos grandes campos de batalla, en que se disputan
intereses meramente pasajeros, quedaría absorbida en la noble y pacífica contienda
por la adquisición de los bienes celestes y eternos.

De esta manera se abriría también camino a la tan suspirada paz, como bellamente
insinúa San Pablo, cuando [junta] el precepto de la oración con los santos deseos de
la paz y de la salvación de todos los hombres: “Os recomiendo, pues, ante todas
cosas que se hagan súplicas, oraciones, rogativas, acciones de gracias por todos los
hombres; por los reyes y por todos los constituídos en alto puesto, a fin de que
tengamos una vida quieta y tranquila en el ejercicio de toda piedad y honestidad.

317
Porque ésta es una cosa buena y agradable a los ojos de Dios, Salvador nuestro; el
cual quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad
(1Tm 2,1-4)” (CCC 13 y 14, OSC 320).

“Dejad que vuestros pensamientos y los sentimientos de vuestro corazón estimulen


vuestra fe, obreros y obreras cristianos, renovando la vida de vuestra fe,
fortaleciéndola con la plegaria cotidiana. Dejad que con oraciones comiencen y
terminen vuestros días de trabajo. Dejad que vuestros pensamientos y los
sentimientos de vuestro corazón iluminen y enardezcan vuestras almas,
especialmente durante el descanso dominical y en las fiestas de guardar, haciendo
que ellos os acompañen y guíen al asistir a la Santa Misa.

Nuestro Salvador, Obrero como vosotros, en Su vida terrenal fue obediente al Padre,
hasta la muerte, y ahora, en el altar, Calvario incruento, renueva perpetuamente Su
mismo Sacrificio, para el bien del mundo, completando así la obra de redención y
convirtiéndose en el Dador de la Gracia y el Pan de Vida para aquellas almas que Lo
aman y que, en sus debilidades, se vuelven a Él buscando remedio.

Que todo obrero cristiano renueve, ante el altar de la Iglesia, su promesa de


trabajar obediente al Divino Precepto del trabajo, sea éste el que fuere, intelectual o
manual, para ganar, con sus fatigas y sacrificios, el pan que alimenta a los que
ama, siempre recordando el fin moral de la vida terrenal y la vida eterna,
conformando sus intenciones con las del Salvador y convirtiendo su trabajo en
himno de alabanzas a Dios.

En toda circunstancia y ocasión, amados hijos e hijas, sostened y defended vuestra


dignidad personal. Los materiales con que trabajáis fueron creados por Dios desde
el principio del mundo y, en los laboratorios de los siglos, fueron moldeados por Él,
sobre la tierra y en sus profundas entrañas, por cataclismos, evolución natural,
erupciones y transformaciones, para preparar una morada al hombre, y para su
trabajo. Dejad, pues, que estos materiales se conviertan en perenne recuerdo de la
Mano Creadora de Dios, y dejad que por este medio vuestras almas se eleven a Él,
Legislador Supremo, cuyos preceptos deben observarse hasta en la vida de las
fábricas” (Pío XII, Junio de 1943; OSC 322).

4.2.7 Formación social (cfr. Humanismo Social, capítulo sobre la formación social)

“Para dar a esta acción una eficacia mayor, es muy necesario promover el estudio
de los problemas sociales a la luz de la doctrina de la Iglesia y difundir sus
enseñanzas bajo la dirección de la Autoridad de Dios constituida en la Iglesia
misma. Si el modo de proceder de algunos católicos ha dejado que desear en el
campo económico-social, ello se debe con frecuencia a que no han conocido
suficientemente ni meditado las enseñanzas de los Sumos Pontífices en la materia.
Por esto es sumamente necesario que en todas las clases de la sociedad se
promueva una más intensa formación social, correspondiente al diverso grado de
cultura intelectual, y se procure con toda solicitud e industria la más amplia difusión
de las enseñanzas de la Iglesia aun entre la clase obrera. Ilumínense las mentes con
la segura luz de la doctrina católica, muévanse las voluntades a seguirla y aplicarla
como norma de una vida recta, por el cumplimiento concienzudo de los múltiples
deberes sociales. Y así se evitará esa incoherencia y discontinuidad en la vida
cristiana de la que varias veces Nos hemos lamentado, y que hace que algunos,
mientras son aparentemente fieles al cumplimiento de sus deberes religiosos,
luego, en el campo del trabajo, o de la industria, o de la profesión, o en el comercio,
o en el empleo, por un deplorable desdoblamiento de conciencia, llevan una vida
demasiado disconforme con las claras normas de la justicia y de la caridad cristiana,
dando así grave escándalo a los débiles y ofreciendo a los malos fácil pretexto para
desacreditar a la Iglesia misma” (DR 55, OSC 323).

Nótese que el Papa desea que la formación en el conocimiento de los derechos y


deberes sociales se dé a todas las clases sociales, incluso a los obreros. Algunos
piensan que es imprudente54.

4.2.8 Acción social

Suma urgencia reclamaba León XIII para la acción social:

“Aplíquese cada uno a la parte que le toca, y prontísimamente, no sea que con el
retraso de la medicina se haga incurable el mal, que es ya [tan] grande. Den leyes y
ordenanzas previsoras los que gobiernan los Estados; tengan presentes sus deberes
los ricos y los amos; esfuércense, como es razón, los proletarios cuya es la causa; y
puesto que la Religión, como al principio dijimos, es la única que puede arrancar de
raíz el mal, pongan todos la mira principalmente en restaurar las costumbres
cristianas, sin las cuales esas mismas armas de la prudencia, que se piensa son
muy idóneas, valdrán muy poco para alcanzar el bien deseado.

