Está en la página 1de 282

JOHN SHELBY SPONG

OBISPO RETIRADO
DE LA DIÓCESIS DE NEWARK

¿Vivir
en
pecado?

Reflexiones y propuestas ante los cambios


en la sexualidad y en la vida familiar

A S O C I A C I Ó N M A R C E L L É G A U T
Título del original inglés:
Living in sin? A Bishop rethinks human sexuality.
HarperSanFrancisco, 1988

© AML, Asociación Marcel Légaut, 2013

Diseño, maquetación, traducción y revisión:


Carlos Allemand, Normand Beaudoin, Gian Inchauste,
Carmen Llanos, Domingo Melero, Gerardo Polo, Marta
Ribas, Juan Antonio Ruescas, Federico Sánchez Peral.

Edita y distribuye:
AML, Asociación Marcel Légaut
C/ Canal de Isabel II, 9, 1º C
E - 28700 San Sebastián de los Reyes
Tel: +34 916 638 504
e-mail: marta.ribasvila@marcellegaut.org

Impresión:
I. Reynés
C/ Vía Lusitana, 62
28025 - Madrid

ISBN:
D. L.:
…A ES TA EDI C I Ó N

No es fácil introducir, en nuestro circuito cultural, un nuevo


autor; máxime si es desconocido, extranjero y, como John Shelby
Spong, obispo jubilado de una diócesis norteamericana, y no ca-
tólica sino episcopaliana. Aunque sea una de las figuras más leídas
del cristianismo liberal de habla inglesa, intentar que un autor así
tenga un número suficiente de lectores en castellano es toda una
aventura económica y de ideas. En ella, un paso importante es pu-
blicar este libro que, veinticinco años atrás, hizo famoso a su autor
en Estados Unidos, por la polémica que suscitó.
No es fácil introducir a John S. Spong porque, por un lado, las
editoriales confesionales católicas editan preferentemente a autores
de la propia iglesia; aparte de que muy probablemente tampoco lo
publicarían tanto por sus ideas en materia de sexualidad y de rela-
ciones (tal como se verá en este libro) como por su interpretación
bien informada y no literal de las Escrituras (como se puede ver en
otros libros suyos), con independencia de su forma democrática de
llevar su diócesis, siempre abierta a los problemas y a los retos mo-
rales e intelectuales de su tiempo. Por otro lado, las editoriales no
confesionales que editan libros sobre el cristianismo prefieren los
que son de nivel académico o de autores culturalmente ya consa-
grados. Y tampoco hubiera sido fácil que lo hubiesen publicado las
editoriales cristianas no católicas, más bien fundamentalistas; o las
editoriales dedicadas a temas orientales, a las religiones en general,
al pensamiento alternativo o a la contracultura, ámbitos en los que
el cristianismo no tiene buena prensa (1).

(1) En los años 90, una editorial no confesional incorporó dos libros de
Spong en una colección con cierta enemiga hacia el cristianismo. Uno era
sobre los relatos del nacimiento y otro sobre los de la resurrección. En ellos,
sin embargo, la crítica de las creencias literales y precientíficas, así como
de la forma ingenua de representarse los dogmas como hechos que hubie-
sen podido comprobarse empíricamente, no era la última palabra. Quizá
por eso Spong no satisfizo a los lectores que se acercaron a él ni tampoco
llegó a los lectores que ya saben que la tradición del cristianismo no implica
una fe reñida con el estudio, la crítica y la reflexión, antes al contrario, pero
que no se fijan en una editorial así.

5
En fin, todas estas especializaciones, que no dejan de ser ba-
rreras a las que se añade la barrera del idioma, hacen que Spong
no sea todavía conocido como debiera en nuestros pagos, pese a
ser, como decíamos, una figura y un autor de éxito notable en los
suyos. Veinticinco títulos y más de un millón de copias vendidas
en quince años lo sitúan en la línea de J. A. T. Robinson, su men-
tor y también obispo, tan leído a finales de los años 60, en la época
del catolicismo «postconciliar».
Para remediar mínimamente esta laguna, la AML, desde hace
años, ha dado a conocer algunas de las aportaciones de Spong en
materia de interpretación de las Escrituras y de los dogmas, gra-
cias a sus iniciativas en algunos foros, a su Boletín (los Cuadernos
de la Diáspora) y a su portal en Internet, más un segundo, de re-
ciente inauguración, dedicado exclusivamente a Spong.
La razón de este empeño un tanto quijotesco de la AML es que
se trata de una figura y de un autor necesario a nuestro entender.
Nada ni nadie es perfecto sino discutible. Al propio Spong le gusta
ser discutido. Pero entre adultos es cuestión de hechos, argumen-
tos y reflexiones de cara a decidir y a juzgar libremente, es decir,
responsablemente, y no por obediencia ni por inercias. Por eso, im-
porta que la existencia de Spong avive nuestra imaginación, des-
cubra nuestras carencias, complete nuestra información, nos
proponga argumentos e ideas, y nos anime a llegar a conclusiones
y a tomar decisiones e iniciativas.
Por eso importa que se conozca una figura como la suya, no de
un teólogo o de un psicólogo sino de un obispo, es decir, de un jefe
espiritual que es parte de su institución, y que no sólo es sensible
a los problemas sociales causados por los prejuicios económicos o
raciales, lo cual ya es mucho, sino que está atento también a los
problemas causados por los prejuicios que atañen a la vida familiar,
afectiva, sexual, de convivencia y de compromiso entre las perso-
nas. Es tan persistente un único tipo de defensa de la familia por
parte de las instituciones cristianas que es conveniente que exista
y que se conozca el enfoque y la argumentación del obispo Spong,
con el que no hay que coincidir en todo, como ya hemos dicho, y
máxime si su texto es de hace veinticinco años.

6
Importa, sobre todo, la figura de un obispo que, en su trayec-
toria, ha pasado del fundamentalismo a la «maravillosa inseguri-
dad de la fe» (en expresión de Légaut) sin dejar de estudiar, de
documentarse y de reflexionar, no sólo para sí sino para transmitir
y hacer llegar, a los bancos de la iglesia, a los «antiguos alumnos
del cristianismo», a los «creyentes en exilio» o en diáspora, así
como a los «hombres de buena voluntad», un cristianismo que se
expresa bien a sí mismo dentro del universo mental de hoy y de los
conocimientos actuales. Porque el verdadero saber nunca es enemigo
de la fe ni de la inteligencia espiritual por más que cuestione la forma
de imaginarse, de representarse y de creer (o de creer creer) en de-
terminadas creencias.
En otros libros suyos, el conocimiento bíblico actualizado de
Spong redunda, en efecto, en una clara exposición de algunos temas
dogmáticos. En éste, el obispo Spong emplea dicho conocimiento
(véase, por ejemplo, su exposición y uso de las cuatro capas redac-
cionales del Pentateuco) para clarificar tanto la imposible lectura li-
teral de las Escrituras en las discusiones sobre moral sexual como
la gran utilidad del conocimiento de la formación de dichas Escri-
turas, tanto las hebreas como las cristianas, de cara a afrontar sin
miedo, es decir, con fe, los cambios de los últimos cincuenta años en
materia de costumbres y de formas de vida en pareja en occidente.
¿Vivir en pecado? ofrece la posibilidad de escuchar a un
obispo que dice manifiestamente lo que no suele decir abiertamente
nadie de alguna institución cristiana aunque muchos piensen cosas
parecidas. El principal interés de este libro, sin embargo, radica no
sólo en el hecho de que quien expone estos contenidos es un obispo
sino también en su forma de hacerlo, en sus características como
escritor. Integrar con agilidad y competencia datos pertinentes,
proporcionados por las ciencias, las humanidades, los estudios bí-
blicos y la teología; saberlos exponer con claridad; y hacerlo no
desde la neutralidad del profesor; y contar además al hacerlo con la
discrepancia de opiniones entre los cristianos, como tales y como
ciudadanos, y con que hablar y razonar es parte fundamental en el
camino del entendimiento; todo ello son cualidades suyas como es-
critor que se funden con las de ser un buen «pastor».

7
Spong no sirve a la comunión limitándose a velar por una or-
todoxia determinada, o a proponer lo que debe dejarse atrás. Tam-
bién ofrece alternativas y, sobre todo, pone en comunicación las
distintas sensibilidades. Spong es un gran divulgador en el mejor
sentido de la palabra y, como tal, es un gran mediador. Destaca el
tipo de ministerio de la palabra y de magisterio así como de go-
bierno de un obispo que se dirige a gente adulta y que asume lo
más positivo de la secularización. Su mediación proviene no sólo
de su honestidad intelectual y de su vida interior sino de un estu-
dio constante y de un don para transmitir. Es un servicio de me-
diación, como decíamos, entre los investigadores y la gente común
y entre lo que se piensa y se experimenta en unas comunidades y
lo que se piensa y se experimenta en otras. Ahora bien, como de-
cíamos, un mediador no es un espectador neutral, es un jugador
más, que sabe de la nobleza esencial del contrario. Spong dirá leal-
mente de un obispo contrario a sus opiniones pero excelente per-
sona: le confiaría mi alma pero no mi voto.
Spong escribe como quien está en camino e invita a él. Este
libro quiere despertar; invitar a pensar y a dialogar. El lector debe
ejercer su crítica y su juicio. No se trata de sustituir una docilidad
por otra, ni una autoridad por otra. Poco habríamos avanzado con
ello. Leamos, pues, a Spong desde la parte de nosotros mismos que
nos sitúa entre los creyentes en exilio o en diáspora, algo lejos de la
iglesia visible, como los miembros del club de los «antiguos alum-
nos del cristianismo», y también desde la parte de nosotros mismos
que lleva el cristianismo dentro y sabe comprender, como Spong,
el inmenso fermento que anida en la idea de la bondad de la Crea-
ción y de la no maldad radical pero sí debilidad de los humanos.
Esto invita a una prudencia que empieza por la lucidez y la verdad,
y en la que uno está más seguro de acertar en la medida en que
vence el miedo. Así descubriremos el potencial que anida en noso-
tros y en la «mayoría silenciosa» de los que tienen un fondo de in-
quietud espiritual y de aprecio por un cristianismo realmente para
todos. Todos nos parecemos al Cid, de quien el juglar dijo: ¡Dios,
qué buen vasallo si tuviera un buen señor!
Los Editores

8
PR Ó LO GO

Robert G. LAHITA, M.D.,


Ph.D. Profesor Asociado,
Cornell University, Medical
College, New York City

Hay gente que piensa que los aspectos sexuales de la


vida humana deben dejarse al margen a pesar de que –o
precisamente debido a que– el sexo, para bien o para mal,
impregna la vida e influye en todas las facetas del compor-
tamiento. Podemos juzgar el sexo como el mayor don y, al
mismo tiempo, como el mayor enigma de nuestras vidas.
Es un don por ser un gozo singular para todos, y es un
enigma por su potencial destructividad de personas y de
relaciones. No es de extrañar, pues, que el sexo sea uno de
los aspectos más complejos de la vida, y que la integración
de la sexualidad y de la religión sea también algo especial-
mente complejo.
El libro del obispo John Shelby Spong, que el lector está
a punto de leer, explora con franqueza y disipa con firmeza
algunos de los enigmas que rodean los escritos bíblicos de
cara a comprender tanto el papel de los sexos como el de las
tradiciones sobre la sexualidad procreativa y, asimismo, el
de los tabúes acerca de la homosexualidad. Spong explora
la controversia sobre las diferencias y similitudes entre los
sexos como nunca antes lo hiciera un miembro de la jerar-
quía de una tradición cristiana occidental importante.
El lector reparará en la alianza que el autor establece,
de forma singular incluso en los tiempos modernos, entre
la religión y la ciencia. Al conjugar de forma compatible el
conocimiento religioso basado en la fe y el conocimiento
científico basado en la realidad, el obispo Spong ofrece es-
peranza a muchos de aquellos que, decepcionados, han lle-
gado a pensar que el pensamiento racional no es bien
recibido en la religión organizada. Un pastor valiente y po-

9
lémico opta por partir de la realidad en el púlpito. Conduce
al lector a través de las suposiciones e incongruencias de
las Escrituras y le ofrece una alternativa inteligente, frente
a las interpretaciones fundamentalistas que sólo llevan a
los prejuicios, el temor y la repulsa.
El obispo Spong es un hombre ilustrado y amante de la
verdad, un hombre de gran devoción y un clérigo de mente
abierta. Hay otros clérigos en la tradición judeocristiana
que albergan, sin duda, visiones similares en sus corazones,
pero el obispo Spong las formula además públicamente.
Ofrece una alternativa convincente en momentos difíciles.
Cree tanto en el testimonio histórico del amor y de la com-
pasión cristiana como en los hechos cambiantes de la revo-
lución biológica, hechos que, por un lado, se continúan
dando, como resultado del progreso científico, y que, por
otro lado, provocarán, indudablemente, un importante de-
bate entre los líderes y educadores religiosos. Un cínico po-
dría concluir que Spong yerra al no cumplir la norma de la
mediocridad.
El libro ¿Vivir en pecado? se ocupa de algunos problemas
vitales que afectan a la madurez, o no, de la religión organi-
zada en medio de una sociedad que considera el sexo como
algo que debería mantenerse oculto. Ya el título mismo
evoca estas ideas preconcebidas, especialmente en aquellos
a quienes va dirigido el libro: la gente creyente. Durante los
últimos años, la religión organizada ha pasado momentos
difíciles en relación con la sexualidad. El resultado podría
considerarse una mezcla de pensamiento dogmático y reac-
cionario. Muchos afirman que la estructura de la familia y
la responsabilidad individual dependen de un sistema in-
mutable de creencias sobre nuestra misión biológica en la
tierra. Según los criterios morales de estas personas, debe-
ríamos reproducirnos eficazmente, sin introducir variacio-
nes; y hacerlo de otro modo sería contrario a la ley natural
y divina. No es de extrañar que quienes sostienen estas
creencias sean dogmáticos ante las nuevas costumbres se-

10
xuales. Sin embargo, el temor acerca de dichas costumbres
siempre proviene de la ignorancia, de los prejuicios y de las
ideas equivocadas; y no tenemos tiempo para acercarnos a
un problema tan fundamental como el del miedo basado en
la ignorancia producida por un dogma obsoleto.
Esta concepción rígida de lo que debe ser la sexualidad
humana perpetúa unos mitos que hacen daño y que alienan
a muchas personas. Tal vez sea por esto por lo que a los cien-
tíficos les resulta difícil entender a la religión organizada,
tanto que hasta les da incluso pánico con sus creencias pre-
científicas y erróneas sobre la naturaleza. Como guía en la
vida, la religión no puede pasar por alto la lección de la na-
turaleza: y esta lección es que el más alto nivel de la creati-
vidad de Dios está en la variedad.
El enigma de la vida es que seamos tan innatamente di-
ferentes mientras intentamos ser iguales a los demás exter-
namente. Las maravillas tanto de la manipulación genética
como de la modificación de la conducta, y una explicación
basada en las hormonas para la agresividad y las preferen-
cias sexuales, están a punto de desplegarse ante nosotros y
desafiarán, sin duda, nuestras creencias. Si considerásemos
estas maravillas como de Dios y no nuestras, y que son como
dones aptos para ayudarnos a vivir juntos, podríamos pen-
sar que la ciencia puede ayudar mucho a la religión. El
papel de la religión no es el de condenar a la gente o el de
cambiar a la fuerza el resultado de un proceso natural. Ne-
cesitamos cambiar nuestra manera de pensar sobre la gente
y sobre el sexo. Este libro aporta un marco mental favorable
a este cambio. Nos introduce en un tiempo nuevo.
Hay hipocresía en la religión y la habrá siempre; igual
que la hay y la habrá también siempre en el resto de las ins-
tituciones de nuestras sociedades. Sin embargo, quizá sea
más grave ignorar la hipocresía en la religión. Si el funda-
mento de la religión continúa siendo una creencia en creen-
cias místicas obsoletas porque la evidencia científica las

11
cuestiona, los problemas empeorarán, la mayoría de los fie-
les se alejará y las divisiones se ahondarán. El sinsentido del
rechazo de los divorciados, el ridículo de la simple condena
de los impulsos sexuales adolescentes al emerger la puber-
tad, y el aislamiento de los homosexuales, son sólo algunas
de las formas de la hipocresía cristiana, basada en el miedo
que se agazapa detrás de la interpretación literal de algunos
pasajes de las Escrituras. Lo original del obispo Spong es
que se encara con la hipocresía y con la ignorancia sobre las
percepciones sexuales establecidas. Lo que hace el obispo
Spong no es tarea fácil ni tampoco agradable pero es, sin
duda, una tarea necesaria en esta época y, más que provocar
consternación en muchos, debería dar paz a la inquietud
real de sus lectores.

12
S UMAR I O

INTRODUCCIÓN

PARTE I LA REVOLUCIÓN

1. El marco pág. 29
2. Una llamada a la inclusividad pág. 35
3. La «revolución sexual» pág. 47
4. El Divorcio: no siempre un mal pág. 63
5. Homosexualidad: Una parte
de la vida no una maldición pág. 79

PARTE II LA BIBLIA

6. Ambigua autoridad pág. 105


7. Contra el literalismo pág. 111
8. La Biblia y las mujeres pág. 137
9. La Biblia y la homosexualidad pág. 155
10. De las palabras a la Palabra pág. 177

PARTE III ALGUNAS PROPUESTAS

11. Matrimonio y celibato:


un ideal y una opción pág. 187
12. ¿Esponsales? pág. 199
13. ¿Bendecir el Divorcio? pág. 211
14. Bendecir los compromisos
de gais y lesbianas pág. 219
15. Solteros post-matrimonio y
sexo santo pág. 231

13
16. Las mujeres en el Episcopado:
símbolo de renovación
en la Iglesia pág. 243

EPÍLOGO:
Afrontar el presente para
reclamar el futuro pág. 251

———

APÉNDICE:
Informe del Grupo de Trabajo de
la Diócesis de Newark sobre la
transformación de los modelos de la
sexualidad y de la vida familiar pág. 257

Bibliografía pág. 279

14
INTRODUCCIÓN

En enero de 1985, en respuesta a las preguntas y preo-


cupaciones que el clero de la diócesis de Newark me plan-
teaba, pedí a la convención de nuestra diócesis que auto-
rizara un estudio sobre los cambios en los hábitos de la vida
sexual y familiar para dar una respuesta adecuada a los nue-
vos modelos de comportamiento.
Muchas veces los clérigos de la diócesis y yo hemos
compartido que los criterios que reflejan en su ministerio
difieren sustancialmente de las posiciones oficiales de la
iglesia (1). La iglesia ha afirmado en numerosas ocasiones
que las relaciones sexuales no son apropiadas ni morales si
no es en el marco del matrimonio. Sin embargo, muchas pa-
rejas, si no la mayoría, de las que acuden a recibir la bendi-
ción de la iglesia en el «santo sacramento del matrimonio»
mantienen relaciones sexuales antes y en muchos casos ya
viven juntos.
Feligreses de mayor edad, tal vez divorciados o viudos,
mantienen, cada vez con mayor frecuencia, amistades espe-
ciales con alguna persona del sexo opuesto con quien com-
parten intimidad sexual pero con quien no piensan casarse.
En muchos casos, estas personas no están al margen de la
vida de la iglesia sino que son muy activas dentro de ella y
participan, con un alto grado de compromiso, en las activi-
dades laicas de las congregaciones locales. Muchos de ellos

(1) N del T: En este libro, por lo general, Spong utiliza el término «Igle-

sia» sin dejar claro si se refiere a la Iglesia Episcopaliana, a la que él per-


tenece, o a la «iglesia de Cristo» que se visibiliza en «las iglesias cristianas»
en general. Independientemente de las intenciones del autor, creemos que
esta indefinición es oportuna, no sólo por su espíritu ecuménico sino por-
que permite que cada lector lea el texto desde las nociones que su propio
imaginario religioso y cultural le proporciona. Por lo mismo, el lector tam-
bién distinguirá cuándo este término se refiere a la jerarquía únicamente,
o al conjunto de los cristianos. Tal es el motivo de haber puesto el término
a veces en minúscula y otras en mayúscula. 

15
John Shelby Spong

han hablado abiertamente de sus vidas con sus pastores,


quienes, sin dejar de reconocer la contradicción, no se sien-
ten movidos a señalar a estos feligreses los conflictos entre
la doctrina de la Iglesia y la vida que éstos llevan. Les im-
presiona más ver la calidad de la vida que viven estas per-
sonas que las prédicas y directrices morales habituales de
la institución a la que sirven.
Otros miembros de nuestro clero se han vuelto tan sen-
sibles y abiertos a las realidades de la minoría homosexual
(2) que acogen y dan la bienvenida a las personas y parejas
gais y lesbianas en sus iglesias. Lo hacen a pesar de recono-
cer que la postura oficial de su iglesia afirma que el celibato
es la única opción moral que el cristianismo ofrece a estas
personas gais y lesbianas.
Dado que la práctica siempre precede a la teoría, estos
sacerdotes me sugirieron que nosotros, como iglesia, debe-
ríamos revisar oficialmente nuestros preceptos, teorías y cri-
terios para ver si son, en realidad, lo que pretendemos
afirmar. Tenemos que examinar por qué razón nuestra sen-
sibilidad pastoral nos obliga, tan a menudo, a dejar de lado
las definiciones institucionales del decoro y de la moralidad.
La 111ª Convención anual de la Diócesis de Newark,
reunida en el corazón de esta maravillosa pero a menudo
vilipendiada ciudad, respondió a mi llamada y autorizó el

(2) Como escritor y como pastor, sé que algunos miembros de la co-

munidad gay y lesbiana rechazan el uso del término «homosexual» y lo


comparan con el empleo de la palabra «negro» para el negro (black en in-
glés). El lenguaje que usamos para hablar de este tema está en un estado
de constante cambio y refinamiento. He hecho todo lo posible para sosla-
yar el uso de esta palabra y encontrar palabras, frases e imágenes acepta-
bles. Sin embargo, el término todavía se utiliza ampliamente en la iglesia
y en la sociedad sin intención ni efecto peyorativo. Es simplemente una
palabra que usa la mayoría de la gente en los círculos clínicos y coloquia-
les. En un número limitado de casos, he utilizado el término como forma
práctica de enfatizar un punto con claridad y hacerlo fácilmente compren-
sible a todos los lectores de este libro, sin ofender a nadie.

