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2.3.- LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA CARIDAD.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica: 1822 a 1829).

1822.- La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por El mismo y
a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

1823.- Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf.Jn.13,34). Amando a los suyos "hasta el fin"
(Jn.13,1), manifiesta el amor que ha recibido del Padre. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el
amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: "Como el Padre me amó, yo también os
he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn. 15,9). Y también: "Este es el mandamiento mío:
que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn.15,12).

1824.- Fruto del Espíritu Santo y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de
Cristo: "Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor" (Jn.15,9-
10; cf. Mt.22,40; Rm.13,8-10).

1825.- Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos (cf. Rm.5,10). El Señor nos
pide que amemos como El hasta a nuestros enemigos (cf.Mt.5,44), que nos hagamos prójimos del más
lejano (cf. Lc.10,27-37), que amemos a los niños (cf. Mc.9,37) y a los pobres como a El mismo (cf.
Mt.25,40.45).

El apóstol San Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: "La caridad es paciente, es
servicial; la caridad no es envidiosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se
alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo
soporta" (1Co.13,4-7).

1826.- "Si no tengo caridad -dice también el apóstol- nada soy... Y todo lo que es privilegio, servicio,
virtud misma... si no tengo caridad, nada me aprovecha" (1Co.13,1-4). La caridad es superior a todas
las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: "Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad,
estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad" (1Co.13,13).

1827.- El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es "el vínculo de
la perfección" (Col.3,14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y
término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La
eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

1828.- La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los
hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servicial, ni como el mercenario
en la búsqueda de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del "que nos amó primero"
(1Jn.4,19).

1829.- La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la
corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es
amistad y comunión:

La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia
él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep.Jo.10,4).
2.3.1- El amor a Dios.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica: 2083 a 2086 y 2093).

2083.- Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios en estas palabras: "Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente" (Mt.22,37; cf. Lc.10,37): "... y con todas tus
fuerzas". Estas palabras siguen inmediatamente a la llamada solemne: "Escucha, Israel: El Señor
nuestro Dios es el único Señor" (Dt.6,4).

Dios nos amó primero. El amor del Dios Unico es recordado en la primera de las "diez palabras". Los
mandamientos explicitan a continuación la respuesta de amor que el hombre está llamado a dar a Dios.

2084.- Dios se da a conocer recordando su acción todopoderosa, bondadosa y liberadora en la historia


de aquel a quien se dirige: "Yo te saqué del país de Egipto, de la casa de servidumbre". La primera
palabra contiene el primer mandamiento de la ley: "Adorarás al Señor tu Dios y le servirás... no vayáis
en pos de otros dioses" (Dt.6,13-14). La primera llamada y la justa exigencia de Dios consiste en que el
hombre lo acoja y lo adore.

2085.- El Dios único y verdadero revela ante todo su gloria a Israel (cf. Ex.19,16-25; 24,15-18). La
revelación de la verdad del hombre está ligada a la revelación de Dios. El hombre tiene la vocación de
hacer manifiesto a Dios mediante sus obras humanas, en conformidad con su condición de criatura
hecha "a imagen y semejanza de Dios".

2086.- "El primero de los preceptos abarca la fe, la esperanza y la caridad. En efecto, quien dice Dios,
dice un ser constante, inmutable, siempre el mismo, fiel, perfectamente justo. De ahí se sigue que
nosotros debemos necesariamente aceptar sus Palabras y tener en El una fe y una confianza completas.
El es todopoderoso, clemente, infinitamente inclinado a hacer el bien. ¿Quién podrá no poner en El
todas sus esperanzas? ¿Y, quién podrá no amarlo contemplando todos los tesoros de bondad y de
ternura que ha derramado en nosotros? De ahí esa fórmula que Dios emplea en la Sagrada Escritura
tanto al comienzo como al final de sus preceptos: <Yo soy el Señor>" (Catec.R.3,2,4).

2093.- La fe en el amor de Dios encierra la llamada y la obligación de responder a la caridad divina


mediante un amor sincero. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las
criaturas por El y a causa de El (cf. Dt.6,4-5).- (Hasta aquí el Catecismo).

EXPLICACION BIBLICO-TEOLOGICA.

La caridad es la virtud cristiana por excelencia: "Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas
tres. Pero la mayor de todas es la caridad" (1Co.13,13). Es el vínculo de la perfección: "Y por encima
de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col.3,14). El precepto del amor es
el principal de todos los mandamientos y los encierra a todos (cf. Mt.22,34-40; Mc.12,28-34; Jn.14,23-
24; 15,9-15; 1Jn.2,7-11; 4,7-21).

