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BOLETOS

Lorenzo Helguero
La primera vez que vi a Teresa
Descubrí que sus piernas eran estúpidas
Y también que su cara parecía una pierna.

M. Bandeira
1

Es increíble que nadie haya reparado en que el mundo animal se


reduce a la clase de los hipopótamos. Sabido es –ni los gasfiteros ni los
conductores de ferrocarril podrían afirmar lo contrario- que el caballo es un
hipopótamo fuera del agua, el cual puede galopar serenamente por el campo,
como correr con una monotonía de carrusel en la séptima largada del Jockey
Club. Pues bien, si aguzamos los ojos y abrimos la boca hacia la
certidumbre, nos quedaríamos pasmados al comprobar que el perro es un
hipopótamo que ladra.
Que digan lo que quieran los señores zoólogos: la ciencia enceguece y
da comezón. Yo, que no calzo anteojos para el sol, puedo afirmar –y lo
seguiría afirmando aunque me pusieran enfrente una guillotina, un fusil o un
plato de lentejas- que la vaca es un hipopótamo que se come en bistec.
Ciertamente los gramáticos continuarán diciendo “vaca” y “rinoceronte”,
pero cuidado con estos señores que viven engrampados a sus sacos: los
rinocerontes son hipopótamos cornudos –con el perdón del cónyuge. Sí, que
duda cabe, hipopótamos cornudos. (Usted, que tiene complexión de
dinosaurio, habrá creído encontrar un tropiezo de ciclista en este riguroso
razonamiento, pero vuelva –se lo pido de buenas maneras- a colocarse el
sombrero: el unicornio es irreal, y por lo tanto, no existe más que en sus
sueños de opio. Ego dixit).
Y aún: las gallinas son hipopótamos cojos con plumas que no sirven
ni para escribir indecencias en las paredes de los colegios; las cebras,
hipopótamos entre rejas; los elefantes, hipopótamos con orejas de radar,
trompa de niño engreído e hiperbólico, y una predilección inexplicable por
el maní.
Hipopótamos por las calles, los cementerios, los corrales, las ferias,
las selvas vírgenes y las selvas vejadas, violadas, degustadas; hipopótamos,
en fin, en donde quiera que se ponga el ojo sin condimentar. A eso se reduce
el curvilíneo reino animal, y es tanto así, que ahora, cuando veo pasar a mi
mujer desnuda, siento que nacen (o renacen) en mí unas ganas, inconfesables
a mi psiquiatra, de experimentar la zoofilia y jugar al sapo.
2

¿Quién no conoce la fotografía en la que Vallejo apoya su cabeza de


cerámica a medio tostar en la mano pensativa, si es tan común ver este
retrato en los colegios públicos y en los anuncios publicitarios de
determinada marca de cepillo para el cabello?
Los que han leído el nombre de César en un crucigrama, de seguro
han contemplado la cópula ferroviaria de sus botones. Los que durante
noches han esperado a que la luna caiga como una piedra sobre una
caravana, han señalado con índice de monja las arrugas europeas de su
pañuelo. Aquellos que han arrojado Trilce tras el hombro derecho como si
fuera una herradura, han admirado la turgencia de su sortija y el bastón con
el cual el buen César golpeaba a sus imitadores y a los prestamistas. Pero
sólo aquellos pocos bienaventurados que han contado de par en par la
blancura de sus propios huesos, han tenido la ocasión de observar a Cesítar
–lo digo así, fraternalmente, sin pensar siquiera en el uso escasísimo del
infijo en español- apoyando graciosamente el pie en un peldaño, como si
estuviera a punto de meterle un cabe a alguien. Sólo esos pocos lo han visto
acompañado de una mujer que llegó en paracaídas desde Georgia o desde
quién sabe dónde con un sombrero de astronauta.
Lo que nadie, sin embargo, pudo saber, es que ese día Vallejo regateó
con el fotógrafo más de media hora, que éste se zambulló en su máquina
como una avestruz y sintió que algo le caminaba por la oreja, que en un
árbol un pájaro piaba sin motivo, que a tres cuadras de ahí Lucien Michaud,
comerciante de telas, pensaba en su esposa muerta y en un viaje a Turquía, y
que, silbando, yo esperaba con un boleto de ómnibus en la mano a que
Vallejo terminara de posar para el futuro, con la finalidad de que me diera un
autógrafo; silbando, silbando, temeroso de que me pegara un bastonazo.
3

Soy un experto en pasar el hilo por el ojo de la aguja y en hacer


castillos con naipes, pero debo confesar mi total ignorancia en cuanto a
escribir cartas de amor se refiere. Aún así, voy a expresar mis sentimientos
como si untara mantequilla en un pan francés.
Quizás usted se haya dado cuenta de mi estado por la forma en que la
miro. ¿No escapan de mis ojos palabras calladas por mis labios, no se infla
mi pecho de sapo enamorado, no me tiemblan las piernas como una lámpara
fluorescente que no se decide a encender?
¡Si supiera cuántas veces la he seguido a la tienda donde compra
flores artificiales y a la academia de danza búlgara, si supiera cuántas he
pronunciado su nombre mientras escuchaba el himno nacional, si supiera
cuánto he deseado que dejara caer su gracioso pañuelo!
¿Ha visto alguna vez a mi mujer? Es calva, tiene pelos que se le
desbordan de la nariz, y unos brazos ausentes como los de la Venus de Milo.
Pero me ama y siente por mí un agradecimiento de condenado a muerte
exculpado el día de su ajusticiamiento desde que le enseñé a punta de
sopapos la tabla de multiplicar. Si usted correspondiera a mis amores,
llevaría a mi mujer a la azotea del Centro Cívico con el pretexto de tomar
aire fresco y la arrojaría como un volante de candidato oficialista hacia el
asfalto. ¿Le molestan los treinta y cuatro hijos que me dio mi Venus? Podría
meterlos en una gran bolsa y ahogarlos como gatos molestos en un río
discreto.
El día que usted, por la costumbre de verme, levantó las cejas en señal
de saludo, fue para mí extremadamente dichoso y regresé a mi casa saltando
en un pie cuidándome de no pisar las rayas de la acera. Pero cuando pasaron
los meses y lo único que me ofrecía era un movimiento muscular a distancia,
ansiaba abrazarla con tenacidad de cangrejo y besarla en la úvula o
campanilla. Es que no estamos en el siglo XIV y para el camino de la virtud
me bastan el nuevo catecismo y algún manual de buenas costumbres.
¿Le parece risible mi sueldo de profesor de matemáticas? Por usted lo
abandonaría todo y podría traficar con armas en un país exótico o aun
incursionar en política. Lo que quiera, porque mi deseo es envejecer a su
lado, bella dama.
Si Ulises se amarró al mástil de su nave para escuchar a las sirenas, no
veo por qué yo no he de anudarme a la extensión de sus senos y beber sus
latidos de caballo gobernado por el fuete.
Sintetizo: mi corazón es un anticucho.
4

