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Hombre de celuloide

La épica wayú

Dividida en rapsodias, como si fuese un viejo canto griego o romano, Pájaros de Verano aspira a
la épica de Shakespeare, de la Ilíada o la Eneida. Y lo consigue. Los directores Cristina Gallego y
Ciro Guerra (famosos por El abrazo de la serpiente) nos introducen en una fábula que va más allá
de la historia humana; hasta ese momento que sólo puede contarse en forma de mito creador. Lo
más llamativo de esta película extraordinaria es que la creación a la que refiere es la de la guerra
del narco que comenzó en Colombia y se ha extendido a toda la región. Hablada casi por completo
en wayú, idioma de la guajira colombiana, Pájaros de verano comienza cuando Zaida, una
hermosa wayú llega a la pubertad. Pintada en forma ritual sale de su casa para bailar. Los hombres
suenan los tambores. Los pretendientes se enfrentan con ella en un baile que simula el acto de
amor. Ella los enfrenta y ellos caminan hacia atrás. Si el varón pierde el equilibrio será indigno de
su mano. Cae el primer pequeñajo, el que sigue es sagaz. Rapayet es un tipo bigotón y arrecho
que resiste los embates de la niña bailando sin caer hacia atrás. El problema es que la familia de
ella no quiere el matrimonio con un desconocido de modo que le fijan una dote espectacular. ¿De
dónde va a sacar Rapayet el dinero para comprar los chivos y los cabritos con los que podrá
hacerse digno de Zaida? Es aquí donde entran en escena unos gringos que detrás de la fachada
de una organización que está luchando contra el comunismo en América Latina lo que realmente
quiere es comprar marihuana. Comienza el negocio y comienza la decadencia. Comienza la
tragedia en el sentido en que la entendían los griegos. Porque la transgresión hace indignar a los
espíritus que poco a poco abandonan al clan de Zaida. Y como en Edipo o en Hamlet se siguen
las violaciones hasta que, en el momento climático de la película, se asesina a la palabra. De ese
tamaño. Hay que ver esta película que plantea que cuando muere el verbo sólo hay espacio para
la guerra. Narrada con cantos que harían la delicia de un antropólogo, Pájaros de verano es la
historia del narco desde el punto de vista guajiro y no, como estamos acostumbrados, desde la
visión pagana de los hombres del norte que, incapaces de entender otro lenguaje que el de las
balas, inundan de dólares la región. La sensibilidad con la que está contada Pájaros de verano es
muy distinta de la “épica” hollywoodense que es “épica” sólo porque tiene gran producción. Loving
Pablo o Traffic, por ejemplo. En la primera, Javier Bardem interpretaba a un Escobar patéticamente
banal, digno de Hannah Arendt, mientras que en la segunda, Soderbergh tenía el descaro de
plantear que la corruptísima Administración para el Control de Drogas (la DEA), estaba hecha de
héroes, mientras que los latinos éramos los auténticos malos de la película. En Pájaros de verano
hay mal y hay bien, por supuesto, pero ambos superan con mucho el melodrama. La maldad es
una condición cósmica que irrumpe en la guajira a causa de la lujuria de un hombre que quiere
casarse y la glotonería de los gringos que quieren llenarse la cabeza de marihuana. Contada en
clave que recuerda la alquimia de Cien años de soledad, Pájaros de verano sigue la tradición de
García Márquez en el sentido de que narra una realidad ética echando mano del mito. Y mientras
la película más se aleja de la producción hollywoodense, más se aproxima a la contundencia de
La Ilíada.

Pájaros de verano. Dirección, Cristina Gallegos, Ciro Guerra. México, Colombia, Dinamarca, 2018.

Fernando Zamora

@fernandovzamora

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