El precepto de la caridad se dirige en primer término al amor a Dios. Al don del amor de Dios, que nos
ha sido dado en su Hijo, la persona debe responder con un intenso amor a Dios. El Verbo encarnado
nos ha puesto de manifiesto, por su persona y por sus obras, el amor del Padre. Por el Espíritu Santo
hemos recibido la fuerza del amor divino. El fin o meta de la persona es llegar a la plenitud del amor.
La dificultad para comprenderlo resulta de las falsas interpretaciones sobre la naturaleza de este amor.
Según las palabras de Jesús se trata de la unión del Padre y del Hijo (cf. Jn.14,8-11) y de la unión de los
hombres entre sí en el Padre y en el Hijo (cf. Jn.15,12-13; 16,25-28).

A menudo el amor se manifiesta en sentimientos y emociones, pero éstos no le son esenciales. El amor
cristiano es fruto de la gracia. Solamente por ella puede la persona llegar a amar a Dios. Jesús da a
entender que la unidad del amor en sus discípulos solamente se realiza por la unión con El y, en El, con
el Padre: "Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con
que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos." (Jn.17,26).

Pero aunque el amor es obra de la gracia, sin embargo es también tarea moral de la persona: Dios
concede la gracia, pero deja a voluntad el recibirla.

El que ama está ya unido con Dios. El amor es elemento esencial de la salvación: "Si alguno me ama,
guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn.14,23; cf.
1Jn.4,7-10).

Lo primero que se nos pide en el precepto de la caridad es que permanezcamos en el amor de Dios:
"Como mi Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn.15,9); y la
condición para permanecer en el amor de Dios es guardar sus mandamientos: "Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y
permanezco en su amor" (Jn.15,10).

Como solamente puede ser amado el bien que es conocido, el precepto de la caridad nos pide también
penetrar el misterio de Dios mediante la reflexión, el estudio, la oración, la contemplación, según las
posibilidades de cada uno.

Desde el momento en que la persona cae en la esfera de atracción del bien, no puede rechazar el amor a
ese bien. Como Dios es el Sumo Bien, el amor a El debe estar por encima de todo amor. La simple
complacencia en el bien de ningún modo puede ser el acto perfecto del amor; se requiere la libre
donación del afecto, de la voluntad.

PECADOS CONTRA EL AMOR A DIOS.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica: 2094).- Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de
Dios. la indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción
providente y niega su fuerza. La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y devolverle
amor por amor. La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar
la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedia o pereza espiritual llega a rechazar el
gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino. El odio a Dios tiene su origen en el orgullo;
se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas.
(Hasta aquí el Catecismo).

El precepto de la caridad pide al pecador quitar los obstáculos que se oponen al amor de Dios. Son
obstáculos al amor de Dios el apego desordenado a los bienes temporales, y el pecado como tal.

El pecado mortal es incompatible con la caridad, de suerte que no pueden coexistir pecado mortal y
caridad en la misma persona. El pecado venial constituye solamente un obstáculo al fervor de la
caridad; pero esto no quiere decir que carezca de importancia. La tibieza es una falta de fervor
convertida en hábito y constituye un serio peligro para la virtud teologal de la caridad.
El pecado que más directamente va contra la caridad es el odio: "El que me odia, odia también a mi
Padre. Si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ninguno otro, no tendrían pecado; pero
ahora las han visto, y nos odian a mí y a mi Padre" (Jn.15,23-24).

Quien odia a Dios se porta como si en Dios hubiera maldad. Con razón se considera el odio a Dios
como el más grave de todos los pecados. Es el pecado más directamente opuesto a la caridad, que es la
más excelsa de las virtudes. Es el pecado que contradice en sumo grado a la vocación esencial de la
persona.

Del odio a Dios pueden proceder las blasfemias, maldiciones, sacrilegios. Quien deliberadamente
fomenta el odio, se aparta de su destino esencial de participar de la vida y amor de Dios.

2.3.2- El amor al prójimo.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica: 2196).- En respuesta a la pregunta que le hacen sobre cuál es el
primero de los mandamientos, Jesús responde: "El primero es: 'Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios,
es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y
con todas tus fuerzas'. El segundo es: 'Amarás a tu prójimo como a tí mismo'. No existe otro
mandamiento mayor que estos" (Mc.12,29-31).

El apóstol S. Pablo lo recuerda: "El que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: no
adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta
fórmula: amarás a tu prójimo como a tí mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por
tanto, la ley en su plenitud" (Rm.13,8-10).- (Hasta aquí el Catecismo).

EXPLICACION BIBLICO-TEOLOGICA.

El amor al prójimo es exigencia fundamental de la moralidad cristiana (cf. Mt.22,39-40; 2Jn.5; GS


24.27.38). Cuando Jesús habla de un mandamiento nuevo: "Os doy un mandamiento nuevo: que os
améis los unos a los otros" (Jn.13,34), se refiere al mandamiento del amor al prójimo, ya conocido en el
Antiguo Testamento, pero ahora con la particularidad de que nace de la unión de la persona con Dios,
que se realiza en Cristo (cf. Jn.15,12; 1Jn.4,20-21; 5,1-5).