Después de cerrar su negocio, un boticario de alcurnia, bucólico y


alérgico, se recuesta sobre la hierba para observar la luna, mientras
trescientos aviones desfilan en un concurso de Miss Universo.
“La tapa del water de mi casa, el ojo muerto del abuelo, la vista
panorámica de un microscopio, el alfajor que se fosilizó en la caja de dulces
de la tía Pepita, la rueda inmóvil de una carreta de mármol, el tomacorriente
pasado de moda, el jabón que olía a manzanas y se deshacía en un
minuto…”.
El boticario –a quien llamaremos “el boticario” en lo sucesivo- se
interrumpe cuando los aviones se terminan de ir como ovejas apaleadas y
escucha una música que parece venir de una lejanía inconcebible, con un
cansancio de dinosaurio que hubiera llegado hasta el barco a vapor con su
lomo a cuestas. Al boticario le agradan las notas de la tonada, las repite
mentalmente, las tararea luego, y en el colmo del éxtasis se incorpora y
empieza a mover el cuerpo al ritmo sensualísimo de la música. Interrupción.
¿Y si alguien lo estuviera observando? Bailar solo y mandarse un estornudo
son actos que debemos cubrir con apariencias. El boticario mira debajo de
los árboles y encima de los grillos, pero no encuentra más que un ojo de
plástico.
Aspira la noche como si fuera un cigarrillo: es feliz; sin embargo,
también es alérgico, así que su nariz se transforma en un semáforo y tose la
cofia de su mujer. Vuelve el silencio, calla el búho, y la música otra vez se
arrastra como una oruga hacia sus orejas. Mueve un brazo, un deseo, una
virtud, y baila sin acordarse del nombre apropiado de la aspirina, siguiendo
un ritmo incomprensible y oscuro.
El boticario ignora que hace veinticuatro años un trompetista llegó a
la luna.
5

Por mucho tiempo busqué el amor en las mujeres cuyo nombre


empezara con M y en aquellas que tuvieran los ojos como higos mordidos
por los pájaros. Lo busqué también en el cabello pubibundo de las
quinceañeras, en las manos de las vendedoras de fruta y en el trasero
emperifollado de las gimnastas. Como mi búsqueda fue infructuosa, intenté
de la misma manera que Proust sacar un poco de ésta y otro poco de aquélla
para crear un personaje de acuerdo a mis deseos. Mi capacidad de
abstracción –entonces lo descubrí- es comparable a la de una licuadora: el
resultado fue una Helena cubista con pies de cocodrilo.
Entonces busqué el amor en la cola de las vacas, en los húmedos
labios de las yeguas, en el calor de una respetable gallina, y como no hallara
nada en los zooolfeos, me encaminé hacia la sedosa piel de papaya, hacia el
humor instantáneo de la uva. Desesperado, miré lacrimoso en las cerraduras
de las puertas, en las esquinas, las almohadas, en la soledad de las losetas.
Pero todo fue inútil.
Por mucho tiempo busqué el amor y hoy lo he encontrado en tu
mirada de arcoiris.
6

Tengo flojera de subir a la escalera para bajar una bacinica, tengo una
mujer muda y estéril como la h y una jirafa de nombre Drusilla que me
quiere dar un hijo tuerto. Tengo otro poco de calma, camarada Vallejo, y
tengo para el señor 5 Metros un diente infeliz dibujado en papel periódico.
Tengo a mi costado a un sujeto de nombre Onán que me convence de su
inocencia y de la efectividad de cierto método anticonceptivo. Tengo una
brújula en el estómago y un zapato de monja colgado de mis fantasías.
Tengo una armadura de caballero medieval e hiperactivo, tengo terror a los
ascensores y a los accesos de asma. Tengo una vida que pende del hilo
sacado de la falda de una quinceañera. Tengo una camisa de once varas y
esperanzas de salir elegido presidente de la Sociedad Protectora de
Animales. Tengo del poeta el ocio adjetivado por Cernuda, la cita de Dante
en el bolsillo. Tengo una miopía de miocardio y una casa que es una
manzana (o una manaza). Tengo afición por las telas de araña, por las
piernas de aeromoza y la taquigrafía. Tengo la visión del topo, la memoria
de la hormiga y la inmortalidad del burro. Tengo la sombra, pero tendría el
sol si pudiera comer tu sonrisa con mis labios.
7

Desde que tuve uso de razón –o desde que aprendí a no llamarle


“ensalada” al cocktail de frutas-, me bastaba oler una manzana para saber si
estaba verde o madura, si tenía la piel suave como el azul o dura como una
campana, si sabía a poema o a novela sentimental. Con respecto a las
personas, una olida discreta era suficiente para conocer el nombre, profesión,
edad y carácter del sujeto experimentado. Una mujer en el paredero del
ómnibus: Genoveva, poetisa, 30, locuaz; otra en la azotea dispuesta a
lanzarse para recoger una moneda: Marta, contadora, 26, maníaco-depresiva;
una más tirada en el asfalto luego de ser arrollada por un camión repartidor
de esperanzas: Silvia, modista, 21, tendencia a la necrofilia. Mi nariz de
judío rechazó a cientos de mujeres antes de invitar a mi futura esposa a
tomar el aire.
La misma costumbre de olerlo todo hizo que mi olfato se afinara
como un violín electrónico. Pude así saber ya no sólo la información
inmediata, sino la biografía inconclusa de cualquiera. Un señor con paso
inseguro y una sombrilla amarilla: nació en Quebec, buscó oro en un río de
Asia, perdió una pierna (la dejó olvidada en una cabina telefónica), se casó
con una aeromoza sorda, vino a Lima a comprar peces de colores para hacer
una sopa navideña.
Mis prácticas olfativas desembocaron, naturalmente, en la
odorimancia. Debido a que por ese entonces había perdido mi trabajo de
profesor universitario, me instalé en una plaza a predecir el futuro por la
módica cantidad de n soles. No duré mucho, sin embargo, pues unos no
estaban de acuerdo con mi manera heterodoxa de adivinación, y otros se
iban disgustados al escuchar que tal día perderían un ojo o un hijo.
Ahora adivino a unos pocos sin fines de lucro, con el único objetivo
de que sepan que es posible desarrollar un sentido sin prescindir de los
demás. Yo escogí el olfato, pero bien pude haber escogido la vista. Bien
pude haber mirado tus cabellos y saber que dos años después me colgaría de
tus trenzas.
8

Aunque muchos padres lo desconozcan, el lenguaje infantil es la señal


más clara de rebeldía del niño frente a sus progenitores, la muestra más
palpable del conflicto generacional ineludible en todos los climas y culturas.
El bebé nace y empieza a descubrir. Descubre que ciertos sonidos se
asocian a ciertas cosas, pero él, en su rebeldía, no acepta el sistema de
comunicación que su entorno le impone. No lo acepta, porque no puede
dejar de aceptar el alimento o el vestido: si ha de rechazar algo impuesto de
fuera, eso ha de ser el lenguaje. Así, procede al retorcimiento del lenguaje
adulto, lo que la ignorancia llama “proceso de aprendizaje” y no es otra cosa
que el rechazo del otro, el momento más rebelde y creativo en la existencia
humana, donde se ponen en juego las más diversas figuras que imitan luego
los poetas.
Al mes de nacido, el bebé está en condiciones de decir en voz alta
“Qué rápido corren los trenes del ferrocarril”, pero espera y calla: trama su
rechazo. Tiempo después de decide a actuar, y si alguien dice “hermano”
señalando a un sujeto de pantalones cortos, dirá “mano” tras un proceso de
tomar la parte por el todo. Si alguno dice “amiga”, él dirá “miga” después de
haber recorrido los conceptos de “pan” y “compañera”. Por “presidente” dirá
“pesente”, aludiendo por similitud fonética a la gran cantidad de dinero que
estos señores suelen obtener al ocupar dicho cargo, y por “cerro” dirá
“cebo”, luego de haber establecido una analogía entre el abultamiento
natural de tierra y el montículo consuetudinario de alpiste que se coloca para
engordar a los pollitos.
El caso de mamá, estimada madre de familia, no es un agujero en el
razonamiento, sino un caso de homonimia. Usted se quedaría con la boca y
el corazón abiertos si supiera cuál es el significado de esta palabra
falsamente celeste en el lenguaje infantil.
9