16
INTRODUCCIÓN

nombramiento de un grupo de trabajo para estudiar estas


cuestiones y, posteriormente, informar de sus conclusiones
a la 112ª Convención, en 1986. El acuerdo se aprobó por una-
nimidad, y la convención pasó a discutir asuntos ordinarios,
salarios del clero, presupuestos, etcétera.
Cuando la Convención levantó la sesión, un sacerdote
se acercó al estrado para comunicarme su interés en ser
miembro de este grupo de trabajo: era el Reverendo Dr. Nel-
son Thayer, profesor de teología pastoral en el Drew Theo-
logical Seminary de Madison, Nueva Jersey. El Drew Th. S.
es una interesantísima institución metodista, suficiente-
mente ecuménica como para admitir en su facultad a un sa-
cerdote episcopaliano, un erudito de la talla de Nelson
Thayer. El Dr. Thayer me informó de que, como parte de su
trabajo profesional, planeaba hacer una investigación pre-
cisamente en esta área, y que acogería gustoso el compro-
miso de ser miembro de este grupo de trabajo, lo cual le
sería un estímulo en dicho estudio.
En aquel momento, la composición del grupo de trabajo
que, tras la Convención, ya se me había autorizado formar,
era un asunto tan de segundo orden que ni siquiera había
pensado en ello. Sin embargo, allí, de pie ante mí, estaba
un hombre al que admiraba mucho, un hombre respetado
por muchos de nuestros clérigos y laicos, un sacerdote
cuyas habilidades académicas y de comunicación eran no-
tables y que me pedía que lo admitiese como miembro de
dicho grupo de trabajo. Yo sabía que Nelson Thayer es un
hombre pastoralmente sensible pero no tenía ni idea de
cuáles eran sus ideas o convicciones sobre ninguna de las
cuestiones específicas que yo había planteado a la Diócesis
que había que explorar. En un momento intuitivo, de esos
que uno vive para luego saborearlo con alegría una y otra
vez, le dije: «Nelson, ¿por qué no preside usted este grupo
de trabajo?» Mi propuesta le sorprendió un poco; quizás
era más de lo que esperaba; pero el Dr. Thayer aceptó esta
responsabilidad en el acto y me dije a mí mismo que tal

17
John Shelby Spong

coincidencia de intereses, de competencia y de oportunidad


era providencial.
Al cabo de algunas semanas, el Dr. Thayer y yo nos sen-
tamos para pensar en quiénes podrían ser los miembros del
grupo. Decidimos invitar a dieciséis personas. Debía haber
clérigos y laicos, hombres y mujeres, blancos y negros, per-
sonas casadas y divorciadas, separadas y solteras, mujeres
profesionales y amas de casa, y una persona abierta y de-
claradamente homosexual, que llevara largo tiempo vi-
viendo en pareja con un compromiso permanente. Tres
miembros del grupo eran profesionales en distintos campos
de asesoramiento. Uno de ellos formado con una beca Rho-
des, de la Universidad de Oxford. De los invitados, acepta-
ron trece y el grupo quedó constituido. Me reuní con ellos,
la primera vez, para hacerles el encargo oficial y para expli-
carles por qué se les había convocado. Entonces, delegué el
grupo a Nelson Thayer y me fui. Ya eran libres, ya podían
moverse en cualquier dirección a la que su estudio los lle-
vara, para llegar a las conclusiones que desearan, para for-
mular las recomendaciones que quisieran. La única
instrucción formal era la de informar de sus conclusiones a
la Convención diocesana en enero de 1986.
La fecha se acercaba y no llegaba ningún informe. Me
pregunté si no sería éste uno más de esos comités de iglesia
que nacen con entusiasmo pero cuyo destino es no llegar a
nada. El Dr. Thayer informó a la Convención de que el
grupo de trabajo no había terminado su cometido y que so-
licitaba una prórroga de un año, con la promesa de entregar
un informe completo antes de la convención de 1987, para
dar tiempo a que los delegados pudieran decidir si daban
su aprobación o no a dicho informe, cuando la convención
se reuniera. Su petición de prórroga se aprobó por unani-
midad y el grupo tuvo otro año de vida. Tras esta conven-
ción de 1986, me volví a reunir otra vez con el grupo para
recordarles el encargo y para alentarles a proseguir en dicha

18
INTRODUCCIÓN

responsabilidad. Fue la segunda y última vez que participé


en la marcha de la comisión.
Mientras tanto, en otoño de 1985, el Obispo Presidente
de la Iglesia Episcopaliana, el muy Reverendo Edmond
Browning, me había nombrado miembro de la Comisión
Permanente de Asuntos Humanos y de Salud de la Iglesia.
A esta comisión, se le asignó el estudio de muchas de las
cuestiones cruciales y sensibles que son objeto de debate
apasionado en la iglesia, como el aborto, la homosexuali-
dad, el racismo institucional, la ingeniería genética y otros.
Mi misión particular fue trabajar en temas relacionados con
la sexualidad. Acepté este encargo del presidente de la co-
misión, el muy reverendo George Hunt, obispo de Rhode
Island, y empecé a leer amplia y profundamente sobre esta
materia.
Decidimos que la Iglesia Episcopaliana necesitaba ini-
ciar un debate de concienciación sobre la adecuación entre
las venerables tradiciones y convicciones de la iglesia y de
la gente de iglesia, y la influencia de los nuevos conocimien-
tos sobre la sexualidad humana que diariamente aportan la
psicología, la biología, la genética, la bioquímica molecular
y la biofísica. Con la colaboración del periódico episcopal
nacional, acordamos organizar el debate en The Episcopalian,
a través de una serie de artículos a favor y en contra, escritos
por las personas más competentes que encontráramos y que
pudieran escribir, con claridad e integridad, en apoyo de sus
puntos de vista.
Me pidieron que escribiera una introducción a esta serie
de artículos. En principio, este artículo introductorio tenía
que ir sin firma, pero por tres veces resultó infructuoso in-
tentar hacer una introducción que fuera lo suficientemente
extensa como para satisfacer los alejados puntos de vista de
los miembros de la comisión. Finalmente, decidí firmar el
artículo y dejar claro que se trataba del punto de vista de un
solo miembro de la comisión, para que así nadie pudiera

19
John Shelby Spong

sentirse comprometido a identificarse con alguna parte con


la que no estuviera de acuerdo. Descubrí entonces que lo
que algunos miembros de la comisión llamaban un enfoque
«equitativo» significaba, en realidad, una pretensión de que
no hay ningún cambio que sea legítimo y que, por tanto, no
hay necesidad de tratar el tema. Curiosamente, incluso mi
artículo firmado produjo consternación en algunos círculos
donde ciertas personas parecían sentirse molestos por el
hecho de que yo, como cristiano, tuviera un punto de vista
diferente del suyo.
Esta serie de artículos, además de mi introducción, in-
cluía parejas de ellos que debatirían los pros y los contras
de las relaciones sexuales prematrimoniales, de si las per-
sonas del mismo sexo, que viven relaciones de compromiso,
deberían poder encontrar alguna otra respuesta de la iglesia
que no fuera la condena de su forma de vida, y de si hay, o
no, otras opciones aceptables que no sean o bien el matri-
monio o bien la soledad, para los adultos mayores que viven
civilmente solteros por diversas circunstancias. Los artículos
se completaron el uno de diciembre de 1986, y aparecieron
en las publicaciones de The Episcopalian durante los meses
de febrero, marzo, abril y mayo de 1987. Mi papel fue de
editor general de la serie.
Durante la primera semana de diciembre de 1986, el «In-
forme del grupo de trabajo sobre los cambios en las conduc-
tas sexuales y en la vida familiar» llegó a mi escritorio. Lo
leí con una inesperada sensación de decepción. Mi decep-
ción no era por su contenido o por su estilo. Estaba muy
bien escrito y afrontaba los temas con delicadeza. Mi frus-
tración era porque el informe era básicamente un docu-
mento pastoral que llamaba a la comprensión y a más
estudio. No veía de qué manera podrían debatirse sus reco-
mendaciones para llegar a una decisión firme.
Estoy convencido de que la gente cambia sus opiniones
y se enriquece cuando, en el debate, se ve obligada a defender

20
INTRODUCCIÓN

sus juicios. Preferiría estar en el lado perdedor de un debate


de concienciación que en el lado ganador de un debate donde
las cuestiones suscitan poca o ninguna oposición. Mi temor
era que este informe cayera en esta última categoría, y estos
temores se incrementaron cuando se envió el informe a los
veintiocho miembros del Consejo Diocesano para su consi-
deración en su reunión de diciembre. El Dr. Thayer fue a esta
reunión para presentar el informe y para responder a las pre-
guntas del Consejo. Pero no hubo preguntas, sólo hubo pala-
bras de agradecimiento por la labor realizada por el grupo
según el encargo que se les había hecho. Por una votación de
veintiocho a cero, el Consejo encomendó el informe a la 113ª
Convención Anual, programada para el 30 de enero de 1987.
El informe se hizo público el uno de enero pues se envió
a los seiscientos laicos y clérigos delegados para la conven-
ción. De ningún delegado se recibió ni una sola carta o lla-
mada relacionada con dicho informe, ya fuera negativa o
positiva. Todos los delegados fueron a una de las nueve se-
siones convocadas en distintos distritos donde se dieron se-
siones de orientación previas a la convención, cuyo objetivo
era informarles respecto a las cuestiones sobre las que se les
pediría que votaran. Que yo sepa, no se planteó ninguna
pregunta sobre este informe en ninguna de dichas sesiones
previas, excepto en la que estaba el Dr. Thayer como un
miembro más. Pero, incluso allí, se prestó poca atención al
informe.
El 15 de enero, las notas de prensa se enviaron a los pe-
riódicos de la zona que normalmente cubren nuestra con-
vención. En este envío se incluyó información sobre el
presupuesto y las resoluciones, información sobre los ora-
dores invitados (uno de los cuales era nuestro recién elegido
Obispo Presidente) y datos sobre todos los informes en los
que se pedía la intervención de la convención. Una vez más,
hubo pocas reacciones por no decir ninguna.

21
John Shelby Spong

Sin embargo, el miércoles 28 de Enero, Michael J. Kelly,


un periodista del Bergen Record, un diario de New Jersey
cuya circulación se limita básicamente a la populosa zona
del Condado de Bergen, llamó a nuestro jefe de prensa para
decir que le había despertado interés el informe sobre la se-
xualidad. Y preguntó si podía venir a hacer algunas pregun-
tas sobre sus antecedentes. El venerable Leslie Smith, uno
de mis arcedianos, atendió su petición y él y yo nos entre-
vistamos con el Sr. Kelly para responder a sus preguntas. El
jueves 29 de enero, el Bergen Record publicó un artículo, en
primera página, que incluía una foto a todo color del obispo
de Newark, con un gran titular: «Disidencia en doctrina se-
xual». El artículo venía a decir que la Diócesis de Newark
proponía la bendición de las parejas gais y lesbianas. La
Asociación de Prensa inmediatamente recogió la noticia y
la envió a todas las agencias del país y del mundo.
El viernes 30 de enero, día de inauguración de la con-
vención, nos sitiaron los equipos de televisión de todas las
cadenas regionales, de las cadenas independientes de
Nueva York y hasta de la cadena Cable News, de Ted Tur-
ner, de Atlanta. Los periodistas llamaban desde Detroit,
Oakland, Nueva York, Houston y Raleigh. El Time y el
Newsweek querían entrevistas. La prensa hizo que ya fuera
imposible que el informe se archivase o se ignorase sin más.
Los temas estaban claramente destinados a debatirse en pro-
fundidad. Durante los dos días siguientes, se enviaron di-
versas crónicas a las agencias. Los equipos de televisión
estuvieron omnipresentes durante toda la convención.
La única medida oficial que adoptó nuestra Convención,
respecto a este informe, fue recibirlo con gratitud y enco-
mendarlo a las iglesias y congregaciones para que lo estu-
diaran durante un año. Las resoluciones que surgieran del
estudio se decidió que se presentarían a la Convención de
1988 para su votación. Esta resolución, más bien tímida,
pasó desapercibida en los medios de comunicación. En la
prensa secular y eclesial, «El Informe de Newark» –pues así

22
INTRODUCCIÓN

se lo llamó– se debatió en grupos oficiales y extra-oficiales,


así como en convenciones episcopales y diocesanas de todo
el territorio. Los distintos órganos adoptaron posturas de
oposición y de apoyo a un informe que la Convención de
Newark únicamente se había limitado a recibir. Personal-
mente, fui alabado por unos y condenado por otros.
Se dio además la circunstancia de que el debate sobre
los temas sexuales, programado para comenzar como una
serie de artículos en The Episcopalian, empezó justo dos días
después de nuestra convención de Newark. La primera en-
trega incluía el artículo introductorio, redactado y firmado
por mí en el mes de octubre, que versaba sobre el cambio
en los modelos de comportamiento en materia de sexuali-
dad. En la mente de muchas personas, la publicidad sobre
el «Informe Newark» quedó relacionada con este artículo
del obispo de Newark, a pesar de haberlo escrito tres meses
antes, sin haber siquiera leído el informe.
La situación se complicó aún más porque, justo en no-
viembre de 1987, acepté una invitación para ir al programa
de PBS «Línea de fuego» (Firing Line) de William F. Buckley
Jr., con objeto de debatir, con un colega, el Reverendísimo
William Wandand, Obispo de Eau Claire, Wisconsin, el tema
del acceso de las mujeres al episcopado. El programa se
grabó el 26 de enero, justo dos días antes de que el «Informe
Newark» originara la controversia que ninguno de nosotros
podía haber imaginado antes. Dado que esta grabación no
se emitió hasta el 1 de marzo, también se recibió como parte
integrante del debate general sobre la sexualidad.
Durante meses, mi correo estuvo tan sobrecargado que
no pude responder a él. Alentaba y participaba en otros de-
bates, aparecí en numerosas entrevistas en televisión y con-
tinué leyendo vorazmente sobre el tema de la ética de la
sexualidad; y, para terminar, en respuesta a una invitación
concreta, acepté escribir este libro y así plantear estas cues-
tiones ante el público, para su discusión. Gracias al libro,

23
John Shelby Spong

pude, por fin, exponer el estudio que había detrás de mis


conclusiones, así como el material de apoyo necesario para
entender estas cuestiones y las recomendaciones que aquel
estudio me había llevado a hacer.
La televisión, sin embargo, exige respuestas sencillas y
conclusiones rápidas. Es un medio particularmente poco
profundo. La cobertura periodística, en cambio, permite in-
cluir más detalles, pero su inconveniente es que no perdura.
El periódico de ayer es ya antiguo hoy. Sin embargo, un
libro permite aportar una contribución duradera y real a un
debate. Se crea un diálogo con el lector. Un libro puede tam-
bién encauzar el debate de un grupo cristiano, e inspirar ser-
mones, revisiones y reacciones, tanto positivas como
negativas, escritas o habladas. Un libro puede quedarse en
un estante y volver a cogerse posteriormente, y reiniciar así
de nuevo las reacciones y las respuestas. Obviamente, es mi
medio de comunicación favorito.
Mis lectores deben comprender que no puedo escribir o
pensar fuera de mi propio marco de referencia. Al entrar en
contacto con la experiencia de las mujeres, de los homose-
xuales y de las lesbianas, de las personas de color y de aque-
llos que están en una situación socioeconómica diferente a
la mía, me esfuerzo por ser objetivo. Pero soy varón y mi
formación responde a la civilización occidental. Soy hetero-
sexual, blanco y de clase media, irremediablemente. No creo
que esto haya afectado a mi método de trabajo pero sí a las
preguntas que me hago, a la forma de procesar los datos y
a los valores que asigno a las distintas conclusiones. Por eso
entregué este manuscrito a una amplia variedad de perso-
nas para que lo leyeran y criticaran; lo hice con la esperanza
de poder alcanzar un mayor nivel de objetividad.
–––
En la preparación de este libro me siento en deuda con
mucha gente. En primer lugar con mi maravillosa secretaria,
Wanda Hollenbeck, que ha trabajado tan duro y con tanto

24
INTRODUCCIÓN

entusiasmo en el libro como yo, y cuya presencia en mi ofi-


cina es un verdadero placer. Con dos de los tres archidiáco-
nos de nuestra diócesis, la venerable Denise G. Haines y el
venerable Leslie C. Smith, que fueron mis principales edito-
res. La archidiácona Haines es brillante y perspicaz, con una
tremenda habilidad con las palabras. Entiende los matices.
Anteriormente, ya había escrito un libro con ella, y le debo
mucho. El archidiácono Smith tiene experiencia como editor
profesional. Es a quien nos dirigimos para resolver las cues-
tiones de gramática, de uso de las palabras y de estilo. Gra-
duado cum laude en el seminario, su contribución ha sido
esencial en este manuscrito. El tercer archidiácono de nues-
tra diócesis, el venerable James W. H. Shell, dirigía nuestro
campamento de verano mientras escribía el libro, pero tam-
bién intercambié opiniones con él. Los dos gestores laicos de
la diócesis, John G. Zinn, en finanzas, y Christine M. Barney,
en administración, recibieron una carga adicional de trabajo
y de emociones cuando se estaba trabajando en el libro. Lo
hicieron con gracia, encanto y buen humor, lo que se tradujo
en un continuo apoyo. Todos los restantes miembros de
nuestro personal —Marge Allenspach, Susan Ayers, Cecil
Broner, Rupert Cole, Sharon Collins, Gail Deckenbach, Dale
Hart, Olga Hayes, Wendy Hinds, Robert Lanterman, Bar-
bara Lescota, Australia Lightfoot, William Quinlan y Eliza-
beth Stone—contribuyeron en este libro de muchas maneras
intangibles. Juntos hacen que nuestra oficina sea un lugar
agradable donde vivir y trabajar.
El trabajo de las últimas etapas también resultó ser una
experiencia excitante y emocionante. Quiero expresar mi
gratitud a Michel Lawrence, mi editor, que fue quien sugirió
por primera vez la idea del libro, y a Rebeca Marnhout, que
es la mejor correctora de estilo con la que he trabajado.
El Obispo de Eau Claire, William Wantland, se convirtió
en mi principal rival en el debate. Es un digno adversario y,
aunque son pocas las cosas en las que estoy de acuerdo con
él, lo admiro y lo respeto, y valoro nuestra creciente amis-

25
John Shelby Spong

tad. Con gusto le confiaría mi vida, pero no mi voto. Otros


obispos que han apoyado mis esfuerzos fueron: George
Hunt de Rhode Island, Coleman McGehee de Michigan, Wi-
lliam Swing de California, Wesley Frensdorff de Arizona,
Paul Moore de New York, John Krumm, retirado, de Ohio
Sur, John Burt, retirado, de Ohio, y el Obispo Presidente, Ed-
mond Browning. Algunos miembros de la Cámara de Obis-
pos me cuestionaron en profundidad y me obligaron a
defender y a repensar algunas cuestiones. Los más signifi-
cativos, además del obispo Wantland, fueron: Gordon
Charlton y Maurice Benitez de Texas, Harry Shipps de Geor-
gia, Clarence Pope de Fort Worth, Robert Witcher de Long
Island, y Harold Robinson de New York Oeste. Mis saludos
y mi reconocimiento a ambos grupos de obispos.
Cuando estaba inmerso en la preparación de este libro,
tuve el privilegio de pasar una tarde discutiendo estas ideas
con el doctor Robert Lahita y su esposa. El Dr. Lahita es pro-
fesor asociado de medicina en el Centro Médico de Cornell,
en New York, y profesor del Cornell University Medical Co-
llege. El área de ética sexual en la que yo estaba trabajando
era de gran interés para él, y puso a mi disposición libros y
artículos que recogían algunos de los últimos estudios cien-
tíficos. También aplaudió el hecho de que un miembro de
la jerarquía de la Iglesia estuviera dispuesto a abrirse al
mundo de la ciencia. Su experiencia anterior con los líderes
de la Iglesia le había llevado a pensar que éstos estaban más
interesados en la propaganda que en la verdad. Fue una
noche memorable y enriquecedora, por lo que quiero expre-
sar públicamente mi gratitud a Bob y Terry Lahita, con un
agradecimiento especial a Bob, por haber leído el manus-
crito y contribuido a este libro con un prólogo.
Mi mentor y amigo íntimo durante muchos años ha sido
el Reverendísimo John Elbridge Hines, Obispo Presidente
de la Iglesia Episcopaliana, ya retirado. He discutido con él
muchas de mis ideas. Su inteligencia, su sabiduría y su vasta
experiencia han enriquecido mi vida. Partes de este libro se

26
INTRODUCCIÓN

escribieron mientras visitaba con él Black Mountain en


North Carolina. Le considero la única persona a la que me
gustaría emular.
La Diócesis de Newark es una parte singular de la Iglesia
Episcopaliana. Incluye los siete condados del norte de
Nueva Jersey y está delimitada por el río Hudson al este y
por el río Delaware al oeste. Es una de las jurisdicciones de
tradición anglicana más grandes de Estados Unidos. En sus
filas están algunos de los mejores clérigos y algunas de las
personas laicas más involucradas, cariñosas e inteligentes
que he conocido. Es una diócesis cuya reputación es de ser
muy controvertida mucho antes de que llegara su actual
obispo. Esta reputación proviene, a mi juicio, de su deseo de
apertura a los temas actuales y de su coraje en abordarlos.
Me siento muy agradecido por haber pasado la mayor parte
de los años de mi vida profesional dentro de las estimulantes
fronteras de esta diócesis, lo cual interpreto, en cierto modo,
como un privilegio y como un don providencial. Por ello doy
las gracias al clero y a los laicos de la misma.
Por último, saludo a mi familia: a mi esposa, Joan, y a
mis hijas, Ellen (y su marido, Gus Epps), Katharine (y su
marido, Jack Catlett) y Jaquelin (cuya vida en Alemania ha
reducido al mínimo el contacto con esta especial y joven
dama). Estos representantes de la nueva generación me ins-
piran a diario confiar en la sabiduría que está surgiendo en
su época, y a sugerir a la iglesia, en general, que tome en
serio esta sabiduría.