La Iglesia, por lo que a ella le toca, en ningún tiempo y en ninguna manera

319
consentirá que se eche de menos su acción; y será la ayuda que preste tanto mayor
cuanto mayor sea la libertad de acción que se le deje; y esto entiéndanlo
particularmente aquellos cuyo deber es mirar por el bien público.

Apliquen todas las fuerzas de su ánimo y toda su industria los sagrados ministros y,
precediéndoles vosotros, Venerables Hermanos, con la autoridad y con el ejemplo,
no cesen de inculcar a los hombres de todas las clases las enseñanzas de vida,
tomadas del Evangelio; con cuantos medios puedan, trabajen en bien de los
pueblos, y especialmente procuren conservar en sí, y excitar en los otros, lo mismo
en los de las clases más altas que en los de las más bajas, la caridad, señora y reina
de todas las virtudes. Porque la salud que se desea, principalmente se ha de
esperar de una grande efusión de caridad, es decir, [la] caridad cristiana, en que se
compendia la ley de todo el Evangelio, y que, dispuesta siempre a sacrificarse a sí
propia por el bien de los demás, es al hombre, contra la arrogancia del siglo y el
desmedido amor de sí, antídoto ciertísimo, virtud cuyos oficios y divinos caracteres
describió el Apóstol Pablo con estas palabras: La Caridad es paciente, es benigna;
no busca su provecho; todo lo sobrelleva; todo lo soporta” [1Co 13,4-7] (RN 45, OSC
328).

Esta urgencia la han venido renovando los últimos Papas ante el crecimiento de los
males cada vez mayores.

“Nada debe quedar por hacer para apartar a la sociedad de tan graves males;
tiendan a eso nuestros trabajos, nuestros esfuerzos, nuestras continuas y fervientes
oraciones a Dios. Puesto que, con el auxilio de la gracia divina, en nuestras manos
está la suerte de la familia humana.

No permitamos, Venerables Hermanos y amados Hijos, que los hijos de este siglo
entre sí parezcan más prudentes que nosotros, que por la divina bondad somos
hijos de la luz. Los hemos visto escogiendo con suma sagacidad activos adeptos, y
formándolos para esparcir sus errores de día en día más extensamente entre todas
las clases y en todos los puntos de la tierra.

Siempre que tratan de atacar con más vehemencia a la Iglesia de Cristo, los vemos
acallar sus internas diferencias, formar en la mayor concordia un solo frente de
batalla, y trabajar con todas sus fuerzas unidas para alcanzar el fin común” (QA 58,
OSC 332).
“Confiamos en que nuestros fieles hijos e hijas del mundo católico, heraldos de la
idea social-cristiana, contribuirán –aun al precio de considerables sacrificios– al
progreso hacia esa justicia social, en busca de la cual todos los discípulos
verdaderos de Cristo deben sufrir hambre y sed” (Pío XII, 1º de Septiembre de 1944,
OSC 339).

4.2.9 Acción del sacerdote

En primer lugar, a los sacerdotes, encargados de tener encendida la luz de la fe,


pide el Papa que vayan al pueblo:

“De modo particular recordamos a los sacerdotes la exhortación tantas veces


repetida por Nuestro Predecesor León XIII de ir al obrero; exhortación que Nos
hacemos nuestra, completándola: ´Id al obrero, especialmente al obrero pobre, y en
general, id a los pobres`, siguiendo en esto las enseñanzas de Jesús y de su Iglesia.
Los pobres, en efecto, son los que están más expuestos a las insidias de los
agitadores, que explotan su mísera condición para encender la envidia contra los
ricos y excitarlos a tomar por la fuerza lo que les parece que la fortuna les ha
negado injustamente; y si el sacerdote no va a los obreros, a los pobres, a
prevenirlos o a desengañarlos de los prejuicios y falsas teorías, llegarán a ser fácil
presa de los apóstoles del comunismo”.

“No podemos negar que se ha hecho ya mucho en este sentido, especialmente


después de las Encíclicas Rerum Novarum y Quadragesimo Anno; y saludamos con
paterna complacencia el industrioso celo pastoral de tantos Obispos y sacerdotes,
que con las debidas prudentes cautelas, van excogitando y probando nuevos
métodos de apostolado que corresponden mejor a las exigencias modernas. Pero
todo esto es aún demasiado poco para las presentes necesidades. Así como cuando
la Patria está en peligro, todo lo que no es estrictamente necesario o no está
directamente ordenado a la urgente necesidad de la defensa común pasa a
segunda línea, así también en nuestro caso, toda otra obra, por más hermosa y
buena que sea, debe ceder el puesto a la vital necesidad de salvar las bases
mismas de la fe y de la civilización cristiana. Por consiguiente, los sacerdotes en sus
parroquias, dedicándose, naturalmente, cuanto sea necesario al cuidado ordinario
de los fieles, reserven la mejor y la mayor parte de sus fuerzas y de su actividad
para volver a ganar las masas trabajadoras a Cristo y a su Iglesia y para hacer
penetrar el espíritu cristiano en los medios que le son más ajenos. En las masas

321
populares hallarán una inesperada correspondencia y abundancia de frutos, que les
compensarán del duro trabajo de la primera roturación, como lo hemos visto y lo
vemos en Roma y en otras metrópolis, donde en las nuevas iglesias que van
surgiendo en los barrios periféricos se van reuniendo celosas comunidades
parroquiales y se operan verdaderos milagros de conversión en poblaciones que
eran hostiles a la religión, sólo porque no la conocían” (DR 61-62, OSC 348-349).

