Está en la página 1de 8

La agonía del cuerpo-ritual 2:

¿Son las sociedades contemporáneas culturas des-ritualizadas?

1
Lic. Fabio Álvarez (UNS/CIB )
Prof. Martín Fuentes (UNS/CIB)

La medicina está pagando por su desconocimiento de datos antropológicos


elementales. Olvida que el hombre es un ser de relaciones y de símbolos y
que el enfermo no es solo un cuerpo al que hay que arreglar.
2
David Le Breton

I
¿Asistimos a una pérdida de rituales? ¿Qué significaría ello? ¿Se han terminado lo
rituales? ¿Cómo funciona un ritual? ¿Qué operaciones técnicas supone o se despliegan? ¿Es
un ritual ese espacio, ese umbral que disuelve o detiene el tiempo lineal y abre otro, en donde,
justamente, el tiempo pierde su homogeneidad y continuidad para transformarse en un tiempo
circular, simbólico, reversible, cargado de fuerzas refundativas y ontológicas? ¿Aloja un
ritual fuerzas que desarman al individuo, lo deshacen y lo vuelven a hacer?
Pareciera ser que un ritual es ese escaparate de la existencia en el que se realiza ese
vaivén entre muerte y renacimiento, en el que la existencia abre las puertas a las dimensiones
de lo extraño y nos comunica con lo desconocido para asumir “otra realidad”, para
resignificar nuestra realidad. Un ritual es ese espacio de emanación de relaciones distintas
entre las cosas, una trama simbólica que nos abre a otra manera de percibir, una percepción
que escapa a los modos habituales de estar y transitar entre las cosas, en donde la vida y la
muerte forman parte de un mismo circuito.
Un ritual tiene una función ​ethopoiética​, creativa y potenciadora del ​bíos.​ El tiempo y
el espacio dejan de ser neutros para llenarse de significado: hay una fundación ontológica del
3
mundo . El tiempo y el espacio asumen una forma cualitativamente diferente, funcionan de

1
“Centro de Investigaciones Bioéticas”, Bahía Blanca, Departamento de Humanidades, Universidad Nacional
del Sur. Director: Lic. Fabio Álvarez.
2
LE BRETON, David, ​Antropología del cuerpo y modernidad​, Nueva Visión, Bs. As., 2002
3
La neutralidad puede ser pensada en los términos de una des-polarización del campo de la experiencia. Es un
estado de desgarramiento de la malla de sentidos y remisiones que ​circunstancian ​-es decir, contextualizan en el
marco de una trayectoria vital orientada- momentos, experiencias y cosas. El sujeto paga con dolor y
extrañamiento cada vez que estas ​esferas e​ n las que es posible la vida -al decir de Peter Sloterdijk- implosionan.
Cuando esto sucede, la experiencia estalla y todos sus fragmentos flotan huérfanos e independientes por el
no-espacio del extrañamiento, como una diáspora de nudos lanzados al vacío, insoportablemente individuales.
Es un aborto hacia un espacio exterior sin eje, habitado por puntos excéntricos sin fuerza de gravedad. Los
rituales, al contrario, tienen una capacidad ordenadora, es decir, de polarización: a saber, de apertura y
manera distinta, son parte de otro escenario. Así, instalarse en un territorio, por ejemplo,
viene a ser, en última instancia, consagrarlo. Situarse en un lugar, organizarlo, habitarlo, son
acciones que suponen una elección existencial: la elección del universo que se está dispuesto
a asumir al crearlo. En síntesis, situarse en un lugar es crear una abertura comunicante con lo
otro.