John Shelby Spong


Newark, New Jersey
Adviento 1987

27
I
LA REVOLUCIÓN

CAPÍTULO 1

EL ESCENARIO

Algunos pensarán que éste es un libro sobre sexo. Pero


yo creo que es un libro sobre los prejuicios. Durante siglos,
los grupos dominantes de la sociedad han utilizado las ac-
titudes, los tabúes y las prácticas sexuales para mantener
subordinados a otros grupos. Los que poseen el poder de-
terminan a los que no lo tienen y les imponen su propia de-
finición. El principal objetivo de esta imposición es
asegurar la comodidad, la felicidad y el bienestar del pro-
pio grupo dominante.
Detrás de los prejuicios también hay miedo. Rechaza-
mos lo que no controlamos. Condenamos lo que no enten-
demos. Creamos sistemas de control para debilitar
realidades que sabemos poderosas y creemos amenazado-
ras. Ningún aspecto de nuestra humanidad incluye más an-
siedades, anhelos, emociones y necesidades que nuestra
naturaleza sexual. Por eso el sexo es una palestra donde los
prejuicios de la gente encuentran su expresión.
Este hecho explica el miedo e incluso la violencia que
brota cuando se alteran públicamente los mecanismos de
control sexual. Quienes organizan sus vidas de forma dife-
rente, quienes adoptan valores que violan los tabúes sexua-
les imperantes, son objeto de odio, de amenazas, incluso de
ataques y, a veces, de asesinato. Cuando la 111ª Convención
de la Diócesis de Newark aprobó una resolución para estu-

29
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

diar la cuestión del apoyo de la Iglesia a las relaciones mo-


nógamas y de compromiso entre personas gais o lesbianas,
recibí miles de cartas, algunas de las cuales incluían abiertas
amenazas de muerte (¿me encontraré alguna vez con alguno
de los que me amenazaron?). Otras cartas contenían augu-
rios un poco más indirectos: sus autores estaban encantados
de asegurarme de que rezarían para que Dios me maldijese
con una enfermedad mortal, para que me golpease con un
rayo, para que incluyese en mi destino un accidente de
avión o para que me dejase fuera de circulación por cual-
quier otro medio igualmente contundente. Críticas modera-
das indicaban que estarían contentos con mi dimisión. Si no
dimitía voluntariamente, presionarían hasta quitarme mi
puesto como supervisor en la Iglesia de Dios (epíscopos) por
uno de los métodos medievales más comunes.
Estaba claro: mi persona o, más concretamente, la Dió-
cesis de Newark habíamos hecho tambalear una seguridad
que procedía de los prejuicios. Muchos, con una viva capa-
cidad para la fantasía, asumieron que yo había llegado a
unas conclusiones que, en verdad, iban mucho más allá de
aquellas a las que había llegado en realidad.
También atribuían a mis presuntas conclusiones un
poder que sus convicciones no parecían tener. De modo que,
a menos de que fuese para condenar, rechazaron entrar en
cualquier discusión y no podían escuchar ninguna res-
puesta mía. Si lo hubieran hecho, habrían sabido que mi
única certeza es que hay nuevos datos que están ahí, en el
mundo, y que exigen que se les tenga en cuenta. Los datos
que nos llegan a través de diversas informaciones, y tam-
bién los que nacen de la propia experiencia, plantean inte-
rrogantes sobre cómo se ha definido hasta ahora la
sexualidad, moral y psicológicamente, y provocan que, en
nuestros días, se dé una revolución sin precedentes en el
pensamiento y en la práctica sexual.

30
C A P. 1 — E L E S C E N A R I O

Negar todo esto, los datos y los efectos, es inmoral y pro-


pio de ignorantes. Por consiguiente, este libro es una lla-
mada a los cristianos para «suspender el juicio» y adentrarse
en la incertidumbre del no saber, reunir datos, participar en
el debate, examinar los prejuicios, redefinir los valores y, de
este modo, contribuir a que las cosas cambien. Es una em-
presa ambiciosa pero digna del esfuerzo y del riesgo que su-
pone, ya que está en juego la posibilidad de renovarnos
como «Cuerpo de Cristo».
Tanto en el debate público como en la correspondencia
que recibo, hay un cliché que es frecuente y que se utiliza
como si fuera evidente. La gente habla y escribe, con cierta
frecuencia, primero, sobre la sexualidad y las normas mo-
rales «reveladas en las Sagradas Escrituras», y, segundo,
apela a retornar a «la moral sexual de la Biblia» como si ésta
existiera. En mi opinión, esta apelación es difícil de inter-
pretar y de concretar. A medida que el libro vaya avan-
zando, iremos examinando la naturaleza de esta dificultad.
Porque la Biblia es la más importante de las fuentes úti-
les en el discernimiento ético de los cristianos, pues éstos
deben tomar en consideración su mensaje con extrema se-
riedad, pero la Biblia, como suma de textos escritos en dife-
rentes períodos del pasado, no está libre de contradicciones,
ni de juicios y actitudes que, fueran o no correctas en su
tiempo, han dejado de tener vigencia hace tiempo. Lo
mismo puede decirse de la tradición de la Iglesia. La historia
de la Iglesia no sólo informa de aciertos; también pone de
manifiesto pecados, prejuicios y engañosos llamamientos a
prácticas abandonadas hace ya mucho tiempo. Por lo tanto,
los argumentos actuales que apelan a la autoridad, ya sea
de la Escritura o de la Tradición, deben aclarar antes qué
partes de la Escritura o de la Tradición se mantienen y con
qué fundamento, y qué otras partes hay que abandonar.
La verdad no se encuentra a través de la apelación sim-
plista a la Tradición, ni a través de la mera búsqueda de

31
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

fundamentos en la Escritura. La autoritaria pretensión de


la infalibilidad papal o de la inerrancia de las Escrituras
(una, en la parte romano-católica del cristianismo y otra,
en ciertos sectores del protestantismo) no son relevantes,
sencillamente. Tales pretensiones hace tiempo que se han
desechado tanto en los círculos académicos y teológicos
como, en general, entre los cristianos reflexivos. Se trata
de pretensiones que sólo continúan activas como contra-
peso de la inseguridad de los cristianos que están más
preocupados por mantener el poder y la autoridad ecle-
siástica que por discernir la verdad de Dios.
La Iglesia ha de reconocer que, además de los que sien-
ten miedo y de sus críticas, hay otro sector que, igualmente,
está pendiente. Lo forman los que creen haber sido recha-
zados por ella; son los que son víctimas de los prejuicios;
aquellos a los que la voz oficial de las estructuras eclesiás-
ticas les ha dicho, de palabra y de obra, que no están a la
altura, que no cuentan, que son unos extraños.
Cuando alguien, desde dentro de la Iglesia, juzga y
cuestiona lo que ésta da por supuesto, entonces, estos últi-
mos también le escriben; sus cartas expresan gratitud, son
verdaderas confesiones, cuentan experiencias duras y com-
parten heridas. Se admiran porque Dios o la Iglesia tiene
una morada para ellos, según él. También ellos buscan la
verdad de Dios. Y es mi esperanza que este libro les haga
caer en la cuenta de que ellos también están en el interior
de la Iglesia siquiera porque mi texto hace que otros se en-
teren de que existen y de que son importantes.
Ya que la Escritura será un tema importante en esta ex-
posición, comenzaré mi trabajo, de cara a redefinir la ética
sexual, con una historia inmortal que, en mi opinión, siem-
pre será, en la tradición judeocristiana, un recordatorio de
que nunca un prejuicio humano, de cualquier tipo, puede
ser la voluntad o la palabra de Dios.

32
C A P. 1 — E L E S C E N A R I O

La llamada de Dios a la Iglesia es una llamada a la hu-


manidad para construir una comunidad abierta a todos.
Dado que el pueblo de Dios es, por definición, diverso (en
color, género, raza, lengua, edad, orientación sexual e in-
cluso en sistemas de valores), no es una tarea fácil la de
desarrollar y mantener una comunidad inclusiva. Es
mucho más fácil trazar círculos y proclamar que sólo los
de dentro de un círculo particular son objeto de nuestra
solicitud y de nuestro amor, mientras dejamos a los demás
fuera como víctimas potenciales de nuestro prejuicio.
Históricamente, los cristianos nos hemos apresurado a
proclamar la universalidad que conlleva la palabra «todos»
de Pablo en su frase: «Así como en Adán todos murieron»;
sin embargo, hemos solido omitir la proclamación de uni-
versalidad que, en la segunda parte de la frase, conlleva el
mismo término: «… así en Cristo todos viviremos». El diá-
logo bautismal del Book of Common Prayer pregunta a los
candidatos y a sus padrinos: «¿buscarás y servirás a Cristo
en todas las personas, y amarás a tu prójimo como a ti
mismo?» Y también: «¿lucharás por la justicia y la paz para
todo el mundo y respetarás la dignidad de cada persona?».
La respuesta ritual a las dos preguntas es: «Así lo haré con
la ayuda de Dios».
Sin embargo, es más fácil pronunciar «todos» que hacer
real lo que esta universalidad implica. La llamada divina a
construir una comunidad inclusiva choca, invariablemente,
con el prejuicio humano arraigado en la necesidad de estar
seguro, de ser recto, de reclamar que la propia conducta es
la que se ajusta a la voluntad de Dios y de tener razón en la
forma de empequeñecer a los otros. Siempre ha sido así, tal
como seguro que mostrará el relato bíblico que contaré a
continuación de una forma un tanto libre.

33
CAPÍTULO 2

UNA LLAMADA A LA INCLUSIVIDAD

Los judíos fueron exiliados de su tierra tras su derrota


frente al ejército de Nabucodonosor en el 586 aC. (1). En el
siglo V aC., buena parte de la población aún vivía en el cau-
tiverio, en Babilonia. Fue un período muy difícil. El dogma
quizá más peligroso, en cualquier ideología religiosa, infec-
taba profundamente al pueblo judío. Me refiero al hecho,
que de tan familiar no causa extrañeza, de que esta pequeña
y asediada nación estaba absolutamente convencida de ser
el pueblo especialmente elegido por Dios. Casi todos los re-
latos en los que Israel interpretaba su historia se habían re-
dactado en el marco de esta elección, de manera que el
pensamiento religioso-político dominante había asumido
esta definición ontológica nacional.
El mayor problema de creer un pueblo ser el elegido
por Dios es que el resto de pueblos se convierten en no ele-
gidos. Una nación no puede ser la elegida sin que las otras
naciones no sean definidas inevitablemente no sólo como
diferentes sino como inferiores. La línea que separa la pa-
labra neutra de «no elegido» y la palabra hostil de «recha-
zado» es muy delgada. Inevitablemente, esta palabra hostil
de rechazado se hace operativa cuando la doctrina de la
elección se incluye en un credo. Desde el momento en que
Dios no escoge específicamente a otros pueblos, los elegi-
dos justifican su rechazo, su odio y su prejuicio contra los

(1)N del T: Spong explica aquí, en una nota, que utiliza la datación
B.C.E. (before common era) y C.E. (common era) en vez de B.C. (before Christ)
y A.D. (anno Domini). Y precisa que lo hace para ser inclusivo con las tra-
diciones religiosas y, en especial, con las personas judías que se sienten
incómodas por la presunción cristiana de que ellos son los que definen el
tiempo. En nuestra traducción, sin embargo, usaremos las abreviaturas
normalmente aceptadas en el calendario actual, universitario y comercial:
aC. (antes de Cristo) y dC. (después de Cristo).

35
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

otros pueblos al arrogarse la condición social de ser ellos


justos y el privilegio de la recta comprensión de los man-
datos divinos para todos. De este modo, el mundo se divi-
dió en dos para los judíos: los elegidos (ellos) y los no
elegidos (los gentiles, en un bloque). Este sentimiento se re-
forzó con la conquista posterior de Babilonia por Ciro; con-
quista que permitió que Israel, como otros pueblos
cautivos, volviera a su patria, perdida durante tres genera-
ciones.
La derrota del ejército judío, la caída y destrucción de
Jerusalén y el exilio habían planteado serias e incómodas
cuestiones teológicas al pueblo, al verse cautivo: «Si somos
los elegidos de Dios, ¿qué significa la derrota? Nuestro Dios,
¿es impotente? ¿Qué significa para un pueblo elegido vivir
sin hogar durante un siglo? ¡Qué extraño comportamiento
el de Dios!». Los judíos no podían ni querían renunciar a su
condición de pueblo elegido. Y, además, deseaba responder
a la acusación hecha a Dios, de no tener poder. Por ambos
motivos, los judíos necesitaban hallar una explicación a los
hechos de la derrota y del exilio.
Y así fue. Los teólogos de aquel tiempo argumentaron
que la derrota y el exilio eran el castigo de Dios a un pueblo
rebelde e incrédulo. Si un contrato es un compromiso mutuo,
Dios aceptó ser el Dios de Judá a cambio de que el pueblo
aceptase obedecer la ley de Dios y los ritos exigidos en ella.
Pero «nuestro pueblo –pensaron– no obedeció la Torah; no
adoramos a Dios de acuerdo con lo establecido». Alentados
por sus líderes, los exiliados concluyeron: «cuando volvamos
a Judá para reconstruir Jerusalén, seremos rigurosos en la
obediencia y en el cumplimiento de los rituales, no sea que
volvamos a enfrentarnos al oprobio y a la venganza de un
Dios enfurecido, desilusionado con la elección y deseoso de
castigar a la nación con otra derrota y otro exilio».
El argumento fue tan persuasivo que se produjo una fu-
sión entre el orgullo nacional y el orgullo religioso. El fervor

36
C A P. 2 — U N A LLAMADA A LA I NCLUSIVI DAD

hizo que los judíos fueran, a su vuelta, una nación vigorosa


y motivada. Justo en aquel momento de la historia, figuras
como Esdras o Nehemías fueron, a un tiempo, líderes polí-
ticos y religiosos, y su misión fue guiar el regreso de su pue-
blo a la tierra natal y restablecer la nación (2).
Persistía, sin embargo, la incomodidad: la ecuación
metafísica diseñada para preservar el poder de Dios y la
identidad de Judá como pueblo elegido colocaba la culpa
sobre los hombros de los antepasados. Estos antepasados,
¿fueron tan débiles, ineptos y pecadores? Era doloroso
transferir la responsabilidad del desastre a los abuelos y a
los bisabuelos de un pueblo elegido incluso aunque tales
razonamientos permitiesen explicar los caminos del Señor.
Esto, lógicamente, los llevó a preguntarse: «Nuestros an-
tepasados, ¿por qué desobedecieron a la Ley y no adoraron
a Dios adecuadamente? ¿En qué eran vulnerables al pe-
cado? ¿También estaban contaminados?».
Con la misma rapidez con la que vinieron las preguntas
también vinieron las respuestas. Éstas, mediante finas dis-
tinciones, buscaron la autojustificación, como es normal:
«En absoluto hubo debilidad en nuestros antepasados –ar-
gumentaron los exiliados ya retornados–. Lo que pasó es
que, al casarse algunos de ellos con mujeres no judías, ellas
fueron las que nos contaminaron con costumbres foráneas
y con valores diferentes, y éstos corrompieron nuestro culto.
Los elementos extranjeros contaminaron la pureza de nues-
tra tradición, comprometieron la pureza del culto y, por con-
siguiente, fueron los responsables de nuestra derrota y de
nuestro exilio. El juicio de Dios cayó sobre nuestra nación
cuando permitimos las prácticas extranjeras y malvadas».
Quedaba identificado el chivo expiatorio: los extranjeros
eran los culpables. Por tanto, el pueblo de Dios tenía que
estar alerta en el futuro para detectar y suprimir todo lo ex-

(2) Ver los libros de Esdras y de Nehemías, en las Escrituras Hebreas.

37
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

tranjero. Los judíos del retorno juraban: «Cuando restaure-


mos nuestra nación y nuestra ciudad santa de Jerusalén,
cuando restablezcamos la pasada tradición sagrada en nues-
tra tierra, tenemos que estar seguros de que no vuelvan a
introducirse elementos extranjeros; el pueblo elegido no
debe diluirse con la inclusión de los que no lo son; la ley
debe obedecerse con rigor y las prácticas rituales deben
cumplirse con escrupulosa y total exactitud; sólo así podre-
mos garantizar que el desastre no torne a producirse».
Así es como los judíos de finales del siglo V aC. resol-
vieron su problema teológico de forma inteligente según sus
intereses. Lograron no renunciar ni al concepto de elección
ni al de un Dios omnipotente. El argumento era ingenioso,
conciso y ajustado. También permitía a los judíos enfren-
tarse a un mundo hostil con la seguridad de que Dios los
ayudaría en futuras situaciones de peligro. Miedo, fantasía,
prejuicio y magia, todo alimentó las bases del nacionalismo
de origen divino de aquel momento.
Con el poder conferido por este mandato atribuido a
Dios, Esdras y Nehemías guiaron al pueblo, recién regre-
sado del exilio, en la renovación de su pacto con Él y en el
acto de entrega a su Ley. En aras de la unidad, estos líderes
propusieron un estatuto que debía garantizar la pureza ra-
cial, étnica y religiosa de una reconstruida nación de Judá.
Este estatuto requería que cada judío casado con un extran-
jero se divorciase y expulsase del país al cónyuge no judío.
Más tarde, este estatuto requirió que cada niño nacido de
las uniones anteriores al nuevo pacto fuese expulsado junto
con el extranjero. Para un judío, resistirse y oponerse a esta
norma suponía el exilio, junto con su cónyuge y sus hijos
«impuros». Para todos los rechazados, la expulsión signifi-
caba, casi con seguridad, la muerte, ya que los expulsados,
en tanto que extranjeros, tampoco eran bienvenidos en la
mayoría de las otras tribus y pueblos, y la supervivencia al
margen de algún grupo era prácticamente imposible.

38
C A P. 2 — U N A LLAMADA A LA I NCLUSIVI DAD

El cumplimiento de la Ley, pactada de nuevo tras el exi-


lio, condujo a Judá a una de las peores etapas de su historia.
Los puristas raciales organizaron la vigilancia. Se compro-
baron las líneas de sangre. Las tensiones crecieron a medida
que el espíritu inquisitorial rompía las familias. El sufri-
miento personal era extremo. Era, además, una buena oca-
sión para destruir a los enemigos políticos. El castigo era
automático si las autoridades no estaban convencidas de la
pureza racial. El libro del Deuteronomio sugiere que la bús-
queda y depuración duró diez generaciones (3). Judá debía
ser sólo para los judíos. Los elegidos tenían que ser puros.
Había que purgar a los elementos extranjeros. El culto a
Dios no se podía deformar con prácticas extrañas y no or-
todoxas. Y, mientras esto sucedió, no se escuchó protesta
alguna contra esta xenofobia; la histeria ahogó cualquier
objeción. El fervor religioso se combinó con el poder polí-
tico y dio lugar a una gran tiranía. Las libertades personales
o individuales, así como los valores que no se ajustaban a
lo establecido, no tenían ni voz ni protección.
No obstante, pese a todo, hubo al menos un judío que,
en este tiempo, reflexionó y criticó los prejuicios imperantes
tanto como para concluir que debía hacerles hacerles frente.
Su único problema era cómo hacerlo, qué tácticas seguir para
que su ataque surtiera efecto. Un ataque directo y público
estaba abocado al fracaso y el silencio era una actitud co-
barde. ¿Qué hacer, pues? Por fin, tuvo una idea: escribiría
una historia dentro del género de la literatura de protesta de
los profetas; aparecería anónima en las calles de Jerusalén; y
el poder de atracción y de persuasión del relato seduciría a
la gente que lo escuchase, y que luego lo comentaría. El per-
sonaje principal tenía que ser alguien que no dejara indife-

(3) N del T: «El bastardo no será admitido en la asamblea de Yahveh;

ni siquiera en su décima generación será admitido en la asamblea de Yahveh.


El ammonita y el moabita no serán admitidos en la asamblea de Yahveh;
ni aun en la décima generación serán admitidos en la asamblea de Yahveh,
nunca jamás» (Deut. 23: 2-3).

39
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

rente. El poder de la historia tenía que radicar en que los


oyentes simpatizaran con el protagonista de forma que, al
tiempo que juzgaban su sistema de valores, estarían juzgán-
dose a sí mismos. El autor planeó que, cuando la narración
estuviera lista, el pregonero la leería en la plaza, donde se
reunía la gente. Estaba seguro de que todos la comentarían
y se reirían mientras la escuchaban. Entonces, el quid de la
historia les impactaría después en su interior, se verían a sí
mismos como de verdad eran y sus prejuicios quedarían al
descubierto. Pues bien, lo que sigue es una versión libre de
la historia que este autor anónimo judío ofreció a sus con-
ciudadanos, hace de esto unos veinticinco siglos.
— — —
«Hace muchos, muchos años, en tiempo de nuestros ta-
tarabuelos, había un profeta de nombre Jonás. Jonás creía
que el amor de Dios estaba sujeto a los mismos límites que
su propio amor, de modo que pensaba que Dios rechazaba
a los que él rechazaba y odiaba a los que él odiaba. Con estos
prejuicios bien asentados, Jonás se encontraba cómodo y
vivía la vida que cabía esperar de un hebreo riguroso.
Sin embargo, un día, Dios habló a Jonás y le dijo: «Jonás,
quiero que vayas a Nínive y que prediques allí». Jonás, ho-
rrorizado por la idea, respondió con incredulidad: «¡Pero,
Señor, debes estar bromeando! Nínive es una ciudad pa-
gana; es la capital de los Asirios, es el azote del mundo. Tú
lo sabes. ¿Por qué quieres que yo predique a Nínive?»
Dios no desistió de su propósito a pesar de las razones
de Jonás y de la angustia de éste, efecto de sus prejuicios.
Con divina paciencia, insistió en su demanda y fue dejando
a Jonás sin excusas. El mandato persistía con autoridad y
ordenaba a Jonás aquello que éste no quería hacer y, aún
peor, aquello que Jonás incluso creía que no debía hacer, ya
que iba contra todo lo que se le había enseñado. Respondió,
pues, a la manera clásica y honorable, en la que los perso-
najes pasivos y poco poderosos responden ante la autori-

40
C A P. 2 — U N A LLAMADA A LA I NCLUSIVI DAD

dad: dijo que sí, que iría, pero pensando en sus adentros que
no. Asentiría todo el tiempo que hiciera falta hasta que Dios
olvidara su locura y volviera su mirada a otra parte.
Para aparentar buena fe, Jonás volvió a su casa y se pre-
paró para partir. Hizo su maleta, fue al puerto y se embarcó.
Pero no hacia Nínive sino hacia Tarsis. Si Dios le corregía,
alegaría que había sido un error o un despiste. Fue, pues, a
su camarote, deshizo el equipaje, se puso sus bermudas y
subió a cubierta con su protector solar. Se acomodó en una
tumbona, se puso las gafas de sol y comenzó a leer el Times.
Era un perfecto turista y, al ver que el barco zarpaba y to-
maba rumbo al Mediterráneo, Jonás suspiró con alivio:
había escapado a una orden divina que atentaba contra sus
prejuicios y, así, éstos quedaban intactos. Es más, había evi-
tado que Dios cometiera un grave error.
Todo fue bien al comienzo. Pero una enorme nube negra
se formó en el cielo y se colocó encima de la embarcación, a
la que no dejó de seguir. Ninguna maniobra podía eludirla.
Truenos, relámpagos y una tormenta en toda regla cayó
sobre el barco. Al observar este inusual fenómeno, el capitán,
temeroso de Dios, comprendió lo que ocurría: « – Dios está
enfadado con alguno de nosotros», exclamó.
Para identificar al culpable, utilizó la tecnología del mo-
mento: sacó unas pajitas, las sorteó y la más corta le tocó a
Jonás. « –¿Qué hiciste, Jonás?», le preguntó. « – Bueno… –
respondió Jonás–, Yahvé me envió a predicar a Nínive pero
no pude concebir que él realmente lo quisiera. Porque los ni-
nivitas son gentiles y no son dignos de la atención de Dios y
mucho menos de su favor». Satisfecho el capitán por lo ra-
zonable de la explicación de los hechos según su mentalidad,
decidió salir de la tormenta. Sin embargo, un brusco relám-
pago y un resonante trueno fueron la respuesta. Una gran
ola zarandeó el barco, movió la tumbona de Jonás a popa, lo
obligó a agarrarse a la barandilla para no caer por la borda,
y el capitán reconsideró su decisión. « – Pensándolo mejor,