El amor al prójimo se manifiesta en la preocupación por la afirmación de la persona amada, de sus


valores, de su existencia. Cuando en el mandamiento del amor al prójimo se nos dice: "como a tí
mismo", se nos indica la profundidad y dirección de nuestra actitud respecto al prójimo (cf. ST 1,2,28,1
a 2). Se trata de un mandamiento que no se cumple en un solo acto y luego deje de obligar, sino que
exige un constante esfuerzo de continuidad: "Con nadie tengáis otra deuda que la del amor. Pues el que
ama al prójimo, ha cumplido la ley" (Rm.13,8).

El amor al prójimo logra su plena realización cuando está respaldado por la donación total del que ama.
Una acción meramente externa en favor del prójimo, sin la disposición afectiva interior no pasaría de
ser una actitud "sin alma": "Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si
no tengo caridad, nada me aprovecha" (1Co.13,3). Pero tampoco llega el amor a su plena realidad por
el mero afecto interior, sin las obras: "No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la
verdad" (1Jn.3,18; cf. St.2,15-16).

Las obras de misericordia.


(Del Catecismo de la Iglesia Católica: 2447).- Las obras de misericordia son acciones caritativas
mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf.
Is.58,6-7; Hb.13,3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espirituales, como
también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten
especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a
los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf. Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna
hecha a los pobres (cf. Tb.4,5; Si.17,22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es
también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf.Mt.6,2-4). (Hasta aquí el Catecismo).

La divina caridad nos une con el prójimo en una comunidad de vida, de amor y de destino. La
conciencia de que estamos unidos a Cristo, formando con El un solo Cuerpo, nos lleva a comprender al
prójimo en sus dificultades y miserias, a sentir con él: "el amor es misericordioso" (cf. 1Co.13,47).

El espíritu de solidaridad de redención nos exige que apreciemos la salvación del prójimo tanto como la
nuestra. Siempre los bienes espirituales son prioritarios respecto de los temporales.

Las obras de misericordia pueden estar dirigidas a las necesidades espirituales o a las corporales; de ahí
la distinción clásica entre obras de misericordia espirituales y obras de misericordia corporales. Entre
las espirituales aparecen: enseñar al ignorante, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está
en el error, perdonar las injurias, consolar al que está triste, soportar pacientemente los defectos y
molestias del prójimo, orar por todos, tanto vivos como difuntos. Entre las corporales se mencionan:
visitar a los enfermos, dar pan al que tiene hambre, calmar la sed al que la tenga, dar vestido a quien no
lo tiene, hospedar al peregrino, redimir al cautivo, dar sepultura a los muertos.

Pero no son éstas las únicas obras de misericordia, pues cada necesidad del prójimo pide el remedio de
esa necesidad: es una llamada al ejercicio de la misericordia. Es un deber dar parte de los bienes que se
poseen a quienes tienen necesidad de ellos. Si son bienes superfluos no pertenecen a quienes los
poseen, sino a quienes los necesitan.

El grado del deber de participar a otros de los bienes que se poseen se mide por la magnitud de la
propia riqueza y por la necesidad del prójimo. En gran necesidad del prójimo es deber dar no solamente
de lo que sobraría, sino aún de los bienes que parecen necesarios para una vida conforme a la propia
condición. Cuando el que da de sus bienes al necesitado ha de quedar en iguales condiciones que éste, o
peores, no es un deber la participación, pues cada uno tiene el derecho y el deber de cuidar de su vida y
salud con preferencia a cualquiera otro: "No que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino
con igualdad" (2Co.8,13). No obstante, el ideal de la perfección cristiana debe llevar hasta el
desprendimiento evangélico: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y
tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme" (Mt.19,21).

Para que el compartir sea verdaderamente cristiano, se requiere que la motivación sea cristiana; que no
se haga por ostentación y que esté siempre regida por la virtud de la prudencia: "Y todo aquél que dé de
beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no
perderá su recompensa" (Mt.10,42; cf. Mt.25,40).

Dentro de las obras de misericordia reviste especial importancia la corrección fraterna: "Si alguno de
vosotros, hermanos míos, se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que el que convierte a un
pecador de su camino desviado, salvará su alma de la muerte y cubrirá la multitud de pecados"
(St.5,19-20; cf. 1Ts. 5,14; Mt.18,15-17).
El deber de la corrección fraterna será estricto cuando el prójimo esté amenazado por un serio peligro
espiritual; cuando promete un buen resultado; cuando es posible que el prójimo no se librará de un
peligro si no es amonestado. Pero el fin que se debe proponer la corrección fraterna no es solamente
apartar al prójimo de graves peligros, sino también estimularlo positivamente al bien y ayudarlo a
progresar en su vida espiritual.