II
“Un hombre se sienta en la noche y los fantasmas de su tiempo se hacen presentes.
La batalla es inevitable y el hombre debe atravesar una densa y turbulenta nube espectral en
busca de sí mismo. El mundo se agita amenazado porque presiente que ya nunca volverá a ser
el mismo; aún así los espectros no dejan de retornar. La noche pasa, de a poco se desvanece
la bruma y despierta el mundo con un nuevo rostro. El hombre ha luchado contra la ilusión y
la ignorancia, el apego y la clausura. Establece, calibra e inventa una nueva correlación con el
universo” (Sztulwark y Sicorsky, 2016, p. 20). Es un samurái que sale de la meditación
sentada, de apoyar su conciencia sobre la respiración ​harásica​, esa tecnología respiratoria que
transforma el cuerpo en mundo y el mundo en cuerpo. Pliegue y despliegue de una
sensibilidad perceptiva, fisiológica.
Sale de lo profundo de la montaña y se encuentra con el grupo de sus guerreros,
quienes realizan y practican un sinnúmero de ejercicios y destrezas con sus espadas. Los
cuerpos se mueven al compás del aliento harásico. El paisaje se impregna de espíritu marcial,
las katanas resuelven el aire y lo dibujan, como si practicasen caligrafía. A través de la bruma
las montañas se hacen lago, el lago se hace montaña. Entre ellos, la bruma es el vacío que
amalgama y oculta al mismo tiempo la forma última de las cosas. La bruma flotante es
movimiento, cambio, transformación, quiasma vacío que vehiculiza la dinámica entre cuerpo
y naturaleza, enjambre de cultura y ​bíos​. Cuerpos que recrean el tiempo vivido en espacio
viviente.
Son derrotados en la última batalla. Sólo quedan algunos samuráis que deciden
morir a través del ritual del ​seppuku​. Como años más tarde lo hiciera el mismísimo Mishima
al ver desmoronarse el Japón antiguo y la figura política del emperador, a ellos se les presenta
el momento, la hora del gran acto final, la visión del vacío. Les queda el ritual y la

restitución del mundo en un grado mayor de polaridad. Esta energía polarizante es “...originariamente creadora
de espacio…” (Sloterdijk, 2009, p. 329)
escenografía que hacen los cuerpos, eviscerarse por debajo del estómago. Luego, el
movimiento mortal de las espadas, toda una semántica sobre el significado o sobre los
posibles sentidos que adquiere el morir. El grito de los últimos samuráis, la decisión del
seppuku q​ ue, como todo suicidio es ambiguo, renuncia y rebeldía, desesperación y protesta.
De este modo, podemos decir que la cultura samurái es obra de su cuerpo, una
especie de fisio-cultura, como también que ciertos caracteres del budismo zen, del
confucianismo y del ​bushidō​, dan lugar a un ​ethos d​ el saber morir, de decidir la muerte, y no
sólo de perecer. El samurái sabe que va a morir. Por eso, prepara su cuerpo y su talante vital.
“El difícil arte de morir a tiempo es considerado como la más hermosa prueba de un coraje
sensato frente a los reveses de la fortuna y de la salud” (Pinguet, 2016, p. 14)
Sin embargo, si volvemos la mirada al Japón actual, el ​sepukku ha sido sustituído por
el ​karoshi,​ palabra japonesa que significa "muerte por exceso de trabajo". Dicho término se
usa para describir un síntoma y fenómeno social en el ambiente laboral que existe desde hace
varias décadas en ​la cultura japonesa. El ​karoshi t​ rajo un aumento de la tasa de mortalidad
por complicaciones debidas al exceso de horas de trabajo, sobre todo a derrames cerebrales y
ataques cardíacos​. El Ministerio de Sanidad de Japón reconoció este fenómeno en 1987,
certificando, a través de este reconocimiento oficial, una declaración ontológica para nada
menor, contenida ya en el suicidio de Mishima: explicita la irrupción de un aire cultural
enrarecido que, al neutralizar la eficacia de los símbolos para balancear y re-distribuir el peso
de la muerte, hace imposible el arte de hacerla venir. Entonces la pregunta que nos hacemos
es: ¿qué ha sucedido entre el Japón del ​seppuku​, p. e., y el Japón del ​karōshi o muerte por
exceso de trabajo? En el hiato que separa ambos mundos aspiramos a captar la que, a primera
vista, pareciera ser una de las líneas de fuerza más intensas de la cultura occidental: la
des-ritualización de los cuerpos.
En efecto, la distancia que separa al ​seppuku ​del ​karōshi ​puede ser comprendida en
los términos de un retroceso o una falla sistémica en las capacidades de las técnicas
ritual-simbólicas para abrir o distender espacios de instalación en la existencia. Se trata, en
consecuencia, de dos registros topológicos diferentes. En el primero, estamos ante un cuerpo
que, gracias a procedimientos ceremoniales, es capaz de insertar la muerte en un programa
cultural de ​buen vivir​. En el segundo, nos encontramos ante un cuerpo des-ritualizado,
anatómico, convertido en una masa funcional y des-sacralizada de órganos cuya capacidad de
rendimiento físico-productivo se ve abrupta y violentamente superada. En consecuencia, el
contraste radica en las capacidades de espera, aceptación y hospedaje de la muerte.
Por mucho tiempo, la manipulación de símbolos, es decir, de gestos, acciones,
elementos y lugares cuyo significado está inserto y depende de un sistema más amplio y
vasto de remisiones, ha sido -y lo sigue siendo en horizontes no-modernos de existencia- la
operación fundamental por la que los seres humanos asumen trayectorias de ejercitación
anímica en la búsqueda de trabar relaciones amistosas con consigo mismos, con el mundo y
las circunstancias que en él salen al paso. De este modo, a través del diseño y la repetición de
rutinas atléticas de envergadura mental y corporal los hombres ponen a prueba su capacidad
de asimilación afectiva midiéndose con lo tremendo y lo imponderable para poder ​des-alejar
-es decir, volver manipulables- estresores y peligros inherentes a la condición humana, tales
como el crecimiento, el deterioro, los vaivenes de la fortuna, el sufrimiento, la enfermedad y
​ loterdijk, 2013, pp. 23-24). Condimentos que integran un drama existencial
la muerte (​Cf. S
perpétuo que constriñe a los hombres al desafío de re-apropiarse constantemente de sí
4
mismos y a re-localizarse progresivamente en contextos vitales de mayor multipolaridad .
De esta manera, los hombres se entrenan en domesticar su propia condición, en
volverla familiar. En este sentido, los rituales pueden ser pensados como rutinas de acción,
como prácticas acrobáticas de espaciamiento y domesticación mediante las cuales -a través
del pasaje por instancias mentales y afectivas críticas-, los hombres aspiran a conquistar
complicidad doméstica con cosas y circunstancias. A tal efecto, los símbolos sagrados, los
rituales y los amuletos operan como vehículos de familiaridad, es decir, de generación de

