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Moral Social Hurtado PDF
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1. Introducción
La actividad del hombre tiene dos aspectos: individual y social, según mire a sí
mismo o a los demás independientemente de toda organización social, o bien como
formando parte de alguna de las múltiples sociedades a que pertenece: familia,
nación, asociación sindical, etc.
Hay un segundo motivo por el cual la moral social ha tardado en formarse como un
cuerpo organizado. La moral es eminentemente concreta: de sus principios
generales y eternos saca conclusiones frente a problemas que están planteados
para el hombre en una época determinada. Ahora bien, el actual planteamiento
social es de época reciente: puede decirse que coincide con la revolución del
descubrimiento de las modernas maquinarias, con la formación de los grandes
núcleos urbanos y de las grandes industrias, con la formación de las asociaciones
obreras y patronales. En ninguna época faltan en la moral las enseñanzas sociales,
pero la moral social como rama propia es de origen reciente por los motivos
indicados.
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La moral individual estudiará los actos humanos de la persona individualmente
considerada. La moral social los tratará en cuanto el hombre forma parte de una
organización social. El hecho de que una persona esté incorporada en un grupo
social la obliga a trabajar por el bien común de cada una de las sociedades de que
forma parte y a asegurar las conquistas en estructuras estables que realizan en
mejor forma el bien común.
Es, pues, absolutamente necesaria una doctrina moral que señale los derechos y
deberes del hombre en su vida familiar, económica, política, internacional; que
enseñe cómo el hombre puede desarrollar su personalidad en el campo económico,
intelectual y moral sin lesionar los derechos de los demás. La moral social será por
tanto el conjunto de preceptos que regulan las actividades morales del hombre en
las diversas sociedades a que pertenece, señalando sus deberes y derechos en
cuanto miembro de cada una de ellas.
La Iglesia no ha cesado de hacer oír su voz a través de los siglos sobre todos los
problemas que tocan la moral, tanto individual como social.
“La Iglesia, por lo que a ella le toca, en ningún tiempo y en ninguna manera
consentirá que se eche de menos su acción; y será la ayuda que preste tanto
mayor, cuanto mayor sea la libertad de acción que se le deje; y esto entiéndanlo
particularmente aquellos cuyo deber es mirar por el bien público” [RN 45, OSC 34].
Una misma ley moral es la que nos obliga a buscar derechamente, en el conjunto de
nuestras acciones, el fin supremo y último, y en los diferentes dominios en que se
reparte nuestra actividad los fines particulares que la naturaleza, Dios, les ha
señalado, subordinando armónicamente estos fines particulares al fin supremo. Si
fielmente guardamos la ley moral, los fines peculiares que se proponen en la vida
económica, ya individuales, ya sociales, entrarán convenientemente dentro del
orden universal de los fines, y nosotros, subiendo por ellos como por grados,
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conseguiremos el fin último de todas las cosas, que es Dios, bien sumo e inexhausto
para Sí y para nosotros” [QA 14, OSC 39].
“La Iglesia renegaría de sí misma, dejando de ser madre, si se hiciese sorda a los
gritos angustiosos y filiales que todas las clases de la humanidad hacen llegar a sus
oídos. La Iglesia no trata de tomar partido por una u otra de las formas particulares
y concretas, con las cuales cada pueblo y Estado tienden a resolver los problemas
gigantescos de orden interior y de colaboración internacional, cuando respetan la
ley divina; pero, por otra parte, la Iglesia, ‘columna y fundamento de la verdad’ [1
Tm 3,15], y custodia, por voluntad de Dios y por misión de Cristo, del orden natural
y sobrenatural, no puede renunciar a proclamar ante sus hijos y ante el universo
entero las normas fundamentales e inquebrantables, preservándolas de toda clase
de tergiversaciones, obscuridades, impurezas, falsas interpretaciones y errores;
tanto más cuanto que de su observancia, y no meramente del esfuerzo de una
voluntad noble e intrépida depende en último término la estabilidad de cualquier
orden nuevo, nacional e internacional, invocado con ardoroso anhelo por todos los
pueblos” [Mensaje de Navidad 1942, OSC 42].
“La Iglesia debe hoy, más que nunca, vivir su misión; debe rechazar más
enfáticamente que nunca, ese concepto falso y estrecho de su espiritualidad y de
su vida interior, que la confinarían, ciega y muda al cetro de su santuario.
Los asuntos técnicos, en cambio, el mismo Romano Pontífice declara que están
fuera del campo de su magisterio: tales, por ejemplo, la preferencia por un
determinado método de extracción, o de organización de las relaciones económicas.
Si en alguna determinada intervención de la Iglesia no aparece claro su carácter
técnico o moral, es a la Iglesia misma a la que corresponde indicar su naturaleza y
no puede en esto ser supeditada a ningún juicio extraño.
La Iglesia interviene para poner en guardia a los fieles contra determinados errores,
o para recordar en forma positiva los eternos principios de la moral y sacar algunas
aplicaciones, condicionadas ordinariamente por determinadas circunstancias
concretas que mueven al Magisterio a enseñar.
No está demás recordar que el Concilio Vaticano enseña expresamente (De fide c.
3) que la enseñanza ordinaria del Romano Pontífice cuando desea expresamente
hacerlo, o la enseñanza colectiva y uniforme de los Obispos dispersos en el mundo
y concordes con el Romano Pontífice pueden bastar para darnos a conocer que la
doctrina contenida en sus declaraciones forma parte de la fe católica.
Frente a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia el fiel debe ser consecuente
consigo mismo y acatarlas con espíritu sobrenatural: es la consecuencia lógica de
su pertenencia a la Iglesia y de su fe en el Espíritu Santo quien rige y gobierna la
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Iglesia.
1.2.3.1 La técnica
La moral social católica exige que se pongan en práctica los medios técnicos para la
realización de sus principios: sin ellos las mejores doctrinas quedan sin valor.
Los problemas sociales son morales, pero no son sólo morales: encarnan también
problemas técnicos que han de ser resueltos para poder aplicar normalmente los
principios. Si los salarios no alcanzan para la vida, la moral enseña que hay que
hacerlos tales que alcancen. Pero, ¿por qué medios? ¿Produciendo una deflación,
una inflación, para dar más trabajo, abriendo nuevas industrias, señalando precios a
los productos?… Todas estas medidas deben ser estudiadas bajo el punto de vista
técnico y de eficacia. El Evangelio es indispensable, sin él no hay solución; pero
jamás enseñó Jesús que quedaban los hombres dispensados de estudiar las
soluciones prudenciales, antes al contrario las urgió con rara vehemencia y de ellas
nos pedirá cuenta en proporción a la capacidad para descubrirlas. Parece que es
necesario insistir en este punto, pues es frecuente el pecado de pereza y en todas
partes se echa de menos equipos de hombres bien formados en los principios y no
menos preparados en la técnica que resuelvan los complicados problemas de un
mundo en vías de crecimiento. Pueden los sociólogos católicos descansar en la
seguridad de sus principios y en la ayuda de la gracia que les dará fuerza para
ponerlos por obra; pero ellos deben colaborar con un esfuerzo de invención y de
aplicación a la altura de su fe.
Esta ley de amor domina el desarrollo de las comunidades cristianas: San Pablo da
consejos sobre la sumisión al poder establecido, normas para los amos y los
esclavos. Santiago y Juan en sus epístolas, normas sobre el trato a los pobres y el
deber de la limosna. Los tratados especiales sobre tema social son raros:
ordinariamente esta enseñanza es dada en la predicación y en el comentario de la
Sagrada Escritura, y por tanto reviste un tono oratorio más bien que didáctico y
está orientada hacia la acción inmediata. En estos documentos hay que mirar más
al espíritu que a fórmulas jurídicas que jamás intentaron dar. Con este criterio hay
que leer los sermones de los Padres de la Iglesia que se referían siempre a
problemas concretos de su auditorio: sería forzar su sentido aplicarlos literalmente
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a los problemas de hoy. Lo que importa es ver el espíritu que domina la enseñanza
del conjunto de los Padres de la Iglesia.
Entre los documentos de esta primera época cabe señalar La Didajé, o Doctrina de
los Apóstoles, de fines del siglo I, con pasajes preciosos sobre el amor mutuo. El
Pastor de Hermas, del siglo II, que urge la ayuda mutua del rico y del pobre. Los
escritos de Clemente de Alejandría: El Pedagogo; y ¿Qué rico puede salvarse?, sobre
la propiedad y uso de las riquezas. San Cipriano (s. III) se refiere especialmente a la
limosna; Tertuliano, al matrimonio y vida social; San Basilio, a la usura, el hambre y
la embriaguez; San Gregorio, hermano del anterior, a la usura, al amor de los
pobres: tiene preciosos comentarios sobre las bienaventuranzas. San Juan
Crisóstomo ha dejado sermones enteros sobre estas mismas materias y un tratado
sobre la educación. Tal vez la obra de mayor mérito con relación a nuestra materia
es la Ciudad de Dios, de San Agustín (s. IV), en que se expone la concepción
cristiana de la historia y de la política, el papel de la religión en la vida ciudadana,
las condiciones de la verdadera paz, etc.
La doctrina cristiana en esta primera época no se queda en la pura teoría sino que
toma formas de vida. Las primeras comunidades cristianas de Jerusalén organizan
una vida en común tratando de hacer de los discípulos de Jesús una gran familia en
la que no hay ricos ni pobres. Las dificultades mismas que encontró esta
experiencia la hizo pronto desaparecer y le impidió generalizarse. El espíritu que la
animó sigue [siendo], sin embargo, el mismo: la predicación insiste en la rigurosa
igualdad entre los cristianos (ante la fe no hay libres ni esclavos), y esto hizo que
los más fervientes cristianos dieran libertad a sus esclavos e incluso les asignaran
medios para poder subsistir una vez libertos; los que no llegaban a tanto
suavizaban su condición respetando las libertades fundamentales de la persona.
Estos principios influyeron poderosamente en las leyes que atenuaron los rigores
sociales una vez que se hizo sentir la influencia social del cristianismo después de la
conversión de Constantino.
En la época carolingia los obispos y monjes, como enviados imperiales, recorren las
comunas, fundan escuelas y urgen la justicia. El régimen feudal es suavizado por las
ligas de paz que propicia la Iglesia, y el régimen comunal es cristianizado por la
acción de franciscanos y dominicos que apaciguan las discordias entre la gente
humilde y los poderosos. Los nuevos soberanos son amonestados de su deber de
administrar justicia a todos y de imponer la paz. El modelo de ellos es San Luis,
accesible a todos sus súbditos y que sabía imponer la justicia con tanta fuerza como
humildad. A él cabe también el honor de haber codificado las costumbres que
servían de leyes en su época.
Las corporaciones florecen en la Edad Media al amparo de la Iglesia y por eso cada
una de ellas se gloría de estar bajo la advocación de un santo protector. En las
corporaciones medioevales los trabajadores están organizados armónicamente en
un espíritu, que sirve de inspiración a Pío XI para proponer las modernas
corporaciones como forma de profesión organizada que suavice el actual conflicto
social. El muchacho entra a la corporación como aprendiz; después de conocido su
oficio, prosigue en ella como obrero, bajo las órdenes del maestro, y podrá él,
cuando sea suficientemente calificado, ser maestro en esa u otra corporación. La
producción sirve así al consumo y está regulada por él; se evita la competencia
estéril porque las corporaciones están convenientemente agrupadas y coordinadas,
y hasta el comercio internacional está influenciado, cuando no controlado, por las
corporaciones. Desgraciadamente al terminar la Edad Media las corporaciones
habían decaído en su espíritu.
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llega al Occidente a través de Santo Tomás, y la enseñanza de los Padres de la
Iglesia es sistematizada por los escolásticos. Éstos, Santo Tomás en especial, dan
una enseñanza de moral social frente a los problemas propios de su época, cuyos
principios iluminan aún nuestros tiempos.
Los jesuitas, en particular los Padres Luis de Valdivia y Diego Rosales, se empeñan
ante la Corte de España y aun ante el Papa por cambiar la guerra ofensiva en
defensiva y por liberar a los indios del servicio personal. El P. Provincial de los
jesuitas en Chile, P. Torres Boyo, en un documento del año 1608 da la libertad a
todos los indios sometidos al servicio personal de los Padres y fija las normas,
modelo de espíritu social, bajo las cuales podrán trabajar en sus haciendas: el
salario debe ser familiar, tal que con el jornal del trabajador pueda subsistir toda su
familia y ahorrar para la vejez; establece el seguro de invalidez y de ancianidad de
que gozarán sus trabajadores, la instrucción que se dará a los aprendices. Este
notable documento que está citado íntegro en la obra arriba aludida, puede ser
tomado como un tratado de ciencia social contemporánea a juicio de D. Domingo
Amunátegui, y es una muestra del grado de madurez a que había llegado la moral
social cristiana en el siglo XVII.
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absoluta de los ciudadanos. En lo religioso, se viene operando desde entonces un
proceso de laicización y en lo social, de individualismo al suprimirse las
corporaciones.
Algo posterior Le Play, que funda la escuela de la Paix Sociale que tanto contribuyó
a desarrollar el método de encuestas realizadas en el terreno. La Escuela de ciencia
social de Federico Le Play abrió el terreno a los estudios más científicos. Sus
grandes colaboradores son el abate de Tourville, autor de un método de
clasificación social y Eduardo Demolins, precursor de la geografía humana. En esta
escuela es donde se formaron los sociólogos José Wilbois y Pablo Bureau cuya obra
L’indiscipline des moeurs es de gran valor5. Su tendencia es de reafirmación de la
autoridad social, y un espíritu paternalista, o de patronato hacia las clases
modestas. La Tour du Pin y Alberto de Mun ejercieron una notable influencia. Este
último fundó los Círculos Obreros, que si bien fracasaron por no estar
suficientemente preparados sus miembros para la acción, han sido el semillero de
nuevas iniciativas. Fundó también [Alberto] de Mun la Asociación Católica de la
Juventud Francesa, que nunca defraudó el espíritu social de su fundador. De Mun,
diputado, defendió o mejoró en la Cámara cuanto proyecto social se presentó.
El movimiento Le Sillon tuvo magníficos comienzos y un hermoso espíritu;
desgraciadamente confundió lo político y lo religioso y debió ser advertido de sus
errores por Pío X, advertencias que los sillonistas recibieron con gran respeto. De
este movimiento salieron los grandes líderes del movimiento cooperativo, social y
los políticos de inspiración cristiana.
Las semanas sociales, presididas por Duthuit, Gonin, y ahora por Flory han sido
verdaderas universidades ambulantes, que han vulgarizado un cuerpo de doctrina
sólido y coherente. Los Secretariados sociales han realizado la doctrina de las
semanas sociales y no menos la C.F.T.C. en el campo sindical, la J.O.C. y la A.C.O. en
el campo de la acción católica obrera y el M.P.F. en un terreno más amplio en
colaboración con elementos no católicos.
La Acción Popular, fundada por los Padres de la Compañía de Jesús, ha sido, bajo la
dirección de los Padres Dubusquis y Vilain, S.J., durante casi 50 años un laboratorio
de pensamientos y acción social. Économie et Humanisme, dirigido por el P. José L.
Lebret, O.P., prepara las bases de una economía humana con prolijos estudios sobre
la coyuntura mundial y nacional.
Dos escuelas sociales católicas se contraponen a fines del siglo XIX: la de Angers,
de tendencia más bien conservadora y anti-intervencionista: en ella trabajan Mons.
Freppel, Périn, C. Jannet; y la de Lieja, intervencionista, en la que actuaron Mons.
Doutreloux y el canónigo Pottier. En la misma época Mons. Mermillod en Friburgo de
Suiza fundó la Unión de Friburgo, de la que participaron también sociólogos
católicos de otros países, como Decurtins y León Harmel, industrial del Norte de
Francia cuya fábrica de Val-des-Bois puso al servicio del movimiento católico social.
Su ejemplo arrastró a muchos a la acción social. La Unión de Friburgo fue la que
preparó el terreno a la encíclica Rerum Novarum. Conversando con Mons. Mermillod,
León XIII le decía: “Dicen de vos que sois socialista; que esperen un poco, ya luego
verán mi pensamiento”: éste fue la Rerum Novarum. Los católicos sociales tuvieron
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que soportar amargas críticas y contradicciones aun de los mismos católicos que no
se resignaban a admitir las enseñanzas sociales de la Iglesia: algunos llegaron hasta
oponerse al propio Romano Pontífice, como lo lamenta Pío XI en Quadragesimo
Anno al referirse a la obra de León XIII (cfr. QA 2-3, DR 18 y 50, OSC 27–30).
Desde fines del siglo pasado y hasta nuestros días Severino Aznar ha sido un
maestro y el abogado incansable del accionariado obrero. En nuestros tiempos los
Obispos de Málaga, de León, Granada y de Canarias, [Mons.] Herrera Oria, Almanh,
Menendez Raigada y Pildain, encabezan un pujante movimiento social. El Obispo de
Málaga ha abierto la brecha en la formación científico-social del clero; el [obispo] de
León impulsa el movimiento de cooperativas; el [obispo] de Granada tiene doctos
estudios sobre la propiedad en que reanuda la tradición tomista; y el [obispo] de
Canarias, valientes instrucciones pastorales sobre el comunismo, el estraperlo, etc.
Fomento Social, iniciativa de los Padres de la Compañía de Jesús, dirigida por el P.
Joaquín Azpiazu, está realizando en España y América Latina una obra seria de
formación social. El P. Azpiazu es uno de los hombres más eruditos y más
equilibrados para tratar de los problemas de moral social que exista en nuestros
tiempos, al mismo tiempo que conocedor acucioso de la realidad económica de
nuestros días. Los Padres Florentino del Valle, y Brugarola realizan una labor de
orientación social. Igual misión cumplen las “Conversaciones internacionales
católicas de S. Sebastián”.
La Juventud Obrera Cristiana, fundada por Mons. Cardijn, agrupa hoy no sólo en su
tierra de origen sino en el mundo varios millones de jóvenes trabajadores deseosos
de unir su destino cristiano con su vida de obreros. El Sindicalismo cristiano cuenta
ahora en Bélgica con más de medio millón de miembros que han logrado mejorar su
standard de vida e introducir en la legislación industrial el ensayo más interesante
en curso, de reforma de empresa. En el campo, el Boeren Bond liga a cien mil
familias, les da educación familiar y agrícola para cultivar sus pequeñas
propiedades y mediante una red de cooperativas y servicios atiende a los pequeños
propietarios y a la economía nacional.
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trabajo social con inmensa abnegación.
Entre todos los que han contribuido a formar la ciencia social católica en la época
moderna, son los Romanos Pontífices los que han hecho la más preciosa
contribución.
León XIII se propuso en su largo pontificado dar una enseñanza directa y positiva
sobre las materias que interesan a la sociedad moderna e impulsar el trabajo de
reconstrucción social. Sus principales documentos sobre materia social son los
siguientes: Inescrutabili Dei Consilio (1878) sobre los males de la sociedad humana
y sus remedios; Quod Apostolici Muneris (1878) sobre el socialismo, comunismo y
nihilismo; Arcanum (1880) sobre el matrimonio cristiano; Diuturnum Illud (1881)
sobre la autoridad en el Estado; Nobilissima Gallorum Gens (1884) sobre el gobierno
cristiano de la sociedad doméstica y civil; Immortale Dei (1885) sobre la
constitución cristiana de los Estados; In Plurimis (1888) a los obispos del Brasil,
sobre la supresión de la esclavitud; Libertas (1888) sobre la libertad humana;
Sapientiae Christianae [1890] sobre los principales deberes de los ciudadanos
cristianos; Rerum Novarum (15 de Mayo de 1891) ha sido llamada carta magna de
los trabajadores cristianos; es el punto de partida de un intenso movimiento social
en todos los países; Graves de Communi (1901) sobre la democracia cristiana,
motivada por las ardientes discusiones en Francia y Bélgica. El Papa aleja todo
sentido político y lo asimila a acción popular cristiana. Sobre este tema vuelve con
los documentos Nessuno Ignora (1902); y È noto a tutti (1903).
Los documentos de León XIII abren brecha en el campo social moderno, encaran los
problemas de la época con una valentía que escandalizó a unos y orientó y dio
ánimo a los apóstoles sociales.
Pío X nos dejó el Motu Proprio (1903) sobre la acción popular cristiana. Estas
enseñanzas sociales las completa para Italia con diversos documentos: Notre
charge apostolique (1910) condenación de Le Sillon; Singulari Quadam (1912) al
Cardenal Kopp para zanjar las disputas sobre la participación de los católicos en
asociaciones obreras mixtas.
Pío XI insistió fuertemente en los deberes sociales de los cristianos y precisó las
bases de una reconstrucción social: Ubi Arcano (1922) sobre la paz de Cristo en el
reino de Cristo: afirma el derecho de gentes contra el exagerado nacionalismo y el
modernismo social; Divini Illius Magistri (1929) sobre la educación cristiana. Este
mismo año la Sagrada Congregación del Concilio, por encargo de Su Santidad envió
al Obispo de Lille una carta para poner fin al conflicto entre patrones y obreros, que
ha sido llamada: la Carta del Sindicalismo. Quadragesimo Anno (15 de Mayo de
1931) conmemorando el cuadragésimo año de la publicación de Rerum Novarum
pone al día la enseñanza de León XIII. Es, tal vez, el documento social de mayor
importancia emanado del pontificado. Nova Impendet (1931) a propósito de la difícil
situación económica mundial y crecimiento de los armamentos; Non Abbiamo
Bisogno (1931) sobre la difícil situación en Italia, y la acción católica; Mit
Brennender Sorge (1937) sobre la situación de la Iglesia en Alemania; Divini
Redemptoris (1937) documento de extraordinaria importancia sobre el comunismo
ateo y la actitud de los católicos en la reconstrucción social; Nos es muy conocida
(1937) a los obispos de Méjico sobre la situación religiosa y social de su patria;
Carta al Episcopado Filipino, 18 de Enero de 1939.
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2.3.3 Acción del Episcopado católico
Junto a la acción del magisterio social del Romano Pontífice, cabe señalar la de los
Obispos repartidos por todo el orbe. Cada uno en su Diócesis explica, aplica y urge
los documentos sociales de Su Santidad y los completa con nuevas enseñanzas que
responden a los problemas de su respectiva jurisdicción. Una reunión de estos
documentos sociales del Episcopado llenaría muchos gruesos volúmenes. (Los más
recientes han sido reunidos en un segundo volumen, que sigue al de los
documentos pontificios en materia social, con el título El Orden Social Cristiano en
los documentos de la Jerarquía Católica, por Alberto Hurtado Cruchaga, S.J., Club de
Lectores, Santiago de Chile, 1947).
Hay cartas pastorales colectivas del episcopado de casi todas las naciones, y cartas
de obispos dirigidas a sus diocesanos sobre cuanto problema se ha discutido en
materia social. El recorrido de estos documentos en alguna compilación nos dará el
verdadero sentir de la Iglesia en materia social. Esta lectura será al mismo tiempo
un fuerte aliento y estímulo para los que deseen llevar a la práctica estos principios.
León XIII en Rerum Novarum dice: “La experiencia de la poquedad de las propias
fuerzas mueve al hombre y le impele a juntar a las propias las ajenas. Las Sagradas
Escrituras dicen: ‘Mejor es que estén dos juntos que uno solo; porque tiene la
ventaja de su compañía. Si uno cayere lo sostendrá el otro. Ay del solo que cuando
cayere, no tiene quien lo levante’ (Si 4,9-10). Y también: ‘El hermano ayudado del
hermano, es como una ciudad fuerte’ (Pr 18,19). Esta propensión natural es la que
mueve al hombre a juntarse con otros y formar la sociedad civil, y la que del mismo
modo le hace desear formar con algunos de sus conciudadanos otras sociedades
pequeñas, es verdad, e imperfectas, pero verdaderas sociedades” (RN 37, CEP p.
444).
“No puede dudarse que la sociedad establecida entre los hombres… existe por
voluntad de Dios. Dios es quien creó al hombre para vivir en sociedad, y quien lo
puso entre sus semejantes para que las exigencias naturales que él no pudiera
satisfacer solo, las viera cumplidas en la sociedad” (Libertas 26, p. 197 [según CEP
1944]).
Esta afirmación está repetida muchas veces en las Encíclicas (Immortale Dei 4,
Diuturnum Illud 11, QA 47; CEP p. 157, p. 109, p. 491) y basta mirar
superficialmente al hombre para darse cuenta que ha necesitado para nacer de la
unión de dos seres inteligentes; para su educación ha necesitado de los otros que le
han enseñado el lenguaje, que le han transmitido los conocimientos de sus
mayores; para su progreso, necesita de la habitación que otros le han construido,
de las industrias que multitud de seres unidos en un común esfuerzo han logrado
montar y perfeccionar. Nada más clara que la necesidad de la sociedad. El Código
Social de Malinas sintetiza esta doctrina: “No es verdad que el individuo se baste a
sí mismo. Por preciosa que sean sus facultades, sin la sociedad en que está llamado
a vivir, no puede conservar su existencia ni alcanzar la perfección del espíritu y del
corazón” (CSM 2).
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De aquí que en toda sociedad se requiera:
2) que quieran unirse por un tiempo más o menos largo. Por faltar la voluntad de
unirse no hay sociedad entre los pasajeros que viajan juntos en su ferrocarril; por
faltar lo segundo, tampoco hay sociedad entre los asistentes a un meeting, aunque
todos quieran el mismo fin.
3) que prosigan un bien común, propio de esa sociedad. Entendemos por bien
común: el conjunto de bienes de orden material y espiritual que los hombres
pueden procurarse en una sociedad organizada. Cada sociedad tiene su bien común
propio. Esta tendencia de los asociados a procurar todos el mismo bien común es el
vínculo substancial interno que los une.
4) que estén regidos por una autoridad, que es su vínculo social externo. La
autoridad tiene poder para dar órdenes o leyes que obliguen racionalmente a los
súbditos en lo que dice relación a su bien común propio.
De tal pacto no hay rastro histórico alguno. Por otra parte no puede ni concebirse un
momento en que el hombre no haya vivido en sociedad.
Rousseau quiso construir una teoría que descartara la idea del pecado original: todo
en el hombre es bueno. Esta tesis va a ser aprovechada por los fisiócratas y por la
escuela liberal cuya tendencia es fiarse de la naturaleza, en la que todo es bueno. El
mal viene sólo de forzarla por la intervención del hombre.
3ª) La naturaleza social del hombre. Dios al crear al hombre le dio una naturaleza
que sólo podía desarrollarse y perfeccionarse en la sociedad. Él es, en este sentido,
la causa remota de toda sociedad. Cada sociedad, en concreto, ha encontrado en su
origen la voluntad precisa de los que la formaron: esta voluntad del hombre es la
causa inmediata. La primera sociedad que existió sobre la tierra fue la primera
familia, luego vino la agrupación de familias, el clan, la tribu, los grupos
patriarcales, hasta llegar a formar las naciones, y, en nuestros días, la sociedad de
las naciones, reconocimiento de las múltiples vinculaciones que nos ligan los unos a
los otros.
“El fin de la sociedad civil es universal, porque no es otro que el bien común, de que
todos y cada uno tienen derecho a participar proporcionalmente. Y por esto se llama
pública, porque por ella se juntan entre sí los hombres, formando un Estado” (RN
37, CEP p. 444).
Las sociedades naturales están tan íntimamente vinculadas con la naturaleza del
hombre que son universales y espontáneas. Tales son la familia, y la sociedad civil.
Se discute si forman parte de esta categoría las clases sociales y las profesiones y
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la sociedad internacional. Ciertamente en ellas vive espontáneamente el hombre,
pero falta la delimitación de su bien común propio y el reconocimiento de una
autoridad que las rija.
Además de estas sociedades naturales que son necesarias, existen las sociedades
privadas o libres, que el hombre forma para satisfacer necesidades culturales,
económicas, deportivas, etc. Tales son un sindicato, una federación, una escuela, un
team de football.
El Estado o autoridad pública no tiene poder para prohibir que existan estas
sociedades privadas, enseña León XIII: “Porque el derecho de formar tales
sociedades privadas es derecho natural al hombre, y la sociedad civil ha sido
instituida para defender, no para aniquilar el derecho natural; y si prohibiera a los
ciudadanos hacer entre sí estas asociaciones se contradiría a sí propia, porque lo
mismo ella que las sociedades privadas nacen de este único principio, a saber: que
son los hombres por naturaleza sociables. Hay algunas circunstancias en que es
justo que se opongan las leyes a esta clase de asociaciones, como es, por ejemplo,
cuando de propósito pretenden algo que a la probidad, a la justicia, al bien del
Estado, claramente contradiga. Y en semejantes casos está en su derecho la
autoridad pública si impide que se formen; usa de su derecho si disuelve las ya
formadas; pero debe tener sumo cuidado de no violar los derechos de los
ciudadanos, ni so pretexto de pública utilidad establecer algo que sea contra razón.
Porque a las leyes en tanto hay obligación de obedecer en cuanto convienen con la
recta razón, y consiguientemente con la sempiterna ley de Dios” [RN 38, CEP p.
445]. (“La ley humana en tanto tiene razón de ley en cuanto se conforma con la
recta razón, y, según esto, es manifiesto que se deriva de la ley eterna. Mas en
cuanto se aparta de la razón, se llama ley inicua, y así no tiene ser de ley, sino más
bien de cierta violencia”) (S. Tomás. S. Theol. I-II q. 23 a. 3).
Las sociedades que hemos analizado están en el plano del derecho natural. En el
orden sobrenatural existe otra sociedad, la Iglesia. “Tres son las sociedades
necesarias, distintas, pero armónicamente unidas por Dios, en el seno de las cuales
nace el hombre: dos sociedades de orden natural, tales son la familia y la sociedad
civil; la tercera la Iglesia de orden sobrenatural” (Divini Illius Magistri 9, [CEP p.
643]).
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organizadas debidamente, deben tomar cuidado de su perfeccionamiento técnico,
económico, cultural y de sociabilidad. A estas sociedades vienen a sumarse las
agrupaciones libres, tan numerosas cuantas sean las aspiraciones que el hombre
desea realizar. Y, a medida que el hombre va tomando conciencia de su fraternidad
universal con todos los hombres, se dará más y más cuenta que forma parte de la
sociedad universal a cuyo bien debe contribuir para formar su propio bien.
3.1 La familia
El fin de la familia, nos muestra que los hijos son su razón de ser, y los que
determinarán su constitución. Los hijos han de poder encontrar en la familia todo lo
que necesitan para nacer, para desarrollarse física, intelectual y moralmente, para
poder ellos a su vez, llegados a su madurez, formar nuevas familias que transmitan
la vida y la educación. Cuando una familia ha capacitado a sus hijos para constituir
nuevos hogares, puede decirse que ha cumplido su misión. Otras sociedades
pueden constituirse para finalidades de corta duración: la familia exige largos años
antes de dar por terminado su cometido: formar seres humanos en todo el sentido
de la palabra.
Ninguna otra institución puede reemplazar la misión de la familia. Ella puede buscar
auxiliares, y aun son éstos necesarios en nuestra complicada civilización; de aquí la
intervención de la Iglesia, del Estado, de la Escuela, pero es la familia la que debe
poner al niño en contacto con estas instituciones, la que debe coordinar su
influencia al menos mientras el hijo está incapacitado de hacerlo por sí mismo.
Todos los esfuerzos intentados para reemplazar a los padres han fracasado: nadie
tiene su afecto, ni sus condiciones ni su responsabilidad.
“La familia comprende la sociedad conyugal, que une a los esposos, y la sociedad
paterna, que une cuando el matrimonio ha sido fecundo, a los padres y a los hijos
nacidos del matrimonio. La familia comprende también, por analogía, a los hijos
adoptivos y a los servidores adscritos a la persona” (CSM 11 y 12).
La ley del instinto y la ley del amor llevan al hombre al matrimonio. El instinto lleva
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al hombre y a la mujer a usar de su facultad de perpetuarse, pero en ellos, a
diferencia de lo que sucede en los irracionales, el instinto queda sometido al control
de la razón y de la voluntad. Es fuerte, placentero, pero no irresistible. Por sobre el
instinto y dándole toda su grandeza en los seres humanos, está el amor, inclinación
a la vez física, sentimental, que responde a la complejidad del ser humano con sus
apetitos, emociones y sentimientos tanto sensibles como espirituales. En los
animales irracionales no hay más que el instinto que los lleva a reproducir la
especie; en el hombre y la mujer el éxito de su unión estable requiere antes que
nada la profunda fusión de las almas.
El fin primario del matrimonio es la procreación de los hijos en condiciones que los
pongan en camino de obtener su fin. Hay también fines secundarios, cuales son la
satisfacción ordenada del instinto sexual, y el goce del amor conyugal, el apoyo
mutuo de los esposos en las dificultades de la vida, la realización en común de
obras de bien: todo lo cual trae aneja la alegría de la vida del hogar.
La unión libre, por más que la revistan de una aureola de idealismo, no es sino la
satisfacción sin control del instinto, la negación del bien común y acarrea males sin
cuento para el individuo y la sociedad. El comunismo soviético es el que ha ido más
lejos en esta idealización del amor libre, pues ha visto en él la liberación de
alienación familiar: sin embargo, llevado de la experiencia de sus tremendos
fracasos ha temperado mucho su primera política sobre esta materia8. Sin duda la
estabilidad de la unión conyugal acarrea inconvenientes y sacrificios en casos
particulares, que la conciencia cristiana sabe unir a la pasión redentora de Cristo. La
menor excepción en materia de indisolubilidad del matrimonio acarrearía
consecuencias más funestas para el bien común, que todos los dolores particulares
que acarrea la indisolubilidad.
La Iglesia no tiene el poder de disolver el matrimonio regularmente celebrado, sino
en tres casos particulares: el del privilegio paulino; el de la profesión solemne de
uno de los cónyuges hecha en un instituto religioso antes de la consumación del
matrimonio; y, en caso de fieles que no han consumado aún el matrimonio, si la
Santa Sede cree que hay razones de gran valor para intervenir. Cuando la Santa
Sede pronuncia una sentencia de anulación, no declara divorcio, sino que proclama
simplemente que por haber existido alguno de los graves impedimentos o haberse
violado en lo esencial la forma en la celebración del matrimonio no hubo nunca
matrimonio. Tales impedimentos están taxativamente enumerados en el Derecho
Canónico, como ser la falta de edad, 16 años en el hombre y 14 en la mujer; falta
de consentimiento matrimonial que pueda ser fehacientemente probada;
parentesco en grado muy próximo, sin previa dispensa; matrimonio válido anterior,
y algunas más de ese orden.
27
Quien tiene autoridad en la familia, como gerente del bien común familiar, “tiene
deberes y derechos anteriores y superiores a toda ley humana. Esos deberes y
derechos dimanan del fin asignado por la naturaleza a la sociedad familiar: unir a
los esposos y, como consecuencia, transmitir, mantener, desarrollar la vida hasta la
perfección moral, perpetuar la especie humana” (CSM 13).
Antes de terminar este punto conviene recordar que “teniendo los poderes públicos
la obligación de adoptar y consagrar como única legítima, la ley de transmisión de
la vida por la familia, deben también reprimir todo cuanto ataca a dicha ley: las
propagandas inmorales, la desorganización del trabajo, la mala distribución de los
provechos o de las cargas públicas. La familia tiene derecho a ser protegida contra
los diversos azotes que son instrumentos de su disolución: la licencia de las calles,
de los espectáculos, de determinada prensa, el alcoholismo, la tuberculosis, los
alojamientos insalubres, el neomaltusianismo” (CSM 16 y 17).
Muchos son los que sólo hablan de los derechos de los padres y callan
sistemáticamente los derechos del niño. Éste, sin embargo, tiene derechos muy
claros. El niño es una persona, con todos los derechos y deberes de tal. Entre los
primeros tiene el de autonomía e independencia respecto a todo otro ser, excepto
Dios. La persona no está al servicio de nadie; persona alguna, ni aun la familia,
puede considerarlo como un medio, ni puede preferir su bien al bien del niño. La
familia es para el niño y no el niño para la familia.
El niño tiene derecho de poder alcanzar la plenitud de su desarrollo físico. Tiene, por
tanto derecho de ser protegido contra la enfermedad y a recibir los cuidados
necesarios para su alimentación, higiene, vestido y habitación.
Esta formación debe ser completada por la formación sobrenatural que lo prepara
para alcanzar su fin último. La palabra del Evangelio guarda un valor eterno: “¿Qué
le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si su alma viene a sufrir
detrimento?” [Mt 16,26]. La práctica se ha encargado de demostrar hasta la
saciedad, después de muy tristes experiencias, que una educación moral es
imposible si se la separa de una educación religiosa. La moral desligada de la
religión carece totalmente de su razón de ser. ¿Qué vale una ley si no tiene o no se
conoce el legislador? Se convierte en un puro imperativo humano que puede
romperse ante la menor dificultad.
La familia, la Iglesia, el Estado y la Profesión están llamadas a velar por los derechos
del niño, especialmente en materia de educación.
29
“19. El niño tiene derecho a la formación física, intelectual, moral y religiosa.
Incumbe a los padres la obligación de procurar esta formación. Deben ser
protegidos en sus esfuerzos encaminados al cumplimiento de este deber. Son
culpables cuando no cumplen, o cumplen insuficientemente su misión de
educadores: violan los derechos del niño, derechos tanto más sagrados cuanto que
el sujeto no se encuentra en condiciones de hacerlos prevalecer por sí mismo. Una
legislación protectora de los derechos del niño se impone, sin duda, contra los
padres incapaces, negligentes o perversos, pero también contra los terceros que
dificulten la acción eficaz de los padres.
20. Resulta, de hecho, que, con la mayor frecuencia, los padres no pueden asumir
por sí, en todos sus detalles, la tarea absorbente de llevar a término la educación y
la instrucción del hijo.
La escuela tiene por fin completar esta obra educadora de los padres y suplirlos en
la enseñanza en cuanto sea necesario. El maestro es, pues, por su propia función,
delegado de los padres.
21. Los derechos de los padres y los de los maestros que los suplen no son, con
todo, absolutos. Se armonizan con los derechos de la Iglesia y con los del Estado”
(CSM 19, 20 y 21).
En cuanto a los demás conocimientos, la Iglesia goza del derecho que tienen todas
las personas –individuos o asociaciones– de comunicar a los demás lo que es
verdadero, y de fundar con este fin escuelas de todos los grados, elementales,
medias y superiores.
Tiene además la Iglesia el derecho de fundar escuelas en todos sus grados en virtud
de otro título especial, a saber: las íntimas y necesarias relaciones que existen entre
la enseñanza profana y la religiosa, entre la instrucción propiamente dicha y la
educación moral y religiosa. Así mismo interesa en gran manera que este derecho
sea consagrado por todas las legislaciones, y que los fieles generosa y
diligentemente, asegurando la concurrencia a las escuelas católicas y
particularmente a las Universidades católicas, contribuyan a ponerlo en práctica.
Además: en las escuelas frecuentadas por sus fieles, tiene la Iglesia el derecho de
asegurarse de que la enseñanza de lo concerniente al dogma, a la moral, y aun a
las disciplinas profanas, cuando éstas se enseñan por profesores no elegidos por
Ella, no dañe a las verdades religiosas puestas a su custodia” (CSM 22).
31
constituida por el conjunto de familias agrupadas políticamente. El Estado es, pues,
un medio al servicio de la sociedad, y no el fin de la sociedad. El Estado es para la
sociedad y no la sociedad para el Estado. Al Estado en materia educacional le
corresponde suplir las deficiencias de los particulares. Respetará, por tanto, los
derechos de la familia y de la Iglesia, cada una soberana como él en su campo
propio, y las apoyará para cumplir su cometido. Podrá inspeccionar la labor de los
particulares y completarla, cuando sea ineficaz o insuficiente, aun por medio de
escuelas e instituciones que dependen del mismo Estado. Pero su principal esfuerzo
deberá consistir en sostener la iniciativa privada, para que los padres tengan en
todas partes escuelas a su disposición.
“El Estado puede exigir y hacer de manera que todos los ciudadanos conozcan sus
deberes cívicos y nacionales, y que posean además el minimum de cultura
intelectual, moral y física, que consideradas las condiciones de la época sea
realmente necesario para el bien común. Se excede sin embargo de sus derechos –y
su monopolio de la educación y de la enseñanza es injusto e ilícito– cuando obliga
física o moralmente a las familias a enviar a sus hijos a las escuelas del Estado,
contrariando los deberes de la conciencia cristiana o aun sus legítimas
preferencias” (CSM 24).
Las ideas totalitarias no están muertas, por de pronto son la filosofía dominante en
todo ese inmenso sector del mundo dominado por el comunismo. Para el
totalitarismo el Estado es el amo absoluto que dispone del cuerpo y alma de los
ciudadanos y la educación el medio de formar hombres que le estén enteramente
sometidos. En materia de educación es donde más fácilmente apuntan con
frecuencia rebrotes totalitarios bajo la idea del Estado docente; el Estado es el único
capacitado para enseñar y el único con misión de hacerlo. En el fondo se oculta bajo
tal nombre la aspiración fanática de acabar con la enseñanza cristiana, la vieja
consigna de la masonería que en América Latina trata de refugiarse de preferencia
en el campo de la educación. Es notable oír a los campeones del Estado docente
alardear de demócratas y libertarios y dar pruebas de antidemócratas y de
antilibertarios en el terreno educacional.
Lo que al Estado le interesa es que las profesiones y las funciones necesarias para
el bien común estén bien representadas y que florezca en todo el país la cultura
física, intelectual y moral, pero le es indiferente que esta cultura y preparación sea
dada por unos o por otros, con tal que esté bien dada. Tendrá ciertamente un
derecho de inspección y de control, pero no el de cercenar la libertad educacional
de la familia y de la Iglesia. Si su acción es deficiente súplala y estimúlela, pero
jamás suprímala. Por otra parte, el Estado como educador es más deficiente que los
particulares, y lo sería aún mucho más si no tuviera frente a él el estímulo de una
sana competencia.
La neutralidad escolar está muy lejos de constituir un ideal. La educación debe ser
integral y dada siempre en función de una filosofía y de una religión: los conceptos
deben completarse y formar un todo orgánico, o el escepticismo se introduce en la
mente del niño. La neutralidad religiosa, que ignora a Dios y sus derechos es
esencialmente mala y antisocial. La neutralidad confesional, que acepta la religión
natural y prescinde de la religión en concreto, inconveniente en principio, podrá ser
tolerada en casos de pluralidad religiosa, siempre que en vez de oponerse a la
religión sobrenatural, prepare al alumno a recibirla por el ministro de su religión.
Pero esta tolerancia significa únicamente que se trata de un mal menor: el ideal es
la educación que integra la religión en la vida y la vida en la religión. El Código
Social de Malinas enseña:
33
3.1.1.4.4 La profesión [y la educación]
“26. La armonía entre todos los factores que contribuyen a la educación: Familia,
Escuela, Iglesia, Estado, Profesión, es la condición primordial del orden social.
27. Supone esta armonía que en toda escuela, ya sea fundada por la familia, ya por
la Iglesia, por el Estado o por la profesión, dentro cada cual de su propia esfera,
todos estos poderes legítimos cumplan sus deberes y ejerciten sus derechos” (CSM
26 y 27).
S.S. Pío XI en Casti Connubii en la más solemne forma que se haya usado en las
encíclicas dice que la Iglesia Católica “eleva su voz por nuestros labios y una vez
más promulga que cualquier uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto, de propia
industria queda destituido de su natural fuerza procreativa, va contra la ley de Dios
y contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de un grave delito”
(Casti Connubii 34, CEP p. 711. Ver los números 33 y 34).
La primera fuente de recursos con que los padres pueden hacer frente a sus gastos
es el salario. De este tema trataremos más ampliamente en su sitio, pero desde
luego es imprescindible dejar constancia que la doctrina cristiana es que “hay que
trabajar con todo empeño, a fin de que la sociedad civil, como sabiamente lo
dispuso nuestro predecesor León XIII, establezca un régimen económico y social en
el que los padres de familia puedan ganar y granjearse lo necesario para
alimentarse a sí mismos, a la esposa y a los hijos, según su clase y condición: ‘pues
el que trabaja merece su recompensa’. Negar ésta o disminuirla más de lo debido
es grande injusticia y, según las Sagradas Escrituras, un grandísimo pecado; como
tampoco es lícito establecer salarios tan mezquinos que atendidas las
circunstancias, no sean suficientes para alimentar a la familia” (Casti Connubii 72,
CEP p. 736).
En Quadragesimo Anno el mismo Pontífice estableció que “En primer lugar, hay que
dar al obrero una remuneración que sea suficiente para su propia sustentación y la
de su familia.
Justo es, por cierto, que el resto de la familia concurra según sus fuerzas al
sostenimiento común de todos, como pasa entre las familias sobre todo de
labradores, y aun también entre los artesanos y comerciantes en pequeño; pero es
un crimen abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer. En casa
35
principalmente o en sus alrededores, las madres de familias pueden dedicarse a sus
faenas sin dejar las atenciones del hogar. Pero es gravísimo abuso y con todo
empeño ha de ser extirpado, que la madre, a causa de la escasez del salario del
padre, se vea obligada a ejercitar un arte lucrativo, dejando abandonados en casa
sus peculiares cuidados y quehaceres, y sobre todo la educación de los niños
pequeños. Ha de ponerse, pues, todo esfuerzo en que los padres de familia reciban
una remuneración suficientemente amplia para que puedan atender
convenientemente a las necesidades domésticas ordinarias. Si las circunstancias
presentes de la vida no siempre permiten hacerlo así, pide la justicia social que
cuanto antes se introduzcan tales reformas, que a cualquier obrero adulto se le
asegure ese salario” (QA 32, OSC 217). Pío XII ha repetido reiteradas veces esta
misma doctrina (cfr. OSC 224).
Pío XI alaba con encomio a quienes han intentado “…diversos medios para
acomodar la remuneración del trabajo a las cargas de familia, de manera que al
aumento de las cargas corresponda un aumento de salario; y aun, si fuere
menester, para atender a las necesidades extraordinarias” (QA 32, OSC 217).
Felizmente la idea del salario familiar ha entrado en muchas legislaciones en forma
más o menos completa y funciona a base de las cajas de compensación. En Chile,
cada año se fija para los empleados el sueldo vital y lo que corresponde por carga
familiar. Desgraciadamente no hay legislación alguna que asegure iguales derechos
a los obreros, que carecen de salario vital y de asignaciones de carácter familiar.
Algunas industrias dan espontáneamente una asignación de carácter familiar, o
bien la han conseguido los sindicatos. Desgraciadamente casi todas están muy lejos
de cubrir el gasto que realmente supone una carga de familia.
El problema más amargo que tiene que enfrentar una familia de escasos recursos,
es su falta de seguridad. Al trazar S.S. Pío XII el cuadro del mundo contemporáneo
(1º de Septiembre, 1944) dice: “vemos al número incontable de aquellos que,
desprovistos de toda seguridad directa o indirecta respecto de su vida, no se
interesan ya por los valores reales y más elevados del espíritu, abandonan su
aspiración de una libertad genuina, y se arrojan a los pies de cualquier partido
político, esclavos de cualquiera que les prometa en alguna forma pan y seguridad”
(OSC 8).
En cuanto a la previsión privada, hecha por los propios interesados, hay que
recomendarla con máximo encomio. Su Santidad Pío XI después de hablar de la
necesidad del salario familiar prosigue: “Hemos de procurar, sin embargo, que los
cónyuges, ya mucho tiempo antes de contraer matrimonio, se preocupen de
prevenir o disminuir al menos las dificultades materiales, y cuiden los doctos de
enseñarles el modo de conseguir esto” (Casti Connubii 72, CEP p. 736).
El ahorro directo, los seguros sociales de cesantía, vejez, accidentes del trabajo
deben ser instántemente [sic] recomendados. Desgraciadamente diversos factores
se conjuran en contra del ahorro: la escasez de muchos salarios, el hábito de
imprevisión y de derroche del pueblo, y la inflación que reduce a nada lo
economizado con tanto esfuerzo. De ahí es que hay que tratar a toda costa de
orientar el ahorro hacia la posesión del bien raíz.
37
3.1.2.4 La vivienda familiar
La habitación de las clases modestas en casi toda América Latina presenta el más
grave de los problemas sociales.