El propósito de la corrección fraterna ha de proceder del verdadero celo por el Reino de los cielos; no
de una incomodidad personal. Debe estar regido por la prudencia, y una norma de prudencia es buscar
siempre el momento y el modo oportuno. La misma prudencia indicará cuál sea el momento de ilustrar
una conciencia errada, y cuándo sea preferible dejar a la persona en su buena fe.

El amor familiar. "Honra a tu padre y a tu madre"

(Del Catecismo de la Iglesia Católica: 2197 a 2233.)

2197.- El cuarto mandamiento encabeza la segunda tabla. Indica el orden de la caridad. Dios quiso que,
después de El, honrásemos a nuestros padres, a los que debemos la vida y que nos han trasmitido el
conocimiento de Dios. Estamos obligados a honrar y respetar a todos los que Dios, para nuestro bien,
ha investido de autoridad.

2198.- Este precepto se expresa en forma positiva, indicando los deberes que se han de cumplir.
Anuncia los mandamientos que contienen un respeto particular de la vida, del matrimonio, de los
bienes terrenos, de la palabra. Constituye uno de los fundamentos de la doctrina social de la Iglesia.

2199.- El cuarto mandamiento se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones con sus padres,
porque esta relación es la más universal. Se refiere también a las relaciones de parentesco con los
miembros del grupo familiar. Exige que se dé honor, afecto y reconocimiento a los abuelos y
antepasados. Finalmente se extiende a los deberes de los alumnos con respecto a los maestros, de los
empleados respecto a los patronos, de los subordinados respectos a sus jefes, de los ciudadanos
respecto a su patria, a los que la administran o la gobiernan.

Este mandamiento implica y sobrentiende los deberes de los padres, tutores, maestros, jefes,
magistrados, gobernantes, de todos los que ejercen una autoridad sobre otros o sobre una comunidad de
personas.

2200.- El cumplimiento del cuarto mandamiento lleva consigo su recompensa: "Honra a tu padre y a tu
madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar"
(Ex.20,12;Dt.5,16). La observancia de este mandamiento procura, con los frutos espirituales, frutos
temporales de paz y de prosperidad. Y, al contrario, la no observancia entraña grandes daños para las
comunidades y las personas humanas.

Naturaleza de la familia. 2201.- La comunidad conyugal está establecida sobre el consentimiento de los
esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación de los
hijos. El amor de los esposos y la generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia
relaciones personales y responsabilidades primordiales.
2202.- Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta
disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considera
como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco.

2203.- Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución
fundamental. Sus miembros son personas iguales en dignidad. Para el bien común de sus miembros y
de la sociedad, la familia implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y de deberes.

La familia cristiana. 2204.- "La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específica
de la comunión eclesial; por eso... puede y debe decirse iglesia doméstica" (FC 21; cf. LG 11). Es una
comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia una importancia singular como aparece en el
Nuevo Testamento (cf. Ef.5,21-6,4; Col.3,18-21; 1Pe 3,1-7).

2205.- La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y
del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es el reflejo de la obra creadora de
Dios. Es llamada a participar en la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la lectura de
la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es evangelizadora y misionera.

2206.- Las relaciones en el seno de la familia entrañan una afinidad de sentimientos, afectos e intereses
que provienen sobre todo del mutuo respeto de las personas. La familia es una "comunidad
privilegiada" llamada a realizar un "propósito común de los esposos y una cooperación diligente de los
padres en la educación de los hijos" (GS 52,1).

La familia y la sociedad. 2207.- La familia es la "célula original de la vida social". Es la sociedad


natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La
autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la
libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la
que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar
bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad.

2208.- La familia debe vivir de manera que sus miembros aprendan el cuidado y la responsabilidad
respecto de los pequeños y mayores, de los enfermos o disminuídos, y de los pobres. Numerosas son
las familias que en ciertos momentos no se hallan en condiciones de prestar esta ayuda. Corresponde
entonces a otras personas, a otras familias, y subsidiariamente a la sociedad, proveer a sus necesidades.
"La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su
tribulación y conservarse incontaminado del mundo" (St.1,27).

2209.- La familia debe ser ayudada y defendida mediante medidas sociales apropiadas. Cuando las
familias no son capaces de realizar sus funciones, los otros cuerpos sociales tienen el deber de
ayudarlas y de sostener la institución familiar. En conformidad con el principio de subsidiaridad, las
comunidades más vastas deben abstenerse de privar a las familias de sus propios derechos y de
inmiscuirse en sus vidas.