Todos somos partícipes en este acto. La vendedora de helados abre el


telón y con una sonrisa de locomotora invierte el orden de sus deseos. El
maquinista, siempre en silencio, incendia el agua de las bañeras y se
desnuda. La mecanógrafa, embadurnada de tinta, piensa mientras se peina en
horas de trabajo: “El sudor es una cosa agradable”. El socialista irrumpe en
escena y habla en un francés culinario y verborreico. Nadie le responde, pero
desde la butaca A-26 el señor barbado le arroja un ciempiés cojo. Cansado
de esperar, el verdugo ejecuta un salto mortal y cae de cabeza: porque todos
somos partícipes en este acto, todos aplaudimos. Algún desconocido toca un
tambor y hace que los canguros dormidos en nuestros brazos se reproduzcan
con facilidad. Una máquina parapetada en la noche fabrica nieve artificial
que inunda el escenario y detiene el marcapaso de las viudas. Como todos
somos partícipes en este acto, cantamos un himno de guerra japonés y nos
arrojamos a un abismo del cual es fácil regresar volando. El bombero recoge
las cenizas y, como sabe que después lo ignoraremos, nos regala unos
cigarrillos de dudosa procedencia. Todos somos partícipes en este acto, así
que sin hacer caso de los carteles fumamos hasta morir de cáncer o de
cansancio.
10

Me gusta subirme a las montañas rusas y a los senos de las secretarias


bilingües. Tengo la irracionalidad del niño que admira a un ser imaginario,
pero no duda un instante en apalearlo con la esperanza de recibir una lluvia
de caramelos. No tomo desayuno, pero tomo pastillas descongestionantes y
clases de francés con una jirafa. Acudo hepático y hebdomadario a la iglesia
para jugar cartas con un astronauta y cincelar los ojos de las imágenes. Si
veo un carro estacionado en la puerta de un centro comercial, es imposible
no desinflarle las llantas y las ilusiones. Hablo con una elocuencia de
conductor de taxi en vísperas de elecciones municipales, y callo como un
reloj de cuerda descompuesto si de pronto descubro un lunar o una
sanguijuela en mi hombro. Subo las escaleras con las manos, escribo cartas
en contra de los semáforos, y estoy de acuerdo con la educación a distancia.
Los años veinte me hacen pensar en el charleston y los años bisiestos me
producen un sueño de momia egipcia. Soy productor de películas
pornográficas, monje, y capitán de un barco perdido en un naufragio. Caeiro
se define por vivir en la cima de un otero; yo lo hago por mi miopía, por mi
inclinación al absurdo y a las papas fritas.
11

La poesía se apoya en la metáfora y en la estupidez. Debemos


procurar que este tropo dientudo continúe bajo tierra y no permitir que se
asome al lenguaje coloquial, ya que la falta de capacidad metafórica de
algunos raya en la zanahoria y en el queso parmesano. Por ejemplo, un día
mientras caminaba hacia el salón de clases dejé caer accidentalmente un
libro de Pessoa; “¡se cayó el mundo!”, exclamé ante la evidencia del
desastre, pero un compañero que se encontraba a mi costado me aseguró que
no se había caído el mundo, sino un libro en cuya carátula aparecía un
personaje con la tristeza de los dinosaurios pálidos y extintos. En otra
ocasión, a un amigo que había presenciado impasible la muerte de
veinticuatro niños bajo una aplanadora –él estaba sobre un planeador- le dije
que tenía el corazón de piedra; antes de responderme con palabras, extrajo
con la ayuda de una gillette un corazón musical que conocía de memoria la
clave Morse. Dos meses después de este incidente, entregué a una intelectual
adicta al café y a la política, una carta de amor en la que le manifestaba que
su cabello era el mar donde un pez de oro nadaría a gusto. Contrariamente a
lo que yo esperaba, me dijo que su cabello era nada más que cabello y que
no era apropiado que anduviera por ahí entregando papeles con semejantes
mentiras.
Otras personas tienen una capacidad metafórica tan grande, que pecan
por exceso y hacen que se pierda la verdadera intención de la figura. A este
grupo pertenece mi abuela, a quien al verla en ropa de baño le expresé sin
ánimos de ofender que tenía patas de gallina; a la hora del almuerzo llegó en
silla de ruedas cargando una olla enorme donde se adivinaban sus sandalias
entre papas y tallarines. Mi prima Isadora también está incluida en este
grupo: por decirle que sus senos eran pelotas de fútbol, en la Navidad los
regaló a sus sobrinos para que ya no tuvieran que jugar con cráneos
trepanados.
La metáfora puede haber sido el origen del lenguaje, pero debemos
recordar que los tiempos primigenios han quedado atrás como los boletos
vencidos. Si les decimos a nuestras esposas que son unos ángeles debido a
que han preparado el desayuno, corremos el riesgo de que nos enseñen una
muestra de su orina o salgan volando por la ventana y no paren hasta
encontrar una nube núbil.
12

La Muerte no es una alegoría, sino una patada de mula aleccionada.


Morimos por amor a las aspirinas, a las ensaladas, por haber dormido
en los durmientes de los rieles, por no saber el número exacto de nuestras
costillas. Morimos porque somos imperfectos, porque no tenemos alas ni la
voluntad de creernos dioses. Morimos mientras un gallo nos niega tres
veces. Morimos para dar trabajo al gremio de los sepultureros. Morimos sin
haber conocido París, sin haber mandado a la mierda el uniforme escolar.
Todos, al morir, pensamos en una calabaza o en un disfraz de mono.
Muere el limeño mazamorrero, el suicida, el que cambió a sus hijos
por un caramelo de fresa. Muere la experta en sacar apéndices y botones
colorados. Muere el que adereza sus guisos con insecticida y gotas para los
ojos, la señora que después de ir al mercado conversa con las alcachofas,
con las beterragas.
Se puede morir en paz o en la puerta de un ministerio. Se puede morir
en el acto de proferir un discurso en loor de la jamonada o en el acto. Se
puede morir en Santiago, en Londres o en la avenida Brasil. Se puede morir
incluso en Venecia, pederasta y literariamente.
13

El grueso de los mortales fuma para dejar de comer las engordativas


pastillas de menta y –aunque no lo sepa- para rememorar a la mujer que se
ahorcó con su pañuelo en la cubierta de un barco a vapor. Otros lo hacen
para que escampe o para que los gatos bailen a un ritmo afrodisíaco. Yo
fumo por convicción, por estética, porque me da la gana.
Nada más agradable que jalar una culebrita de humo y retenerla por
un gran instante en nuestros pulmones. Nada más agradable que nos muerda
el alma hasta la asfixia y suba después como una locomotora desbocada.
¡Pobres de aquellos que soplan sin arte o dibujan jactanciosos
picarones en el viento! El humo es, como la palabra, el instrumento para una
particular creación; por ello, es de rigor encumbrarnos como poetas etéreos
del tabaco y crear las más diversas obras de ingenio: un movimiento preciso
de los labios basta para dar vida a un puente o a una bicicleta.
De esta manera las cosas pueden remedarse en el aire, desde una letra
gótica hasta una torta de cumpleaños, desde un zapato hasta un submarino.
¡Cuán fácil es hacerse dueño de un lagarto, una quinceañera, una puerta de
cementerio!
Fumando tenemos la oportunidad de ser capitanes de barco o
directores de una orquesta marcial. Podemos ser, fumando, astronautas,
domadores de leones y virtudes.