41
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

Jonás –dijo el capitán–, si hay que hacer un sacrificio, te toca


a ti». Entonces los tres marineros de cubierta lo agarraron
por los brazos y las piernas y lo arrojaron al mar.
Dios, como siempre, estaba preparado para intervenir:
una ballena nadaba junto al barco y esperaba el momento
de entrar en acción. Abrió sus fauces y se tragó a Jonás. Éste,
que tenía una extraña e increíble capacidad para adaptarse
a las nuevas circunstancias, esperó a ver qué iba a suceder.
Durante tres días y tres noches permaneció en la panza de
la ballena hasta que ésta no pudo aguantar su presencia y,
entonces, eructó y lo arrojó fuera. Oportunamente había allí
una playa donde nuestro héroe aterrizó. Mientras se sacudía
el agua del cuerpo y de las orejas, así como las telarañas de
la mente, y trataba de entender la extraña aventura, escuchó
una voz familiar que le decía: « – Jonás, ¿no te gustaría ir a
predicar en Nínive?». « – De acuerdo, Señor, tú ganas. Iré».
Jonás sabía cuándo alguien era más hábil y fuerte, y aceptó
que debía obedecer.
Sin embargo, su testarudez aún no quedó vencida. Los
prejuicios no mueren tan fácil y rápidamente. La segunda
línea de defensa de Jonás fue otra vez una artimaña muy
popular entre quienes tienen que tratar con una autoridad
implacable: « – Haré lo que Dios quiere pero a mi manera.
Obedeceré la letra pero no el espíritu. Dios me manda pre-
dicar a Nínive, pero no me ha dicho ni cómo ni dónde, así
que predicaré en los callejones y callejuelas y en voz muy
baja. Obedeceré a Yahvé pero conseguiré mi propósito».
Jonás se perdió por Nínive como una persona de du-
dosa reputación, y comenzó a susurrar exhortando: «Dice
Yahvé: Arrepentíos, arrepentíos y volveos a él», con la es-
peranza de que nadie lo escuchara ni respondiera a su mur-
mullo. Pero, oh sorpresa, los ninivitas lo escucharon y
respondieron. Por miles salieron de sus casas, rasgaron sus
vestiduras, se dieron golpes en el pecho y rogaron perdón
y clemencia a Dios. El resultado fue que la ciudad entera

42
C A P. 2 — U N A LLAMADA A LA I NCLUSIVI DAD

se salvó y él fue el predicador más exitoso de todos los


tiempos. Sin embargo, Jonás estaba furioso: «Me lo veía
venir, Señor; ahora, tendrás que perdonar a estos granujas;
tu clemencia te impide destruir a un pueblo penitente y por
eso los salvarás. ¿Por qué, Señor, por qué tu clemencia y tu
amor no se detienen en los mismos límites que mi clemen-
cia y mi amor; por qué no rechazas tú a los que yo rechazo?
Esta gente no merece tu amor».
Jonás salió iracundo de la ciudad y se fue a refunfuñar
en una colina apartada mientras la muchedumbre ninivita
recién convertida levantaba sus manos al cielo, en señal de
oración y de alabanza. El eco del clamor ninivita, «¡Oh Gra-
cia Admirable…!», llegaba hasta las colinas pero, al final,
Jonás se durmió, aunque disgustado. Al levantarse, captó
que Dios estaba extrañamente ausente. Sin embargo, du-
rante aquella noche, había hecho crecer un árbol en la la-
dera. Cuando el sol del desierto empezó a quemarle, Jonás
encontró refugio bajo la sombra de aquel árbol. Y cuando el
viento ardiente del desierto comenzó a soplar, Jonás encon-
tró refugio tras el ancho de su tronco. Jonás sintió un cariño
misterioso hacia aquel árbol. Parecía sostener su vida y su
espíritu. Y cuando cayó la noche, Jonás se durmió encara-
mado entre sus ramas protectoras.
Sin embargo, aquella noche, Dios hizo que un gusano
atacase el árbol, perforase su tronco y sus ramas, y comiese
su follaje hasta que el árbol acabó por marchitarse y con-
vertirse en arena. Cuando Jonás se despertó y vio muerto
a su árbol, lloró desconsoladamente, con lágrimas de
dolor. Su compasión, su pena y su dolor se abrazaron a
aquel árbol. Al fin, al segundo día, ya tarde, Dios rompió
el silencio y dijo: « – Jonás, ¿no es extraño que tú expreses
todo este dolor por un árbol que nació un día y murió al
siguiente? Eres capaz de sufrir, roto tu corazón, por este
árbol, y, en cambio, no tienes ni compasión ni piedad hacia
los ciento veinte mil habitantes de Nínive, por no hablar
de su ganado». Y así termina el libro de Jonás.

43
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

La genialidad de su autor estriba en contar con que los lec-


tores iban a captar inmediatamente lo deformado de la per-
cepción que tenía Jonás de los acontecimientos. Como la
historia se debió de leer en público, los oyentes se debieron
de reír de lo rígido del punto de vista de Jonás; debieron
comentar el desarrollo de la historia y ridiculizar en voz
alta el prejuicio de Jonás. Luego, de golpe, caerían en la
cuenta de que la estupidez de Jonás era la suya. El fana-
tismo estrecho de Jonás era el suyo. Su juicio sobre Jonás se
debió de volver contra ellos. Jonás debió de ser como un
espejo donde vieron lo más profundo de sí mismos. Poco a
poco debieron de ir teniendo que aceptar que el amor de
Dios era más grande que el suyo, y que el abrazo de Dios
ni era limitado como el suyo ni estaba atado a prejuicios y
definiciones como los suyos.
Ésta es la lección de Jonás y de otros pasajes bíblicos que
nos llaman no sólo al respeto y a la obediencia sino a la uni-
versalidad, a la inclusividad. Los prejuicios levantan mura-
llas que nos encierran dentro de una sensación de seguridad.
Dios nos hace señas para sacarnos de nuestra vida confinada
y llevarnos a un lugar donde poder crecer entre personas
más sensibles y abiertas, capaces de reflejar la ilimitada uni-
versalidad e inclusividad de Dios, cuya invitación no hace
acepción de personas. «Venid a mí todos los que estáis ren-
didos y abrumados, que yo os aliviaré» (Mt 11: 28).
Esta llamada universal siempre formó parte de la tradi-
ción cristiana, aunque ésta hiciese caso omiso de ella. Desde
el comienzo, la misión la incluía: «haced discípulos de entre
todas las naciones» (Mt. 28:19). Y Pablo, el primero de los es-
critores del NT, afirma que nada puede «separarnos del
amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro»
(Rm 8:39). Este «nada» es nada: ni la diferencia de creencias
o de sistema de valores, ni la práctica ni la orientación o ac-
titud sexual, ni el origen étnico o racial. Nada. La frase que

44
C A P. 2 — U N A LLAMADA A LA I NCLUSIVI DAD

apela a la inclusividad es: «En Cristo todos vivirán» (I Cor


15: 22). Y «todos» significa: todos.
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tenido que luchar con-
sigo misma para mantener esta llamada. En los primeros
tiempos, los cristianos gentiles no eran bienvenidos. El ca-
mino hacia Cristo parecía ser único y tener que pasar por aca-
tar la Ley judía. Pedro, al comienzo, defendió este proceder.
Pero Pablo lo desafió en nombre de un único Señor de todos.
La batalla fue dura. Hay ecos de ella en la Carta a los Gálatas
y en los Hechos de los Apóstoles. Venció Pablo y el cristia-
nismo, como movimiento universalista, salió de la matriz del
judaísmo y se integró en el extenso y diverso Imperio Ro-
mano. Los cristianos occidentales debemos ser conscientes de
que nuestros antepasados, cristianos de origen gentil, fueron
los primeros en ser rechazados y sentir el ataque de los pre-
juicios, por parte de los cristianos aún vinculados al judaísmo.
Sin embargo, no fueron ellos el único blanco de los pre-
juicios. A lo largo de la historia, la Iglesia tendió siempre a
concebir a Dios como alguien que, en cada tiempo, rechaza
lo mismo que ella rechaza. Y, además, en todos los casos, la
ignorancia fue el caldo de cultivo de los sucesivos prejuicios.
Cualquier cosa que la Iglesia no entendía, quedaba excluida.
Durante siglos, por ejemplo, las mujeres sólo fueron miem-
bros auxiliares de la comunidad. Otras veces, fueron causas
étnicas o económicas las que provocaron que muchos fuesen
considerados «extranjeros» y, por eso mismo, relegados a
un papel secundario y a que sólo se les permitiese desem-
peñar funciones subordinadas. En Carolina del Sur, todavía
a principios del siglo XX, los líderes de la Iglesia Episcopal
discutían, seria e intensamente, si las personas de color eran
lo suficientemente humanas como para poderlas ordenar y
encargarles servir, como obispos sufragáneos, a los «traba-
jadores de color» exclusivamente (4).

(4) Ver The Journal of the Diocese of South Carolina, Iglesia Episcopaliana,

1915-1930.

45
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

Toda clase de gente sufrió los prejuicios de la Iglesia. Sus


líderes llegaron a llamar «hijos del diablo» a los zurdos. Los
que se suicidaban no se podían enterrar dentro del recinto
de la Iglesia, que solía incluir un cementerio. Se temía y se
rechazaba como diferentes a las personas con enfermedades
mentales. Los divorciados que se volvían a casar por lo civil
no eran bienvenidos en el altar y se les negaba el sacra-
mento. No mantener las promesas del matrimonio era, en
la práctica, un pecado imborrable. En fin, a lo largo de la
historia, en cada período y en cada uno de estos asuntos, la
actitud de la Iglesia ha sido, una y otra vez, la actitud de
Jonás y de Israel. El amor de Dios se pensó como sólo des-
tinado a quienes los representantes y los elegidos de Dios
podían querer. Sin embargo, la historia muestra cómo, una
y otra vez, las barreras levantadas para asegurar una actitud
exclusiva, las ha desafiado, quebrado y desmantelado, una
cada vez más profunda comprensión del amor poderoso de
Dios; amor que opera en los hombres de buena voluntad y
que cuestiona los prejuicios que parece confirmar la letra de
las Escrituras Sagradas.
Más allá de la comodidad, siempre hay una Nínive cuya
actitud nos sorprende, nos lleva a dejar de lado nuestros
miedos y a abrirnos a la humanidad de aquellos a quienes
rechazamos. Hoy, Nínive envía sus señales a través de las
personas que no encajan en la idea estrecha que la Iglesia
tiene de lo que es o no es moral en el ámbito de la sexuali-
dad. Estas personas despiertan en los dirigentes religiosos
la misma respuesta que los pobladores de Nínive desperta-
ron en Jonás, no sin muchos rodeos y con la ayuda de Dios.
Creo que Dios llama hoy a los creyentes a ir hacia estos
hombres y mujeres. Dios enseña a los creyentes de hoy lo
que una vez enseñó a Jonás: que su amor y su capacidad de
acogida son infinitamente más grandes que los nuestros.

46
CAPÍTULO 3

LA «REVOLUCIÓN SEXUAL»

En nuestro mundo están sucediendo cosas extrañas que


primero registraré a grandes trazos. Las mujeres están rom-
piendo los estereotipos de épocas anteriores y están incor-
porándose a todos los ámbitos de la actividad humana.
Una mujer elegida en las urnas como Jefe de Estado ha go-
bernado India, Israel, Filipinas, Noruega y Gran Bretaña,
en este siglo (1). Los problemas medioambientales, que so-
brepasan los límites de las naciones, han creado una preo-
cupación universal relativa a la destrucción de la capa de
ozono que nos protege; a los accidentes en las plantas nu-
cleares; a la polución del estroncio en los 90; al efecto de
los pesticidas en la vida de los ríos, lagos y océanos, y al
impacto de la superpoblación. Aumentan las pruebas de la
carrera armamentística pero también el número de perso-
nas que luchan contra ella. En la era atómica, la utilización
del poder militar para preservar la integridad nacional o
un determinado sistema político o económico ya no es una
opción racional.
A primera vista, los derechos de la mujer, la protección
del medio ambiente y la paz mundial parecen incumbir a
colectivos diferentes. Sin embargo, algunos observadores
los consideran profundamente relacionados. Seguramente,
el movimiento feminista se relaciona con el cambio de con-
ciencia en la sexualidad y con la negativa, de por lo menos
la mitad de la población, a aceptar las definiciones sexuales
propias de las etapas anteriores. También los asuntos me-
dioambientales se relacionan, en parte, con la creciente pre-
sencia de la mujer en la escena pública: vivimos en la
«madre tierra» y la llamada a detener su degradación y a
(1) N del T: Escrito en 1986-88, este libro no recoge la realidad de mu-

jeres jefes de gobierno en, por lo menos, tres países de Latino América,
durante la última década.

47
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

buscar una manera de vivir en armonía con la naturaleza


están profundamente relacionados con el creciente respeto
hacia la vida femenina. El movimiento pacifista y a favor
del desarme también tiene una dimensión acorde con la
nueva reivindicación social feminista. En su núcleo, el mo-
vimiento pacifista hace preguntas sobre el significado de la
guerra y ésta, desde los inicios de la civilización, ha sido, en
parte, una actividad sexual ritualizada para demostrar la vi-
rilidad. Es la última expresión del carácter competitivo mas-
culino, y el mundo, dominado por los varones, la ha
ensalzado como una virtud durante miles de años. Hoy, esta
mentalidad competitiva se pone en cuestión constante-
mente, incluso en otros ámbitos como el económico.
Por lo tanto, más allá de lo superficial, estos tres movi-
mientos parecen estar conectados, parecen provenir de una
misma rebelión sociológica contra los modelos del pasado.
Por debajo de estos síntomas percibimos un desafío moral
a todas las formas pasadas de entendernos a nosotros mis-
mos; un cambio en los estereotipos sobre los que se organiza
la vida y una llamada personal, a todos los hombres, del
sexo que sean, para ser diferentes en un mundo diferente.
El antiguo orden se está terminando.
En el corazón de esta marea de mutaciones hay un pri-
mer cambio: el que se da en la comprensión del correcto
equilibrio de poder entre hombres y mujeres. La organiza-
ción de la vida en el pasado se regía por un esquema mental
patriarcal. Los principios patriarcales, percibidos como la
forma de ser que tienen las cosas, crearon prejuicios que, a
su vez, reforzaron aquellos principios. Estos esquemas men-
tales nos dieron reyes, dioses y los estereotipos sexuales del
macho dominante y de la hembra sumisa. Este mundo pa-
triarcal, que durante miles de años no se ha cuestionado,
choca con la nueva comprensión de la vida. Ante los actua-
les «signos de los tiempos», Fritjof Capra escribe: «Ha lle-
gado el final de la dominación masculina». Con unos
términos tomados del pensamiento religioso chino, argu-

48
C A P. 3 — L A R E V O L U C I Ó N S E X UA L

menta que el “yang” masculino ahora está en un completo


retroceso frente al “yin” femenino (2). En la nueva era, la
luna brillará tan brillante como el sol, lo femenino como lo
masculino. La forma masculina de conquistar y de dominar
la tierra debe rendirse a la evidencia de que no conduce al
éxito sino a la muerte. La supervivencia dependerá de que
aprendamos a vivir en armonía con la «madre naturaleza».
La mentalidad masculina, que busca emplear su poder y
control sobre las cosas, alcanzó el gran avance científico de
dividir el átomo. Con esto, el espíritu masculino ha desa-
rrollado un arma que hace insignificantes y absurdos todos
los juegos de guerra anteriores. Interdependencia, no domi-
nación sobre otros es el nuevo estilo de vida a seguir.
La definición patriarcal de la masculinidad se percibe
ahora como un instrumento social que aniquila buena parte
de la capacidad humana de todos para la sensibilidad. La de-
finición patriarcal de la feminidad ha negado casi todo salvo
su sexualidad, que los hombres han explotado. La mentali-
dad patriarcal es casi inevitablemente homófoba porque los
gais ponen en cuestión las definiciones predominantes de lo
masculino mientras las lesbianas privan a los varones domi-
nantes de la creencia satisfactoria de que las mujeres necesi-
tan lo que ellos «son» o creen que pueden ofrecer.
La supervivencia de la raza humana contribuye a cues-
tionar estas definiciones ideológicas. A medida que se haga
más urgente la necesidad de cambios, empezarán a caer los
modelos sexuales basados en ellas. La definición patriarcal
del matrimonio comenzó a caer cuando aumentó el número
de divorcios en este siglo. El doble rasero de la moral pa-
triarcal ante la sexualidad premarital (abstinencia para las
mujeres y experimentación para los varones) hace tiempo
que se abandonó. El supuesto patriarcal de que todo el
mundo tenía que casarse ya es inoperante y el número de
(2) Fritjof Capra, The Turning Point (New York: Simon & Schuster,

1982), págs. 35-39.

49
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

los solteros ha aumentado considerablemente. La condena


convencional de la homosexualidad se ha contrarrestado
por un creciente deseo de los gais y lesbianas de proclamar
su identidad y ser como son abierta y honestamente.
Toda esta apertura exige que la generación actual
afronte la cuestión de los prejuicios sexuales como nunca
antes. Por otra parte, el alejamiento consciente de los pre-
juicios patriarcales parece exigir una nueva representación
de Dios. El Dios habitual en el pensamiento religioso occi-
dental es una deidad diseñada para asentar unos supuestos
que están destinados a desaparecer. En mayor o menor me-
dida, todos percibimos estos cambios y, de un modo u otro,
les damos respuesta. El grado de intensidad emocional de
las respuestas es diverso: va desde una aceptación entu-
siasta hasta una condena hostil. Pero ambas respuestas ex-
tremas muestran la relevancia de los cambios.

Una vez enunciados los trazos gruesos, profundizaré en


mis premisas. Antes de que los nuevos patrones comenza-
sen a abrirse paso en nuestras mentes, se enseñaba que la
vida tiene un orden establecido por la divinidad. Casi todo
el mundo tenía asignado un lugar, en el que debía estar dis-
puesto a vivir, no siempre felizmente. Un catecismo para la
familia asumía esta idea cuando enseñaba a decir a los feli-
greses: «…para cumplir con mi deber en el estado de vida
[y lugar] al que Dios tenga a bien llamarme» (3).
En virtud de un decreto divino, el papel de la mujer es-
taba claro en el pasado. Había sido creada para casarse y ser
madre. Debía ser la guardiana del hogar, la educadora de
los niños, obediente y leal a su marido. Si no se casaba, se la
juzgaba fracasada, se la llamaba peyorativamente «solte-
rona» y, generalmente, se la compadecía. Antes del matri-
monio, por lo menos en las capas dominantes de la
(3) La Iglesia Episcopal, The Book of Common Prayer (Greenwich, Conn:

Seabury Press, 1928), pág. 580.

50
C A P. 3 — L A R E V O L U C I Ó N S E X UA L

sociedad, se esperaba que fuese casta. A fin de garantizar la


castidad, se desarrolló un control cuidadoso, un sistema de
acompañantes. El hombre típico esperaba que la mujer
fuese virgen antes del enlace y fiel tras él. Un grado de res-
puesta satisfactorio a estas expectativas determinaba su bie-
nestar y su triunfo como mujer.
El papel del hombre también estaba claro: era ganar el
pan y sostener a la familia, y la efectividad con la que lo cum-
plía era la medida de su poder masculino. Él era el patriarca,
el rey de la casa, el que decidía, y se esperaba que su esposa
e hijos lo sirvieran. Normalmente, elegía su ocupación den-
tro de unos límites muy definidos, impuestos por su padre
y, por lo general, relacionados con las tareas que tradicional-
mente llevaban a cabo los varones en sus comunidades (co-
munidades que, hasta la revolución industrial del siglo XIX,
solían ser agrícolas, ya que la tierra era la columna vertebral
de la economía). Cuando se requería una determinada habi-
lidad, se desarrollaba un programa de aprendizaje. Dicho
aprendizaje también tenía lugar conforme a un esquema pa-
triarcal, basado en la relación amo-sirviente. Todo en la vida
se hacía según los valores jerárquicos patriarcales.
Los estudios formales que existían para la población en
general también tenían el sello del pensamiento patriarcal.
El maestro era un sustituto del padre que poseía la última
autoridad en el aula. Una disciplina estricta, que incluía cas-
tigos corporales, estaba a la orden del día. Los planes de es-
tudio diferían según los estereotipos sexuales del momento.
A los niños se les enseñaba matemáticas, ciencia y filosofía;
a las niñas se les enseñaba música, poesía y bellas artes.
Se puso un límite a la formación que necesitaba una
chica. Las facultades, al principio, se reservaban fundamen-
talmente para unos pocos hombres privilegiados. Cuando
la profesión de maestro de escuela se abrió a las mujeres (no
estaba tan bien remunerada como para atraer a los varones),
se fundaron escuelas para profesoras. Con el tiempo, estas

51
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

escuelas evolucionaron hasta convertirse en facultades de


mujeres. Que fueran mixtos era inimaginable; a los hombres
y mujeres, se les enseñaba que eran tan diferentes por natu-
raleza que no se podía diseñar un plan educativo que sir-
viese para ambos sexos. Los institutos femeninos de
educación superior, originalmente llamados «escuelas de
profesoras» (teacher’s colleges), se tomaron en serio la tarea
de velar por la virtud y la reputación de sus estudiantes me-
diante normas y reglamentos impuestos con mano de hie-
rro. En esta función, el colegio y sus administradores
consideraban que estaban actuando in loco parentis (4).
En aquel tiempo, nadie sugeriría que el matrimonio
tenía que ser una relación entre iguales. La mujer era un
siervo con un status más o menos honroso, con ciertas obli-
gaciones en la alcoba, y también con ciertos privilegios. No
se esperaba que fuese capaz de entablar siquiera una insig-
nificante conversación con su marido. Tener opiniones sobre
política, historia o negocios no era apropiado para ella, dado
que estos temas pertenecían a la esfera masculina.
Esta concepción de la vida humana estaba vigente
cuando se redactó la Constitución de los Estados Unidos.
Los ciudadanos que formaban la clase política eran terra-
tenientes y presumiblemente varones ya que, en la mayo-
ría de los estados, las mujeres no podían ser propietarias.
Mujeres, niños, esclavos y pobres granjeros arrendatarios
no compartían la propiedad y la titularidad de la nación.
Tal orden y situación no se cuestionaba dado que, según
se creía, Dios había construido y organizado el orden de la
vida a semejanza del orden de su creación. Rebelarse con-
tra este orden era rebelarse contra el Dios «padre». Expre-
siones como «así fue en el principio, así es y así será »
formaban parte del pensamiento popular asumido me-
diante el lenguaje. El cambio social tenía que encontrar re-
sistencias por fuerza.