Esta es la misma doctrina que repite al episcopado filipino:

“Vuestra solicitud paternal deberá cuidar con singular atención, tanto de los obreros
industriales como de los campesinos: son ellos los predilectos de nuestro corazón,
porque se hallan en la situación social que Nuestro Señor escogió para Sí durante su
vida terrena, y porque las condiciones de su vida material los sujetan a mayores
sufrimientos, puesto que a menudo se ven privados de los medios suficientes para
la vida digna de un cristiano y de aquella tranquilidad de espíritu que nace de la
seguridad del porvenir. En su mayoría, carecen, desgraciadamente, de aquellas
confortaciones espirituales y morales que podrían sostenerlos en sus angustias.
Además, su misma situación los expone a ser más fácilmente penetrables por
aquellas doctrinas que se dicen, es cierto, inspiradas en el bien del obrero y de los
humildes en general, pero que están llenas de errores funestos, puesto que
combaten la fe cristiana, que asegura las bases del derecho y de la justicia social, y
rehusan el espíritu de fraternidad y caridad inculcado por el Evangelio, el solo que
puede garantizar una sincera colaboración entre las clases. De otra parte, tales
doctrinas comunistas, fundadas en el puro materialismo y en el deseo desenfrenado
de los bienes terrenos, como si ellos fuesen capaces de satisfacer plenamente al
hombre, y porque prescinden en absoluto de su fin ultraterreno, se han mostrado en
la práctica llenas de ilusiones e incapaces de dar al trabajador un verdadero y
durable bienestar material y espiritual” (Pío XI al Episcopado Filipino, OSC 334).

Su principal medio de acción ha de ser su vida pobre y desinteresada:

“Pero el medio más eficaz de apostolado entre las muchedumbres de los pobres y
de los humildes es el ejemplo del sacerdote, el ejemplo de todas las virtudes
sacerdotales, cual las hemos descrito en Nuestra Encíclica Ad catholici sacerdotii;
pero, en el presente caso, de un modo especial es necesario un luminoso ejemplo
de vida humilde, pobre, desinteresada, copia fiel del Divino Maestro que podía
proclamar con divina franqueza: ‘Las raposas tienen madrigueras y las aves del
cielo nido; mas el Hijo del hombre no tiene sobre qué reclinar la cabeza’ [Mt 8,20].
Un sacerdote verdadera y evangélicamente pobre y desinteresado hace milagros de
bien en medio del pueblo, como un San Vicente de Paul, un Cura de Ars, un
Cottolengo, un Don Bosco y tantos otros; mientras un sacerdote avaro e interesado,
como lo hemos recordado ya en la citada Encíclica, aunque no caiga, como Judas,
en el abismo de la traición, será por lo menos un vano ‘bronce que resuena’ y un
inútil ‘címbalo que retiñe’ [1Co 13,1] y, demasiadas veces, un estorbo más que un
instrumento de la gracia en medio del pueblo. Y si el sacerdote secular o regular
tiene que administrar bienes temporales por deber de oficio, recuerde que no sólo
ha de observar escrupulosamente cuanto prescriben la caridad y la justicia, sino
que de manera especial debe mostrarse verdadero padre de los pobres” (DR 63,
OSC 350).

Especiales cualidades de carácter y preparación requieren tales sacerdotes:

“A los sacerdotes les aguarda un delicado oficio: que se preparen, pues, con un
estudio profundo de la cuestión social, los que forman la esperanza de la Iglesia.
Mas aquellos a quienes especialmente vais a confiar este oficio, es del todo
necesario que revelen ciertas cualidades: que tengan tan exquisito sentido de la
justicia, que se opongan con constancia completamente varonil a las peticiones
exorbitantes y a las injusticias, de dondequiera que vengan; que se distingan por su
discreción y prudencia, alejada de cualquier exageración; y que, sobre todo, estén
íntimamente penetrados de la caridad de Cristo, porque es la única que puede
reducir con suavidad y fortaleza las voluntades y corazones de los hombres a las
leyes de la justicia y de la equidad. No dudemos en marchar con todo ardor por este
camino, más de una vez comprobado por el éxito feliz” (QA 58, OSC 346).

Al exponer la doctrina, el sacerdote recordará el daño inmenso que a las almas y a


la civilización trae el marxismo:

“Pero la Iglesia no puede ignorar o tolerar el hecho de que el trabajador, en sus


esfuerzos por mejorar su condición, se estrella ante una maquinaria que está no
sólo en contradicción con la naturaleza, sino también en oposición con el plan de
Dios, y con los propósitos que Él tuvo al crear los bienes de la tierra. A pesar del
hecho de que los caminos que ellos siguieron eran y son falsos y condenables, ¿qué
hombre, y en especial, qué sacerdote y qué cristiano, podrá permanecer sordo ante
el clamor que se levanta desde lo profundo y clama por la justicia y el espíritu de la

323
fraternal colaboración, en un mundo regido por un Dios justo? Un silencio tal sería
culpable, y no hallaría excusa ante Dios; y se opondría, además, a las enseñanzas
del Apóstol, quien, al mismo tiempo que inculca la necesidad de la resolución en la
lucha contra el error, reconoce también que nosotros debemos estar llenos de
compasión para los que yerran, y abiertos a la comprensión de sus aspiraciones,
esperanza y motivos” (Pío XII, Navidad de 1942; OSC 336).