La vivienda del obrero en nuestras ciudades es antes que nada insuficiente. Los
arquitectos vienen repitiendo desde hace varios años que en Chile faltan 400.000
casas: puede ser que el número sea discutible, pero no lo es que faltan muchos
miles de habitaciones. El aumento vegetativo de la población de unas 120.000
personas por año exigiría cada año, por lo menos 20.000 nuevas casas para cubrir
las necesidades de este aumento. Estos últimos años se han construido en Chile
apenas 6.000 casas, lo cual indica que este déficit no ha sido cubierto y que la cifra
de arrastre va siendo cada día mayor. El régimen de poblaciones callampas chileno,
o el de las fabelas del Brasil es una vergüenza para todo país civilizado:
hacinamiento de ranchos improvisados con piso de tierra, techo formado por
desechos de latas o fonolitas, y paredes de madera, de caña y hasta de papel: eso
no puede llamarse habitación. Cada uno de esos tugurios es un tremendo “Yo
acuso” lanzado a la sociedad.
Más grave aún que el problema de los que tienen mala vivienda es el de los que no
tienen ninguna vivienda. En el campo son los forasteros que viven como
“allegados” en una familia, dejando muchas veces al marcharse un problema moral
insoluble; en la ciudad son los miles de vagos que duermen en las calles o en
alguna hospedería de emergencia que no ofrece ningún ambiente de hogar.
¿Podemos imaginar la inmensa amargura de quien no tiene un modesto espacio que
pueda llamar su pieza, una cama que pueda llamar su cama?
Se impone, pues, una campaña en pro de la vivienda popular tan enérgica, como si
el país estuviera en pie de guerra: de lo contrario el problema no se solucionará.
Mientras este problema esté pendiente el estado de guerra interior está latente,
pues es imposible que pueda vivir en paz un pueblo al cual falta la más
indispensable de sus necesidades. Querer reprimir los movimientos sediciosos con
leyes represivas es inútil, mientras no se reprima la miseria de la habitación.
La solución es posible. Es éste un principio del cual han de posesionarse bien los
legisladores y gobernantes, no menos que los técnicos: es posible si el país lo ataca
con la seriedad con que repelería la invasión de su territorio. Todas las otras
construcciones deberían postergarse hasta que no se hubiese construido
habitaciones populares: tal fue la política inglesa de la posguerra frente a las
39
reconstrucciones. En Chile, felizmente, hay todos los elementos de construcción en
el país: lo que falta es canalizarlos hacia la vivienda popular e intensificar el ritmo
de su producción. El Gobierno central y las municipalidades deben dar toda clase de
facilidades para la realización de estas construcciones: entrega de sitios eriazos,
reducción a un mínimo de las exigencias urbanísticas, oficinas que faciliten planos y
servicios de inspección, formación de cooperativas de construcción, exoneración de
todo impuesto a la nueva vivienda popular, sociedades de crédito para la
construcción con interés mínimo y ventajas legales a estas sociedades.
El anhelo más íntimo de todo hombre y de toda mujer que quieren formar una
familia es el de contar con su casa propia. ¡Cuántos sacrificios por lograrlo,
quitándose a veces el pedazo de pan de la boca para pagar la cuota del terreno!
El Ingeniero Francisco Valsecchi tiene una hermosa página sobre las ventajas
individuales y familiares de la propiedad del propio hogar: la casa propia
“constituye…9
“De todos los bienes que pueden ser objeto de la propiedad privada ninguno es más
conforme con la naturaleza, de acuerdo con las enseñanzas de la Rerum Novarum,
que la tierra, de cuya posesión la familia vive, y de cuyos productos ella obtiene,
totalmente o en parte, su subsistencia. Corresponde al espíritu de la Rerum
Novarum el afirmar que, como regla, sólo la estabilidad que arraiga en la posesión
individual hace de la familia la más vigorosa, la más perfecta y fecunda célula de la
41
sociedad, juntando, de modo brillante, en su progresiva cohesión, las generaciones
presentes con las futuras. Si hoy día el concepto y la creación de espacios vitales
constituye el centro de las aspiraciones sociales y políticas ¿por qué nadie piensa,
ante todo, en un espacio vital para la familia, que la emancipe de las cadenas con
que las actuales condiciones le impiden hasta el poder formular la idea de un hogar
propio?” (Pío XII, Junio de 1941; OSC 128).
Frente a los conceptos paganos que la mujer estaba hecha para la maternidad, para
el placer, o para el trabajo doméstico y que era inferior al hombre, la Iglesia
Católica ha enseñado que la mujer es tan persona como el hombre, que tiene los
mismos derechos esenciales y un mismo fin sobrenatural. Esto no obsta a que la
psicología del hombre y de la mujer sean diferentes, y que cada uno de los sexos
sea más apto para determinadas funciones.
“Tal sumisión no niega ni quita la libertad que en pleno derecho compete a la mujer,
así por su dignidad de persona humana como por sus nobilísimas funciones de
esposa, madre y compañera, ni la obliga a dar satisfacción a cualesquiera gustos
del marido, no muy conformes quizás con la razón o la dignidad de esposa, ni,
finalmente, enseña que se haya de equiparar la esposa con aquellas personas que
en derecho se llaman menores y a las que por falta de madurez de juicio o por
desconocimiento de los asuntos humanos no se les suele conceder el ejercicio de
sus derechos…
…sino que, al contrario, prohibe aquella exagerada licencia que no se cuida del bien
de la familia, prohibe que en este cuerpo de la familia se separe el corazón de la
cabeza, con grandísimo detrimento del conjunto y con próximo peligro de ruina,
pues si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón, y como aquél tiene el
principado del gobierno, ésta puede y debe reclamar para sí, como cosa que le
pertenece, el principado del amor.
El grado y el modo de tal sumisión de la mujer al marido puede ser diverso según
las varias condiciones de las personas, de los lugares y de los tiempos, y más aún si
el marido faltase a sus deberes, debe la mujer hacer sus veces en la dirección de la
familia. Pero tocar o destruir la misma estructura familiar y su ley fundamental,
establecida y confirmada por Dios, no es lícito en tiempo alguno ni en ninguna
parte.
Sobre el orden que debe guardarse entre el marido y la mujer, sabiamente enseña
nuestro predecesor León XIII, de santa memoria, en su ya citada encíclica acerca del
43
matrimonio cristiano: ‘El varón es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual,
sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe
someterse y obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera, es
decir, de tal modo que a su obediencia no le falte ni honestidad ni dignidad. En el
que preside y en la que obedece, puesto que el uno representa a Cristo y la otra a la
Iglesia, sea siempre la caridad divina la reguladora de sus obligaciones’.
Por otra parte, la simple observación de la vida cotidiana entre católicos nos
demostrará cuál es el sitio que en ella ocupa la mujer. Ella actúa no sólo en la vida
de hogar como esposa y como madre, sino también dirigiendo múltiples obras de
caridad, de enseñanza, de apostolado social, incluso en el parlamento y en el trono.
En todas partes la vemos admirada y respetada por su abnegación, su inteligencia y
su valor. Al comparar la estima de la mujer en la Iglesia Católica, en las iglesias
separadas, entre los judíos y mucho más en los pueblos paganos vemos que sólo en
la primera ocupa el sitio de digna compañera del hombre, al cual Dios la asoció.
S.S. Pío XII en Noviembre de 1945 dirigió a las mujeres del mundo una preciosa
alocución en la cual destaca la dignidad de la mujer y su acción en los tiempos
modernos (cfr. OSC 380-390). De este documento entresacaremos sus conceptos
relativos a la acción femenina.
Por otra parte, ¿puede una mujer, quizás esperar un genuino bienestar de un
régimen dominado por el capitalismo? No necesitamos describiros ahora sus
síntomas característicos, vosotras mismas soportáis sus cargas: concentración
excesiva de poblaciones en las ciudades, el aumento constante de las grandes
industrias que todo lo absorben, la condición precaria y difícil de otros grupos, en
especial aquellos de los artesanos y los agricultores, y el aumento intranquilizador
45
del desempleo.
“He aquí que una mujer, con el fin de aumentar las entradas de su marido, se
emplea también en una fábrica, dejando abandonada su casa durante la ausencia.
Aquella casa desaliñada y reducida quizás, se torna aún más miserable por falta de
cuidado. Los miembros de la familia trabajan separadamente en los cuatro confines
de la ciudad, a horas diversas. Escasamente llegan a encontrarse juntos para la
comida o el descanso después del trabajo, mucho menos para la oración en común.
¿Qué queda, entonces, de la vida de familia? ¿Qué atractivos puede ofrecer ese
hogar a los hijos?
Esta verdad se aplica a todos los grados y posiciones de la vida social. La hija de la
mujer mundana, que ve todo el cuidado de la casa en manos mercenarias, que sabe
que su madre dispendia el tiempo en ocupaciones frívolas y esparcimientos inútiles,
seguirá su ejemplo, querrá emanciparse lo más pronto posible y, para expresarlo
con palabras trágicas, querrá “vivir su propia vida”. ¿Cómo es posible, entonces,
que conciba siquiera el deseo de ser un día una dama verdadera, como madre de
una familia feliz, digna y próspera?
En cuanto a las clases obreras, una mujer forzada a ganarse el diario sustento,
podría descubrir, si reflexionara cuerdamente, que con frecuencia el salario extra
que ella gana trabajando fuera de la casa, se consume fácilmente en otros gastos, y
aun en ruinosos desperdicios para el presupuesto de la familia. La hija que también
sale a trabajar en una fábrica u oficina, ensordecida por el agitado mundo en que
ella vive, deslumbrada por el oropel de un lujo artificioso, enardecida la sed por los
placeres que distraen sin saciar ni dar descanso, en esos salones de espectáculos o
de bailes que brotan por doquier, muchas veces con propósitos de proselitismo de
partidos y que corrompen a la juventud, acaba por convertirse en una dama
presumida, y desprecia las costumbres de sus abuelos.
¿Cómo es posible, entonces, que no sienta repugnancia por su modesto hogar y sus
alrededores, encontrándolo más pobre de lo que es en realidad? Para que llegue a
sentir placer en este ambiente, para desear un día fundar su propia casa entre los
suyos, esta joven tendría que corregir sus impresiones naturales con una vida seria,
intelectual y espiritual, con la fortaleza que da la educación religiosa y los ideales
sobrenaturales. Pero ¿qué clase de formación religiosa ha podido recibir en los
lugares que frecuenta?
Y esto no es todo.
Todos estos males son hondamente deplorables, pero sería inútil predicar el retorno
de la mujer al hogar mientras permanezcan aquellas condiciones que la obligan a
permanecer lejos de él, pues ordinariamente ha sido sacada de su hogar por la
ansiedad continua acerca del pan cotidiano.
47
de las relaciones humanas. Cada mujer tiene, pues, “la obligación, la estricta
obligación en conciencia, lejos de abstenerse, de participar en la acción en la forma
y modo adecuado a la condición de cada una, de tal manera que detengan esas
corrientes que amenazan el hogar” y logren su restauración.
“Un grupo de mujeres que dispongan del tiempo necesario deberán dedicarse más
directa y enteramente a los problemas de bien público…
“Solamente una mujer podrá saber, por ejemplo, cómo atemperar con la bondad, y
sin detrimento de su eficacia, la legislación promulgada para contener la disolución
de las costumbres. Solamente ella podría encontrar los medios de salvar de la
degradación, y educar en la honradez y en las virtudes religiosas y cívicas, al joven
abandonado. Solamente ella podría tornar provechosa la obra de protección y
rehabilitación de los reos liberados y de las jóvenes caídas. Solamente ella sería
capaz de acoger en su corazón comprensivo el lamento de las madres a quienes un
Estado totalitario, cualquiera que sea su nombre, quisiera arrebatar de sus manos la
educación de sus propios hijos” (Pío XII, Deberes de la mujer, Noviembre de 1935;
OSC 388).
La actividad social y política de la mujer influye mucho en la legislación del Estado y
en la administración de los cuerpos locales. “Por tanto, el voto electoral en manos
de la mujer católica constituye un medio importante para cumplir su estricto deber
de conciencia, en especial en los tiempos actuales.
Bien sabe ella, por experiencia, que en todo caso esta política es nociva para la
familia, que debe pagar por culpa de ella un precio elevado en bienes y en sangre.
“Preciso es que se unan, aun a costa de los más graves sacrificios, para salvarse a
sí mismos y a toda la humanidad. En tal unión de ánimos y de fuerzas deben
naturalmente ser los primeros cuantos se glorian del nombre cristiano, recordando
la gloriosa tradición de los tiempos apostólicos, cuando la multitud de los creyentes
no tenían sino un solo corazón y un alma sola; pero a ella concurran asimismo
sincera y cordialmente todos los que creen todavía en Dios, y le adoran, para
apartar de la humanidad el grande peligro que a todos amenaza. Porque el creer en
Dios es el fundamento firmísimo de todo orden social y de toda responsabilidad en
la tierra, por esto cuantos no quieren la anarquía y el terror deben con toda energía
49
trabajar en que los enemigos de la religión no consigan el fin que tan
enérgicamente y a las claras se proponen” [Pío XI, Caritate Christi Compulsi 9; OSC
391].
Una clase social está constituida por el conjunto de estos elementos. No basta la
simple presencia de uno o dos de ellos para colocarlo en una determinada categoría
social: así por ejemplo un rico venido a menos, por su aspecto económico, y en
parte por su situación social, participa de la clase obrera, pero él no se sentirá
solidario de ella mientras cultural y emotivamente se encuentre en su nivel.
Igualmente, el hijo de un obrero, educado en la universidad, no se considerará
inmediatamente formando parte de las clases dirigentes, hasta que junto a su
cultura haya unido sus reacciones psicológicas y una cierta independencia
económica.
Una persona forma parte de la clase de la cual se siente solidario, con la cual se
siente unido por una conciencia de clases. Tal conciencia más o menos explícita
existe en nuestros días en todas las clases sociales, y promueve la formación de
asociaciones de clase: tales son los sindicatos, las uniones profesionales, artísticas,
las sociedades de fomento o defensa de la producción agrícola, minera; las
sociedades de comerciantes y de empleados: tras cada una de estas agrupaciones
hay ordinariamente una clase, y una conciencia de clase.
¿Cuántas son las clases sociales? Es imposible precisar [su] número y en un país de
cultura y de industria avanzada se puede decir que su número tiende al infinito. Con
todo, podemos hablar de ciertos grupos más diferenciados:
Las clases medias, formada por los simples profesionales, los empleados, los
pequeños rentistas, los pequeños propietarios.
La clase obrera, o clase popular, formada, como su nombre lo indica, por los
trabajadores del campo o de la ciudad.
51
“Porque así como, siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todo los
miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo.
Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para
constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya libres,
hemos bebido del mismo Espíritu. Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino
muchos…
…Si dijere el pie: Porque no soy mano no soy del cuerpo, no por esto deja de ser del
cuerpo. Y si dijere la oreja: Porque no soy ojo no soy del cuerpo, no por esto deja de
ser del cuerpo. Si todo el cuerpo fuera ojos, ¿dónde estaría el oído? Y si todo él
fuera oído, ¿dónde estaría el olfato? Pero Dios ha dispuesto los miembros en el
cuerpo, cada uno de ellos como ha querido. Si todos fueran un miembro, ¿dónde
estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, pero uno solo el cuerpo. Y no puede el
ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti. Ni tampoco la cabeza a los pies: No
necesito de vosotros.
Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más
necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor honor, y a los que
tenemos por indecentes los tratamos con mayor decencia, mientras que los que de
suyo son decentes no necesitan de más. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando
mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el
cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros. De esta
suerte, si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro
es honrado, todos los otros a una se gozan. Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo, y
cada uno en parte, según la disposición de Dios en la Iglesia, primero apóstoles,
luego profetas, luego doctores, luego el poder de los milagros, las virtudes;
después, las gracias de curación, de asistencia, de gobierno, los géneros de
lenguas” (1Co 12,12-28).
Pío XI entre los males sociales que señala deplora ‘en primer lugar la lucha de
clases… que inficiona todo lo que contribuye a la prosperidad pública y privada. Y
este mal se hace cada vez más pernicioso por la codicia de bienes materiales de
una parte y de la otra, por la tenacidad en conservarlos, y en ambas por el ansia de
riquezas y de mando’.
El capital lucha por crear ‘enormes poderes y una prepotencia económica despótica
en manos de muy pocos. Estos potentados son extraordinariamente poderosos,
cuando dueños absolutos del dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto;
diríase que distribuyen la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal
modo tienen en su mano, por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie
podría respirar contra su voluntad… La libertad infinita de los competidores sólo
dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo lo mismo que decir a los
que luchan más violentamente, los que menos cuidan de su conciencia. A su vez,
esta concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de conflictos: la
lucha primero se encamina a alcanzar ese potentado económico; luego se inicia una
fiera batalla a fin de obtener el predominio sobre el poder público y
consiguientemente de poder usar de sus fuerzas e influencias en los conflictos
53
económicos; finalmente se entabla el conflicto en el campo internacional, en el que
luchan los Estados pretendiendo usar de su fuerza y poder político para favorecer
las utilidades económicas de sus súbditos respectivos o por el contrario, haciendo
que las fuerzas o el poder económico sean los que resuelven las controversias
políticas originadas entre las naciones’. No cabe, pues, dudar que cuando se habla
de lucha de clases, es el capital uno de los que fomentan dicha lucha.
El obrero, por su parte, recuerda el hecho ‘que unos cuantos hombres opulentos y
riquísimos han puesto sobre la multitud innumerable de proletarios un yugo que
difiere poco del de los esclavos’ y no menos, que en las tierras que llamamos
nuevas (América) ‘el número de los proletarios necesitados, cuyo gemido sube
desde la tierra hasta el cielo, ha crecido inmensamente. Añádese el ejército ingente
de asalariados del campo, reducidos a las más estrechas condiciones de vida, y
desesperanzados de poder jamás obtener participación alguna en la propiedad de la
tierra y por tanto sujetos para siempre a la condición de proletarios si no se aplican
remedios oportunos y eficaces’. Recuerda también que, como lo advierte Pío XII en
1944, ‘por un lado, riquezas inmensas dominan la vida pública y privada, y, con
frecuencia, hasta la vida civil; por el otro, hay el número incontable de quienes
están desprovistos de toda seguridad directa o indirecta respecto a su vida’. El
recuerdo de estos agravios y la vista de su presente deplorable situación crea en
varios sectores asalariados un espíritu de lucha por mejorar su situación. Estos
hechos son innegables.
Ahora bien, ante esta realidad de la lucha de clases podemos adoptar dos actitudes:
o usarla para realizar revoluciones violentas que conducen a otras injusticias: tal es
la actitud de los marxistas que explotan esa energía de indignación para conseguir
el triunfo del proletariado; es también la actitud de los fascistas, que alarmados
ante lo que llaman el peligro de la demagogia, suprimen la libertad de los órganos
de expresión popular para defender el capitalismo amenazado. La segunda actitud
consiste en luchar por suprimir la causa de tales luchas: tal es la actitud del
cristianismo social. Reconoce éste la existencia de la lucha y quiere suprimirla,
suprimiendo la causa del conflicto, que es la injusticia social, la explotación del
trabajador. Al mismo tiempo pide al obrero el cumplimiento consciente de sus
deberes. No puede haber capital sin trabajo, ni trabajo sin capital: ambos están
llamados a entenderse y a colaborar al amparo de la justicia.
Si los poseedores de las riquezas se niegan a acceder a las legítimas demandas del
trabajador, son los poseedores de las riquezas los que encienden la lucha social, los
verdaderos revolucionarios. En tal caso los sindicatos tienen el deber de defender
los derechos de los sindicados, pero esto en ningún momento los autoriza a
sobrepasarse en sus exigencias ni a usar medios que lesionen los intereses justos
del capital.
‘La lucha de clases sin enemistades y odios mutuos, poco a poco se transforma en
una discusión honesta, fundada en el amor a la justicia. Ciertamente no es aquella
bienaventurada paz social que todos deseamos, pero puede y debe ser el principio
de donde se llegue a la mutua cooperación de las clases’. ‘Los medios para salvar al
mundo actual de la triste ruina en que el liberalismo amoral lo ha hundido, no
consisten en la lucha de clases y en el terror y mucho menos en el abuso
autocrático del poder estatal, sino en la penetración de la justicia social y del
sentimiento de amor cristiano en el orden económico y social’” (Sindicalismo, pp.
41-44)13.
De hecho cada profesión, sea ésta un oficio manual o una carrera liberal, crea, por
la naturaleza misma de las cosas, una comunidad de intereses entre los que la
ejercen. Lo natural es, por tanto, que de una misma profesión formen un cuerpo
55
profesional organizado. “Como, siguiendo el impulso natural, los que están juntos en
un lugar forman una ciudad, así los que se ocupan en una misma arte o profesión,
sea económica, sea de otra especie, forman asociaciones o cuerpos, hasta el punto
que muchos consideran esas agrupaciones, que gozan de su propio derecho, si no
esenciales a la sociedad, al menos connaturales con ella” (QA 36, OSC 264).
“El Estado implica tres elementos constitutivos: una sociedad, un territorio, una
autoridad.
La autoridad del Estado tiene por función la gerencia del bien común de los mismos
que lo componen” (CSM 34-37).
Prosecución del bien común temporal: su fin propio es todo lo que interesa a la
actividad humana en el campo terrestre. Queda excluido únicamente lo que toca al
orden sobrenatural, que pertenece a la Iglesia. El bien común temporal no incluye
sólo los intereses materiales, sino también los intelectuales y morales: en una
palabra todo lo que constituye la civilización.
La palabra bien común indica que el Estado sólo se preocupa de los intereses
comunes de los miembros de la sociedad civil, no de los intereses de cada uno de
ellos, de sus bienes particulares. Así, por ejemplo, al Estado no le incumbe
directamente procurar habitación o trabajo a cada ciudadano, es él quien debe
procurárselo; en cambio le corresponde asegurar las condiciones de seguridad, de
protección, de educación, de facilidad de comunicaciones, de aprovisionamiento, de
bienestar, gracias a las cuales la actividad personal podrá adquirir los bienes que
necesita. La felicidad individual dependerá, eso sí, en gran parte de este bienestar
general cuyo gerente es el Estado.
“43. El Estado es perpetuo por naturaleza. De aquí se sigue que los tratados que
celebra y las obligaciones pecuniarias y de otra clase que asume, le obligan, sean
cuales fueren los cambios que puedan producirse en las personas físicas que lo
encarnen y en las formas políticas que revista.
57
substancialmente distintos, el Estado no tiene ni puede tener más que derechos y
deberes humanos, pero engrandecidos y ampliados. Se halla, pues, sometido a la
misma ley moral y a la misma regla de justicia que los individuos. En la esfera de
sus relaciones con las sociedades semejantes a él, es decir, con los otros Estados,
no se sustrae a la obligación de respetar esta ley y estas reglas.
Es indispensable, para que pueda realizarse el fin social, que el Estado sea
jurídicamente sujeto de derechos, al modo de los individuos, aunque en una esfera
más extensa y con modalidades propias.
Frente a la Escuela del Contrato Social, la moral católica afirma que la sociedad civil
es un hecho natural querido por Dios, como complemento y expansión de la familia,
destinado a permitir al hombre la adquisición de nuevos recursos para obtener la
realización del bien común temporal.
Lo que determina al hombre a unirse con sus semejantes no es un pacto, del que no
hay memoria ni indicio en la historia, sino el instinto de sociabilidad que lo lleva a
completar su personalidad con la de sus semejantes. Por eso desde que hay historia
nos aparece el hombre unido socialmente a los demás, y en ningún momento
haciendo vida solitaria. Esta asociación le permite a sus miembros la protección
contra los abusos de la fuerza, la posesión tranquila de su bienestar y la expansión
de sus actividades. Los hombres no pueden consumir sus energías en el campo
restringido de la vida familiar. Para obtener nuevos y más variados bienes,
conocimientos más profundos y diferenciados, necesita el hombre de sus
semejantes. Grandes trabajos serán realizados, que van mucho más allá de las
posibilidades de la familia: puertos, caminos, canalizaciones, energía eléctrica,
atómica… todo eso requiere una unión de fuerzas bajo una común autoridad. Todo
esto nos hace ver que la unión que los hombres siempre han profesado no es
materia de un querer arbitrario del hombre, de un mero invento suyo, sino la
consecución de sus inclinaciones más profundas puestas por Dios en su alma, esto
es, la realización de una tendencia natural.
Como hecho natural la sociedad tiene leyes que no pueden ser desconocidas, sin
negarla: tales, por ejemplo, la necesidad de una autoridad, su orientación al servicio
del hombre y de la familia, cuyas necesidades está llamada a proveer y no a
substituir, ni menos a atropellar.
59
mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre derecho
personal y vínculo social, como también por el fin de la sociedad, determinado por
la misma naturaleza humana. El Creador quiere la sociedad como medio para el
pleno desenvolvimiento de las facultades individuales y sociales… Hasta aquellos
valores más universales y más altos que solamente pueden ser realizados por la
sociedad, no por el individuo, tienen, por voluntad del Creador, como fin último el
hombre natural y sobrenatural. El que se aparte de este orden conmueve los pilares
en que se asienta la sociedad, y pone en peligro la tranquilidad, la seguridad y la
existencia de la misma” (Mit brennender Sorge 28, CEP pp. 369 y 370).
Los filósofos han cavilado sobre muchos problemas que dicen relación con la
autoridad en la sociedad. Dejaremos de lado los puramente especulativos, para no
detenernos sino en aquellos que tienen alcance práctico.
La primera afirmación que hace a este respecto la moral católica es que ninguna
sociedad puede subsistir sin autoridad, cuya misión es imprimir eficazmente a cada
uno de los miembros un mismo impulso hacia el bien común. La autoridad, lo
mismo que la sociedad, proceden de la naturaleza y, por consiguiente, del mismo
Dios. Consecuencias que emanan directamente de este principio son, primera, que
resistir a la autoridad es resistir al orden establecido por Dios (El que resiste la
autoridad resiste a la ordenación divina (Rm 13,2)) y, segunda, que el que tiene
autoridad ha sido puesto por Dios para el servicio del pueblo. El servicio del pueblo
es la única razón de su poder y fija sus límites (CSM 38).
La legitimidad del poder no está, pues, ligada a ninguna forma de gobierno: no hay,
pues, monarquía, ni aristocracia, ni democracia de derecho divino. La Iglesia
Católica, en sus relaciones oficiales con los Estados, hace abstracción de las formas
que los diferencian. Y así, de hecho, hay perfecta convivencia de los católicos en
una sociedad monárquica como la inglesa; en una república democrática, como los
Estados Unidos; bajo el régimen hindú como bajo el mando del Emperador del
Japón. En todos estos regímenes encontramos a católicos de línea colaborando
incluso bajo autoridades paganas al bien común temporal de su nación. En algunos
países, en Francia principalmente, fue difícil para muchos católicos desprenderse de
la idea que el catolicismo no estaba ligado a la monarquía, pero los Romanos
Pontífices, especialmente León XIII, han insistido firmemente en la doctrina recién
expuesta. “Tales son las reglas trazadas por la Iglesia Católica respecto a la
constitución y gobierno de los Estados. Estos decretos y principios, si se juzgan
sanamente, no reprueban en sí ninguna de las distintas formas de gobierno, puesto
que éstas nada tienen que repugne a la doctrina católica, y si son aplicadas con
prudencia y justicia, pueden todas garantizar la prosperidad pública. Más aún, no se
reprueba en sí el que el pueblo tenga participación mayor o menor en el gobierno;
en ciertos tiempos y bajo ciertas condiciones puede llegar a ser eso no sólo una
ventaja, sino un deber para los ciudadanos” (Immortale Dei 45, CEP p. 173).
“En el orden especulativo, los católicos tienen, pues, como todo ciudadano, plena
libertad para preferir una forma de gobierno a otra, precisamente porque ninguna
de estas formas especiales se opone en sí misma a los dictados de la sana razón, ni
a las máximas de la doctrina cristiana” (CSM 41).
61
En materia de autoridad el ciudadano está abocado frecuentemente a realidades
prácticas. “Todos los individuos deben aceptar los gobiernos establecidos, y no
intentar nada fuera de las vías legales para derribarlos o cambiar su forma.
Reconocer en los individuos la libertad de hacer una oposición violenta, ya a la
forma de gobierno, ya a la persona de sus jefes, equivaldría a instalar en la
sociedad política, con carácter permanente, el desorden y la revolución.
Únicamente una tiranía insoportable, o la violación flagrante de los derechos
esenciales más evidentes de los ciudadanos, justificarían, después del fracaso de
todos los demás medios legales, el derecho de rebelión” (CSM 41).
Por tanto, cuando un gobierno, por una revolución triunfante o por otro camino, está
instalado en el poder y orienta sus actividades hacia el bien común, es deber de
todos los ciudadanos obedecerlo, pues tiene derecho a mandar: de lo contrario no
podría subsistir la sociedad con la tranquilidad que necesita para buscar el bien
común. Los católicos no pueden prevalecerse de su religión para derribarlo, a no ser
que ocurra el caso arriba señalado de una tiranía insoportable o la violación
flagrante de los derechos esenciales de la persona humana, no por tanto la práctica
de injusticias menores o de atropellos que, por muy dolorosos que sean, no
autorizan el daño inmenso que significa una revolución. Pueden por los medios
pacíficos a su alcance arrastrar a sus conciudadanos a presionar al gobierno para
que respete el derecho, pero no pueden arrastrar la nación al caos.
Hay una teoría que suele llamarse del “hecho histórico-jurídico”. Excluye toda idea
de convención o pacto entre la nación y el que ejercita el poder. Basta que en un
momento dado se produzca un hecho que haga necesario que tal individuo ejercite
el poder, o que se establezca tal forma de gobierno, para que el gobernante reciba
directamente de Dios la autoridad necesaria para el gobierno del país, debiéndole –
por consecuencia– obediencia los demás. Si en un momento dado se presenta una
persona que aparece como la única capaz de asegurar el orden, dadas sus
cualidades personales, éste debe asumir el poder que Dios se lo confiere
directamente para el bien común de la sociedad.
Este sistema erige el hecho en derecho, sin que aparezca un principio que justifique
esta transformación. Si bien las circunstancias pueden mostrar que una
determinada persona o forma de gobierno debe ser elegida, de ahí no se sigue que
esta persona adquiera por eso sólo el derecho de constituirse en autoridad y que los
demás deban obedecerle.
Es la doctrina del Cardenal Belarmino y del Padre Suárez, ambos jesuitas, del siglo
XVI el primero y XVII el segundo.
Esta teoría no tiene nada que ver con la de Rousseau, para el cual el poder no viene
en forma alguna de Dios, sino que es la pura expresión de la voluntad general,
suma de las voluntades particulares, revocable a voluntad. Los gobernantes no
tendrían autoridad propia, sino que serían los delegados temporales de la nación,
en cuyas manos permanece el poder en forma inalienable.
63
poder, independientemente de Dios; y que el pueblo en cuanto clase especial tiene
la posesión inalienable de este poder, y que es él por tanto el único que puede
conferirlo. En la doctrina de Belarmino y Suárez el poder viene de Dios, y lo concede
no al pueblo en cuanto opuesto a otras clases, por ejemplo a la aristocracia, sino al
pueblo en cuanto nación que comprende todas las clases.
Al decir que Dios da la autoridad no significa que Dios apruebe todos los actos del
gobernante, el cual deberá dar a Dios cuenta de ellos, sino que el poder de obligar
con miras al bien común viene de Dios, de quien viene también la tendencia social
del hombre: esto da nobleza a la obediencia.
“45. Gerente del bien común, la autoridad debe, en primer lugar, proteger y
garantizar los derechos de los individuos y de las colectividades que comprende.
Porque la violación de estos derechos tiene una repercusión profunda y nefasta en
el bien común que el Estado tiene a su cargo, mientras que, por el contrario, el
respeto de los derechos de cada uno favorece el desenvolvimiento del bien de
todos. Es preciso, pues, un poder capaz de prevenir los abusos, obligar a los
recalcitrantes y castigar a los delincuentes.
47. No quiere esto decir que en todos los dominios de la actividad humana deba el
Estado proveer a todo.
Aun en el dominio temporal, el Estado, como proveedor del bien común, ha de tener
en cuenta la iniciativa privada, individual y colectiva, que también posee una cierta
fuerza para realizar un bien común, ya a varios, ya al conjunto del cuerpo social.
Cuando esta iniciativa es eficaz, el Estado no debe hacer nada que pueda
embarazar o ahogar la acción espontánea de los individuos y de los grupos. Pero
cuando es insuficiente, el Estado debe excitarla, ayudarla, coordinarla y, si hace
falta, suplirla y completarla.
Esta manera de proveer al bien común de las sociedades temporales no es más que
una imitación de la acción de Dios en el gobierno general del mundo. Esta acción
hace concurrir a los designios de su voluntad salvadora todas las fuerzas, incluso la
de las actividades libres.
Igualmente el Estado facilitará la cooperación del poder central con todas las
actividades nacionales, según un plan de conjunto cuyas grandes líneas debe fijar,
confiando en lo posible la ejecución a los individuos.
48. La persona humana tiene derechos anteriores y superiores a toda ley positiva.
49. La ley debe proteger la libertad de la persona, no sólo contra los ataques
exteriores, sino también contra los extravíos de la libertad misma.
Por eso, el uso del derecho de poseer, del derecho de publicar el pensamiento por
medio de la prensa y la enseñanza, del derecho a reunirse con semejantes y de
asociarse con ellos, sólo es, en principio, legítimo dentro de los límites del bien.
65
Pertenece a la autoridad trazar las fronteras más allá de las cuales el uso del
pretendido derecho se convertiría en licencia. Únicamente en consideración a evitar
un mal mayor, o a obtener o a conservar un mayor bien, el poder público podría
‘usar de tolerancia con respecto a ciertas cosas, contrarias a la verdad y a la
conciencia’ (León XIII, Encíclica Libertas [41]).
Por ejemplo, bajo pretexto de igualdad no podría permitir a cualquiera, fuera sabio o
ignorante, ejercer la profesión médica” (CSM 45-52).
Esta exposición nos permite ver cómo el Estado no es un fin en sí mismo, sino que
está al servicio de la nación, esto es, de la comunidad. Debe, por tanto, respetar las
libertades individuales y los derechos compatibles con las exigencias del bien
común. Obraría mal el Estado, si se hiciera el dispensador de las libertades
personales: éstas son anteriores al Estado, permanecen como algo sagrado frente a
él. No puede, pues, restringirlas, sino en la medida en que es indispensable para el
bien de la sociedad. Si en circunstancias extraordinarias se impone una restricción
de estos derechos, tal situación no puede ser considerada normal, y hay que tender
a la normalidad lo antes posible. Cuando las libertades civiles están amenazadas,
en lo que tienen de realmente legítimas, pueden ser suspendidas temporalmente
las libertades políticas, por ejemplo como sería en el caso de un golpe de fuerza que
tiende a subvertir el orden público. El Estado no puede nunca ponerse al servicio de
una clase o de un partido, debe gobernar para el bien de todos y debe dejar a los
ciudadanos el maximum de libertades compatibles con el orden público y el bien
general del país. La dignidad del hombre pide que el adulto sea tratado como adulto
y que se le llame a participar en forma seria en los negocios públicos, al menos en
la elección de sus representantes.
En los problemas que dicen relación con la vida intelectual y moral, debe el Estado
respetar y estimular la iniciativa privada, ya que los valores más directamente
personales del hombre están interesados. Frente a ellos, la intervención de una
colectividad anónima como el Estado puede ser desacertada y aun tiránica. En
materia de educación tiene derecho de intervención, pues el bien común está en
juego, y puede por tanto fijar un minimum de instrucción obligatoria, pero de
ninguna manera puede justificarse el monopolio educacional. Colabore con la
familia, oblíguela a cumplir su deber, subvencione escuelas, y abra otras para suplir
las deficiencias de la enseñanza privada: este principio vale para todos los grados
de la instrucción, incluso la superior.
67
El poder supremo se ejercita de tres maneras: promulgando normas generales de lo
que hay que hacer y evitar: poder legislativo; haciendo observar las leyes y velando
por su cumplimiento: poder ejecutivo; reprimiendo eficazmente los abusos que
perturban el orden establecido: poder judicial.
Para el hombre este plan de Dios es promulgado en nuestra conciencia por la ley
natural bajo la forma de indicaciones generales de lo que debemos hacer y evitar, y
que en cada caso particular nos ilustra acerca de la moralidad de nuestros actos. La
conciencia humana percibe estos principios morales como impuestos por una
voluntad superior que quiere un orden objetivo. Si actúa conforme a estos principios
o los viola, experimenta una satisfacción o remordimiento de conciencia.
Todo grupo social necesita prescripciones más detalladas que estas normas
generales: son las leyes positivas, que obligan en conciencia porque emanan de un
poder legítimo querido por Dios para asegurar el orden en el mundo. La ley,
siguiendo a Santo Tomás, es un precepto de razón, dictado para el bien común por
aquel que dispone de autoridad legítima. Desde el momento que las órdenes de la
autoridad dejan de ser un precepto de razón pierden su naturaleza propia y dejan
de obligar. La ley promulgada por la autoridad legítima se presume conforme a la
razón: será, pues, necesario probar que la contradice para sentirse autorizado a su
incumplimiento. En nuestros tiempos este problema es de tanto o mayor actualidad
que en los primeros, por los continuos atropellos al derecho natural y a la ley
positiva de todos los totalitarismos.
“La autoridad del Estado está bien lejos de ser ilimitada. Puede ordenar cuanto sea
conforme al bien común de los miembros de la sociedad, y nada más. La fuerza
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material es, sin duda, un medio de tal modo indispensable para la autoridad, que
sin ella resulta inepta para el ejercicio mismo de su función. Pero el empleo de la
fuerza está subordinado al fin social que depende, a su vez, de la razón” (CSM 42).
¿En qué medida obliga una ley injusta, esto es, que ofende la conciencia, vulnera
los derechos superiores de Dios o las normas de la justicia? Tal ley no obliga, porque
no es ley. En ciertos casos podrá el súbdito someterse por evitar un mal mayor,
siempre que no esté en oposición con una ley superior y sólo vulnere intereses
privados, pero si se trata de un precepto intrínsecamente malo, hay que recordar
toda la tradición cristiana: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, como
respondieron los Apóstoles, que supieron morir en defensa de la integridad de su
conciencia (Textos. Cfr. Lallement).
“Es impiedad por agradar a los hombres dejar el servicio de Dios; ilícito quebrantar
las leyes de Jesucristo por obedecer a los magistrados, o, so color de conservar un
derecho civil, infringir los derechos de la Iglesia… Conviene obedecer a Dios antes
que a los hombres, y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás Apóstoles
respondían a los magistrados cuando les mandaban cosas ilícitas, eso mismo en
igualdad de circunstancias se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la paz
como en la guerra, quien aventaje al cristiano solícito de sus deberes; pero todo
debe arrostrarse y preferir hasta la muerte antes que desertar de la causa de Dios y
de la Iglesia.
Por lo cual desconocen seguramente la naturaleza y alcance de las leyes los que
reprueban semejante constancia en el cumplimiento del deber, tachándola de
sediciosa. Hablamos de cosas sabidas, y Nos mismo las hemos explicado ya otras
veces. Le ley no es otra cosa que el dictamen de la recta razón promulgado por la
potestad legítima para el bien común. Pero no hay autoridad alguna verdadera y
legítima si no proviene de Dios, soberano y supremo Señor de todos, a quien
únicamente compete dar poder al hombre sobre el hombre; ni se ha de juzgar recta
la razón cuando se aparta de la verdad y la razón divina, ni verdadero bien el que
repugna al bien sumo e inconmutable, o tuerce las voluntades de los hombres y las
separa del amor de Dios. Sagrado es para los cristianos el nombre del poder
público, en el cual, aun cuando sea indigno el que lo ejerce, reconocen cierta
imagen y representación de la majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a
las leyes, no por la fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con
un deber, porque el Señor no nos ha dado espíritu de temor; pero si las leyes de los
Estados están en abierta oposición con el derecho divino, si se ofende con ellas a la
Iglesia o contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en
el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, la obediencia crimen, que
por otra parte envuelve una ofensa a la misma sociedad, puesto que pecar contra la
religión es delinquir también contra el Estado” (Sapientiae Christianae 10 y 11, CEP
pp. 214 y 215).
Llaman muchos moralistas leyes penales aquellas que el legislador impone, no con
ánimo de obligar en conciencia a su cumplimiento, sino a la pena si el transgresor
es sorprendido. En la concepción de aquellos que admiten la existencia de las leyes
meramente penales resulta bien difícil determinar cuáles sean éstas y resultan
criticables la mayor parte de los criterios sugeridos, pero por encima de todo, la
idea misma de ley meramente penal es aún más criticable y se nota en nuestros
tiempos una fuerte corriente que no acepta tal categoría. Porque, ¿cómo puede una
ley obligar en conciencia a la aceptación y cumplimiento de la pena, que es lo
accesorio, cuando la parte determinante de la ley no obliga? Por otra parte, ¿puede
haber un legislador que promulgue una ley con intención de no obligar? ¿Qué
pensar de un legislador que sólo diera valor al capítulo de las sanciones? El
concepto, pues, de ley meramente penal debe ser desechado y reemplazado por la
doctrina que todas las leyes civiles, de aduanas, de impuestos, etc., obligan en
conciencia, siempre que tales leyes sean justas.
Violar en materia grave algunas de estas leyes que algunos llaman penales, como
leyes de aduanas, de impuestos, ¿es por tanto falta grave?, y si la materia es leve,
¿falta leve? El P. Azpiazu, S.J., en su Moral Profesional Económica (Madrid, Fax 1940,
pp. 38-41), resuelve así el problema:
71
“Ser estrecho en esta materia equivaldría a hacer imposible la vida; ser laxo valdría
tanto como echar por la borda todas las leyes.
Hay casos en que el bien común ordena las cosas de una manera clara. Valga como
ejemplo algunas leyes de determinación de la propiedad que dicen los moralistas,
como las de prescripción, evicción, posesión con buena fe, etc., que el bien común
claramente exige y determina, para evitar líos que se multiplicarían de manera
asombrosa de no existir normas claras y concretas en derecho para determinar la
propiedad. Por eso la obligación de atenerse a ellas es clara.
Pero hay otras en las que el bien común es objeto también de la ley, pero objeto
que en casos particulares queda obscurecido o disminuido. El caso es claro en las
leyes fiscales, las cuales abarcan en su amplitud muchísimos casos que en virtud de
epiqueya pueden catalogarse en excepciones.
El bien común es fin de la ley, pero el bien común no puede estar en oposición al
bien particular de muchos, y en circunstancias no previstas por la ley. Pues aunque
el bien común es superior al bien particular, ello es en circunstancias
verdaderamente graves y supuesto que todos cooperan a llevar las cargas del
mismo bien común que no ha de ir apoyado solamente en los hombres [sic] de los
católicos sinceros. Véanse estas ideas expuestas en Santo Tomás (II-II, q. 120, a.1).
Santo Tomás, al enumerar los diversos capítulos por los cuales ha de juzgarse la
justicia de la ley, dice que ‘la ley es también justa según su forma, es deducir,
cuando las cargas de la misma se imponen a los súbditos conforme a cierta
igualdad de proporción en orden al bien común’ (I, 2, q. 96, a.4).
No significa esto aflojar la obligación impuesta por las leyes, antes al contrario; más
bien significa exigir lo que de suyo debe exigirse en la ley humana.
Tal debilidad de la ley humana es mucho más grande en toda ley de orden
económico, sea de tributación sea de desbloqueo de moneda o de otro orden,
porque los casos que abarcan estas leyes y que no puede el legislador conocer, son
tan diferentes y casi infinitos que es imposible resumirlos en una ley obligatoria.
De modo que según Santo Tomás es preciso que el peso de la ley sea justamente
proporcional en cuanto a la carga; como que de no serlo faltaría a la justicia
distributiva y dejaría de ser justa.
¿Y qué decir del caso en que tal proporcionalidad falta necesariamente (no de suyo
sino accidentalmente, pero falta), cuando por huir las gentes de conciencia laxa o
mala, de cargas correspondientes a sus fortunas, hacen recaer la carga toda sobre
otras personas de más timorata conciencia que tienen que pechar con lo suyo y con
lo que los otros no quisieron cargar? Es el caso de muchísimos impuestos que
necesariamente han de ponerse para la vida económica del Estado, y que
esquivados por gentes de menos conciencia tienen que recaer con carga más dura
en los mejores ciudadanos. ¿No pueden estos rehuir también algo de su parte,
como si se redimieran de una injusta vejación hecha por un Estado que lo sabe?
Junto a éste se pueden plantear otros análogos problemas, que no son de nuestra
competencia.
73
con las circunstancias de ajustamiento de la ley a la realidad, según exigencias más
o menos extremadas que la ley humana no sabe ni puede medir, de los diversos
detalles que inducen al particular a la formación de la conciencia guiada por la luz
de las circunstancias de los casos.
Así, sin caer en las exageraciones de quienes entendían que la ley penal obligaba a
todo, como Fr. Alfonso de Castro, y en las de quienes de todo hacen ley penal, se
puede formar rectamente la conciencia mediante la epiqueya, aún prescindiendo de
la existencia de las leyes mere penales y admitiendo la obligatoriedad de la ley.
La doctrina cristiana no olvida que el Estado está encargado del bien común, que
incluye la prosperidad económica y la justicia social. Para asegurarlas se justifica la
intervención de la autoridad, tanto más que entre lo político y lo económico no hay
oposición, sino subordinación. Las actividades económicas y sociales tienen por fin
el bien común de la sociedad, y se ordenan a él como el medio al fin.
Entre los católicos, principalmente franceses y belgas, existían a fines del siglo
pasado y principios del presente las dos tendencias: intervencionista y
antiintervencionista. La llamada Escuela de Angers era antiintervencionista,
mientras la de Lieja propiciaba la intervención estatal. Hoy día ningún católico
consciente negará el derecho de intervención del Estado en el problema social:
únicamente se discute la multitud de esta intervención.
S.S. León XIII en la Rerum Novarum (RN 25-35, OSC 270-276) como lo reconoce Pío
XI cuarenta años más tarde “sobrepasó audazmente los límites impuestos por el
liberalismo; [el Pontífice] enseñó sin vacilaciones que no puede limitarse la
75
autoridad [civil] a ser mero guardián del derecho y el recto orden, sino que debe
trabajar con todo empeño para que ‘conforme a la naturaleza y a la institución del
Estado, florezca por medio de las leyes y de las instituciones, la prosperidad, tanto
de la comunidad, cuanto de los particulares’” (QA 8, OSC 277).
La acción del Estado que acabamos de describir podríamos decir que es negativa.
Debe en ciertos casos ejercer una acción positiva e indirecta. “Los que gobiernan un
pueblo deben primero ayudar en general, y como en globo, con todo el complejo de
leyes e instituciones, es decir, haciendo que de la misma conformación y
administración de la cosa pública espontáneamente brote la prosperidad, así de la
comunidad como de los particulares. Porque éste es el oficio de la prudencia cívica,
éste es el deber de los que gobiernan. Ahora bien: lo que más eficazmente
contribuye a la prosperidad de un pueblo, es la probidad de las costumbres, la
rectitud y orden de la constitución de la familia, la observancia de la Religión y la
justicia, la moderación en imponer y la equidad en repartir las cargas públicas, el
fomento de las artes y del comercio, una floreciente agricultura, y si hay otras cosas
semejantes que con cuanto más empeño se promueven, tanto será mejor y más
feliz la vida de los ciudadanos” (RN 26, OSC 270).
¿Cabe una intervención directa y positiva del Estado en la vida económica? ¿Es
recomendable una economía dirigida? Si por tal entendemos una organización
detallada de las actividades económicas de los particulares encuadrándolas
absolutamente en los puntos de vista del gobierno, la economía dirigida es el
estatismo con todos sus peligros; si por economía dirigida entendemos que el
Estado, de acuerdo con las organizaciones profesionales, oriente la economía
general del país, el movimiento de cambios nacionales e internacionales, estimule
la producción deficiente, tal dirección está dentro de los límites de lo justo, y más
que economía dirigida merecería llamarse economía organizada.
La intervención directa y positiva del Estado habría que reservarla sólo a aquellos
servicios que los particulares no pueden realizar o bien a aquellos que reclama el
bien común, como los de defensa nacional, los de correo, ciertas líneas aéreas,
puertos, etc. (Cfr. discurso S.S. Pío XII sobre empresa?15).
“150. Custodio de lo justo y gerente del bien común, el Estado tiene que ejercer una
acción positiva sobre la vida económica.
151. Sin embargo, sería cometer una injusticia y turbar el orden social retirar a las
autoridades de orden inferior, para entregarlas al Estado, funciones que ellas
pueden cumplir por sí mismas.
152. Es prudente confiar a los grupos de orden inferior los negocios y asuntos de
menor importancia que pueden ejercer por sí mismos; porque así el Estado puede
ejercitar de una manera más perfecta las funciones que a él únicamente competen:
dirigir, velar, estimular, frenar, según lo consientan las circunstancias o la necesidad
lo exija.