(4) N. del T.: «en el lugar de los padres».

52
C A P. 3 — L A R E V O L U C I Ó N S E X UA L

En 1873, en Illinois, una mujer, Myra Bradford, quiso


ejercer la abogacía. Aprobó todos los exámenes pero tuvo
que olvidarse de poder practicar la abogacía porque, para
esto, necesitaba una licencia oficial del estado, que nunca se
concedió. Planteó un pleito y el caso llegó a la Corte Su-
prema, donde su petición fue denegada por ocho votos con-
tra uno. El magistrado Joseph Bradley escribió lo que
pensaba la mayoría:
… la verdadera timidez y delicadeza, que, evidentemente, per-
tenecen al sexo femenino, no encajan bien con muchas de las
ocupaciones de la vida civil. La organización familiar, que se
funda en un decreto divino y en la naturaleza de las cosas, se-
ñala la esfera doméstica como el dominio y la función propia de
las mujeres. (5)

Cien años después, el cambio de mentalidad en este


punto ya es un hecho. Las mujeres no sólo son abogadas en
Illinois sino que una de ellas forma parte de la Corte Su-
prema de dicho Estado, lo cual hace patente la inoperancia
de la decisión de 1873. El «decreto divino» que invocó Jo-
seph Bradley ya no tiene, pues, sentido.
En su búsqueda de más autoridad y justicia civil, las
mujeres comenzaron la lucha para conseguir el derecho a
voto poco después de promulgada la Constitución. Después
de la Guerra Civil Americana, en 1870, el derecho de ciuda-
danía se amplió a los hombres negros recién emancipados,
mediante la Decimoquinta Enmienda a la Constitución. Esto
alentó el movimiento sufragista de las mujeres, que argu-
mentaban que a ellas, al igual que a los antiguos esclavos,
no se les podía considerar como un propiedad analfabeta o
irresponsable del cabeza de familia. Al principio, los deten-
tadores del poder se rieron de su reivindicación, luego se
enfadaron y, después, ofrecieron una fuerte resistencia. Sin
embargo, todo fue en vano.
(5) El caso de la Corte Suprema de Bradford vs el Estado de Illinois,
1873.

53
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

El movimiento sufragista creció a medida que empezó


a aumentar el número de mujeres emancipadas en funcio-
nes profesionales como las de profesor, enfermero o secre-
tario, con lo que comenzó su ascenso económico.
Finalmente, en 1920, se ratificó la Decimonovena Enmienda
a la Constitución, que otorgaba a las mujeres la capacidad
de votar, un componente esencial para su plena ciudadanía.
Doce años después, el presidente electo nombró ministra a
una mujer llamada Frances Perkins. Sólo sesenta y tres años
después, uno de los dos mayores partidos políticos de
América nominó para la vicepresidencia a una mujer. La
palestra política de esta nación, con su moral ambigua y
sus intrigas, estaba abierta a las mujeres. La forma patriar-
cal de vida, antaño tan dominante, y que continuó vigente
sin apenas cambios, comenzó a extinguirse visiblemente.
Cuando se hundió el anterior orden, los papeles estereoti-
pados de la mujer y del hombre, sobre los que se había ba-
sado el orden social, ya no podían sostenerse por más
tiempo. Los cambios trajeron una erosión de los papeles se-
xuales tradicionales y alteraron el equilibrio entre los sexos,
dando lugar a la revolución sexual del siglo XX.
Cuando esta revolución comenzó a romper el sistema
moral patriarcal, se dejaron sentir inmediatamente las pro-
testas y el ansia de reparar los «daños» sufridos. Los círcu-
los de poder masculino, especialmente los círculos
religiosos, insistieron en que los códigos morales existentes
eran inmutables. Como los Diez Mandamientos, estaban ta-
llados en la roca y eran casi permanentes. La Ley de Dios
era universal y más estable que «La ley de los Medos y los
Persas». Los mitos religiosos describen invariablemente a
la divinidad en posición de escribir las reglas por las que el
pueblo acepta regirse. Entonces, invisten a estas reglas con
la dignidad de ser la expresión de la voluntad sagrada de
Dios (6), lo cual hace que cualquier cambio en las prácticas
imperantes sea un desacato a dicha voluntad divina.

54
C A P. 3 — L A R E V O L U C I Ó N S E X UA L

Sin embargo, a pesar de la resistencias, condenas y ape-


laciones al orden divino, el cambio no se detuvo. Algo im-
parable estaba emergiendo. Hoy, los códigos morales que
gobiernan la conducta sexual se están reescribiendo, tanto
en la práctica como en las leyes, bastante indiferentes ante
las voces que buscan contener, controlar y condenar este
avance. El rector de un seminario escribió recientemente
que todo intento de repensar la ética, de reconsiderar la na-
turaleza paterna de Dios, o de renunciar a la pretensión de
que un pequeño grupo posea la única verdad, se debe
«contrarrestar a cualquier nivel» (7). Tales posturas son tan
inmensamente impotentes como la de Don Quijote al ata-
car a los molinos de viento. El mundo, con sus valores y
definiciones, está cambiando no porque la gente está
siendo inmoral sino porque el entendimiento humano de
la vida está cambiando. En palabras de un himno del siglo
XIX, «Nuevas ocasiones enseñan nuevos deberes,/ El
tiempo hace que lo que antes era bueno ahora ya no lo sea»
(8). No cabe esperar que los estereotipos sexuales cambien
sin que cambie el comportamiento sexual. Es más, los pa-
trones de comportamiento sexual están destinados a fluc-
tuar continuamente, dadas las nuevas concepciones de la
verdad, que son dinámicas, tanto por las investigaciones
científicas como por las cambiantes perspectivas históricas
y la comprensión de éstas.

(6) John S. Spong y Denise G. Haines, Beyond Moralism (San Francisco:

Harper & Row, 1986).


(7) John H. Rodgers, “The Seed and The Harvest,” Trinity School for

Ministry 3, nº 6 (Julio 1987).


(8) «New occasions teach new duties, / Time makes ancient good un-

couth» (James Russel Lowell, «Once to Every Man and Nation», 1845). Es
interesante señalar que la Iglesia Episcopal no incluyó este himno en su
libro de himnos revisado, que salió en 1982. No sólo eran sexistas las pa-
labras, sino que el consejo editorial no creía que el momento divino para
la elección ocurre sólo “una vez a cada hombre y nación».

55
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

Es evidente que los comportamientos sexuales de an-


taño nunca fueron del todo como piensan los que nos exigen
reafirmar «la moral tradicional». El matrimonio, por ejem-
plo, no se requería para legitimar la actividad sexual uni-
versalmente, ni siquiera en la sociedad cristiana occidental.
En algunos países, se contaba con que las mujeres de edad,
sexualmente más experimentadas, iniciasen a los jóvenes
postpúberes en los misterios de las relaciones. Esto prepa-
raría al joven para ser un gentil y eficaz amante de su novia
aún virgen. En formas menos estructuradas, los hombres no
tenían que esperar al matrimonio para tener relaciones. Los
jóvenes de la élite social practicaban el sexo con prostitutas,
sirvientas, y mujeres de clase inferior o de grupos étnicos
minoritarios y oprimidos. Sólo a la mujer (y sólo a algunas
mujeres, en este asunto) se les exigía preservarse para el ma-
trimonio; y el matrimonio sólo limitaba, de hecho, la activi-
dad sexual de la esposa, que debía de ser siempre con el
esposo; pero no así la de éste.
La verdadera función del matrimonio era mucho más
económica que personal o moral. La mujer proporcionaba
herederos para las riquezas y propiedades del hombre.
Entre las clases altas, que eran las que establecían las reglas,
la virginidad de la novia y la fidelidad de la mujer casada
eran las únicas garantías para un hombre de que sus here-
deros fueran legítimos y de que, por tanto, pudiera legar su
fortuna a uno de ellos. Como sugiere el chiste, la diferencia
entre conocimiento y fe es que, al nacer un niño, la mujer
sabe que es suyo pero el hombre sólo puede creer que lo es.
Sólo unas fuertes prohibiciones morales, sobre las activida-
des sexuales extramaritales de la mujer, y una organización
de la sociedad que evitase que la mujer tuviese ocasiones de
indiscreción, podían convertir en conocimiento cierto lo que,
en principio, para el hombre, sólo era objeto de creencia. Las
instituciones religiosas, culturales, políticas y económicas
proporcionaron tales medidas.

56
C A P. 3 — L A R E V O L U C I Ó N S E X UA L

Por eso, en occidente, hasta una época tardía, nadie, ni


siquiera la Iglesia, exigió el matrimonio entre los hombres
y mujeres de clase baja. Los campesinos no tenían riquezas
que conservar, por lo que no tenían necesidad de casarse ni
de establecer restricciones para la mujer. En el siglo XVII, en
Inglaterra, la mayoría de las parejas que llevaban a bautizar
a sus hijos estaban registradas como «matrimonios de ley
común»: sin necesidad de un rito ni de la asistencia de un
clérigo, los hombres y las mujeres humildes comenzaban,
simplemente, a vivir juntos. La Iglesia, al menos en Inglate-
rra, aceptó esta costumbre durante siglos. En el pasado, el
mundo no estaba tan preocupado por la moralidad sexual
como algunos moralistas actuales aún se imaginan. No obs-
tante, con el tiempo, la norma moral del matrimonio monó-
gamo se fue imponiendo, y se comenzó a pensar que era
buena y correcta pues permitía estabilizar la vida y pacificar
y santificar el hogar. Entonces, se comenzó a creer que este
sistema era expresión de la voluntad de Dios, distintivo de
una «buena familia» e incluso la única posibilidad moral.
Sin embargo, irremediablemente, las dinámicas de cam-
bio (que siempre afectarán a la institución del matrimonio)
se aceleraron. Una de estas dinámicas (bastante imperso-
nal) fue el firme pero seguro adelanto de la edad de co-
mienzo de la pubertad. En los siglos XVII y XVIII, era
frecuente que las chicas comenzaran los ciclos de la mens-
truación a los dieciséis y diecisiete años. Luego, como efecto
de un cuidado y una dieta mejores, dicha edad se fue ade-
lantando a razón de una media de seis meses cada cin-
cuenta o cien años (9). Los jóvenes de hoy son sexualmente
maduros bastante antes que sus tatarabuelos. La mayoría
de las niñas de nuestra sociedad empiezan a tener la mens-
truación a los doce o trece años.

(9) Janice Delany, Emily Toth and Mary Jane Lupton, The Curse: a Cul-

tural History of Menstruation (New York: Dutton, 1976).

57
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

Aunque no se hubiese producido ningún otro cambio,


sólo este hecho supone un crecimiento del período que
media entre la pubertad y el matrimonio, a menos que la
edad de casarse se hubiese adelantado igual que la madu-
rez sexual. Sin embargo, ha sido exactamente lo contrario.
Las dinámicas naturales han adelantado la pubertad pero
las dinámicas culturales han pospuesto el matrimonio.
Entre estas dinámicas culturales, las principales son el ac-
ceso de las mujeres a las oportunidades educativas, el alar-
gamiento del tiempo requerido para completar una
formación y la exigencia de un nivel de especialización
profesional cada vez más alto, tanto para los hombres
como para las mujeres.
Mi madre, que nació en el 1907, interrumpió sus estu-
dios formales, tras seis semanas en el noveno curso, porque
mi abuelo creía que era una pérdida de tiempo la instruc-
ción de las chicas. De hecho, fueron pocas las mujeres de la
generación de mi madre que accedieron a la universidad.
Mis hijas, nacidas en 1955, 1958 y 1959, forman parte de una
generación en la que las mujeres fueron a la universidad,
prácticamente en igual número que los chicos. Mis hijas
asistieron a universidades que eran mixtas sólo desde hacía
menos de una década.
Actualmente, cuando desde la pubertad hasta el matri-
monio median diez años o más, ¿pueden las normas cultu-
rales y morales continuar insistiendo en una abstinencia de
tantos años y en que el único cauce para la vida sexual es el
matrimonio? Hay aquí un conflicto entre las normas éticas
y la realidad biológica cuando la ley moral debería partir de
estar en armonía con la naturaleza. ¿Acaso no debemos,
como sociedad, sopesar el impacto de este tipo de cambios
en la moral sexual?
Otro factor de cambio en la moral sexual han sido los
métodos efectivos de control de natalidad, fruto de los
avances tecnológicos. El miedo al embarazo determinó, en

58
C A P. 3 — L A R E V O L U C I Ó N S E X UA L

el pasado, la abstención de relaciones sexuales en el matri-


monio. El deseo de limitar y de controlar el embarazo es
tan antiguo como la indiscreción o la tentación. La retirada
masculina antes del orgasmo se describió ya en el Génesis,
en la historia de Onán (cap. 38). Desde tiempos antiguos,
se distinguían los períodos sin peligro y los fértiles. Se to-
maron remedios y se diseñaron dispositivos a modo de ba-
rreras, pero todos fueron muy ineficaces. El miedo al
embarazo mantenía castas a las mujeres fuera del matrimo-
nio. La condena cultural de las mujeres que traían al
mundo a un niño fuera del matrimonio era muy fuerte.
Nathaniel Hawthorne exploró la furia de estas condenas en
La Letra Escarlata (1850).
El miedo al embarazo justificaba que el esposo tuviera
amantes como vía de desahogo. Además, una mujer que tu-
viese ya cinco o seis hijos debía de sentirse más aliviada que
traicionada cuando su marido encontraba un nuevo interés
romántico. El rol de la amante se llegó a institucionalizar en
muchos países y dejó de ser un problema para la moral po-
pular. Por supuesto, a la mujer decente se la vigilaba y no
se le daba la opción, como al varón, de tener un amante con
la tácita aprobación de la sociedad. Los avances en el control
de natalidad durante el siglo XX acabaron con esta antigua
economía sexual (10).
Con la igualdad de sexos derivada de los nuevos medios
de control del embarazo, «la salsa que valía para el ganso
tuvo que valer para la oca» (11). Se cuestionó el tipo de so-
ciedad que protegía y controlaba a la mujer mientras pro-
porcionaba al varón válvulas de escape adicionales. El
hombre ya no necesitaba el subterfugio de una amante. El

Madonna Kolbenschlag llama, a los medios actuales de control de


(10)

natalidad, «el gran emancipador» de la mujer. Ver: Kiss Sleeping Beauty


Good-Bye (San Francisco: Harper & Row, 1988).
(11) N d T: «What is sauce for the goose is sauce for the gander»: si se

acepta un comportamiento en un tipo de personas, se ha de aceptar tam-


bién para las otras.

59
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

hombre podía ser fiel a su mujer y ambos darse placer, el


uno al otro, sin el miedo constante del embarazo. El desa-
rrollo de un eficiente control hubiera podido ser un medio
favorable para que la monogamia quedase establecida como
patrón de conducta sexual, no sólo en la teoría sino en la
práctica. Sin embargo, los varones, nunca limitados y poco
inclinados al compromiso, no supieron ver el sentido de este
gran avance tecnológico. Y, por su parte, las mujeres, al
haber sido prisioneras, durante siglos, del sistema domi-
nante del varón, descubrieron a la vez la libertad sexual y
la igualdad social y política.
Hubo una revolución. Las dinámicas de cambio conflu-
yeron, los pasos se aceleraron y la marea fue inexorable. El
sufragio femenino; el aumento de las oportunidades educa-
tivas; los colegios mixtos que rechazaron supervisar las con-
ductas privadas; el desarrollo de las necesidades de la
familia nuclear; el aumento de apartamentos de solteros
donde no llegaba la vigilancia paterna; la movilidad social,
ampliada por los sistemas de comunicación cada vez mejo-
res y que aumentan el anonimato; la incorporación de la
mujer al mundo laboral; el acceso de las mujeres a las pro-
fesiones superiores y a las funciones directivas; todo esto,
combinado con un efectivo control de la natalidad, cambió
la historia. Éstos fueron los vectores que contribuyeron a
desmantelar el antiguo sistema patriarcal de control; éstas
son las razones por las que las normas morales de una era
ya concluida no pueden mantenerse.
Por supuesto, los moralistas, en su mayoría varones,
suelen expresar una gran preocupación. El mundo cono-
cido –y confortable para ellos– se muere. La hegemonía
masculina se ha terminado. Siempre que los sistemas so-
ciales y sus prohibiciones caen, como ha ocurrido otras
veces en el pasado, es fácil pensar que va a sobrevenir la
anarquía moral y la demencia. Los excesos, que acompa-
ñan invariablemente a las épocas de cambios importantes,
bastan para convencer a muchos de que, efectivamente, ha

60
C A P. 3 — L A R E V O L U C I Ó N S E X UA L

llegado dicha anarquía. Sin embargo, con el tiempo, siem-


pre cuajan nuevas normas y criterios de autocontrol, en
torno a los nuevos valores vigentes, y ello permite que
éstos florezcan y contribuyan al bien. Esto es lo que ocurre
hoy en día. Tanto en los medios confesionales como en los
seculares, se ha aprendido la lección de que la promiscui-
dad es destructiva, espiritual, emocional y físicamente. Se
ha aprendido que ningún encuentro sexual puede ser tan
impremeditado y casual que no tenga consecuencia al-
guna. El orden social entero ha tendido a evitar la mera ex-
perimentación sexual que era tan común en la cresta de la
revolución.
La opción que ya es inviable es la de volver a las con-
ductas sexuales de un pasado distante. Aunque en teoría
podría haberla, no habrá una vuelta a los valores y virtudes
de la edad patriarcal, mayoritariamente considerada como
el origen de las normas morales «tradicionales». Cada vez
más, conviviremos con una amplia y variada zona gris,
entre la promiscuidad y el sexo sólo dentro del matrimonio.
Muchos vivirán dentro de este área de relatividad e insegu-
ridad, donde se dan diversos niveles de responsabilidad y
distintos tipos de práctica sexual. Será en este área gris
donde los nuevos valores se irán formulando.
Actualmente, en esta nueva era de nuevos conocimien-
tos y mentalidades, tanto los hombres como las mujeres
están inmersos en el esfuerzo de definir quiénes son. La
Iglesia está llamada a estar con ellos, a su lado, en este cen-
tro gris, vivo y en expansión. Los cristianos, clero y laicos,
deben contribuir en la búsqueda de unos esquemas de con-
ducta que mejoren la existencia de todos. La hora ha lle-
gado. Si el cristianismo quiere tener alguna credibilidad,
debe afrontar, desde un enfoque distinto del patriarcal del
pasado, las cuestiones que se les plantean a los solteros, los
divorciados, los solteros post-matrimonio, los gais y las les-
bianas. Ha llegado el tiempo, para la Iglesia, de ayudar a
estas personas a encontrar un camino que conduzca a afir-

61
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

mar la santidad de la vida. ¿Es mucho creer que este regalo


puede venir del cristianismo? Me parece que no.

62
CAPÍTULO 4

EL DIVORCIO NO SIEMPRE ES MALO

El modelo habitual de comprensión del matrimonio en


una sociedad patriarcal consiste en concebirlo como una re-
lación de dominio y sumisión. Las fuerzas que desestabilizan
los cimientos de la sociedad patriarcal también contribuyen
a la quiebra de la institución del matrimonio, tal como dicha
sociedad la concibe. El creciente índice de divorcios actual
indica que esto es lo que está ocurriendo. Hace varios siglos
que comenzó, casi imperceptiblemente, el cambio de las re-
laciones de poder entre los sexos. Pero este proceso se ha ace-
lerado en nuestra época, hasta alcanzar una velocidad de
vértigo. En apenas una década, la sociedad se ha hecho sen-
sible al lenguaje sexista y excluyente. Actividades profesio-
nales que, hace cincuenta años, nadie podía imaginar que las
mujeres iban a desempeñar están a su alcance ahora. Los me-
dios de comunicación hablan de bomberas, juezas y presi-
dentas. Las iglesias se refieren a los «hijos e hijas» de un Dios
al que se atribuyen cualidades maternales y paternales. De
modo que, antes de discutir e interpretar el significado de la
alta incidencia del divorcio, es conveniente analizar tanto las
causas como los síntomas de estos cambios. Tal vez un índice
tan alto de divorcios represente algo positivo en la vida de
las personas, más que algo negativo.
A finales del siglo XIX, la invención del microscopio per-
mitió que el ojo humano (de varón) viera un óvulo por pri-
mera vez. La existencia del óvulo se había aceptado hacía
tiempo pero nunca antes se había visto. Esta conjunción
entre la teoría y el dato fue un momento crucial en la histo-
ria, cuyas consecuencias fueron más allá de lo científico. En
efecto, el descubrimiento estableció, definitivamente, que la
mujer participa en el proceso reproductivo igual que el
hombre. Lo sorprendente es que esta idea, que hoy en día

63
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

es un lugar común, sea, sin embargo, tan reciente y que el


descubrimiento del óvulo supusiera una sorpresa.
Según los mitos, el tabú y el folklore, parece que, en los
tiempos prehistóricos, aún no se conocía la conexión entre el
acto sexual y el embarazo. Jean Auel, en sus novelas sobre
la vida del hombre de Neanderthal (basadas en una cuidada
investigación), sugiere que era común, entre los Neandert-
hales, creer que la mujer se hacía con el espíritu del hombre
de una forma enigmática y producía así el bebé en su vientre
(1). El período de nueve meses entre la concepción y el parto
era demasiado largo como para aplicar, entre ambos momen-
tos, la relación de causa y efecto, dada la primitiva compren-
sión de la misma entonces. Los prehistóricos sólo sabían que
la mujer era la que hacía los niños y que por eso compartía,
de alguna manera, el poder de la «madre tierra».
Con la implantación del patriarcado, entre unos siete o
diez mil años aC., la idea del papel de la mujer como cap-
tadora del espíritu del hombre al hacer el hijo pasó a ser
menos popular. En el Mediterráneo, al inicio de la era cris-
tiana, la creencia común sobre la reproducción fue otra: fue
que el niño completo existía ya potencialmente en el es-
perma del hombre, a manera de semilla. El hombre plan-
taba su hijo-semilla en el vientre pasivo de su compañera
como hacían con las semillas agrícolas en la tierra, y la
mujer no aportaba nada a la forma de la criatura salvo ser-
vir de incubadora y de seno nutricio. Nuestro lenguaje aún
refleja este visión inexacta cuando decimos que la mujer
«tuvo un hijo suyo» (del marido) o que «le dio tres hijos
preciosos» (al marido). Sin embargo, de alguna manera se
creía, pese a todo, que ella era la responsable del sexo de
los hijos. La mujer que no daba un hijo varón a su marido
era la culpable de ello. No engendrar un hijo varón indi-

(1) Jean M. Auel, The Clan of the Cave Bear (New York: Crown, 1980);

The Valley of the Horses (New York: Crown, 1982); The Mamoth Hunters
(New York: Crown, 1985).