“En algunas circunstancias, para proteger la dignidad de la persona humana, puede


hacer falta el denunciar con entereza las condiciones de vida injusta e indigna, pero
al mismo tiempo será necesario evitar, tanto el legitimar la violencia que se escuda
con el pretexto de poner remedio a los males de las masas, como el de admitir y
favorecer cambios de manera de ser seculares en la economía social, hechos sin
tener en cuenta la equidad y la moderación, de manera que vengan a causar
resultados más funestos que el mal mismo al cual se quería poner remedio” [Pío XI,
FC 18] (OSC 351).

Formar hombres, es la misión sacerdotal, educarlos,

“…enseñar a los jóvenes, instituir asociaciones cristianas, fundar círculos de


estudios conforme a las enseñanzas de la fe. En primer lugar, estimen mucho y
apliquen frecuentemente, para bien de sus alumnos, aquel instrumento
preciosísimo de renovación privada y social que son los Ejercicios espirituales, como
dijimos en nuestra Encíclica Mens Nostra. En ella hemos recordado explícitamente y
recomendado con insistencia, además de los Ejercicios para todos los seglares, los
Retiros, de especial utilidad para los obreros. En esa escuela del espíritu no sólo se
forman óptimos cristianos, sino también verdaderos apóstoles para todas las
condiciones de la vida, inflamados en el fuego del Corazón de Cristo. De esa escuela
saldrán, como los Apóstoles del Cenáculo de Jerusalén, fortísimos en la fe, armados
de una constancia invencible en medio de las persecuciones, abrasados en el celo,
sin otro ideal que propagar por doquiera el Reino de Cristo” (QA 58, OSC 347).

Atender a las necesidades espirituales del obrero, en particular por los ejercicios
especializados, y no menos a sus necesidades materiales mediante instituciones
económico-sociales (cfr. Carta de Pío XI al Episcopado Filipino, OSC 334)55.

“Si amáis verdaderamente al obrero (y debéis amarlo porque su condición se


asemeja, más que ninguna otra, a la del Divino Maestro), debéis prestarle asistencia
material y religiosa. Asistencia material, procurando que se cumpla en su favor no
sólo la justicia conmutativa, sino también la justicia social, es decir, todas aquellas
providencias que miran a mejorar la condición del proletario; y asistencia religiosa,
prestándole los auxilios de la religión, sin los cuales vivirá hundido en un
materialismo que lo embrutece y lo degrada.

No es menos grave ni menos urgente ese otro deber, el de la asistencia religiosa y


económica a los campesinos, y, en general, a aquella no pequeña parte de
mejicanos, hijos Vuestros, en su mayor parte agricultores, que forman la población
indígena. Son millones de almas redimidas por Cristo, confiadas por Él a Vuestros
cuidados, y de las cuales un día os pedirá cuenta; son millones de seres humanos
que frecuentemente viven en condición tan triste y miserable, que no gozan ni
siquiera de aquel mínimo de bienestar indispensable para conservar la dignidad
humana. Os conjuramos, Venerables Hermanos, por las entrañas de Jesucristo, que
tengáis cuidado particular de estos hijos, que exhortéis a Vuestro Clero para que se
dedique a su cuidado con celo siempre más ardiente, y que hagáis que toda la
Acción Católica Mejicana se interese por esta obra de redención moral y material”
(Pío XI, FC 19 y 20; OSC 352).

4.2.10 Labor de la Acción Católica

Ya Pío X (en Il fermo propósito, n.19, OSC 357) había establecido que “tal es la
índole, objeto y condiciones de la Acción Católica, mirada respecto a su punto más
importante”, que la solución de la cuestión social es el punto más importante de la
Acción Católica, como fluye de su índole y condiciones, y que a él se han de aplicar
con grandísimo denuedo las fuerzas católicas.

Pío XI, a sus amados hijos inscritos en la Acción Católica y que comparten con él el
cuidado de la cuestión social, los exhorta

“…una y otra vez en el Señor, a que no perdonen trabajos, ni se dejen vencer por
dificultades algunas, sino que cada día se hagan más esforzados y robustos.
Ciertamente, es muy arduo el trabajo que les proponemos; conocemos muy bien los
muchos obstáculos e impedimentos que se oponen por ambas partes, en las clases
superiores y en las inferiores de la sociedad, y que hay que vencer. Pero no se
desalienten: de cristianos es afrontar ásperas batallas; de quienes como buenos
soldados de Cristo le siguen más de cerca, aguantar los más pesados trabajos” (QA
57, OSC 330).

325
La labor social de la Acción Católica debe estar precedida de un

“…trabajo formativo, más urgente y necesario que nunca, y que debe preceder a la
acción directa y efectiva, servirán ciertamente los círculos de estudio, las semanas
sociales, los cursos orgánicos de conferencias y todas aquellas iniciativas aptas
para dar a conocer la solución de los problemas sociales en sentido cristiano.

Los soldados de la Acción Católica, tan bien preparados y adiestrados, serán los
primeros e inmediatos apóstoles de sus compañeros de trabajo y los preciosos
auxiliares del sacerdote para llevar la luz de la verdad y para aliviar las graves
miserias materiales y espirituales en innumerables zonas refractarias a la acción del
ministro de Dios, por inveterados prejuicios contra el clero o por deplorable apatía
religiosa. Así, bajo la guía de sacerdotes particularmente expertos, se cooperará a
aquella asistencia religiosa a las clases trabajadoras, que está tan en nuestro
corazón, como el medio más apto para preservar a esos amados hijos nuestros de
la insidia comunista.