4
La situación del hombre en la existencia es la de una exposición sostenida a una serie de fracturas identitarias
inevitables. En vistas a esto, gran parte de las culturas no-modernas desarrollan rituales para poder, mediante los
mismos, establecer cortes vitales que permitan ordenar y darle sentido a la pérdida inevitable de los cuerpos
infantiles como forma de pasaje a la adultez. Restaría pensar si acaso la “adolescencia” no es, en sociedades
occidentales, una expresión diametralmente opuesta a este tipo de mecanismos. Es decir, el efecto inevitable de
una des-ritualización de la existencia por la que no se deja de ser niño mientras se comienza a ser adulto, todo
esto sin programa cultural de crecimiento que permita organizar y codificar ese estado de angustia y confusión.
Si bien es cierto que subsisten ciertos rituales -egreso escolar, cumpleaños de quince, licencia de conducir, debut
sexual, etcétera-, lo cierto es que ninguno de ellos tiene la fuerza suficiente para que la transformación subjetiva
sea experimentada y ratificada en términos colectivos como un auténtico corte en la trayectoria del individuo.
Gran parte de la capacidad ritual para producir efectos en lo real se debe a su carácter no individual, social, es
decir, ​macroesférico​; motivo por el cual la individualización o privatización de los mismos redunda en una
reducción de su eficacia ética. En este sentido, tal vez la fragmentación contemporánea del ​ethos d​ eja como
saldo la disposición de instancias de “pasaje” ​microesféricas q​ ue, más que umbrales de transformación,
funcionan como “puntos de paso”, mojones simbólicos de poca eficacia y fuerza amplificante. En estos mismos
términos, en ​El individuo y el sistema. Psicoterapia en una sociedad cambiante (1997), Helm Stierlin sostiene
que en la posmodernidad convergen una radicalización de las contradicciones existenciales, una
individualización de la búsqueda de apoyo y la ausencia cultural de un programa de individuación, signada por
la desaparición de “rituales de iniciación”.
espacio doméstico. Son herramientas que actúan como contraseñas de lo difícil y de lo
ambiguo; como modos de aligeramiento y aclimatación que permiten balancear pesos de otro
modo insostenibles, además de insertarlos en una trayectoria vital.
La clave de esta dinámica ritual radica en que, en ella, el instrumento, el amuleto o el
gesto cargado de simbolismo no constituyen fragmentos aislados de la experiencia (​Cf.
Sloterdijk, 2009, p. 351). Más bien, son puntos nodales que permiten la distensión de un
amplio “...anillo extremo de fuerzas ordenadoras invisibles…” (Sloterdijk, 2004, p.177) al
interior del cual todas las cosas manifiestas adquieren su ​lugar​. Por esto mismo, permiten la
acción sobre dominios enteros de lo real, en la medida en que son experimentados como
locus o​ “puntos clave” en los que se concentran las fuerzas secretas que animan la realidad
(​Cf. ​Simondon, 2007, pp. 182-183). En ellos hay una capacidad técnica ​medial ​o vehicular
que conduce a la participación en tramas de sentido envolventes a través de la demarcación
enfática de ​instancias y lugares clave en las que es preciso procesar una transformación,
acoger ambivalencias, no ser devorado por ellas y acceder a nuevas formas de ser. En este
sentido, los rituales han desempeñado siempre una técnica o función de corte en las
trayectorias vitales mediante los cuales es posible ordenar y dar sentido a las pérdidas y a la
emergencia de estresores. De ahí que los elementos en ellos involucrados sean
necesariamente ​simbólicos,​ mojones afectivos y prácticos en los que la circulación de fuerzas
entre el individuo y el mundo es más intensa.
Ni la catana ni el cuerpo lacerado por ésta constituyen, por eso mismo, elementos
aislados. A su vez, cada una de las heridas infligidas no es un acontecimiento local. La
operación técnica de corte no es en ningún caso analítica, ejecutada sobre un punto o
fragmento desprendido de realidad. La catana participa de un tejido de remisiones al interior