64
C A P. 4 — E L DIVORCIO NO SI EM P RE ES MALO

caba que su naturaleza femenina era insuficientemente «re-


ceptiva»; y ser estéril significaba que el receptáculo de una
mujer era defectuoso.
Estos prejuicios o creencias eran típicamente masculinos
pues eximían al varón de toda responsabilidad en la repro-
ducción. Por otra parte, el mito cristiano del nacimiento di-
vino de Jesús coincidía con estos prejuicios y creencias
equivocadas. Que Jesús fuese hijo de Dios significaba borrar
al padre humano del acto procreativo ya que Dios lo susti-
tuía milagrosamente. Las creencias de los primeros cristianos
sobre el origen divino de Jesús no se veían comprometidas,
en cambio, por el hecho de que su madre fuera una mujer,
pues ella sólo era un ser humano cuyo vientre recibía la se-
milla divina y sólo criaba el feto que allí había arraigado y
se iba desarrollando.
Cuando se comprendió la complementariedad del hom-
bre y de la mujer en el proceso genético, creció la importan-
cia de la elección de pareja por parte del hombre. Éste no
sólo se casaba en una familia con un determinado status so-
cioeconómico, sino también con otra persona cuya genética
iba a determinar, en parte, el potencial individual de cada
uno de sus hijos. Por eso el descubrimiento del óvulo me-
diante el microscopio fue un momento decisivo en la vía de
la igualdad de los sexos. El estatus de las mujeres casadas
no habría mejorado si no se hubiese establecido su igualdad
en la reproducción.
Este importante cambio se ha dejado notar en la liturgia.
Hubo un tiempo en el que la mayoría de los ritos matrimo-
niales cristianos incluían el juramento de la mujer de amar,
honrar y obedecer al marido aunque, ciertamente, la obe-
diencia no es lo primero ni lo propio de una relación recí-
proca basada en la igualdad. La obediencia es propia, más
bien, de la relación de amo y siervo, de padre e hijo menor
de edad e, incluso, de dueño y animal de compañía. Sólo
una sociedad que cree que las mujeres son inferiores a los

65
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

hombres pide a la mujer un juramento de obediencia a su


marido. Esta parte del juramento ya se ha suprimido en la
mayoría de las bodas o, en todo caso, ha pasado a ser op-
cional desde comienzos del siglo XX.
Sin embargo, otras insinuaciones más sutiles del estado
de subordinación de la mujer no se eliminaron tan pronto ni
tan fácilmente. Hasta bien entrada la década de los setenta,
The Book of Common Prayer (2) pedía a la novia que «ofreciese
su fidelidad» mientras que al novio sólo se le pedía que «pro-
metiese» su fidelidad. En el momento culmen de un rito de
bodas tradicional, el oficiante, como reconocimiento de que
la unión se había completado, decía «Yo os declaro hombre
y esposa» (man and wife). Presumiblemente, el novio era ya
un hombre antes de la ceremonia, por lo que la liturgia no
alteraba su identidad. Por el contrario, la mujer se convertía
en algo distinto: en una esposa, con todos los mecanismos
de control incluidos. La nueva liturgia ha igualado las fór-
mulas del compromiso y del consentimiento, por lo que las
dos partes dicen algo parecido a «Esta es mi solemne pro-
mesa» y se les declara «esposo y esposa» (3).
En esencia, sin embargo, todos estos cambios son cam-
bios cosméticos, ya que el símbolo fundamental de la infe-
rioridad femenina en el matrimonio pervive en la pregunta
del ministro oficiante: «¿Quién ofrece a esta mujer para que
se case con este hombre?». Normalmente, es el padre de la
novia quien, después de haber caminado detrás o a su lado
al entrar, responde «Yo lo hago». Un hombre, pues, entrega
una mujer a otro hombre. Alguien no obsequia lo que no
posee; por tanto, se entiende que la novia es propiedad del

(2) N del T: The Book of Common Prayer (El Libro de la Oración Común),

ya mencionado al final del cap. 1, es el nombre de una serie de libros li-


túrgicos anglicanos. El texto original es de 1549, fruto de la Reforma In-
glesa tras la ruptura con Roma. Ver nota 3 del cap. 3.
(3) N del T: Obsérvese que, en el rito católico, se les declara «marido y

mujer», lo que daría pie a un comentario inverso al de Spong. Sin em-


bargo, en ambos casos, lo que el lenguaje resalta es la desigualdad.

66
C A P. 4 — E L DIVORCIO NO SI EM P RE ES MALO

padre, quien, por esta razón, la obsequia, no sin, a veces,


haber hecho un trato, antes, de trueque o de venta. Según
ha ido creciendo la sensibilidad hacia estas cuestiones, este
embarazoso anacronismo litúrgico se ha modificado un
poco. Ahora, el padre puede decir «Su madre y yo lo hace-
mos» o «Nosotros lo hacemos». La edición de 1979 del Book
of Common Prayer cambia la palabra «dar» por la de «presen-
tar» y sugiere que el hombre también se presenta junto con
la mujer. Sin embargo, nunca la liturgia ha incluido la pre-
gunta simétrica («¿Quién ofrece a este hombre para que se
case con esta mujer?») pues esto habría implicado impugnar
los supuestos mismos patriarcales del matrimonio, domi-
nantes hasta ahora y para cuyo mantenimiento parece estar
pensada la liturgia.
Como las mujeres han carecido de poder económico du-
rante la mayor parte de la historia, así como de los medios
sociales y políticos para conseguirlo, han tenido que enfocar
el matrimonio como su principal medio de conseguir al-
guna seguridad. Una esposa era, pues, una mujer mante-
nida y, con tal de serlo, no le importaba lo insatisfactorio o
inviable que pudiese llegar a ser la relación matrimonial.
Para la mujer, el divorcio solía ser aún peor. Los juzgados
estaban controlados por hombres y las mujeres jueces han
sido una novedad en el siglo XX, así como las abogadas y
las mujeres miembros de un jurado. En los pocos casos en
los que el divorcio llegaba a los juzgados, la fundamental
injusticia económica del sistema se gestionaba a través de
la pensión y de los subsidios para cuidar a los hijos. Pero
esto no era así si se consideraba a la mujer culpable del di-
vorcio. Entonces, la mujer podía vivir de una paga que re-
cibía de su exmarido, por orden del juzgado. Así que,
incluso divorciada, era una mujer mantenida. Por otra parte,
los juzgados eran tan ineficaces como indolentes a la hora
de obligar a que se cumpliesen los acuerdos de un divorcio;
por lo que las mujeres divorciadas vivían frecuentemente
en una inseguridad y en una pobreza crónicas.

67
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

En los acuerdos de divorcio, la propiedad del capital ra-


ramente pasaba del marido a la mujer. Como se presuponía
la incapacidad de las mujeres para ocuparse debidamente
de las inversiones, hacer tales arreglos hubiera parecido una
locura. En muchos acuerdos de divorcio, se incluía una cláu-
sula que establecía que la pensión se suprimiría si alguna
vez la mujer se volvía a casar. Se entendía que, cuando otro
hombre asumiese la responsabilidad económica de la mujer
divorciada, presumiblemente a cambio de su contribución
doméstica y de sus favores sexuales, la obligación del pri-
mer marido se terminaba.
Dadas todas estas circunstancias, eran sobre todo las
mujeres las que evitaban el divorcio. La mujer estaba dis-
puesta a soportar una conducta que, en ocasiones, resultaba
ofensiva, y aceptaba el cúmulo de ataques a su dignidad
que representaba la infidelidad de su marido, a veces bas-
tante descarada, porque la supervivencia económica exigía
permanecer en el matrimonio aunque éste fuera opresivo.
En aquella época, el primer impulsor del divorcio fue el
hombre. Sólo ocasionalmente la mujer podía pertenecer a
una familia cuya situación financiera y social le permitía
pedir el divorcio. No obstante, incluso podía darse, en al-
gunos casos, que la herencia procedente de su propia fami-
lia se hubiese encomendado al control del marido una vez
casados. Por lo general, además, eran tan pocas las oportu-
nidades de trabajo para la mujer emancipada que sólo el ser-
vicio doméstico, los talleres, textiles u otros, o la prostitución
eran alternativas viables tras la renuncia a permanecer en
un matrimonio cruel.
Por fortuna, debido a las propias necesidades de la in-
dustria y de la sociedad, no cabe duda de que, poco a poco,
la independencia económica de la mujer fue creciendo en
el siglo XX, y, en correspondencia, las condiciones patriar-
cales del matrimonio fueron a menos. Cuando la Segunda
Guerra Mundial reclamó que los hombres fueran al ejército,
las mujeres disfrutaron de un notable incremento de su

68
C A P. 4 — E L DIVORCIO NO SI EM P RE ES MALO

poder económico en Norteamérica. De repente, el trabajo


fuera de casa no fue degradante. Se convirtió en una obli-
gación patriótica de las mujeres, las cuales, en respuesta a
tal llamada, llegaron a ocupar puestos en la industria pe-
sada que antes eran terreno exclusivo de los varones. La
propaganda occidental legitimó esta situación sin prece-
dentes y exaltó las virtudes de «Rosie la Remachadora».
Incluso el Ejército integró a las mujeres durante la Se-
gunda Guerra Mundial. Las mujeres trabajaron como secre-
tarias o en tareas de mantenimiento que permitieron que
muchos soldados y marineros se concentraran en la guerra
misma. (Nadie imaginaba entonces que las mujeres se inte-
grasen en el ejército de combate o que, más adelante, habría
mujeres generales, coroneles, almirantes o capitanes, que es
lo que ha ocurrido). Entonces, se pensaba que, acabada la
guerra y vuelta la normalidad, las mujeres se retirarían a sus
casas, a sus hogares, y devolverían gustosamente a los va-
rones las responsabilidades que habían desempeñado en su
ausencia. Pocos se dieron cuenta de qué iba a suponer la ex-
periencia de una autonomía económica para los anhelos de
independencia de las mujeres.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la carrera uni-
versitaria comenzó en serio cuando los jóvenes y los vete-
ranos que regresaron de la Guerra buscaron ampliar sus
horizontes a través de la educación superior. Las mujeres
no podían dejar pasar esta oportunidad. Se exigió que las
universidades dejasen a un lado la discriminación y admi-
tiesen a las mujeres. El prestigio de las universidades públi-
cas sólo para mujeres decayó y las privadas comenzaron a
admitir hombres. Actualmente, las universidades que fue-
ron antes bastiones de la dominación masculina tienen un
alto porcentaje de estudiantes femeninas. Con la caída de
símbolos de discriminación por razón de sexo, tales como
los famosos clubes masculinos en los campus de prestigio,
quedó claro que, por fin, las mujeres iban a llenar los cursos

69
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

de posgrado y las escuelas de negocios, ingeniería, medicina


y derecho.
El límite de la mujer ya no estaba en ser secretaria, ayu-
dante administrativa, enfermera, higienista dental o asis-
tente de abogados. La marea de la igualdad llegó con fuerza.
Nadie pudo pararla. Actualmente, hay mujeres que son pre-
sidentes y vicepresidentes de bancos, algunas son fiscales o
ministros de justicia, otras son científicas o astronautas, ci-
rujanas o profesoras en las escuelas de medicina, y otras son
clérigos. Las mujeres están presentes en casi todas las fun-
ciones decisivas de nuestra sociedad.
Hemos creado términos de género neutro para designar
a los nuevos tipos que surgen en la sociedad. Se llaman yup-
pies (profesionales jóvenes socialmente ascendentes), muppies
(de mediana edad) y dinks (4). La dependencia económica de
las mujeres como colectivo ha terminado. En las separacio-
nes, las pensiones de manutención han ido desapareciendo
y se han sustituido por el reparto de los bienes. La idea do-
minante es que los hombres y mujeres de hoy son igual de
capaces de ahorrar y de vivir adecuadamente, por lo que el
capital acumulado se comparte por igual. (Sin embargo, en
algunos casos, esto no se plasma en la realidad. La mayoría
de los hogares pobres de nuestra sociedad, aún son de mu-
jeres solteras con sus hijos).
Cuando la reciprocidad es un hecho en la relación ma-
trimonial, cuando se dan las mismas oportunidades en el
acceso a la educación, a la riqueza y al prestigio social, el
matrimonio se convierte en algo distinto de lo que fue en
épocas patriarcales. El matrimonio llega a ser, entonces, una
asociación que implica una relación de igualdad; y esto
apunta a una imagen diferente, que afecta a todos los aspec-
tos de nuestra vida común y de nuestra reflexión.

(4) Dinks son las siglas de «doble sueldo, sin niños» (double income,

no kids).

70
C A P. 4 — E L DIVORCIO NO SI EM P RE ES MALO

Quienes comparten una relación sexual se unen para sa-


tisfacer las necesidades no de uno de ellos sino de los dos.
Se supone que hoy las mujeres necesitan, quieren y disfru-
tan del sexo tanto o tan poco como los hombres. Esto no se
asumía en siglos pasados, cuando las madres instruían a las
novias en sus tareas sexuales. «Únicamente cierra los ojos y
piensa en Inglaterra», tal era el consejo que más se daba,
antes del matrimonio, en la época victoriana. El placer
mutuo, con acento en «mutuo», se valora actualmente como
la condición sine qua non del buen sexo en todos los manua-
les al uso. La expectativa de la gente, en el plano de las re-
laciones sexuales, es compartir y tener unos patrones de
referencia igualitarios, y esto no entraba dentro del orden
patriarcal de preferencias, de antaño.
El matrimonio está dejando de ser, por tanto, una rela-
ción desigual y de poder entre dos. Cada vez más se concibe
y se desea como una relación entre dos personas cuyas dife-
rencias no comportan desigualdad, que quieren iniciar una
vida en común, compartir el placer, trabajar juntos por el bie-
nestar de la unidad familiar, ser compañeros y planear los
años de vejez juntos. En estas relaciones, la posibilidad de
un conflicto abierto sin duda es mayor. En la pareja, ni una
ni otra persona puede ya finalizar una discusión imponién-
dose unilateralmente a la otra. Por contra, en un matrimonio
entendido como una relación de compañerismo, el jura-
mento de fidelidad y de cuidado del bienestar del otro com-
prometerá a las dos partes o no comprometerá a ninguna.
En una sociedad tan dinámica como la actual, si alguien
quiere tener una relación sexual extramatrimonial, tiene a su
alcance poder escapar al cotilleo de la comunidad local, tanto
si es hombre como si es mujer. Es normal ver, por todas par-
tes, mujeres con maletines y en viaje de negocios; y los hote-
les, que antes fueron el lugar preferido de los hombres que
iban de viaje para tener una cita, cada vez alojan más mujeres
profesionales, también en viaje de negocios.

71
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

Conforme crece el poder económico de la mujer, las in-


dustrias han modelado sus productos y su publicidad para
llegar al mercado femenino. Además, las decisiones econó-
micas más importantes de la familia ya no dependen de la
autoridad del hombre; ahora las toman juntos el hombre y
la mujer. Hábitos como el de fumar también se han exten-
dido pese a su negatividad. Los hombres ya no se retiran a
fumar y a continuar su conversación mientras las mujeres
conversan en el salón tomando café.
Aunque no quiero fomentar el divorcio, reconozco que
éste tiene que ser igual de posible para el hombre y para la
mujer, tal como ocurre ahora en nuestra sociedad a diferen-
cia de la de antes. Este hecho introduce un cambio funda-
mental: el número de personas que pueden pensar en el
divorcio como una opción se multiplica por dos y esto in-
cide en el aumento de su frecuencia, aunque también hay
otras razones para dicho incremento.
Con la disminución de la preocupación por la propie-
dad patriarcalmente definida, el estigma del divorciado ha
ido siendo menor. Cuando Adlai Stevenson Jr. se presentó
a la presidencia de los Estados Unidos en 1952 y en 1956,
se insistió en el hecho de que era un hombre divorciado.
Nunca se volvió a casar. Así evitó ofender, con un segundo
intento de matrimonio, a los círculos eclesiásticos influyen-
tes. Sin embargo, la nación no estaba segura de si debía per-
mitir que un divorciado ocupase la Casa Blanca. Menos de
veinte años después, el hecho de que Gerald Ford estuviese
casado con una mujer divorciada se aceptó. Una adminis-
tración después, el país eligió, por dos veces consecutivas,
a un hombre divorciado que se había vuelto a casar, Ronald
Reagan. Esto nunca fue un problema para él. Tanto la Reina
de Inglaterra como el Papa lo recibieron, acompañado de
su segunda esposa. Fue algo que ni Wallis Simpson, du-
quesa de Windsor, obtuvo de la realeza británica ni Enrique
VIII del papa.

72
C A P. 4 — E L DIVORCIO NO SI EM P RE ES MALO

Hoy los divorciados se vuelven a casar en la liturgia an-


glicana, protestante y católico-romana. La posición oficial
de las Iglesias, sin embargo, es contraria, todavía, en distin-
tos grados, al divorcio y al segundo matrimonio. En la prác-
tica, se introducen sutiles cambios en las palabras (por
ejemplo, «anulación» sustituye a «divorcio»), pero, con tal
de estar dispuesto a pasar por un proceso engorroso y cos-
toso, prácticamente cualquiera puede volver a casarse con
la bendición de alguna de las Iglesias.
Es muy interesante reflexionar sobre cómo una iglesia
controlada por hombres ha juzgado el divorcio a lo largo de
los siglos. El divorcio fue la única falta o pecado incorpo-
rado a la ley canónica oficial. La iglesia no sintió necesidad
de establecer cánones sobre el asesinato, el robo de bancos,
la pederastia o los incendios provocados. La excomunión
sólo era automática para el divorciado que se volvía a casar.
Es que el divorcio era la falta que amenazaba los modos de
vida comunes, junto con el poder de la iglesia en ellos, de
manera más seria e inquietante. Nadie gasta energías (ni
institucional ni individualmente) en temas que no se consi-
deren transcendentales. La iglesia se enfrentó al divorcio,
legisló en contra, castigó a los que lo practicaban, y purgó
de sus filas a quienes no sólo se divorciaban sino que se vol-
vían a casar, pues hizo de la abstinencia sexual la única op-
ción para los divorciados.
Hoy, a pesar de las amenazas y de las ruidosas protestas
de las voces oficiales de las religiones organizadas, el divor-
cio es no sólo legal sino casi una cuestión banal. No cabe
duda de que es difícil aplaudir la abundancia de rupturas
matrimoniales. Pero no hay que condenarla. El divorcio
tiene valores positivos a destacar y defender, así como un
potencial destructivo que hay que contrarrestar.
La actitud de la iglesia hoy debería ser, a mi parecer, to-
marse en serio tanto el matrimonio como el divorcio de su
gente. La iglesia debería reconocer y afirmar abiertamente

73
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

que el divorcio no es un pecado imperdonable y que no


siempre es trágico. En según qué casos, el divorcio puede
ser positivo y bueno. Después de hacer todo lo que esté en
su mano para cumplir su promesa de sostener el matrimo-
nio, la iglesia debe aceptar a los divorciados una vez que su
decisión es firme. Un rechazo pasivo y condescendiente no
es ni útil ni verdaderamente compasivo.
Las cualidades que hacen viable un matrimonio mo-
derno son la atención recíproca, la capacidad de sacrificio y
la disposición a negociar. La negociación requiere flexibilidad
y presupone una misma capacidad para determinar la deci-
sión final. El divorcio es una alternativa al conflicto que no
se puede resolver y, en este caso, lo puede escoger cualquiera
de los dos cónyuges. Como esto es moralmente neutro, no
merece la respuesta automática de condena por parte de la
iglesia. El divorcio ha llegado a ser consecuencia y condición
de la emancipación de la mujer. Conseguir un descenso rá-
pido de los altos índices de divorcio requeriría, en la actuali-
dad, en mi opinión, atentar, de algún modo, contra la
creciente igualdad entre las personas de ambos sexos. Este
precio, aun siendo caro, la iglesia lo está aceptando de hecho.
Aproximadamente la mitad de los matrimonios celebrados
en mi jurisdicción episcopal, en estos años, son de personas
divorciadas. Es hora de que digamos, de forma clara y defi-
nitiva, que los divorciados no siempre son moralmente re-
probables, ni siempre pecadores, ni siempre condenables.
Hay veces en las que el divorcio es el camino hacia una nueva
vida, más plena, para uno o incluso para los dos cónyuges.

Las mujeres no sólo están descubriendo que son libres


para dejar atrás un matrimonio destructivo sin que ello
arruine sus vidas, o que incluso pueden elegir no casarse.
Además, las que quieren tener hijos descubren que pueden
optar por criarlos y educarlos ellas solas, como solteras. El
matrimonio, en definitiva, ya no es una vocación universal.