153. La acción del Estado concierne, ante todo, a la protección de la vida humana; a
este primer punto se refieren las leyes llamadas ‘de protección obrera’ sobre la
duración del trabajo diario, la prohibición del trabajo nocturno, el descanso
dominical, la higiene y la seguridad del trabajo.
El Estado adopta igualmente y con justo título los medios que se hallan a su alcance
para asegurar la justicia y la lealtad de las transacciones. Está en su derecho al
77
combatir la especulación injusta y toda forma de usura, con medidas, a la vez,
preventivas y represivas. Debe proteger a los consumidores, especialmente contra
el fraude en los artículos de primera necesidad.
Importa, por tanto, que la autoridad pública ejerza sobre tales sociedades un severo
control, y reforme, si es preciso, su régimen jurídico.
158. En ningún caso debe el Poder central proceder como si él sólo fuese el Estado,
que es la nación organizada con todas las fuerzas vivas que la constituyen. Una
coordinación del conjunto de estas fuerzas es particularmente necesaria en las
grandes empresas de interés general que tienden a dar la mayor eficacia a la
riqueza nacional; por ejemplo, utilización de los ríos, de los canales, de las fuentes
petrolíferas, de las minas, de los bosques.
159. Conviene también que los diversos Estados, solidarios como son en el orden
económico, se comuniquen, por medio de instituciones apropiadas, su experiencia y
sus esfuerzos, a fin de llegar, de acuerdo con la organización profesional e
interprofesional, a una colaboración económica internacional” (CSM 150-159).
“Exige, pues, la equidad que la autoridad pública tenga cuidado del proletario,
haciendo que le toque algo de lo que él aporta a la utilidad común; que con casa en
qué morar, vestido con qué cubrirse y protección con qué defenderse de quien
atente a su bien, pueda con menos dificultades soportar la vida. De donde se sigue
que se ha de tener cuidado de fomentar todas aquellas cosas que en algo pueden
aprovechar a la clase obrera.
El cual cuidado, tan lejos está de perjudicar a nadie, que antes aprovechará a todos;
porque importa muchísimo al Estado que no sean de todo punto desgraciados
aquellos de quienes provienen esos bienes de que el Estado tanto necesita” (RN 27,
OSC 271).
79
materiales de vida sin las que no puede subsistir una sociedad ordenada, y en
procurar trabajo especialmente a los padres de familia y a la juventud. Para esto,
induzca a las clases ricas a que, por la urgente necesidad del bien común, tomen
sobre sí aquellas cargas sin las cuales la sociedad humana no puede salvarse ni
ellas podrían hallar salvación. Pero las providencias que toma el Estado a este fin
deben ser tales que lleguen efectivamente hasta los que de hecho tienen en sus
manos los mayores capitales y los van aumentando continuamente con grave daño
de los demás” (DR 75, CEP p. 554).
La acción más importante del Estado en este campo es crear un clima de seguridad
y lealtad para el comercio: represión enérgica de los actos que violen la justicia
conmutativa, las maniobras de especulación y acaparamiento; vigilancia de los
precios de manera que los precios reales no se aparten del precio justo; prohibición
o control de los productos que sean fácilmente dañinos, como drogas, bebidas
alcohólicas.
81
3.4.2.7 El Estado y los males sociales
¿Cuál debe ser la actitud del Estado frente a las enfermedades físicas y morales,
tales como el alcoholismo, la prostitución, enfermedades vergonzosas, mortalidad
infantil, tuberculosis, subalimentación, etc., que amenazan el porvenir de la
sociedad?
“Pero, al mismo tiempo, el Estado debe dejar a la Iglesia plena libertad de cumplir
su misión divina y espiritual, para contribuir así poderosamente a salvar a los
pueblos de la terrible tormenta de la hora presente. En todas partes se hace hoy un
angustioso llamamiento a las fuerzas morales y espirituales; y con razón, porque el
mal que se ha de combatir es, ante todo, considerado en su fuente originaria, un
mal de naturaleza espiritual, y de esta fuente es de donde brotan con una lógica
diabólica todas las monstruosidades del comunismo. Ahora bien, entre las fuerzas
morales y religiosas sobresale incontestablemente la Iglesia católica, y por eso el
bien mismo de la humanidad exige que no se pongan impedimentos a su actividad”
(DR 77, CEP pp. 554-555).
“Por lo que atañe al Poder civil, León XIII sobrepasó audazmente los límites
impuestos por el liberalismo; el Pontífice enseñó sin vacilaciones que no puede
limitarse la autoridad civil a ser mero guardián del derecho y el recto orden, sino
que debe trabajar con todo empeño para que ‘conforme a la naturaleza y a la
institución del Estado, florezca por medio de las leyes y de las instituciones la
prosperidad, tanto de la comunidad cuanto de los particulares’. Ciertamente, no
debe faltar a las familias ni a los individuos una justa libertad de acción, pero con tal
que quede a salvo el bien común y se evite cualquier injusticia. A los gobernantes
toca defender a la comunidad y a todas sus partes; pero al proteger los derechos de
los particulares, deben tener principal cuenta de los débiles y de los desamparados.
‘Porque la clase de los ricos se defiende por sus propios medios y necesita menos
de la tutela pública; mas el pueblo miserable, falto de riquezas que le aseguren,
está peculiarmente confiado a la defensa del Estado. Por tanto, el Estado debe
abrazar con cuidado y providencia peculiares a los asalariados, que forman parte de
la clase pobre en general’.
83
promover una más activa política social.
El patriotismo no ha de ser belicoso con otros países. La nación más que por sus
fronteras se define por la misión que tiene que cumplir. Querer que la patria crezca
no significa tanto un aumento de sus fronteras cuanto la realización de su misión.
¿Cuál es la misión de mi Patria? ¿Cómo puede realizarla? ¿Cómo puedo colaborar a
ella? Esto reclama de todos un hondo sentido social, uno de los que más falta en
nuestros días.
Los problemas nacionales tan cargados de pasión deberían poder resolverse por vía
pacífica. Esto sería posible si los que tienen cedieran parte de sus privilegios, para
que los que no tienen posean algo. Los profesionales y la juventud estudiosa
deberían acercarse al pueblo para conocer sus problemas, organizar cruzadas de
educación y cultura, estudiar cómo abaratar la vida, cómo crear nuevas riquezas,
cómo servir con más eficiencia y menos costo, pensando que una profesión más
que un medio de lucro es un servicio.
El concepto de patria, como el de familia bien entendido, exige sacrificios para que
haya entre todos los miembros de la familia nacional, si no la igualdad que es
imposible, al menos una vida digna de hombres para todos. De lo contrario, ¿qué
puede significar la patria para esos parias que nada han recibido de ella? ¿Cómo
podrán amarla y respetarla, cuando ven que en ella se descuidan y atropellan los
derechos humanos fundamentales? Tantos movimientos revolucionarios han
85
encontrado su raíz y después su caldo de cultivo en la miseria y en la falta de
respeto a su dignidad de hombres.
“Ante los peligros de la anarquía social y política tan generalizado en nuestros días
es muy fácil que surja el deseo de una política de fuerza. El respeto a las
instituciones puede llegar a parecer fuera de lugar. Una actitud de violencia puede
parecer más eficaz que la educación de las conciencias; en lugar de la caridad que
transforma las almas, el sable que corta las discusiones; en lugar del apostolado
humilde, la fuerza y el castigo. Y algunos pueden aspirar a reemplazar la
democracia por el totalitarismo.
Las revoluciones más que con fusiles se combaten con una justa renovación. En un
país de gente contenta no se concibe el comunismo. La mejor manera de acabar
con las huelgas es acabar con la miseria y con los prejuicios que mantienen el clima
de agitación social. Acabar con la miseria es imposible, pero luchar contra ella es
deber sagrado. Que el país vea que sus políticos no buscan intereses personales,
sino los de la nación y que ponen todas sus energías para dar bienestar no a un
grupo sino a la masa de sus conciudadanos; que si no se obtiene todo lo que se
desea es porque la pobreza de la nación, la falta de medios humanos y técnicos no
permiten llegar más lejos. Eso convence. Más eficaz que la victoria por la violencia
es la victoria por el convencimiento de la razón. Por la razón primero; la fuerza
viene después en nuestro escudo” (Humanismo Social, pp. 281–282).
87
el sentir de la nación debe ser mirado con simpatía, sin temor de que perjudique la
causa que uno sustenta, pues una causa justa no puede defenderse con medios
injustos. “Guarda la verdad y la verdad te hará libre” [Jn 8, 32] decía Cristo, y esa
debería ser una consigna no sólo para la vida privada, sino también para la política.
“Fiel a este concepto ‘la Acción Católica, sin hacer ella misma política, en el sentido
estricto de la palabra, prepara a sus militantes para hacer una buena política’, es
decir, una política que se inspira en todo en los principios del cristianismo, los
únicos que pueden traer a los pueblos la prosperidad y la paz; eliminará así el
hecho que a pesar de ser monstruoso no es raro, de que hombres que hacen
profesión de catolicismo tengan una conciencia en su vida privada y otra en su vida
pública” (Carta al Cardenal Patriarca de Lisboa; Puntos de Educación, p. 243).
Nunca insistiremos bastante en que la A. C. ‘no debe ser una esclava en las
querellas políticas ni encerrarse en las estrechas fronteras de un partido, cualquiera
que éste sea’ (Carta Quae Nobis). En otras palabras, un partido político, aunque se
proponga inspirarse en la doctrina de la Iglesia y defender sus derechos, no puede
arrogarse la representación de todos los fieles, ya que su programa completo no
podrá tener nunca un valor absoluto para todos, y sus actuaciones prácticas están
sujetas al error. Es evidente que la Iglesia no podría vincularse a la actividad de un
partido político sin comprometer su carácter sobrenatural y la universalidad de su
misión’ (Carta de S. E. el Cardenal Pacelli).
‘Sólo en momentos de grave peligro tienen los obispos el derecho y el deber de
intervenir, es decir, cuando sea necesario, hacer un llamado a la ‘unión’ de todos
los católicos, para que, puesta a un lado toda divergencia política se levanten en
defensa de los derechos amenazados de la Iglesia. Pero es evidente que en tal
hipótesis no harían ellos política de partidos’ (Carta de S. E. Cardenal Pacelli).
Respecto a los partidos políticos, la Santa Sede inculca a los obispos y sacerdotes
que se abstengan de hacer propaganda en favor de un determinado partido político.
Desea la Iglesia que se inculque a los ciudadanos, ‘la gravísima obligación que les
incumbe de trabajar siempre y en todas partes, también en la cosa pública, según
el dictado de la conciencia, ante Dios, por el mayor bien de la Religión y de la Patria;
pero de tal manera que, declarada la obligación general, el sacerdote no aparezca
defendiendo a un partido más que a otro, a menos que alguno de ellos sea
abiertamente contrario a la religión.
‘Debe dejarse a los fieles la libertad que les compete como ciudadanos, de
constituir particulares agrupaciones políticas, y militar en ellas, siempre que éstas
den suficientes garantías de respeto a los derechos de la Iglesia y de las almas.
‘Es, sin embargo, obligación de todos los fieles, aunque militen en distintos partidos,
no sólo observar siempre, hacia todos, y especialmente hacia sus hermanos en la
fe, aquella caridad, que es como el distintivo de los cristianos, sino también
anteponer siempre los supremos intereses de la religión a los del partido, y estar
siempre prontos a obedecer a sus pastores, cuando, en circunstancias especiales,
los llamen a unirse para la defensa de los principios superiores’(Carta de S. E.
Cardenal Pacelli al Episcopado chileno)” (Puntos de Educación, pp. 244-246).
Las obras de la Iglesia, como la Acción Católica, por ejemplo, están fuera y por
encima de los partidos políticos.
“Este mismo principio lo inculca claramente nuestro Santo Padre Pío XII en su carta
como Secretario de Estado al Episcopado chileno: ‘Siendo participación del
apostolado de la Iglesia y dependiendo directamente de la Jerarquía eclesiástica, la
A. C. debe mantenerse absolutamente ajena a las luchas de los partidos políticos
aún de aquellos que estén formados por católicos. Por consiguiente, las
asociaciones de jóvenes católicos, ni deben ser partidos políticos ni deben afiliarse a
partidos políticos y convendrá, además, que los dirigentes de dichas asociaciones
no sean, al mismo tiempo, dirigentes de partidos o de asambleas políticas, para que
89
no se mezclen faltando al orden debido, cosas muy diferentes las unas de las otras’.
Esta misma doctrina ha sido ampliamente expuesta en carta autógrafa, del Excmo.
Sr. Arzobispo de Santiago, de 14 de Noviembre de 1941, que contiene normas
dadas al Consejo Arquidiocesano de la Juventud Católica de Santiago.
‘Debe enseñarse a los jóvenes que no hay oposición alguna entre ser militante de la
A. C. y ser militante, y aun dirigente, de un partido político al cual, según las normas
dadas por la Santa Sede, puedan pertenecer los católicos. Únicamente se ha
declarado que, en general, no conviene que los dirigentes de la A. C. sean a la vez
dirigentes de partidos políticos. Y si pueden ser militantes, pueden actuar como
tales en las asambleas de A. C. y de Juventud Católica y aun hablar en ellas,
siempre que no sea de política de partidos, sin que esto signifique en forma alguna
que la Acción Católica esté unida o se confunda con la política de partidos, como un
dirigente de sociedad comercial podría hablar como militante de juventud o de
Acción Católica, sin que por eso se tuviera la sociedad comercial que dirige como
unida con la Acción Católica, que a la vez lo fuera de un partido político; sólo
significaría solidaridad con las opiniones políticas y las odiosidades de partidos en el
espíritu de aquellos que se empeñan en encontrar lo que no hay en tal actuación.
La Acción Católica debe ser la casa común, como lo es la misma Iglesia Católica, de
todos los católicos, cualquiera que sean sus opiniones sobre materias discutibles o
contingentes. No se ha de pretender cerrar en la A. C. las puertas a los que no se
las cierra la Santa Iglesia’” (Puntos de Educación, pp. 247-249).
91
habitual en las luchas partidistas.
Este principio, como bien se comprenderá, vale especialmente para los alumnos de
la enseñanza secundaria, los cuales, por desgracia, se ven arrastrados desde muy
temprano a la política de partidos, gastando en esta actividad la mayor parte de las
energías que debieran consagrar a su formación sobrenatural, intelectual, social y
cívica” (Puntos de Educación, p. 253).
Los impuestos son el medio ordinario de que dispone el gobierno para procurarse
los recursos que necesita para el bien común. Los particulares que aprovechan de
las ventajas que resultan de la gestión del bien común no pueden sustraerse a sus
cargas. Este principio determina la razón de ser de los impuestos y al mismo tiempo
señala los límites de esta obligación. El Estado no puede obrar arbitrariamente: sólo
puede pedir lo que necesita, ha de evitar el despilfarro en la administración pública
y la destrucción de las fortunas particulares que son fuente de riqueza nacional.
Cuando el impuesto es justo no es lícito evadirlo, pues sería resistir las justas
disposiciones de la autoridad. La doctrina que estima que las contribuciones caen
en el campo de las leyes meramente penales ha sido discutida en el capítulo
[3.4.1.9.4 Las leyes penales ].
a) Evitará los impuestos cuyos efectos son manifiestamente nocivos, y los que se
presten al fraude; estos últimos favorecen a los hábitos de ocultación.
93
para presionar soluciones políticas de tipo militarista; y el gobierno por su parte no
puede utilizarlo para intimidar a los débiles en el ejercicio de sus justos derechos.
Estos errores, desgraciadamente frecuentes, son los que han desprestigiado las
fuerzas armadas en muchos países.
Estos hechos demuestran la existencia de una sociedad natural entre las naciones,
y, por lo tanto, de un derecho internacional anterior y superior a todo convenio”
(CSM 171).
Los intereses de los hombres son los mismos donde quiera que se encuentren. El
mundo, a medida que avanzan los inventos, se hace cada día más uno y todos
pueden darse cuenta que sus problemas no son personales, ni familiares, ni
nacionales, sino humanos. La literatura, el arte, los progresos de la civilización, el
comercio, la economía toda se desarrollan hoy día a una escala internacional.
Además de la justicia hay una caridad internacional que establece, más allá del
derecho, una atmósfera de cordial simpatía. Y nos hace ver lo que beneficia a los
otros países. Si tales medidas son conducentes, un cristiano no podrá negarse a
ellas.
Nunca podrá haber oposición entre el amor a la patria y el amor al género humano.
Los principios católicos presentan franca resistencia a toda desviación de exagerado
nacionalismo o internacionalismo.
Entre los países está sucediendo algo semejante a lo que ha ocurrido entre las
regiones que hoy forman un mismo Estado. Muchas de ellas tenían costumbres,
dialectos y aun lenguas diferentes, pero un poder central ha ido acentuándose que
95
les ha dado unidad y les ha asegurado a todas el beneficio de una misma justicia.
Esto significó sacrificios, compensados por los frutos de la unión. Algo semejante se
inicia entre las naciones.
Los países pueden asociarse en dos formas diferentes: por la constitución de una
especie de Estado supranacional, con facultad de imponer sus decisiones a los
Estados cuya soberanía quedaría limitada; o bien bajo una forma contractual, que
deja a cada Estado su plena soberanía, obligándose éstos al cumplimiento de
determinadas convenciones.
Para que una guerra defensiva pueda ser justa se requiere: que haya una agresión
cierta, que los otros medios para asegurar la reparación del daño causado sean o
aparezcan insuficientes y que la guerra, en cambio, sea eficaz para obtener el
restablecimiento del orden violado. Las operaciones bélicas deben ser conducidas
con moderación.
El fin de la guerra es, por tanto, la reparación del daño causado, la restitución del
derecho y la obtención de un estado en que el enemigo quede imposibilitado de
volver a dañar. Esto no autoriza, en forma alguna, a usar la guerra para fines de
venganza, que está tan prohibida a las naciones como a los particulares. La guerra
debe hacerse sin odio para el culpable, sino con el solo fin de restablecer el orden
violado.
Esta concepción de la guerra determina el modo como puede ser hecha. El país
combatiente no tiene derecho de destruir y a saquear inhumanamente, sino
únicamente en la medida en que sea necesario para poner fuera de combate al
enemigo. Nunca es un medio justo el acelerar el fin de la guerra por el pavor y la
destrucción inconsiderada. El Derecho Internacional ha ido precisando y haciendo
entrar en convenciones ciertos principios como el respeto de los no beligerantes, de
los prisioneros que en ninguna forma pueden ser utilizados como carne de cañón en
la primera fila a fin de que sean muertos los primeros, el respeto de los edificios
civiles, especialmente de los hospitales, cruz roja. La guerra no autoriza al uso del
perjurio, del fraude, de instrumentos de destrucción en masa como los gases
venenosos y los bombardeos de ciudades abiertas.
Hay ciertos medios de guerra especialmente peligrosos que han comenzado a ser
empleados y que es de temer que sean en forma aún más grave en las guerras
sucesivas: tales los bombardeos dirigidos que destruyen ciudades enteras, y más
aún el arma atómica. Esta última no arranca su malicia de ser atómica, pues, si va
dirigida y restringida su acción contra un objetivo bélico, por ejemplo un
portaaviones, es un arma no más ilícita que cualquiera. En cambio, no debe ser
empleada en las ciudades, por hacer imposible la supervivencia de sus habitantes
indiscriminadamente y por los efectos radioactivos posteriores. Esto lleva a pensar
que su uso es inmoral y debe ser absolutamente proscrito. Sobre esta materia no
hay un criterio uniforme (Poner los datos. Reacción del Vaticano ante las primeras
[bombas] atómicas, Arzobispos de Fr. Llamado de Stokolmo).
97
reparación del derecho violado, y la seguridad del porvenir. Al determinar las
reparaciones, los cristianos han de tener en cuenta la justicia y la caridad. Normas
claras sobre este punto dio Benedicto XV en su alocución a los jefes de Estado, de
1º Agosto 1917, y en su carta sobre la paz de 23 de Mayo de 1920 ([Pacem Dei
Munus] CEP p. 299).
“Toda organización jurídica de las relaciones internacionales tiene por fin el bien
común internacional, y, por consiguiente, la paz.
El planteamiento actual del problema social parte del siglo pasado que llamó a
cuentas al orden social entonces en vigor, el capitalista, al hacerse cargo de los
graves defectos que lo debilitaban.
Los individualistas y los colectivistas afirman que sí. Los primeros dicen que el orden
social se obtendrá mediante la libertad de los factores sociales; los segundos creen
que la armonía social será el fruto del planeamiento general con la ayuda de la
ciencia y de la tecnología. El cristianismo, realista, y conocedor de la verdadera
naturaleza del hombre, afirma que el orden social que puede obtenerse es sólo
99
aproximativo. Esto significa que ningún orden social dejará de entrar en cuestión
social. Las debilidades consecuentes al pecado original afectan la mente que no es
capaz de plena lucidez y la voluntad que es débil en su tendencia al bien y, por
tanto, en conocer y establecer los medios adecuados para una perfecta cooperación
social. Desde la ruptura del estado de gracia en que Dios creó a nuestros primeros
Padres, la tierra entregará sus frutos con trabajo y producirá espinas y abrojos [Gn
3,17-18].
La teoría marxista no admite como substratum último de todo problema social sino
el poder de producción material y las relaciones económicas, que son las que
determinan la conciencia humana. El marxismo, al reducir el problema social a los
factores económicos, reduce arbitrariamente las influencias que lo producen. Los
factores ideológicos tienen un valor propio, unas veces frenando y otras alterando
los cambios en el modo de vida, y por eso para introducir una conquista social es
necesario comenzar por ganar la opinión de un sector al menos de la sociedad. Esto
lo conoce bien la moderna técnica de la propaganda, formidable instrumento de
cambio social. Las ideologías influyen luego por el cariz doctrinario con que
pretenden resolver el problema social. En cada sistema social hay multitud de
ideologías que se disputan la orientación de la comunidad: ideología cristiana,
liberal, capitalista, nacionalista, comunista, fascista. Tan cierto es este hecho, que la
última guerra mundial pudo llamarse una guerra de ideologías. En último término,
las ideologías influyen al proponer valores y, por tanto, fines hacia los cuales tender.
Así el homo-oeconomicus, como representativo de la ideología individualista-
capitalista, indica un camino dominado por el motivo del interés; la idea de la
soberanía nacional determina el esquema de las relaciones internacionales en el
período liberal; las necesidades de la comunidad son el eslogan de los sistemas
totalitarios.
En tercer lugar influyen en la cuestión social las instituciones ordenadas para servir
la sociedad en el orden político, educacional, económico, técnico, etc., por diversos
motivos. Primero, por su natural proceso de decadencia y de inadaptación frente a
las nuevas necesidades que surgen, de modo que instituciones aptas para el
desarrollo social en un período pueden convertirse en antisociales en una época
posterior. Luego, por el mal uso de tales instituciones, que orientan hacia el bien
privado lo que fue creado para el bien público, por ejemplo el sistema de bancos y
crédito que dominan hoy dictatorialmente y que “de tal modo tienen en su mano,
por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie podría respirar contra su
voluntad” (QA 39, OSC 3).
101
humanas y a convertir al hombre en una pieza de la máquina.
Instituciones que fueron creadas para servicio del hombre pueden convertirse en
inútiles y aun nocivas por su supercomplicación, como las instituciones jurídicas,
por ejemplo, inaccesibles al simple ciudadano si no es mediante la ayuda de un
abogado; las complicadas tramitaciones en las oficinas públicas que desalientan al
que pretende usarlas, y hasta pueden llegar a anular los derechos creados por las
leyes por lo complicado de sus exigencias.
Se puede decir que todo este siglo lo hemos vivido bajo la amenaza de guerras a
punto de estallar a cada momento. Y en las horas que vivimos estamos todos bajo
la ansiedad de saber cuándo estallará la tercera guerra mundial, la más cruel que
habrá conocido la humanidad. La guerra de 1914-1918 costó, según el economista
sueco Gunnar Silverstolpe (citado por Lebret), 186.000.000.000 de dólares; la de
1934-1944, 666.000.000.000 de dólares; y las destrucciones son estimadas en
103
200.000.000.000 de dólares; y las pérdidas totales en los hombres llegaron a 13
millones en la de 1914, y a 25 [millones] en la última. El mismo economista sueco
agrega: “si se calcula que una vida humana representa un capital productivo de
10.000 dólares, el mundo al perder 25.000.000 de hombres ha perdido
250.000.000.000 de dólares en mercaderías y servicios. Es probable que la
humanidad sufrirá durante decenas de años, quizás durante siglos, la repercusión
de estas muertes y destrucciones”. Y lo que el economista no señala, la humanidad
está sufriendo la bancarrota de la caridad, del amor fraternal, y un espíritu de
sospechas, de desconfianzas y aun de odios domina la tierra.
Si leemos los presupuestos nacionales de los diferentes países vemos que la gran
mayoría consume la parte más importante de él en gastos militares para poder
afrontar la emergencia de una nueva guerra.
Ante el progreso científico los sabios tiemblan. Uno de ellos dice: A principios de
1939 Joliot-Curie estableció la realidad de una reacción explosiva en serie, en
cadena, en el núcleo del uranium. Los proyectiles del bombardeo nuclear (los
famosos neutrones) crecen en progresión geométrica, el fenómeno se propaga
como un incendio o una epidemia. Un kilo de uranio desintegrado equivale a 20.000
toneladas de trinitro tolueno en su poder explosivo. Una sola bomba de uranium
tiene un efecto de ruptura 2.000 veces superior a una bomba de 10 toneladas. Una
sola bomba atómica lanzada tiene el mismo efecto que un bombardeo organizado
por 12.000 aviones. Este sabio escribía recién terminada la guerra y no había
todavía oído hablar de las bombas de hidrógeno, cuyos resultados son
inmensamente más nocivos que las de uranio o de plutonio. Tres meses después del
estallido de la primera bomba atómica, Einstein declaraba en una revista
norteamericana que [en] un próximo conflicto las dos terceras partes de la especie
humana serían aniquiladas.
En el mundo actual masas inmensas están gobernadas por pocos amos y al servicio
de estos amos hay técnicas de un poder inexpresable que les da una autoridad sin
ejemplos en la historia.
Un gran sabio americano, premio Nobel, decía: “Os escribo para daros miedo, yo
mismo tengo miedo. Todos los sabios que conozco tienen miedo” [(Jean Rostand)]; y
otro dice: “La ciencia nos ha convertido en dioses antes que merezcamos ser
hombres. Aprenderemos a liberar la energía intratómica, viajaremos a los astros,
prolongaremos la vida, curaremos la tuberculosis, pero no se encontrará tal vez
jamás el secreto de hacerse gobernar por los menos indignos”.
En cada pueblo hay otra lucha: la lucha de clases. En cada país hay un proletariado
insatisfecho; y sufriendo aun más un subproletariado, demasiado generalizado en
Asia y en la mayoría de los países de América Latina: gentes sin oficio, ni
instrucción, ni posibilidades de surgir. Llegados a las grandes ciudades, atraídos por
la esperanza de un mejor nivel de vida, de mayor cultura, mejor porvenir, más
amplias distracciones, quedan al cabo de algún tiempo convertidos en harapos
humanos. Las “fabelas” en Brasil, “las poblaciones callampas” en Chile, y con
distinto nombre las mismas realidades en todas nuestras ciudades de Latino
América, constituyen un doloroso escándalo: la miseria más negra, la tremenda
inseguridad para el mañana: ¿tendremos trabajo? ¿por cuánto tiempo?; en la vejez,
¿qué haremos al quedar inválidos? ¿cómo subsistir? Estos millones de seres no
tienen propiedad alguna, ni garantía social para sus días de cesantía, de vejez, o de
enfermedad. Esta atroz miseria se enfrenta con el lujo y el despilfarro, y el contraste
la hace más dolorosa.
“Pero cuando vemos, por un lado, una muchedumbre de indigentes que, por causas
ajena a su voluntad, están realmente oprimidos por la miseria; y por otro lado, junto
105
a ellos, tantos que se divierten inconsideradamente y gastan enormes sumas en
cosas inútiles, no podemos menos de reconocer con dolor que no sólo no es bien
observada la justicia, sino que tampoco se han profundizado lo suficiente en el
precepto de la caridad cristiana, ni se vive conforme a él en la práctica cotidiana”
(DR 47, OSC 16).
Cesantía. “¿Cómo puede haber paz –decía Pío XII en 1939– cuando centenares de
miles y millones carecen de trabajo?… ¿Quién no ve en esta horrible crisis de
desocupación […] esas inmensas multitudes dejadas por su falta de trabajo, cuya
triste condición se ve aumentada por el amargo contraste que ofrecen otros
viviendo en el placer y en el lujo, desinteresados de las necesidades de los pobres?”
(OSC 9).
El P. Lebret, O. P., señala entre los síntomas graves del conflicto social
contemporáneo el problema aún no resuelto del intercambio entre las grandes
categorías de productores, en particular entre la industria y la agricultura, como
también entre la extracción y la transformación. Los campesinos para poder
continuar trabajando deben endeudarse, de lo contrario deberán renunciar a la
tierra y dirigirse a las grandes ciudades. La industria, mientras más produce, debe
encontrar salida para sus mercaderías, pero cuando los campesinos están
empobrecidos no tienen poder comprador. Este conflicto, aún sin solución, se
complica con un conflicto de comercio internacional. Los grandes pueblos
productores como Estados Unidos, hoy día –antes también Inglaterra, Alemania,
Japón–, no encuentran en los otros países capacidad de compra en proporción al
volumen de su producción. Si los otros países no tienen dólares, ¿qué va a ser de la
producción americana? ¿Vendrá la cesantía de nuevo? Para ordenar las
negociaciones exteriores algunos países pretenden controlar y aun monopolizar el
comercio exterior a fin de saber en qué se invierten los escasos dólares de que
disponen. La acumulación excesiva de riqueza en un pueblo es un peligro para ese
mismo pueblo.
107
No sólo las naciones menores, sino aun los grandes países tienen presupuestos
horriblemente inflados y con un fuerte déficit anual. El déficit del presupuesto inglés
en 1945 fue de 2.200.000.000 de libras.
A aumentar esta inflación han venido las cargas militares excesivas, en vista de una
posible guerra; las cargas sociales, muy justificadas, pero que pesan sobre el
presupuesto nacional; las subvenciones económicas, para abaratar la vida, que
hacen cargar al Estado con gastos que benefician al consumidor. El Estado ha
sobrepasado su capacidad normal y si continúa por ese camino puede caer en la
tentación totalitaria.
En 1896 había en Francia 8 comerciantes por cada 100 personas activas; en 1936
había 20,2 por cada 100 productores. El comercio de detalle inmoviliza una parte
muy importante de la población. El comercio de alimentos, sin comprender hoteles,
cafés y restaurantes, inmovilizaba en Francia 500.000 personas en 1900; y 820.000
en 1937.
Al lado de estos grandes rubros del problema social habría que entrar en una
descripción de los mil desórdenes de la vida cotidiana. Éxodo de los campesinos a
las grandes ciudades, por la imposibilidad de retenerlos económica y culturalmente.
Las grandes ciudades tienen una influencia perniciosa para la mayoría de sus
habitantes: esteriliza las poblaciones, por la disminución de la natalidad y aumento
de la mortalidad; en Francia, la tasa de reemplazo de las mujeres en las grandes
ciudades es de un 50%. En las grandes ciudades los campesinos encuentran un
aumento de tuberculosis, alcoholismo, cáncer y sífilis, prostitución, niños
vagabundos y delincuentes, vida promiscua en conventillos y poblaciones
improvisadas. El porvenir de un país está amenazado en cada uno de estos peligros
que apenas hemos mencionado, aunque merecerían largo comentario para hacer
comprender su gravedad22.
Para juzgar este delicado punto recorramos los textos con que los Romanos
Pontífices analizan la distribución de riquezas en el mundo moderno. Ya en 1891
León XIII decía: “Los hombres de la ínfima clase, sin merecerlo se hallan la mayor
parte de ellos en una condición desgraciada o inmerecida… La producción y el
comercio de todas las cosas está casi toda en manos de pocos, de tal suerte que
109
unos cuantos hombres opulentos y riquísimos han puesto sobre la multitud
innumerable de proletarios un yugo que difiere poco del de los esclavos” (RN 2, OSC
1).
Cuarenta años más tarde, Pío XI repetía este pensamiento en Quadragesimo Anno:
“La muchedumbre enorme de proletarios, por una parte, y los enormes recursos de
unos cuantos ricos, por otra, son argumento perentorio de que las riquezas
multiplicadas tan abundantemente en nuestra época, llamada del [industrialismo],
están mal repartidas e injustamente aplicadas a las distintas clases. Por lo cual con
todo empeño y todo esfuerzo se ha de procurar que, al menos para el futuro, las
riquezas adquiridas vayan con más justa medida a las manos de los ricos, y se
distribuyan con bastante profusión entre los obreros” (QA 26 y 27, OSC 2).
En la misma encíclica, al señalar Pío XI los caracteres del régimen capitalista actual,
dice:
El primero de Septiembre de 1944, Pío XII traza el cuadro del desorden social
contemporáneo; sus palabras son tan sombrías como las de Pío XI y aun como las
de León XIII pronunciadas hacía ya cincuenta años: “Por un lado, vemos riquezas
inmensas que dominan la vida económica, pública y privada, y con frecuencia hasta
la vida civil; por el otro, al número incontable de aquellos que desprovistos de toda
seguridad directa o indirecta respecto de su vida, no se interesan ya por los valores
reales y más elevados del espíritu, abandonan su aspiración de una libertad
genuina y se arrojan a los pies de cualquier partido político, esclavos de cualquiera
que les prometa en alguna forma pan y seguridad” (OSC 8).
111
oportunos y eficaces” (QA 26, OSC 2).
Las palabras de Pío XI encierran una amarga verdad que invitan a la meditación y
que ojalá invitaran también a una consideración de la realidad en que están
distribuidos los bienes en nuestros países americanos. Por falta de tiempo no
hacemos este análisis, cuyos resultados son pavorosos. Un escaso número de
personas poseen la gran mayoría de la tierra (En uno de nuestros países el 60% de
la tierra agrícola está poseído por 1.400 propietarios, mientras 129.000 pequeños
propietarios de predios de menos de 20 hectáreas poseen el 2,5% de esos terrenos
cultivables; y mientras los predios de menos de 5 hectáreas no pasan del 0,6% del
terreno de tierras de cultivo de dicho país). Refiriéndose a Norte América el Padre
Bigo (Travaux de L’Action Populaire, Octubre de 1949, p. 567) cita el caso de 326
familias americanas con una renta anual superior a 500.000 dólares, mientras
2.143.432 familias tenían una renta inferior a US$ 250. Las rentas globales de estos
dos grupos de familias, 326 de una parte, 2.143.432 de otra, son iguales. La
diferencia de la renta de los unos con respecto a los otros es de 2.000 frente a 1.
Estas consideraciones apenas apuntadas nos invitan a analizar la situación en
nuestro propio país. ¿Cuál es ella en realidad? ¿cuál la desproporción [entre] el
capitalista, el proletariado, y ese inmenso sub-proletariado, con condiciones de vida
totalmente infrahumana que son reproche permanente al incumplimiento en que
hemos dejado los preceptos del Evangelio? Este examen de conciencia tiene que
abordarlo cada país con profunda seriedad, sin miedo a las consecuencias por más
aplastantes que ellas parezcan. Con respecto a Chile, lo ha abordado el autor de
estas líneas en un libro que provocó muy opuestas reacciones cuyo título mismo:
“¿Es Chile un país católico?”, indica suficientemente su contenido.
Abandono del hogar por la mujer. En su alocución a las mujeres de 1935, Pío XII
describe una mujer que “con el fin de aumentar las entradas de su marido se
emplea también en una fábrica, dejando abandonada su casa durante su ausencia.
Aquella casa, desaliñada y reducida quizás, se torna aún más miserable por falta de
cuidado. Los miembros de la familia trabajan separadamente en los cuatro confines
de la ciudad a horas diversas. Escasamente llegan a encontrarse juntos para la
comida y el descanso después del trabajo. Mucho menos para la oración en común.
¿Qué queda entonces para la vida en familia? ¿Qué atractivo puede ofrecer ese
hogar a los hijos?” (OSC 11).
“De hecho, una mujer deja su hogar no sólo impelida por su llamada emancipación,
sino también por las necesidades de la vida, por la ansiedad continua acerca del
pan cotidiano. Inútil sería predicar el retorno al hogar mientras prevalezcan aquellas
condiciones que la obligan a permanecer lejos de él” (OSC 76).
Alejamiento religioso de las masas. Esta inicua distribución de los bienes, ha alejado
de Dios “aquellas inmensas multitudes de hermanos en el trabajo, que exacerbados
por no haber sido comprendidos y tratados con la dignidad a que tenían derechos
se han alejado de Dios” (DR 70, OSC 19). Es notable el motivo que señala Pío XI en
Divini Redemptoris a este alejamiento de Dios: La exacerbación por no haber sido
comprendidos los obreros o tratados con la dignidad a que tenían derecho.
Entre los grandes sistemas escogitados para resolver el problema social sólo
analizaremos el liberalismo, el capitalismo, el socialismo, el comunismo y el
catolicismo social.
5.1. Liberalismo
Hay que comenzar por distinguir los diversos sentidos de la palabra liberal. La
liberalidad es uno de los atributos de Dios y caracteriza su inclinación a comunicar
113
sus bienes a los seres por Él creados.
De una manera general se designa con el nombre de liberalismo todo sistema que
afirma la libertad como el bien supremo del hombre y que establece como el punto
central de todo programa y de toda organización religiosa, política, económica,
social, el trabajar por asegurar al maximum el uso de esta libertad que constituye el
fin de tales organizaciones. El fin de la ley es favorecer el desarrollo de tales
libertades.
Pero bien claramente resulta de lo dicho cuán repugnante sea todo esto a la razón:
repugna, en efecto, sobremanera, no sólo a la naturaleza del hombre, sino a la de
todas las cosas criadas, el querer que no intervenga vínculo alguno entre el hombre
o la sociedad civil y Dios, Criador, y, por tanto, Legislador Supremo y Universal,
porque todo lo hecho tiene forzosamente algún lazo para que lo una con la causa
que lo hizo, y es cosa conveniente a todas las naturalezas, y aun pertenece a la
perfección de cada una de ellas el contenerse en el lugar y grado que pide el orden
natural, esto es, que lo inferior se someta y deje gobernar por lo que es superior.
Este sistema liberal absoluto establece, pues, en el plano de la tesis, esto es, del
orden ideal, la libertad absoluta de conciencia, y el deber del Estado de oponerse a
toda tentativa que restrinja en algo esta absoluta libertad de conciencia. El Estado
liberal será, por tanto, en principio un Estado arreligioso, prácticamente un Estado
ateo, y además –paradoja curiosa para un sistema de la libertad– un Estado
perseguidor de la Iglesia Católica, porque no admite ella el principio de la libertad
absoluta de conciencia. Toda religión digna de este nombre, es una atadura de la
115
conciencia a su Dios, a sus dogmas, a su moral.
Este sistema arranca de Rousseau y de su doctrina del contrato social, fue difundido
por los enciclopedistas franceses, llegó a nosotros en América Latina y tomó la
forma de lo que Alberto Edwards24 llamó “la religión liberal”, tan de moda en el
siglo XIX.
Sus partidarios admiten “que la libertad degenera en vicio… que debe ser regida y
gobernada por la recta razón y sujeta por tanto al derecho natural y a la eterna ley
divina. Mas juzgando que no se ha de pasar más adelante, niegan que esta sujeción
del hombre libre a las leyes que Dios quiere imponerle, haya de hacerse por otra vía
que la de la razón natural” (Libertas 20, CEP p. 194). Esta restricción de la
obediencia es una inconsecuencia al negar acatamiento a la revelación. “Aparentará
reverencia a las leyes divinas, pero no la tendrá de hecho, y su propio juicio
prevalecerá sobre la autoridad y providencia de Dios” (Libertas [21 ]). Es, pues,
necesario que la norma sea el acatamiento no sólo de la ley natural, sino de todas y
cada una de las leyes que Dios ha dado. Estas “tienen el mismo principio y el
mismo autor, concuerdan del todo con la razón, perfeccionan el derecho natural”
(Libertas [21 ]).
León XIII señala un liberalismo aun más moderado. “Algo más moderados son, pero
no más consecuentes consigo mismos, los que dicen que se han de regir por las
leyes divinas la vida y costumbres particulares, pero no las del Estado. Porque en
las cosas públicas es permitido apartarse de los preceptos de Dios y no tenerlos en
cuenta al establecer las leyes. De donde sale aquella perniciosa consecuencia: que
es necesario separar la Iglesia del Estado” (Libertas 22). Olvidan que el Estado,
como los individuos, debe conformarse a las leyes de Dios y facilitar su observancia
y obrar de acuerdo con la Iglesia, porque aunque Estado e Iglesia tengan dos fines
inmediatos distintos, ambas tienen los mismos súbditos y tratan con frecuencia de
los mismos asuntos, aunque bajo aspectos diferentes. Por tanto, “es preciso algún
modo y orden con que, apartadas las causas de porfías y rivalidades, haya
conformidad en las cosas que han de hacerse” (Libertas 23).
Llamamos tolerancia dogmática la que se funda en el principio que toda idea, todo
culto tiene igual derecho a ser respetado. En el fondo, esta tolerancia desconoce la
diferencia entre la verdad y el error y niega por tanto los derechos exclusivos de la
verdad. Esta tolerancia nunca puede ser aceptada.
117
urgencia en la práctica según sean las circunstancias concretas: la disposición de
los hombres para recibir la verdad, el error invencible en que muchos se
encuentran, las luchas que acarrearía el urgir una determinada conducta. La
tolerancia civil es lícita y en aplicación está regida por la virtud de la prudencia.
A este respecto dice León XIII: “Muchísimo desearía la Iglesia que en todos los
órdenes de la sociedad penetraran de hecho y se pusieran en práctica estos
documentos cristianos…
Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y sólo por él, puede y aun
debe la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, no debe aprobarlo ni
quererlo en sí mismo; porque, como el mal en sí mismo es privación de bien,
repugna al bien común, que debe querer el legislador y defenderlo cuanto mejor
pueda. También en esto debe la ley humana proponerse imitar a Dios, que al
permitir que haya males en el mundo, ni quiere que los males se hagan, ni quiere
que no se hagan, sino quiere permitir que los haya, lo cual es bueno. Sentencia del
Doctor Angélico, que brevísimamente encierra toda la doctrina de la tolerancia de
los males. Pero ha de confesarse, para juzgar con acierto, que cuanto es mayor el
mal que ha de tolerarse en la sociedad, otro tanto dista del mejor este género de
sociedad; y además, como la tolerancia de los males es cosa tocante a la prudencia
política, ha de estrecharse absolutamente a los límites que pide la causa de esta
tolerancia, esto es, al público bienestar. De modo que si daña a éste y ocasiona
mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales
circunstancias la razón de bien. Pero si por las circunstancias particulares de un
Estado acaece no reclamar la Iglesia contra alguna de estas libertades modernas,
no porque las prefiera en sí mismas, sino porque juzga conveniente que se
permitan, mejorados los tiempos haría uso de su libertad, y persuadiendo,
exhortando, suplicando, procuraría, como debe, cumplir el encargo que Dios le ha
encomendado, que es mirar por la salvación eterna de los hombres. Pero siempre es
verdad que libertad semejante, concedida indistintamente a todos y para todo,
nunca, como hemos repetido varias veces, se ha de buscar por sí misma, por ser
repugnante a la razón que lo verdadero y lo falso tengan igual derecho.
No tiene éste de común con el liberalismo que acabamos de tratar sino el nombre y
una cierta preferencia concedida a la libertad. Se refiere al dominio de la
producción, repartición y transformación de las riquezas.
119
económico, como se ve, no tienen nada que ver con los del liberalismo filosófico
que acabamos de ver. Los economistas liberales están atentos únicamente a las
leyes que rigen los fenómenos económicos y en este campo reclaman para sí una
competencia exclusiva. La Economía Política es ciencia autónoma e independiente
de la moral.
En primer lugar, los neoliberales hacen la revisión del sistema liberal y analizan las
causas de su decadencia. Éstas no serían internas sino externas al sistema: la
libertad jurídica no ha bastado para mantener el estado de libre competencia.
El error, dicen, de los liberales clásicos, ha sido creer que el equilibrio espontáneo
que nace del libre juego de las leyes económicas se mantendría por sí mismo.
“Laisser faire, laisser passer” fue interpretado no como una palabra revolucionaria,
sino como una consigna de la pasividad del Estado. Esto permitió la concentración
de capitales y los monopolios que han matado la competencia. Además, el sistema
de sociedades anónimas, que ha permitido grandes realizaciones, facilitó el dominio
de la economía por la finanza. La disociación de la propiedad del capital y la gestión
de la empresa ha permitido a los accionistas, a los banqueros, a los financistas
buscar la rentabilidad con detrimento de la producción, el lucro más que la
satisfacción de las necesidades. Trusts y monopolios se han formado porque el
Estado dejó hacer, cuando debió oponerse a su creación porque destruían la
concurrencia. La pasividad del Estado ha permitido el sistema de Manchester que
no es el verdadero liberalismo. Lejos de abstenerse, la autoridad pública debió velar
por el mantenimiento de la libertad efectiva mediante una legislación apropiada. El
liberalismo decae por culpa de la conducta antiliberal del Estado.
No aceptan los neoliberales que sean el maquinismo y la técnica capitalista las que
han provocado la concentración industrial, sino la pasividad del Estado. Si los
hombres han aceptado los regímenes de planificación ha sido para encontrar una
cierta seguridad, que el laissez faire no les daba. No existe, pues, una evolución
necesaria hacia el colectivismo, sino en la medida en que el Estado no interviene en
forma debida.
En cuanto a la intervención del Estado, la admiten en el orden jurídico para crear las
leyes que permitan el funcionamiento del mercado libre. Deberá, pues, el Estado
reglamentar la propiedad, los contratos, los sistemas bancarios, la moneda, etc.,
todo lo que constituye los cuadros del mercado; si este régimen se muestra
insuficiente deberá nuevamente adaptarlo. En cuanto a la intervención económica
debe limitarse a amortiguar los desequilibrios demasiado violentos de la libre
concurrencia. Se evitará intervenir directamente en la fijación de precios, mediante
decretos, y sólo se aceptaría una intervención indirecta, por ejemplo mediante
121
tarifas aduaneras moderadas. Se aceptaría los sindicatos libres, pero no los
obligatorios.
Estos son los principios. Su aplicación en la sociedad contemporánea saldría del fin
de este libro. (La exposición del neoliberalismo ha sido tomada en gran parte del
curso de Alain Barrère: Los aspectos actuales del Liberalismo. Semaines Sociales de
France, 1947, [pp. 155-178]).
123
Las últimas consecuencias del espíritu individualista en el campo económico,
vosotros mismos, Venerables Hermanos y amados Hijos, estáis viendo y deplorando:
la libre concurrencia se ha destrozado a sí misma; la prepotencia económica ha
suplantado al mercado libre; al deseo de lucro ha sucedido la ambición
desenfrenada de poder; toda la economía se ha hecho extremadamente dura, cruel,
implacable. Añádanse los daños gravísimos que han nacido de la confusión y
mezcla lamentable de las atribuciones de la autoridad pública y de la economía; y
valga como ejemplo uno de los más graves, la caída del prestigio del Estado; el
cual, libre de todo partidismo y teniendo como único fin el bien común y la justicia,
debería estar erigido en soberano y supremo árbitro de las ambiciones y
concupiscencias de los hombres. Por lo que toca a las naciones en sus relaciones
mutuas, se ven dos corrientes que manan de la misma fuente; por un lado fluye el
nacionalismo o también el imperialismo económico, y por otro el no menos funesto
y detestable internacionalismo del capital, o sea, del imperialismo internacional,
para el cual la patria está donde se está bien” (QA 39 y 40, OSC 69 y 70).
El ansia de riquezas ya no tuvo límites: atropelló todos los escrúpulos y llegó hasta
constituir una verdadera ciencia económica distanciada de la ley moral. La fe y la
moral de los obreros sufrieron horriblemente en las fábricas dominadas por la
mentalidad capitalista.
“En algunos se han embotado los estímulos de la conciencia hasta llegar a la
persuasión de que le es lícito aumentar sus ganancias de cualquier manera y
defender por todos los medios las riquezas acumuladas con tanto esfuerzo y trabajo
contra los repentinos reveses de la fortuna. Las fáciles ganancias que la anarquía
del mercado ofrece a todos, incitan a muchos el cambio de las mercancías con el
único anhelo de llegar rápidamente a la fortuna con la menor fatiga; su
desenfrenada especulación hace aumentar y disminuir incesantemente, a la medida
de su capricho y avaricia, el precio de las mercancías para echar por tierra con sus
frecuentes alternativas las previsiones de los fabricantes prudentes. Las
disposiciones jurídicas destinadas a favorecer la colaboración de los capitales,
dividiendo y limitando los riesgos, han sido muchas veces la ocasión de excesos
más reprensibles; vemos, en efecto, las responsabilidades disminuidas hasta el
punto de no impresionar sino ligeramente a las almas; bajo capa de una
designación colectiva se cometen las injusticias y fraudes más condenables; los que
gobiernan los grupos económicos, despreciando sus compromisos, traicionan los
derechos de aquellos que les confiaron la administración de sus ahorros.