POETIZAR ES DAÑINO PARA LA SALUD


14

A donde quiera que uno dirija la mirada, irremediablemente va a


encontrarse con una mujer-ají. Ellas esperan, sabedoras de sus encantos y
entonando como sirenas el himno del color, a que un desprevenido caiga en
sus brazos tibios.
No importa dónde nos encontremos. Podemos estar en un micro (en
Lima hace mucho que el tranvía colgó los rieles) leyendo los veinte poemas
de Girondo o en un centro comercial. No importa qué edad tengamos, si
somos electricistas o banqueros: siempre habrá una mujer-ají frente a la cual
habremos de sucumbir.
Cada caricia ofrendada a ellas es un boleto para un posterior suplicio:
si nos refregamos los ojos o el deseo, seremos víctimas de una sanguijuela
mayúscula. Cada beso otorgado es un erizo en nuestras bocas; cada abrazo
fecundo, un colmillo que nos hiende el alma.
Y aunque nos duela, ya no podemos dejarlas. Nos es imposible ver el
mar o un caballo alado, si no tenemos junto a nosotros una mujer-ají que nos
envuelva de pasión.
(San Juan –reencarnado en carpintero- pidió una mujer-pan, pero le
fue negada. Pidió una mujer-queso, pero también le fue negada. Pidió, por
último, una mujer-ají, y se la dieron con una graciosa caricia en el ombligo).
15

El canto de las mujeres calvas es más dulce que el arroz con leche:
despierta a las bestias y erecta los sexos. El coro de cincuenta ángeles no
podría hacer florecer una música más armoniosa, así cantara en un
establecimiento de pelo completo.
El canto de una mujer calva en un jardín puede producir deseo. El
canto de dos mujeres calvas en un parque genera un sudor imposible de
contener. El canto de tres mujeres calvas en un bosque da como
consecuencia inevitable una violación masiva.
Las cantantes de ópera son gordas, no calvas. Si los compositores
repararan en la bellosidad del cantar de las mujeres calvas, se elevarían al
rango de músicos geniales y dejarían en el olvido a Mozart y a los canarios
del Brasil: tal es el arte de las femeninas Sans Cheveux.
Sólo las mujeres calvas por naturaleza (las que vienen al mundo
calvas, las que se hacen del mundo calvas) tienen la facultad del canto
universal. Aquellas que se afeitan la cabeza como un globo o se zambullen
como nadadoras olímpicas en los incendios, no lograrían nada por más que
muestren orgullosas sus cabelleras ausentes.
Inversamente, las calvas primigenias no pueden rehuir su destino.
Gastan su tiempo confeccionando pelucas o silencios de hospital: al menor
descuido hilvanarán dos notas y esto será suficiente para que un poeta se
llegue hasta ellas para bañarlas de vino y de palabras.
Si Hamelin y Orfeo hubiesen oído el canto de las mujeres calvas,
habrían hecho palitos chinos con sus instrumentos de música. Si Ulises las
hubiera escuchado, seguramente habría ahorrado mucho dinero en sogas y –
sin duda- agarrado a tomatazos a las sirenas.
El canto de las mujeres calvas es dulce como tu mirada. Pero ése es
otro cantar.
16

Los príncipes, hija, no son de este siglo. En vano esperas en los


pantanos a que un hijo de rey salte humanamente por un beso de tus labios.
En vano te desvelas aguardando a que alguno venga montado en un elefante
para llevarte hacia reinos desconocidos.
Pisa tierra, hija, y pisa de paso ese grillo que amenaza con saltar al
dédalo de mis manos. No rechaces al cojo que te quiere enseñar su pata de
palo, no dejes de acostarte en su barba y en sus deseos. Invita al boticario y
al señor cura. Invita también al alcalde y a la hora de los postres cuélgate de
su banda municipal. No les niegues tus pezones ni a los coleccionistas ni a
los boxeadores de peso pesado. Deja que tus senos caigan como papayas
maduras y los transeúntes los toquen sin delicadeza. Descósete el sexo y
ofrécelo al primero que te lo solicite. Que tu boca sea un cangrejo que
recorra el cuerpo de los psicoanalistas. Que tu cabello sea repartido entre la
totalidad de los caballos. Entrégales a los pacifistas hasta los pasadores de
tus zapatos. Acude a las procesiones en traje de noche y seduce incluso a los
sacristanes. Corre detrás de los vendedores ambulantes y transfórmalos en
adoquines de fruta. Si un hombre se fija en tu nariz, intenta todos los medios
posibles para que reparen en tus instintos de antropófaga.
Sigue, hija, estos breves consejos para conseguir una felicidad de
sombrero de moda. No vaya a ser que mueras de insomnio o te pases el resto
de tu vida besando sapos.
17

En un poema pariente de Gay-Lussac, Apollinaire nos manifiesta sin


embozo alguno que una puerta le sonríe horriblemente. Esto, quién podría
dudarlo, es producto del alcohol, la locura, o de un subjetivismo excesivo:
todos sabemos que una puerta no puede sonreír a nadie por temor a enseñar
los dientes.
La puerta de mi cuarto tampoco sonríe, pero me habla quedo para no
producirme un resfriado. Me habla de sus senos chatos, de la termita que le
mordió una oreja. Me pregunta sobre los desfiles de moda, sobre las naves
espaciales y el sabor de las campanas. Me pide –como si yo fuese un genio
salido de una botella sapiente- que cuente las estrellas sin utilizar los dedos
de la mano, que señale en un mapa descolorido un pueblo selvático. A veces
la complazco, otras la compadezco y le doy un beso desprovisto de pasión
en sus labios rectos.
Pero en el fondo me resulta insoportable, sobre todo cuando descubre
mis sueños o el vaso de vino que apuro apresuradamente. Entonces me
reconviene, me augura una afección al hígado y una copiosa vellosidad en la
palma de las manos. Yo le respondo levantando la nariz que aquél se genera
y ésta se puede erradicar fácilmente con una gillette. Insiste, grita, trepida.
Luego de estornudar, le pateo acaso la rodilla, la cierro con doble seguro, me
cuelgo el cartel de DO NOT DISTURB.
¡A hachazos con las puertas y las recetas de cocina!
18

Soy un convencido de que la pintura es tan inútil como contar hasta el


infinito. ¿Para qué reproducir en un lienzo un árbol o una manzana, si la
naturaleza es superior a cualquier intento de copia? O aun peor: ¿para qué
plasmar objetos irreales, si no conocemos todavía la totalidad de lo
existente?
Monet y Manet son diferentes pronunciaciones de lo mismo; Picasso,
la descripción no valorativa de la boca de un pelícano; Modigliani, un
amador de los platillos voladores; Velásquez, un egocéntrico; Miró, el
pasado de un verbo transitivo; Szyszlo, un nombre impronunciable.
¡Declarémosle la guerra a muerte a la pintura! Arrojemos los cuadros
de nuestras casas a las chimeneas o a las arenas movedizas, hagamos
explotar las exposiciones individuales y colectivas, ahoguemos sin piedad a
los hacedores de falacias.
Los pintores de brocha gustadora en demasía de la comida italiana y
los chocolates, son tan culpables como los otros: falsean el exterior de las
cosas.
Prohíbo desde ahora que las mujeres se pinten las uñas y el cabello,
prohíbo –bajo pena de morir sin gozar de la confitería- que se pinten el
rostro con pigmentos envasados. Prohíbo que se cambie el color natural de
los ladrillos, prohíbo que se prostituya a la madera.
Ha llegado el momento de abandonar el lenguaje y subir como monos
a los árboles más inaccesibles.
19