2210.- La importancia de la familia para la vida y el bienestar de la sociedad (cf. GS 47,1) entraña una
responsabilidad particular de ésta en el apoyo y fortalecimiento del matrimonio y de la familia. La
autoridad civil ha de considerar como deber grave "el reconocimiento de la auténtica naturaleza del
matrimonio y de la familia, protegerla y fomentarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la
prosperidad doméstica" (GC 52,2).
2211.- La comunidad política tiene el deber de honrar a la familia, asistirla y asegurarle especialmente:

- la libertad de fundar un hogar, de tener hijos y de educarlos de acuerdo con sus propias convicciones
morales y religiosas;

- la protección de la estabilidad del vínculo conyugal y de la institución familiar;

- la libertad de profesar su fe, transmitirla, educar a sus hijos en ella, con los medios y las instituciones
necesarios;

- el derecho a la propiedad privada, a la libertad de iniciativa, a tener un trabajo, una vivienda, el


derecho a emigrar;

- conforme a las instituciones del país, el derecho a la atención médica, a la asistencia de las personas
de edad, a los subsidios familiares;

- la protección de la seguridad y la higiene, especialmente por lo que se refiere a peligros como la


droga, la pornografía, el alcoholismo, etc.;

- la libertad para formar asociaciones con otras familias y de estar así representadas ante las autoridades
civiles (cf. FC 46).

2212.- El cuarto mandamiento ilumina las demás relaciones en la sociedad. En nuestros hermanos y
hermanas vemos a los hijos de nuestros padres; en nuestros primos, los descendientes de nuestros
abuelos; en nuestros conciudadanos, los hijos de nuestra patria; en los bautizados, los hijos de nuestra
madre, la Iglesia; en toda persona humana, un hijo o una hija del que quiere ser llamado "Padre
nuestro". Así, nuestras relaciones con el prójimo se deben reconocer como pertenecientes al orden
personal. El prójimo no es un "individuo" de la colectividad humana; es "alguien" que por sus
orígenes, siempre "próximos" por una u otra razón, merece una atención y un respeto singulares.

2213.- Las comunidades humanas están compuestas de personas. Gobernarlas bien no puede limitarse
simplemente a garantizar los derechos y el cumplimiento de los deberes, como tampoco a la sola
fidelidad de los compromisos. Las justas relaciones entre patronos y empleados, gobernantes y
ciudadanos, suponen la benevolencia natural conforme a la dignidad de personas humanas deseosas de
justicia y fraternidad.

Deberes de los hijos.- 2214.- La paternidad divina es la fuente de la paternidad humana (cf. Ef.3,14); es
el fundamento del honor debido a los padres. El respeto de los hijos, menores o mayores de edad, hacia
su padre y hacia su madre (cf. Pr.1,8; Tb.4,3-4), se nutre del afecto natural nacido del vínculo que los
une. Es exigido por el precepto divino (cf. Ex.20,12).

2215.- El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la
vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en
sabiduría y en gracia. "Con todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre.
Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?" (Si.7,27-28).

2216.- El respeto filial se expresa en la docilidad y la obediencia verdaderas. "Guarda, hijo mío, el
mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu madre... en tus pasos ellos serán tú guía; cuando te
acuestes, velarán por tí; conversarán contigo al despertar" (Pr.6,20-22). "El hijo sabio ama la
instrucción, el arrogante no escucha la reprensión" (Pr.13,1).

2217.- Mientras vive en el domicilio de sus padres, el hijo debe obedecer a todo lo que éstos dispongan
para su bien o el de la familia. "Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios
en el Señor" (Col.3,20; cf. Ef.6,1). Los niños deben obedecer también las prescripciones razonables de
sus educadores y de todos aquellos a quienes sus padres los han confiado. Pero si el niño está
persuadido en conciencia de que es moralmente malo obedecer esa orden, no debe seguirla.

Cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus padres. Deben prevenir sus deseos,
solicitar dócilmente sus consejos y aceptar sus amonestaciones justificadas. La obediencia a los padres
cesa con la emancipación de los hijos, pero no el respeto que les es debido, el cual permanece para
siempre. Este, en efecto, tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo.

2218.- El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los
padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez
y durante las enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de
gratitud (cf. Mc.7,10-12; Si.3,2-6.12-13.16).

2219.- El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar; atañe a las relaciones entre
hermanos y hermanas. El respeto a los padres irradia en todo el ambiente familiar. "Corona de los
ancianos son los hijos de los hijos" (Pr.17,6). "Soportáos unos a otros en la caridad, en toda humildad,
dulzura y paciencia" (Ef.4,2).

2220.- Los cristianos están obligados a una especial gratitud para con aquellos de quienes recibieron el
don de la fe, la gracia del bautismo y la vida en la Iglesia. Puede tratarse de los padres, de otros
miembros de la familia, de los abuelos, de los pastores, de los catequistas, de otros maestros o amigos.
"Evoco el recuerdo de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu
madre Eunice, y sé que también ha arraigado en tí" (2Tm.1,5).