Finalmente, hay que señalar a estos hombres astutos que, despreciando las
utilidades honestas de su propia profesión, no temen poner acicates a los caprichos
de sus clientes y, después de excitados, aprovecharlos para su propio lucro.
“Y para explicar cómo ha conseguido el comunismo que las masas obreras lo hayan
aceptado sin examen, conviene recordar que éstas estaban ya preparadas por el
abandono religioso y moral en el que las había dejado la economía liberal. Con los
turnos de trabajo, incluso el Domingo, no se les daba tiempo ni siquiera para
satisfacer a los más graves deberes religiosos de los días festivos; no se pensaba en
construir iglesias junto a las fábricas ni en facilitar el trabajo del sacerdote; al
contrario, se continuaba promoviendo positivamente el laicismo. Ahora, pues, se
125
recogen los frutos de errores tantas veces denunciados por Nuestros Predecesores y
por Nos mismo, y no hay que maravillarse de que en un mundo tan hondamente
descristianizado se desborde el error comunista” (DR 16, OSC 73).
“En nuestra misma Encíclica hemos demostrado que los medios para salvar al
mundo actual de la triste ruina en que el liberalismo amoral lo ha hundido, no
consisten en la lucha de clases y en el terror, y mucho menos en el abuso
autocrático del poder estatal, sino en la penetración de la justicia social y del
sentimiento de amor cristiano en el orden económico y social” (DR 32, OSC 74).
5.2. El Capitalismo
Hemos analizado los sistemas que pretenden explicar y orientar la vida económica:
liberalismo, socialismo, marxismo, catolicismo.27 El capitalismo no figura entre ellos
porque no es un sistema teórico, sino un régimen práctico. En Quadragesimo Anno
nunca se habla de capitalismo como sistema, sino siempre como régimen.
Lucha por alcanzar el potentado económico. Luego, fiera batalla a fin de obtener el
predominio sobre el poder público, y consiguientemente poder abusar de sus
fuerzas o influencias en los conflictos económicos. Combate final en el campo
internacional (QA 38–39, OSC 68).
- la orientación del régimen está caracterizada por el lucro: producir para ganar, no
para servir;
127
Los que obtienen la mitad más uno de los votos resultan elegidos.
A más del anteriormente indicado, que es un mal para los accionistas, hay otros
para la sociedad en general. El interés privado de la sociedad dominado por la idea
de lucro y no del bien común es la razón de ser de la misma. Este peligro es tanto
mayor cuanto las actividades de las sociedades anónimas se han extendido a todos
los dominios de la vida nacional.
Las relaciones de la sociedad anónima con sus trabajadores son tan anónimas como
la sociedad misma. Los verdaderos dueños que son los accionistas no tienen nada
que ver con ellos. Los directores están preocupados principalísimamente en los
negocios de la sociedad y en dar un buen dividendo. El bienestar queda entregado a
un departamento de este nombre, a una visitadora social, donde la hay, pues
muchas empresas estiman que el bienestar es un gasto [improductivo]. De aquí los
frecuentes abusos en el salario, en las condiciones de aceptación y despidos, y total
ignorancia de los problemas individuales.
129
que acaba de comprarlas en una especulación. El voto jamás podrá darlo el
accionista o el consejero cuando se debata algo que vaya en provecho propio y
daño de la sociedad, a fin de eliminar los negociados que pueden proponerse por
los consejeros representantes de otra sociedad. Los matices que han pretendido
darles sus progenitores a esta teoría van muy lejos: todos ellos se orientan a
substraerla del espíritu de arbitrariedad, del influjo de mayorías ocasionales, de la
falta de continuidad con el fin propuesto inicialmente, del juego de intereses sucios
que pueden actuar en ella. El espíritu que preside estas reformas es muy justo. El
problema está en traducirlo en instituciones jurídicas capaces de resistir a los mil
recursos que inventa el espíritu de lucro.
En Quadragesimo Anno dice Pío XI: “Primeramente, salta a la vista que en nuestros
tiempos no se acumulan solamente riquezas, sino se crean enormes poderes y una
prepotencia económica despótica en manos de muy pocos. Muchas veces no son
éstos ni dueños siquiera, sino sólo depositarios y administradores que rigen el
capital a su voluntad y arbitrio.
Los trusts: o sea, fusión de empresas análogas en una nueva empresa, por ejemplo
de los fósforos formado por el sueco Ivo Kreuger, que llegó a controlar la casi
totalidad de la producción de fósforos del mundo. En 1932 se suicidó y se acabó la
obra.
Los consorcios y los konzerne: dos formas muy similares de unión de muchas
empresas para tener una administración común, servicios técnicos y económicos
comunes. Con frecuencia, en los consorcios hay participación de acciones de una
sociedad en las otras del consorcio, como también delegación de consejeros de una
sociedad en las otras. Una estadística alemana bastante antigua (1930) consigna el
hecho que de 12.000 sociedades anónimas con 18.000.000.000 [de] marcos, había
2.016 agrupadas en konzerne y controlaban 11.000.000.000 [de] marcos, esto es, el
62% del total. El konzerne de la Standar Oil comprendía el año 30 unas 500
sociedades en casi todos los países del globo.
Los holdings: Son el control de una o varias sociedades anónimas por otra que llega
a poseer en su cartera las acciones suficientes para tener mayoría en la asamblea
de accionistas: la mitad más uno de las acciones representadas en la asamblea. Los
bancos, u otras sociedades, logran obtener la representación de los accionistas o
hacerse de acciones al portador y así llegan a controlar la sociedad.
Las sociedades en cadena: formadas por una sociedad que controla la mayoría de
las acciones de la segunda, ésta de la tercera, por ella formada, y así
sucesivamente. Quien controla la primera controla todas las filiales.
131
disminuir los gastos generales, para abaratar la propaganda, para disminuir la
competencia, para conseguir un abaratamiento de los productos y una
generalización de su uso, razones muy dignas de ser tomadas en cuenta. La
producción es así más fácilmente adaptada al consumo; las relaciones comerciales
entre industrias similares, la búsqueda de nuevos mercados, el aprovechamiento de
los nuevos descubrimientos, son otras tantas razones que han impulsado a la
formación de estos grandes consorcios, y por eso algunos países tienden incluso a
hacer obligatorios los kartells en determinadas circunstancias económicas.
Pero al lado de estas ventajas tales concentraciones encierran el gran peligro que
señala el Pontífice Pío XI: un exagerado acrecentamiento del poder personal en el
campo económico, que tratará de hacerse extensivo al de la política nacional y aun
de la internacional. Las fieras luchas por apoderarse del poder político y aun las
guerras internacionales encierran con demasiada frecuencia razones de orden de
imperialismo económico.
Frente a los trabajadores, tales concentraciones, sobre todo donde los obreros no
están férreamente organizados, los dejan indefensos y constituyen una fuerza
demasiado desigual. En estos regímenes imperados por el poder de unos cuantos
superpoderosos no hay que pensar que los obreros sean otra cosa que simples
asalariados, sin esperanza de ver suavizado su contrato de salario por el de
sociedad. La distancia que separa a empleadores y empleados es cada día mayor
mientras más se aleja una empresa de la medida del hombre. En estas inmensas
concentraciones la dirección ha perdido totalmente de vista las necesidades de los
operarios, con los cuales todo contacto humano es tan imposible como con los
habitantes de otro planeta, si los hay.
Frente al bien común, tales concentraciones creadas por la sola razón del lucro,
aparece que la moral queda subordinada al interés y las necesidades de la
producción a las necesidades del consumidor: no se produce lo que se necesita más
urgentemente sino lo que rinde más; incluso llegan a inventarse productos que son
introducidos en el público a base de propaganda por la sola razón que rendirán
económicamente, aunque sean nocivos: bebidas, cosméticos, objetos de lujo.
Frente a las otras sociedades que una más fuerte llega a controlar, los
procedimientos empleados son con harta frecuencia francamente inmorales: al
determinar una fusión de empresas, la determinante puede fácilmente hacer un
balance que perjudique a la sociedad fusionada, y por tanto a los accionistas que no
aprobaron, sino que sufrieron la medida de la fusión. Una empresa dominante
puede comprar los productos que necesita, de la empresa dominada con pérdida de
ésta, y por tanto de la minoría de los accionistas. El consejo de una sociedad puede
especular con las reservas de la misma y emplearlas, no en repartir el dividendo
que esperan los socios necesitados, sino en provocar una baja de acciones en vista
de que no dan dividendos, para recomprarlas y emplear tales dividendos a su
amaño.
133
Pocos temas como éste han apasionado tanto a los contemporáneos y se han
escrito libros y más libros en alabanza y en censura del régimen. Algunos sostienen
que está condenado por la Iglesia, otros que no; más aún, algunos lo consideran el
único sistema católico frente al marxismo.
1º) El capitalismo en cuanto tal, no está condenado en sí. El capitalismo, tal como lo
definía Pío XI por la separación del capital y del trabajo en diferentes manos, que
trae consigo el asalariado por el contrato de arrendamiento de servicios, no ha sido
nunca condenado en sí mismo, en virtud de sus elementos constitutivos, por la
Iglesia. Dice Pío XI:
“Grandes cambios han sufrido desde los tiempos de León XIII tanto la organización
económica, como el socialismo.
En primer lugar, es manifiesto que las condiciones económicas han sufrido profunda
mudanza. Ya sabéis, Venerables Hermanos y amados Hijos, que Nuestro Predecesor,
de feliz memoria, dirigió sus miradas en su Encíclica, principalmente al régimen
capitalista, o sea, hacia aquella manera de proceder en el mundo económico, por la
cual unos ponen el capital y otros el trabajo, como el mismo Pontífice definía con
una expresión feliz: ‘No puede existir capital sin trabajo, ni trabajo sin capital’.
León XIII puso todo empeño en ajustar esa organización económica a las normas de
la justicia: de donde se deduce que no puede condenarse por sí misma. Y, en
realidad, no es por su naturaleza viciosa, pero viola el recto orden de la justicia
cuando el capital esclaviza a los obreros o a la clase proletaria con tal fin y tal
forma, que los negocios y, por tanto, todo el capital sirvan a su voluntad y a su
utilidad, despreciando la dignidad humana de los obreros, la índole social de la
economía, y la misma justicia social y bien común” (QA 38, OSC 66-67).
Los principales reproches que le han dirigido los Pontífices son los siguientes
(Mensaje,1. Ver Papas, Fernández, 78 Obispo, 76).
El régimen capitalista, tal como hasta ahora ha vivido, no puede ser una solución
admisible para el católico. Los juicios de los Papas y Prelados constituyen un
verdadero plebiscito que lo condena. Los católicos, por tanto, han de buscar otro
régimen que evite esos errores, o han de depurar el régimen capitalista de sus
vicios.
5.3. Socialismo
Es muy difícil definir el socialismo porque hay doctrinas socialistas muy diferentes.
Sería más correcto hablar de tal y cual socialismo en particular: el de Saint Simon,
el de Fourier, el de Proudhon, etc. No es fácil captar la esencia del sistema
socialista, precisamente porque no es un sistema, sino un conjunto de deseos
confusos y de sentimientos poderosos que se mezclan a análisis económicos y
opiniones políticas. Durkheim decía que el socialismo no es una ciencia, ni una
sociología, es un grito de dolor y a veces de cólera lanzado por quienes sienten
vivamente nuestro malestar colectivo. Según Blum, el socialismo es una especie de
moral y casi una religión como también una doctrina. Es la aplicación exacta al
estado presente de la sociedad de estos sentimientos generales universales sobre
los cuales se han fundado siempre las morales y las religiones. Los socialistas están
135
de acuerdo en pensar que su doctrina no es solamente económica sino política y
filosófica. Uno de ellos afirma que a diferencia del laicismo democrático, que
combate el misticismo en nombre de la razón, el socialismo combate una fe en
nombre de otra fe.
En los comités directivos tripartitos figuran por terceras partes los consumidores,
los sindicatos de trabajadores incluidos los técnicos, y los representantes del
Estado, especies de árbitros encargados, en caso de dificultad, de hacer prevalecer
el interés general. En el caso de la escuela, la estatización significaría el monopolio,
mientras que la nacionalización hace de la enseñanza un servicio semipúblico que
admite una cierta libertad, reemplaza en el comité directivo a los consumidores por
los padres de familia. Se puede, pues, decir de una manera general que un sistema
es socialista cuando vincula las funciones económicas a la sociedad en lugar de
dejarlas difusas, y esto por dos razones. Primera, moral: favorecer el pleno
desarrollo del individuo; y una segunda, económica: el interés general no nace
espontáneamente de la suma de los intereses individuales como pretenden los
liberales, sino de una voluntad común fuertemente organizada. Las crisis periódicas
de la sociedad capitalista demuestran este aserto. Al orientar la economía habrá
que encauzarla, no a lo que más rinde, sino a lo más necesario.
Hay tres problemas fundamentales acerca de los cuales todo socialista reacciona en
igual forma:
137
propiedad privada no reconoce sino una fuente: el trabajo; la propiedad sin el
trabajo es un robo. Un socialista contemporáneo afirma: Donde coinciden propiedad
y trabajo el socialismo no ha preconizado jamás la expropiación. El socialismo no es
el enemigo de la propiedad fruto del trabajo sino de la propiedad capitalista. El ideal
socialista es nacionalizar los instrumentos de producción y dejar al individuo y a la
familia tan sólo la propiedad de los objetos de consumo.
Un sistema socialista no se fía del juego de los intereses dejados a sí mismo y cree
necesario imponerles una cierta organización autoritativa. El socialismo marca la
substitución de la economía libre por la economía dirigida. Perrou señala como
signos de socialización: primero: a la gestión libre de los bienes de producción se
sustituye la gestión colectiva según un plan deliberado e imperado por el conjunto
humano correspondiente; segundo: el fin del sistema no es la mayor ganancia
monetaria sino la satisfacción directa y más completa de las necesidades de todos
los individuos que constituyen el grupo humano en cuestión.
Los socialistas comprenden que una revolución política que no vaya acompañada de
una revolución económica es ineficaz y comprenden que es imposible modificar las
estructuras económicas sin transformar el Estado, pues esto conduciría a dar más
fuerza a un Estado nacionalista de tipo imperialista, y reforzaría la influencia de la
oligarquía en la dirección del país. La alta burguesía, cuando no posee el poder
político, hace sentir su ausencia de lo político agravando el malestar social hasta
que logra volver a unir su influencia política a su poder económico. Si el socialismo
quiere instaurarse necesita, por tanto, quitar el poder económico a la burguesía
mediante reformas de estructuras serias.
Muchas llamadas nacionalizaciones dejaron en pie las mismas influencias que bajo
la economía capitalista privada. Por eso los modernos socialistas no hablan de
nacionalización sino de “socialización” que supone la expropiación de la oligarquía y
la entrega de los bienes expropiados a las comunidades de los trabajadores.
Todas estas medidas sucesivas no logran, sin embargo, despejar las incógnitas
siguientes:
¿Por qué un Estado popular no sería tan imperialista como un Estado burgués? ¿Por
qué no nacería en él una nueva oligarquía burocrática que aprovechara la
revolución social para su bien personal?
Los socialistas miran su sistema como una concepción general del mundo que
tiende a hacer a los hombres iguales. Estas aspiraciones igualitarias están en el
alma socialista. Por eso, no sin dolor, muchos de los más auténticos socialistas han
constatado que al fin de la guerra de 1944 las diferencias de retribuciones de
jornales era de 1 a 10 en Rusia soviética, mientras en Inglaterra no era sino de 1 a
6. El socialismo quisiera que las condiciones de vida y la jerarquía de las funciones
resulten menos del nacimiento y de la riqueza heredada, que del trabajo y de la
capacidad individual. El socialismo quisiera que en la carrera de la vida todos partan
del mismo punto. De aquí que podamos decir que psicológicamente un socialista
está profundamente herido por las desigualdades sociales que ve a su alrededor y
que desea un mundo en que reine más justicia igualitaria y que busca los medios
técnicos y científicos para realizarla.
Estas son las orientaciones tradicionales del socialismo que, como lo indicábamos al
partir, son bastante vagas porque no forman parte de un sistema uniforme.
Después de la guerra de 1939-1944 aparecen nuevas aspiraciones en ciertos
sectores del socialismo.
5.3.7.1 Laborismo
5.3.7.2 Humanismo
139
espiritualismo.
5.3.7.3 Liberalismo
Las modernas tendencias del socialismo humanista que hemos expuesto están en
gestación, encierran aún grandes lagunas y sus partidarios están dispersos y son
tímidos. El catolicismo social no puede menos de mirar con simpatía sus esfuerzos
por conciliar la justicia social con los derechos de la persona humana.
León XIII designa en 1878 en Quod Apostolici Muneris bajo el nombre de socialistas
“aquella secta de hombres que, bajo diversos y casi bárbaros nombres de
socialistas, comunistas o nihilistas… se empeñan… en trastornar los fundamentos
de toda sociedad civil [QAM 2] …y no sólo una vez, en breve tiempo han vuelto sus
armas contra los mismos príncipes” [QAM 6, OSC 80]. Alude aquí el Pontífice a los
varios atentados contra la vida de los monarcas; y detalla en esta encíclica sus
cargos contra las doctrinas socialistas sobre la autoridad civil, cuyo fundamento de
derecho divino desconoce; sobre la sociedad doméstica, desprovista de todo
carácter religioso y de verdadera autoridad; sobre la propiedad privada que desean
reemplazar por la colectiva (cfr. QAM 1-31 y RN 3, OSC 80-86).
Una parte del socialismo sufrió un cambio semejante al que indicábamos antes
respecto a la economía capitalista, y dio en el comunismo” (QA 43, OSC 91).
1. Este sector del socialismo merece las mismas condenaciones que el comunismo,
del cual difiere casi únicamente en los métodos de acción, menos violentos y más
reformistas, pero no de sus doctrinas materialistas, ateas y de odio de clases.
2. Hay otro sector socialista mitigado, pero que sigue siendo verdaderamente
socialista y por tanto incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, por su
manera de concebir la sociedad. El fin del hombre y de la sociedad es el puro
bienestar “y deben entregarse totalmente a la sociedad en orden a la producción de
141
los bienes”. Ante la satisfacción de las comodidades de esta vida “deben ceder y
aun inmolarse los bienes más elevados del hombre, sin exceptuar la libertad… Una
sociedad cual la ve el socialismo, por una parte, no puede existir ni concebirse sin
grande violencia, y por otra, entroniza una falsa licencia, puesto que en ella no
existe verdadera autoridad social: ésta, en efecto, no puede basarse en las ventajas
[materiales y] temporales, sino que procede de Dios, Creador y último fin de todos
las cosas.
Si acaso el socialismo, como todos los errores, tiene una parte de verdad… el
concepto de la sociedad que le es característico y sobre el cual descansa es
inconciliable con el verdadero cristianismo. Socialismo religioso y socialismo
cristiano son términos contradictorios: nadie puede al mismo tiempo ser buen
católico y socialista verdadero” (cfr. QA 45–48, OSC 93).
3. Entre los que se llaman socialistas hay una tendencia moderada, que no debería
llamarse socialista. Sus postulados nada contienen contrario a la verdad cristiana.
Hay un tercer sector “que no sólo confiesa que debe abstenerse de toda violencia,
sino que aun sin rechazar la lucha de clases y la abolición de la propiedad privada,
la suaviza y modera de alguna manera. Diríase que aterrado por los principios y
consecuencias que se siguen del comunismo, el socialismo se inclina y en cierto
modo avanza hacia las verdades que la tradición cristiana ha enseñado siempre
solemnemente; pues no se puede negar que sus peticiones se acercan mucho, a
veces, a las de quienes desean reformar la sociedad conforme a los principios
cristianos.
5.4. Marxismo
A) Aspecto materialista
143
de bienes materiales y de la infraestructura económica. La infraestructura
económica está determinada por las fuerzas productivas: factores naturales,
maquinaria, vías de comunicación, etc. El conjunto de fuerzas productivas
existentes en un momento dado determina el modo de producción: agrícola,
artesanal, industrial, etc. Los modos de producción determinan las relaciones
sociales, que son fruto de las relaciones económicas. Tenemos, entonces, una clase
explotada y una clase explotadora, que en la época feudal logró su
engrandecimiento mediante la tierra, ahora mediante el dinero. Esta clase
explotadora hace trabajar las otras clases para su provecho, dirige la producción y
reparte las riquezas.
B) Aspecto dialéctico
Describir utópicamente la sociedad futura no tiene interés para los marxistas y les
parece imposible tal descripción, que debería ser hecha partiendo de los elementos
del mundo presente llamado a desaparecer. En cambio, fieles a Marx, que analizó la
noción del capitalismo y predijo su fin, sus discípulos analizan la situación histórica
en la que viven y se esfuerzan por seguir el movimiento de liberación que le va a
dar desenlace: “Llamamos comunismo –dice Marx– el movimiento efectivo que
suprimirá la situación presente”.
La nobleza produjo un tiempo la burguesía que estuvo a su servicio y fue por ella
reemplazada. La burguesía capitalista ha producido el proletariado que será su
145
sepulturero. La clase inferior es muy pronto la clase triunfante y esta es suplantada
a su vez. Marx confía, sin embargo, que estas catástrofes sucesivas que van dando
a luz nuevos tipos de sociedades tendrán, sin embargo, un término, porque las
contradicciones se concentran y se estrechan. La masa de los explotados es cada
día mayor frente a un número de explotadores cada día menor y vinculados en
forma más y más abstracta con las instituciones de que forman parte. Marx predice
que antes de llegar a la etapa final ocurrirá la dictadura del proletariado, que
destruirá los vestigios del sistema capitalista y construirá el socialismo. Este Estado
proletario se destruirá poco a poco en cuanto a Estado y en cuanto a proletario y
dará lugar a la sociedad sin clases.
¿Cuáles son los valores que guían al comunista en su acción? En primer lugar, no
reconoce ningún valor trascendente que pueda juzgar al hombre desde el exterior y
desde lo alto. Toda referencia a lo eterno le parece una hipocresía, el pretexto para
escapar de la lucha inmediata o una traición a la clase proletaria. Para el marxista lo
importante es seguir el curso de la historia que desembocará en la liberación del
proletariado. La clase que sube y conquista representa los más altos valores de su
tiempo, mientras que las otras clases encarnan la servidumbre y la perversión
social. El instrumento de ascensión social es la ciencia unida a la técnica y a la
intransigencia racionalista. Las clases que han ocupado posición dominante se han
servido de la razón, pero desde que se han instalado en el poder han abandonado
su racionalismo, han invocado una justificación trascendente, han abandonado la
razón por la fe, según afirma Marx. Para refutar estas ideologías que han ido
sucediéndose, el marxismo no combate directamente cada sistema, sino que
demuestra que son el producto de una época decadente, que debe ser superada
por la ascensión al poder del proletariado que lleva en sí los más altos valores. Al
luchar contra el capitalismo el marxista cree luchar por el hombre.
Para comprender el capitalismo del siglo XIX, Marx parte de la teoría del valor
trabajo y muestra cómo la ganancia del patrón, la plusvalía, es obtenida a expensas
del trabajador. La búsqueda de esta plusvalía por parte de los capitalistas los
precipitará en la catástrofe final. El capitalismo está fundado sobre una
contradicción que se irá agravando, contradicción entre el mundo de los capitalistas
que poseen los medios de producción y se apropian de la mayor parte de los
beneficios, y el mundo de los proletarios que realizan el trabajo y no perciben su
utilidad. La búsqueda de la plusvalía conduce a la concentración creciente de las
masas, cada día. Consiguientemente la lucha de clases no puede menos de
agravarse. Además, la concentración conduce a la superproducción y a las crisis
que hacen aún más grave la situación del proletariado, que los llevará a desposeer
a la ínfima minoría de ricos. La dictadura del proletariado precederá al comunismo
integral.
No hay ninguna ruptura entre las posiciones económicas y las posiciones políticas
del marxismo. Ya que el proletariado es la clase designada por la historia para
derrocar al capitalismo y al Estado burgués, ya que el progreso no puede obtenerse
sino por la lucha de clases y por la revolución, corresponderá al proletariado, guiado
por su grupo dirigente, el partido comunista, acentuar por todos los medios la lucha
de clases, para acelerar el advenimiento de la dictadura del proletariado.
El manifiesto del Partido Comunista consecuente con este principio declara que: el
comunismo es la conciencia del proletariado. Ser comunista significa para Marx
conocer a fondo la condición proletaria y esforzarse por destruirla aniquilando el
capitalismo. El proletariado, verdadero crucificado del mundo moderno, es el único
capaz de destruir las actuales contradicciones sociales, el único que puede redimir
al hombre, porque es el que sufre más. Los proletarios son la inquietud del mundo
porque son su dolor. La conciencia proletaria es la conciencia desgraciada, es la
conciencia inquieta, es la “pérdida del hombre”. Marx espera que el proletariado
147
tome conciencia de esta pérdida y se revuelva contra ella.
Lacroix, a quien estamos siguiendo en este comentario del marxismo, piensa que el
mesianismo de Marx no es sino la conciencia del papel necesario atribuido a la clase
obrera en la obra revolucionaria. Al revés del burgués que se desinteresa de cuanto
le rodea, el proletario desprovisto de todo capta la inhumanidad esencial de nuestra
sociedad. El proletariado, más que una clase particular, es el resultado de la
descomposición total de la sociedad, el producto de sus íntimas contradicciones; su
revolución tendrá, por tanto, carácter universal porque luchará contra el error
absoluto.
Siendo las masas las que más sufren, brota espontáneamente en ellas un
movimiento revolucionario que los burgueses se empeñan en atribuir a los
agitadores pero que Marx señala como la obra espontánea de las masas. El
comunista es el que cree en la espontaneidad de las masas.
Así como el comunismo es la conciencia de la masa, los jefes son la conciencia del
comunismo. Su misión es radicalizar a las masas. No deben ellos infundir a los
proletarios sus ideas personales sino hacerlos tomar conciencia de lo que piensan y
radicalizar sus pensamientos. La masa sin jefe será anárquica y quedará a merced
de los explotadores. El jefe que no traduce el pensamiento de la masa, que se aísla
en sus propios conceptos subjetivos, se vuelve un revolucionarista y un renegado.
Así pensaba Marx, pero la práctica del comunismo contemporáneo indica
claramente que la acción va por otro lado y que son los jefes los que llevan a las
masas donde ellos quieren sin preocuparse de lo que espontáneamente harían las
masas. Tal vez en esta desviación de la intuición marxista se esconde una de las
causas de decadencia interna del comunismo.
Ningún contacto debe mantener el proletariado con los capitalistas para no debilitar
su espíritu de lucha. Mantener relaciones de hombre a hombre, respetar los
derechos inherentes a la persona humana, todo esto es ajeno a la conciencia
comunista. Las buenas intenciones de nada sirven. Lo que importa en política son
los resultados. Esto, como se comprende, lleva a consecuencias profundamente
inhumanas.
149
La reforma de la sociedad no puede operarse reformando las conciencias sino
reformando las condiciones de vida, ya que la conciencia humana no es sino un
reflejo de sus relaciones sociales. La reforma interior e individual es ineficaz. Buscar
entre la burguesía y el proletariado un común denominador humano es enervar la
conciencia obrera y favorecer el capitalismo. Psicológicamente, el comunista es el
que desespera del mundo capitalista, el que no tiene con él otras relaciones sino la
que lo mueven a combatirlo y a aniquilarlo.
Esta última etapa coincidirá con el desaparecimiento del Estado, al acabarse las
clases que son su fundamento. En el régimen ideal marxista no existirá la dualidad
entre lo social y lo político, ni existirá la distinción entre el hombre privado y el
ciudadano, pues el Estado será absorbido por la sociedad.
Las ideas que anteriormente hemos expuesto parecen quedar en plano puramente
ideal y en la práctica estas proposiciones de una lógica coherente son reemplazadas
por la obediencia ciega al partido que los marxistas admiten lógicamente.
Las teorías económicas de la plusvalía y la explicación marxista de las crisis son
bastante dejadas de lado.
151
Los documentos del Episcopado y los de teólogos y filósofos católicos son
aplastantes en número y uniformidad de doctrina.
“Bajo pretexto de querer tan sólo mejorar la suerte de las clases trabajadoras,
quitar abusos reales causados por la economía liberal y obtener una más justa
distribución de los bienes terrenos (fines, sin duda, del todo legítimos), y
aprovechándose de la crisis económica mundial, se consigue atraer a la zona de
influencia del comunismo aun a aquellos grupos sociales que, por principio,
rechazan todo materialismo y terrorismo. Y como todo error contiene siempre una
parte de verdad, este aspecto verdadero al que hemos hecho alusión, puesto
astutamente ante los ojos, en tiempo y lugar apto para cubrir, cuando conviene, la
crudeza repugnante e inhumana de los principios y métodos del comunismo
bolchevique, seduce aun a espíritus no vulgares hasta llegar a convertirlos en
apóstoles de jóvenes inteligencias poco preparadas aún para advertir sus errores
intrínsecos. Los pregoneros del comunismo saben también aprovecharse de los
antagonismos de raza, de las divisiones y oposiciones de diversos sistemas
políticos, y hasta de la desorientación en el campo de la ciencia sin Dios, para
infiltrarse en las Universidades y corroborar con argumentos pseudo-científicos los
principios de su doctrina.
Y para explicar cómo ha conseguido el comunismo que las masas obreras lo hayan
aceptado sin examen, conviene recordar que éstas estaban ya preparadas por el
abandono religioso y moral en el que las había dejado la economía liberal” (DR 15-
16, OSC 106).
“En sustancia, la doctrina que el comunismo oculta bajo apariencias a veces tan
seductoras, se funda hoy sobre los principios del materialismo dialéctico e
histórico… Esta doctrina enseña que no existe más que una sola realidad, la materia
con sus fuerzas ciegas, la cual por evolución, llega a ser planta, animal, hombre. La
misma sociedad humana no es más que una apariencia y una forma de la materia
que evoluciona del modo dicho, y que por ineluctable necesidad tiende, en un
perpetuo conflicto de fuerzas, hacia la síntesis final: una sociedad sin clases. Es
evidente que en semejante doctrina no hay lugar para la idea de Dios, no existe
diferencia entre espíritu y materia, ni entre cuerpo y alma; ni sobrevive el alma a la
muerte, ni por consiguiente puede haber esperanza alguna en una vida futura.
Insistiendo en el aspecto dialéctico de su materialismo, los comunistas sostienen
que los hombres pueden acelerar el conflicto que ha de conducir al mundo hacia la
síntesis final. De ahí sus esfuerzos por hacer más agudos los antagonismos que
surgen entre las diversas clases de la sociedad; la lucha de clases, con sus odios y
destrucciones, toma el aspecto de una cruzada por el progreso de la humanidad. En
cambio, todas las fuerzas, sean las que fueren, que resistan a esas violencias
sistemáticas, deben ser aniquiladas como enemigas del género humano” (DR 9,
OSC 101). De aquí la negación total de la caridad.
153
“El comunismo, además, despoja al hombre de su libertad, principio espiritual de su
conducta moral, quita toda dignidad a la persona humana y todo freno moral contra
el asalto de los estímulos ciegos. No reconoce al individuo, frente a la colectividad,
ningún derecho natural de la persona humana, por ser ésta en la teoría comunista
simple rueda del engranaje del sistema. En las relaciones de los hombres entre sí
sostiene el principio de la absoluta igualdad, rechazando toda jerarquía y autoridad
establecida por Dios, incluso la de los padres; todo eso que los hombres llaman
autoridad y subordinación se deriva de la colectividad como de su primera y única
fuente. Ni concede a los individuos derecho alguno de propiedad sobre los bienes
naturales y sobre los medios de producción, porque siendo ellos fuente de otros
bienes, su posesión conduciría al predominio de un hombre sobre los demás. Por
esto precisamente, por ser fuente originaria de toda esclavitud económica, deberá
ser destruido radicalmente este género de propiedad privada.
155
Las hermosas declaraciones de justicia, de elevación proletaria, han inflamado
muchos espíritus generosos, pero las realizaciones han desengañado
profundamente a los hombres sinceros que han logrado conocer la auténtica
realidad de los hechos.
Esta realidad es bien difícilmente conocida, porque los gobernantes soviéticos han
puesto un exquisito cuidado en ocultar tras telones de hierro su paraíso. ¿Por qué?
¿Por qué impiden a sus ciudadanos viajar al extranjero?
Los que han logrado evadirse del régimen soviético, y muchos que han entrado a él
como amigos y han salido sus decididos adversarios, hablan de miseria, de
construcciones obreras deficientísimas, de salarios de hambre, de gran ignorancia y
de odio al régimen29.
El Comunismo debe llevar cada día a los cristianos a examinar con sinceridad y
realismo si viven la doctrina del amor fraternal, distintivo de un discípulo de Cristo y
si están dispuestos a realizar todos los sacrificios para hacer un mundo digno de los
hijos de Dios.
Los diversos sistemas de moral social que se enfrentan hoy día se diversifican y se
oponen más que por una apreciación diferente del uso de los medios económicos,
por una diferente filosofía acerca de Dios, del hombre, del mundo. Una visión
materialista y una espiritualista tendrán desde la partida concepciones totalmente
opuestas del hombre, de la libertad y de las riquezas, que habrán de repercutir en
los problemas sociales, económicos y hasta en los técnicos.
S.S. Pío XII en la encíclica Summi Pontificatus dice: “Porque, si es verdad que los
males que aquejan a la humanidad actual provienen, en parte, del desequilibrio
económico y de la lucha de intereses por una distribución más justa de los bienes
que Dios ha concedido a los hombres como medios de sustento y de progreso, no es
menos verdad que su raíz es más profunda e interna, pues toca a las creencias
religiosas y a las convicciones morales, pervertidas con el progresivo separarse de
los pueblos de la unidad de doctrina y de fe, de costumbres y de moral, en otro
tiempo promovida por la labor infatigable y benéfica de la Iglesia. La reeducación de
la humanidad, si se quiere que sea efectiva, tiene que ser ante todo espiritual y
religiosa: por tanto, debe partir de Cristo como de su fundamento indispensable,
tener la justicia como su ejecutora y por corona la caridad” (SP 29, OSC 116). “Las
energías que deben renovar la faz de la tierra tienen que proceder del interior, del
espíritu” (SP 29, OSC 117).
La Moral Social presupone, por tanto, algunos conceptos fundamentales, que son
materia de otros tratados, pero que no podemos menos de insinuar, porque revisten
la mayor importancia. En ningún momento el pensamiento o la acción puede olvidar
estos grandes principios.
157
1.1 Dios
S.S. Pío XI, en Divini Redemptoris, después de haber expuesto los errores del
comunismo ateo, opone la verdadera noción de la “Civitas humana” e indica que
“por encima de toda otra realidad está el sumo, único, supremo Ser, Dios, Creador
omnipotente de todas las cosas, Juez sapientísimo y justísimo de todos los
hombres… No porque los hombres así lo creen, Dios existe: sino porque Él existe,
creen en Él y elevan a Él sus súplicas cuantos no cierran voluntariamente los ojos a
la verdad” (DR 26, OSC 113).
Dios crea de la nada todos los seres materiales y espirituales, les conserva el ser, la
vida, organiza y mantiene el mundo que de Él salió. Entre estas criaturas se
encuentran seres inteligentes y libres, a los cuales da una ley moral que los orienta
en el ejercicio de su libertad, hacia el mismo Dios. Dios es a la vez creador,
legislador, dueño de todo y fin supremo de cuanto existe.
El mundo y las cosas todas del universo nos han sido entregadas por el Creador
como un instrumento al servicio del hombre para que, sirviéndose de ellas, realice
su destino. Está en el plan de Dios que el hombre se enseñoree cada día más y más
de las fuerzas ocultas en el mundo. Nos narra el Génesis que al crear Dios a
nuestros primeros Padres los bendijo diciéndoles: “Procread y multiplicaos y henchid
la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y
sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra” (Gn 1,28-
29). Al servirse ordenadamente del mundo, el hombre lo hace realizar su fin último,
que es la gloria de Dios. San Pablo dice al hombre: “Todo es vuestro, vosotros sois
de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Co 3,33).
1.2. El hombre
Esta grandeza del hombre mirada a la sola luz de la razón natural se acrece
inmensamente si la miramos ante la revelación cristiana. Dios creó al hombre para
hacerlo su amigo, su hijo adoptivo, para hacerle participar su propia naturaleza,
para darle una felicidad eterna que fuera participación de la que Él goza, que es Él
mismo: para que lo conociera como Dios se conoce a sí mismo, para que lo amara
como Él se ama a sí mismo. Esta elevación del hombre al plano sobrenatural fue
destruida por el pecado de nuestros primeros Padres, que nos privó –por culpa de
ellos– del don gratuito de Dios: su gracia santificante. Pero roto el primer camino de
elevación a la vida sobrenatural, el amor infinito de Dios no se dejó vencer por la
pequeñez humana y escogió un segundo camino aún más maravilloso para elevar a
todos los hombres, de todos los tiempos, a la participación de la vida divina. Tan
pronto nuestros Padres habían pecado les anunció el Señor que vendría su Hijo a la
tierra y pisotearía la cabeza del espíritu del mal [cfr. Gn 3,15]. Llegada la plenitud
de los tiempos el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros [cfr. Jn 1,14]
para que pudiéramos llamarnos hijos de Dios y serlo de verdad [cfr. 1Jn 3,1].
Quienes desde los albores de la creación (No pertenece a la materia de este libro
explicar largamente cómo pueden salvarse los que nacieron antes de Cristo, o los
que no lo han conocido expresamente. La teología se encarga de ello: sólo
queremos indicar que al hombre que hace cuanto está de su parte por seguir la
159
verdad, tal cual la conoce a través de su conciencia, Dios no le niega su Gracia. La
Verdad no es más que una y Cristo dijo de Sí, “Yo soy la Verdad” [Jn 14,6]) han
creído y esperado en Él, a la manera que esto les era posible según la luz recibida
han pasado a ser de verdad hijos auténticos de Dios. Es imposible pensar en un don
de mayores proporciones.
Por la Redención podemos con absoluta verdad ser auténticos hijos de Dios,
hermanos del Verbo, templos del Espíritu Santo: podemos llamar a Dios con toda
certeza Padre nuestro.
El Hijo de Dios al unirse una naturaleza humana elevó en ella a todo el género
humano. Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos con quienes
comparte su propia vida divina. Cristo es la cabeza de un cuerpo, el Cuerpo Místico,
cuyos miembros somos o estamos llamados a serlo nosotros, sin limitación alguna
de razas, de fortuna, ni de otra alguna consideración. Basta ser hombre para poder
ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo, esto es, para poder ser Cristo. Sólo los
condenados quedan excluídos de la posibilidad de esta unión.
La comunión de los santos, dogma básico de nuestra fe, es una de las primeras
realidades que de ella se desprende: todos los hombres somos solidarios. Todos
recibimos la Redención de Cristo y sus frutos maravillosos. La comunión de los
santos nos hace entender que hay entre quienes formamos “la familia de Dios”
vínculos mucho más íntimos que los de la camaradería, la amistad, la clase social.
La fe nos enseña que somos uno en Cristo: americanos y rusos, japoneses y chinos,
proletarios e industriales, que todos participamos de los bienes de todos y sufrimos
las consecuencias –al menos negativamente– de nuestros males. Estamos asistidos
por plegarias invisibles, rodeados de gracias que no hemos merecido, sino que otros
nos han alcanzado. ¿Cómo no amar a quiénes con toda verdad podemos llamar
nuestros invisibles bienhechores?
Nada se opone más al cristianismo que el individualismo. Cada uno forma parte de
un gran todo: somos piedras de un mismo edificio, ramas de un mismo árbol,
miembros de un mismo cuerpo y herederos de un mismo destino. La rama que se
desgaja, sécase y sólo sirve para el fuego. Una piedra caída del edificio compromete
la estabilidad del conjunto. Entre todos nosotros hay un intercambio de servicios
comparable a la circulación de la sangre en nuestro cuerpo. San Pablo resume esta
maravillosa doctrina cuando enseña que nosotros que somos muchos, no formamos
sino un solo cuerpo, del cual Cristo es la cabeza y nosotros somos los miembros. Si
un miembro padece, todos sufren con él; si un miembro es glorificado, todos se
regocijan con él (cfr. Rm 12,4-5; 1Co 12,4-6.12-25; Col 1,18-24; Ef 5, 29-30).
Quien comprende esta doctrina entenderá qué significa la solidaridad social: ese
vínculo íntimo que une los unos con los otros para ayudarlos a obtener los
beneficios que puede darles la sociedad;
El sentido social: esa actitud espontánea para reaccionar fraternalmente frente a los
demás, que lo hace ponerse en su punto de vista ajeno como si fuese el propio; que
no tolera el abuso frente al indefenso; que se indigna cuando la justicia es violada;
La responsabilidad social: que dice bien claro que no puede uno contentarse con no
hacer el mal, sino que está obligado a hacer el bien y a trabajar por un mundo
mejor.
Las riquezas están al servicio del hombre y no el hombre al servicio de las riquezas,
decía S. Antonino de Florencia.
Por tanto, toda organización social que subordine el hombre a la materia, que lo
haga instrumento para la adquisición de la riqueza, sin consideración a su
161
personalidad, debe ser reformada. A esta luz hemos de juzgar el pensamiento de los
antiguos filósofos: Aristóteles decía que el esclavo era “un instrumento viviente”, y
Cicerón, “un arado que habla”. Con este criterio hemos de juzgar la organización
industrial de tipo capitalista o de tipo comunista en las que hombres, mujeres y
niños han sido sacrificados a la intensidad de la producción, sin cuidado alguno de
sus necesidades materiales y morales.
Los bienes han sido dados por el Creador para todas sus creaturas, por el Padre
para todos sus hijos, para que todos ellos puedan vivir en forma conveniente y
adecuada a su naturaleza humana, para que puedan desarrollar sus potencialidades
físicas, formar una familia y procrear hijos, desarrollar su mente y tener el minimum
de bienes para practicar las virtudes que corresponden a un hijo de Dios. Esta es la
primera finalidad de los bienes de la tierra. A su luz aparece la igualdad de derecho
de los hombres todos, sin distinción de razas, de talento, ni de cualidades
secundarias. Al derecho positivo corresponde determinar la forma en que han de ser
divididos los bienes de la tierra para cumplir el plan providencial. En la medida en
que las leyes se oponen a este plan violan el bien común, y lesionan la justicia
social.
Este criterio en la distribución de los bienes no vale tan sólo para un determinado
país, sino también para los habitantes del gran país que es el mundo, patria de los
hijos de Dios. A la luz de la justicia social no puede, pues, consolidarse un orden
jurídico que permita países de alto standard de vida, a costa del bajo standard de
vida de otros menos afortunados: a éstos habrá que capacitarlos por la cultura e
instrucción técnica para que puedan obtener al menos el minimum de bienes que
requiere la dignidad de la persona humana.
La manera concreta de realizar estos principios deberá ser iluminada por la virtud
de la prudencia, que empleará los medios que las circunstancias exijan, y que para
su aplicación integral supone la formación de una mentalidad social universal. La
conciencia cristiana será el fermento que hará levantar la masa.
Lo que no llegue a realizar la justicia social lo hará la caridad cristiana, que verá en
sus prójimos al Dador de todo bien.
El hombre no es un medio, sino un fin en sí; fin no último sino subordinado a Dios.
Por tanto, la organización social debe facilitar que el hombre se cultive
intelectualmente, que cumpla sus deberes morales, religiosos, familiares, cívicos y
profesionales. Por eso jamás el cristiano podrá aceptar los principios laicistas del
liberalismo y del marxismo que desconocen esta finalidad sobrenatural del hombre.
Los hombres todos tienen un mismo origen, una misma naturaleza, y por tanto las
mismas necesidades fundamentales, un mismo destino sobrenatural, y por tanto
son acreedores al respeto de sus derechos.
163
La conciencia de nuestra riqueza interior y del instrumento precioso de que
disponemos, la libertad, nos moverá a perfeccionar y enriquecer nuestra propia
persona, por la observancia de la ley moral. Esto supone lucha contra nuestros
apetitos desordenados, de los cuales cada uno tiene excesiva conciencia, pero en
esa lucha encontraremos nuestra nobleza y nuestra independencia.
La moral cristiana, yendo más allá de la simple moral natural, nos aconseja la
práctica de los consejos evangélicos: el despego afectivo y si posible, efectivo, de
los bienes de este mundo; la aceptación del dolor, de la persecución por la justicia;
la práctica de la mansedumbre, de la pureza y del renunciamiento. Mientras que el
liberalismo y el socialismo sólo enseñan al gozo y la posesión de los bienes y
rechazan como males absolutos la pobreza, la enfermedad, el sufrimiento, la moral
cristiana enseña a enfrentar estas realidades con criterio superior. Ante el mal no
predica la resignación sino la lucha mientras ésta es posible, pero al mismo tiempo
enseña la austeridad para consigo mismo, la aceptación de lo inevitable como
venido de mano de Dios y su aprovechamiento sobrenatural para crecimiento de
todo el Cuerpo Místico de Cristo.
Pío XI dice del hombre que “es un pequeño mundo, que excede con mucho en valor
a todo el inmenso mundo inanimado… Dios lo ha dotado con muchas y variadas
prerrogativas: derecho a la vida, a la integridad del cuerpo, a los medios necesarios
para la existencia […], derecho de asociación, de propiedad y del uso de la
propiedad” (DR 27, OSC 118).
“El cristianismo fue el primero en proclamar en una forma y con una convicción
desconocidas en los siglos precedentes la verdadera y universal fraternidad de
todos los hombres de cualquier condición y estirpe, contribuyendo así
poderosamente a la abolición de la esclavitud, no con revoluciones sangrientas, sino
por la fuerza interna de su doctrina, que a la soberbia patricia romana hacía ver en
su esclava una hermana en Cristo… hecho hombre por amor a los hombres y
convertido en ‘Hijo del artesano’, más aún, ‘artesano’. Fue el cristianismo el que
elevó el trabajo manual, antes tan despreciado, a su verdadera dignidad…” (DR 36,
OSC 122).
En su mensaje de Navidad de 1942, Pío XII, tratando de las condiciones que harán
posible la paz, dice: “Quien desea que la estrella de la paz nazca y se detenga sobre
la sociedad, concurra por su parte a devolver a la persona humana la dignidad que
Dios le concedió desde el principio; opóngase a la aglomeración de los hombres, a
manera de masas sin alma; a su inconsistencia económica, social, política,
intelectual y moral; a su falta de principios sólidos de profundas convicciones; a su
sobreabundancia de excitaciones instintivas y sensibles, y a su volubilidad;
favorezca, con todos los medios lícitos, en todos los campos de la vida, aquellas
formas sociales, en las que encuentre posibilidad y garantía una plena
responsabilidad personal, tanto en el orden terrenal, como en el eterno; apoye el
respeto y la actuación práctica de los siguientes derechos fundamentales de la
persona: el derecho a mantener y desarrollar la vida corporal, intelectual y moral, y
particularmente el derecho a una formación y educación religiosa; el derecho al
culto de Dios, privado y público, incluida la acción caritativa religiosa; el derecho, en
principio, al matrimonio y a la consecución de su objeto, el derecho a la sociedad
conyugal y doméstica; el derecho a trabajar como medio indispensable para el
mantenimiento de la vida familiar; el derecho a la libre elección de estado, y por
consiguiente, aun del estado sacerdotal y religioso; el derecho a un uso de los
bienes materiales, consciente de sus deberes y de las limitaciones sociales”.
Más adelante prosigue: “Todo trabajo posee una dignidad inalienable y al mismo
tiempo un estrecho lazo con el perfeccionamiento de la persona… La Iglesia no
titubea en deducir las consecuencias prácticas que se derivan de la nobleza moral
del trabajo y en apoyarlas con todo el nombre de su autoridad. Estas exigencias
comprenden, además de un salario justo, suficiente para las necesidades del
trabajador y de la familia, la conservación y el perfeccionamiento de un orden social
que haga posible una segura aunque modesta propiedad privada a todas las clases
del pueblo, que favorezca una formación superior para los hijos de las clases
obreras particularmente dotados de inteligencia y buena voluntad, y promueve en
el barrio, en el pueblo, en la provincia, en la nación, el cuidado y la actividad
práctica del espíritu social, que mitigando los contrastes de intereses y de clase,
quita a los obreros el sentimiento de la segregación, con la experiencia confortante
de una solidaridad genuinamente humana y cristianamente fraterna” (OSC 124).