El Rey manda que levanten una pierna, que levanten la otra y


emprendan un vuelo vertiginoso hasta enredarse en los cables telefónicos.
El Rey manda que levanten ¡el brazo derecho!, ¡izquierdo!, que tosan
imitando las voces del tubérculo.
El Rey manda que se desposen con los árboles, que ladren como las
calaveras colgadas en los mástiles piratas.
El Rey manda que se laven las manos con ácido clorhídrico, que se
aprendan de memoria las reglas de ortografía y mantengan los ojos abiertos
aunque el sueño intente violar a sus pequeñas.
El Rey manda que se arrodillen ante el progreso y deshojen margaritas
para saber si en el mes siguiente las vacas sufrirán un proceso de engorde
repentino.
El Rey manda que hagan nacer de la manera más discreta un cuerno
silencioso en la mitad de sus frentes.
El Rey manda que no almuercen a deshoras, que se tapen con los
dedos las fosas nasales y las no nasales.
El Rey manda y manda, pero sus súbditos le patean mil setecientas
chenta y nueve veces la Barbilla.
20

YO SOY EL MEN-
SAJERO

TU ERES LA MENSA-
JERA

Y NUESTRO ES EL MENSAJE
21

¡Qué desagradable que a nuestro costado un sujeto se saque adrede


conejos de los dedos! Al ruido de una ametralladora que derribara los más
preciosos ideales, los blancos compañeros salen de las cárceles falangistas
con una prisa extrema. Entonces, si estamos demasiado cerca del libertador,
pueden llegar hasta nosotros de un ágil salto y dejarnos sin brazos, sin
orejas, sin ver televisión.
Muy distinto es cuando al voltear la cabeza para ver una pantorrilla de
estatua o el enigmático caminar del minutero en nuestros relojes, un conejo
obeso como un dios salta con lentitud de álbum fotográfico hacia la vereda.
Es seguro que luego de acariciarnos los pies, emprenda una búsqueda
exhaustiva de Algo hasta entregarnos en sus dientes de chicle de menta unos
boletos para el teatro perdidos por algún imprudente, un pañuelo de seda sin
iniciales ni indicios de haber sido utilizado, una mujer con aliento a café.
Después, sin lugar a dudas, querrá escribirnos cartas de recomendación para
los trabajos más remunerados, nos hará entrar a las fiestas de gala aunque no
conozcamos ni a los anfitriones ni a los fraques. Al final del día, como un
boy scout que hubiese ayudado a una anciana, se irá, no sin antes despedirse
atentamente, para entregarse al sueño o a las excursiones.
La felicidad, sin embargo, es mayor cuando abrazamos osadamente a
una mujer prohibida, y por nuestra fuerza de bosque un conejo sale de su
columna vertebral para introducirse apresuradamente en su sexo. No nos
llamamos Alicia; aun así, lo seguimos provistos de un centímetro con la
finalidad de saber cuánto miden los ventrículos de la Reina de Corazones.
22

Y cuando menos lo pensamos –como si no fuéramos ya bastantes-


¡zas! cae otro pato a sumarse a nuestra espera. Todos andamos tras la misma
Poesía emplumada, pero que se sepa, hasta ahora ninguno de nosotros ha
podido poseerla.
Como la espera es clara y el chocolate espeso, asumimos diferentes
posiciones ideológicas o físicas: uno adopta la postura del pensador de
Rodin –o la de un hombre tocando rondín, lo que es lo mismo-; otro,
descendiente por línea directa de don Ricardo Palma, manifiesta que no
quiere imitar al tatarabuelo por temor a convertirse en estatua; un tercero que
hasta hace cinco minutos entonaba un himno a Marx, habla sobre las
ventajas sustanciales del sistema capitalista; dos hermanos desconocidos por
la concurrencia, aseguran que como uno goza del din de la escritura y el otro
del don de la misma, tienen perfecto derecho a tocar todos los timbres de la
fama; uno más de espaldas al viento, dice con voz grave: “el mar es un
hombrecito vestido a la antigua”.
Entonces todos callamos, y tras una breve reflexión, asentimos. Es
evidente, el mar es un hombrecito vestido a la antigua. (¿Quién en estos
tiempos usa guantes blancos?). Pero yo digo, acordándome de cómo el mar
tocaba tímidamente un pelícano muerto sobre la arena para después cubrirlo
con estruendo, que el mar es un hombrecito vestido a la antigua que practica
la necrofilia, cosa reprobable, pues si de Campos rehusó experimentarla esa
vez del restaurante, bien podría el mar retirarse a un monasterio estelar o
morir para estar en paz con la muerte.
- ¿Y llegó? –pregunta el de más atrás.
- Todavía –responde el primero de la cola.
Cuando ¡zas! cae otro pato.
23

El mundo está de cabeza desde que se comenzó a hervir agua en


sostenes silbadores, desde que los pordioseros empezaron a renegar de Dios
en todas las esquinas.
Nos calzamos los zapatos, pero no las fantasías. Nos parece normal
que el novelista escriba “ja, ja” en vez de indicar cortésmente, como se debe,
“ACA EL PERSONAJE X LANZA UNA CARCAJADA”. Aceptamos la
existencia del microbús sin pensar siquiera en la posible realidad del
microbús. Contamos ovejas para conciliar el sueño después de habérnoslas
comido en un guiso desprovisto de sal y de remordimientos. Nos rehusamos
a volar por no tener alas, aunque bastaría arrojarnos al vacío para que
nuestros cabellos se transformasen en plumas. Acudimos al psicoanalista sin
haber nunca consultado al pediatra o al portero. Creemos que el Hombre ha
llegado a la luna, pero no que pueda dejar en los infiernos una tarjeta de
visita. Nos dicen hacedores de falacias y volteamos; nos dicen creadores de
universos y volteamos; nos dicen argonautas sutiles de la Palabra y
volteamos: volteamos siempre desafiando a la tortícolis.
El mundo está incompleto por no haberse puesto pantalones o
demasiado recargado por haberse anudado la corbata.
El pez volador no puede llegar en vuelo rasante hasta el infinito, los
motores silencian la mayor parte del tiempo, la espátula es también un pecho
en forma de palo, los cangrejos mueren indefectiblemente de cáncer a la
piel.
Huidobro dijo: “el poeta es un pequeño Dios”; le faltó añadir: “el
crítico literario es Dios”.
24

Pese a ser vegetariano y miembro activo de la Sociedad Protectora de


Animales, encuentro un placer supino en recorrer las carnicerías y los
camales más importantes de la capital: los cortes únicos son verdaderamente
únicos e irrepetibles, un carnero degollado es aún más poético que un toro
muerto a manos de un bailarín de ballet con lentejuelas.
Los carniceros y los verdugos sin máscara –que no son menos
carniceros que los primeros- encuentran en mí a un atento receptor de sus
cuitas y de las cuotas semanales que deben pagar a los señores de corbata.
Me hablan de sus hijos, del amor de sus esposas hacia San Dédalo,
benefactor de las mujeres zoológicas. Yo escucho feliz mientras observo un
kilo de bistec o una vaca con ojos de sapo y una lengua colgada de su boca
como boleto para establecer el orden entre los clientes de un centro
comercial. Una vez que han terminado de contarme su afición por las
bacantes, pregunto, dependiendo del lugar en el que me encuentre, a cómo el
kilo o cuál es el nombre del infortunado animal. La respuesta a la primera
pregunta siempre varía –en estos países la inflación es ubicua como Dios-; la
respuesta a la segunda, sin embargo, es exactamente la misma: todos
responden contrariados que las vacas, sea cual fuere su origen, se llaman
“Victoria” sin lugar a cambio de nombre. (Victoria con v de vaca, se
entiende). Entonces se llevan la mano al corazón como si fueran a cantar el
himno nacional, dicen con voz de locutor de radio “HISTORIA DE LA
VACA VICTORIA”, y proceden a contar con lujo palaciego de detalles la
vida del animal desde su nacimiento hasta su ascensión al cielo particular de
los vacunos.
Luego les deseo las buenas noches y regreso complacido a casa para
comer mis lechugas y alcachofas sin descanso, cada muerte de avispa.
25

