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INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO II

Hno. Dr. Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti

Texto 16: Los mandamientos que regulan la vida en sociedad

Entre los Diez Mandamientos, hay cuatro de ellos que regulan, de modo especial, la vida
en sociedad: el cuarto, el quinto, el séptimo y el octavo.
1. El cuarto mandamiento
Regula las relaciones en la primera sociedad en que vivimos: la familia. El deber de
gratitud a Dios conlleva la gratitud para con sus colaboradores en nuestra existencia y en nuestra
vida, que son nuestros padres y superiores.
San Pablo puntualiza:
«Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu
madre, tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: para que seas feliz y se
prolongue tu vida sobre la tierra» (Ef 6,1-3; cf. Dt 5,16).
El cuarto mandamiento se dirige especialmente a los hijos, pero se sobrentiende en él los
deberes de los padres, tutores y demás autoridades.
Las obligaciones de este mandamiento, sin embargo, no se sobreponen al primero, como
explica el Señor: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que
ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). Este principio también
se aplica al deber de obediencia a las leyes civiles, cuando estas son contrarias a la ley natural
o a los preceptos divinos, como sustentó san Pedro delante del Sanedrín: «importa obedecer
antes a Dios que a los hombres» (Hch 5,29).
La obligación de este mandamiento se extiende a las autoridades investidas por Dios,
indicando los deberes a cumplir, constituyendo uno de los fundamentos de la doctrina social de
la Iglesia.
El Catecismo (ns. 1897-1898) explica que toda sociedad requiere gobernantes investidos
de legítima autoridad que la rija. Esta se fundamenta en la naturaleza humana, puesto que toda
autoridad proviene de Dios. De esto se sigue que el ejercicio de esta autoridad debe ser realizado
dentro de los límites del orden moral, en busca del bien común (GS 74). Por eso, explica san
Pablo, que quien se opone a la autoridad se rebela contra el orden divino (Rm 13,1-2; cf. 1P
2,13-17).
Objetivamente este mandamiento prescribe la obediencia, respeto y amor a los padres e
indirectamente todos los deberes de la sociedad doméstica, civil y religiosa, es decir, los deberes
de los cónyuges entre sí, de los súbditos a los superiores y de éstos con los súbditos.
2. El quinto mandamiento
La fórmula actual de este mandamiento es idéntica a la dictada por Dios a Moisés. Sin
embargo, Cristo lo ha perfeccionado:
«Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás, [...] pues yo os digo que todo aquel que
se encolerice contra su hermano será reo ante el tribunal; el que llame a su hermano “imbécil”
será reo ante el Sanedrín; y el que le llame “renegado” será reo de la Gehena de fuego». (Mt 5,21-
22)
El quinto mandamiento prohíbe directamente el homicidio y todos los malos tratos
materiales y morales a la persona del prójimo y a uno mismo. Consecuentemente, nos manda
perdonar las ofensas, amar a los enemigos (Mt 5,44), cuidar correctamente la salud y respetar
el propio cuerpo.

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El Catecismo, citando a la Instrucción Donum vitae, puntualiza el carácter sagrado de la
vida humana porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre
en una especial relación con el Creador1.
Delante del primer homicidio, dijo Dios a Caín: «Se oye la sangre de tu hermano clamar
a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir
de tu mano la sangre de tu hermano» (Gn 4,10-11). El Catecismo puntualiza que esta ley posee
validez universal: «obliga a todos, siempre y en todas partes» (n. 2261).
2.1. La legítima defensa
La legítima defensa no es una excepción a este mandamiento, sino un modo extremo de
cumplirlo. Santo Tomás explica que la acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: la
conservación de la propia vida y, si es necesario, la muerte del agresor2. Así, el objetivo de la
legítima defensa no es quitar una vida, sino defender la vida injustamente amenazada,
comprendiendo no solo un derecho, sino un deber grave para quien es responsable por la vida
de otras personas. Por este motivo, puntualiza el Catecismo (n. 2265) que la autoridad legítima
tiene el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil
confiada a su responsabilidad.
2.2. El aborto
El aborto se caracteriza por la eliminación violenta de un feto humano incapaz de
sobrevivir fuera del seno materno. Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia
moral de todo aborto provocado. El Concilio Vaticano II lo califica como un «crimen
abominable» (GS 51,3).
Independiente de la recepción del alma espiritual, a partir de la fecundación ya existe un
nuevo individuo con todos los elementos constitutivos de auténtico ser humano. Basta
alimentarlo y permitir su crecimiento y desarrollo natural. Todo ser humano tiene siempre sus
derechos esenciales, independiente de la edad o estado de desenvolvimiento. Por eso el aborto,
en cualquier fase del embarazo, está caracterizado como homicidio voluntario, perpetrado por
aquellos a quien está confiada la protección de este nuevo hombre3.
La Iglesia sanciona con excomunión ipso facto a quien procura el aborto, si este se
produce. El Código de Derecho Canónico puntualiza que los cómplices también incurren en la
pena latae sententiae correspondiente al delito (C. 1329).
2.3. La eutanasia
Por eutanasia se entiende una acción u omisión que, por su naturaleza, o en la intención,
causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. Es un procedimiento siempre ilícito,
puesto que nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño
o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto
homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo
explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se
trata en efecto de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona
humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad.
Asumido en espíritu cristiano, el dolor tiene un significado particular en el plan salvífico
de Dios, como participación en la pasión de Cristo y una unión con el sacrificio redentor que
Él ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre.
Hay casos en que no se aplica un elemento mortífero, pero se quita las condiciones de
vida de un paciente. A esto llamamos «eutanasia indirecta». En este caso hay que diferenciar
los recursos que son quitados:

1
CEC n. 2258.
2
S. Th., II-II, q. 64, a. 7.
3
Cf. BETTENCOURT, Estevão. Curso de Teologia Moral. Rio de Janeiro: Mater Ecclesiae, 1999, pp. 91-92.

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Recursos ordinarios: los de rutina, aplicados a cualquier enfermo, como suero,
alimentación, transfusión de sangre, etc. No es lícito suspenderlos, desde que estén dentro del
alcance de los que cuidan al enfermo. Negárselo sería provocarle la muerte.
Recursos desproporcionados: son aquellos que exigen un aparato humano, material y
financiero altamente penoso, sin que se pueda prever un resultado compensador. En este caso,
según la Declaración Iura et bona, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, no se puede
imponer la obligación de recurrir a estos recursos. Rechazarlos no es suicidio, sino más bien la
aceptación de la condición humana. Por tanto, afirma el Documento:
«Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en
conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una
prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales
debidas al enfermo en casos similares»4.

El uso de analgésicos es lícito, buscando no impedir que el enfermo disponga de sus


facultades mentales y sea capaz de enfrentar con lucidez la consumación de su vida terrestre de
manera lúcida y consciente. Este es el momento decisivo para pedir perdón, perdonar, reparar
alguna injuria cometida, formular las últimas recomendaciones y, principalmente, recibir los
sacramentos de los enfermos5.
3. El séptimo y décimo mandamientos
Estos dos mandamientos se refieren al derecho del hombre a la propiedad y a la ilicitud
de la codicia de los bienes ajenos.
El derecho de propiedad es innato al ser humano y pertenece a la ley natural instituida
por Dios. Por eso el séptimo mandamiento prohíbe perjudicar al prójimo en sus bienes, hurtando
o reteniendo injustamente lo ajeno. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes
terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres, prohibiendo consecuentemente el fraude, la
usura y todo lo que pueda causar daño material al prójimo.
Siendo dueño de sí mismo, el ser humano es dueño del fruto de su trabajo, por eso los
bienes adquiridos honestamente constituyen propiedad particular, cuyo derecho es consecuente
de la ley natural. Todo hombre es creado para dar gloria a Dios y santificarse mediante el uso
inteligente y libre de los bienes de este mundo. Esta realidad no quita el deber de ayudar al
prójimo que padece necesidad, puesto que tanto los bienes, cuanto nosotros mismos,
pertenecemos a Dios (GS 69).
Cuando peligra verdaderamente la vida, el hombre tiene el derecho de usar la propiedad
ajena, puesto que el derecho a la vida es superior al de propiedad. En este caso, sólo estará
permitido lo estrictamente necesario para la vida.
Los pecados contra este mandamiento exigen la restitución del bien ajeno y toda la
diligencia en reparar los daños causados. En la imposibilidad de restituir al dueño o a sus
herederos, se aplica el objeto hurtado o su valor equivalente en beneficio de los pobres u obras
de caridad.
Toda forma de retener injustamente el bien ajeno, sean prestados u objetos perdidos,
defraudar en el ejercicio del comercio, pagar salarios injustos o elevar los precios
aprovechándose de la ignorancia o necesidad ajena es contraria a este mandamiento.
Para reglar las consecuencias sociales de este mandamiento, la Iglesia desarrolló una
«doctrina social» como testimonio del valor permanente de las verdades reveladas en las nuevas
formas de trabajo y propiedad surgidas en la sociedad hodierna.