165
Tres pilares fundamentales tiene la moral social: justicia, caridad, bien común. La
justicia y la caridad pertenecen a la categoría de las virtudes.
2.1 Justicia
Los derechos son recíprocos: si los demás deben respetar mi derecho, yo debo
respetar el suyo. La justicia consiste, pues, en esta disposición estable a respetar el
derecho de los demás en todas sus manifestaciones: bienes corporales y
espirituales: salud, honor, riqueza, libertad, asociación, etc. El derecho de los demás
crea en nosotros una obligación correspondiente. El que ha sido lesionado en sus
derechos puede reclamarlo y exigir –hasta donde es posible dada la imperfección
humana– una reparación correspondiente al daño causado.
La justicia es una virtud fundamental, pero impopular. Carece de brillo porque sus
exigencias son a primera vista muy modestas, y por eso no despierta entusiasmo,
ni su cumplimiento acarrea gloria. Uno podrá gloriarse de sus limosnas, pero no de
no haber matado a alguien: es lo que tenía que hacer y nada más. Y, sin embargo,
es una virtud muy difícil y exige una gran dosis de rectitud. Hay muchos que están
dispuestos a hacer la caridad, pero no se resignan a cumplir con la justicia; están
dispuestos a dar limosnas, pero no a pagar el salario justo. Aunque parezca extraño,
es más fácil ser caritativo (claro que sólo en apariencia) que justo. Tal pretendida
caridad no lo es, porque la verdadera caridad comienza donde termina la justicia.
Caridad sin justicia no salvará los abismos sociales, sino que creará un profundo
resentimiento. La injusticia causa enormemente más males de los que puede
reparar la caridad.
“La pasión por la justicia estalla con fuerza desvastadora. En muchos casos la
pasión es ciega y recurre a medios que están destinados a resultar desastrosos. Es
triste, como lo deplora Pío XI, que el clamor por el pan, que es de toda justicia, vaya
acompañado con frecuencia con sentimientos de odio que nunca pueden ser
justificados.
167
2.1.1 Diferentes especies de justicia
La justicia distributiva o proporcional crea el derecho de que cada uno sea tratado
por la autoridad social conforme a sus aptitudes, a sus necesidades, a su dignidad
particular, en cuanto a la distribución de las cargas y de los beneficios sociales. Así,
por ejemplo, las familias numerosas tienen derecho a menores impuestos o a
mayores subsidios porque tienen cargas más numerosas. La justicia distributiva
debe aplicarla el padre en la familia, teniendo en cuenta las aptitudes de cada uno
al señalarle el trabajo, su grado de responsabilidad al indicar el castigo. Debe
aplicarse en la profesión, porque al señalar el salario hay que considerar además
del estricto trabajo, su calidad, la preparación del obrero, su edad, sus obligaciones
o cargas de familia, su antigüedad en la empresa, sus iniciativas.
El vicio más opuesto a la justicia distributiva es lo que puede llamarse “la acepción
de personas”, o el favoritismo, nepotismo, espíritu de casta o partidismo político,
esto es, la repartición de las cargas o de los beneficios por consideraciones extrañas
al bien común y que sólo nacen de un bien particular: su parentesco con el
agraciado, la pertenencia al mismo partido político, etc.
“En efecto, además de la justicia conmutativa, existe la justicia social, que impone
también deberes a los que ni patronos ni obreros se pueden sustraer. Y
precisamente es propio de la justicia social el exigir de los individuos cuanto es
necesario al bien común. Pero así como en el organismo viviente no se provee al
todo si no se da a cada miembro cuanto necesita para ejercer sus funciones, así
tampoco se puede proveer al organismo social y al bien de toda la sociedad si no se
169
da a cada parte y a cada miembro, es decir, a los hombres dotados de la dignidad
de persona, cuanto necesitan para cumplir sus funciones sociales. El cumplimiento
de los deberes de la justicia social tendrá como fruto una intensa actividad de toda
la vida económica desarrollada en la tranquilidad y en el orden, y se demostrará así
la salud del cuerpo social, del mismo modo que la salud del cuerpo humano se
reconoce en la actividad inalterada y al mismo tiempo plena y fructuosa de todo el
organismo.
Pero no se puede decir que se haya satisfecho a la justicia social si los obreros no
tienen asegurado su propio sustento y el de sus familias con un salario
proporcionado a este fin; si no se les facilita la ocasión de adquirir alguna modesta
fortuna, previniendo así la plaga del pauperismo universal; si no se toman
precauciones en su favor, con seguros públicos y privados para el tiempo de vejez,
de la enfermedad o del paro. En una palabra, para repetir lo que dijimos en Nuestra
Encíclica Quadragesimo Anno: ‘La economía social estará sólidamente constituida y
alcanzará sus fines sólo cuando a todos y a cada uno se provea de todos los bienes
que las riquezas y subsidios naturales, la técnica y la constitución social de la
economía pueden producir. Esos bienes deben ser suficientemente abundantes para
satisfacer las necesidades y honestas comodidades, y elevar a los hombres a
aquella condición de vida más feliz, que, administrada prudentemente, no sólo no
impide la virtud, sino que la favorece en gran manera’.
Además, si, como sucede cada vez más frecuentemente en el asalariado, la justicia
no puede ser practicada por los particulares, sino a condición de que todos
convengan en practicarla conjuntamente mediante instituciones que unan entre sí a
los patronos, para evitar entre ellos una concurrencia incompatible con la justicia
debida a los trabajadores, el deber de los empresarios y patronos es de sostener y
promover estas instituciones necesarias, que son el medio normal para poder
cumplir los deberes de justicia. Pero también los trabajadores deben acordarse de
sus obligaciones de caridad y de justicia para con los patronos, y estén persuadidos
de que así pondrán mejor a salvo sus propios intereses.
El P. Isidro Gandía, S.J. (Razón y Fe, 1938, p. 60), opina que la justicia social es
aquella virtud por la que la sociedad, por sí o por sus miembros, satisface el
derecho de todo hombre a lo que le es debido por su dignidad de persona humana.
Es esta dignidad de la persona la que fundamenta la justicia social.
La justicia social se traduce en dos sentidos que hacen falta en el mundo moderno:
sentido social, el primero, que nos hará sentirnos servidores del bien común, nos
hará comprender las inmensas repercusiones de nuestras actividades y de nuestras
omisiones para bien o mal de muchos, nos llevará a servir nuestra Patria y lo que
Santo Tomás, siglos antes de la fundación de la Sociedad de las Naciones, llamaba:
la comunidad de todos bajo las órdenes de Dios. Y el segundo, sentido de
responsabilidad, que tiene tanto sabor evangélico en la parábola de los talentos [cfr.
Mt 25,14-30]: de aquí una conciencia profesional bien desarrollada; cumplimiento
del deber a conciencia, no por pura rutina; suministro de mercaderías de buena
cualidad; adquisición de una verdadera competencia; lealtad en el servicio de los
clientes; etc. La justicia social reclama que los ricos no se cierren en la posesión
egoísta de sus riquezas, que los pobres no se dejen carcomer por la envidia o el
odio, que la miseria sea suprimida, que la propiedad sea accesible a todos, etc.
“En general obligará bajo pecado grave o leve, según la materia transgredida; pero
quizá a nada más.
171
Como no puede decirse que en general en la justicia social aparezca la igualdad
entre lo debido por ese derecho y lo quebrantado por su conculcación, no puede
obligarse a restitución estricta al mero quebrantador de la justicia social.
Al mismo tiempo la función social, que es hija de la justicia social, lleva consigo la
obligación de reparar los daños cometidos de la mala administración del capital
recibido de Dios. De modo que a pesar de la imprecisión y vaguedad de la justicia
social y de la indeterminación del sujeto de la obligación y de la cuantía de los
deberes, queda la obligación de reparar de algún modo los daños causados.
En algunos casos, parece que la justicia social podrá también obligar a restitución,
no quizá por sí misma sino por la anexión a ella de un contrato o cuasi-contrato.
2.2. Caridad
173
hacer plenamente justicia a los demás hay que ponerse en su sitio, comprender sus
razones y sus necesidades. Esto es, comprender las dos máximas del Evangelio:
“No hagas a los demás lo que no quisieres que te hicieran a ti; haz a los otros lo que
tú quisieras que hicieran contigo” [Tb 4,15; Lc 6,31].
Ha sido la caridad la que ha hecho progresar la justicia. Hoy día todos consideran
actos de justicia no matar a los prisioneros, no reducirlos a la esclavitud, dar una
pensión a los ancianos. Hace siglos no se hubiera pensado así. La caridad hizo poco
a poco pasar estos actos al dominio de la equidad y luego al de la justicia. Actos
que aún hoy día se estiman de caridad, mañana pasarán a ser considerados de
justicia, porque la caridad nos introducirá en una mayor comprensión de la
naturaleza humana y de sus exigencias. Esto no quiere decir que con el tiempo
pueda pensarse que la caridad llegue a ser inútil. Por más que se avance en las
instituciones de justicia quedará inalterable el sitio y el primado de la caridad.
2.2.1 La equidad
Para Santo Tomás, la equidad social es una virtud que, aun en ausencia de toda ley
escrita, nos impele a hallar y cumplir lo que la ley natural ordena en orden al bien
común (II-II, q. 120 in c.). La equidad es la justicia social templada por la caridad
social; es la virtud que nos inclina a usar de nuestros derechos de un modo humano.
Quien practica la equidad sabe comprender sus derechos con amplitud, y con
severidad sus deberes; no llegará hasta el límite de lo que puede exigir; no apelará
sólo a la ley escrita, sino que tendrá en cuenta las circunstancias morales. Así
obrará el acreedor que concede facilidades al deudor en apuros; el patrón que
concede una participación en los beneficios extraordinarios a sus colaboradores. Es
una hermosa virtud que llena la vida de comprensión y mantiene vivo en el mundo
el recuerdo de la fraternidad humana.
Es, en verdad, lamentable, Venerables Hermanos, que haya habido y aún ahora
haya quienes, llamándose católicos, apenas se acuerdan de la sublime ley de la
justicia y de la caridad, en virtud de la cual nos está mandado no sólo dar a cada
uno lo que le pertenece, sino también socorrer a nuestros hermanos necesitados,
como Cristo mismo; esos tales, y esto es más grave, no temen oprimir a los obreros
por espíritu de lucro. Hay, además, quienes abusan de la misma religión y se cubren
con su nombre, en sus exacciones injustas, para defenderse de las reclamaciones
completamente justas de los obreros. No cesaremos nunca de condenar semejante
conducta; esos hombres son la causa de que la Iglesia, inmerecidamente, haya
podido tener la apariencia de ser acusada de inclinarse de parte de los ricos, sin
conmoverse ante las necesidades y estrecheces de quienes se encontraban como
desheredados de su parte de bienestar en esta vida. La historia entera de la Iglesia
claramente prueba que esa apariencia y esa acusación es inmerecida e injusta; la
misma Encíclica, cuyo aniversario celebramos, es un testimonio elocuente de la
suma injusticia con que tales calumnias y contumelias se han lanzado contra la
Iglesia y su doctrina” (QA 50, OSC 15).
“Pero cuando vemos, por un lado, una muchedumbre de indigentes que, por causas
ajenas a su voluntad, están realmente oprimidos por la miseria; y por otro lado,
junto a ellos, tantos que se divierten inconsideradamente y gastan enormes sumas
en cosas inútiles, no podemos menos de reconocer con dolor que no sólo no es bien
observada la justicia, sino que tampoco se ha profundizado lo suficiente en el
precepto de la caridad cristiana, ni se vive conforme a él en la práctica cotidiana”
(DR 47, OSC 16).
“Es, por desgracia, verdad que el modo de obrar de ciertos medios católicos ha
contribuido a quebrantar la confianza de los trabajadores en la religión de
Jesucristo. No querían aquéllos comprender que la caridad cristiana exige el
reconocimiento de ciertos derechos debidos al obrero y que la Iglesia le ha
reconocido explícitamente. ¿Cómo juzgar de la conducta de los patronos católicos
175
que en algunas partes consiguieron impedir la lectura de Nuestra Encíclica
Quadragesimo Anno en sus iglesias patronales? ¿O la de aquellos industriales
católicos que se han mostrado hasta hoy enemigos de un movimiento obrero
recomendado por Nos mismo? ¿Y no es de lamentar que el derecho de propiedad,
reconocido por la Iglesia, haya sido usado algunas veces para defraudar al obrero
de su justo salario y de sus derechos sociales?” (DR 50, OSC 29).
Un bien es todo lo que es capaz de saciar un deseo. Hay bienes que sacian los
deseos sensibles: el agua y el vino, la sed; la unión íntima del hombre y la mujer, el
apetito sexual; un hermoso panorama, el deseo artístico. Estos bienes sensibles y
toda otra clase de bien sólo puede llamarse bien moral cuando colman un deseo
que merece llamarse “humano”, digno del hombre, conforme al plan de Dios sobre
él y a su fin sobrenatural de hijo de Dios. Los bienes que no se conforman a la
verdadera naturaleza del hombre, en el plano moral son falsos bienes, o mejor
dicho, males morales.
Bien común es lo que es deseado en común por un grupo. Los grupos como los
individuos pueden desear falsos bienes. El verdadero bien común de una sociedad
humana es lo que debe ser deseado en común por esa sociedad para cumplir su
auténtica finalidad.
Cada sociedad tiene su bien común propio. El de la familia comprende los bienes
materiales que se posee, y los bienes morales: armonía de los esposos, buena
educación de los hijos, etc. Un sindicato tiene como su bien común propio el
desarrollo intelectual y moral de los sindicados, la defensa de sus derechos
económicos, la preparación de un orden social más justo.
Entendemos por bienes honestos los que el hombre puede buscar moralmente
porque constituyen un fin intermediario en su vida. Tales son la ciencia, el
conocimiento moral, las virtudes, la paz social, etc. Los bienes útiles, no constituyen
un fin, sino un medio para alcanzar otros fines superiores: la riqueza, conocimientos
técnicos, formas de gobierno, sistemas administrativos que deberán adaptarse al fin
que con ellos se pretende alcanzar. Los bienes deleitables, se refieren a las bellas
artes, los monumentos, las tradiciones artísticas del país, etc.
177
En la ética cristiana, la sociedad se subordina a la persona. El hombre, como
persona, es un ser libre y razonable, constituye un fin en sí mismo, más digno que
todos los otros fines intermediarios. En la sociedad es una parte en el todo, pero no
un medio frente a un fin. La sociedad es medio para él; pero no él para la sociedad.
El bien de la sociedad está en el plano temporal; el del hombre, en el plano eterno.
El hombre, que es persona, es también individuo, esto es, tiene elemento material,
espacial: en este sentido está subordinado al bien de la sociedad que puede pedirle
sacrificios, hasta el de su vida temporal; pero como persona, tiene un elemento
espiritual que no puede ser sacrificado en forma alguna a la sociedad. Ésta, por el
contrario, ha sido creada para permitirle el desarrollo de todo su ser y ayudarlo a
conseguir su destino eterno. Si la sociedad exige del hombre una acción que
constituya pecado, aunque sea venial, no puede ser obedecida, y en ello la
sociedad se deshonra. El orden es inseparable de la persona, y la persona del
orden.
3.1.0 El trabajo
La palabra “trabajo” nos sugiere no sólo un medio para ganar la vida, sino una
colaboración social. El trabajo puede ser definido [como]: “el esfuerzo que se pone
al servicio de la humanidad, personal en su origen, fraternal en sus fines,
santificador en sus efectos”.
Este esfuerzo personal es, por lo demás, bello, desarrolla el cuerpo y el espíritu y lo
aleja de los vicios, que son el derivativo de la ociosidad. La sed de energías que
brotan de un cuerpo y de una mente sanas encontrarán su expansión normal en el
trabajo, que si bien es duro, es también gozoso y alegre.
Durante siglos se despreció el trabajo, sobre todo el trabajo manual, propio de los
179
esclavos. Los filósofos llegaron a alabar el trabajo del espíritu, pero no así el
corporal. El cristianismo dio al mundo la gran lección del valor del trabajo: Cristo, el
Hijo de Dios, se hizo obrero manual; escogió para sus colaboradores a simples
pescadores; Pablo se gloría de no abandonar el trabajo de sus manos para no ser
gravoso a nadie; los monjes han hecho del trabajo intelectual y aun del manual una
razón de ser de su existencia religiosa. Todo trabajo, tanto el intelectual como el
manual, aparece reivindicado en el cristianismo. El trabajo intelectual y el manual
valen más o menos no por ser tales, sino por la intención más o menos pura con
que cada uno cumple con su deber. El cristianismo “rechaza el prejuicio de las
manos blancas, y también el de las manos negras” (E. Mounier). “No hay virtud más
eminente que hacer sencillamente lo que tenemos que hacer” (Peman).
Estos últimos años han visto desarrollarse una mística del trabajo. La guerra
contribuyó mucho a crearla. Los jefes militares reforzaron la idea que el trabajo del
obrero es tan necesario como la acción de los generales; los jefes civiles deben
enseñar igualmente que para el progreso humano en la paz, el trabajo es tan
necesario como en la guerra. Como hay condecoraciones para los que realizan
hazañas bélicas o gestiones diplomáticas debería haber condecoraciones para los
héroes del trabajo, héroes ocultos sin los cuales no se podría vivir. Un humanismo
del trabajo debería reemplazar al humanismo decadente que se gloría casi
únicamente de las hazañas militares y de los valores artísticos. Este humanismo del
trabajo encuentra su mayor grandeza en el Dios obrero.
¿Está el hombre obligado a trabajar? Hay que distinguir una obligación moral y una
obligación jurídica.
La obligación del trabajo va acompañada del derecho que tiene cada uno de
escoger su trabajo, o su profesión, dentro del marco de las posibilidades reales del
ambiente en que vive. Los padres pueden aconsejar, pero no imponer una
determinada profesión; si bien deben ayudar la inexperiencia del hijo, deberían
siempre respetar su dignidad y su vocación personal. Esto vale en forma
especialísima cuando se trata de una vocación sobrenatural a la vida de perfección
cristiana.
Así como el hombre tiene una obligación personal de trabajar, ningún otro hombre –
su igual– puede nunca obligarlo jurídicamente al trabajo: si existiera este derecho
tendríamos de nuevo la esclavitud. La única obligación jurídica al trabajo nace de un
contrato bilateral por el cual uno se compromete a ejecutar determinado contrato,
bajo pena de sanciones si no lo ejecuta.
181
El trabajo ha sido considerado en forma diferente durante los diversos períodos de
la historia y en las varias civilizaciones que se han ido sucediendo. Recorreremos los
principales regímenes jurídicos que han encuadrado la vida de los trabajadores.
El trabajo servil fue el régimen siguiente que imperó para los obreros agrícolas en la
Edad Media. El trabajador no era esclavo, era considerado persona, tenía derecho a
formar una familia, pero estaba ligado a la gleba, esto es, a la tierra que trabajaba,
de modo que si el señor vendía la tierra, la vendía con sus servidores. El trabajador
recibía en cambio protección, tan necesaria en esa época de bandolerismo, y los
medios necesarios para subsistir. Al irse emancipando estos trabajadores pasaron
después a ser arrendatarios y luego propietarios de las tierras que trabajaban.
183
mismos debe velar por sus intereses. Al patrón (de pater: padre) corresponde fijar el
salario y los reglamentos de trabajo, proponer a los obreros las obras sociales que
mejorarán su condición, desarrollar las iniciativas para sus entretenimientos. La
misión del patrón va más allá del régimen de trabajo y sigue a los obreros en su
vida privada, y aun en su vida moral y religiosa. Y lo que es aún más grave, el
patrón ha llegado no sólo a aconsejar su conducta política, sino a disponer como
propios de los sufragios de sus trabajadores.
En términos generales, esta concepción sólo puede ser concebida para un régimen
de transición, cuando los obreros están incapacitados para velar por sí mismos, esto
es, cuando realmente son menores; y en este caso no deberían tener derecho a
sufragio, por no ser capaces de él, pero en ningún caso se justifica el disponer de su
trabajador y ordenar su voluntad como si fuera una cosa: esto es atropellar lo más
sagrado de la personalidad. Si en un momento de transición tal régimen es
tolerable, es deber del patrón preparar rápidamente a sus obreros para un régimen
de hombres mayores que tienen derecho a conversar de igual a igual con su patrón,
con los ojos puestos en los ojos y no con la actitud del siervo. La sociedad de
trabajo debe reglamentarse más bien que bajo el tipo de la sociedad familiar, bajo
el de la sociedad civil. No es una familia ensanchada, sino una sociedad reducida. Y
no valen para esto las excusas del mal uso que podrían hacer de su libertad: Dios la
respeta y llegado un momento nos da la autonomía, y aun en el hogar llega un
momento en que los hijos son mayores. El gran deber de los padres no es
mantenerlos en la menor edad, sino prepararlos a su emancipación.
El salario puede ser pagado por años, por meses, por días, por hora de trabajo; o
bien por la realización de determinada obra, lo que suele llamarse trabajo a trato o
por piezas.
El régimen de salariado en sí no es injusto con tal que el salario cumpla con las
condiciones que más abajo se establecerá, pero no es el mejor régimen y el
catolicismo social tiende a superarlo. En este sistema el operario está subordinado
al capital, su habilidad técnica está ligada a la máquina de la cual pasa a ser como
un accesorio. Por otra parte, difícilmente podrá recobrar su autonomía, pues los
grandes trabajos industriales han reducido a un mínimo los pequeños trabajos
artesanales, casi los únicos en que aún se puede ser independiente.
Pío XI, cuarenta años después, escribe: “No se puede decir que aquellos preceptos
han perdido su fuerza y su sabiduría en nuestra época, por haber disminuido el
185
‘pauperismo’, que en tiempos de León XIII se veía con todos sus horrores. Es verdad
que la condición de los obreros se ha elevado a un estado mejor y más equitativo,
principalmente en las ciudades más prósperas y cultas, en las que mal se diría que
todos los obreros en general están afligidos por la miseria y padecen las escaseces
de la vida. Pero es igualmente cierto que, desde que las artes mecánicas y las
industrias del hombre se han extendido rápidamente e invadido innumerables
regiones, tanto las tierras que llamamos nuevas, cuanto los reinos del Extremo
Oriente famosos por su antiquísima cultura, el número de los proletarios
necesitados, cuyo gemido sube desde la tierra hasta el cielo, ha crecido
inmensamente. Añádase el ejército ingente de asalariados del campo, reducidos a
las más estrechas condiciones de vida, y desesperanzados de poder jamás obtener
‘participación alguna en la propiedad de la tierra’, y por tanto, sujetos para siempre
a la condición de proletarios, si no se aplican remedios oportunos y eficaces. […]
De hecho, todavía hoy vemos por todas partes, en la mayor parte de los países, y
muy especialmente en América Latina, que las condiciones de vida del trabajador
son con frecuencia inhumanas, especialmente en las minas, en los campos, en el
trabajo femenino, a domicilio, y en general del obrero no especializado. Su
habitación es ordinariamente muy deficiente, su salario escaso, las posibilidades de
cultura y ascensión social difíciles.
187
garanticen sus días difíciles; y el medio más a fondo, la transformación de la
empresa capitalista en comunidad de trabajo. Estas medidas requieren una
voluntad enérgica de desproletarizar las masas, gran inteligencia jurídica,
capacidad técnica superior y el tiempo necesario. Esta cruzada reclama la voluntad
decidida de los cristianos dispuestos a jugarse enteros por la justicia.
La justicia distributiva rige también el contrato de trabajo, y hay, por tanto, normas
superiores a las escritas, de derecho natural, de las cuales ni empleador ni
empleado pueden prescindir, y que anulan cuanto a ellas se opone. Así, por
ejemplo, un obrero que acepta por miseria un trabajo remunerado en forma
inhumana no está obligado a cumplir su trabajo.
Si las condiciones de salario y demás son justas, no puede decirse que el contrato
de arrendamiento de servicios sea inmoral de suyo, como lo dejó establecido Pío XI:
“En primer lugar, los que condenan el contrato de trabajo como injusto por
naturaleza, y tratan de sustituirlo por el contrato de sociedad, hablan un lenguaje
insostenible e injurian gravemente a Nuestro Predecesor, cuya Encíclica no sólo
admite el salario, sino aun se extiende largamente explicando las normas de justicia
que han de regirlo.
189
Los argumentos contra el régimen de salarios emanados de la teoría marxista de la
plusvalía, según el cual el patrón se roba lo que el obrero ha hecho valer al objeto
con su trabajo, son falsos. En el actual régimen, el capital tiene derecho a una
amortización y a un interés; y también los técnicos tienen derecho a un mayor
salario, por el sobreprecio que logran dar al objeto con su técnica que da al trabajo
manual un mayor precio, como lo ha reconocido incluso el régimen comunista que
sobrepaga a los técnicos.
Lo que sí desea el Papa y pide el sentido común, es que las especulaciones de las
reformas por las que es lícito luchar no alejen a los trabajadores de la conquista que
puede mejorar su situación presente. La construcción de un mundo mejor debe,
para ser verdadera y durable, apoyarse en las realidades del mundo de hoy.
Sobre la cuantía del salario hay diversas teorías: la liberal de Adam Smith y Ricardo
sostiene que el salario es una simple mercancía sujeta a la ley de la oferta y la
demanda: cuando dos patrones corren tras un obrero, el salario crece; pero cuando
dos obreros persiguen a un patrón éste tiene que bajar. Malthus, liberal también,
defiende que el monto del salario depende del capital circulante destinado a pagar
el trabajo y del número de trabajadores que van a ser pagados con él. Para
aumentar el salario debe aumentar el capital circulante o disminuir el número de
operarios. Lassalle, socialista, cree haber descubierto la llamada ley de bronce de
los salarios, según la cual éstos están determinados por el gasto indispensable para
reponer las fuerzas del obrero: éste es el costo del trabajo. La ley de la oferta y la
demanda lo determinará, pero sin alejarse mucho de este costo. Carlos Marx,
pretende que al obrero se debe todo el valor producido por el trabajo, ya que una
mercadería no vale sino por el trabajo que contiene. La diferencia entre este mayor
valor de la mercadería y el salario real pagado, es lo que el capitalista roba al
obrero36.
León XIII, fundándose en el doble aspecto del trabajo: personal, por ser la obra de
un hombre, y necesario, por ser para el asalariado su único medio de subsistencia,
concluye que por ser personal, el trabajo humano no es una simple mercadería, sino
algo inherente a la persona y no puede, por tanto, estar sujeto a la ley de la oferta y
la demanda como si fuera una cosa material; por ser necesario ha de servir para
sustentar la vida…
191
absolutamente el amo o el contratista, sería eso hacerle violencia, y contra esta
violencia reclama la justicia” (RN 34, CEP p. 442).
“136. El primer punto que hay que tomar en consideración es el sustento del
trabajador y su familia. El salario vital, que comprende la subsistencia del
trabajador y su familia, el seguro de accidentes, enfermedad, vejez y paro, es el
salario mínimo debido en justicia por el patrono” (CSM 136).
El salario familiar absoluto se debe a todo obrero adulto, tanto soltero como casado.
Si aún no tiene familia, tiene derecho a formarla, y a prepararse economizando los
años que preceden al matrimonio para establecer su hogar. No se puede, en
conciencia, pagar un salario más bajo del salario familiar absoluto. Tal obligación
discuten los moralistas si es de justicia social o de justicia conmutativa, pero
ninguno después de las enseñanzas de Pío XI en Divini Redemptoris y Casti connubii
niega que tal obligación sea de justicia. El salario familiar relativo, se debe en
justicia social.
193
que tendrían derecho a recibir como salario vital el familiar absoluto, a fin de poder
prepararse a formar su hogar.
“137. Con la noción arriba dada de salario vital se relacionan dos conclusiones.
Incluso puede concebirse el caso que la situación de la empresa sea tal que no
pueda llegar a pagar el salario vital familiar. Si esta situación se debe a culpa de la
empresa, tendrán derecho los obreros a exigir que tal estado cese. Otras veces
puede esto suceder por circunstancias extraordinarias fuera de toda posible
previsión.
Si la empresa no llega a pagar el salario vital familiar, tienen derecho los obreros a
pedir que el empresario capitalista sacrifique previamente los intereses del capital y
los beneficios de empresario. Si esta situación perdura, llegará el momento de
deliberar acerca del cierre de la empresa.
“El tercer punto que debe considerarse es el bien común y sus exigencias.
Por otra parte, un nivel demasiado bajo o exageradamente elevado de los salarios
produce el paro, mal deplorable. La justicia social reclama una política de los
salarios que ofrezca al mayor número posible de trabajadores, el medio de ser
contratados y de proveer, merced a ello, a su subsistencia.
195
todos sus miembros, de tal manera que no hay fenómeno humano que no tenga su
repercusión en la sociedad37.
De ahí que el salario no deba reputarse tan sólo como una manifestación
circunscrita al contrato de trabajo entre empleador y trabajador, sino que ha de ser
considerado también en sus más amplias proyecciones sociales.
Por eso, Su Santidad Pío XI advierte que “la justicia social impone deberes a los que
ni patrones ni obreros se puedan sustraer” ya que “es propio de la justicia social el
exigir de los individuos cuanto es necesario al bien común” [DR 51, CEP 545].
Pero, ¿cuáles son estas exigencias del bien común y cuál es su influencia en la
fijación del monto del justo salario? La doctrina católica, por boca de Su Santidad
Pío XI, afirma que tales exigencias son tres:
- el bien común exige que los trabajadores puedan formarse poco a poco un
modesto patrimonio, para llegar así a la pequeña propiedad; la justicia social, pues,
pide que los salarios sean lo suficientemente altos para permitir a los trabajadores
ahorrar una parte de su monto, después de cubiertos los gastos necesarios;
- el bien común exige que exista cierto equilibrio entre las varias profesiones de la
sociedad, de modo que todas se aúnen y combinen para formar un solo cuerpo;
pues el bien, para obtener este equilibrio, la justicia social pide que se guarden las
convenientes proporciones:
• entre los precios de los productos y servicios de las distintas ramas productivas;
Estas exigencias del bien común imponen una sabia política de los salarios que
tenga en cuenta los elementos solidarios de la sociedad. No ha de olvidarse que el
salario es uno de los mayores canales por los que se distribuye la riqueza: por
tanto, en su determinación, deben respetarse las normas de la justicia social, a fin
de que todos los miembros de la sociedad participen de los bienes producidos.
Es así como, al tomar en consideración las exigencias del bien común, el justo
salario será un salario social.
197
La retribución del trabajo debe tener como límite mínimo las necesidades del
trabajador y su familia; como límite máximo, las posibilidades económicas de la
empresa; como regla que lo regule, las exigencias del bien común; como
alternativas de fluctuación, la preparación técnica del trabajador y las condiciones
económicas del momento.
En Estados Unidos, Ford inspiró una política de altos salarios que consiste en dar a
los obreros la mayor retribución posible a fin de aumentar su poder de compra y
activar así la vida económica nacional. Este método, donde es posible aplicarlo, es
en sí beneficioso a los trabajadores y a los mismos empresarios y mantiene un alto
nivel de empleo y producción.
A estos tres puntos que señala el Código Social de Malinas como básicos para
atender a la fijación del salario, podemos añadir otros dos. En primer lugar, hay que
atender a las modalidades del trabajo, en tal forma que al obrero que realiza un
trabajo de mejor calidad se le debe en estricta justicia un salario mayor. Este mayor
salario compensa el aprendizaje previo, los estudios profesionales, la mejor
categoría del producto elaborado. Al hablar de modalidades del trabajo entendemos
también la antigüedad del empleo, la mayor fatiga que suponen ciertas labores, los
riesgos, la insalubridad del ambiente, etc.
En el Motu proprio sobre la Acción Popular resume Pío X las obligaciones de justicia
del obrero:
Hace poco nos referíamos a la mística del trabajo que todas las profesiones deben
despertar: al obrero le ayudará enormemente recordar que está sirviendo al país,
creando riqueza, elevando el nivel de vida de sus hermanos. Es muy distinto el
espíritu que se propone un trabajador en una obra cuando piensa que está pegando
ladrillos, que cuando ha descubierto que construye una catedral.
199
El respeto a los superiores exige no sólo el no lesionarlo sino la obediencia a sus
órdenes razonables, la deferencia y, más aún, el amor fraternal que debe ser tanto
mayor cuanto está más próximo a cada uno. El obrero cristiano debe recordar que
el supremo mandamiento de la caridad no excluye a nadie del imperativo del amor.
Junto con defender valientemente el obrero sus derechos, tomará ante sus jefes la
actitud de obediencia a sus órdenes razonables, de deferencia y de amor que
corresponden a un cristiano, rechazará las imputaciones calumniosas que se les
hacen, la sospecha sistemática de sus intenciones y todo cuanto pueda lesionar sus
intereses: más aún, sus jefes deben poder contar con ellos como colaboradores de
una obra común. La lucha de clases nunca puede ser un objetivo en la conducta de
un cristiano.
“Las obligaciones de justicia por parte de los capitalistas y patrones, son éstas:
Pagar el justo salario a los obreros; no perjudicar sus justos ahorros ni con violencia,
ni con fraude, ni con usuras manifiestas o paliadas; darles libertad para cumplir sus
deberes religiosos; no exponerlos a seducciones corruptoras ni a peligros de
escándalo; no alejarlos del espíritu de familia y del amor a la economía; no
imponerles trabajos desproporcionados con sus fuerzas o que no convenga a su
edad o a su sexo.
Es obligación de caridad de parte de los ricos y de los que tienen, socorrer a los
pobres e indigentes, según el precepto del Evangelio; precepto que obliga tan
gravemente, que en el día del juicio se dará cuenta de un modo especial, según lo
dijo el mismo Cristo (Mt 25), si se cumplió con él” (OSC 176, VIII y IX).
Todo trabajador puede pedir que se le permita cumplir su trabajo en una atmósfera
corporal y moralmente humana. Pueden exigir del patrón que vele por la higiene del
taller: que haya luz, limpieza, comedores, servicios higiénicos y vestuarios dignos y
con la debida separación para hombres y mujeres, protección contra los accidentes
y contra las enfermedades profesionales, asientos para poder reposar en su tarea, y
salas cunas para que las madres puedan atender a sus hijos. En los oficios
peligrosos o expuestos a enfermedades profesionales, como la cirrosis, por ejemplo,
deben exigir las medidas de protección para impedir la pronta destrucción de su
salud. Al mismo tiempo, los sindicatos deben emprender una acción educativa para
prevenir a los jóvenes obreros contra estos peligros a que los expone su ignorancia.
Las fiestas de precepto que ha establecido la Iglesia, y que antes eran más en
número que ahora, obedecían en buena parte a facilitar al trabajador el reposo
necesario. La parte social del Tratado de Versalles estableció que el reposo semanal
coincida hasta donde es posible con el descanso dominical. Este ha sido establecido
por la Iglesia para que todo hombre pueda descansar de sus cuidados terrenos y
cultivar su vida espiritual y no menos su vida familiar. Es un escándalo ver la
facilidad con que se atropella el precepto del Señor de reposo y santificación de las
fiestas.
201
La vida moderna ha hecho necesario ciertos trabajos ininterrumpidos, como por
ejemplo los servicios de movilización, distracción, etc., y tales trabajadores no están
obligados a abandonar estos trabajos por el hecho de no interrumpirse en los
domingos, pero a la sociedad le corresponde reducirlos a un minimum, y a los
empleadores facilitar hasta donde sea posible el cumplimiento de los deberes
religiosos.
La que hoy día se llama “semana inglesa”, esto es, que deja libre la tarde del
Sábado, se practicaba ya en la Edad Media para facilitar en forma efectiva el
descanso dominical, anticipando los quehaceres del Domingo al sábado en la tarde.
Las vacaciones pagadas para los obreros han sido felizmente introducidas en
muchas legislaciones, y corresponden a una verdadera necesidad física y espiritual,
tanto más cuanto que la vida urbana desgasta horrorosamente los nervios.
La dignidad obrera reclama que se tome en cuenta las iniciativas del propio obrero,
que se vea interesado en su trabajo, que se reciban sus sugerencias: en algunas
fábricas se coloca un buzón para las sugerencias y se premia las que resultan
interesantes. Las conferencias educativas, los filmes de carácter técnico, todo
aquello que haga comprender al obrero el sentido completo de su labor debe ser
estimulado. Igualmente debe tenderse a que los obreros participen en la forma más
amplia posible en la aplicación de las leyes sociales, en la disciplina del trabajo, en
la representación ante el patrón de las necesidades y deficiencias del propio
personal. En una palabra, habría que tender a remediar lo que tanto lamenta Pío XI:
“el trabajo corporal que estaba destinado por Dios, aun después del pecado
original, a labrar el bienestar material y espiritual del hombre, se convierte a cada
paso en instrumento de perversión; la materia inerte sale de la fábrica ennoblecida,
mientras los hombres en ella se corrompen y degradan” (QA 54, OSC 72).
203
el rendimiento del trabajo, hay que precaverse contra toda desviación, que haría del
obrero un autómata y le despojaría prácticamente del ejercicio de sus facultades
humanas.
Taylor se propuso estudiar cada gesto del obrero para reducir al minimum las
pérdidas de tiempo y de esfuerzo. Su principio es: el maximum de eficiencia en el
minimum de tiempo. En cuanto técnica del trabajo, el taylorismo escapa a la moral,
pero sus repercusiones humanas no escapan. Reducir las fatigas inútiles es loable,
pero si bien se logra a veces reducir la fatiga física, fácilmente se aumenta la fatiga
nerviosa. Si esto acontece, habría que reducir la jornada. Igualmente habría que
aumentar el jornal si se obtiene un rendimiento en realidad extraordinario mediante
esta racionalización. En todo caso, hay que recordar que el rendimiento es para
bien del hombre, y no el hombre para bien del rendimiento.
No puede erigirse en principio que una mujer no puede trabajar como obrera: una
mujer soltera o viuda puede perfectamente hacerlo, siempre que se guarden con
ellas las debidas consideraciones. En primer lugar, que el trabajo no sea peligroso
para su salud física, ni moral. Algunas jóvenes comprometen su futura maternidad
con el género de trabajo que se ven obligadas a realizar. En cuanto al respeto de su
vida moral, sería ordinariamente conveniente que las mujeres trabajaran entre sí y
a las órdenes de personal femenino, pues la autoridad ejercida sobre ella se presta
frecuentemente a presiones inmorales. El salario que se debe a una mujer por un
trabajo debe ser igual al que se pagaría a un hombre por igual tarea: “a trabajo
igual, salario igual”. Todos los principios establecidos al determinar el salario
mínimo valen también para la mujer, y deberían ser los obreros los primeros en
protestar por esta competencia inhumana que se les hace ocupando mujeres que
son pagadas en forma miserable.
Habría también que completar estas medidas con otras de carácter educativo que
den a la mujer el gusto del hogar, que le enseñen a ser dueña de casa y buena
madre de sus hijos. Muchas van hoy día a la fábrica en busca de un cambio que les
haga olvidar la tristeza de un hogar miserable.
Al comienzo del maquinismo el trabajo de los niños fue una de las lacras más
vergonzosas del régimen. Niños aun menores de doce años sometidos a trabajos
pesados y a prolongadas faenas agotaban su salud y comprometían definitivamente
su porvenir. Las legislaciones de muchos países han reglamentado el trabajo de los
menores para prevenir estos inconvenientes39. Sin embargo todavía, debido a la
escasez de los salarios, los padres se ven obligados a servirse del trabajo de sus
hijos, lo que debe ser combatido poniendo ante todo remedio a la causa del mal40.
Todo niño debe recibir su educación primaria completa, y luego debería seguirse
una educación preprofesional, que completara los estudios generales y preparara
técnicamente al niño para una profesión. Sin ella no alcanzará nunca un nivel de
vida verdaderamente humano. El obrero no especializado está condenado a salarios
que están por debajo del nivel vital.
Una orientación profesional seria debería ser dada a los menores comenzando
desde la escuela, a base de la manifestación por parte del mismo niño de sus
intereses y gustos espontáneos, completada con la observación cuidadosa del
mismo por sus padres, inspectores y maestros, y completada –si fuere posible– con
experiencias más científicas como los tests que sirven para descubrir las cualidades
del niño, y sus deficiencias. No puede, el que los aplica, fiarse ciegamente de ellos,
pero dan un buen indicio que sirve para completar las declaraciones del propio niño
205
y la observación sistemática de sus maestros.
Masa y pueblo son dos palabras que distingue claramente Pío XII. El triunfo [no]
será de la masa amorfa, sino del pueblo organizado. En un auténtico sindicato los
obreros dejan de ser masa indefensa de individuos disgregados, para constituirse
en grupos bien organizados que marchan como cuadros militares a la defensa de
sus auténticos intereses.
Los sindicatos están unidos bajo la dirección de jefes que ellos mismos han
escogido libremente entre los asociados.
Decimos que el sindicato es una asociación estable, por tanto, destinada a durar. No
se trata de un grupo organizado ocasionalmente para algunas semanas o meses.
Los que forman parte de él son personas ligadas por el vínculo de un trabajo
común. Puede haber sindicatos de patrones y sindicato de asalariados. Aquí nos
referiremos principalmente a los de los obreros y empleados. Entendemos por tales
los que viven principalmente de un salario fijado de antemano y ejecutan su tarea
bajo las órdenes y la vigilancia de su patrón.
Los dirigentes sindicales, para merecer la plena confianza de los asalariados, han de
ser escogidos por ellos mismos entre quienes conocen las condiciones del trabajo
en su estructura compleja y han podido experimentar la justicia de las
reclamaciones que presentan.
207
para aprendices; perfeccionamiento económico, promoviendo el ahorro, la
formación de cooperativas, la difusión de la propiedad individual para sus
asociados, el cumplimiento y mejoramiento de las leyes de seguridad social, etc.;
perfeccionamiento moral, acentuando y defendiendo la dignidad de la persona
humana, el respeto a su libertad, etc. En cuanto al perfeccionamiento religioso, no
incumbe directamente al sindicato aconfesional, como es el que tenemos en Chile,
pero debe dar toda clase de facilidades para que sus miembros puedan realizarlo,
pues lo reclama la conciencia de los sindicatos, es un deber de todo ser racional y la
base de su formación moral. En las asociaciones confesionales los asociados
encuentran también en el sindicato medios para promover su vida religiosa.
Estas finalidades no agotan, sin embargo, la misión del sindicato; sus dirigentes no
pueden detenerse sólo en conquistas inmediatas. Con la vista fija en un mundo
nuevo que encarne la idea de orden, que es el equilibrio interior, los dirigentes
encaminarán su acción a sustituir las actuales estructuras capitalistas, inspiradas en
la economía liberal, por estructuras orientadas al bien común y basadas en una
economía humana: “Es toda la sociedad la que necesita ser reparada y mejorada,
porque cimbran sus cimientos” (Pío XII, 13 de Junio de 1943).
Para la solución del problema social, “el puesto principal pertenece a las
corporaciones obreras. Los progresos de la cultura, las nuevas costumbres, las
necesidades crecientes de la vida exigen que estas corporaciones se adapten a las
condiciones presentes. Vemos con placer formarse en todas partes asociaciones
semejantes, sea de los obreros, sea mixtas de obreros y patrones, y es deseable
que esas crezcan en número y laboriosidad” (OSC 235).
El Papa Pío XI, hacía escribir el 31 de Diciembre de 1922 por intermedio del
Cardenal Secretario de Estado al señor Zirnheld, Presidente de la Confederación
Francesa de Trabajadores Cristianos: “Con el más vivo placer se ha enterado el
Santo Padre del progreso de este grupo, que trata de obtener el mejoramiento de
las clases obreras con la práctica de los principios del Evangelio, los cuales ha
aplicado siempre la Iglesia a la solución de las cuestiones sociales” (OSC 235).
Las normas de León XIII, selladas con toda su autoridad, consiguieron romper esas
opiniones y deshacer esos prejuicios, y merecen por tanto, el mayor encomio” (QA 9
y 10; OSC 249).
209
Fiel a los principios expuestos, cada vez que ha sido del caso, la Santa Sede ha
reafirmado el derecho de Organización sindical de los asalariados. Un consorcio
patronal francés acusó ante la Santa Sede a obreros cristianos por el hecho de
haberse sindicado, y la respuesta de la Sagrada Congregación del Concilio por
encargo especial del Romano Pontífice no deja lugar a dudas sobre el derecho de
sindicación.
“Para comenzar por los sindicatos obreros, no puede ser negado a los obreros
cristianos el derecho de constituirse en sindicatos independientes, distintos de los
sindicatos de patrones y sin que incluso constituyan una antítesis de ellos. Y esto
tanto más particularmente cuanto que, como en el caso que nos ocupa, tales
sindicatos son queridos por la Autoridad Eclesiástica y reciben de ella estímulos
como norma de la regla de la moral social católica, cuya observancia es impuesta a
los afiliados en sus Estatutos y en su actividad sindical, que debe ser inspirada,
sobre todo por la Encíclica “Rerum Novarum”. Por otra parte, es evidente que la
constitución de tales sindicatos, distintos de los sindicatos patronales, no es en
modo alguno incompatible con la paz social, puesto que mientras, por una parte,
repudian, por principio, la lucha de clases y el colectivismo en todas sus formas,
admiten, por otra parte, los contratos colectivos para establecer pacíficas relaciones
entre capital y trabajo” (SCC, OSC 240).
“La Iglesia ama y bendice la sindicalización obrera, cuando por ella se busca el
perfeccionamiento espiritual y material de los asociados, su redención económica y
la paz social”.
“Por tanto, a los que dentro de estos principios y con las finalidades indicadas,
promueven la sindicalización, sea obrera o gremial, los aprobamos. Por las mismas
razones, señalamos los peligros y daños del sindicato, empleado como arma de
lucha de clases, de penetración política o de agitación social” (Llamado del
Episcopado Chileno a los fieles, 1º de Enero de 1947, OSC t. II, 60).
La Iglesia quiere que los sindicatos sean instrumentos de concordia y de paz social.
“Que los derechos y los deberes de los patrones sean perfectamente conciliados
con los de los obreros. Con el fin de proveer a las eventuales reclamaciones que
pueden levantarse por parte y a propósito de derechos lesionados, será muy
211
deseable que los estatutos mismos den el encargo de regular los conflictos, como
árbitros, a hombres prudentes e íntegros escogidos en el seno de las dos partes”
(RN, OSC 138).
Estas mismas ideas las reitera la Santa Sede, años después, por medio de la
Sagrada Congregación del Concilio, en el conflicto entre los sindicatos católicos y el
Consorcio Patronal de Roubaix-Tourcoing a que ya aludimos:
“Las Asociaciones católicas deben no sólo evitar sino también combatir la lucha de
clases como esencialmente contraria a los principios del cristianismo y continuar,
mientras esto es prácticamente posible, la fundación simultánea y distinta de
uniones patronales y uniones obreras” (OSC 138). “[La Sagrada] Congregación vería
con placer que estableciesen, entre los sindicatos, relaciones regulares, por medio
de una comisión mixta permanente. Esta comisión tendría por objeto el tratar, en
reuniones periódicas, de los intereses comunes y conseguir que las organizaciones
profesionales, sean no organismos de lucha y antagonismo, sino tales como deben
ser, según el concepto cristiano, es decir, medios de recíproca comprensión, de
benévola discusión y de paz” (OSC 139).
Pero, nótese, como dice Pío XI en Quadragesimo Anno “La lucha de clases sin
enemistades y odios mutuos, poco a poco se transforma en una como discusión
honesta, fundada en el amor a la justicia; ciertamente, no es aquella
bienaventurada paz social que todos deseamos, pero puede y debe ser el principio
de donde se llegue a la mutua cooperación de las clases” (QA [45], OSC 92).
“Los católicos deben asociarse preferentemente con los católicos, a menos que la
necesidad les obligue a obrar de modo diverso. Es este un punto importante para la
salvaguardia de la fe” (SCC, OSC 238).
En la historia de los antiguos pueblos, especialmente del egipcio, del hebreo, del
griego y del romano, hay hechos que ponen de relieve el despertar del espíritu
gremial. En todos ellos aparecen esfuerzos mancomunados dirigidos a la defensa de
los derechos de los obreros y artesanos.
Ya en el Antiguo Testamento se alude a una corporación de orfebres y a una
corporación de perfumadores, que existieron en Jerusalén 500 años antes de J. C.
(Ne 3,8).
La constitución interna de los gremios era muy simple. Tres categorías formaban sus
elementos básicos: los aprendices, los obreros o compañeros y los maestros o
213
patrones.