La poesía es comparable al apéndice o a las muelas del juicio: resto


inútil de una época primigenia, algo que si molesta demasiado se extirpa con
facilidad para arrojarse a los basureros municipales; por ello, los poetas
están condenados a recluirse en una sauna personal y buscar palabras como
quien busca cucarachas o langostas.
Pero pierden el tiempo (después perderán la razón). Las bicicletas y
los automóviles confabulan contra ellos y les asestan golpes terribles en las
costillas; los teléfonos públicos en connivencia con los privados, lanzan
gritos ensordecedores que les hacen perder el equilibrio; los televisores
ofrecen con engaños piernas de aeromozas; los rayos X disminuyen
considerablemente su alicaída capacidad vaticinadora.
Están irremediablemente perdidos los sujetos que afirman ser Ulises
de una manera estilizada (Ulises sin el favor o el odio de los dioses, Ulises
en busca de otra Itaca, Ulises en la espera del naufragio, etc.). Están
igualmente perdidos los que describen a las quinceañeras con imágenes, los
que al leer un poema de Caeiro creen que comen manzanas. Están perdidos
–y en las selvas más remotas– los que en un verso resumen la Belleza.
¿La labor del poeta? La de procurar no ser poeta.
Las musas han descendido del parnaso para comprar insecticida.
26

Francamente la vida resulta insoportable si les asignamos a las cosas


una funcionalidad exclusiva y excluyente, sin considerar que podemos
servirnos de ellas para los más diversos usos. ¡Qué tristeza la de utilizar las
máquinas lavadoras nada más que para lavar! ¡Cuán absurdamente racional
el destinar a las pelotas de tenis sólo para jugar al tenis!
Limitamos el uso del papel higiénico a actividades higiénicas, cuando
en verdad podríamos hacer con él una bandera pirata, una serpentina con
versos de Darío; usamos el desodorante con la finalidad de evitar el hedor de
nuestras axilas, cuando es perfectamente posible utilizarlo para escribir un
poema verborreico en una espalda de mujer.
El porcentaje de suicidios seguirá su ascenso vertiginoso hasta que no
se comprenda que es posible –e incluso necesario- jugar la final de un
campeonato olímpico de fútbol con cráneos trepanados, reemplazar las
fichas de ajedrez con pastillas anticonceptivas.
¡Cómo puede simplificarnos la vida esta sencilla operación!
Los cuadros de la Escuela Cusqueña –aquellos que muestran un ángel
pensativo, una santa entre la menstruación y la menopausia- nos pueden
servir para transportar harina o pan con sabor a alcachofas; un reloj
despertador, para ahuyentar a los vendedores a domicilio y a los gatos
techeros. El chicle globo podría explicar sin problemas el dogma de la
trinidad, los anteojos de sol podrían curar de una vez por todas el mal de ojo.
En cuanto a mí se refiere, vivo feliz desde que tus cabellos me
hicieron el reo número 515.
27

No hago problemas si mi esposa me trae una sopa fría o si caigo en la


cuenta de que me engaña con un bombero; no levanto la voz si la encuentro
sustrayendo de los cajones mis pomitos de insulina, si la descubro colocando
en mi café una considerable cantidad de ácido clorhídrico; no inicio una
discusión si de pronto decide hacer una fogata casera con las fotografías de
nuestro matrimonio o con mis dientes postizos: lo que sí no puedo aceptar
bajo ningún punto de vista es que no nos pongamos de acuerdo sobre el
nombre de nuestro rollizo primogénito.
Cuando se toca ese tema las ollas se convierten en naves espaciales y
la vajilla en víctima sonora de la necedad. Yo afirmo, mientras pretendo
sacarle la nariz como una estaca, que el nombre apropiado es “Gerundio”,
pues éste sugiere la continuidad de una tradición milenaria (en ese sentido
todos nos deberíamos llamar “Gerundio”); ella, clavándome las uñas y unos
insultos que no sería conveniente repetir, vocifera que el indicado es
“Cabeza de Zapallo”, porque, efectivamente, tiene la cabeza de la misma
forma que un zapallo, y es natural que las palabras estén en estrecha relación
con la apariencia de las cosas.
Las discusiones no terminan hasta que nos vence el sueño o el
aburrimiento, pero lo cierto es que nunca sacamos nada en claro, pues los
dos insistimos en mantener los brazos erectos como palos de escoba. Ese es
el motivo por el cual no hemos inscrito a nuestro hijo en el Registro Civil,
pese a que tiene veinte años y un amor extremo hacia los empleados
públicos. Yo, naturalmente, lo llamo “Gerundio”, y he obligado a mi
secretaria y al sub-gerente que lo llamen así. Mi esposa, como es obvio, le
dice “Cabeza de Zapallo”, y para congraciarse con ella, la vendedora de
verduras lo llama de la misma manera. Sus amigos se refieren a él de
acuerdo a su estado de ánimo: pueden decirle “Caracol”, “Carpeta”, “Mar”,
“Reloj”, “Tormenta”, “Insecticida”, “Agua de Colonia”, etc.
Gerundio lee en el parque, feliz de poseer todos los nombres de la
tierra.
28

Mi personalidad cambia más rápido aún que la moda femenina. Hoy


analogo al poeta con un sapo y mañana con un poste de teléfonos; ahora
sostengo una mujer mayúscula, y cinco minutos después la magistratura de
las quinceañeras. Soy un suicida convencido, pero al borde del abismo y de
coger un resfriado, descubro la Belleza en un anuncio publicitario que me
devuelve a la vida y a los crucigramas. Soy un químico recalcitrante, pero no
me sulfuro si los limones silencian de improviso su acidez. Soy bilingüe,
aunque de seguro en cuestión de segundos no sabré decir “llave inglesa” en
rumano decimonónico. Un día quiero cogerme de tus trenzas para practicar
ski acuático, y otro comerlas sin necesidad de utilizar aceite de oliva. Un día
te puedo besar con una pasión de horno micro-ondas, y otro con una
indiferencia de Antártica lejana. Digo: “el señor de la esquina es sumamente
agradable”; luego, “el señor de la esquina me resulta indiferente”; después,
“al señor de la esquina que lo parta un rayo o una afección estomacal”. Me
regodeo con mi amor por la paz; sin embargo, voy posteriormente provisto
de una honda para derribar a las palomas y a las manos enlazadas. No puedo
contener una lágrima diluviana al leer a Caeiro; sin embargo, me río luego
de mi estupidez y de su irrealidad. Afirmo ser Ulises; sin embargo, en el
transcurso posterior del Regreso, me quedo feliz y para siempre con la
compañía musical de las sirenas.
29

Yo creía que la manzanilla era una manzana impúber, que el rosario


era el lugar donde iban a morir las rosas y las muchachas en flor.
Yo creía en la musicalidad de las musas y en la sinuosidad de los
sindicalistas.
Yo creía que el whisky había declarado la vacancia total de las
bacantes.
Yo creía en la Cucarachita Martina y en los dioses con ojos de avispa.
Yo creía que el adjetivo “vertebral” señalaba un estilo como en
“dórico”, “jónico”, etc.
Yo creía en la decencia de los dentistas, en la fugacidad de la
gastronomía.
Yo creía que olías a café, que iba a prender contigo una luz de bengala
en el medio de la noche.
Yo creía que “otorrinolaringólogo” no era una profesión, sino una
palabra para sacar conejos de un sombrero de copa.
Yo creía porque había que creer en algo, porque de lo contrario me
hubiese convertido en corbata de contador público.
Yo creía esto y aquello, aunque la verdad nunca he recibido ningún
bacinicazo.
30

