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REFLEXIONES DE BUS

Antes de bajar de aquel bus iba a ser el primerísimo habitante de Villa El Salvador en
perecer de incongruencia. Mi mente daba tumbos contra la ventana y decía este poste es
sin duda un tarasco, este tarasco es basto y huelto, una moriosa helbada sabina tudo.
Aún recuerdo cuando salí del pueblo de Huijoyo a completar mi formación de joven
brujo, me despidieron con un bastón de olivo, ¿o era un pez que coleteaba en las manos
del anciano Tuku? Viajar me causa una amnesia platónica, mi amigo Carlos El Ingenuo
Reverendo Ingenuo cree por ello que soy un agente doble y que mi tapadera es la de un
mitómano. Por ahí leí que en la selva peruana hay una plantita que vuelve a las personas
así de mentirosas, y que al mentir se convierten en los hijos predilectos del rayo. Hasta
ese momento todo bien, pero también cuentan que hay mujeres que viven debajo del
lago y que allí usan tortugas gigantes como bancos y crían boas cual si fueran pollos.
No me doy abasto y aquello me da muchísima sed. Adriana, por otro lado, solo me trata
de usted con una graciosa serenata de lisonjas. Y es que se cansa de que sea
incomprensible, que mi fabla aunque florida, no la termine de convencer. A mí no me
convence Le Corbusier, por más que ella me lo explique una y mil veces desde la
terraza de los puentes peatonales de Surquillo. No me agrada ni él ni Lautrec, mucho
menos el hijo con cola y medio mongólico que ella engendró escuchando música
electrónica en sus clases de empanadas. Yo prefiero creer en otras vainas, que si duermo
en posiciones extravagantes, por ejemplo, vendrá la imaginería encarnada y me llevará
al matadero del Quijote. A la capital de las sandalias que corretean en los bordes de las
azoteas con piscina. Ese sonido tan gratificante de la propia voz.

Pago mi pasaje con unas rupias y el cobrador me observa con unos ojos metálicos de
lagartija. Me parece que intuye que en el maletín llevo un gran queso fresco recién
adquirido en el mercado negro de Moldavia, después de todo esta fortuna es por tranzar
el último ejemplar del poemario africano de Rimbaud, en cuyo interior se encuentra
escondido un frasco de tembul (una droga sintética que hace posible cantar con un tono
impecable de mariachi). El bus surte una pista mal asfaltada, tiemblan los tornillos
(¿una referencia a los trabajos baldíos de Kierkegaard?), y entonces sucede lo que
sucede: En medio del vaivén mi cabeza gira en dirección hacia ella.
Su larga cabellera parece llegar al suelo magro, lleva una camiseta de death metal y
augura unas palabras que iban desde la ingeniería de las solapas hasta la mecánica del
miedo a volar cometas una tarde de abril. Ha de llamarse Lulú, pensé, y he de
introducirla a este flujo heracliteano de imágenes chispeantes que atacan mi cerebro
como una mantaraya a un escritor que teclea en la oscuridad de un cuarto de hotel en
Huancavelica o en cierto lugar de la Mancha cuyo nombre no me acuerdo. Pasamos de
inmediato por un gran centro comercial, y siento que me alejo irremediablemente del
rancho en el que me convertí en un hombre disonante. Allí jugaba al solitario en los
riscos de Alabama, allí sobreviví a las cataratas del Niágara desde las que me lancé en
una olla de barro repleta de comida y conjuros mágicos toltecas. Y no obstante, lo más
importante siempre ha sido el conocerte, Lulú.

Observo que llevas un libro en el regazo, una edición de La Peste o un recetario andaluz
(habitan una serie de posibilidades cuyas matemáticas me dan un poco de tristeza). Te
veo llegar a la base que instalamos hace uno meses en los interiores de Neptuno,
liberarte del casco a compresión y decirme que todo ha terminado, que mi lenguaje es
cristalino, que traigan a los niños y a los ancianos a escuchar un silencio permanente
que destraba oídos y corazones. Una odisea espacial en la que ambos somos cowboys
jugando con signos apócrifos, inventando por las noches neptunianas expresiones como
si fuesen metrajes de cine proyectados en la superficie de La Tierra. Ello pasa como otro
bus pasa a este bus, pero en la mente, contra la ventana cabalgo una yegua y te recuerdo
Lulú, cortando cebollas y aguantándote dulcemente las lágrimas que flotan en el
hiperespacio.

Esta es una intriga que ha apasionado a los arqueólogos de Egipto, una maldición que
cae cuando abandonas lo real y pasas a lo imaginario de un ataque de momias que tan
solo desean recuperar sus amuletos. Quién ha se ser esta mujer. De qué relato ha salido.
Llevas en arabia unos trapos cubiertos de zafiros. Mi nombre es Hassan I Sabah y soy
parte de una secta de asesinos, me presento. Me deslizo por las arenas y creo que todo
está permitido, que el río es también un ser vivo en lo enigmático de un verso. Y te
visito al palacio real convertido en un chacal que danza y tiene en los ojos un pasado
que conmueve. También apareces ante mí como un ventilador inmenso, y mi rostro es
una narcolepsia que infringe las normas de tránsito… Esto último, evidentemente, es
especialmente surrealista o pésimamente guionizado, o Sur Realista dado que nos
encontramos ya cerca de casa, al Templo de la Luna en Pachacamac. Se me escapa
entonces una risita y volteas a mirarme y parece que el mundo ha muerto ya.

Me coloco rápidamente unos lentes de sol, ahora soy invisible a los espías de Malasia,
pienso. Subí a este tren con la esperanza de encontrar al Dr. Shivago, advertirle que
estaba siendo el blanco perfecto para una conspiración de cazadores furtivos de tigres. Y
mira lo que encuentro, tu rostro perfecto que se burla de mí. Notas mis nervios y te
alimentas de ellos. Te pareces a una actriz de cine mudo y yo soy el hacedor de la lluvia.
No podría comprender cómo llevas a cuestas unos labios tan a la medida de la
catalepsia. Vuelves a tu posición, sentadita dos asientos delante de mí, y parece que he
de terminar de pensar en el zumbido de los postes emulando una persecución de abejas.

Este es mi paradero. He aquí el destino final del hombre incongruente. Me levanto como
de un sueño de piedra. Un coloso que se despereza e inunda embarcaciones cercanas y
destruye pueblos de un soplido. Un volcán que ha despertado al más allá. Me voy
acercando al exit, y finalmente, pienso que si alguien conociera mi submundo a lo mejor
y se casaría conmigo doblando la esquina, o iríamos a las bodegas a tomar gaseosa y
conversar de vóley y aeronáutica. Me armo de valor y la veo al rostro durante dos
segundos antes de saltar, pié derecho y pisar fuerte.

-Qué tanto miras oe causa, arranca.


….
-¡Baaaajaaan!

Fin.

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