El grado de perfección técnica a que llegaron los operarios dentro de este régimen
puede observarse aun ahora al contemplar las obras maravillosas de arquitectura,
pintura, bordado, tejido, orfebrería, muchas de ellas jamás igualadas a pesar de la
perfección técnica contemporánea. Los gremios medioevales estaban inspirados por
una mística que elevaba y dignificaba el trabajo de las manos, valorando la
significación espiritual del esfuerzo humano y creando entre los trabajadores una
fraternidad inspirada por el amor cristiano.
Los grandes postulados del catolicismo social, que lucha por una economía humana,
habían sido comprendidos por los gremios medioevales. En ellos, la producción
estaba subordinada al consumo, impidiéndose así la usura y la especulación, tan
comunes en la economía actual. Esto valía tanto para la producción de artículos
terminados, como también para las materias primas.
Para regular la producción y los precios, los gremios formaban Consejos Generales,
llamados “Universidades de Comerciantes”, que relacionaban a los distintos
gremios e hicieron posible una política de sana intervención, en manos de los
propios productores. Las corporaciones llegaron a constituir una fuerza organizada
dentro del propio país y también tenía sus delegados con atribuciones consulares en
las diferentes naciones. La preocupación permanente del bien común armonizaba
los intereses de las diversas comunidades profesionales y económicas.
La decadencia de los gremios fue un hecho desgraciado que tuvo su primer origen
en la tendencia del poder político de arrebatar sus privilegios a las corporaciones
para eliminar intermediarios entre el poder central y los súbditos. La política
intervino en el interior de los gremios y los soberanos condicionaron la colación del
grado de maestro al pago de derechos exorbitantes con fines bélicos; luego
designaron inspectores ajenos al gremio y terminaron por vender sus funciones.
Todas estas actuaciones fueron desvirtuando el primitivo espíritu de los gremios. Al
llegar el Renacimiento, los gremios olvidaron más y más el espíritu de fraternidad
cristiana y, en vez de considerarse servidores del bien común, buscaron de
preferencia los bienes individuales. En muchos gremios se impidió al obrero su
215
ascenso a maestro, se difirió durante mucho tiempo el examen de promoción y
hasta llegó a reservarse el título de maestro sólo a los hijos de los maestros. Poco a
poco fue perdiéndose el primitivo espíritu democrático y se formó una oligarquía
profesional cuidadosa de sus propios beneficios. Los obreros se vieron forzados a
unirse en defensa de sus derechos contra los maestros y se inició una lucha social
tan enconada como la de nuestros días.
La abolición de los gremios preparada por los abusos que hemos señalado fue
consumada por las ideas liberales del siglo XVIII. Ya en 1776, Turgot pretendió
extinguirlos pretextando que “la libertad equilibra la oferta y la demanda”. Los
gremios se defendieron: hicieron ver cómo su abolición arruinaría a los artesanos,
dañaría a los consumidores, alentaría a los judíos que abusarían del público. El
peligro fue momentáneamente eludido, pero la Revolución triunfante de 1789 debía
acabar con ellos. La Ley Chapellier, en 1791, prohibe formalmente establecer toda
corporación de la misma profesión, pues estas corporaciones dañaban a la libertad
que la revolución venía a establecer. Y, cosa curiosa, estas ideas prendieron de tal
manera en el ambiente que aun los mismos artesanos creyeron encontrar en ellas
una liberación de los abusos de los gremios. Olvidaron para su mal que “entre el
fuerte y el débil es la libertad la que oprime y la ley la que protege”, como diría
después Lacordaire.
En 1891, cien años después de la Ley Chapellier, León XIII decía tristemente:
“Destruidos en el pasado siglo los gremios de obreros y no habiéndoseles dado en
su lugar ninguna defensa, por haberse apartado las instituciones y las leyes
públicas de la religión de nuestros padres, poco a poco ha sucedido hallarse los
obreros solos e indefensos por la condición de los tiempos, entregados a la
inhumanidad de sus amos y a la desenfrenada codicia de sus competidores…
Júntase a esto, que la producción y el comercio de todas las cosas está casi todo en
manos de pocos, de tal suerte que unos cuantos hombres opulentos y riquísimos
han puesto sobre la multitud innumerable de proletarios un yugo que difiere poco
del de los esclavos” (RN 2, OSC 1).
El ejemplo francés fue muy pronto seguido por otros países. Los obreros indefensos,
guiados por el instinto natural de unirse para la defensa de sus derechos, esbozan
tímidos pasos para formar nuevas asociaciones que darán origen a los sindicatos.
3.1.2.1.3.4 El sindicalismo en la época moderna
En todas partes el sindicalismo pasa por una evolución en la que podemos distinguir
tres fases: 1ª) coalición del Estado y del capital para poner fuera de la ley a los
sindicatos; 2ª) el Estado toma una actividad pasiva y el capitalismo hace
concesiones al sindicalismo; 3ª) el Estado se decide a intervenir a favor de los
sindicatos, los reconoce legalmente y reglamenta su existencia.
No hay país civilizado contemporáneo, salvo los totalitarios, cuyo más perfecto
exponente es Rusia, en que el sindicalismo no constituya una formidable fuerza
organizada, tal vez la principal fuerza de cada país.
Los anarquistas han formado una Asociación Internacional con sede en Berlín.
217
3.1.2.1.4 Misión del sindicalismo según las diferentes escuelas sociales
La misión propia del sindicalismo ha sido concebida diferentemente por las distintas
escuelas sociales. Los puntos principales de divergencia se refieren al fin de la
acción sindical y a los medios que debe emplear, a sus relaciones con los partidos
políticos, a la acción parlamentaria, al empleo de la huelga, del sabotaje y otros
medios de acción directa.
No hay una doctrina simple ni homogénea que señale los principios de esta
tendencia. El sindicalismo puede decirse que nació revolucionario, por el hecho de
que los primeros sindicatos fueron violentamente perseguidos por los poderes
públicos, lo que los obligó a constituirse en la ilegalidad y facilitó la creación de una
doctrina que justificara la violencia. Después influyeron, por una parte, la necesidad
de afirmar posiciones que significaron el rechazo de las componendas puramente
reformistas de los socialistas, y por otra, los escritos de los intelectuales
revolucionarios, como Sorel, que pretendieron hacer una filosofía de la revolución y
de la violencia.
El medio para llegar a esta nueva sociedad no es otro que la acción directa
revolucionaria de los propios asalariados. Rechazan la acción política y
parlamentaria en forma absoluta, pues ella desuniría a los obreros y esterilizaría sus
esfuerzos. Llevados por este mismo temor rechazan toda reforma inmediata y sólo
aceptan la huelga general, la única que puede darles inmediatamente el fin
apetecido: “la gran tarde” de la nueva sociedad. Nada por la acción parlamentaria;
todo por la acción directa del sindicato. Acción directa quiere decir acción de los
propios obreros, acción directamente ejercida por los propios interesados. Por la
acción directa los obreros crean la lucha que los ha de liberar y en ella no confían en
otros sino sólo en las fuerzas de la clase trabajadora. La lucha debe ser cada día y
debe crecer hasta llegar a transformarse en conflagración social: “la huelga
general” que será la revolución social. El sindicato, afirma un revolucionario, “es un
grupo de lucha integral que aspira a romper la legalidad que nos ahoga para dar a
luz un nuevo derecho”.
Antes de la huelga general hay otros procedimientos que entran también dentro del
plan de “acción directa”: la huelga parcial, el boicot a todos los productos no
autorizados por el sindicato para herir al capitalismo en la “caja”, el sabotaje. Estas
medidas, en el plan revolucionario, sirven para despertar la masa y conmover la
opinión pública. La huelga, principal medio del sindicalismo revolucionario, educa,
moviliza, crea.
219
se opusieron a las leyes sobre los sindicatos, que ellos acusaban de querer romper
el brío revolucionario de la clase obrera, acomodándola a un régimen de propiedad.
La personalidad jurídica de los sindicatos y su capacidad de contraer derechos y
obligaciones aparecen a los revolucionarios como un medio insidioso que atrae al
sindicato a quienes buscan el lucro y aleja a los que lo consideran únicamente como
organismo de resistencia. La organización de una caja sindical sirve de pretexto
para que el Estado fiscalice la vida del sindicato y da a los sindicatos una
mentalidad burguesa y capitalista.
Los marxistas, para obtener su fin de substituir a la propiedad privada de los medios
de producción la propiedad colectiva de los mismos, usan activamente del
movimiento sindical: se infiltran mañosamente en todos los sindicatos, forman sus
células, preparan tropas de choque. Emplearán el boicot, sabotaje, huelgas,
manifestaciones de violencia, hasta que logren tener fuerza bastante para
apoderarse del poder y expulsar a los burgueses.
El marxismo, una vez llegado al poder, como es el caso en Rusia, deja de considerar
el sindicalismo como un medio de reivindicación y pasa a servirse de él como un
marco que encuadra las masas trabajadoras, las disciplina y las orienta hacia una
más intensa producción. Su sindicalismo en nada difiere, entonces, del de los países
totalitarios.
Berth, Lagardelle y, sobre todo, Jorge Sorel, han creado una doctrina del
sindicalismo revolucionario, “una metafísica del sindicalismo”.
Sorel tiene una línea ideológica curiosa: primero, sindicalista revolucionario; luego,
monárquico comprometido en el Movimiento de la Acción Francesa; y, finalmente,
comunista. Su obra más importante es “Reflexiones sobre la violencia”, conciliación
de las doctrinas de Marx y Proudhon.
Sorel reclama, antes que nada, la educación del proletariado para hacerlo ascender
a un nivel más alto.
Este ardiente revolucionario tiene, sin embargo, un alma pesimista. Para él, la
liberación de la clase obrera “es un sueño o un error”. La victoria del proletariado es
irrealizable, pues supone un conjunto de condiciones casi imposible de reunir. Sin
embargo, la acción sindical no debe abandonar su actitud irreductiblemente
revolucionaria, porque ella mantiene a la clase obrera en su voluntad de acción,
excita y estimula las energías, tiene un valor educativo y moral en sí misma.
La huelga general, piensa Sorel, sin valor en sus aspectos externos, más aun,
violenta, brutal e inútil, es fecunda en sus efectos internos: mantiene la voluntad
221
tendida hacia el fin, suscita actos de valor y de abnegación. Más que la violencia en
sí misma, hay que mantener el sentimiento de violencia. Los actos de violencia
habrá que realizarlos de vez en cuando para recordar a los militantes el estado de
guerra y de lucha entre las clases.
Para Sorel, la huelga general es una organización de imágenes que llegue a evocar
instintivamente todos los sentimientos de la guerra contra la sociedad moderna.
Tiene el valor de un mito.
A la luz de estos principios hay que juzgar la actitud de Sorel frente al sabotaje: lo
condena porque no lo cree apto para orientar al trabajador en el camino de su
emancipación, mata su conciencia profesional. La sociedad futura sacará sus
derechos de las buenas prácticas del taller… de un taller que marche con orden, sin
pérdidas de tiempo, sin caprichos. “Hay que conducir a las gentes a amar su
trabajo, a considerar todo lo que hacen como una obra de arte que nunca será
bastante cuidada, hay que hacerlos conscientes, artistas, sabios en todo lo que
concierne a la producción”. Jaurés tiene la misma concepción de Sorel respecto al
sabotaje: repugna al valor técnico del obrero, humilla su valor profesional. Como es
de suponerlo, estas concepciones no son admitidas por los obreros revolucionarios.
Uno de sus representantes declara que “éstas son afirmaciones sentimentales
inspiradas en la moral de los explotadores”.
223
interesada, pues en ellas actúa como patrón. Como vana ilusión rechazan los
reformistas la sociedad nueva en que sueñan los revolucionarios. El corazón y el
cerebro del hombre no se transforman, lo mismo que sus pasiones y vicios, en un
abrir y cerrar de ojos. Sería infantil pensar que todo esto va a cambiarse porque ha
cambiado el régimen económico de la sociedad. Se requiere, previamente, una
transformación del hombre, una labor de educación, adquirir competencias técnicas
que no pueden improvisarse.
Los medios violentos: boicot, sabotaje son formalmente excluidos y la huelga sólo
es admitida en última instancia, con tal que no sea general sino reducida a un
sector industrial. La huelga la consideran los reformistas como medio para obligar a
los patrones a tratar con los sindicatos y al Estado a servir de árbitro en el conflicto.
Las reformas legales son su gran aspiración, sin que esto signifique que busquen la
alianza del sindicalismo con un partido político, pero tampoco se cierra las puertas
para usar sus servicios en el parlamento. Es intervencionista, primero en lo social y
luego en lo económico.
Podemos considerar un tercer grupo formado por los que podríamos llamar
“oportunistas”, pues si bien, por sus principios, se declaran revolucionarios, su
conducta los acerca a los reformistas. (Jouhaux, Secretario General de la C.G.T.
Francesa expone esta doctrina en su folleto “Le syndicalisme, ce qu´il est, ce qu´il
doit être”, Flammarion, París, 1937).
225
puede ser sino la manifestación decisiva de un proletariado apto para reconstruir el
mundo. Otro de los dirigentes cegetistas afirma “que carece de todo valor la huelga
general mientras no esté acabada la educación popular”. Como se ve, estas
actitudes concuerdan más con el pensamiento reformista que con el revolucionario
primitivo.
La acción directa, concebida al principio como una ruptura con los métodos y con
los hombres del parlamentarismo, como la multiplicación de las huelgas industriales
para preparar la huelga general, ha venido a significar, según Jouhaux, que los
obreros se resuelven a arreglar sus asuntos por sus propias fuerzas, aunque sea
mediante alianzas políticas. Ante esta nueva concepción de la acción directa cesa
toda oposición entre ella y la acción política. Por el contrario, el sindicalismo
revolucionario ha tratado de tener representación parlamentaria y sus dirigentes
han ocupado puestos de gobierno, aun como ministros de Estado. Para poder influir
desde el poder el sindicalismo revolucionario aspira, no a ser un núcleo de
fervientes, sino a contar con una masa lo más numerosa posible a fin de tener
votos.
La moral del marxismo justifica plenamente esta conducta, más aun, la reclama.
Para el marxismo, todo aquello que lleva a la liberación del proletariado, a la
abolición del capitalismo, es bueno; los medios son indiferentes: lo importante es
que conduzcan al fin buscado. No se puede decir que el marxismo no tenga moral,
tiene la del oportunismo. Moral inmoral, moral basada en un principio que no puede
ser la norma última de la moral, pero que da a sus adherentes un punto de vista
para todas sus actuaciones.
Hay una cuarta orientación del movimiento sindical, diferente de las tendencias
revolucionarias, reformista y oportunista, y que podríamos llamar “realista”, porque,
si bien es radical en sus exigencias de un mundo nuevo, condiciona sus exigencias
inmediatas a las posibilidades reales, sin que esto signifique una claudicación
oportunista de sus principios. No se contenta con una simple reforma social, sino
que aspira a un cambio de estructuras que creen un orden nuevo, pero concibe éste
en forma diferente del sindicalismo revolucionario, diferente en el fin mismo que se
trata de conseguir y diferente en los medios de acción.
Esta tendencia realista puede tener muchas formas. Vamos a exponer una que calza
con la ideología católica, que se inspira en los principios de lo que podemos llamar
“Orden Social Cristiano”. La Iglesia Católica no tiene un programa técnico de
doctrina sindical, pues está fuera de su línea de acción. Se contenta con defender el
movimiento sindical y con darle los principios básicos que han de inspirar su acción.
Los movimientos nacidos dentro de la inspiración católica elaborarán, por su cuenta
y bajo su responsabilidad, los programas más detallados para realizar las exigencias
del Orden Social Cristiano. La Iglesia no intervendrá en ellos si no es para
recordarles las exigencias del dogma y la moral, para señalarles una conquista que
reclama el bien común, o para coordinar sus fuerzas en vista de una acción urgente.
El programa que señalamos en el capítulo siguiente es generalmente aceptado por
los movimientos sindicales de inspiración cristiana.
Los técnicos tienen una importancia decisiva en el sindicalismo realista, pues son
ellos los llamados a buscar los métodos más aptos para elevar al proletariado de su
posición subordinada.
227
La suprema aspiración de la actividad sindical es conseguir y asegurar el respeto de
la persona y su pleno desarrollo espiritual, intelectual, físico y económico; en una
palabra, el perfeccionamiento del hombre en sí mismo y en su vida familiar y social.
Es el hombre y no la clase el fin del sindicato. Error es, por tanto, subordinar el bien
del hombre al bien de una clase cualquiera que sea. Así lo hace el sindicalismo
marxista que sacrifica el hombre al engrandecimiento de la clase proletaria. El
hombre tiene dignidad y derechos sagrados que nadie, ni el capital, ni el Estado, ni
la clase trabajadora pueden sacrificar.
Democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo. En ella no hay
clases privilegiadas. No hay otro título de superioridad que el mérito personal.
Sin justicia social no puede existir democracia integral. El sindicato está llamado a
luchar por un orden de justicia social. Habrá justicia social cuando sea el bien
común y no el interés particular el que regule la distribución de los bienes. El mundo
económico no puede regularse ni por la libre concurrencia, ni por la prepotencia
económica, sino por la justicia y por la caridad social. “Por tanto, las instituciones
públicas y toda la vida social de los pueblos han de ser informadas por esa justicia,
y para que sea verdaderamente eficaz, o sea para que dé vida a todo orden jurídico
y social, la economía ha de quedar como empapada en ella” (QA 37, OSC 160).
Un orden social justo no puede ser creado cometiendo injusticias. Fiel a este
principio, el sindicato nunca se dejará llevar por pasiones ciegas. Hay que
reaccionar con igual valor ante la injusticia que oprime y ante la demagogia que
destruye.
229
Ellos se refieren, a veces, a las condiciones indispensables para que el hombre
pueda vivir como hombre, pueda organizar una familia según el plan de Dios.
Callar, en estos casos, no es virtud sino cobardía. La resignación ante el dolor que
uno puede y debe remediar es tremenda traición al plan de Dios, a la dignidad del
hombre, a la familia, a la sociedad, cuando el bien común ha sido conculcado. Sólo
tenemos derecho a resignarnos después que hemos gastado el último cartucho en
defensa de la verdad y de la justicia. Una vez que hemos agotado nuestras
posibilidades es insensato resolverse estérilmente. Un cristiano une su dolor al dolor
redentor de Cristo porque venga al mundo el reino de la verdad y de la justicia.
Las conquistas sociales de los trabajadores han ido codificándose en el Código del
Trabajo y en las leyes sociales complementarias. Desgraciadamente, muchas de
estas conquistas concedidas al pueblo en víspera de elecciones o en momentos
difíciles para el país pueden irse desvirtuando por medidas legales que las hagan
ineficaces o por una aplicación fraudulenta. Además, existe un gran sector
asalariado que desconoce completamente las medidas sociales que lo favorecen o
que se retrae por timidez de acudir a los organismos que pueden favorecerlo.
Por otra parte, hay que guardarse de pensar que la legislación social va a remediar
todos los males. Ella constituye apenas un marco jurídico que puede quedar sin
eficacia por múltiples factores, por ejemplo, por la inflación monetaria: los subsidios
que eran suficientes hace 10 años, son ahora irrisorios y no satisfacen en ninguna
forma las necesidades que pretendieron cubrir.
Igual cosa se diga de las ventajas obtenidas en un contrato colectivo o por un fallo
arbitral. Al cabo de poco tiempo sus resultados pueden ser nulos, por el aumento
del costo de la vida superior a las alzas obtenidas. Por eso, al discutir ventajas
económicas, más que al número de pesos de aumento hay que mirar al
mejoramiento real y no tan sólo aparente que producen.
La lucha de clases es un hecho: basta abrir los ojos para comprobar el conflicto
permanente entre los que tienen prepotencia económica y financiera y los que no
tienen sino un modesto salario. Reconocer este hecho es reconocer una verdad.
Pío XI, entre los males sociales que señala, deplora “en primer lugar ‘la lucha de
clases’, que… inficiona […] todo lo que contribuye a la prosperidad pública y
privada. Y este mal se hace cada vez más pernicioso por la codicia de bienes
materiales de una parte, y de la otra por la tenacidad en conservarlos, y en ambas
por el ansia de riquezas y de mando” (Ubi Arcano Dei 7, OSC 5).
El capital lucha por crear “enormes poderes y una prepotencia económica despótica
en manos de muy pocos. […] Estos potentados son extraordinariamente poderosos,
cuando dueños absolutos del dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto;
diríase que distribuyen la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal
modo tienen en su mano, por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie
podría respirar contra su voluntad… La libertad infinita de los competidores sólo
dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo lo mismo que decir a los
que luchan más violentamente, los que menos cuidan de su conciencia. A su vez,
esta concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de conflictos: la
lucha primero se encamina a alcanzar ese potentado económico; luego, se inicia
una fiera batalla a fin de obtener el predominio sobre el poder público y
consiguientemente de poder usar de sus fuerzas e influencias en los conflictos
económicos; finalmente, se entabla el conflicto en el campo internacional, en el que
luchan los Estados pretendiendo usar de su fuerza y poder político para favorecer
las utilidades económicas de sus súbditos respectivos, o, por el contrario, haciendo
que las fuerzas o el poder económico sean los que resuelven las controversias
231
políticas originadas entre las naciones” (QA 39, OSC 3).
No cabe, pues, dudar que cuando se habla de lucha de clases, es el capital uno de
los que fomentan dicha lucha.
El obrero, por su parte, recuerda el hecho “que unos cuantos hombres opulentos y
riquísimos han puesto sobre la multitud innumerable de proletarios un yugo que
difiere poco del de los esclavos” (RN 2, OSC 1) y no menos, que en “las tierras que
llamamos nuevas (América) […] el número de los proletarios necesitados, cuyo
gemido sube desde la tierra hasta el cielo, ha crecido inmensamente. Añádase el
ejército ingente de asalariados del campo, reducidos a las más estrechas
condiciones de vida, y desesperanzados de poder jamás obtener ‘participación
alguna en la propiedad de la tierra’ y, por tanto, sujetos para siempre a la condición
de proletarios si no se aplican remedios oportunos y eficaces” (QA 26, OSC 2).
Recuerda también que, como lo advierte Pío XII en 1944, “por un lado, riquezas
inmensas dominan la vida pública y privada, y, con frecuencia, hasta la vida civil;
por el otro, hay el número incontable de quienes están desprovistos de toda
seguridad directa o indirecta respecto a su vida” (Pío XII, 1º de Septiembre de 1944,
OSC 8). El recuerdo de estos agravios y la vista de su presente deplorable situación
crea en varios sectores asalariados un espíritu de lucha por mejorar su situación.
Estos hechos son innegables.
Ahora bien, ante esta realidad de la lucha de clases podemos adoptar dos actitudes:
[la primera,] usarla para realizar revoluciones violentas que conducen a otras
injusticias; tal es la actitud de los marxistas que explotan esa energía de
indignación para conseguir el triunfo del proletariado; es también la actitud de los
fascistas, que alarmados ante lo que llaman el peligro de la demagogia, suprimen la
libertad de los órganos de expresión popular para defender el capitalismo
amenazado. La segunda actitud consiste en luchar por suprimir la causa de tales
luchas: tal es la actitud del cristianismo social. Reconoce éste la existencia de la
lucha y quiere suprimirla, suprimiendo la causa del conflicto, que es la injusticia
social, la explotación del trabajador. Al mismo tiempo, pide al obrero el
cumplimiento consciente de sus deberes. No puede haber capital sin trabajo, ni
trabajo sin capital: ambos están llamados a entenderse y a colaborar al amparo de
la justicia.
Si los poseedores de las riquezas se niegan a acceder a las legítimas demandas del
trabajador, son los poseedores de las riquezas los que encienden la lucha social, los
verdaderos revolucionarios. En tal caso, los sindicatos tienen el deber de defender
los derechos de los sindicados; pero esto en ningún momento los autoriza a
sobrepasarse en sus exigencias ni a usar medios que lesionen los intereses justos
del capital.
“La lucha de clases sin enemistades y odios mutuos, poco a poco se transforma en
una discusión honesta, fundada en el amor a la justicia. Ciertamente no es aquella
bienaventurada paz social que todos deseamos, pero puede y debe ser el principio
de donde se llegue a la mutua cooperación de las clases” (QA 45, OSC 92).
“Los medios para salvar al mundo actual de la triste ruina en que el liberalismo
amoral lo ha hundido, no consisten en la lucha de clases y en el terror y mucho
menos en el abuso autocrático del poder estatal, sino en la penetración de la
justicia social y del sentimiento de amor cristiano en el orden económico y social”
(DR 32, OSC 163).
233
El bienestar del trabajador es la primera preocupación del sindicato, pero no debe
buscarlo prescindiendo del cuadro nacional de que forma parte. Las miras de un
sindicalismo sano no han de detenerse en las fronteras nacionales, sino que han de
alcanzar a la reconstrucción del mundo entero. La miseria en cualquier parte del
mundo pone en peligro la estabilidad de todas las naciones. El problema social, tal
como está planteado hoy día, es un problema internacional. No bastarán, por tanto,
las soluciones nacionales para remediarlo. Deben existir asociaciones
internacionales encaminadas a obtener para todos los asalariados del mundo el
bienestar que reclama la dignidad humana. Para este fin se impone la colaboración
sindical en el plano internacional, comenzando por aquellos países más vinculados
al propio o que tienen condiciones de vida más semejantes.
Esta colaboración internacional no puede ser en ningún caso una amenaza para la
vida e independencia de cada nación. Los sindicatos no pueden ser traidores a su
patria: deben ayudar a la redención del proletariado del mundo, pero
salvaguardando la independencia nacional. Es de condenar en forma enérgica la
actitud de aquellos agentes sindicalistas que no vacilan en destruir la industria
nacional para crear un clima de perturbación que facilite la revuelta y el predominio
marxista en su nación. Antes de apoyar un movimiento internacional hay que
conocer la ideología de sus dirigentes.
Los sindicatos han de procurar eficazmente que sus representantes sean capaces
de hacer conocer el punto de vista y la realidad de los trabajadores de su país ante
la Oficina Internacional.
Un sindicato está llamado a tener una actitud bien definida con el Estado, con la
política, con la Iglesia, con los movimientos internacionales.
Los intereses legítimos del pueblo exigen que las organizaciones conserven siempre
la libertad para criticar y exigir un cambio de conducta en un gobierno que acaso
pudiera estar sometido a la influencia de las potencias económicas. Con toda
valentía deben los dirigentes sindicales vencer la tentación de entregarse en manos
del Estado a cambio de su apoyo. “Más que el favor del Estado es el corazón de la
ciudadanía y del pueblo el que ha de servir de base a las organizaciones sindicales”
(Núñez, o.c., p. 67).
235
Los grandes revolucionarios sindicalistas comprendieron perfectamente que la
politización del sindicalismo haría perder la unidad de la clase proletaria. Aun los
reformistas que han estado más cerca del elemento político no han simpatizado
plenamente con la unión del sindicato y la política. Sólo el marxismo y el fascismo,
en una palabra los totalitarismos, cualquiera que sea su color, han querido unir
sindicalismo y política, porque para ellos el sindicalismo no es más que un
instrumento para la conquista del poder político.
II. Los dirigentes superiores del movimiento no deben ser a la vez dirigentes de un
partido político, con el fin de señalar más claramente la independencia de los dos
movimientos.
III. En las campañas de redención proletaria que realice la A.SI.CH., pedirá el apoyo
de todas las fuerzas vivas del país, incluso las políticas que quieran sumarse a sus
campañas, sin que esto signifique compromiso alguno del movimiento.
“El sindicato existe para el trabajador sin distingos de carácter religioso. Todo
trabajador, sea cual fuere su posición religiosa, tiene una serie de problemas y
necesidades que es necesario resolver y satisfacer. Es un ser humano que tiene que
vivir. De esta verdad se sigue que el sindicato debe estar abierto para todo hombre
que tenga una apelación ante el tribunal de la justicia social. No puede servir como
instrumento de propaganda religiosa ni para realizar actividades de orden
meramente religioso”.
El movimiento sindical tiende a crear un mundo mejor donde el espíritu viva más
holgadamente” (Núñez, o.c., p. 72).
3.1.2.1.7 Tres problemas básicos: Libertad de crear varios sindicatos; libertad de los
sindicatos para federarse; libertad u obligatoriedad de la sindicación
1º) ¿Reconoce la ley las ventajas legales acordadas a los sindicatos a una sola
asociación, que podríamos llamar privilegiada o única, o bien reconoce igualdad de
derechos a los diferentes sindicatos que se formen en el interior de la misma
profesión o profesiones similares?
La defensa de los intereses gremiales exige una respuesta coordinada de estas tres
preguntas.
237
Frente al primero de los tres problemas planteados estimamos, en doctrina,
preferible la fórmula de la pluralidad sindical, por las siguientes razones:
b) Porque cuadra más con los principios de una sana democracia respetuosa de las
libertades fundamentales del ser humano. Por este motivo, la Declaración de
Derechos del Hombre propuesta por las Naciones Unidas, reconoce en su artículo
23, IV: “Toda persona tiene el derecho de fundar, con otras personas, sindicatos y
de afiliarse a los sindicatos para la defensa de sus intereses”.
c) Porque nadie puede ser obligado a entrar a una asociación privada cuyos
principios o actuación le parecen inconvenientes, ni menos puede ser compelido a
participar con su acción o con sus cuotas en actividades que su conciencia rechaza.
Los gremios ganan en fuerza cuando sus elementos son homogéneos, cuando están
unidos por una mística común y no se ven obligados a consumir buena parte de sus
energías en controversias internas de tipo ideológico.
239
colaborado para dictar una interesante legislación internacional, reconociendo el
sindicalismo libre y el derecho de los sindicatos a federarse.
Esta legislación fue promovida por la Federación Sindical Mundial (F.S.M.) que
propuso el siguiente proyecto de convención:
2. ¿Hasta qué punto tienen los sindicatos libertad para llevar a cabo las decisiones
tomadas por sus miembros en la esfera nacional, regional o local, sin intervención
de los poderes públicos?
3. ¿Hasta qué punto tienen libertad los trabajadores para escoger, elegir o designar
representantes en sus propios sindicatos?
4. ¿Hasta qué punto tienen libertad los sindicatos, sin tener que someterse a la
intervención gubernamental, para recaudar fondos y disponer de ellos en
conformidad con sus estatutos o según acuerdo expreso de sus miembros?
5. ¿Hasta qué punto tienen libertad los trabajadores o sus agrupaciones para
consultar con otros trabajadores u otras agrupaciones en sus propios países o en el
extranjero?
9. ¿Hasta qué punto los asalariados y sus sindicatos son libres de recurrir al
arbitraje voluntario para resolver un conflicto del trabajo, sin temor que los poderes
públicos influencien o dicten la solución?
10. ¿Hasta qué punto tienen derecho los trabajadores y sus organizaciones a pedir
al Gobierno que tome medidas legislativas o administrativas en su interés?
La Oficina Internacional del Trabajo, por mandato del Consejo Económico Social de
las Naciones Unidas, planteó en la Conferencia de Ginebra de 1947 el problema de
la libertad sindical, llegando a acuerdos que fueron resumidos en el siguiente voto
aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida en Nueva York en
Noviembre de 1947, por 45 votos contra 6 y 2 abstenciones:
“La Asamblea General considera que la libertad sindical es derecho inalienable así
como otras garantías sociales y esenciales para la mejora de la vida de los
trabajadores y para el bienestar económico”.
241
Alcance del convenio: 1º) los Estados que lo ratifiquen deben abstenerse de discutir
este derecho de los trabajadores, sea directa o indirectamente; 2º) no puede
hacerse ninguna discriminación en materia sindical; 3º) autoriza para constituir y
pertenecer a sindicatos que pudieran formarse por razones de orden profesional o
político.
“Considerando que el principio de igualdad ante la ley implica que, como toda
persona o colectividad organizadas, los trabajadores, los empleadores y sus
organizaciones respectivas, están, en el ejercicio de su derecho de organización
sindical, en la obligación de respetar la legalidad”.
“La legislación nacional no menoscabará ni será aplicada de manera que
menoscabe las garantías previstas en el presente convenio”.
La Oficina Internacional del Trabajo está encargada de velar porque estos acuerdos
sean ratificados por medio de una ley por todos los Estados asociados.
La Iglesia Católica ha repetido reiteradas veces que el problema social “es antes
que nada una cuestión moral y religiosa” (Singulari Quadam); que el fin del
sindicato “es conseguir un aumento de los bienes del cuerpo, del alma y de la
fortuna. Mas es clarísimo que a la perfección de la piedad y las costumbres, hay que
atender como a fin principal, y que éste debe ser, ante todo, el que rija íntimamente
el organismo social” (RN 42). Esta misma norma ha sido repetida por la Sagrada
Congregación del Concilio en la controversia de Roubaix-Tourcoing, por León XIII en
Graves de Communi, por Pío X en Singulari Quadam y por Pío XI en Quadragesimo
Anno [9 y 10], como puede leerse en los números 230, 236 y 249 de “El Orden
Social Cristiano”. “Este es precisamente el motivo por el cual no hemos nunca
exhortado a los católicos a entrar en asociaciones destinadas al mejoramiento de
condiciones del pueblo, ni a emprender iniciativas análogas, sin advertirles
previamente que tales instituciones deberán tener a la religión como inspiradora,
compañera y sostén. En todo caso, aun en el orden de las cosas temporales, el
cristianismo no tiene derecho a descuidar los intereses sobrenaturales; más
todavía, los preceptos de la Doctrina Cristiana le imponen el deber de orientar hacia
el Supremo Bien y hacia el último fin toda su obra” [SCC, OSC 236].
A pesar de que las circunstancias han cambiado tanto desde que en 1891 León XIII
escribió Rerum Novarum, parece que el párrafo siguiente hubiera sido escrito en
1950: “Cierto es que hay ahora un número mayor que jamás hubo de asociaciones
diversísimas, especialmente de obreros. No es éste lugar de examinar de dónde
muchas de ellas nacen, qué quieren y por qué camino van. Créese, sin embargo, y
muy fundadamente, que las gobiernan, por lo común, ocultos jefes que les dan una
organización que no dice bien con el nombre de cristianos y el bienestar de los
243
Estados, y que, acaparando todas las industrias, obligan a los que no se quieren
asociar con ellos a pagar su resistencia con la miseria. Siendo esto así, preciso es
que los obreros cristianos elijan una de dos cosas: o dar su nombre a sociedades en
que se ponga a riesgo su religión o formar ellos entre sí sus propias asociaciones y
juntar sus fuerzas de modo que puedan valerosamente libertarse de aquella injusta
e intolerable opresión. Y que se deba optar absolutamente por esto último, ¿quién
habrá que lo dude si no es el que quiera poner en inminentísimo peligro el sumo
bien del hombre?” (RN 40, OSC 229).
Fiel a estos principios, Pío X, escribiendo a los Obispos del Brasil el 6 de Enero de
1911, exhorta “a constituir entre los católicos estas sociedades para salvaguardar
los intereses en el campo social”. Y la Sagrada Congregación del Concilio, en 1929,
reitera que “los católicos deben asociarse preferentemente con los católicos a
menos que la necesidad les obligue a obrar de modo diverso”.
245
pudieran federarse, en el más amplio sentido de la palabra. La multiplicidad de
sindicatos, aislados unos de otros, expondría a la clase trabajadora al juego de
maniobras divisionistas que aniquilarían su poder, dividirían íntimamente a quienes,
no por el hecho de tener concepciones ideológicas diferentes, desean estar
íntimamente unidos en la defensa de sus intereses económico-sociales. La Iglesia,
en Quadragesimo Anno, afirma claramente, como lo acabamos de ver, el derecho
de formar tales federaciones.
Para asegurar las conquistas de la clase trabajadora, hay que obtener su unidad de
acción mientras la pluralidad de organización asegura la libertad del individuo. Que
la clase trabajadora luche unida, pero que los trabajadores queden en libertad para
escoger la forma de organización que sea más de su agrado.
Las convenciones colectivas son el resultado del entendimiento del asalariado y del
capital organizados acerca de las principales condiciones del contrato de trabajo.
247
convenciones depende de la fuerza de las agrupaciones profesionales contratantes
y de su disciplina.
Algunos han puesto una gran esperanza en las convenciones colectivas, como si
ellas solas bastasen para corregir los defectos del régimen capitalista: a la
inseguridad del obrero, a su desigualdad frente al patrón, al antagonismo de clases,
las convenciones colectivas generalizadas traerían como consecuencia: la
seguridad, la igualdad, la armonía.
Tales esperanzas no son ilusorias, pero sí exageradas. Un trabajo sin contrato, o con
un contrato renovable cada semana o cada mes, expone al obrero a ser despedido y
al patrón a carecer de operarios. El contrato colectivo, en cambio, concluido por
períodos mayores (seis meses o un año) da mayor estabilidad al empleo. Su defecto
está en su falta de elasticidad para poder modificar las condiciones de trabajo, que
en períodos de perturbación económica exigen un reajuste permanente. El salario
justo hoy puede ser insuficiente en tres meses más. En períodos de depresión, las
condiciones establecidas favorecen principalmente al obrero porque mantienen
relativamente alto un salario que tiende a descender; al contrario, en tiempos de
prosperidad, privan al trabajador del alza constante en los jornales por haber
estipulado un salario en época de menor prosperidad. Tal vez este defecto podría
evitarse mediante reajustes más frecuentes. En todo caso, parece claro que un
acuerdo convenido libremente entre las partes es más eficaz que una medida legal
general, que suele carecer del necesario realismo.
La convención colectiva atenúa la desigualdad del obrero que trata solo frente al
patrón, el cual aun aislado constituye “una coalición natural”; defiende, además, al
obrero contra su propia debilidad que lo tienta a aceptar cualquier condición con tal
de no morir de hambre.
La búsqueda de mejores medios de producción, de una mayor racionalización del
trabajo, está estimulada por las convenciones colectivas, pues, en épocas de
depresión económica o de fuerte concurrencia, no dejan al patrón el fácil
expediente de reducir el precio de venta de sus artículos bajando los salarios. Como
éstos están fijos de antemano, tendrá el capitalista que buscar otros medios de
reducir el costo sin tocar los salarios, lo que es una gran ventaja social.
Los patrones de mentalidad liberal ven con muy malos ojos las convenciones
colectivas, porque disminuyen su dominio absoluto en la empresa. Echan de menos
los antiguos tiempos en que podían disponer a su antojo de lo que era
“exclusivamente suyo”. Los obreros revolucionarios ven igualmente con malos ojos
estas convenciones, que debilitan el espíritu de lucha total contra el régimen
capitalista y llegan a hacerlo aparecer aceptable a los obreros.
Otro medio pacífico que debe ensayar el sindicalismo para realizar la redención
proletaria es su intervención, consultiva al menos, en los organismos oficiales del
trabajo y económicos.
Sin embargo, después, a pesar de las declaraciones, han aceptado los puestos que
se les han ofrecido en la política y en el gobierno; más aun, los han buscado y se
han aferrado a las posiciones conquistadas.
249
estudian planes legislativos que les conciernen o se analizan problemas económicos
de alcance nacional, el trabajo organizado debe hacer oír su voz por delegados
elegidos por los propios obreros, en forma que representen las fuerzas vivas del
país y no por personas designadas por el Poder Ejecutivo de la República que “se
supone” representan a los obreros: esto produce situaciones tan absurdas, como
que una misma persona ha sido nombrada en una oportunidad como representante
de los obreros y en el período siguiente como representante patronal.
Las huelgas revisten carácter político, o bien gremial. Su causa suele ser duración
excesiva del trabajo, escasos salarios, disciplina demasiado estricta, etc. La técnica
de las huelgas ha cambiado radicalmente. Las primeras fueron movimientos
espontáneos provocados por la situación miserable de los obreros de una
determinada industria. La falta de sindicatos hacía difícil el entendimiento entre los
huelguistas. La espontaneidad de los movimientos fácilmente acarreaba actos de
violencia contra las personas y contra los bienes. Ordinariamente estaban dirigidas
por los más exaltados predicadores del extremismo.
De las diferentes formas que toman las huelgas, la más simple es la de una
industria aislada que paraliza sus trabajos. Las huelgas de solidaridad, tienen como
motivo no el reclamo de mejoras, sino el apoyo a los compañeros en huelga. La
huelga escalonada se caracteriza por la presentación sucesiva de sus peticiones,
primero en una sección o en una industria, para que los huelguistas puedan ser
sostenidos económicamente por los compañeros que trabajan; una vez obtenida
una victoria, prosigue la lucha en otra sección, sin que falten los recursos. La huelga
del trabajo lento, consiste, como su nombre lo indica, no en la cesación del trabajo
sino en la reducción de su ritmo para obligar al patrón a aceptar sus condiciones.
Finalmente, la forma más intensa de huelga es la que va acompañada de ocupación
de la fábrica. Se declara cuando los obreros han acudido al trabajo. Se paraliza éste;
nadie abandona su puesto; se impide la entrada de operarios no sindicados que
recomiencen el trabajo. En Italia, antes del régimen fascista, en Francia en 1936, y
aun recientemente, se han declarado varias huelgas de este tipo. Ordinariamente,
los patrones recurren al gobierno pidiendo la ayuda de la fuerza para romper la
huelga.
Los daños de una huelga son grandes: grandes en salarios perdidos, en menor
251
producción para el país, en miseria y a veces hambre para tantos hogares, pero
sobre todo en el clima de amarguras y rencores que fácilmente dejan tras de sí. La
confianza entre patrones y obreros disminuye; la disciplina del trabajo se relaja; si la
huelga se pierde, la ascensión de la clase obrera queda retardada. Los actos de
sabotaje y violencia son posibles por ambas partes. A pesar de todo, hay veces en
que no se ve otro recurso para obtener justicia.
Si tal prohibición no existe, piensen bien los promotores los bienes ciertos o
seriamente probables que pueden obtener de la huelga. Recuerden que no es lícito
provocar un daño grave por motivos fútiles y sin valor; y comparen estos bienes que
pueden conseguir con los daños reales que la huelga va a acarrear. Así, no sería
lícita una huelga que pusiera en peligro la seguridad de la nación, o que llevara al
país al caos. Mediten luego si existe una probabilidad seria de éxito, pues sería
criminal llevar el hambre a muchos hogares, para dejarlos después en situación más
miserable. Tengan conciencia de haber puesto en juego todos los medios pacíficos
antes de llegar a la huelga. Si todas estas circunstancias se reúnen, la huelga es
legítima. En tal caso, el trabajador puede, y en algunas circunstancias debe, ir a ella
a luchar por una vida más digna para sí o para sus compañeros de trabajo.
Los medios empleados durante la huelga deben revelar de parte de los obreros
conciencia y responsabilidad. Se debe evitar toda acusación injusta o falsa, aun
toda exageración que se aparte de la estricta verdad; toda provocación al odio, a la
venganza. Se debe recomendar a los huelguistas el respeto a la autoridad y a sus
oficiales. Si éstos no son correctos, señálense los defectos a sus superiores, pero no
se proceda por la violencia.
Los sindicatos deben tener sumo cuidado al elegir el comité de huelga: que lo
formen hombres prudentes, de experiencia, fuertes de voluntad, de prestigio real
ante los obreros, invendibles. Que sean capaces de considerar la situación de la
industria y que en sus peticiones no se dejen llevar de la demagogia, del deseo del
aplauso sino del bien común; que en sus discursos se expresen sin odios, con
dignidad, de manera que quede más en claro la justicia de su causa y conquisten el
apoyo de la opinión pública.
Lo que se ha dicho de la huelga vale también para el lock-out. Que los patrones
mediten estos principios antes de declarar tan grave mal como es el cierre de la
industria.
De real interés son las declaraciones del Episcopado francés con motivo de las
grandes huelgas de 1947 y las particulares del Cardenal Suhard sobre la misma
materia. Son la mejor ilustración acerca del derecho de huelga. Cuando el país
estaba en extrema agitación, fueron leídas en el parlamento de Francia y
escuchadas con el mayor respeto por todos los parlamentarios (París, 24 de
Noviembre de 1947).
253
Nos preguntamos con inquietud si en los presentes conflictos siempre se verifica
esto.
De todo corazón deseamos que cesen rápidamente estas huelgas, que constituyen
nuevos impactos contra nuestra economía nacional y terribles obstáculos al camino
del restablecimiento. Pero deseamos con la misma fuerza, que sean oídas las justas
reivindicaciones de los trabajadores, y pedimos ardientemente, a los responsables,
que no se descuide ningún esfuerzo para darles satisfacción.
“En los momentos de las huelgas de Noviembre pasado, los Obispos de Francia
fueron unánimes en expresar sus simpatías a los trabajadores desorientados y
heridos por las pasiones desencadenadas en esa ocasión. Sabiendo cuál es el
sufrimiento diario de las clases trabajadoras en una economía dirigida, han
afirmado que es un derecho para toda familia el encontrar en la remuneración de su
trabajo con qué asegurar decentemente su alimentación y su vida” (4 de Marzo de
1948).
Son medios excelentes para resolver los conflictos, siempre que los árbitros
merezcan y tengan la confianza de las dos partes.
La profesión es una sociedad natural formada por todas las personas que ejercen
una serie coherente de actividades dirigidas a satisfacer necesidades estables de la
comunidad. En una misma profesión figuran los patrones, los técnicos, los
empleados, los obreros.
Hoy día basta mirar el campo profesional para darse cuenta que está totalmente
desorganizado, carece de una autoridad competente, de un marco legislativo para
orientar las actividades al bien común. Pío XI, en Quadragesimo Anno, hizo de la
corporación uno de los pilares fundamentales del nuevo orden social.
Los sindicatos podrían ser los primeros elementos de que pudiera echarse mano
para la organización corporativa. En efecto, son organizaciones de intereses
comunes, aunque parciales, y ofrecen la ventaja de encuadrar los diferentes
elementos que formarían parte de la corporación. En ella, los sindicatos paralelos
podrían coordinarse bajo una autoridad superior para procurar el bien común de la
profesión.
La Corporación es una sociedad profesional unitaria, esto es, integrada por todos
cuantos participan en una misma profesión o actividad, sea cual fuere la clase social
a que pertenecen. Es autoritaria, en cuanto es obligatoria y exclusiva para todos los
de la profesión.
Su fin es el bien común de la profesión y, por tanto, está llamada a coordinar los
intereses de clase dentro de la profesión; a disciplinar las relaciones económicas en
la misma y a tutelar los derechos de la profesión en la sociedad.
255
sindicatos de cada sector. Este Consejo es presidido por una persona neutral
respecto a los intereses de las partes. El consejo de la corporación dictará los
reglamentos, impondrá las sanciones, administrará el patrimonio corporativo e
impondrá contribuciones obligatorias a los miembros de la profesión, arbitrará en
los conflictos del trabajo, y representará los intereses de la profesión frente a las
otras profesiones y frente al Estado.
257
El estudio de las instituciones sociales y legislaciones hace aparecer la multiplicidad
y complejidad de formas de la propiedad. Como lo afirma Pío XI: “La historia
demuestra que el dominio no es una cosa del todo inmutable, como tampoco lo son
otros elementos sociales… Distintas han sido las formas de [la propiedad privada
desde la primitiva forma de] los pueblos salvajes, de las que aun hoy quedan
muestras en algunas regiones, hasta las que revistió en la época patriarcal, y más
tarde en las diversas formas tiránicas (usamos esta palabra en su sentido clásico), y
así sucesivamente en las formas feudales, monárquicas y en todas las demás que
se han sucedido hasta los tiempos modernos” (QA 18, OSC 197). El Derecho
quiritario de los Romanos, o el establecido por el Código de Napoleón, asignaba a la
propiedad un carácter muy individual. La propiedad feudal se caracterizaba por la
coexistencia y limitación recíproca de los derechos de los señores y de los vasallos.
La noción de propiedad está disminuida en las sociedades anónimas, en las que se
esfuma la gestión y la responsabilidad frente a lo poseído y sólo se acentúa la
disponibilidad del bien, y el consumo de los frutos. La propiedad privada coexiste
con la propiedad pública, como ocurría en tiempo de los incas o en el colectivismo
egipcio, o bien en las nacionalizaciones modernas.
Propiedad privada y familiar, que permanece indivisa entre los miembros de una
misma familia;
Propiedad pública, que puede ser, según los casos, municipal, nacional o del Estado.
A estos diferentes regímenes hay que agregar lo que los teólogos juristas del siglo
XVI llamaban la “propiedad política” del Estado, es decir, el derecho de control
ejercido por los poderes públicos sobre la gestión y el uso de las propiedades
privadas, en vista del bien común.
259
La doctrina colectivista va al extremo opuesto de la anterior, pues no ve en la
propiedad sino su función social y no la individual. Los bienes deben estar atribuidos
a la comunidad: sólo así se evitará la injusticia, la desigualdad, la existencia de
clases sociales que deben ser abolidas.