No sé si me ciega la parca o la paraca, pero sé que un judío converso


es un judío poeta, que hay que guardar pan para mayo y besos para el mes
entrante, que no puedo jabonarme más con tu nombre. Estoy en el desierto y
el ombligo me recuerda que ya una vez el hilo fue cortado.
Estoy en el desierto. Aquí toda la noche ha llovido estrellas y sonrisas
que he recogido para ofrecerlas a los pianos enterrados prematuramente.
Una sonrisa tuya bastaría para sanar a los enfermos de sífilis, porque
brillas como una espada, y como una espada tu sonrisa, o más bien el
recuerdo de tu sonrisa- me deja en los ojos ciegos un símbolo de muerte.
Tu voz. Tu voz también existe, y tus cabellos o redes de mar. Pero yo
estoy en el desierto y aquí nada existe salvo tu sombra. Y la noche.
Aquí yo soy Ulises en un viaje sin retorno. Aquí yo soy Ulises,
aunque el agua sea piedra partida.
No sé. No sé si es la tijera o es la arena.
31

Definitivamente, los senos de los maniquíes son más hermosos que


los de una manicurista o una conductora de autobús.
¿Hay alguien que prefiera la blandura desbordante de unas nalgas a la
dureza de una espalda bajativa y perifrástica? ¿Existe un mutilado –perdón-,
existe un sujeto capaz de quedarse con un ojo inconsistente, cuando tiene la
posibilidad de conseguir uno impenetrable?
Sobran motivos para recorrer todas las tiendas de moda y pedir
permiso para entrar a los escaparates. De acuerdo a la estación en la que
estemos, las inmóviles compañeras lucirán trajes de baño o costosos abrigos,
pero siempre estarán dispuestas a escucharnos contar la historia de nuestros
resfriados o de nuestras camisas. No pondrán ningún reparo si afirmamos ser
Ulises, si en un momento de pasión les mordemos los dedos de los pies. No
saldrá de sus labios una sola palabra de reproche si dejamos en ellos veinte
besos vestidos de cometa. No sabrán oponerse jamás a nuestros deseos ni a
nuestros abrazos.
Incluso, si después de haber recibido una multa o una invitación a la
ópera sentimos un deseo irrefrenable de destazar a la humanidad, a la vajilla
o a las tasas de interés, podemos seleccionar graciosamente una pierna, un
brazo de nuestras silenciosas amantes, seguros de que no dibujarán el
mínimo gesto de queja en sus rostros, seguros de que no iremos a parar a la
cárcel o a las películas de Hollywood.
Niñas del mundo –perdón-, niñas solamente: consideren la posibilidad
de llegar a la beatitud absoluta transformándose en estatuas de plástico.
32

Reprime si quieres el deseo de levantarles la falda a las empleadas


domésticas, pero nunca el de levantar las tapas de los buzones: éste promete
reinos realmente nuevos, en tanto que aquél sólo un calzón descolorido o
una bofetada con sabor a cebollas.
Como no eres gato ni tienes la intención de serlo, puedes dar rienda
suelta a tu mano caballerosa y adivinar el color de ese reino desconocido sin
temor a dejar el alma como parte de pago.
Espera a que venga un hombre extremadamente frío con un manto
sobre sus hombros, porque él vendrá a fungir de guía turístico, pero si
quieres echar por la borda la tradición y la corbata, desciende por tus propios
medios como un mono libérrimo. Ya abajo, verás seguramente a tu abuela
que montada en una hoja de afeitar te hará adioses y muecas obscenas. Verás
a la Reina Victoria corriendo triunfalmente tras haber anotado un gol de
palomita, verás también a César Moro –aunque sin brazos de árabe-
practicando el estilo mariposa, y a un señor con nariz de pájaro que te dirá
siempre las buenas noches, al cual deberás saludar con una consideración
extrema. Después de recorrer todas las esquinas y todos los cuerpos de
mujer, saldrás a la luz de las bombillas eléctricas para cumplir tus
obligaciones maritales y marítimas con la señorita ballena, pero cuando el
tedio te enfríe la pasión, volverás a descender a ese reino ofrendador de
novedades. De abajo a arriba y de arriba abajo, hasta que el señor con nariz
de pájaro te diga que los buzones han quedado para siempre sobre tu boca y
que jamás volverás a ser con las estrellas.
33

Si Ella no se hubiese vestido de misal, la habría desnudado como si


desenvolviese un caramelo de fresa, le hubiese dejado una corona de besos
en su frente y en sus silencios. Aunque no es una quinceañera, habría hecho
con sus cabellos un saco de verano para ver desde el malecón cómo el sol se
da un baño de mar antes de besar a una niña, habría hecho con sus ojos unos
jabones personales de hotel. Luego de lavarme los dientes hubiese ido en
ayunas a comer de sus senos con la misma pasión con que comiera una
sandía, hubiese guardado sus bolsillos en mis labios. Ella hubiese sido el
paraje que recorriera montado en bicicleta, la bicicleta en la que recorriera
ese paraje. Habría intentado sacar con la mano monedas de su sexo, habría
intentado fumar uno de sus dedos sin que éste cambiara de color. Hubiese
conocido su amor y su alfabeto, habría entrado feliz en las letras de su
nombre.
Pero ella se ha vestido de misal, de muralla, de panetón de caja.
Ella no está sentada en un columpio, sino en un módulo lunar que
imita la altura de sus ojos.
34

El Hombre se masturbaba continuamente. Se masturbaba mientras sus


dedos recorrían la sinuosidad de las peras y las sandías, mientras besaba la
tibieza de la lobezna o el pecho encendido de la señorita jirafa, mientras veía
en un río gimiente el reflejo de sus ojos de estatua.
Dios, mago benévolo acostumbrado a convertir el hueso de los
duraznos en duraznos, no tuvo dificultades para transformar la costilla del
Hombre en la Hembra. Con el dedo deíctico y deicida la señaló para que su
primogénito la cubriera.
No había amor, pero había deseo. No había lenguaje: todo para
saberlo se tocaba. Buscaron los abismos, encontraron los abismos. En el
regreso volvían a escuchar el canto de las ranas, volvían a ver la cópula de
las aves y las langostas.
No había palabras. El Hombre comió de la manzana porque ésta
imitaba un seno pasional.
Entonces fueron expulsados. Entonces nacieron al lenguaje y
cubrieron su desnudez con una hoja de parra (según algunos), con una hoja
de papel (según otros).
35

Tan poético es una mosca embadurnada de mantequilla como un


sillón Luis XVI, una jirafa encinta como una ciudad bombardeada de besos;
igualmente poético una sopa de sobre o un durazno, un camaleón vestido de
deseo o un mono hecho en Tailandia.
Poesía en la ubre de una vaca y en el seno que imita un ojo de
marisco, en un ombligo abierto a las miradas y en un talón de monja. Poesía
en la dulce quinceañera y en la artritis que cuelga de una anciana, en el ballet
que rige la gracia de tus manos y en la expresión inmóvil de la estatua.
Poesía en el límpido cristal y en el espejo que siempre me devuelve una
sonrisa.
Poesía solamente en aquello que se gusta y se toca. Poesía de los
sentidos y del sinsentido.
(Aclaración ortográfico-poética: “rosa” se escribe con “r” mayúscula
sólo al inicio de oración).
Poesía acá y acullá. Poesía bajo el asfalto, sobre el asfalto, en el
asfalto.
“Poesía eres tú” dijo Bécquer a una mujer de rizos negros
presumiblemente ciega –ignoraba lo que era el sol. “Poesía eres tú”, le dijo,
pero lo mismo pudo decirlo a un pólipo estomacal, a una raqueta de tenis, a
un jabón de tocador.
36