Deberes de los padres.- 2221.- La fecundidad del amor conyugal no se reduce a la sola procreación de
los hijos, sino que debe extenderse también a su educación moral y a su formación espiritual. El papel
de los padres en la educación "tiene tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse" (GE 3).
El derecho y el deber de la educación son para los padres primordiales e inalienables (cf. FC 36).

2222.- Los padres deben mirar a sus hijos como a hijos de Dios y respetarlos como a personas
humanas. Han de educar a sus hijos en el cumplimiento de la ley de Dios, mostrándose ellos mismos
obedientes a la voluntad del Padre de los cielos.

2223.- Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta
responsabilidad ante todo por la creación de un hogar donde la ternura, el perdón, el respeto, la
fidelidad y el servicio desinteresado son norma. El hogar es un lugar apropiado para la educación de las
virtudes. Esta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí,
condiciones de toda libertad verdadera. Los padres han de enseñar a los hijos a subordinar las
dimensiones "materiales e instintivas a las interiores y espirituales" (CA 36). Es una grave
responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer ante sus hijos sus
propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos (cf. Si.30,1-2; Ef.6,4).
2224.- El hogar constituye un medio natural para la iniciación del ser humano en la solidaridad y en las
responsabilidades comunitarias. Los padres deben enseñar a los hijos a guardarse de los riesgos y las
degradaciones que amenazan a las sociedades humanas.

2225.- Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido la responsabilidad y el
privilegio de evangelizar a sus hijos. Desde su primera edad, deberán iniciarlos en los misterios de la fe
de los que ellos son para sus hijos "primeros heraldos de la fe" (LG 11). Desde su más tierna infancia,
deben asociarlos a la vida de la Iglesia. La forma de vida en la familia puede alimentar las
disposiciones afectivas que, durante toda la vida, serán auténticos cimientos y apoyos de una fe viva.

2226.- La educación en la fe por los padres debe comenzar desde la más tierna infancia. Esta educación
se hace ya cuando los miembros de la familia se ayudan a crecer en la fe mediante el testimonio de una
vida cristiana de acuerdo con el Evangelio. La catequesis familiar precede, acompaña y enriquece las
otras formas de enseñanza de la fe. Los padres tienen la misión de enseñar a sus hijos a orar y a
descubrir su vocación de hijos de Dios (LG 11). La parroquia es la comunidad eucarística y el corazón
de la vida litúrgica de las familias cristianas; es un lugar privilegiado para la catequesis de los niños y
de los padres.

2227.- Los hijos, a su vez, contribuyen al crecimiento de sus padres en la santidad (GS 48,4). Todos y
cada uno deben otorgarse generosamente y sin cansarse el mutuo perdón exigido por las ofensas, las
querellas, las injusticias y las omisiones. El afecto mutuo lo sugiere. La caridad de Cristo lo exige (cf.
Mt.18,21-22; Lc.17,4).

2228.- Durante la infancia, el respeto y el afecto de los padres se traducen ante todo en el cuidado y la
atención que consagran para educar a sus hijos, y para proveer a sus necesidades físicas y espirituales.
En el transcurso del crecimiento, el mismo respeto y la misma dedicación llevan a los padres a enseñar
a sus hijos a usar rectamente de su razón y de su libertad.

2229.- Los padres, como primeros responsables de la educación de los hijos, tienen el derecho de elegir
para ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones. Este derecho es fundamental. En
cuanto sea posible, los padres tienen el deber de elegir las escuelas que mejor les ayuden en su tarea de
educadores cristianos (cf. GE 6). Los poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los
padres y de asegurar las condiciones reales de su ejercicio.

2230.- Cuando llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el deber y el derecho de elegir su
profesión y su estado de vida. Estas nuevas responsabilidades deberán asumirlas en una relación de
confianza con sus padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibirán dócilmente. Los padres deben
cuidar de no presionar a sus hijos ni en la elección de una profesión ni en la de su futuro cónyuge. Esta
indispensable prudencia no impide, sino al contrario, ayudar a los hijos con consejos juiciosos,
particularmente cuando éstos se proponen fundar un hogar.

2231.- Hay quienes no se casan para poder cuidar a sus padres, o sus hermanos y hermanas, para
dedicarse más exclusivamente a una profesión o por otros motivos dignos. Estas personas pueden
contribuir grandemente al bien de la familia humana.

La familia y el Reino de Dios. 2232. Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son
absolutos. A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la
vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar
esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la
vocación primera del cristiano es seguir a Jesús (cf. Mt.16,25): "El que ama a su padre o a su madre
más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt.
10,37).