74
C A P. 4 — E L DIVORCIO NO SI EM P RE ES MALO

Las mujeres, por otra parte, están descubriendo en sus ca-


rreras profesionales la satisfacción emocional que los hom-
bres descubrieron hace tiempo. Las mujeres que alcanzan la
independencia económica pueden ver, en el matrimonio, un
perjuicio para sus carreras o una desventaja financiera. ¿De-
berían las expectativas sociales obligarlas a casarse, a fin de
obtener compañía o satisfacer sus necesidades sexuales? De
modo similar, la maternidad ya no es el destino biológico
de la mujer. Cuando la mujer elige no dar a luz ni criar unos
hijos, o hacerlo al margen de la forma habitual de hacerlo,
cuestiona la institución del matrimonio patriarcal.
Un asunto muy sensible que se les plantea a las mujeres
y a los hombres divorciados que aún tienen la herida del
fracaso de su anterior matrimonio es si deben casarse o no
en una segunda relación. Las personas divorciadas, como
conocen mejor que nadie el trauma que supone el divorcio,
pueden no estar dispuestas a exponerse al mismo dolor
aunque ninguna de las dos personas de la nueva pareja deje
de necesitar dar y recibir compañía, estima y afecto. ¿Qué
tipo de relación debe darse si un divorciado no es capaz o
no quiere un nuevo compromiso explícito? ¿Es el matrimo-
nio la única relación en la que la intimidad de una relación
sexual puede ser compartida en cualquiera de las etapas de
la vida? Profundizaremos en este tema en el capítulo 13.
Baste ahora decir que, por diversas razones, buenas y fun-
dadas, el matrimonio no es el proyecto de vida de muchos
adultos solteros. Éste es el hecho que hay que reconocer y
del que hay que partir.
Estos adultos no casados no están ni pueden estar ata-
dos a los juicios morales del pasado que perpetuaban la si-
tuación de dependencia de la mujer. Ni se ajustan a los
moldes convencionales ni tienen intención de intentarlo,
pero la gran mayoría de ellos tampoco son promiscuos. La
promiscuidad es la forma de vida de un porcentaje muy pe-
queño de adultos no casados. Lo más frecuente es que haya
una relación seria. ¿Puede esto no juzgarse bueno nunca por

75
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

una sociedad que pretende ser justa y por una iglesia que
está interesada en lo moral?
El desarrollo de carreras profesionales distintas pero
igualmente exigentes ha acarreado nuevas tensiones para el
matrimonio. Cuando estas tensiones conducen a la ruptura,
¿quién puede decir que la pareja que se divorcia se equivoca,
y que el sistema único del pasado es el bueno? ¿Qué asuntos
morales hay que afrontar aquí? Los que juzgan valioso el
matrimonio y se rigen por ello, ¿tienen derecho a imponer
este criterio a otras personas que han elegido un camino di-
ferente? ¿Hay un único estilo de vida moral? ¿En virtud de
qué? ¿De dónde viene presuponer, sin más, que el sexo que
se da dentro del matrimonio es siempre santo? ¿Acaso no es
la calidad de la relación lo que hace que el sexo sea santo, y
no el matrimonio en sí? ¿Es siempre inmoral el sexo fuera
del matrimonio? ¿Qué pasa si aplicamos el criterio bíblico
de juzgar el árbol por sus frutos? Si las manifestaciones de
una relación comprometida pero no matrimonial fuesen el
amor, la alegría y la paz, y las de un matrimonio institucio-
nal fuesen la amargura, el dolor y las heridas, ¿en cuál de
las dos relaciones residiría la santidad? ¿Puede adaptarse la
moral tradicional, de modo que las cosas buenas que ésta
busca garantizar con sus prohibiciones y afirmaciones se
cumplan en un nuevo conjunto de ellas más adecuadas a los
valores contemporáneos y más reconocibles por los hombres
y las mujeres de hoy?
Que la iglesia no tenga otra palabra que la condena para
este significativo sector de nuestra sociedad que son los di-
vorciados es indigno. Hablar de forma sentenciosa y mora-
lista, sin demostrar el menor indicio de haber comprendido
y entendido las fuerzas positivas y buenas que estimulan
los cambios en las costumbres, eso es lo que es inmoral. No
reconocer la Iglesia actualmente que sus códigos morales
anteriores favorecieron un sistema opresivo, la mayor parte
de las veces, eso es irresponsable.

76
C A P. 4 — E L DIVORCIO NO SI EM P RE ES MALO

La Iglesia debe situarse en el interior de la lucha por la


integridad si quiere ser significativa en las circunstancias ac-
tuales, cambiantes por definición. En este terreno, su voz
sólo se hará respetar si la gente percibe que su mensaje ya
no es una gastada y piadosa llamada a retornar a las ideas
morales del pasado, que ignora, además, a las víctimas oca-
sionadas por dichas ideas. Por mi parte, no estoy dispuesto
a asentir a la pretensión de que lo moral es lo que antes
había. Considero que estaba, fundamentalmente, al servicio
de la dominación masculina y, ciertamente, no lamento, en
absoluto, que esté desapareciendo. Por el contrario, me
atrevo a afirmar que una nueva moralidad está emergiendo,
que en ella se manifiestan los frutos del Espíritu y que su
base es la reciprocidad e igualdad entre las personas de
ambos sexos. En nombre de todos los que se beneficiarán de
esta conciencia emergente, doy la bienvenida al nuevo día
y creo que el Dios que continúa llamando a ser y a nuevas
posibilidades, se fijará en esta nueva creación y la aprobará.

77
CAPÍTULO 5

H OMOSEXUALIDAD :
UNA PARTE DE LA VIDA , NO UNA MALDICIÓN

El verbo «ser» es el verbo clave en todas las lenguas. Lo


usamos para describir lo que pertenece a nuestra esencia. Si
tengo un brazo roto, digo que «tengo» un brazo roto pero si
tengo una pierna rota, digo, en este caso, que «estoy» cojo;
ahora bien, si me amputan un brazo o una pierna, puedo
decir que «soy» manco» o que «soy» cojo. La amputación
redefine mi ser. Puedo decir: «tengo el sarampión» y expli-
car así una erupción, o «tengo un cáncer» y explicar así una
situación grave de mi salud. Pero el uso del verbo «ser» es
para decir o una cualidad que nos define o una característica
de la vida, de cuyo control carecemos y que no hemos esco-
gido, pero que es parte importante de nuestra identidad y
no podemos pensarnos sin ella («soy» alto, rubio, hombre,
o mujer). Por eso el lenguaje revela mucho más de lo que
nos imaginamos cuando decimos que «soy» heterosexual o
gay o lesbiana.
Actualmente, sabemos que la homosexualidad es parte
de la naturaleza esencial de aproximadamente el diez por
ciento de la población. Esto significa que, en los Estados
Unidos de América, la homosexualidad es la orientación se-
xual de cerca de veintiocho millones de ciudadanos. Signi-
fica que, cada vez que cien personas se reúnen en una iglesia
en cualquier parte del país, la probabilidad matemática es
que diez de ellos sean gais o lesbianas. Significa que nin-
guno de nosotros pasa un solo día reunido o de actividades
y negocios, con al menos diez personas, sin que exista la pro-
babilidad de que alguno de ellos sea homosexual. Significa
que, en cada familia extensa, cuando el círculo se amplía a
diez o más personas, hay una probabilidad matemática de
que un miembro pueda ser gay o lesbiana. La gente gay y

79
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

lesbiana está a nuestro alrededor, en contacto con nuestra


vida en muchos momentos; recibe nuestra amistad, nos
sirve con competencia profesional, en mil formas, incluso
escucha y ríe nuestros chistes e insinuaciones –no dema-
siado sutiles– sobre la homosexualidad.
En tiempos anteriores, los individuos homosexuales han
vivido en silencio, ocultos y en la sombra, o mezclados e
inadvertidos entre la mayoría. Actualmente, las personas
gais y lesbianas salen del armario, se identifican pública-
mente y exigen justicia, reconocimiento y aceptación. Son
un factor más en el cambio actual del panorama social. Nin-
gún acercamiento actual a la sexualidad humana puede sos-
layar ni los prejuicios culturales sobre los gais y las lesbianas,
ni el omnipresente hecho de la homosexualidad en sí.
En el pasado, se diagnosticó que la homosexualidad,
aunque no era una perversión moral, sí que era una enfer-
medad mental. Tal es el diagnóstico médico, de una carencia
de salud, que aún persiste en mucha gente. Sin embargo, los
informes Kinsey, de 1948 y de 1953, comenzaron a cuestio-
nar el juicio de que la homosexualidad fuera una enferme-
dad (1). Esta impugnación creció hasta que la junta directiva
de la American Psychiatric Association eliminó dicho diag-
nóstico, oficialmente, en 1973, en la segunda edición del
Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. El ma-
nual explica la decisión en los siguientes términos:
La cuestión crucial, para determinar si la homosexualidad debería
considerase o no como un trastorno mental, atañe a sus conse-
cuencias y a la definición de trastorno mental. Una proporción
significativa de homosexuales están aparentemente satisfechos
con su orientación sexual, no muestran signos significativos de
psicopatología manifiesta [...] y son capaces de comportarse, so-
cial y profesionalmente, sin impedimentos. Si se emplea el criterio
de la angustia o de la discapacidad, la homosexualidad no es, en

(1) Alfred Kinsey et al., Sexual Behavior in the Human Male (Philadelp-

hia: Saunders, 1948); Sexual Behavior in the Human Female (Philadelphia:


Saunders, 1953).

80
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

sí misma, un desorden mental. Si se utiliza el criterio de la des-


ventaja, no está del todo claro que la homosexualidad sea una
desventaja en todas las culturas o subculturas (2).

Estudios antropológicos confirman esta última conclu-


sión. Hubo algunas sociedades primitivas en las que la ho-
mosexualidad masculina, lejos de considerarse como una
perversión rechazable, se consideró como un honor, incluso
como una bendición divina significativa. Al varón homose-
xual, se le asignaba, a menudo, el rol de chamán o de hom-
bre santo. A veces, su orientación se consideraba como un
tercer sexo y tenía permiso de la tribu para usar ropas de
mujer y celebrar, ritualmente, actos que, fuera de la liturgia,
se considerarían como pertenecientes al ámbito femenino
(3). Las lesbianas, sin embargo, no recibían tales honores,
según la información recogida en los estudios antropológi-
cos. Como un miembro más de la porción femenina de la
tribu, con o sin su consentimiento, debían someterse a los
rituales sexuales habituales de apareamiento y de reproduc-
ción. Entonces era más difícil, y aún lo es ahora, percibirlas
y aceptarlas como personas separadas y distintas. Por lo
visto, nuestro prejuicio sexual tiene, además, un aspecto pa-
triarcal añadido.
La noción imperante modernamente de que la homo-
sexualidad es un desorden mental, tiene su origen en la
teoría de Freud de que se trata de una aberración que se
produce cuando, de alguna manera, el desarrollo normal
se distorsiona, entre los cuatro y los nueve años (4). Otros
investigadores, inspirados en Freud, especularon sobre la
configuración psíquica y sobre la influencia de los princi-

(2) John Fortunato, «Should the Church Bless and Affirm Committed

Gay Relationships?» The Episcopalian, April 1987.


(3) John S. Spong, Into the Whirlwind (San Francisco: Harper & Row,

1983), capítulo 8.
(4) Sigmund Freud, Three Contributions to the Theory of Sex (New York:

Dutton, 1962); Totem and Taboo (New York: Vintage Press, 1946).

81
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

pales adultos de referencia (generalmente los padres) en la


maduración de la persona gay o lesbiana. Esta teoría fue
particularmente cruel porque atribuía a los padres la culpa
de lo que se creía que era un desarrollo neurótico. Alimen-
taba, junto con la culpa, el rechazo que aún caracteriza, a
menudo, la relación de los padres con un hijo o con una
hija homosexual.
Además, como estas primeras teorías médicas promo-
vían la concepción de la homosexualidad como un pro-
blema de inadaptación, parecían suponer que había
posibilidad de curación. En efecto, como se creía que la ho-
mosexualidad era un patrón de comportamiento aprendido,
o el efecto de una inadaptación, se creía que era algo que
podía modificarse para acceder a lo que la mayoría juzgaba
ser lo normal. Los tratamientos de curación que se ofrecie-
ron fueron el psicoanálisis (desde el ámbito médico) y la te-
rapia religiosa (oración, fe, consejo).
Sin embargo, las investigaciones persistentes en este
campo no han encontrado tal curación. En su lugar han
contribuido a poner en evidencia la falsedad de que la ho-
mosexualidad sea una enfermedad mental. Muchos inves-
tigadores opinan que no se ha aportado una sola evidencia
clínica que demuestre la teoría de que la homosexualidad
es una enfermedad mental. En consecuencia, si los princi-
pales profesionales de la medicina han dejado de calificar
como una enfermedad a la homosexualidad, no parece ade-
cuado que los organismos oficiales de la iglesia lo sigan ha-
ciendo basándose aún en una premisa descartada ya
médicamente. Caso de persistir en hacerlo, o bien la iglesia
falla, al no conocer su ignorancia, o bien actúa como si sus
líderes dispusieran de una fuente especial de conocimiento,
distinta y superior a la de los científicos.
Hay quienes juzgan que la homosexualidad es una per-
versión deliberadamente elegida por personas de naturaleza
depravada y pecadora. Muchas personas heterosexuales no

82
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

pueden imaginar que las relaciones sexuales homosexuales


puedan ser placenteras, y algunas incluso afirman que les
repugna pensar en ello. Los miembros de la orientación se-
xual dominante argumentan que lo que es normal para ellos
también es lo natural en sí, y que, si hay algo que no es nor-
mal para ellos, es porque es desviado y por lo tanto depra-
vado. Una variante de esta posición recurre a lo teológico y
sostiene que, como el comportamiento homosexual es «an-
tinatural», es contrario al orden de la Creación. Bajo esta
afirmación, subyacen los estereotipos de la masculinidad y
de la feminidad que son un reflejo de las rígidas categorías
de una sociedad patriarcal en este terreno. El sexo conside-
rado «natural» se basa en los aspectos complementarios de
los genitales masculinos y femeninos. Sin embargo, la cues-
tión urgente aquí es: ¿qué importancia tienen los órganos
genitales en el deseo sexual?
Rosemary Ruether ha argumentado que todos los hom-
bres y las mujeres poseen el aparato físico necesario para
la intimidad emocional (5). Sin embargo, los valores patriar-
cales han influido tanto en el pensamiento que parece que
la relación hombre-mujer sólo puede imaginarse en térmi-
nos de dominación frente a sometimiento. La receptividad
femenina de la penetración masculina en el acto sexual, se
ha convertido en el paradigma de lo natural y la actividad
heterosexual que sigue este esquema parece que es la única
expresión sexual válida. El corolario de esta representación
dominante es creer que el hombre tiene una capacidad es-
pecífica y propia de su sexo para la acción de decisión,
mientras que la mujer tiene una capacidad específica y pro-
pia de su sexo para la colaboración, la ayuda y la secunda-
ción; ambos tienen como un “sexto sentido” para lo que es
propio de cada uno, si se quiere.

(5) Rosemary Ruether, «From Machismo to Maturity,» in Edward Bat-

chelor, jr., Homosexuality and Ethics (New York: Pilgrim Press, 1980), p. 28ff..

83
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

Actualmente nos estamos alejando de esta mentalidad.


La personalidad no surge de un papel sexual sino de la ha-
bilidad humana para oír, sentir, pensar y relacionarse. En
ninguna de estas habilidades son determinantes los órganos
sexuales. Tanto los hombres como las mujeres tienen la fi-
siología necesaria para hablar y escuchar, para amar y que
lo amen. La unión de las dos personas se da –afirma la Dra.
Ruether– cuando uno conecta «las diversas partes de sí
mismo, a través de múltiples relaciones, con el otro» (6). No
hay nada anormal en un amor compartido cuando esta ex-
periencia conduce a ambas partes a un estado más pleno de
bienestar; tampoco lo hay cuando las dos personas son del
mismo sexo. ¿Puede una tradición religiosa como la juedeo-
cristiana, que practicó durante siglos la circuncisión y que
luego institucionalizó el celibato, desechar por completo de-
terminadas prácticas por argumentar que no son naturales?
La investigación contemporánea está descubriendo ac-
tualmente nuevos hechos que conducen a una creciente
convicción de que la homosexualidad, lejos de ser una en-
fermedad, un pecado, una perversión o un acto antinatural,
es una forma natural y por tanto sana de afirmación de la
sexualidad humana para determinadas personas. En térmi-
nos relativos respecto de otras investigaciones, ésta está to-
davía en sus inicios, pero ha demostrado su capacidad para
afrontar y cuestionar el miedo y los prejuicios, arraigados
por repetirse durante siglos. Sólo en las últimas décadas
hemos comenzado a entender cosas como la estructura y
las funciones del cerebro, por no hablar de la importancia
de los cromosomas. Los descubrimientos en estas áreas han
tenido un efecto dramático en nuestro conocimiento del
comportamiento humano. En concreto, la investigación pa-
rece apoyar la afirmación de que la orientación sexual no
es una cuestión de elección ni está relacionada con la in-
fluencia ambiental ni es consecuencia de una madre domi-
(6) Ibid.

84
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

nante, de un padre ausente o afeminado, o de un encuentro


sexual seductor. Algunos investigadores están descu-
briendo que ciertos acontecimientos bioquímicos, durante
la vida prenatal, pueden determinar la orientación sexual
adulta; y que ésta, una vez establecida, no puede cam-
biarse. Aunque se recogen nuevos datos casi a diario, pocas
personas, entre las que investigan sobre el cerebro, esperan
que estas conclusiones puedan ya rebatirse.
Aunque durante siglos se ha creído lo contrario, poco a
poco nos vamos dando cuenta de que la excitación sexual
reside en el cerebro y no en los genitales. Esto significa que
el cerebro es el principal órgano sexual de nuestro cuerpo,
dicho claramente. La orientación sexual de una persona y
lo que él o ella encuentran sexualmente excitante, son fun-
ciones del cerebro de dicha persona, respecto de los cuales,
la conformación genital es secundaria y no determinante,
al revés de lo que se creía antiguamente. La comprensión
real de estos nuevos hallazgos en el campo de la sexualidad
humana debe comenzar por atender a los modernos des-
cubrimientos en neurofisiología y al papel de ésta en el
aprendizaje humano.
En el mundo animal, la frontera entre lo masculino y lo
femenino no es tan rígida como querrían hacernos creer mu-
chos ideólogos de los roles sexuales establecidos. Un informe
de 1986, sobre cuestiones concernientes a la homosexuali-
dad, de la Iglesia Luterana en América, citó algunos estudios
biológicos fascinantes que documentan lo siguiente:
Entre algunas especies de peces, especialmente los de arrecife de
coral, se produce un cambio de sexo a fin de asegurar la repro-
ducción. Si se separa repentinamente a un macho de sus parejas
hembras, la hembra más agresiva actúa al principio como si fuese
el macho, después funciona realmente como tal e incluso produce
espermatozoides. Entre los conejillos de indias, el repertorio total
de la conducta sexual se da en el momento en que la hembra
adulta se presenta ante el macho para que éste la monte y eyacule
en ella. Esta experiencia cambia radicalmente cuando la hembra
está embarazada y se la trata o con andrógenos o con bloqueado-

85
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

res de andrógenos. En el primer caso, cuando las crías hembras


alcanzan la madurez, montan a otras hembras, y en el segundo
caso, la descendencia masculina se ofrece para ser montada por
otros machos. Aparte de esta inversión, no se observó ningún otro
comportamiento impropio del género. (7)

Estos datos parecen indicar que tanto la orientación se-


xual como el comportamiento surgido de dicha orientación
tienen una explicación neurobiológica. Los experimentos
con monos rhesus refuerzan esta conclusión. Las pruebas
revelan que, cuando se bloquea la testosterona de los fetos
macho en el útero, esta descendencia masculina muestra
comportamientos tradicionalmente asociados a las hembras.
Aunque no se registren desequilibrios hormonales tras el
nacimiento, un tratamiento posterior no puede modificar ya
el comportamiento de los monos de forma que su conducta
sea más afín a la propia de los machos de su especie. Estos
experimentos sugieren que lo que establece la naturaleza de
la respuesta sexual, ya inalterable, es un proceso químico en
el cerebro, durante la gestación. Para ser más precisos, estos
experimentos sugieren que la «sexualización del cerebro»
es un hecho prenatal sobre el que ni el feto ni los padres tie-
nen ningún tipo de control.
Estas conclusiones, las ha reforzado el trabajo de Gunter
Dörner, director del Instituto de Endocrinología experimen-
tal de la Universidad Humboldt, de Berlín oriental (8).
Cuando la comunidad científica empezó a comprender que
era el hipotálamo el que controlaba la producción de hormo-
nas, Dörner se puso a buscar ahí, en el hipotálamo de las
ratas, lo que suponía que eran los centros específicos mas-
culino y femenino. Sus experimentos revelaron que, en las
ratas que no tenían hormona sexual ni suficiente ni ade-
cuada, estos centros sexuales, durante su desarrollo, se for-

The Advisory Committee of Issues Relating to Homosexuality A


(7)

Study o} Issues Concerning Homosexuality (New York: Division for Mission


in North America, Lutheran Church in America, 1986) p 21.
(8) N del T: recuérdese que este libro es de antes de la caída del Muro.

86
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

maban de forma diferente y originaban que los machos tu-


vieran el comportamiento sexual de las hembras y viceversa.
A partir de estos datos, Dörner argumentó que la orien-
tación sexual, en un feto humano, es también el resultado
de un proceso hormonal neuroquímico que sucede en el
seno materno. Sostuvo que la homosexualidad masculina y
femenina son el efecto, en el cerebro, de una variación pre-
natal en la cantidad recibida de testosterona, que es la prin-
cipal hormona sexual masculina. La cantidad relativa de
testosterona, disponible durante los períodos críticos del de-
sarrollo cerebral del feto, determina la orientación sexual,
masculina o femenina, del bebe, antes de nacer; orientación
que, normalmente pero no siempre, se ajusta al sexo gené-
tico del feto. Y Dörner argumentó que esto es así no sólo en
los humanos sino también en los monos, ratas, cobayas, pá-
jaros, y prácticamente en cualquier punto de la escala natu-
ral. Es un hecho que, en todos los mamíferos superiores, la
homosexualidad se encuentra, más o menos, en los mismos
porcentajes estadísticos que en el homo sapiens (9).
Dörner hizo una serie de experimentos para probar su
hipótesis. A las ratas macho, se las privó de testosterona du-
rante el período crítico de la diferenciación sexual fetal en
el cerebro. Como se preveía, estos procesos produjeron com-
portamientos homosexuales en ellas cuando fueron adultas.
Alentado por este resultado, Dörner fue un paso más allá.
Dedujo que, si estas ratas macho tenían un cerebro femini-
zado, una inyección con estrógenos haría producir, desde el
cerebro, un aumento de la hormona de la ovulación, cono-
cida como hormona luteinizante (LH), como si fuera en res-
puesta a una señal procedente de un ovario inexistente.
Cuando se hizo la prueba, ocurrió lo previsto. A continua-
ción se realizó la misma prueba en seres humanos, varones
y homosexuales, con idénticos resultados. En este experi-

(9) Jo Durden-Smith and Diane de Simone, Sex and the Brain (New

York-Arbor House, 1983), p. 101.