Además de este apostolado individual, muchas veces oculto, pero utilísimo y eficaz,
es también propio de la Acción Católica difundir ampliamente por medio de la
propaganda oral y escrita los principios fundamentales que han de servir a la
construcción de un orden social cristiano, como se desprenden de los documentos
Pontificios.

Y si, por haberse transformado las condiciones de la vida económica y social, el


Estado se ha creído en el deber de intervenir hasta el punto de asistir y regular
directamente tales instituciones con particulares disposiciones legislativas, salvo el
respeto debido a la libertad y a las iniciativas privadas; ni en esas circunstancias
puede la Acción Católica apartarse de la realidad, sino que debe con prudencia
prestar su contribución intelectual, estudiando los nuevos problemas a la luz de la
doctrina católica y demostrar su actividad con la participación leal y gustosa de sus
adherentes a las nuevas formas e instituciones, llevando a ellas el espíritu cristiano,
que es siempre principio de orden y de mutua y fraterna colaboración.

Alrededor de la Acción Católica se alínean las organizaciones que muchas veces


hemos recomendado como auxiliares de la misma. Con paterno afecto exhortamos
también a estas organizaciones tan útiles a consagrarse a la gran misión de que
tratamos y que actualmente supera a todas las demás por su vital importancia” (DR
64, 65, 66, 67 y 69, OSC 362-363) 56.
A los obreros en forma especial pide el Papa un apostolado entre los de su propio
medio: “Los primeros e inmediatos apóstoles de los obreros han de ser obreros; los
apóstoles del mundo industrial y comercial, industriales y comerciantes” (QA 58,
OSC 346. Cfr también [OSC] 365 y 334).

La labor social –dice Pío XI a la Acción Católica– está entre sus encargos “más
particularmente urgentes por responder a necesidades más extensas y más
sentidas… asistencia no solamente espiritual, que debe ocupar siempre el primer
lugar, sino también material, mediante aquellas instituciones que tienen por fin
específico llevar a la práctica los principios de justicia social y de caridad
evangélica… Hoy la Iglesia con muy especial solicitud va en busca de la
muchedumbre de los más humildes trabajadores, no solamente para que éstos
puedan gozar de aquellos bienes a que tienen derecho según la justicia y la
equidad, sino también para sustraerlos a la obra perniciosísima del comunismo…
Por esto la Iglesia invita a todos sus hijos, lo mismo sacerdotes que laicos, y
especialmente los que militan en la Acción Católica, a ayudarla en esta empresa
urgentísima de salvaguardar ante tan terrible amenaza los beneficios espirituales y
materiales que la redención de Cristo ha producido a toda la humanidad y
especialmente a las clases humildes” [Pío XI, Ex officiosis litteris 8 y 9] (OSC 369).

4.2.11 Acción económico–social

“…no caen fuera de la actividad de la Acción Católica las llamadas obras sociales,
en cuanto miran a la actuación de los principios de la justicia y de la caridad y en
cuanto son medios para ganar a las muchedumbres, pues muchas veces no se llega
a las almas sino a través del alivio de las miserias corporales y de las necesidades
de orden económico, por lo que Nos mismo, así como también Nuestro Predecesor,
de santa memoria, León XIII, las hemos recomendado muchas veces. Pero, aun
cuando la Acción Católica tiene el deber de preparar personas aptas para dirigir
tales obras, de señalar los principios que deben orientarlas, y de dar normas
directivas sacándolas de las genuinas enseñanzas de Nuestras Encíclicas, sin
embargo, no debe tomar la responsabilidad en la parte puramente técnica,
financiera o económica, que está fuera de su incumbencia y finalidad” (FC 16, OSC
367).

En Quadragesimo Anno deja constancia nuevamente Pío XI que la Acción Católica


no pretende desarrollar actividad estrictamente sindical o política, sino que influye

327
en estas actividades a través de los católicos que actúan con la formación recibida
de la Iglesia ([cfr.] QA 37, OSC 358). El Papa, en varios documentos, reitera la idea
de que “las instituciones económico-sociales no pertenecen a la Acción Católica
propiamente dicha, porque desenvuelven sus actividades directamente en el campo
económico y profesional. Por lo mismo, ellas solas tienen la responsabilidad de sus
iniciativas en las cuestiones puramente económicas… debiendo ellas inspirarse en
los principios de caridad y justicia enseñados por la Iglesia y seguir las directivas
trazadas por la autoridad eclesiástica en materia tan delicada” (Pío XI al Episcopado
Filipino, OSC 334).

4.2.12 Acción política (cfr. cap. anterior al tratar deber cívico)

El deber cívico es gravísimo y ningún católico puede descuidar (cfr. FC 34, OSC 378)
de realizarlo en conciencia. La ley de la caridad social obliga a procurar que la vida
de la República esté regulada por los principios cristianos.

Los Pontífices, desde León XIII, junto con recordar la gravedad de este deber, han
dejado documentos innumerables para señalar que la Iglesia y la Acción Católica
son enteramente ajenos a los partidos políticos y no se los puede encerrar en los
angostos confines de las facciones. Lo cual no impide “que cada uno de los
católicos pueda pertenecer a organizaciones de carácter político cuando éstas dan
en su programa y en su actividad las debidas garantías para tutelar los derechos de
Dios y de las conciencias. Es preciso, más bien, añadir que el participar de la vida
política responde a un deber de caridad social, por cuanto todo ciudadano debe
contribuir según sus posibilidades al bienestar de la propia nación” (Pío XI, Ex
officiosis Litteris 7, OSC 376. Cfr. también OSC 371– 375, otros documentos sobre el
mismo tema. Cfr. Carta de S. E. Cardenal Pacelli al Episcopado Chileno en Boletín A.
C. Chilena…).