2233.- Hacerse discpípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en
conformidad con su manera de vivir: "El que cumple la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi
hermano, mi hermana y mi madre" (Mt.12,49). Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción
de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino, en
la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.

El amor a los enemigos.

El precepto del amor al prójimo no tiene excepciones. No podemos excluir a nadie (cf. Lc.10,29-37;
Mt. 5,38-48). El amor a los enemigos está comprendido en el precepto de la caridad fraterna. Pero no es
propiamente en cuanto es enemigo, sino en cuanto llamado a la amistad divina. La oración debe ser la
primera y principal manifestación del amor a los enemigos: "Pues yo os digo: amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persiguen" (Mt. 5,44).

Este amor a los enemigos es lo que distingue el amor cristiano del amor pagano: "Porque si amáis a los
que os aman, ¿qué recompensa váis a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no
saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los
gentiles?" (Mt. 5,46-47).

El precepto del amor a los enemigos se encuentra ya desde el Antiguo Testamento: "Si tu enemigo tiene
hambre, dale de comer, si tiene sed, dale de beber" (Pr.25,21).

Jesús proclamó expresamente el carácter obligatorio del amor a los enemigos como condición para ser
hijos del Padre celestial: "para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre
buenos y malos, y llover sobre justos e injustos" (Mt. 5,45).

2.3.3- Pecados contra el amor al prójimo.

El odio y la envidia.

El odio es el pecado que más directamente va contra el amor al prójimo. Hay otros pecados cercanos al
odio, como son los resentimientos y los rencores. Son serios obstáculos que se oponen al amor al
prójimo, al tiempo que constituyen grandes dificultades para la realización de la vida cristiana.

La envidia es tristeza o malestar por el bien del prójimo. El envidioso, en lugar de desear el bien al
prójimo, le tiene ojeriza y aun le desea el mal porque ve en la dicha de su prójimo un perjuicio o una
limitación para sí.

La envidia es una falta moral tanto más grave cuanto más seriamente se fomente y cuanto mayor sea el
bien que ataca. San Pablo la cuenta entre los signos de un espíritu reprobable, y entre las obras de la
carne, que codicia contra el espíritu (cf. Rm.1,29; Ga.5,19-26; 1Tm.6,4; Tito 3,3). Es efecto del orgullo
o soberbia y de ella proceden otros males tales como el odio, la murmuración, la difamación.

La discordia.
La discordia se opone al bien de la paz y la concordia. Nace del desordenado amor propio y de la
vanagloria. De ella nacen las contiendas, discusiones violentas, malos tratos, riñas. La falta recae
primeramente sobre el agresor injusto, y luego sobre el agredido si no es moderado en su defensa.

La seducción.

La seducción consiste en el esfuerzo premeditado e intencional por hacer caer al prójimo en pecado. El
seductor peca contra el amor al prójimo, pues no solamente no favorece al seducido en su valor moral,
sino que trata de dañarle.

La seducción recibe su especie del pecado al cual se pretende seducir. Su gravedad depende del daño
moral que amenaza al seducido. Si el seductor logra su intento, tiene obligación moral de reparar por
los daños producidos, según sus posibilidades, especialmente por medio de una influencia positiva
sobre el seducido, contraria a la especie de su seducción. Ordinariamente la seducción reviste también
carácter de escándalo.

El escándalo.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica: 2284 a 2287).-

2284.- El escándalo es una actitud o un comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que
escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede
ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave, si por acción u
omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.

2285.- El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o la
debilidad de quienes lo padecen. Inspiró a Nuestro Señor esta maldición: "Al que escandalice a uno de
estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de estas piedras de molino
que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar" (Mt.18,6; cf. 1Co.8,10-13). El escándalo es
más grave cuando es causado por quienes, por naturaleza o por función, están obligados a enseñar y
educar a otros. Jesús, en efecto, lo reprocha a los escribas y fariseos: los compara a lobos disfrazados
de corderos (cf. Mt.7,15).

2286.- El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por la
opinión.

Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la
degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a "condiciones sociales que,
voluntaria o involuntariamente, hacen árdua y prácticamente imposible una conducta cristiana
conforme a los mandamientos" (Pío XII, discurso 1 de Junio 1941). Lo mismo ha de decirse de los
empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude, de los educadores que "exasperan" a
sus alumnos (cf. Ef.6,4; Col. 3,21), o de los que, manipulando la opinión pública, la desvían de los
valores.

2287.- El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastren a hacer el mal se hace
culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha favorecido:
"Es imposible que no vengan escándalos, ¡ay de aquel por quien vienen!" (Lc. 17,11).- (Hasta aquí el
Catecismo).

En sentido general, escándalo quiere decir "piedra de tropiezo". En sentido moral es toda acción u
omisión que constituya para otros un tropiezo en el camino de la salvación; todo aquello que, por uno u
otro motivo, hace caer al prójimo en pecado o lo lleva a decidirse por el mal.