El poeta, el verdadero poeta, es el cultor de lo gratuito, el que compara


unos ojos de mujer con un diccionario, con un ventilador. Todo lo demás es
letra respingada, arquitectura que se empina para admiración de los
diletantes, diente del siglo XIV destinado a cariarse en infiernos dantescos.
“Feliz como una lombriz”: he aquí la rima perfecta, la que atrae a los
términos solamente por una cuestión sonora, sin que medie el enchufe del
sentido. “Feliz como una lombriz”: he ahí el símil preciso, el que silencia, el
que ensarta palabras al azar.
El poeta es, pues, el cultor de lo gratuito. Sólo en esa medida es
comparable a Dios. El Hombre, obra divina, es tan arbitrario como es (o
debe ser) el poema. Tenemos dos ojos, pero pudimos haber tenido tres o
doscientos; abrazamos con los brazos, cuando era plenamente posible
hacerlo con un cuello alargado. El señor Huidóbero, como Colón, descubrió
América sin saberlo: el poeta es un pequeño Dios.
Poeta, el cultor de lo gratuito. Sólo así se pueden escribir poemarios
como guías telefónicas, teniendo en cuenta que la cantidad es directamente
proporcional a la poeticidad del texto.
Poeta, el cultor de lo gratuito. Si digo que entre las sábanas eres un
sánguche de mujer, lo digo sin pensarlo, lo digo simplemente porque me sale
del estómago, porque quiero comerte con voracidad y mayonesa hasta
saciarme.
37

Todas las despedidas son tristes.


Nos despedimos anegados en lágrimas de la apendicitis que nos visita
sólo una vez, de la camisa que luce un agujero mayúsculo –aunque no por
obra de las agujas. Con un pañuelo fabricamos adioses lastimeros para el
cabello que se abraza a la escobilla y para el encendedor que silencia su
pasión. Dibujamos en el aire una gimnasia manual y plañidera cuando una
mariposa se aleja de nosotros como un barco a vapor hacia lo Nuevo, cuando
alguna esperanza se consume imitando a un cigarro empedernido.
Es imposible no irrumpir en un llanto prolongado al dejar nuestros
ideales socialistas en los urinarios o en los basureros municipales, al dejar
una uña lunática a la suerte de las escobas. Es imposible no sentir que el
corazón se encoge como una esponja aprisionada cuando la bolsita de té
filtrante es arrojada hacia el olvido.
¿Habrá algo más triste que una despedida? Una ciudad devastada por
la asfixia de un beso universal o un mono suicida pueden provocarnos
tristeza, pero jamás en el grado que la provocaría una despedida, sea de lo
que fuere.
Todas las despedidas son tristes.
Como un tigre agonizante me despido para siempre de tu nombre y tus
cabellos.
38

Debemos construir a las mujeres como si construyéramos edificios.


Escoger un determinado número de ladrillos de acuerdo a la extensión
deseada de los senos y las orejas. Determinar a nuestro gusto la forma de las
narices, de las muñecas. Elegir sin temor a arrepentirnos el color de los
cabellos y la sinuosidad de los labios. Plasmar en sus cuerpos una juventud
indeleble de quinceañera, una realidad de puercoespín. Hacer que sus ojos
sean limpios como las habitaciones de las artistas de cine, colocar en el lugar
más apropiado un lunar luminoso como una galleta bañada en chocolate.
Llenarles las cabezas de recetas de cocina, de argumentos para desechar el
feminismo. (Entonces sabrán de la inconveniencia de fumar en público).
Colgarles un aviso publicitario en los talones, decidir sobre la posterior
aparición de los juanetes. Autorizar unos vellos de melocotón sobre sus
bocas, preferir un aliento a café que un labio leporino. Improvisar unas cejas
pobladas de pasión, renunciar a otorgarles un cuello de jirafa.
Qué diferencia la de encontrarnos con una mujer hecha y derecha –
aunque tenga a veces una joroba de dromedario. Se nos presentan vestidas
de novias y pretenden ser nuestras esposas, pese a que cacarean como
gallinas menopáusicas. Asentimos, claro, porque las preferimos a los
ceniceros de cerámica, pero nuestra capacidad de decisión se reduce hasta
dimensiones irrisorias. Por este motivo debemos ahogar a las mujeres
tradicionales y construir otras como si construyésemos edificios.
¡Imaginemos por un instante la magnitud del deseo del hacedor de la
Muralla China!
39

Cómo no recordar aquel tiempo –breve, por cierto- cuando


descubrimos que cariátide y carótida era cosas distintas, que “gárrulo” era un
adjetivo más apropiado para los felinos, que una metáfora podía resumir la
belleza de las olas.
Pero yo también te quería para cristal, para ver a través tuyo la puesta
de sol, la puesta en escena de Hamlet en un teatro londinense, la apuesta
aeromoza que muestra sus piernas como barquillos de galleta. Para cristal,
no para espejo. Para espejo me hubiese bastado el de mi baño o el de tu
bolso, pero para qué, si yo detesto mi nariz ciclópea, mis canas prematuras,
mi ojo ciego. Para cristal, pero una frase bastó para romper la claridad: tus
pedazos cayeron en la alfombra como una lluvia de granizo. Y te llevaste
todos (no sé cómo), te llevaste todos sin dejar siquiera uno, el que hubiese
ocultado como un huevo pascual para mi propio deseo.
“Yo soy otro Ulises” te dije –más flaco, claro, más bajito, nada astuto.
“Yo soy otro Ulises en busca de otra Itaca” –no tan grande, claro, pero tan
grande y tan hermosa. ¿Y esa otra Itaca? Podría haber utilizado el juego de
la Gallina Papujada, pero siempre hubieras salido tú. Y por eso tuviste que
caer.
Ahora siento un dolor tremendo en la región hepática, y no sé si es la
última forma de amar diagnosticada por el doctor Salado (¿o Salinas?), o la
cirrosis que desde hace meses bebo en un vaso de plástico.
40

¿Tirar un libro de versos como si se arrojara una piedra? Obviamente


el fabricante de aceite de oliva pensaba en la inutilidad del hecho de escribir
–hubiese podido también comparar ésta a llevar una alcoba de besos al mar,
una aspirina a un enfermo de sífilis, un eunuco a una vagina republicana-,
pero por haber mandado de vacaciones a su mentalidad ética, no podía
prever las consecuencias de este proyectado lanzamiento: podría caerle en el
hígado de un señor banquero y producirle una hepatitis fulminante, podría
rebotar en la mano de un respetable accionista y causarle una parálisis
irreversible.
Si decidimos arrojar nuestros libros, hagámoslo como si arrojásemos
pétalos de flores artificiales en una procesión multitudinaria o sostenes de
niñas impúberes. Dejemos caer nuestros versos habiéndoles anudado la
corbata y los zapatos de charol, dejémoslos caer como paracaidistas en una
exhibición de fiestas patrias, como volantes que pregonaran la rebaja del
tanto por ciento en un centro comercial. Soltemos nuestros poemas muy bien
afeitados, como es de rigor, de la misma manera que si soltáramos una
lágrima feliz ante el descubrimiento de la Belleza o de una gacela en celo,
soltémoslos como caramelos, como pañuelos de seda, pero nunca, ¡por
favor!, como una piedra.
Arrojémoslos, sí, como tarjetas de Navidad, aunque después vayamos
personalmente a patear al burgués, al sindicalista, a la señorita monja y a las
sociedades protectoras de animales.

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