La actitud de los católicos en la reivindicación de los derechos y libertades cívicas


queda precisada en el valiente documento de Pío XI al Episcopado Mejicano.

“Por lo demás, una vez establecida esta gradación de valores y actividades, hay que
admitir que la vida cristiana necesita apoyarse, para su desenvolvimiento, en
medios externos y sensibles; que la Iglesia, por ser una sociedad de hombres, no
puede existir ni desarrollarse si no goza de libertad de acción, y que sus hijos tienen
derecho a encontrar en la sociedad civil posibilidades de vivir en conformidad con
los dictámenes de sus conciencias.
Por consiguiente, es muy natural que, cuando se atacan aun las más elementales
libertades religiosas y cívicas, los ciudadanos católicos no se resignen pasivamente
a renunciar a tales libertades. Aunque la reivindicación de estos derechos y
libertades puede ser, según las circunstancias, más o menos oportuna, más o
menos enérgica.

Vosotros habéis recordado a vuestros hijos más de una vez que la Iglesia fomenta la
paz y el orden, aun a costa de graves sacrificios, y que condena toda insurrección
violenta, que sea injusta, contra los poderes constituidos. Por otra parte, también
vosotros habéis afirmado que, cuando llegara el caso de que esos poderes
constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los
fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar
el que los ciudadanos se unieran para defender a la nación y defenderse a sí
mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público
para arrastrarla a la ruina.

Si bien es verdad que la solución práctica depende de las circunstancias concretas,


con todo, es deber nuestro recordaros algunos principios generales que hay que
tener siempre presentes, y son:

1º Que estas reivindicaciones tienen razón de medio o de fin relativo, no de fin


último y absoluto

2º Que, en su razón de medio, deben ser acciones lícitas y no intrínsecamente


malas.

3º Que si han de ser medios proporcionados al fin, hay que usar de ellos solamente
en la medida en que sirven para conseguirlo o hacerlo posible en todo o en parte, y
en tal modo, que no proporcionen a la comunidad daños mayores que aquellos que
se quieren reparar.

4º Que el uso de tales medios y el ejercicio de los derechos cívicos y políticos en


toda su amplitud, incluyendo también los problemas de orden puramente material y
técnico o de defensa violenta, no es en manera ninguna de la incumbencia del clero
ni de la Acción Católica como tales instituciones; aunque también, por otra parte, a
uno y otra pertenece el preparar a los católicos para hacer uso de sus derechos y
defenderlos con todos los medios legítimos, según lo exige el bien común.

329
5º El clero y la Acción Católica, estando, por su misión de paz y de amor,
consagrados a unir a todos los hombres “in vinculo pacis”, deben contribuir a la
prosperidad de la nación, principalmente fomentando la unión de los ciudadanos y
de las clases sociales y colaborando a todas aquellas iniciativas sociales que no se
opongan al dogma o a las leyes de la moral cristiana” (FC 28, 29 y 30, OSC 377).

4.2.13 Acción conjunta de todos los hombres de buena voluntad

Ante la gravedad inmensa de los problemas contemporáneos en que se dirime la


cuestión fundamental del universo: ¡Por Dios o contra Dios!; ante esta

“…disyuntiva que debe decidir otra vez la suerte de toda la humanidad: en política,
en hacienda, en la moralidad, en la ciencias, en las artes, en el Estado, en la
sociedad civil y doméstica, en Oriente y Occidente, por todas partes asoma este
problema como decisivo, por las consecuencias que de él se derivan. Por eso los
mismos representantes de la concepción materialista del mundo ven siempre
comparecer de nuevo la cuestión de la existencia de Dios, que ellos creían
suprimida para siempre, y vense forzados a comenzar otra vez su discusión.

Nos, por tanto, os conjuramos en el Señor, tanto a los particulares, como a las
naciones, a deponer ante tales problemas y en tiempos de tan rabiosas luchas
vitales para la humanidad, el individualismo mezquino y el bajo egoísmo que ciega
las mentes más perspicaces, y esteriliza las más nobles iniciativas, por poco que
éstas se salgan de los límites del estrechísimo círculo de pequeños y particulares
intereses. Preciso es que se unan, aun a costa de los más graves sacrificios, para
salvarse a sí mismos y a toda la humanidad. En tal unión de ánimos y de fuerzas
deben naturalmente ser los primeros cuantos se glorían del nombre cristiano,
recordando la gloriosa tradición de los tiempos apostólicos, ‘cuando la multitud de
los creyentes no tenían sino un solo corazón y una alma sola’ [Hch 4,32]; pero a ella
concurran asimismo sincera y cordialmente todos los que creen todavía en Dios, y
le adoran, para apartar de la humanidad el grande peligro que a todos amenaza.
Porque el creer en Dios es el fundamento firmísimo de todo orden social y de toda
responsabilidad en la tierra, y por esto cuantos no quieren la anarquía y el terror
deben con toda energía trabajar en que los enemigos de la religión no consigan el
fin que tan enérgicamente y a las claras [se] proponen” (CCC 9, OSC 391).