4
SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE. Declaración «Iura et bona» sobre la eutanasia, de 05
de mayo de 1980.
5
Cf. BETTENCOURT, Estevão. Curso de Teologia Moral. Rio de Janeiro: Mater Ecclesiae, 1999, p.93.

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El buen uso de los bienes materiales entraña también su uso en favor de los necesitados,
a través de las obras de misericordia, que son acciones caritativas mediante las cuales
ayudamos nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales6.
Siendo prohibida la retención del bien ajeno, el décimo mandamiento regula las
intenciones relacionadas a este tema. Así, el pecado de codicia consiste en la envidia o deseo
desarreglado de poseer los bienes ajenos, incluyendo explícita o implícitamente la intención de
adquirirlos por medios ilícitos. El deseo honesto de alcanzar los bienes materiales es un
incentivo al trabajo, caracterizando una acción totalmente diferente de la codicia.
El Catecismo puntualiza (ns. 2536; 2538):
«El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los
bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y
de su poder. [Consecuentemente], exige que se destierre del corazón humano la envidia».
San Agustín afirma que la envidia es el «pecado diabólico por excelencia» (De disciplina
christiana, 7,7). Es un pecado capital que manifiesta tristeza por el bien del prójimo, naciendo
de ella el odio, la maledicencia, la calumnia y la alegría por el mal sufrido por el prójimo (San
Juan Crisóstomo, In epistulam ad Romanus, homilía 7,5).
4. El octavo mandamiento
Formulado en identidad con el texto bíblico, este mandamiento prohíbe directamente dar
testimonio falso en juicio contra alguien y, por extensión, prohíbe todo perjuicio a la fama del
prójimo y cualquier violación de la verdad. Este precepto moral deriva de la vocación a ser
testigo de Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan un rechazo a
comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido,
socavan los fundamentos de la Alianza7.
Hay básicamente tres formas de lesionar la fama ajena: el juicio temerario, la difamación
y la calumnia.
Por el juicio temerario, se admite como cierta alguna falta ajena, sin fundamento y
motivo suficiente. Este procedimiento fue censurado por Cristo: «No juzguéis y no seréis
juzgados» (Lc 6,37). El Catecismo puntualiza (n. 2478), que «para evitar el juicio temerario,
cada uno debe interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos,
palabras y acciones de su prójimo».
Jesucristo afirmó que Él es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6) y delante de Pilato
sustentó: «He venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad
escucha mi voz» (cf. Jn 18,37). Así, en las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el
cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de san Pablo ante sus jueces.
La difamación o maledicencia difiere de la calumnia, por ser la primera la revelación de
faltas ocultas del prójimo, sin causa justa y la segunda la atribución de una falta o maldad que
no cometió. En este caso se caracteriza el falso testimonio, condenado explícitamente por el
mandamiento. Tanto la maledicencia cuanto la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y
de la caridad.
Como en el séptimo mandamiento, el daño causado a la honra del prójimo debe ser
reparado de la mejor manera posible, aun después de confesado el pecado.
Hay que señalar también la complicidad de quien se complace en conversaciones de
difamación, generando la murmuración.
El pecado de la mentira es una falta contra la verdad y conduce a engañar al prójimo, lo
que es contra la ley natural y la ley divina, destruyendo la confianza que debe existir en las

6
Cf. CEC n. 2447.
7
Cf. CEC n. 2464.

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relaciones entre los hombres. Por eso afirma la Escritura: «Dios abomina los labios mentirosos»
(Pr 12, 22; 19,9; Jn 8,44).
La mentira es condenable por su misma naturaleza. Es una profanación de la palabra cuyo
objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La culpabilidad es mayor cuando la intención
de engañar provoca consecuencias funestas para los que son desviados de la verdad. Sin
embargo, hay ocasiones donde no se está obligado a revelar toda la verdad, especialmente
cuando la persona que pregunta no tiene el derecho de saber. En estos casos se debe callar o
evadir con expresiones ambiguas.
El Catecismo enseña que también se debe proscribir la adulación que confirma al otro en
la perversidad de su conducta, haciendo del adulador cómplice de vicios y pecados. También
la vanagloria o jactancia constituye una falta contra la verdad. Lo mismo sucede con la ironía,
que trata de ridiculizar al prójimo de manera malévola8.
Siendo Dios la Verdad misma, la práctica del bien entraña la belleza moral, puesto que la
verdad es bella en sí misma. Por eso santo Tomás (De veritate, q.1, a.1) caracteriza los
«trascendentales del ser» con la trilogía: bonum, verum, pulchrum.

8
Cf. CEC ns. 2481-2481.

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