Hay circunstancias en que se da escándalo aún por acciones u omisiones que, consideradas en sí
mismas, independientemente del efecto que puedan producir en el prójimo, no son pecaminosas. Es el
llamado "escándalo de los débiles", que se da por razón de su conciencia débil o mal formada (cf.
1Co.8,8-13).

Las formas más comunes de escándalo son las que se dan por la indecencia en los vestidos, el arte
degenerado, la pornografía, la literatura tendenciosa y, en general, por toda conducta depravada.

A veces el escándalo tiene carácter de seducción, cuando la intención de quien da el escándalo es


arrastrar a otros al pecado.

Quien se ha hecho culpable de escándalo está obligado en conciencia a impedir sus efectos, si ello es
posible, y a reparar por los daños causados. Quien públicamente causa escándalo, debe esforzarse por
reparar públicamente. Cuando no es posible una reparación adecuada, hay mayor obligación de dar
buen ejemplo y de orar por aquellas personas que han recibido daño por razón del escándalo. Una de
las mejores maneras de reparar por el escándalo es la entrega a una vida virtuosa, en una actitud de
sincera y profunda conversión.

La cooperación al mal.

Cooperación al mal es el concurso al pecado de otro que ya de suyo está decidido a pecar. Es una ayuda
o contribución física o moral que se presta al otro para un acto pecaminoso. Si el cooperador no
solamente participa efectivamente en la mala acción del otro, sino que también la aprueba, por esa mala
disposición interior se hace culpable del pecado cometido por el otro; su acción recibe el nombre de
cooperación formal. Falta contra el amor al prójimo porque en lugar de apartarlo del mal, como es su
deber, le ayuda a realizarlo.

A veces pueden existir motivos que permitan la sola cooperación material, sin aprobación de la mala
acción. Se puede afirmar, en general, que es lícita la sola cooperación material cuando con ella se
defiende algún bien superior o se trata de impedir un mal mayor.

Hay cooperación pasiva cuando no se impide el mal que se puede y se debe impedir.

Quien formalmente coopera al mal tiene la obligación de reparar según la medida de su cooperación.
En caso de cooperación pasiva la obligación de reparar es proporcional a la obligación de impedir el
mal y a la posibilidad de impedirlo.

Pecados de omisión contra el amor al prójimo.

"Aquél, pues, que sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado" (St.4,17). El no cumplimiento de
cualquier deber de caridad para con el prójimo constituye un pecado de omisión opuesto a la misma
virtud de la caridad. San Mateo, en la perícopa sobre el juicio final (25,41-46) se refiere a algunos
pecados de omisión contra la caridad para con el prójimo.

Toda omisión de un deber de caridad para con el prójimo constituye un pecado de la misma naturaleza
del deber no cumplido. Habrá, entonces, tantas posibilidades de pecados de omisión respecto al amor al
prójimo, cuantos sean los deberes para con el prójimo.

2.3.4- El amor a sí mismo.

La persona está llamada no solamente a amar a Dios, sino también a tener parte en el amor de Dios. El
amor a sí mismo es legítima participación en el amor de Dios (cf. ST.2,2,26,4). Lo toma el Señor como
medida del amor al prójimo: "Amarás a tu prójimo como a tí mismo" (Mt.22,39; cf. Hb.13,3).

El verdadero amor a sí mismo consiste en la realización de la propia persona tal como es proyectada y
amada por Dios. Es el amor a la imagen de Dios configurada en la unidad sobrenatural de vida y de
amor; imagen por la que Dios mismo es glorificado.

El amor a sí mismo no tiene su punto de apoyo y su inspiración en sí mismo, sino en Dios. Para llegar a
Dios la persona necesita salir de sí misma; y por la participación en el amor de Dios debe salir de sí
para llegar al prójimo. La persona llega cabalmente y de veras al amor de sí misma cuando no busca
egoístamente sus propios intereses, sino la realización del plan de Dios: "El que ama su vida, la pierde,
y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna" (Jn.12,25; cf. 1Co.13,4-5).

Quien se ama cristianamente a sí mismo, por razón de ese amor a sí mismo está atento a la realización
del plan que el Señor le ha trazado. Es precisamente así como atiende a la realización de su 'yo' que
glorifica a Dios, su verdadero Bien. Todos los demás bienes los juzga y emplea en cuanto le sirvan y
estén ordenados a Dios, el Sumo Bien.

Se peca contra el amor a sí mismo por buscar egoístamente las propias satisfacciones, halagos e
intereses temporales, descuidando así la propia vocación a la comunión de vida con Dios. Toda entrega
a una vida depravada es una grave falta contra el amor a sí mismo.

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