“Pero a esta lucha empeñada por el poder de las tinieblas contra la idea misma de
la Divinidad, queremos esperar que, además de todos los que se glorían del nombre
de Cristo, se opongan también cuantos creen en Dios y lo adoran, que son aún la
inmensa mayoría de los hombres. Renovamos, por tanto, el llamamiento que hace
ya cinco años lanzamos en Nuestra Encíclica Caritate Christi, a fin de que ellos
también concurran leal y cordialmente por su parte “a alejar de la humanidad el
gran peligro que amenaza a todos”. Puesto que –como entonces decíamos– “el
creer en Dios es el fundamento indestructible de todo orden social y de toda
responsabilidad sobre la tierra, todos los que no quieren la anarquía ni el terror
deben trabajar enérgicamente para que los enemigos de la religión no alcancen el
fin tan abiertamente por ellos proclamado” (DR 72, OSC 392).

“La claridad de visión, de unción, el genio inventivo y el sentido del amor fraterno
en todos los hombres justos y honestos, determinarán en que el pensamiento
cristiano logrará mantener y apoyar la gigantesca obra de restauración en la vida
social, económica e internacional, mediante un plan que no se halle en conflicto con
el contenido religioso y moral de la Civilización Cristiana.

De conformidad con eso hacemos a todos nuestros hijos e hijas en todo el vasto
mundo, así como aquellos que si bien no pertenecen a la Iglesia se sienten unidos a
nosotros en esta hora de decisiones quizás irrevocables, el urgente llamamiento
para que pesen la extraordinaria gravedad del momento y consideren que, por
encima y más allá de toda cooperación con otras diversas tendencias ideológicas y
fuerzas sociales, como quizá pueda sugerirse por motivos puramente contingentes
–la fidelidad al patrimonio de la Civilización Cristiana, y su esforzada defensa contra
tendencias ateas y anticristianas–, nunca debe ser la piedra angular que pueda
sacrificarse por una ventaja transitoria o por cualquiera combinación de
emergencia” (Pío XII en el quinto aniversario de la guerra, 1944; OSC 393).

5. La Vida Sobrenatural

5.1 La Iglesia

La Iglesia es una sociedad espiritual, fundada por Jesucristo para conducir al


hombre a su destino eterno. Él habría podido ayudar directamente a cada alma a
realizar este fin y no establecer sino relaciones individuales entre los hombres y
Dios, pero ha querido que el hombre realice su vida sobrenatural socialmente, esto
es, por medio de una institución visible que es la Iglesia. Así como en el orden
natural el hombre no alcanza su desarrollo y progreso sino mediante la familia, la
profesión, el Estado, así en el orden sobrenatural Dios ha puesto una sociedad que

331
ofrezca al hombre los medios para su salvación y perfeccionamiento.

Esta sociedad ha querido su Divino Fundador que sea universal. Para formar parte
de ella basta ser hombre, sin considerar raza, nacionalidad, ni clase social. En Cristo
no hay ni judío ni gentil; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer; sino uno solo
Jesucristo, todo en todos [cfr. Ga 3,28].

En ninguna otra sociedad como en la Iglesia se realizan en forma tan perfecta la


igualdad y la fraternidad, que son la consecuencia de la identidad de naturaleza y
de la identidad de vocación sobrenatural, para ser hijo de Dios en Cristo Jesús. Dios
llama a todos los hombres sin excepción y les ofrece su gracia para configurar su
vida con la vida de Jesús.

Este llamamiento es universal. Dios no negará su gracia a ningún hombre que haga
lo que está de su parte por seguir la verdad y el bien manifestados por el testimonio
de su conciencia. Forman parte de la Iglesia los bautizados. A más de los que han
recibido en forma aparente el bautismo, que constituyen lo que se suele llamar el
cuerpo visible de la Iglesia, forman también parte de la Iglesia los que a ella han
adherido en forma invisible a nuestros ojos, pero conocida de Dios. Se dice que
forman parte del alma de la Iglesia, por el carácter invisible de su adhesión. En esta
categoría están las almas rectas, que han seguido honradamente su conciencia y,
sin culpa de ellas, no han podido conocer la verdad revelada. Dios, en su infinita
misericordia, no les negará las gracias necesarias para conocer lo que es necesario
creer y hacer lo que es necesario observar.

5.2 La naturaleza íntima de la Iglesia

Mirada en su esencia, la Iglesia Católica es una sociedad perfecta, esto es, que
tiene por donación divina todos los medios necesarios para conducir al hombre a su
fin sobrenatural, como el Estado tiene por voluntad del Creador todos los medios
necesarios para proporcionar al hombre el bien común temporal.

“Pero el catolicismo no se limita a la santificación de los individuos, de las


conciencias individuales: abraza también, en un orden sobrenatural y divino, los
cuadros sociales y las instituciones públicas.

Lo que se llama con frecuencia el reinado social de Jesucristo no consiste en la


inscripción de su Nombre Sagrado al frente de la Constitución de un país, o en la
colocación de la imagen del Sagrado Corazón en la bandera nacional. Estos actos
exteriores, excelentes, en sí apetecibles, son hoy, sobre todo, más una resultante
que una causa, y el mundo no cambiaría, ciertamente, el día en que una mano
fuerte viniese a realizar autoritariamente esos grandes actos. La indiferencia y la
irreligión no disminuirán apenas por ello.

El verdadero reinado social de Jesucristo existe cuando su Ley santa, de justicia y de


amor, penetra en todos los organismos sociales. El trabajo, el buen trabajo, consiste
precisamente en nuestros días en hacerla penetrar en ellos por los medios más
dignos y también más adaptados al estado de los espíritus, a su flaqueza y a sus
posibilidades.