del cual gana capacidad para ser algo más que sí-misma. El corte se ejecuta sobre un cuerpo
abierto, receptáculo hospedante de su propia finitud. Contrariamente, en coordenadas
culturales más semejantes a las nuestras, el cuerpo muerto por exceso de trabajo solo es
abierto por el instrumental quirúrgico de maestros de ceremonias secularizadas: la autopsia,
¿ritual? de alumbramiento de las causas en el que los elementos de incisión ejercen su
accionar sobre cuerpos obliterados y anatómicos, y ya no sobre el espacio del mundo y su
sentido.
En esto radica la diferencia entre dos formas de ser ​hábil -​ es decir, adulto, maduro- en
el trato con el mundo. En primer lugar, la “eficacia simbólica”, basada eminentemente en la
utilización procedimental de “símbolos-cosa” como técnica de espaciamiento y
domesticación de imponderables. Se desarrolla en un horizonte mágico de existencia, en el
que la operación no está dirigida a contestar “...tal como lo hace la ciencia, a ​«por qué sucede
esto» sino a «por qué esto me sucede a mí»” (Kalinky y Arrúe, 1996, p. 252). ​En cambio, en
la “eficacia técnica”, signos, gestos e instrumentos se individualizan; se convierten en
fragmentos desprendidos que se aplican analíticamente sobre sectores del mundo, punto por
​ imondon,
punto, produciendo exclusivamente efectos locales, al modo de un escalpelo (​Cf. S
2007, pp. 187-188).
Tal es la diferencia entre el objeto-símbolo-ritual y el instrumental
médico-​biopolítico​, el cual actúa sobre un cuerpo individualizado, separado del mundo,
factible de ser enclaustrado e intervenido quirúrgicamente sin mayores consecuencias para el
resto de la trama de lo real. La clínica, como primero lo hizo la anatomía, se volvió posible
sobre un régimen técnico no-ritual de estas características. Y con ella se consumó el paso de
estrategias pasivas de aligeramiento de la finitud -caracterizadas por la aceptación de la
muerte y el sufrimiento mediante rituales y manipulación de símbolos-cosas- a ​estrategias
activas de enfrentamiento con la muerte, basadas en la manipulación de instrumentos,
máquinas y sustancias. El costo a pagar no es otro que una cultura que descarga en los
​ loterdijk, 2008,
individuos la presión de lidiar en solitario con aquello que los sojuzga (​Cf. S
p. 145), al mismo tiempo que los desprovee de técnicas simbólicas colectivas de pasaje
-umbrales- mediante las cuales facilitarles la apropiación de sus pérdidas y transformaciones.
De este modo, las experiencias de dolor e incertidumbre se convierten en zonas liberadas, lo
cual es muy peligroso. No olvidemos que “más allá del umbral comienza un estado óntico
totalmente distinto. Por eso el umbral siempre lleva inscrita la muerte. Quien traspasa el
umbral se somete a una transformación” (Han, 2017, p. 57) Quien traspasa el umbral
comienza a habitar un espacio y tiempo distintos, una trama en la que la percepción se
desencaja y despierta a modos in-habituales de percibir y operar en el mundo de la vida.
Quien traspasa el umbral muere y renace a través de un ​topos a​ malgamado y enriquecido por
símbolos. Una especie de operación ​ethopoiética.​
Para ilustrar un poco más esta problemática, en la existencia pre-moderna, podríamos
decir que los ritos de tránsito han desempeñado un papel importante en la vida del hombre
religioso. Por ejemplo, en lo que concierne a la muerte, los ritos son complejos porque no se
trata simplemente de un “fenómeno natural” (la vida o el alma que abandona el cuerpo), sino
de un cambio de régimen a la vez ontológico y social: el difunto debe afrontar ciertas pruebas
que conciernen a su propio destino de ultratumba, pero asimismo debe ser reconocido por la
comunidad de los muertos. Para ciertos pueblos, tan sólo el entierro ritual del cuerpo
confirma la muerte. Por lo demás, no se da por válida la muerte de nadie hasta después del
cumplimiento de las ceremonias funerarias, o cuando el alma del difunto ha sido conducida
ritualmente a su nueva morada (Cf. Eliade, 1998, p. 135).