Dejando a un lado los sistemas puramente teóricos, utópicos, como los de Platón,
Moro, Campanella, Saint Simón, en la época contemporánea ha tomado el
colectivismo numerosas expresiones: los anarquistas, como Bakunin y Krotpokin,
quieren que todos los medios de producción sean de propiedad colectiva, no del
Estado que debe desaparecer, sino de las asociaciones locales municipales o libres;
los comunistas marxistas, con diferentes matices en las doctrinas de Marx y Engels,
en las de Lenin, Trotzki, y Stalin, quieren que los medios de producción sean
propiedad colectiva del Estado, único organizador de la producción y distribuidor de
los bienes producidos. Los bienes de consumo quedan entregados a la propiedad
privada. El socialismo, en muchas de sus formas, aspira no a la colectivización
general sino a la nacionalización de las empresas más poderosas y a la gestión
pública de las principales actividades sociales. El socialismo agrario, defendido por
Henry George, quiere que la tierra pase a ser propiedad colectiva, mediante
expropiación, o sea confiscada por fuertes impuestos.
La doctrina católica sobre la propiedad tiene una gran riqueza de matices y concilia
las exigencias de la función individual y social, sin que pueda decirse que sea una
doctrina conciliatoria entre los extremos. Tiene caracteres muy propios y se funda
en la naturaleza misma de los bienes económicos y de la persona humana, de la
sociedad, en la noción de bien personal y de bien común. Analizaremos su
fundamento teórico, sus títulos inmediatos, sus características y limitaciones.
El derecho positivo funda su autoridad en el derecho natural. Hay que ir más allá de
la historia y de la sociología para encontrar los principios del derecho natural y de la
moral. Una vez hallados estos principios cobran toda su claridad a la luz del
Evangelio.
“La administración privada de los bienes es la mejor condición del bien común,
porque la coincidencia entre el derecho, el deber y el interés, asegura una buena
administración de las riquezas, y, al estabilizar la sociedad, asegura también la paz
social. El uso de la riqueza restablece la necesaria comunidad al hacer que de
nuevo entren los bienes en el circuito universal por los cambios comerciales, por la
liberalidad, virtud de gran señor, y por la limosna. La limosna es una obligación de
caridad: es un deber imperioso de todo propietario volcar sus riquezas en el seno de
los pobres una vez que se encuentran satisfechas sus necesidades legítimas, tanto
las vitales como las que le corresponden en la determinada situación en que se
encuentra: necessarium vitae, et necessarium personae.
Para los que siguen a Santo Tomás, la propiedad se vincula no al derecho natural
propiamente dicho, sino al ius gentium, derecho natural derivado, esto es, a los
grandes principios del derecho natural completados, precisados y aplicados por el
261
razonamiento, por la experiencia social y por el derecho positivo. Esto quiere decir
que si es respetable, como todos los derechos, no tiene nada de particularmente
sagrado y que en caso de concurso debe inclinarse ante derechos anteriores y
superiores, comenzando por el derecho a la vida, sobre el cual se funda, porque la
propiedad no es, después de todo, sino un medio para garantizar las personas y los
grupos. Esto es lo que aparece claramente en el caso de extrema necesidad,
previsto por toda la tradición teológica; aquí el derecho de propiedad se borra ante
el derecho a la vida” (Comité Sacerdotal de Lyon, ib.).
Luego, al empeñarse los socialistas en que los bienes de los particulares pasen a la
comunidad, empeoran la condición de los obreros, porque, quitándoles la libertad
de disponer libremente de su salario, les quitan hasta la esperanza de poder
aumentar sus bienes propios, y sacar de ellos otras utilidades.
Pero, y esto es aún más grave, el remedio que proponen pugna abiertamente con la
justicia; porque poseer algo propio y con exclusión de los demás, es un derecho que
dio la naturaleza a todo hombre. Y a la verdad, aun en esto hay grandísima
diferencia entre el hombre y los demás animales. Porque éstos no son dueños de
sus actos, sino que se gobiernan por un doble instinto natural que mantiene en ellos
despierta la facultad de obrar, y a su tiempo les desenvuelve las fuerzas y
determina cada uno de sus movimientos. Muéveles uno de estos instintos a
defender su vida, y el otro, a conservar su especie. Y, entre ambas cosas,
fácilmente las alcanzan con sólo usar de lo que tienen presente; ni pueden, en
manera alguna, mirar más adelante, porque los mueve sólo el sentido y las cosas
singulares que con los sentidos perciben. Pero muy distinta es la naturaleza del
hombre. Existe en él toda entera y perfecta la naturaleza animal, y por eso, no
menos que a los otros animales, se ha concedido al hombre, por razón de ésta su
naturaleza animal, la facultad de gozar del bien que hay en las cosas corpóreas.
Pero esta naturaleza animal, aunque sea en el hombre perfecta, dista tanto de ser
ella sola toda la naturaleza humana, que es muy inferior a ésta y destinada a
sujetarse a ella y obedecerla. Lo que en nosotros domina y sobresale, lo que nos
diferencia específicamente de las bestias, es el entendimiento o la razón. Y por
esto, por ser el hombre el solo animal dotado de razón, hay que concederle,
necesariamente, la facultad no sólo de usar las cosas como los demás animales,
sino también de poseerlas con el derecho estable y perpetuo, tanto aquellas que
con el uso se consumen, como las que no.
263
presentes junta y enlaza las futuras, y porque además es dueño de sus acciones,
por esto, sujeto a la ley eterna y a la potestad de Dios, que todo lo gobierna con
providencia [infinita, él a sí mismo se gobierna con la providencia] de que es capaz
su razón, y por esto también tiene libertad de elegir aquellas cosas que juzgue más
a propósito para su propio bien, no sólo en el tiempo presente, sino también en el
futuro. De donde se sigue que debe el hombre tener dominio, no sólo de los frutos
de la tierra, sino, además, de la tierra misma, porque de la tierra ve que se
producen, para ponerse a su servicio, las cosas de que él ha de necesitar en lo
porvenir. Las necesidades de todo hombre están sujetas a perpetuas vueltas, y así,
satisfechas hoy, vuelven mañana a ejercer su imperio. Debe, pues, la naturaleza
haber dado al hombre algo estable y que perpetuamente dure, para que, de ello,
perpetuamente pueda esperar el alivio de sus necesidades. Y esta perpetuidad
nadie sino la tierra, con su inextinguible fecundidad, puede darla.
Ni hay para qué se entrometa en esto el cuidado y providencia del Estado, porque
más antiguo que el Estado es el hombre, y por esto, antes que se formase Estado
ninguno, debió recibir el hombre de la naturaleza el derecho de cuidar de su vida y
de su cuerpo. Mas, el haber dado Dios la tierra a todo el linaje humano, para que
use de ella y la disfrute, no se opone, en manera alguna, a la existencia de
propiedades privadas.
Porque decir que Dios ha dado la tierra en común a todo el linaje humano, no es
decir que todos los hombres, indistintamente, sean señores de toda ella, sino que
no señaló Dios a ninguno en particular la parte que había de poseer, dejando a la
industria del hombre y a las leyes de los pueblos la determinación de lo que cada
una en particular había de poseer.
Ahora bien: cuando en preparar estos bienes naturales gasta el hombre la industria
de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por el mismo hecho se aplica a sí
aquella parte de la naturaleza material que cultivó, y en la que dejó impresa una
como huella o figura de su propia persona; de modo que no puede menos de ser
conforme a la razón, que aquella parte la posea el hombre como suya, y a nadie, en
manera ninguna, le sea lícito violar su derecho.
Tan clara es la fuerza de estos argumentos, que causa admiración ver que algunos
que piensan de otro modo, resucitando envejecidas opiniones, las cuales conceden,
es verdad, al hombre, aun como particular, el uso de la tierra y de los frutos varios
que ella, con el cultivo, produce; pero, abiertamente le niegan el derecho de poseer
como señor y dueño el solar sobre el que levantó un edificio, o la hacienda que
cultivó. Y no ven que, al negar este derecho al hombre, le quitan cosas adquiridas
con su trabajo. Pues, un campo, cuando lo cultiva la mano y lo trabaja la industria
del hombre, cambia muchísimo de condición; hácese de silvestre, fructuoso y de
estéril, feraz. Y estas mejoras de tal modo se adhieren y confunden con el terreno,
que muchas de ellas son de él inseparables.
Ahora bien: que venga alguien a apoderarse y disfrutar del pedazo de tierra en que
depositó otro su propio sudor, ¿lo permitirá la justicia? Como los efectos siguen la
causa de que son efectos, así el fruto del trabajo es justo que pertenezca a los que
trabajaron.
Con razón, pues, la totalidad del género humano, haciendo poco caso de las
opiniones discordes de unos pocos, y estudiando diligentemente la naturaleza, halla
el fundamento de la división de bienes y de la propiedad privada en la misma ley
natural; tanto que, como muy conformes y convenientes a la paz y tranquilidad de
la vida, las ha consagrado con el uso de todos los siglos. Este derecho, de que
hablamos, lo confirman, y hasta con la fuerza lo defienden, las leyes civiles, que,
cuando son justas, derivan su eficacia de la misma ley natural.
Y este mismo derecho sancionaron con su autoridad las divinas leyes, que aun el
desear lo ajeno severamente prohiben. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su
casa, ni campo, ni sierva, ni buey, ni asno, ni cosa algunas de las que son suyas [Dt
5,21].
265
Estos derechos, que a los hombres, aun separados, competen, se ve que son aún
más fuertes si se los considera trabados y unidos con los deberes que los mismos
hombres tienen cuando viven en familia. En cuanto al elegir el género de vida, no
hay duda que puede cada uno a su arbitrio escoger una de dos cosas: o seguir el
consejo de Jesucristo guardando virginidad, o ligarse con los vínculos del
matrimonio. Ninguna ley humana puede quitar al hombre el derecho natural y
primario que tiene a contraer matrimonio, ni puede tampoco ley ninguna humana
poner, en modo alguno, límites a la causa principal del matrimonio, cual la
estableció la autoridad de Dios en el principio: Creced y multiplicaos [Gn 1,28]. He
aquí la familia o la sociedad doméstica, pequeña a la verdad, pero verdadera
sociedad y anterior a todo Estado, y que, por lo tanto, debe tener derechos y
deberes suyos propios, y que, de ninguna manera, dependen del Estado. Es
menester, pues, traspasar al hombre, como cabeza de familia, aquel derecho de
propiedad, que hemos demostrado que la naturaleza dio a cada uno en particular;
más aún, el derecho éste es tanto mayor y más fuerte, cuanto son más las cosas
que en la sociedad doméstica abarca la persona del hombre. Es ley santísima de la
naturaleza que deba el padre de familia defender, alimentar, y con todo género de
cuidados, atender a los hijos que engendró; y de la misma naturaleza se deduce
que a los hijos, los cuales, en cierto modo, reproducen y perpetúan la persona del
padre, debe éste querer adquirirles y prepararles los medios, con que
honradamente puedan, en la peligrosa carrera de la vida, defenderse de la
desgracia. Y esto no lo puede hacer sino poseyendo bienes útiles, que pueda, en
herencia, transmitir a sus hijos.
Lo mismo que el Estado, es la familia, como antes hemos dicho, una verdadera
sociedad, regida por un poder que le es propio, a saber: el paterno. Por esto, dentro
de los límites que su fin próximo le prescribe, tiene la familia, en el procurar y
aplicar los medios que para su bienestar y justa libertad son necesarios, derechos
iguales, por lo menos, a los de la sociedad civil. Iguales, por lo menos, hemos dicho,
porque, como la familia o sociedad doméstica se concibe y de hecho existe antes
que la sociedad civil, síguese que los derechos y deberes de aquélla son anteriores
y más inmediatamente naturales que los de ésta.
Y del mismo modo, si dentro del hogar doméstico surgiere una perturbación grave
de los derechos mutuos, interpóngase la autoridad pública para dar a cada uno lo
suyo; pues no es esto usurpar los derechos de los ciudadanos, sino protegerlos y
asegurarlos con una justa y debida tutela. Pero es menester que aquí se detengan
los que tienen el cargo de la cosa pública; pasar estos límites no lo permite la
naturaleza.
Porque es tal la patria potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el
Estado, puesto que su principio es igual e idéntico al de la vida misma de los
hombres. Los hijos son algo del padre y como una amplificación de la persona del
padre; y si queremos hablar con propiedad, no por sí mismos, sino por la comunidad
doméstica en que fueron engendrados, entran a formar parte de la sociedad civil. Y
por esta misma razón, porque los hijos son naturalmente algo del padre, antes de
que lleguen a tener uso de su libre albedrío, están sujetos al cuidado de sus padres.
Cuando, pues, los socialistas, descuidada la providencia de los padres, introducen
en su lugar la del Estado, obran contra la justicia natural, y disuelven la trabazón
del hogar doméstico.
Y fuera de esta injusticia, [vese] demasiado claro cuál sería en todas las clases el
trastorno y perturbación, a que se seguiría una dura y odiosa esclavitud de los
ciudadanos. Abriríase la puerta a mutuos odios, murmuraciones y discordias;
quitado al ingenio y diligencia de cada uno todo estímulo, secaríanse
necesariamente las fuentes mismas de la riqueza, y esa igualdad que en su
pensamiento se forjan, no sería, en hecho de verdad, otra cosa que un estado tan
triste como innoble de todos los hombres sin distinción alguna. De todo lo cual, se
ve que aquel dictamen de los socialistas, a saber: que toda propiedad ha de ser
común, debe absolutamente rechazarse, porque daña a los mismos a quienes se
trata de socorrer; pugna con los derechos naturales de los individuos, y perturba los
deberes del Estado y la tranquilidad común. Quede, pues, sentado que cuando se
busca el modo de aliviar a los pueblos, lo que principalmente y como fundamento
de todo se ha de tener, es esto: que se deba guardar intacta la propiedad privada.
267
Esto probado, vamos a declarar dónde hay que ir a buscar el remedio que se desea”
(RN 4-12, OSC 188-189).
La Conciencia Cristiana no puede admitir como justo un orden social que niega en
principio, o hace imposible o negatorio en la práctica, el derecho natural a la
propiedad, ya sea sobre artículos de consumo o sobre medios de producción. Pero
tampoco puede aceptar esos sistemas que reconocen el derecho a la propiedad
según un concepto completamente falso del mismo, y que por lo tanto, se oponen a
un orden social sano y verdadero.
“Desde el mismo comienzo de ella, ha sido defensora del oprimido contra la tiranía
del poderoso, y siempre ha apoyado todas las justas reclamaciones de todas las
clases trabajadoras contra cualquier injusticia.
Pero la Iglesia aspira más bien a lograr que la institución de la propiedad privada
sea como debe ser, conforme a los designios de la sabiduría de Dios y a las
disposiciones de la naturaleza: un elemento de orden social –una presuposición
necesaria a la iniciativa humana–, un incentivo para trabajar en bien de la finalidad
de la vida, aquí y después, y por lo tanto, de la Libertad y de la Dignidad del
hombre, creado a semejanza de Dios, quien, desde un comienzo le concedió para su
beneficio el dominio sobre las cosas materiales.
La política social y económica del futuro –el poder fiscalizador del Estado– de
organizaciones locales, de instituciones profesionales, no puede lograr su finalidad
en forma permanente, que es la genuina productividad de la vida social y el retorno
normal a la economía nacional, excepto mediante el respeto y la salvaguardia de la
función vital de la propiedad privada en sus valores personal y social. Cuando la
distribución de la propiedad es un obstáculo para ese fin –que no es,
necesariamente ni siempre, el desenlace de la extensión de la herencia privada–, el
Estado puede, teniendo en vista el interés del público, y, si no puede evitarlo, llegar
hasta decretar la expropiación de la propiedad, pagando una adecuada
indemnización” (OSC 205) [Pío XII, 1º de Septiembre de 1944]43.
269
Qué requiere la dignidad de la persona humana en materia de propiedad
Defender la propiedad privada no significa en forma alguna afirmar que “el Sumo
Pontífice y aun la misma Iglesia se han puesto y continúan aún de parte de los ricos
y en contra de los proletarios” (QA 15, OSC 195); esto significaría no comprender
plenamente el carácter completo de la propiedad privada y su misión.
Claramente ha enseñado Pío XI, y ya antes de él León XIII y Santo Tomás, que la
propiedad tiene dos funciones: una individual y otra social.
La propiedad por su función individual debe servir al desarrollo de la persona del
propietario y de los miembros de su familia, a fin de permitirles la satisfacción de
sus necesidades inmediatas y la constitución de un patrimonio familiar que provea
a la libertad y estabilidad familiar. Para que esta función se cumpla el propietario
debe administrar sus bienes con prudencia, gastarlos con templanza y sobriedad, y
distribuirlos equitativamente entre los miembros de su familia según sus
necesidades.
Por su función social la propiedad debe servir al bien común, lo que realiza en
primer lugar por su institución misma, que aporta beneficios sociales al asegurar la
libertad de las personas, la autonomía de las familias y una mayor productividad e
interés en la vida económica y social, pero además debe servir en forma directa al
bien común.
Este servicio al bien común se realiza, según Santo Tomás, cuando el propietario
usa como comunes los bienes que posee como propios: “Respecto a los bienes
exteriores dos cosas competen al hombre: una es el poder de administrar los bienes
y disponer de ellos, y en cuanto a esto es lícito que el hombre posea bienes propios;
otra es el uso de los bienes, y en cuanto a esto el hombre no debe considerar los
bienes exteriores como propios, sino como comunes, de tal manera que fácilmente
los comunique a quienes tengan necesidad”.
Este uso común de los bienes consiste en poner los bienes propios a disposición de
los que carecen de ellos para que puedan satisfacer sus necesidades. El uso común
afecta a los bienes superfluos. Llamamos bienes necesarios los indispensables para
mantener la vida física y moral del propietario y su familia dentro de un nivel de
vida conforme a su situación social: estos bienes puede usarlos el propietario en
forma exclusiva para sí y los suyos, salvo el caso de extrema necesidad de un
particular o de la sociedad. Llamamos bienes superfluos, los restantes una vez
satisfechas las necesidades vitales y convenientes del propietario y sus familiares:
estos bienes pertenecen al propietario, no por derecho natural, porque no le son
indispensables, sino por conveniencia social. Su dueño debe conducirse como
simple administrador de estos bienes para servicio de sus hermanos. Estas ideas las
encontramos desarrolladas ampliamente por León XIII, Pío XI y Pío XII en varios
documentos, entre los cuales señalamos: [Quadragesimo Anno 15-17 y Rerum
Novarum 18 y 19] (OSC 195, 196, 190).
271
3.2.4.4 Formas concretas de realizar la función social de la propiedad
3.2.4.4.1 La limosna
Las formas concretas de realizar esta función social son varias: la limosna, siempre
que sea hecha con respeto al pobre y en forma proporcionada a las necesidades del
que recibe y a la capacidad del que da. La verdadera limosna es un don a un
hermano en el que un cristiano ve la imagen viviente de Cristo; si se hace en este
espíritu no rebaja al que la recibe ni al que la da. Hecha con espíritu de fe, la
limosna debería darse de rodillas; que se tenga al menos la actitud de darla en un
plano de igualdad, alegrándose que el que la recibe se mantenga en un espíritu no
servil sino de sana dignidad. La limosna puede ser también moral: los que ponen al
servicio de los demás su inteligencia, su energía, su saber dan una preciosa
limosna; no menos que los que buscan trabajo a un cesante, los que previenen a un
niño de delinquir; los que trabajan por sustituir al orden social injusto, uno basado
en la justicia, hacen una gran limosna social.
273
con clarísimas palabras que los ricos están gravísimamente obligados por el
precepto de ejercitar la limosna, la beneficencia y la magnificencia” (QA 19, OSC
198). Santo Tomás dice: “Los bienes que algunos tienen sobreabundantemente son
debidos por derecho natural para la sustentación de los pobres” (II-II, q. 67, a. 7). El
conocido moralista clásico Cardenal Cayetano afirma: “El rico que no da lo
superfluo, sino que lo acumula para comprarse más y más bienes, por la sola ansia
de subir y crecer… peca mortalmente ocupando y teniendo lo superfluo que se
debe a los pobres, por lo mismo que es superfluo” (Commentaria in S. Thomam, II-II,
q.118 a. 4, Edit Antuerpiae, 1567, tomo 2º, p. 409 – citado por Azpiazu, p. 163). No
se puede hablar de una obligación de justicia conmutativa, y en este sentido es
impropia la expresión que nuestros bienes superfluos pertenecen a los pobres: si así
fuera estaríamos obligados a restituirles lo superfluo, cosa que ningún moralista ha
afirmado. El deber de la limosna no constituye un derecho de los pobres en los
bienes mismos, sino una obligación personal del rico.
“La perfección cristiana pide que quien da la limosna, vaya más allá de la obligación
y llegue lo más lejos posible, siempre que no viole otras obligaciones. Por eso, no ya
por deber, sino por una aspiración sincera a la perfección da todo lo superfluo y con
santa ingeniosidad restringe sus gastos personales necesarios para poder dar más.
Esta es la tradición cristiana que remonta al Antiguo Testamento, como se ve por
ejemplo en el consejo de Tobías a su hijo: ‘Da limosna de tus bienes…; si tienes
mucho, reparte con abundancia; si tienes poco, da de lo poco, pero con agrado y
voluntad… Así atesoras un porvenir para el día de tu necesidad’ [Tb 4,7-9]. Este es
el ejemplo que nos dejó Cristo que no tenía donde reclinar su cabeza; es el ejemplo
de los santos que han tenido la sublime ambición de dar y han pensado que es
cierto el pensamiento del Maestro, que dijo: Más feliz es el que da que el que recibe
[Hch 20,35]44.
“El que emplea grandes cantidades en obras que proporcionan mayor oportunidad
de trabajo, con tal que se trate de obras verdaderamente útiles, practica de una
manera magnífica y muy acomodada a las necesidades de nuestros tiempos la
virtud de la magnificencia, como se colige sacando las consecuencias de los
principios puestos por el Doctor Angélico” (QA 19, OSC 198).
Estas palabras del Papa no pueden servir de excusa para quienes piensan que
satisfacen sus obligaciones sociales con el solo hecho de dar trabajo. Si tienen
rentas superfluas les sigue obligando la limosna. Piensen, además, que no hay
magnificencia si se ordenan trabajos útiles para sí mismo y no para el pueblo. En tal
caso habrá utilitarismo y nada más. Error común es pensar que la virtud de la
magnificencia se cumple mediante la organización de suntuosas fiestas, que no
tienen en el fondo otra justificación que la satisfacción de la vanidad personal y la
exhibición de riquezas y son un eco de otros tiempos en que la desigualdad social
ofendía menos. Tales fiestas son continuamente desaconsejadas en los documentos
pontificios que claman por una vida más sobria. La ostentación social no debe
llamarse virtud; por consiguiente, no realizan la virtud de la magnificencia. (El
Observatore Romano protestó por el escándalo que constituyó el festival de
Venecia…)
275
gerencia del bien común, y resulta beneficiosa para el mismo dominio privado o
impide su propia ruina y lo fortalece.
El campo de intervención del Estado debe evitar ciertos extremos: 1º) Al determinar
el régimen de propiedad, lo que es de su incumbencia, no puede lesionar el derecho
natural de propiedad y el de legar los bienes por vía de herencia: “éstos son
derechos que la autoridad pública no puede abolir. Tampoco tiene el derecho a
agotar la propiedad privada por medio de cargas e impuestos excesivos” (CSM 97;
cfr. RN 35, OSC 192).
2º) No confundir el derecho de propiedad con su uso, ni hacerlo depender de él. Pío
XI lo advirtió claramente cuando dijo: “El derecho de propiedad se distingue de su
uso. Respetar santamente la división de los bienes y no invadir el derecho ajeno,
traspasando los límites del dominio propio, son mandatos de la justicia que se llama
conmutativa; no usar los propietarios de sus propias cosas si no honestamente, no
pertenece a esta justicia, sino a otras virtudes, el cumplimiento de cuyos deberes
no se puede exigir por vía jurídica. Así que sin razón afirman algunos que el dominio
y su uso honesto tienen unos mismos límites; pero aun está más lejos de la verdad
el decir que por el abuso o por el simple no uso de las cosas perece o se pierde el
derecho de propiedad” (QA 17, OSC 195).
El Estado tiene varios medios para inducir al propietario a hacer uso correcto de sus
bienes, sin llegar a la supresión del derecho, por ejemplo, los impuestos. Sólo en
caso de exigirlo con evidencia el interés público tiene el derecho de expropiar las
propiedades de quien no usa o abusa de sus bienes, previo pago de justa
indemnización.
1º) para obtener que las riquezas incesantemente aumentadas por el incremento
económico social se distribuyan en forma que quede a salvo la utilidad común de
todos. La justicia social prohibe que una clase excluya a otra de la participación de
los beneficios.
“Violan esta ley no sólo la clase de los ricos, que, libres de cuidados en la
abundancia de su fortuna, piensan que el justo orden de las cosas está en que todo
rinda para ellos y nada llegue al obrero, sino también la clase de los proletarios que,
vehementemente enfurecidos por la violación de la justicia y excesivamente
dispuestos a reclamar por cualquier medio el único derecho que ellos reconocen, el
suyo, todo lo quieren para sí, por ser [producto de sus manos; y por esto, y no por]
otra causa, impugnan y pretenden abolir dominio, intereses o productos [que no
sean] adquiridos mediante el trabajo, sin reparar a qué especie pertenecen o qué
oficio desempeñan en la convivencia humana” (QA [25], OSC 200).
(Pío XII en su discurso de 1º de Septiembre de 1944 refuerza estas ideas y las aplica
a los desórdenes introducidos por el capitalismo, cfr. OSC 205).
277
Mas, estas ventajas no se pueden obtener sino con esta condición: que no se
abrume la propiedad privada con enormes tributos e impuestos” ([RN 35], OSC
191).
3º) para procurar aquellas condiciones materiales en que la vida individual de los
ciudadanos logre su completo desarrollo:
“La economía nacional, como resultado del trabajo de los hombres que juntos
trabajan en la comunidad del Estado, no tiene más fin que asegurar sin interrupción
aquellas condiciones materiales en que la vida individual de los ciudadanos logra su
completo desarrollo. Donde esto se garantiza en forma permanente el pueblo es, en
sentido verdadero, económicamente rico, porque el bienestar general, y
consiguientemente el derecho personal de todos al uso de los bienes de este
mundo, se realiza así conforme al propósito querido por el Creador” ([Pío XII, Junio
de 1941], OSC 210).
4º) para expropiar, cuando la utilidad pública lo reclame, los bienes particulares
mediante pago de indemnización.
279
tiene, no sólo el derecho, sino el deber de instaurar un régimen especial que tenga
por fin impedir los acaparamientos y las especulaciones usurarias sobre artículos de
consumo indispensables” (CSM 103-111).
6º) para reglamentar los derechos de sucesión hereditaria, que por más legítima
que sea, está sujeta al bien común45.
“101. El Estado, sin atentar gravemente contra el interés social y sin quebrantar los
derechos inviolables de la familia, no puede suprimir, directa o indirectamente, la
herencia.
102. Es de desear que desgrave lo más posible, y hasta que exima de derechos
fiscales, las sucesiones en línea directa.
7º) para determinar la capacidad máxima de posesión agrícola. Hay que notar que
la excesiva parcelación, lejos de aumentar la producción la disminuye. Hay límites
máximos, como también límites mínimos de la propiedad. La pequeña propiedad
requiere además una organización cooperativa que venga en su subsidio (cfr. CSM
98).
Los Papas lucharon valientemente en sus propios Estados por acabar con el abuso
de latifundios incultos. Clemente IV, en el siglo XIII, autorizó a todo extraño para
cultivar hasta la tercera parte del dominio inculto. Sixto IV decretó46:
Solamente por medio de una evolución progresiva y prudente, con todo valor y de
acuerdo con la naturaleza, iluminada y guiada por las leyes cristianas y de equidad,
puede lograrse el cumplimiento de los deseos y de las necesidades de los obreros.
No sólo buscar, con el uso de los progresos técnicos, el máximo de ganancias, sino
valerse de las ventajas que éstos proporcionan, para mejorar las condiciones
personales de los trabajadores, haciendo que su trabajo sea menos arduo y difícil y
consolidando los lazos que unen a su familia, en el hogar que habitan, y en tal
trabajo por el cual vive.
No aspirar a que las vidas de los individuos dependan, totalmente, de los caprichos
del Estado, sino procurar, más bien, que el Estado, que tiene el deber de procurar el
281
bien común, pueda, por medio de instituciones sociales, como las del seguro y las
de seguridad social, proporcionar el auxilio y complementar todo lo que ayuda a
fortalecer las asociaciones de los obreros y, de modo especial, a los padres y a las
madres de familia, que trabajan para ganar la subsistencia propia, y la de los que
de ellos dependen.
Quizás vosotros diréis que se trata de una bella visión del verdadero estado de
cosas, mas ¿cómo puede, todo esto, llegar a ser una realidad y un hecho en la vida
diaria?
3.2.7.1 La ocupación
3.2.7.2 El trabajo
“Ahora bien: cuando en preparar estos bienes naturales gasta el hombre la industria
de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por el mismo hecho se aplica a sí
aquella parte de la naturaleza material que cultivó, y en la que dejó impresa una
como huella o figura de su propia persona; de modo que no puede menos de ser
conforme a la razón que aquella parte la posea el hombre como suya y a nadie, en
manera ninguna, le sea lícito violar su derecho.
Tan clara es la fuerza de estos argumentos, que causa admiración ver que hay
algunos que piensan de otro modo resucitando envejecidas opiniones; los cuales
conceden, es verdad, al hombre, aun como particular, el uso de la tierra y de los
frutos varios que ella, con el cultivo, produce; pero, abiertamente le niegan el
derecho de poseer como señor y dueño el solar sobre que levantó un edificio o la
hacienda que cultivó. Y no ven que, al negar este derecho al hombre, le quitan
cosas adquiridas con su trabajo. Pues, un campo, cuando lo cultiva la mano y lo
trabaja la industria del hombre, cambia muchísimo de condición: hácese de
silvestre, fructuoso y de estéril, feraz. Y estas mejoras de tal modo se adhieren y
confunden con el terreno, que muchas de ellas son de él inseparables” (RN 7-8; OSC
188).
3.2.7.3 La prescripción
283
demás, la única forma de terminar con litigios sin cuento.
3.2.7.4 La herencia
Esta evolución se funda, por una parte, en las necesidades de la técnica moderna.
El costo de ciertos instrumentos de producción, por ejemplo de una central
eléctrica, sobrepasa los medios de todo propietario individual y aun de toda
colectividad privada. Además, su importancia económica confiere tal poder a sus
poseedores que estos pueden obstruir la acción de los poderes públicos. El número
y la importancia de las grandes propiedades aumenta constantemente con la
consiguiente disminución de la importancia de la pequeña propiedad privada
personal y también de la responsabilidad individual que aparece diluida en lo
colectivo.
2ª) En cuanto a la propiedad de los bienes de producción hay que distinguir según
los casos:
285
a) Las formas de propiedad que realizan una coincidencia casi absoluta entre la
persona, la familia, el trabajo y la propiedad, por ejemplo la empresa artesanal, la
explotación familiar agrícola, el pequeño comercio: si estas empresas nos colocan
frente a problemas técnicos y económicos, no ofrecen en cambio problemas
morales. La noción tradicional de propiedad se encuentra plenamente justificada.
Esto no impide que el Estado ejerza sobre estas empresas su derecho de vigilancia
y de control, en la medida en que lo pida el bien común.
Los poderes públicos tienen el derecho de nacionalizar las empresas cuando por sus
dimensiones y su importancia pueden impedir al Estado la promoción del bien
común. Se trata en este caso de una operación política. Estas nacionalizaciones
pueden también realizarse cuando la iniciativa privada no es capaz de asegurar el
bien común. Se trata, entonces, de una decisión social. En ambos casos la
nacionalización no es un castigo y debe ir acompañada del pago de las justas
indemnizaciones a los legítimos propietarios. Hay que notar que la nacionalización
no resuelve los problemas de estructura en el interior de las empresas y que deja
pendientes no menos problemas que los que resuelve. No se la puede, pues,
considerar como una panacea.
287
2ª) Toda propiedad se caracteriza por una cierta exclusividad sobre su objetivo, pero
el liberalismo transformaba esta exclusividad en algo absoluto. Parece que sea
necesario evolucionar hacia una concepción más completa de la propiedad, que
coordine diferentes derechos que se ejercitan sobre un mismo objeto y se limitan
unos a otros: derechos del trabajo, derechos del capital, derechos de los
consumidores, derechos del Estado. Esta agilidad jurídica permitirá instaurar
instituciones que tiendan a un nuevo equilibrio social. Los principios permanecen
estables, ya que corresponden a las exigencias de la naturaleza humana y de la
revelación divina, pero las aplicaciones hechas en relación a determinadas
circunstancias históricas son hoy día puestas en duda.
3ª) El moralista debe recordar con energía el ideal cristiano, en particular debe
insistir sobre las exigencias de la justicia social, de la equidad y de la caridad. La
moral cristiana debe ser presentada a los fieles como una moral del amor más bien
que como una casuística estática o un juridismo demasiado mecánico.
Todos hemos sido contaminados más o menos por la noción liberal de propiedad.
Tenemos que liberarnos de sus secuencias molestas, y luchar por la concepción
cristiana de la propiedad que garantiza la persona, sirve al bien común y nos
responsabiliza ante Dios, autor de todas las riquezas de las cuales no somos más
que los ecónomos y los distribuidores. (Estas reflexiones se han inspirado muy de
cerca en la nota sobre la propiedad, nº 23 del Comité Sacerdotal de Lyon).
Un alza de precios injustificada, hecha sólo para obtener una mayor ganancia,
acarrea un gran mal social, sobre todo si se efectúa con materias de primera
necesidad, pues contribuye a un encarecimiento del costo de la vida. Esta medida
es muy de temer que sea imitada por otros, con grave daño de la justicia social. En
la medida en que el nuevo precio es francamente injusto hay obligación de
restitución.
289
honradas, que de ningún modo quisieran usar procedimientos dolosos, se ven
coaccionados por las prácticas a usar el sistema de coimas para poder ejercer su
justo derecho de vender pues de lo contrario no podrían hacerlo. Los Padres Müller y
Azpiazu, lamentando tales prácticas, no se atreven a decir que ante grave daño no
pueda emplearlas un vendedor (cfr. Azpiazu, p. 268).
Las razones externas –de que otros hacen lo mismo– nada valen; las otras –de que
son siempre los buenos los que pagan y están en peor condición que los malos que
usan toda clase de medios– valen algo más, porque para algo se supone que el
Estado quiere, ante todo, la justicia distributiva exacta; pero tampoco son, en
general muy fuertes; las razones de que todo aquello se filtra, acompaña algo más
a la justicia y a la realidad.
Pero nótese que el sistema de las leyes penales deja más cauce abierto al fraude
que el que niega su existencia y trata de interpretar las leyes fiscales con el criterio
que hemos hecho, introduciéndolas dentro del concepto corriente de la ley
verdadera.
En todo contrato de compraventa el precio de lo vendido debe ser justo. Pero, ¿cuál
es el justo precio?
El justo precio comprende el precio de costo, esto es: justa retribución del trabajo y
del capital, costo de las materias primas, gastos generales de la empresa,
amortización del material, en una palabra todos los gastos necesarios para la
producción. Supone, además, el beneficio justo, o justa ganancia, esto es, la utilidad
que el vendedor tiene derecho a agregar al precio de costo como recompensa de su
actividad, del servicio prestado y de los riesgos corridos. A medida que una
mercadería circula, instaura como una cascada de precios justos, cada uno de los
cuales repercute sobre el siguiente, pues sobre él se basa y le agrega su justa
utilidad.
291
Tiene un doble fundamento el derecho a la utilidad. Primero, el hecho de que el
productor acerca al cliente los bienes de que éste necesita: la uva de una región
lejana se la acerca a su mesa, o aun más, se la acerca transformada en vino; la
tierra arcillosa, se la acerca transformada en ladrillos que empleará en la
construcción. Este servicio merece una recompensa. El segundo fundamento es el
riesgo que corre el productor: riesgos del mal año agrícola, o del hundimiento de su
barco, o de perder su capital a manos de tramposos, el riesgo de accidente de los
operarios de que debe responder el patrón. La prueba de que el riesgo vale es que
las compañías de seguros lo aprecian y lo cobran al tomarlo sobre sí para cubrir al
asegurado. Como el riesgo en el hombre es fundamento de indemnización, así
también el riesgo del capital justifica la utilidad. De aquí se sigue que en los
negocios en que no hay riesgo alguno, ni tampoco acercamiento de los productos al
consumidor, no hay ningún título que justifique la utilidad. Esta podrá moralmente
ser mayor o menor según mayor sea el servicio que presta al cliente y el riesgo que
corra. Hay ocasiones, como el tiempo de guerra, en que las circunstancias de
peligro son extraordinarias, y también el de la ganancia extraordinaria que aparece
justificada. Bajo el punto de vista de riesgo, mucho mayor es el que corre un
accionista de una compañía que el simple prestamista de la misma, porque estos
están asegurados de ser pagados en primer lugar que los accionistas.
El interés del capital invertido en acciones, cuya tasa no es fija (hoy día en Chile los
bancos cobran el 10 y el 12%). Hay que tomar en cuenta la depreciación de la
moneda, porque si a quien presta mil pesos, en un año le van a devolver mil pesos
depreciados en un 15 ó 20%, esto es, mil pesos con los cuales podrá comprar 15 ó
20% menos de valores que un año antes, esa depreciación puede legítimamente
entrar en la consideración del interés exigido. A más del justo interés, el productor
tiene derecho a un dividendo que tiene como justificación el riesgo que corre el
capital-acciones, siempre que se hayan cumplido fielmente las obligaciones de
justicia social con los trabajadores y con el consumidor. ¿Cuál haya de ser el tope de
este dividendo? El economista alemán Rodolfo Wagner establecía que no podía
tacharse de beneficio exagerado el que representara el doble de interés legal del
préstamo según la legislación y uso corriente. En Francia, al discutirse los beneficios
hechos por el comercio en tiempo de guerra, estimaron que los superiores al 15%
se debían considerar abusivos. El P. Vermeersh habla de un interés de un 10 a 12%;
el P. Prümmer, O.P., no estima injusto un beneficio del 30%. Como se ve, para
determinar la utilidad hay que volver a las causas que la justifican: el peligro corrido
por el capital, peligro mucho mayor en tiempos de inflación que no permite reponer
el mismo valor de bienes; el servicio prestado al particular y al bien común, a la
sociedad. No es lícito exponer capitales, ni servir a particulares, si es con daño de la
nación, por ejemplo introduciendo drogas nocivas, estupefacientes, etc.
La fijación del precio del producto es otro de los elementos que ha de intervenir
para fijar el justo beneficio. En multitud de artículos los precios están hoy
determinados nacional e internacionalmente, sobre todo cuando en ellos influyen
grandes empresas que los controlan; pero en muchos casos hay anarquía, sobre
todo cuando se trata de productos nuevos, raros, de recientes inventos, etc. Los
moralistas antiguos decían que el precio justo lo fijaba la común estimación y tenía
variaciones: precios máximos y mínimos, y admitían que hubiese un margen entre
ambos que comúnmente estimaban en un 10%, y que el Cardenal Toledo hacía
llegar hasta un 25%. El precio situado dentro de esos márgenes era estimado justo.
El precio de los productos en la vida moderna sufre tremendas oscilaciones entre los
períodos de crisis económicas y los de prosperidad pasajera, que falsean todo
cálculo. En industrias de lujo los beneficios que parecen excesivos pueden ser
293
normales, dada la inmensidad de riesgos que corre el productor. Por tanto, para fijar
el precio del producto habría que atenerse a la estimación de los que en el cuerpo
profesional tienen reputación de prudencia y honradez.
A la gente que tiene que hacer operaciones ordinarias le basta, pues, para estimar
el justo precio atenerse a la común estimación, determinada hoy por lo que hacen
los comerciantes honrados y prudentes del ramo. Cuando se trata de grandes
operaciones que pueden modificar en forma importante la economía nacional hay
que buscar, además, el bien común nacional. Si éste es dañado sólo podrá ser
aceptable dicha operación beneficiosa a un particular cuando de no hacerla se le
seguiría un daño tan grave como el que va a hacer correr a la economía nacional.
La utilidad que cada empresa pueda obtener, una vez que ella se ha ceñido a las
normas de la justicia, será un estímulo para una mejor organización técnica y
comercial, para una mejor atención de los clientes, para un espíritu mayor de
trabajo y de sano riesgo, absolutamente necesario para que progrese la ciencia y la
economía.
Entre dos sistemas sociales, uno fundado en el interés personal y otro en el temor
como en el sistema ruso, el primero es inmensamente superior al segundo, como el
régimen de libertad supera al de la esclavitud. Es indiscutible que el sistema de
ganancia tiene un gran peligro: la competencia amarga y a veces desleal entre
productores y comerciantes y la tendencia a disminuir los costos disminuyendo la
remuneración del trabajo. Por esto, frente a este sistema hay que estar siempre
sobre aviso. Pero, ¿qué incentivo hay que pueda aplicarse en un mundo bastante
generalizado que reemplace al interés de la ganancia? En comunidades pequeñas,
armónicas, de unidad espiritual, no es éste el estimulante que actúa, pero en el
gran mundo del trabajo y del comercio todavía no se ha encontrado otro
estimulante. El día que aparezca uno mejor y sea aceptado lo saludaremos con
alborozo.
La competencia es también una necesidad del comercio: tiene las mismas ventajas
que señalábamos hablando del sistema de utilidad individual; es, por otra parte,
inevitable. Si se lograra suprimirla en el interior del Estado, subsistiría entre
naciones en forma aun más viva y violenta.
El hecho de que no pueda ser suprimida no quiere decir que no pueda ser
racionalizada y moralizada. La justicia impedirá la competencia desleal: engaños
sobre la calidad de las mercaderías, plagios, usurpación de secretos técnicos,
ventas a pérdida para hundir a un competidor y dominar luego sin rival el mercado,
calumnias y noticias falsas echadas a correr para aumentar un precio o para
depreciar otro. La caridad recordará también a los comerciantes que, si bien están
en competencia, son hermanos y tienen intereses comunes que los han de llevar a
la mutua ayuda.
Para encauzar la competencia hacen falta nuevas instituciones, tales como las
corporaciones, que abarquen a todos los que forman parte de una misma profesión
y reglamenten sus intereses profesionales conjugados con el bien común.
295
siempre que esté subordinada al bien común.
La venta a plazo por cuotas, tan empleada hoy día para vender sitios, muebles,
radios, etc. El precio total, incluidos los intereses, es muy superior al que hubieran
debido pagar al contado. En la situación actual este sistema, desgraciadamente, es
el único al cual pueden recurrir muchos, especialmente los matrimonios jóvenes
para poder vestirse y adquirir ciertos bienes: si el total del precio se mantiene
dentro de lo justo, no habría nada que criticar, salvo el hecho que en caso de no
poder pagar el comprador pierde el objeto y sus pagos anteriores, lo que es injusto.
Ojalá pudiera reemplazarse por un sistema de crédito personal que permitiera,
mediante una amortización e interés razonable, la adquisición de determinados
objetos, con exclusión de los de lujo.
Venta con regalo de cupones. Cada compra da derecho a cierto número de cupones
para poder retirar con ello determinados productos. Este sistema fascina a muchos
compradores, creyendo poder adquirir gratuitamente ciertos productos, cuando en
realidad los tales productos los pagan todos los consumidores, pues está incluido su
valor en el precio de venta. Hay, pues, una especie de engaño, y de competencia
desleal para los que no pueden emplear tal procedimiento.
Los grandes almacenes en que se vende todo, desde libros a sandwichs, conejos y
amueblados de comedor.
Los grandes almacenes con sucursales en todos los pueblos y barrios. Ambos
sistemas dependen de un capitalismo fuerte central y tienen el inconveniente de
estimular artificialmente el deseo de adquisición, de tener con frecuencia un
personal mal pagado para su servicio, y además realizan una competencia ruinosa
al pequeño comercio, principal medio de vida de las clases medias, que tan
necesarias son en la vida de un país.
3.3.2.1 La moneda
297
trueque. Hacía falta una medida de valor de los objetos, un instrumento de cambio,
y eso fue la moneda.
Desde el principio se tendió a que fuera metálica, de poco peso y mucho valor, y
fácilmente divisible. El oro fue desde luego reconocido como la más importante;
luego la plata, el cobre y níquel como monedas divisionarias.
A partir del siglo pasado el oro fue completado como moneda con otros medios de
cambio: los certificados de oro y papel moneda respaldados por oro, y luego billetes
garantizados no directamente por depósitos de oro sino por la riqueza nacional.
Las complicaciones de cambio han hecho que una moneda tenga dos valores: uno
en el país –y puede tal moneda no estar respaldada por oro–, y otro fuera del país,
que depende de cuál sea el régimen del país con el cual se negoció. Si en éste rige
régimen de oro, los billetes valdrán en proporción al oro que los respalda; si rige
régimen de papel, valdrán por su valor adquisitivo real.
En los tiempos modernos sólo los Estados acuñan moneda; antes podían también
hacerlo los príncipes y las corporaciones importantes.
La inversión de los fondos depositados por los clientes. Parece equitativo, al menos,
que se inviertan en favorecer los intereses o el giro de sus depositantes: por
ejemplo, favoreciendo el comercio o la industria si sus clientes son comerciales o
industriales. Esto toca especialmente a instituciones más especializadas, como las
299
cajas de ahorros, creadas para favorecer la economía de las clases pobres. Es un
contrasentido que tales fondos se destinen a edificios de lujo, de rentas de
departamentos o se presten a instituciones que nada tienen que ver con el
bienestar de las clases menesterosas.
Intervención del banco en otras sociedades. Cada vez va siendo mayor la influencia
bancaria en la vida económica toda del país, ya que todas las industrias y comercio
necesitan del crédito, y de esta manera se convierte muchas veces en amo de la
vida y de la muerte. Los bancos suelen también invertir sus fondos en acciones de
compañías las cuales tratan de controlar. Para eso, a más de sus acciones propias,
logran obtener poder de sus clientes para representarlos en las acciones de las
sociedades de accionistas, con lo que llegan a veces a dominarlas. Y tenemos el
contrasentido que una institución con relativamente pocas acciones, gracias a
poderes dados indiscriminadamente, hace en tal institución política propia, designa
consejeros e influye fundamentalmente en sus negocios, que pasan a ser los del
banco.
Consejerías. Hay la gran ambición de entrar a los consejos de los bancos por las
dietas que se perciben y por el enorme poder que confieren tales cargos. Así hay
personas que son consejeros de diez y hasta de veinte consejos diferentes, pues el
banco tiene influencia en muchas instituciones que controla, supervigila, o de las
que es fuerte accionista. Son los consejeros del banco los que ordinariamente
nombran los consejeros de estas otras instituciones que ellos controlan. Puede en
esto llegarse a la inmoralidad por varias razones: primero, por el enorme poder
económico concentrado en pocas instituciones y personas; luego, por la
acumulación de cargos en pocas manos, lo que va contra la justicia distributiva;
tercero, por la poca o ninguna atención seria que puede prestarse a tal variedad de
cargos que deben afrontar graves problemas económicos nacionales e
internacionales, a más de los problemas de la propia institución. Para muchos
consejeros la asistencia a estos consejos es puramente pasiva en lo cual pueden
faltar moralmente en forma muy grave y hacerse cómplices por su omisión de todas
las injusticias que tal vez se cometan y que él ni siquiera se interesa en conocer.
301
las utilidades económicas de sus respectivos súbditos o, por el contrario, haciendo
que las fuerzas y el poder económico sean los que resuelvan las controversias
políticas originadas entre las naciones” (QA 39, OSC 3).