No hay en eso ambición, ni rivalidad, ni intromisión, sino el cumplimiento de una


misión, que respeta la autonomía y la función legítima de los demás organismos, y
que sólo aspira a impregnarlos, cada vez más, del espíritu de justicia y de caridad”
(CSM 176).

5.3 La comunión de los santos

Al llegar al término de la Moral Social Católica, nos conviene fijar los ojos en la gran
realidad que estimula todos nuestros trabajos.

La palabra comunión de los santos tiene un doble significado: la unión de todos los
miembros de la Iglesia, a los cuales la tradición cristiana desde San Pablo llama
“santos”, y también la participación en los mismos beneficios sobrenaturales, en las
mismas cosas “santas”. Las dos realidades están comprendidas en la comunión de
los santos, comunidad de vida sobrenatural que nos une en un mismo cuerpo, hace
circular entre nosotros la misma gracia divina que nos mereció la sangre redentora
de Cristo para hacernos participar de la vida misma de Dios “consortes de la
naturaleza divina” [2 Pe. 1,4]. Es la realización de esa misteriosa unión entre
nosotros y Cristo, revelada por Jesús y explicada por San Juan y San Pablo: Cristo es
la cabeza que vivifica todo el cuerpo y le comunica gracia, y nosotros multitud de
miembros, cada uno con su función propia, coordinados entre nosotros y
subordinados a Cristo, fuente de nuestra gracia.

El primer Adán arrastró en su caída a toda la raza humana por su comunidad de


naturaleza con ella; Cristo, segundo Adán, repara superabundantemente la obra del
primero, ofrece al Padre en nombre de la raza humana un sacrificio de valor infinito,

333
y nos ofrece a cada uno de nosotros la redención efectiva y la adopción divina si
quiere adherir voluntariamente a su Cuerpo Místico. Por nuestra unión con Cristo
disponemos de todos los tesoros de la gracia divina.

La comunión de los santos nos hace comprender el aspecto eminentemente social


de la Iglesia. En su realidad, ella abarca a los hombres todos que actualmente
luchan en su seno, y a los hombres cuya vida ha sido ya fijada en Dios, sea que
estén en la gloria o purifiquen aún temporalmente sus faltas. Los que forman parte
de esta inmensa comunidad están ligados por vínculos no sólo morales sino físicos,
la gracia santificante, participación creada del ser divino que nos viene de Cristo
como de su fuente. La gracia establece entre los que de ella participan lazos muy
superiores a los de la sangre y comunica a todos los bienes espirituales de todos.

La Iglesia que sufre, las almas del purgatorio, reciben la ayuda de nuestras
plegarias, y nosotros el auxilio de su intercesión. Los méritos infinitos de Cristo, los
méritos de la Virgen y de los santos, nos son aplicados en la medida que Dios
determina asegurándonos cada día una mayor unión con Cristo. Cada uno
aprovecha del bien de todos. No hay acción alguna de un cristiano en estado de
gracia, que no aproveche a sus hermanos que luchan y que sufren, y a su vez él
está permanentemente ayudado por la acción de hermanos desconocidos que lo
hacen participante de sus méritos. Por los sacramentos, por las indulgencias, por las
obras realizadas en estado de gracia, la Iglesia mantiene siempre activa y fecunda
la circulación de la vida sobrenatural en el mundo. De aquí la necesidad de vivir en
estado de gracia, sin la cual nuestras acciones no tienen valor sobrenatural alguno.
Los que han partido de este mundo continúan igualmente unidos a nosotros e
interesándose por nuestro bien y obteniéndonos favores cuya fuente nosotros
ignoramos.

Pero, a su vez, la comunión de los santos nos acarrea un inmenso deber: la suerte
de la Iglesia está en nuestras manos. La Iglesia no es sólo Cristo, sino Él y los fieles.
Nosotros somos responsables de la Iglesia, colaboradores de Dios en la gran
edificación del Cuerpo del Señor, en la redención y santificación de la humanidad.

“Maravillosamente expone esta idea Karl Adam cuando dice: ‘El ser esencial de la
Iglesia debe realizarse y expresarse no sin los fieles, sino por ellos. En sus miembros
y por ellos debe afirmarse y perfeccionarse el Cuerpo de Cristo. Para los fieles, la
Iglesia no es únicamente un don, es también un deber. Tienen ellos que preparar y
cultivar la tierra buena en la que la semilla del Reino de Dios pueda germinar y
prosperar. En otros términos: la vida de la Iglesia, el desarrollo de su fe y de su
caridad, la elaboración de su dogma, de su moral, de su culto y de su derecho, todo
esto está en estrecha dependencia de la fe y de la caridad personal de los
miembros del Cuerpo de Cristo. Por la elevación y el abatimiento de su Iglesia en la
tierra, Dios recompensa el mérito o castiga el demérito de los fieles. Puede decirse
con san Pablo (Ef 2,21-22), que la Iglesia, fundada por Cristo, es edificada también
por la obra común de los fieles. Trabajemos siempre en edificar el templo de Dios y
precisamente aquí abajo, trabajemos en su casa, es decir, en la Iglesia, dice San
Agustín con profundidad. Dios ha querido una Iglesia cuyo pleno desenvolvimiento y
perfección fuesen fruto de la vida sobrenatural, personal de los fieles, de su oración
y de su caridad, de su fidelidad, de su penitencia, de su abnegación. Por eso no la
ha establecido como institución acabada, perfecta desde el comienzo, sino como
algo incompleto que deja siempre lugar e invita siempre a un trabajo de
perfección’” (Humanismo Social, p. 278).

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