III
Pareciera ser que una génesis tanatológica ha desembocado en “la muerte prohibida”,
institucionalizada y medicalizada. Los rituales del morir, el tiempo y el espacio simbólicos
parecen haberse desvanecido en un tiempo-espacio instrumentalizado, vacío de significación,
chato, lineal, en donde las operaciones ​antropotécnicas d​ e pasaje, de umbral, de
sostenibilidad energético-ambiental o espiritual, quedan relegadas a gestos o acciones
sumatorias, descalibradas, incapaces de hacer del tiempo otra cosa que no sea solo dar
tumbos en un espacio colapsado y deprimido:

Desde el punto de vista esferológico la depresión significa el aniquilamiento del espacio de relación. El buen
espacio desaparece cuando se colapsa el radio que había mantenido el punto y el contra-punto, juntos
pero separados, dentro de una circunferencia común. Un mundo sin energía radial es la antiesfera: un
entorno cualquiera alrededor de un punto sin pareja...Cuando no hay posibilidad de dilatación o
distensión de esferas falta el espacio en el que pudiera realizarse una acción transformadora o en el que
pudiera pronunciarse una palabra eficaz, activa (Sloterdijk, 2004, p. 532).

A la luz de lo dicho, vale ensayar las siguientes preguntas: ¿Estamos a una distancia
insalvable del ​ars moriendi de las escuelas helenísticas y romanas? ¿Hasta qué punto puede
afirmarse que el borramiento del cuerpo-ritual obstruye de modo irreversible el “difícil arte
de aprender a despedirse”?, ¿O acaso estaremos en vías de otras lógicas rituales que todavía
no entendemos y no alcanzamos a vislumbrar en el horizonte de lo real? ¿Que tal si los
rituales, en lugar de desaparecer, se han escindido de la transacción de símbolos comunitarios
viéndose relegados a la esfera privada, motivo por el cual su eficacia se ha visto mermada?

Referencias​:
- Eliade, M., (1998), ​Lo sagrado y lo profano​, Barcelona, Paidós Orientalia
- Han, B. Ch., (2017), ​La expulsión de lo distinto,​ Barcelona, Herder
- Kalinsky, B. y Arrúe W., (1996), ​Claves antropológicas de la salud,​ Bs. As., Miño y
Dávila
- Pinguet, M., (2016), ​La muerte voluntaria en Japón,​ Bs. As., Adriana Hidalgo
- Simondon, Gilbert (2007), ​El modo de existencia de los objetos técnicos​, Buenos
Aires, Prometeo.
- Sloterdijk, Peter (2013), ​Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica,​ Valencia,
Pre-textos.
- ------------------- (2009), ​Esferas I. Burbujas. Microesferología,​ Madrid, Siruela.
- ------------------- (2008), ​Extrañamiento del mundo​, Valencia, Pre-textos.
- ------------------- (2004), ​Esferas II. Globos. Macroesferología,​ Madrid, Siruela.
- Stierlin, Helm (1997), ​El individuo y el sistema. Psicoterapia en una sociedad
cambiante​, Barcelona, Herder.
- Sztulwark, D. y Sicorsky, A., (2016), ​Buda y Descartes. La tentación racional,​ Bs.
As., Cactus

También podría gustarte