“Ningún remedio eficaz se puede poner a tan lamentable ruina de las almas; y,
mientras perdure ésta, será inútil todo afán de regeneración social, si no vuelven los
hombres franca y sinceramente a la doctrina evangélica, es decir, a los preceptos
de Aquel que sólo tiene palabras de vida eterna, palabra que nunca han de pasar,
aunque pasen el cielo y la tierra. Los verdaderos conocedores de la ciencia social
piden insistentemente una reforma asentada en normas racionales que conduzcan
a la vida económica a un régimen sano y recto. Pero ese régimen, que también Nos
deseamos con vehemencia y favorecemos intensamente, será incompleto e
imperfecto si todas las formas de la actividad humana no se ponen de acuerdo para
imitar y realizar, en cuanto es posible a los hombres, la admirable unidad del plan
divino. Ese régimen perfecto, que con fuerza y energía proclaman la Iglesia y la
misma recta razón humana, exige que todas las cosas vayan dirigidas a Dios como
primero y supremo término de la actividad de toda criatura y que los bienes
creados, cualesquiera que sean, se consideren como meros instrumentos
dependientes de Dios, que tanto deben usarse, en cuanto conducen al logro de ese
supremo fin. Lejos de nosotros tener en menos las profesiones lucrativas o
considerarlas como menos conformes con la dignidad humana; al contrario, la
verdad nos enseña a reconocer en ellas con veneración la voluntad clara del divino
Hacedor, que puso al hombre en la tierra para que la trabajara e hiciera servir a sus
múltiples necesidades. Tampoco está prohibido a los que se dedican a la producción
de bienes aumentar su fortuna justamente; antes es equitativo que el que sirve a la
comunidad aumente su riqueza, se aproveche asimismo del crecimiento del bien
común conforme a su condición, con tal que se guarde el respeto debido a las leyes
de Dios, queden ilesos los derechos de los demás, y en el uso de los bienes se sigan
las normas de la fe y de la recta razón. Si todos, en todas partes y siempre,
observaran esta ley, pronto volverían a los límites de la equidad y de la justa
distribución, no sólo la producción y adquisición de las cosas, sino también el
consumo de las riquezas, que hoy, con frecuencia tan desordenada, se nos ofrece;
al egoísmo, que es la mancha y el gran pecado de nuestros días, sustituiría, en la
práctica y en los hechos, la ley suavísima, pero a la vez eficacísima de la
moderación cristiana, que manda al hombre buscar primero el reino de Dios y su
justicia, porque sabe ciertamente, por la segura promesa de la liberalidad divina,
que los bienes temporales le serán dados por añadidura en la medida que le hiciera
falta’ (Quadragesimo Anno 55)” ([cfr.] Azpiazu, o.c., 1940, pp. 301-307).
Las bolsas tienen como misión regularizar y facilitar las operaciones comerciales y
dar mayor seriedad a las operaciones y reflejar la situación real de la economía
nacional, ventajas éstas bien reales. Las bolsas, sean de valores o de productos, son
el mercado de tales valores. Las operaciones de compra y venta son realizadas por
los corredores. Hay en ellas operaciones al contado y a plazo. Además de las
operaciones motivadas por la simple inversión de capitales o por la necesidad de
reducir a dinero dichos valores, hay otras motivadas por la especulación, pero es
por la esperanza de ganar diferencias. Hay quienes juegan al alza, tratando de
comprar a término valores, esperando que suban y ganar la diferencia; o bien
juegan a la baja, vendiendo valores con la esperanza de ganar la diferencia. Las
liquidaciones tienen fecha fija. Estas operaciones se complican con otras que se
llaman réport y déport. El réport es una operación de crédito bancario solicitado por
quienes juegan al alza, garantizada por los mismos títulos comprados. Este crédito
se le suministra mediante el pago de intereses y comisiones. El déport, por el
contrario, es ordinariamente el recurso de quien juega a la baja y pide en préstamo
títulos que devolverá más el pago de intereses. Las operaciones a plazo fácilmente
son de simple especulación con ánimo de lucro. Fácilmente se juega al descubierto,
sin dinero ni valores, intentando solamente pagar las diferencias. Estas operaciones
se prestan al peligro que los especuladores, de acuerdo con terceros, hagan subir o
bajar artificialmente los precios con grave daño de la justicia. El precio de un papel
debe estar determinado por la situación de la empresa. Hacerlo variar
artificialmente, haciendo circular noticias de buenos o malos negocios, es
absolutamente ilícito. Esto no impide que quienes con verdadero conocimiento de
los negocios preven [sic] su buen o mal rumbo puedan aprovecharse de sus noticias
para comprar o vender. En este último caso la operación es lícita.
Los negocios que se tramitan en la bolsa son complicadísimos y muy variados, pero
en cuanto a la moral, el problema central se reduce al del justo precio de lo
comprado y vendido: la bolsa no es más que un mercado de compra-venta.
303
quieren colocar sus capitales o reducir a dinero sus títulos no hay mayor problema,
pero en las especulaciones hay varios peligros.
El gran instrumento del mundo capitalista para poder llevar adelante sus empresas
es el crédito. El precio de este crédito es el interés que por él se paga. En la vida
económica moderna, por el servicio de disponer temporalmente de dineros ajenos
se paga un precio, como por cualquier otro servicio (por ir a un teatro, por un
asiento en el ferrocarril).
¿Es justificada esta práctica? ¿Cómo ha sido considerada en las diferentes épocas?
Existían, eso sí, los usureros, hombres dedicados a sacar de apuros en sus
necesidades sobre todo a los reyes y a quienes armaban ejércitos, y se hacían
pagar muy caros sus servicios. Su actitud chocaba fuertemente con el espíritu
cristiano de la época, y por eso los moralistas fueron llevados a proponerse el
problema si se podía cobrar interés por el dinero dado en préstamo.
305
Benedicto XIV dice: “La especie de pecado que se llama usura, se basa en el
contrato de préstamo mutuo. Consiste en que un prestamista, autorizándose del
mismo préstamo cuya naturaleza requiere la igualdad entre lo que se recibe y lo
que se devuelve, exige más de lo que ha entregado y sostiene, en consecuencia,
que tiene derecho, a más del capital, a una utilidad en razón del préstamo mismo.
Por este motivo, toda utilidad de esta suerte que excede al capital es ilícita y
usuraria” (Folliet, p. 97).
Por el simple contrato de mutuo la Iglesia prohibe pedir intereses, por las razones
arriba indicadas. El mutuo no es arrendamiento, porque en el arrendamiento hay
que devolver el mismo bien que se prestó, y en el mutuo, al haberse consumido lo
prestado, sólo se devuelve su equivalente. No es tampoco un depósito, porque hay
un traslado de propiedad.
Aun en esta época admitían, sin embargo, los moralistas desde Santo Tomás, la
licitud de los intereses cuando intervenían títulos extrínsecos al contrato mismo de
mutuo, y reducían estos títulos principalmente a tres: el daño emergente, esto es,
las pérdidas sufridas por el prestamista al prestar; el lucro cesante, lo que deja de
ganar por tal motivo; el peligro en la devolución de lo prestado. Estos motivos,
cuando ocurren, justifican un interés según los grandes moralistas de la época
precapitalista, por ejemplo Lugo y Lessio en sus tratados De Iustitia et Iure.
De aquí, los moralistas modernos llegan a la conclusión que en una economía como
la nuestra, en que la propiedad de los elementos de producción pertenece a los
particulares (distinto sería en el caso de una economía marxista, en que la
producción estuviera reservada al Estado), el dinero ha dejado de ser improductivo.
Es eminentemente productivo: porque no es sino trabajo acumulado convertido en
bien inmaterial, por ejemplo en una maquinaria, y porque con él el hombre puede
producir mucho más que sin él. El dinero en sí, mientras es puro dinero, mientras no
ha sido cambiado, es un puro instrumento de cambio, pero en cuanto ha sido
cambiado se convierte en todo lo que es capaz de hacer producir. Y el dinero en
307
cuanto dinero nadie lo guarda hoy sino en mínimas cantidades; algún raro avaro en
un rincón de su casa, pero ordinariamente está en acciones de compañías, en
bonos, en máquinas, en edificios o títulos de sociedades urbanas: está siempre
invertido en algo productivo; el dinero en cuanto dinero improductivo es un
fenómeno que ha desaparecido de la economía moderna. Esta transformación de la
naturaleza del dinero es un hecho típico de nuestra economía y hace que el dinero
sea algo que se pueda arrendar, porque se arrienda transformado en bienes
comprados; hace que se pueda afirmar que es un bien productivo no consumible
por el primer uso y que por tanto se puede arrendar como se arrienda una casa. El
dinero sólo es improductivo mientras no se cambia en los valores que representa,
pero en el momento en que se cambia por cualquier valor se convierte en capital y,
unido al trabajo, produce. El préstamo a la producción se hace para que sea
transformado en máquinas, en tierras y produzca. Si el prestamista no presta, hará
él una inversión análoga. El título del lucro cesante, raro en la antigüedad, ha
pasado a ser connatural con la economía moderna y su estado normal.
Ha de acomodarse al valor del servicio prestado. El precio del interés, como todo
precio, debe ser ante todo justo, y debe también atender a la equidad y a la
caridad. La cuantía del interés dependerá, pues, del servicio que presta el dinero a
la producción. En el interés en el préstamo al consumo se justifica un interés en
economía capitalista por el beneficio de que se priva el prestamista, que
normalmente habría obtenido con su dinero, pero la tasa en esta clase de
préstamos debe atender con especial cuidado a la equidad y caridad. Lo lícito
puede, con frecuencia, ser injusto, y opuesto a equidad y a la caridad.
La tasa legal o la corriente, siempre que no se pruebe que es injusta, puede servir
como norma del interés que pueda cobrarse.
309
por el contrario ciertísimo, que es principalmente moral y religiosa, y por esto ha de
resolverse en conformidad con las leyes de la moral y de la religión… Alejad del
alma los sentimientos que infiltró la educación cristiana; quitad la previsión,
modestia, paciencia y las demás virtudes morales e inútilmente se obtendrá la
prosperidad, aunque con grandes esfuerzos se pretenda” (León XIII, Graves de
communi [10], OSC 300). “Por esto, si remedio ha de tener el mal que ahora padece
la sociedad, este remedio no puede ser otro que la restauración de la vida e
instituciones cristianas” (RN 22, OSC 301).
“…a esta restauración social tan deseada debe preceder la renovación profunda del
espíritu cristiano, del cual se han apartado desgraciadamente tantos hombres
dedicados a la economía; de lo contrario, todos los esfuerzos serán estériles y el
edificio se asentará no sobre roca, sino sobre arena movediza” (QA 52, OSC 307).
“Como en todos los períodos más borrascosos de la historia de la Iglesia, así hoy
todavía el remedio fundamental está en una sincera renovación de la vida privada y
pública según los principios del Evangelio en todos aquellos que se glorían de
pertenecer al redil de Cristo, para que sean verdaderamente la sal de la tierra que
preserva la sociedad humana de una corrupción total.
311
El mundo, casi sin darse cuenta de ello, está ansioso de encontrar tales hombres,
resueltos a realizar un ideal absoluto; cuando los encuentre, serán muchos los que
lo seguirán. El alma humana es “naturaliter christiana”.
La vida según los preceptos del Evangelio supone la práctica de todas las virtudes:
sólo nos detendremos en aquellas que tienen un carácter más eminentemente
social, aunque en verdad todas lo realizan, aun aquellas que despectivamente
llaman algunos “pasivas”, como la mortificación, la oración, la pureza, la
obediencia. Sin ellas no se concibe un apóstol cristiano, y su ausencia constituye la
raíz de los males que lamentamos.
“…la caridad, señora y reina de todas las virtudes. Porque la salud que se desea,
principalmente se ha de esperar de una grande efusión de caridad, es decir, de
caridad cristiana, en que se compendia la ley de todo el Evangelio, y que, dispuesta
siempre a sacrificarse a sí propia por el bien de los demás, es al hombre, contra la
arrogancia del siglo y el desmedido amor de sí, antídoto ciertísimo, virtud cuyos
oficios y divinos caracteres describió el apóstol Pablo con estas palabras: La caridad
es paciente, es benigna; no busca su provecho; todo lo sobrelleva; todo lo soporta”
[1 Co 13, 6 y 7] (RN 45, OSC 304).
“¡Como se engañan los reformadores incautos, que desprecian soberbiamente la ley
de la caridad, porque sólo se cuidan de hacer observar la justicia conmutativa!
Ciertamente, la caridad no debe considerarse como una sustitución de los deberes
de justicia que injustamente dejan de cumplirse. Pero, aun suponiendo que cada
uno de los hombres obtenga todo aquello a que tiene derecho, siempre queda para
la caridad un campo dilatadísimo. La justicia sola, aun observada puntualmente,
puede, es verdad, hacer desaparecer la causa de las luchas sociales, pero nunca
unir los corazones y enlazar los ánimos. Ahora bien, todas las instituciones
destinadas a consolidar la paz y promover la colaboración social, por bien
concebidas que parezcan, reciben su principal firmeza del mutuo vínculo espiritual
que une a los miembros entre sí; cuando falta ese lazo de unión, la experiencia
demuestra que las fórmulas más perfectas no tienen éxito alguno. La verdadera
unión de todos en aras del bien común sólo se alcanza cuando todas las partes de
la sociedad sienten íntimamente que son miembros de una gran familia e hijos del
mismo Padre celestial, más aún, un sólo cuerpo en Cristo, ‘siendo todos
recíprocamente miembros los unos de los otros’ [Rm 12,5], por donde ‘si un
miembro padece, todos los miembros se compadecen’ [1Co 12,26]. Entonces los
ricos y demás directores cambiarán su indiferencia habitual hacia los hermanos más
pobres en un amor solícito y activo, recibirán con corazón abierto sus peticiones
justas, y perdonarán de corazón sus posibles culpas y errores. Por su parte, los
obreros depondrán sinceramente ese sentimiento de odio y envidia, de que tan
hábilmente abusan los propagadores de la lucha social, y aceptarán sin molestia el
puesto que les ha señalado la divina Providencia en la sociedad humana, o mejor
dicho, lo estimarán mucho, bien persuadidos de que colaboran útil y honrosamente
al bien común cada uno según su propio grado y oficio, y que siguen así de cerca
las huellas de Aquel que, siendo Dios, quiso ser entre los hombres obrero, y
aparecer como hijo de obrero” (QA 56, OSC 309).
“Pero cuando vemos, por un lado, una muchedumbre de indigentes que, por causas
ajenas a su voluntad, están realmente oprimidos por la miseria; y por otro lado,
junto a ellos, tantos que se divierten inconsideradamente y gastan enormes sumas
en cosas inútiles, no podemos menos de reconocer con dolor que no sólo no es bien
observada la justicia, sino que tampoco se ha profundizado lo suficiente en el
precepto de la caridad cristiana, ni se vive conforme a él en la práctica cotidiana.
Deseamos, pues, Venerables Hermanos, que sea más y más explicado, de palabra y
por escrito, este divino precepto, precioso distintivo dejado por Cristo a sus
313
verdaderos discípulos; este precepto que nos enseña a ver en los que sufren a Jesús
mismo y nos obliga a amar a nuestros hermanos como el divino Salvador nos ha
amado, es decir, hasta el sacrificio de nosotros mismos, y si es necesario, aun de la
propia vida. Mediten todos a menudo aquellas palabras, consoladoras por una
parte, pero terribles por otra, de la sentencia final que pronunciará [el Juez Supremo
en] el día del Juicio final: ‘Venid, benditos de mi Padre…, porque tuve hambre y me
disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber… En verdad os digo: siempre que
lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis’.
Y por el contrario: ‘Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno…, porque tuve hambre
y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber… En verdad os digo:
siempre que dejasteis de hacerlo con alguno de estos mis pequeños hermanos,
dejasteis de hacerlo conmigo’ (Mt 25,34-40.44-45)” (DR 47, OSC 315).
“Pero la caridad nunca será verdadera caridad sino tiene siempre en cuenta la
justicia. El Apóstol enseña que ‘quien ama al prójimo, ha cumplido la ley’; y da la
razón: ‘porque el No fornicar, No matar, No robar… y cualquier otro mandato, se
resume en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo [Rm 13,8-9]. Si,
pues, según el Apóstol, todos los deberes se reducen al único precepto de la
verdadera caridad, también se reducirán a él los que son de estricta justicia, como
el no matar y el no robar; una caridad que prive al obrero del salario al que tiene
estricto derecho, no es caridad, sino un vano nombre y una vacía apariencia de
caridad. Ni el obrero tiene necesidad de recibir como limosna lo que le corresponde
por justicia, ni puede pretender nadie eximirse con pequeñas dádivas de
misericordia de los grandes deberes impuestos por la justicia. La caridad y la
justicia imponen deberes, con frecuencia acerca del mismo objeto, pero bajo
diversos aspectos; y los obreros, por razón de su propia dignidad, son justamente
muy sensibles a estos deberes de los demás que dicen relación a ellos” (DR 49, OSC
179).
“El alma de la paz, digna de ese nombre, y su espíritu vivificador, sólo podrá ser
una: una justicia que, en forma imparcial, dé a cada uno lo que le corresponda, y
obtenga de cada uno lo que debe; una justicia que no dé todas las cosas a todos,
pero que a todos dé amor y no haga daño… una justicia que sea hija de la verdad, y
madre de una sana libertad y de segura grandeza” (Pío XII, 1º de Septiembre de
1944, OSC 185).
“…las reglas, aun las mejores que puedan establecerse, jamás serán perfectas y
serán condenadas al fracaso si los que gobiernan los destinos de los pueblos y esos
mismos pueblos no se impregnan con un espíritu de buena voluntad, de hambre y
sed de justicia, y de amor universal, que es el objetivo final del idealismo cristiano”
(Pío XII, Navidad de 1940; OSC 183).
“…una vida más modesta; renunciar a los placeres, muchas veces hasta
pecaminosos, que el mundo ofrece hoy en tanta abundancia; olvidarse de sí mismo,
por el amor del prójimo. Hay una divina fuerza regeneradora en este ‘precepto
nuevo’, como lo llamaba Jesús, de la caridad cristiana, cuya fiel observancia
infundirá en los corazones una paz interna que no conoce el mundo, y remediará
eficazmente los males que afligen a la humanidad” [DR 48] (OSC 316).
315
mendicidad, ni la condición proletaria, sino saberse reducir a lo necesario,
despojarse de lo superfluo, despego de los bienes terrenos. El pobre de hecho, que
acepta con corazón generoso su pobreza, la inseguridad y la dependencia será feliz
en el otro mundo, y aun en éste, pues goza de la verdadera paz que se asienta en el
alma. El que todo lo renuncia, todo lo posee, y pasa por la vida con una mirada
libre, pura y desposeída.
El rico, si quiere ser feliz, el Señor se lo dice, tiene que hacerse pobre. Que posea
sus riquezas como quien no es dueño sino simple administrador. No podrá servir
dos señores: el servicio de Dios es incompatible con el servicio de las riquezas. No
alcanzará el espíritu de pobreza sino el rico que acepta un minimum de pobreza
efectiva, que se reducirá a lo necesario y depositará lo superfluo en el seno de los
pobres.
“Todos los cristianos, ricos y pobres, deben tener siempre fija la mirada en el cielo,
recordando que ‘no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos tras de la
futura’ [Hb 13,14]. Los ricos no deben poner su felicidad en las cosas de la tierra, ni
enderezar sus mejores esfuerzos a conseguirlas; sino que, considerándose sólo
como administradores que saben tienen que dar cuenta al Supremo Dueño, se
sirvan de ellas como de preciosos medios que Dios les otorga para hacer el bien; y
no dejen de distribuir a los pobres lo superfluo, según el precepto evangélico. De lo
contrario, se verificará en ellos y en sus riquezas la severa sentencia de Santiago
Apóstol: ‘Ea, pues, ricos, llorad, levantad el grito en vista de las desdichas que han
de sobreveniros. Podridos están vuestros bienes, y vuestras ropas han sido roídas
por la polilla. El oro y la plata vuestra se han enmohecido; y el orín de estos metales
dará testimonio contra vosotros, y devorará vuestras carnes como un fuego. Os
habéis atesorado ira para los últimos días’” [St 5,1-3] (DR 44, OSC 313).
“La oración quitará, además, la misma causa de las dificultades de la hora presente,
que arriba hemos señalado, esto es, la insaciable codicia de bienes terrenos. El
hombre que ora, mira hacia arriba, o sea, a los bienes del cielo, que medita y desea;
todo su ser se inmerge en la contemplación del admirable orden puesto por Dios,
que no conoce la manía de los éxitos, y no se pierde en fútiles competencias de
siempre mayores velocidades; y así casi por sí mismo se restablecerá el equilibrio
entre el trabajo y el descanso, que con grave daño para la vida física, económica y
moral, falta por completo en la actual sociedad. Porque si los que, por causa de
excesiva producción fabril, han caído en la desocupación y en la miseria, quisieran
dar el tiempo conveniente a la oración, conseguirían con ello que el trabajo y la
producción volvieran muy pronto a los límites razonables; y la lucha que ahora
divide la humanidad en dos grandes campos de batalla, en que se disputan
intereses meramente pasajeros, quedaría absorbida en la noble y pacífica contienda
por la adquisición de los bienes celestes y eternos.
De esta manera se abriría también camino a la tan suspirada paz, como bellamente
insinúa San Pablo, cuando [junta] el precepto de la oración con los santos deseos de
la paz y de la salvación de todos los hombres: “Os recomiendo, pues, ante todas
cosas que se hagan súplicas, oraciones, rogativas, acciones de gracias por todos los
hombres; por los reyes y por todos los constituídos en alto puesto, a fin de que
tengamos una vida quieta y tranquila en el ejercicio de toda piedad y honestidad.
317
Porque ésta es una cosa buena y agradable a los ojos de Dios, Salvador nuestro; el
cual quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad
(1Tm 2,1-4)” (CCC 13 y 14, OSC 320).
Nuestro Salvador, Obrero como vosotros, en Su vida terrenal fue obediente al Padre,
hasta la muerte, y ahora, en el altar, Calvario incruento, renueva perpetuamente Su
mismo Sacrificio, para el bien del mundo, completando así la obra de redención y
convirtiéndose en el Dador de la Gracia y el Pan de Vida para aquellas almas que Lo
aman y que, en sus debilidades, se vuelven a Él buscando remedio.
4.2.7 Formación social (cfr. Humanismo Social, capítulo sobre la formación social)
“Para dar a esta acción una eficacia mayor, es muy necesario promover el estudio
de los problemas sociales a la luz de la doctrina de la Iglesia y difundir sus
enseñanzas bajo la dirección de la Autoridad de Dios constituida en la Iglesia
misma. Si el modo de proceder de algunos católicos ha dejado que desear en el
campo económico-social, ello se debe con frecuencia a que no han conocido
suficientemente ni meditado las enseñanzas de los Sumos Pontífices en la materia.
Por esto es sumamente necesario que en todas las clases de la sociedad se
promueva una más intensa formación social, correspondiente al diverso grado de
cultura intelectual, y se procure con toda solicitud e industria la más amplia difusión
de las enseñanzas de la Iglesia aun entre la clase obrera. Ilumínense las mentes con
la segura luz de la doctrina católica, muévanse las voluntades a seguirla y aplicarla
como norma de una vida recta, por el cumplimiento concienzudo de los múltiples
deberes sociales. Y así se evitará esa incoherencia y discontinuidad en la vida
cristiana de la que varias veces Nos hemos lamentado, y que hace que algunos,
mientras son aparentemente fieles al cumplimiento de sus deberes religiosos,
luego, en el campo del trabajo, o de la industria, o de la profesión, o en el comercio,
o en el empleo, por un deplorable desdoblamiento de conciencia, llevan una vida
demasiado disconforme con las claras normas de la justicia y de la caridad cristiana,
dando así grave escándalo a los débiles y ofreciendo a los malos fácil pretexto para
desacreditar a la Iglesia misma” (DR 55, OSC 323).
“Aplíquese cada uno a la parte que le toca, y prontísimamente, no sea que con el
retraso de la medicina se haga incurable el mal, que es ya [tan] grande. Den leyes y
ordenanzas previsoras los que gobiernan los Estados; tengan presentes sus deberes
los ricos y los amos; esfuércense, como es razón, los proletarios cuya es la causa; y
puesto que la Religión, como al principio dijimos, es la única que puede arrancar de
raíz el mal, pongan todos la mira principalmente en restaurar las costumbres
cristianas, sin las cuales esas mismas armas de la prudencia, que se piensa son
muy idóneas, valdrán muy poco para alcanzar el bien deseado.
319
consentirá que se eche de menos su acción; y será la ayuda que preste tanto mayor
cuanto mayor sea la libertad de acción que se le deje; y esto entiéndanlo
particularmente aquellos cuyo deber es mirar por el bien público.
Apliquen todas las fuerzas de su ánimo y toda su industria los sagrados ministros y,
precediéndoles vosotros, Venerables Hermanos, con la autoridad y con el ejemplo,
no cesen de inculcar a los hombres de todas las clases las enseñanzas de vida,
tomadas del Evangelio; con cuantos medios puedan, trabajen en bien de los
pueblos, y especialmente procuren conservar en sí, y excitar en los otros, lo mismo
en los de las clases más altas que en los de las más bajas, la caridad, señora y reina
de todas las virtudes. Porque la salud que se desea, principalmente se ha de
esperar de una grande efusión de caridad, es decir, [la] caridad cristiana, en que se
compendia la ley de todo el Evangelio, y que, dispuesta siempre a sacrificarse a sí
propia por el bien de los demás, es al hombre, contra la arrogancia del siglo y el
desmedido amor de sí, antídoto ciertísimo, virtud cuyos oficios y divinos caracteres
describió el Apóstol Pablo con estas palabras: La Caridad es paciente, es benigna;
no busca su provecho; todo lo sobrelleva; todo lo soporta” [1Co 13,4-7] (RN 45, OSC
328).
Esta urgencia la han venido renovando los últimos Papas ante el crecimiento de los
males cada vez mayores.
“Nada debe quedar por hacer para apartar a la sociedad de tan graves males;
tiendan a eso nuestros trabajos, nuestros esfuerzos, nuestras continuas y fervientes
oraciones a Dios. Puesto que, con el auxilio de la gracia divina, en nuestras manos
está la suerte de la familia humana.
No permitamos, Venerables Hermanos y amados Hijos, que los hijos de este siglo
entre sí parezcan más prudentes que nosotros, que por la divina bondad somos
hijos de la luz. Los hemos visto escogiendo con suma sagacidad activos adeptos, y
formándolos para esparcir sus errores de día en día más extensamente entre todas
las clases y en todos los puntos de la tierra.
Siempre que tratan de atacar con más vehemencia a la Iglesia de Cristo, los vemos
acallar sus internas diferencias, formar en la mayor concordia un solo frente de
batalla, y trabajar con todas sus fuerzas unidas para alcanzar el fin común” (QA 58,
OSC 332).
“Confiamos en que nuestros fieles hijos e hijas del mundo católico, heraldos de la
idea social-cristiana, contribuirán –aun al precio de considerables sacrificios– al
progreso hacia esa justicia social, en busca de la cual todos los discípulos
verdaderos de Cristo deben sufrir hambre y sed” (Pío XII, 1º de Septiembre de 1944,
OSC 339).
321
populares hallarán una inesperada correspondencia y abundancia de frutos, que les
compensarán del duro trabajo de la primera roturación, como lo hemos visto y lo
vemos en Roma y en otras metrópolis, donde en las nuevas iglesias que van
surgiendo en los barrios periféricos se van reuniendo celosas comunidades
parroquiales y se operan verdaderos milagros de conversión en poblaciones que
eran hostiles a la religión, sólo porque no la conocían” (DR 61-62, OSC 348-349).
“Vuestra solicitud paternal deberá cuidar con singular atención, tanto de los obreros
industriales como de los campesinos: son ellos los predilectos de nuestro corazón,
porque se hallan en la situación social que Nuestro Señor escogió para Sí durante su
vida terrena, y porque las condiciones de su vida material los sujetan a mayores
sufrimientos, puesto que a menudo se ven privados de los medios suficientes para
la vida digna de un cristiano y de aquella tranquilidad de espíritu que nace de la
seguridad del porvenir. En su mayoría, carecen, desgraciadamente, de aquellas
confortaciones espirituales y morales que podrían sostenerlos en sus angustias.
Además, su misma situación los expone a ser más fácilmente penetrables por
aquellas doctrinas que se dicen, es cierto, inspiradas en el bien del obrero y de los
humildes en general, pero que están llenas de errores funestos, puesto que
combaten la fe cristiana, que asegura las bases del derecho y de la justicia social, y
rehusan el espíritu de fraternidad y caridad inculcado por el Evangelio, el solo que
puede garantizar una sincera colaboración entre las clases. De otra parte, tales
doctrinas comunistas, fundadas en el puro materialismo y en el deseo desenfrenado
de los bienes terrenos, como si ellos fuesen capaces de satisfacer plenamente al
hombre, y porque prescinden en absoluto de su fin ultraterreno, se han mostrado en
la práctica llenas de ilusiones e incapaces de dar al trabajador un verdadero y
durable bienestar material y espiritual” (Pío XI al Episcopado Filipino, OSC 334).
“Pero el medio más eficaz de apostolado entre las muchedumbres de los pobres y
de los humildes es el ejemplo del sacerdote, el ejemplo de todas las virtudes
sacerdotales, cual las hemos descrito en Nuestra Encíclica Ad catholici sacerdotii;
pero, en el presente caso, de un modo especial es necesario un luminoso ejemplo
de vida humilde, pobre, desinteresada, copia fiel del Divino Maestro que podía
proclamar con divina franqueza: ‘Las raposas tienen madrigueras y las aves del
cielo nido; mas el Hijo del hombre no tiene sobre qué reclinar la cabeza’ [Mt 8,20].
Un sacerdote verdadera y evangélicamente pobre y desinteresado hace milagros de
bien en medio del pueblo, como un San Vicente de Paul, un Cura de Ars, un
Cottolengo, un Don Bosco y tantos otros; mientras un sacerdote avaro e interesado,
como lo hemos recordado ya en la citada Encíclica, aunque no caiga, como Judas,
en el abismo de la traición, será por lo menos un vano ‘bronce que resuena’ y un
inútil ‘címbalo que retiñe’ [1Co 13,1] y, demasiadas veces, un estorbo más que un
instrumento de la gracia en medio del pueblo. Y si el sacerdote secular o regular
tiene que administrar bienes temporales por deber de oficio, recuerde que no sólo
ha de observar escrupulosamente cuanto prescriben la caridad y la justicia, sino
que de manera especial debe mostrarse verdadero padre de los pobres” (DR 63,
OSC 350).
“A los sacerdotes les aguarda un delicado oficio: que se preparen, pues, con un
estudio profundo de la cuestión social, los que forman la esperanza de la Iglesia.
Mas aquellos a quienes especialmente vais a confiar este oficio, es del todo
necesario que revelen ciertas cualidades: que tengan tan exquisito sentido de la
justicia, que se opongan con constancia completamente varonil a las peticiones
exorbitantes y a las injusticias, de dondequiera que vengan; que se distingan por su
discreción y prudencia, alejada de cualquier exageración; y que, sobre todo, estén
íntimamente penetrados de la caridad de Cristo, porque es la única que puede
reducir con suavidad y fortaleza las voluntades y corazones de los hombres a las
leyes de la justicia y de la equidad. No dudemos en marchar con todo ardor por este
camino, más de una vez comprobado por el éxito feliz” (QA 58, OSC 346).
323
fraternal colaboración, en un mundo regido por un Dios justo? Un silencio tal sería
culpable, y no hallaría excusa ante Dios; y se opondría, además, a las enseñanzas
del Apóstol, quien, al mismo tiempo que inculca la necesidad de la resolución en la
lucha contra el error, reconoce también que nosotros debemos estar llenos de
compasión para los que yerran, y abiertos a la comprensión de sus aspiraciones,
esperanza y motivos” (Pío XII, Navidad de 1942; OSC 336).
Atender a las necesidades espirituales del obrero, en particular por los ejercicios
especializados, y no menos a sus necesidades materiales mediante instituciones
económico-sociales (cfr. Carta de Pío XI al Episcopado Filipino, OSC 334)55.
Ya Pío X (en Il fermo propósito, n.19, OSC 357) había establecido que “tal es la
índole, objeto y condiciones de la Acción Católica, mirada respecto a su punto más
importante”, que la solución de la cuestión social es el punto más importante de la
Acción Católica, como fluye de su índole y condiciones, y que a él se han de aplicar
con grandísimo denuedo las fuerzas católicas.
Pío XI, a sus amados hijos inscritos en la Acción Católica y que comparten con él el
cuidado de la cuestión social, los exhorta
“…una y otra vez en el Señor, a que no perdonen trabajos, ni se dejen vencer por
dificultades algunas, sino que cada día se hagan más esforzados y robustos.
Ciertamente, es muy arduo el trabajo que les proponemos; conocemos muy bien los
muchos obstáculos e impedimentos que se oponen por ambas partes, en las clases
superiores y en las inferiores de la sociedad, y que hay que vencer. Pero no se
desalienten: de cristianos es afrontar ásperas batallas; de quienes como buenos
soldados de Cristo le siguen más de cerca, aguantar los más pesados trabajos” (QA
57, OSC 330).
325
La labor social de la Acción Católica debe estar precedida de un
“…trabajo formativo, más urgente y necesario que nunca, y que debe preceder a la
acción directa y efectiva, servirán ciertamente los círculos de estudio, las semanas
sociales, los cursos orgánicos de conferencias y todas aquellas iniciativas aptas
para dar a conocer la solución de los problemas sociales en sentido cristiano.
Los soldados de la Acción Católica, tan bien preparados y adiestrados, serán los
primeros e inmediatos apóstoles de sus compañeros de trabajo y los preciosos
auxiliares del sacerdote para llevar la luz de la verdad y para aliviar las graves
miserias materiales y espirituales en innumerables zonas refractarias a la acción del
ministro de Dios, por inveterados prejuicios contra el clero o por deplorable apatía
religiosa. Así, bajo la guía de sacerdotes particularmente expertos, se cooperará a
aquella asistencia religiosa a las clases trabajadoras, que está tan en nuestro
corazón, como el medio más apto para preservar a esos amados hijos nuestros de
la insidia comunista.
Además de este apostolado individual, muchas veces oculto, pero utilísimo y eficaz,
es también propio de la Acción Católica difundir ampliamente por medio de la
propaganda oral y escrita los principios fundamentales que han de servir a la
construcción de un orden social cristiano, como se desprenden de los documentos
Pontificios.
La labor social –dice Pío XI a la Acción Católica– está entre sus encargos “más
particularmente urgentes por responder a necesidades más extensas y más
sentidas… asistencia no solamente espiritual, que debe ocupar siempre el primer
lugar, sino también material, mediante aquellas instituciones que tienen por fin
específico llevar a la práctica los principios de justicia social y de caridad
evangélica… Hoy la Iglesia con muy especial solicitud va en busca de la
muchedumbre de los más humildes trabajadores, no solamente para que éstos
puedan gozar de aquellos bienes a que tienen derecho según la justicia y la
equidad, sino también para sustraerlos a la obra perniciosísima del comunismo…
Por esto la Iglesia invita a todos sus hijos, lo mismo sacerdotes que laicos, y
especialmente los que militan en la Acción Católica, a ayudarla en esta empresa
urgentísima de salvaguardar ante tan terrible amenaza los beneficios espirituales y
materiales que la redención de Cristo ha producido a toda la humanidad y
especialmente a las clases humildes” [Pío XI, Ex officiosis litteris 8 y 9] (OSC 369).
“…no caen fuera de la actividad de la Acción Católica las llamadas obras sociales,
en cuanto miran a la actuación de los principios de la justicia y de la caridad y en
cuanto son medios para ganar a las muchedumbres, pues muchas veces no se llega
a las almas sino a través del alivio de las miserias corporales y de las necesidades
de orden económico, por lo que Nos mismo, así como también Nuestro Predecesor,
de santa memoria, León XIII, las hemos recomendado muchas veces. Pero, aun
cuando la Acción Católica tiene el deber de preparar personas aptas para dirigir
tales obras, de señalar los principios que deben orientarlas, y de dar normas
directivas sacándolas de las genuinas enseñanzas de Nuestras Encíclicas, sin
embargo, no debe tomar la responsabilidad en la parte puramente técnica,
financiera o económica, que está fuera de su incumbencia y finalidad” (FC 16, OSC
367).
327
en estas actividades a través de los católicos que actúan con la formación recibida
de la Iglesia ([cfr.] QA 37, OSC 358). El Papa, en varios documentos, reitera la idea
de que “las instituciones económico-sociales no pertenecen a la Acción Católica
propiamente dicha, porque desenvuelven sus actividades directamente en el campo
económico y profesional. Por lo mismo, ellas solas tienen la responsabilidad de sus
iniciativas en las cuestiones puramente económicas… debiendo ellas inspirarse en
los principios de caridad y justicia enseñados por la Iglesia y seguir las directivas
trazadas por la autoridad eclesiástica en materia tan delicada” (Pío XI al Episcopado
Filipino, OSC 334).
El deber cívico es gravísimo y ningún católico puede descuidar (cfr. FC 34, OSC 378)
de realizarlo en conciencia. La ley de la caridad social obliga a procurar que la vida
de la República esté regulada por los principios cristianos.
Los Pontífices, desde León XIII, junto con recordar la gravedad de este deber, han
dejado documentos innumerables para señalar que la Iglesia y la Acción Católica
son enteramente ajenos a los partidos políticos y no se los puede encerrar en los
angostos confines de las facciones. Lo cual no impide “que cada uno de los
católicos pueda pertenecer a organizaciones de carácter político cuando éstas dan
en su programa y en su actividad las debidas garantías para tutelar los derechos de
Dios y de las conciencias. Es preciso, más bien, añadir que el participar de la vida
política responde a un deber de caridad social, por cuanto todo ciudadano debe
contribuir según sus posibilidades al bienestar de la propia nación” (Pío XI, Ex
officiosis Litteris 7, OSC 376. Cfr. también OSC 371– 375, otros documentos sobre el
mismo tema. Cfr. Carta de S. E. Cardenal Pacelli al Episcopado Chileno en Boletín A.
C. Chilena…).
“Por lo demás, una vez establecida esta gradación de valores y actividades, hay que
admitir que la vida cristiana necesita apoyarse, para su desenvolvimiento, en
medios externos y sensibles; que la Iglesia, por ser una sociedad de hombres, no
puede existir ni desarrollarse si no goza de libertad de acción, y que sus hijos tienen
derecho a encontrar en la sociedad civil posibilidades de vivir en conformidad con
los dictámenes de sus conciencias.
Por consiguiente, es muy natural que, cuando se atacan aun las más elementales
libertades religiosas y cívicas, los ciudadanos católicos no se resignen pasivamente
a renunciar a tales libertades. Aunque la reivindicación de estos derechos y
libertades puede ser, según las circunstancias, más o menos oportuna, más o
menos enérgica.
Vosotros habéis recordado a vuestros hijos más de una vez que la Iglesia fomenta la
paz y el orden, aun a costa de graves sacrificios, y que condena toda insurrección
violenta, que sea injusta, contra los poderes constituidos. Por otra parte, también
vosotros habéis afirmado que, cuando llegara el caso de que esos poderes
constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los
fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar
el que los ciudadanos se unieran para defender a la nación y defenderse a sí
mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público
para arrastrarla a la ruina.
3º Que si han de ser medios proporcionados al fin, hay que usar de ellos solamente
en la medida en que sirven para conseguirlo o hacerlo posible en todo o en parte, y
en tal modo, que no proporcionen a la comunidad daños mayores que aquellos que
se quieren reparar.
329
5º El clero y la Acción Católica, estando, por su misión de paz y de amor,
consagrados a unir a todos los hombres “in vinculo pacis”, deben contribuir a la
prosperidad de la nación, principalmente fomentando la unión de los ciudadanos y
de las clases sociales y colaborando a todas aquellas iniciativas sociales que no se
opongan al dogma o a las leyes de la moral cristiana” (FC 28, 29 y 30, OSC 377).
“…disyuntiva que debe decidir otra vez la suerte de toda la humanidad: en política,
en hacienda, en la moralidad, en la ciencias, en las artes, en el Estado, en la
sociedad civil y doméstica, en Oriente y Occidente, por todas partes asoma este
problema como decisivo, por las consecuencias que de él se derivan. Por eso los
mismos representantes de la concepción materialista del mundo ven siempre
comparecer de nuevo la cuestión de la existencia de Dios, que ellos creían
suprimida para siempre, y vense forzados a comenzar otra vez su discusión.
Nos, por tanto, os conjuramos en el Señor, tanto a los particulares, como a las
naciones, a deponer ante tales problemas y en tiempos de tan rabiosas luchas
vitales para la humanidad, el individualismo mezquino y el bajo egoísmo que ciega
las mentes más perspicaces, y esteriliza las más nobles iniciativas, por poco que
éstas se salgan de los límites del estrechísimo círculo de pequeños y particulares
intereses. Preciso es que se unan, aun a costa de los más graves sacrificios, para
salvarse a sí mismos y a toda la humanidad. En tal unión de ánimos y de fuerzas
deben naturalmente ser los primeros cuantos se glorían del nombre cristiano,
recordando la gloriosa tradición de los tiempos apostólicos, ‘cuando la multitud de
los creyentes no tenían sino un solo corazón y una alma sola’ [Hch 4,32]; pero a ella
concurran asimismo sincera y cordialmente todos los que creen todavía en Dios, y
le adoran, para apartar de la humanidad el grande peligro que a todos amenaza.
Porque el creer en Dios es el fundamento firmísimo de todo orden social y de toda
responsabilidad en la tierra, y por esto cuantos no quieren la anarquía y el terror
deben con toda energía trabajar en que los enemigos de la religión no consigan el
fin que tan enérgicamente y a las claras [se] proponen” (CCC 9, OSC 391).
“Pero a esta lucha empeñada por el poder de las tinieblas contra la idea misma de
la Divinidad, queremos esperar que, además de todos los que se glorían del nombre
de Cristo, se opongan también cuantos creen en Dios y lo adoran, que son aún la
inmensa mayoría de los hombres. Renovamos, por tanto, el llamamiento que hace
ya cinco años lanzamos en Nuestra Encíclica Caritate Christi, a fin de que ellos
también concurran leal y cordialmente por su parte “a alejar de la humanidad el
gran peligro que amenaza a todos”. Puesto que –como entonces decíamos– “el
creer en Dios es el fundamento indestructible de todo orden social y de toda
responsabilidad sobre la tierra, todos los que no quieren la anarquía ni el terror
deben trabajar enérgicamente para que los enemigos de la religión no alcancen el
fin tan abiertamente por ellos proclamado” (DR 72, OSC 392).
“La claridad de visión, de unción, el genio inventivo y el sentido del amor fraterno
en todos los hombres justos y honestos, determinarán en que el pensamiento
cristiano logrará mantener y apoyar la gigantesca obra de restauración en la vida
social, económica e internacional, mediante un plan que no se halle en conflicto con
el contenido religioso y moral de la Civilización Cristiana.
De conformidad con eso hacemos a todos nuestros hijos e hijas en todo el vasto
mundo, así como aquellos que si bien no pertenecen a la Iglesia se sienten unidos a
nosotros en esta hora de decisiones quizás irrevocables, el urgente llamamiento
para que pesen la extraordinaria gravedad del momento y consideren que, por
encima y más allá de toda cooperación con otras diversas tendencias ideológicas y
fuerzas sociales, como quizá pueda sugerirse por motivos puramente contingentes
–la fidelidad al patrimonio de la Civilización Cristiana, y su esforzada defensa contra
tendencias ateas y anticristianas–, nunca debe ser la piedra angular que pueda
sacrificarse por una ventaja transitoria o por cualquiera combinación de
emergencia” (Pío XII en el quinto aniversario de la guerra, 1944; OSC 393).
5. La Vida Sobrenatural
5.1 La Iglesia
331
ofrezca al hombre los medios para su salvación y perfeccionamiento.
Esta sociedad ha querido su Divino Fundador que sea universal. Para formar parte
de ella basta ser hombre, sin considerar raza, nacionalidad, ni clase social. En Cristo
no hay ni judío ni gentil; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer; sino uno solo
Jesucristo, todo en todos [cfr. Ga 3,28].
Este llamamiento es universal. Dios no negará su gracia a ningún hombre que haga
lo que está de su parte por seguir la verdad y el bien manifestados por el testimonio
de su conciencia. Forman parte de la Iglesia los bautizados. A más de los que han
recibido en forma aparente el bautismo, que constituyen lo que se suele llamar el
cuerpo visible de la Iglesia, forman también parte de la Iglesia los que a ella han
adherido en forma invisible a nuestros ojos, pero conocida de Dios. Se dice que
forman parte del alma de la Iglesia, por el carácter invisible de su adhesión. En esta
categoría están las almas rectas, que han seguido honradamente su conciencia y,
sin culpa de ellas, no han podido conocer la verdad revelada. Dios, en su infinita
misericordia, no les negará las gracias necesarias para conocer lo que es necesario
creer y hacer lo que es necesario observar.
Mirada en su esencia, la Iglesia Católica es una sociedad perfecta, esto es, que
tiene por donación divina todos los medios necesarios para conducir al hombre a su
fin sobrenatural, como el Estado tiene por voluntad del Creador todos los medios
necesarios para proporcionar al hombre el bien común temporal.
Al llegar al término de la Moral Social Católica, nos conviene fijar los ojos en la gran
realidad que estimula todos nuestros trabajos.
La palabra comunión de los santos tiene un doble significado: la unión de todos los
miembros de la Iglesia, a los cuales la tradición cristiana desde San Pablo llama
“santos”, y también la participación en los mismos beneficios sobrenaturales, en las
mismas cosas “santas”. Las dos realidades están comprendidas en la comunión de
los santos, comunidad de vida sobrenatural que nos une en un mismo cuerpo, hace
circular entre nosotros la misma gracia divina que nos mereció la sangre redentora
de Cristo para hacernos participar de la vida misma de Dios “consortes de la
naturaleza divina” [2 Pe. 1,4]. Es la realización de esa misteriosa unión entre
nosotros y Cristo, revelada por Jesús y explicada por San Juan y San Pablo: Cristo es
la cabeza que vivifica todo el cuerpo y le comunica gracia, y nosotros multitud de
miembros, cada uno con su función propia, coordinados entre nosotros y
subordinados a Cristo, fuente de nuestra gracia.
333
y nos ofrece a cada uno de nosotros la redención efectiva y la adopción divina si
quiere adherir voluntariamente a su Cuerpo Místico. Por nuestra unión con Cristo
disponemos de todos los tesoros de la gracia divina.
La Iglesia que sufre, las almas del purgatorio, reciben la ayuda de nuestras
plegarias, y nosotros el auxilio de su intercesión. Los méritos infinitos de Cristo, los
méritos de la Virgen y de los santos, nos son aplicados en la medida que Dios
determina asegurándonos cada día una mayor unión con Cristo. Cada uno
aprovecha del bien de todos. No hay acción alguna de un cristiano en estado de
gracia, que no aproveche a sus hermanos que luchan y que sufren, y a su vez él
está permanentemente ayudado por la acción de hermanos desconocidos que lo
hacen participante de sus méritos. Por los sacramentos, por las indulgencias, por las
obras realizadas en estado de gracia, la Iglesia mantiene siempre activa y fecunda
la circulación de la vida sobrenatural en el mundo. De aquí la necesidad de vivir en
estado de gracia, sin la cual nuestras acciones no tienen valor sobrenatural alguno.
Los que han partido de este mundo continúan igualmente unidos a nosotros e
interesándose por nuestro bien y obteniéndonos favores cuya fuente nosotros
ignoramos.
Pero, a su vez, la comunión de los santos nos acarrea un inmenso deber: la suerte
de la Iglesia está en nuestras manos. La Iglesia no es sólo Cristo, sino Él y los fieles.
Nosotros somos responsables de la Iglesia, colaboradores de Dios en la gran
edificación del Cuerpo del Señor, en la redención y santificación de la humanidad.
“Maravillosamente expone esta idea Karl Adam cuando dice: ‘El ser esencial de la
Iglesia debe realizarse y expresarse no sin los fieles, sino por ellos. En sus miembros
y por ellos debe afirmarse y perfeccionarse el Cuerpo de Cristo. Para los fieles, la
Iglesia no es únicamente un don, es también un deber. Tienen ellos que preparar y
cultivar la tierra buena en la que la semilla del Reino de Dios pueda germinar y
prosperar. En otros términos: la vida de la Iglesia, el desarrollo de su fe y de su
caridad, la elaboración de su dogma, de su moral, de su culto y de su derecho, todo
esto está en estrecha dependencia de la fe y de la caridad personal de los
miembros del Cuerpo de Cristo. Por la elevación y el abatimiento de su Iglesia en la
tierra, Dios recompensa el mérito o castiga el demérito de los fieles. Puede decirse
con san Pablo (Ef 2,21-22), que la Iglesia, fundada por Cristo, es edificada también
por la obra común de los fieles. Trabajemos siempre en edificar el templo de Dios y
precisamente aquí abajo, trabajemos en su casa, es decir, en la Iglesia, dice San
Agustín con profundidad. Dios ha querido una Iglesia cuyo pleno desenvolvimiento y
perfección fuesen fruto de la vida sobrenatural, personal de los fieles, de su oración
y de su caridad, de su fidelidad, de su penitencia, de su abnegación. Por eso no la
ha establecido como institución acabada, perfecta desde el comienzo, sino como
algo incompleto que deja siempre lugar e invita siempre a un trabajo de
perfección’” (Humanismo Social, p. 278).
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