87
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

mento los cerebros de los varones homosexuales respondie-


ron a la inyección de estrógenos con un aumento de la hor-
mona LH, en cambio, los cerebros de un grupo de control,
formado por varones heterosexuales, no respondieron a la
misma inyección. Dörner creyó que este hecho demostraba
que los cerebros de los hombres homosexuales se habían fe-
minizado en el seno materno, y que la homosexualidad se
determina fisiológicamente por variables bioquímicas pre-
natales (10). Si esto es cierto, el hallazgo es un gran paso ade-
lante en la demostración de la fuente y en la explicación de
la homosexualidad
Desafortunadamente, Dörner, empezó a sacar conclusio-
nes sesgadas, que no se desprendían de su investigación y
que lo llevaron a un conflicto con la clase médica alemana.
Pensaba que la homosexualidad se debe eliminar y que, por
tanto, hay que detenerla antes de que se forme. Entonces,
trató de idear un medio para evitar la formación de personas
con orientaciones homosexuales durante la gestación. En
este intento, fue más allá de lo que sus datos podían respal-
dar. Sus críticos, como reacción a este exceso suyo, también
se propasaron y, en consecuencia, tendieron a rechazar sus
conclusiones. No obstante, sus hallazgos, aun sin ser conclu-
yentes, son relevantes y hacen pensar. Dörner quiso patinar
sin casi hielo debajo, en la aplicación de sus descubrimientos.
Quiso sacar conclusiones más allá del alcance de sus datos y
no se atrevió a reconocer que la orientación homosexual
puede ser normal y además valiosa en el desarrollo de la hu-
manidad. Porque comprender la causa de la homosexulidad
no debe servir, automáticamente, para buscar la forma de
evitarla. Algunas cosas es mejor dejarlas al proceso evolutivo
que, desde los seres unicelulares, nos ha llevado hasta la con-
ciencia de nosotros mismos en un proceso de cientos de mi-
llones de años. Ahora bien, el uso incorrecto de los datos,
efecto de una valoración poc reflexionada, no significa que

(10) Ibid, p. 128.

88
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

los datos mismos sean erróneos. Los hallazgos de Dörner


deben tomarse en serio.
La historia de los niños de la República Dominicana, re-
gistrada por Jo Durden-Smith y Diana de Simone, aporta
una confirmación adicional impresionante a la tesis de que
el cerebro está «sexuado» irrevocablemente al nacer y de
que las experiencias posteriores no pueden reprogramarlo
con una orientación sexual diferente. El relato es tan insólito
que quiero dejar que los propios autores lo cuenten con sus
mismas palabras:
A principios de 1970, lejos de la atención pública, se descubrieron
los descendientes de Amaranta Ternera. Y comenzó la controver-
sia científica.
Amaranta Ternera (se nos ha pedido cambiar este nombre, así
como el de sus parientes) nació hace 130 años en el extremo su-
roeste de la República Dominicana. Hasta donde sabemos, no
había nada anómalo en Amaranta; su vida parecía normal. Sin
embargo, algo iba mal en los genes que legó a sus hijos. Y tam-
poco ahora funciona bien en un buen número de sus descendien-
tes. Siete generaciones después, los genes de Amaranta se han
localizado en veintitrés familias de tres aldeas diferentes. Y en
treinta y ocho individuos diferentes de estas familias se manifestó
la extraña herencia transmitida por Amaranta. Los treinta y ocho
descendientes nacieron, a todas luces, como niñas. Crecieron
como niñas. Pero se convirtieron en varones durante la pubertad.
Tomemos, por ejemplo, los diez hijos de Gerineldo y Babilonia
Pilar. Cuatro de ellos han experimentado esta sorprendente
transformación. El mayor, Prudencio, nació con lo que parecía
una vagina, y su cuerpo tenía formas femeninas, al igual que el
hermano-hermana que le seguía, Matilda. A Prudencio, de niño,
lo bautizaron como «Prudencia». Y creció, según dice Pilar, atado
a las faldas de su madre. Se mantuvo apartada de los muchachos
del pueblo y ayudaba a las mujeres en su trabajo. Pero entonces
comenzó a suceder algo extraño en su cuerpo. Su voz empezó a
hacerse más grave. En torno a los doce años, su «clítoris» creció
como un pene y dos testículos ocultos descendieron al escroto
formado por los labios de su «vagina». Se convirtió en un hom-
bre. «Simplemente –dice su padre- dejó de usar la ropa a la que
se habían acostumbrado quienes lo rodeaban, y se enamoró de

89
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

una chica casi de inmediato». Hoy Prudencio tiene casi treinta


años. Al igual que su hermano Matilda (ahora Mateo) es un hom-
bre fornido, musculado a conciencia. Es sexualmente potente y
vive con su esposa en los Estados Unidos. Lo mismo ocurrió con
diecisiete de los dieciocho niños estudiados por un equipo enca-
bezado por Julianne Imperato-McGinley, de la Universidad Cor-
nell; todos ellos, como dice el estudio, crecieron como niñas.
Prudencio parece no haber tenido ningún problema para adap-
tarse al sexo masculino, a la orientación sexual de los hombres y
a los roles masculinos.
Esto es lo importante de Prudencio y de los otros niños domini-
canos: parece que no han tenido ningún problema en adaptarse
al sexo masculino, a la orientación sexual de los hombres y a los
roles sociales correspondientes. Prudencio y los demás chicos son
genéticamente masculinos. Lo que heredaron de Amaranta no fue
una insensibilidad generalizada a la testosterona sino una inca-
pacidad de procesar otra hormona, la dihidrotestosterona, que
es la responsable, en el feto masculino, de dar forma a los geni-
tales de dicho sexo. A falta de ellos, los niños dominicanos naci-
dos con aspecto de niñas se criaron como niñas. En la pubertad,
sin embargo, sus cuerpos se empaparon de una nueva oleada de
hormonas masculinas, a las que sí fueron sensibles. La parte mas-
culina de su cuerpo, que había permanecido oculta, se desarrolló;
y la naturaleza terminó lo que había dejado a medias.
Sin embargo, durante este proceso, los niños no sufrieron la cri-
sis psicológica que sería de esperar según una mentalidad con-
vencional. Y esto es lo crucial, porque debe significar una de
estas tres cosas. O bien los criaron realmente como niños desde
el principio; o bien se criaron en medio, al menos, de una gran
confusión acerca de cuál era su sexo (en cuyo caso, cabría espe-
rar que, como adultos, tuvieran una sexualidad perturbada); o
bien nacieron con un cerebro masculino, que ya era tal antes de
nacer con aquellos cuerpos que eran «femeninos» entonces. De
esta forma sus cerebros masculinos se desplazaron cómoda-
mente hacia las expresiones masculinas cuando los cuerpos
cambiaron durante la pubertad. Según este razonamiento, no
sólo el cuerpo está sexuado antes de nacer sino que también lo
está el cerebro. Y, también, según esto mismo, habría que decir
que en el comportamiento sexual la naturaleza es tan importante
como la crianza y la educación. De hecho, puede que el apren-
dizaje tenga muy poco que ver.

90
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

Los padres de estos dieciocho niños (tal como hemos dicho y sos-
tiene Julianne Imperato-McGinley) insisten en que los criaron, sin
ninguna ambigüedad, como si fueran niñas. Esto significa que la
tercera hipótesis, es decir, que sus cerebros ya eran masculinos
antes del desarrollo en ellos de la testosterona (la principal hor-
mona masculina) debe tomarse muy en serio. (11)

Individual y colectivamente consideradas, estas infor-


maciones y argumentaciones apoyan la afirmación científica
de que, con toda probabilidad, la orientación sexual es una
cuestión de «sexualización prenatal del cerebro». La homo-
sexualidad es, pues, un hecho en la naturaleza de un nú-
mero significativo de personas, un hecho inmodificable una
vez definido en el período prenatal. La orientación sexual
no es, pues, de naturaleza genética y, por tanto, no es algo
que se pueda erradicar de la especie. Lo único que aún falta
por aclarar es si esto es una disfunción o una anomalía en
el proceso natural del desarrollo del feto, o si es, más bien,
una variante normal, que sirve a un propósito del proceso
evolutivo aún no identificado. En este sentido, cabe decir
que ningún proceso de la naturaleza que ocurre una de cada
diez veces puede llamarse una «disfunción». La naturaleza
es demasiado exigente, me parece a mí, como para admitir
este nivel estadístico de error. Como consecuencia, cabe in-
clinarse por la conclusión de que aquello que hemos solido
enfocar, durante siglos, como una cuestión moral, es, en re-
alidad, una cuestión biológica y natural en determinados
individuos de una especie. La homosexualidad es una cues-
tión del propio ser de estos individuos.
Si pasamos al campo de la genética, en él encontramos
más estudios útiles para entender la sexualidad. Como se
recordará, hay veintitrés pares de cromosomas en el núcleo
de cada célula humana y sólo un par son cromosomas se-
xuales. Las mujeres tienen un conjunto doble de cromoso-
mas sexuales XX, los hombres tienen un conjunto desigual
XY. El sexo se determina en el momento de la concepción

(11) Ibid, pp. 104-6.

91
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

del hombre cuando un espermatozoide X o un espermato-


zoide Y se une con el cromosoma X en el óvulo. El cromo-
soma Y es el responsable del desarrollo de los testículos
durante la séptima semana de gestación. Una vez formadas,
las células de Sertoli de los testículos secretan una sustancia
que inhibe el desarrollo del sistema reproductor femenino.
Esto significa que la estructura biológica de la vida humana
está orientada primariamente hacia el desarrollo de hem-
bras; y significa, además, que el cromosoma Y, que produce
los testículos, es el que interrumpe e interfiere este proceso,
y así posibilita que nazcan varones con genitales externos,
en lugar de mujeres con genitales internos (12).
Sin embargo, hay variantes en este patrón genético nor-
mal. En uno de cada cinco mil nacimientos, por ejemplo,
hay quien nace con un solo cromosoma sexual, con una sola
X. Esta persona es siempre una mujer pero carece de ova-
rios. Otra variante es el síndrome de Klinefelter, en el que
la persona posee tres cromosomas: XXY, y cuya resultante
es un varón estéril, que puede desarrollar algunos rasgos
femeninos (en el pasado, algunas de estas personas se ga-
naban la vida como atracción de circo). La resultante de la
siguiente variante, XYY, no es necesariamente un macho es-
téril; pero las personas de esta variante genética suelen tener
una pronunciada tendencia a la agresividad que, en algunos
estudios de población, se ha identificado como conducta hi-
peragresiva y, a veces, antisocial. Como vemos, los errores
de la naturaleza pueden ser trágicos para quien los vive,
pero no para la especie en su conjunto, ya que muchas de
las alteraciones del genotipo sexual carecen de capacidad
reproductiva.
He comprobado el alto grado de verosimilitud de mis
conclusiones con el Dr. Robert Lahita, profesor asociado de
medicina en el Cornell Medical Center de Nueva York. El
Dr. Lahita se interesó en este tema por su investigación
(12) A Study of Issues, p. 21.

92
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

sobre las causas de que las mujeres fuesen propensas a cier-


tas enfermedades, como el lupus eritematoso, mientras los
hombres lo eran a otras, como la dislexia y el autismo. Al
Dr. Lahita, le apena, como a muchos otros científicos, que
la iglesia oficial tome decisiones y haga declaraciones que
incluyen juicios éticos a partir de premisas que la comuni-
dad científica no respalda. Yo comparto su sentimiento por-
que la ignorancia, por más que esté «bendecida», no deja
de ser ignorancia.
Dado que la evidencia apunta a la conclusión de que las
personas homosexuales no eligen su orientación sexual;
dado que esta orientación es prenatal y no puede cambiarse
después; y dado que constituye una expresión suficiente-
mente normal, aunque minoritaria, de la sexualidad hu-
mana, parece claro que los prejuicios heterosexuales hacia
los homosexuales deben archivarse junto a la brujería, la es-
clavitud y otras instituciones, fenómenos y creencias desin-
formadas que hemos ido abandonando o que, si sobreviven,
es como prejuicios injustificados, de los que sólo son res-
ponsables quienes los mantienen.
Algunas personas temen que, si aceptan este planteo,
ello significa tener que suspender todo juicio crítico hacia
toda forma de comportamiento homosexual. Sin embargo,
este temor es una muestra más de lo irracional de los pre-
juicios. ¿Acaso aprobamos todas las formas de comporta-
miento heterosexual sólo porque consideramos buena la
heterosexualidad? Con independencia del sexo de las partes
involucradas, cualquier comportamiento sexual puede ser
destructivo, explotador, depredador o promiscuo y por
tanto malo. Cuando se da alguna de estas últimas circuns-
tancias es cuando tiene sentido un juicio moral.
El equívoco surge cuando una sociedad juzga la hete-
rosexualidad como buena en sí misma y a la homosexuali-
dad como mala en sí. Este juicio confunde el plano neutro
de lo social con el plano ético de lo moralmente evaluable.

93
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

Este juicio se evidencia en el juicio moral que privilegia la


conducta heterosexual: para los heterosexuales, se tratará
de distinguir entre comportamientos que dan vida o que
no dan vida, mientras que los patrones de conducta sexual
surgidos de la orientación homosexual siempre se conde-
narán como pecaminosos, den o no vida a su alrededor. Tal
posición moral deja a las personas gais y lesbianas sin op-
ciones para protegerse del rechazo o de la represión.
En efecto, más de una institución eclesiástica ha suge-
rido que, de hecho, el rechazo y la represión son las únicas
opciones correctas para las personas con orientación homo-
sexual. Tal vez necesitamos que se nos recuerde, una y otra
vez, que un gran número de personas heterosexuales prac-
tican la promiscuidad, la prostitución, la violación, el abuso
sexual de menores, el incesto y todas las formas imaginables
de sadomasoquismo, y no por eso rechazamos ni reprimi-
mos la heterosexualidad. Además, tal vez convenga recor-
dársenos que una sociedad homófoba, al no aceptar el
comportamiento homosexual como normal, es la que em-
puja a muchos gais y lesbianas a seguir los modelos de con-
ducta que una sociedad justa debe evitar y condenar.
Los prejuicios siempre definen negativamente a sus víc-
timas y siempre ocultan la humanidad individual de éstas
con estereotipos negativos generales que nos las sustraen a
una consideración personalizada. Esta pauta de conducta
negativa quedó perfectamente clara para mí en una ocasión,
cuando tuve que hacer frente a una iglesia que había lla-
mado a una mujer para ser su pastor. Los líderes laicos de
la congregación estaban muy orgullosos de esta selección
valiente y sin precedentes en la vida de la parroquia, toda-
vía inusual para la iglesia en general, además. Sin embargo,
este pastor en concreto resultó no ser una buena elección a
distintos niveles. Al poco tiempo de llegar, se negoció su sa-
lida y la iglesia inició la búsqueda de un nuevo pastor.
Cuando se propuso de nuevo como candidata una mujer, el
presidente del comité de búsqueda anunció, con bastante

94
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

firmeza, que dicho comité no podía examinar una propuesta


femenina por segunda vez. « – Ya lo intentamos y fracasó»,
dijo. En torno a la mesa, asintiendo con la cabeza, había un
acuerdo general. « – Si hubieran tenido un pastor masculino
insatisfactorio –les pregunté–, ¿qué diríamos ahora; que «tu-
vimos un ministro varón y no funcionó, así que no vamos a
considerar ahora la posibilidad de elegir a ningún otro
varón?»». En la habitación se hizo un silencio de esos que
no se olvidan. Los prejuicios siempre se disfrazan de racio-
nalidad hasta que se ponen al descubierto.
Un prejuicio se va imponiendo progresivamente en una
comunidad gracias a la fuerza de la mentalidad más com-
partida en ella. De este modo, se convierte en una verdad
casi divina, indiscutible y evidente de por sí. Hay sólo dos
cosas que hacen que un prejuicio se marchite: que nuevos
conocimientos socaven su base intelectual y que se empiece
a observar y a experimentar, en quienes son objeto de re-
chazo, la diferencia entre una conducta que destruye y otra
que vivifica. Un indicio claro de que un prejuicio está ago-
nizando es que el «grupo víctima» rechace públicamente
el juicio negativo y generalizado por parte de los otros. Por
eso debemos dar la bienvenida al grito del «orgullo gay»,
equivalente emocional de «lo negro es bello». La acepta-
ción de uno mismo y la crítica de las concepciones de la
mayoría son dinámicas muy vivas hoy en el mundo de las
lesbianas y de los gais.
En la actualidad, incluso las más conservadoras mani-
festaciones del cristianismo dan señas de la influencia en
ellas del movimiento de aceptación de las personas gais y
lesbianas. Esto es un gran cambio si tenemos en cuenta las
actitudes eclesiásticas pasadas, en este tema. La homosexua-
lidad se condenó ampliamente a comienzos del siglo XX,
cosa que rara vez se menciona en las reuniones eclesiásticas.
Nadie debate los males evidentes, como el asesinato, la vio-
lación, el incendio y el abuso de menores. En alguna oca-
sión, pues, la homosexualidad se consideró como una más

95
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

de estas categorías evidentes. Por eso, el hecho mismo de


que ahora se debata sobre el tema indica que ya hay una
grieta importante en el consenso antiguo.
Las percepciones y los juicios cambian a medida que es
más difícil definir el mal de forma simple. En muchas cues-
tiones morales se ha empezado a matizar. Dado el debate
social en torno a la homosexualidad, hoy en día, casi todo
el cuerpo eclesial ha aprobado algún tipo de justificación o
de resolución de cara a paliar la sensación de malestar que
ocasiona un prejuicio continuado contra los gais y las les-
bianas. Las primeras resoluciones se redactaron con la retó-
rica edulcorada de la piedad. Las personas homosexuales
fueron «hijos de Dios a los que la pastoral debía atender».
Durante al menos una década, bastó con esto para quedar
tranquilos, sobre todo porque nadie se molestó en definir
aquella «pastoral». Una vez más, la iglesia echó mano de la
idea condescendiente de que se debe «odiar el pecado y
amar al pecador». Lo curioso es que ninguno de los defini-
dos como pecadores experimentase este amor. La mayoría
de los gais y lesbianas han aprendido a no fiarse de la sen-
sibilidad pastoral de la Iglesia hacia los miembros de un
grupo como el suyo; grupo al que ella, como institución,
sigue rechazando. Sin embargo, este tipo de actitudes, pese
a lo negativo que hay en ellas, no deja de representar un pe-
queño avance. Sentir la necesidad de defender un prejuicio
es una señal clara de que el prejuicio empieza a flaquear.
Defender un prejuicio también indica que la cuestión es lo
suficientemente importante como para requerir conside-
rarla en lugar de ignorarla.
La segunda fase del debate fue cuando los derechos ci-
viles y el bienestar económico de la población homosexual
se vieron amenazados. Entonces, la iglesia, siempre al lado
de las víctimas, aprobó resoluciones que reclamaban la
igualdad ante la ley de todas las personas, incluidos los ho-
mosexuales. No se debe despedir a nadie por ser gay o por
ser lesbiana, afirmaba la iglesia. Ni se le puede maltratar fí-

96
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

sicamente sólo por su orientación sexual. Los gais y lesbia-


nas debían poder disponer de préstamos bancarios con la
misma facilidad y al mismo tipo de interés que cualquier
otra persona con un historial financiero similar. Las iglesias
se sentían muy orgullosas con resoluciones tan «liberales».
Sin embargo, una vez más, no presionaron en las implica-
ciones de estas medidas. Consideremos la penalización eco-
nómica que supone, para una persona gay o lesbiana, no
poder declarar a su pareja, como alguien dependiente, en la
declaración de la renta; o la falta de estatus legal de los gais
y lesbianas si su pareja muere sin dejar testamento. ¿Son jus-
tas estas situaciones cuando el diez por ciento de la pobla-
ción no puede casarse conforme a las leyes del Estado? (12bis).
Es más, si una pareja gay o lesbiana busca una hipoteca para
comprar una casa en nuestro barrio, ¿seguiríamos siendo
nosotros tan abiertos?
Los políticos que aspiran a la elección muy a menudo
tienen que atender a las variadas ramificaciones políticas
del prejuicio contra la homosexualidad. Capitanear la causa
de los gais y lesbianas no es el camino mejor para reunir los
votos indispensables para ganar unas elecciones. Es verdad
que este tipo de campañas, por las emociones negativas que
desencadenan, suelen ser como una rápida llamarada que
se consume en su propio exceso. Incluso la caza de brujas
en Salem, Massachussets, en el siglo XVII, la propia gente
la rechazó al final. Pero, hasta que no llegó el rechazo, a mu-
chas mujeres se las acusó, juzgó, condenó, encarceló y eje-
cutó por brujería. Algo similar ha ocurrido, con enfermiza
frecuencia, siempre que la homosexualidad se ha planteado
como cuestión política. Sin embargo, con ser tan duros estos

N del T: Recuérdese, una vez más, que este libro es de 1988. Pos-
(12bis)

teriormente, algunos países han reconocido el matrimoio homosexual. Por


lo que respecta a Estados Unidos, en junio de 2013 el Tribunal Supremo
ha declarado inconstitucional la ley que limita el matrimonio a la unión
entre un hombre y una mujer y rechazó la decisión del estado de Califor-
nia de prohibir el matrimonio gay.

97
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

episodios, son parte de los procesos que transforman las


conciencias. La persecución de las minorías siempre parece
señalar la hora de una transición. Cuando las restricciones
que la mayoría impone a quienes ella considera como ma-
lignos se convierten ellas mismas en malignas, entonces, las
personas conscientes, hombres y mujeres, revisan su forma
de pensar y actúan, en nombre de las víctimas, para garan-
tizar, como mínimo, sus derechos civiles. Hoy en día, la ma-
yoría de los grupos eclesiales ya han pasado, al menos, a
esta segunda posición.
El siguiente paso, viene inmediatamente después de la
decisión de poner fin a la persecución. Se trata de un paso
extraño pues es positivo a pesar de ser increíblemente inge-
nuo. Se expresa en ese tipo de resoluciones y de declaracio-
nes, de los líderes y de los organismos oficiales de la Iglesia,
que afirman la necesidad de distinguir entre orientación se-
xual y conducta sexual. Y viene a decir que, ya que uno no
tiene la capacidad de elegir su propia orientación sexual,
dicha orientación no se puede considerar pecaminosa. Pero,
dado que una persona sí que puede elegir su forma de ac-
tuar, con independencia de la orientación propia de su ser,
y dado que los actos sexuales homosexuales son pecamino-
sos, nadie puede ni bendecirlos ni escogerlos porque son
inadmisibles conforme a las normas actuales de la Iglesia.
Así que, si has nacido con una predisposición homosexual,
no puedes actuar sobre la base de esta predisposición. Tu
energía sexual debe contenerse, reprimirse y sublimarse.
La parte positiva de este tipo de resolución es que in-
dica una comprensión creciente de que la homosexualidad
no es una orientación elegida sino una realidad dada. Una
vez que se traza la línea divisoria de la verdad, las actitudes
y los comportamientos de los heterosexuales empiezan a
adaptarse, igual que se adaptaron cuando se dejó de pensar
que los zurdos eran anormales. Sin duda, se trata de un
paso hacia el reconocimiento de que una característica mi-
noritaria no es necesariamente anormal sino, más bien, un

98
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

reflejo de la rica variedad de la vida humana. A medida que


se abre camino en nuestra conciencia el hecho de nuestra
incapacidad de elección sobre nuestra orientación sexual,
igual que en ser zurdos o diestros, también determinadas
palabras y expresiones, que vehiculan nuestro prejuicio,
van desapareciendo de nuestro vocabulario. «Preferencia»
en lugar de «orientación» es una de ellas, pues la primera
da a entender aún que uno puede decidir si se convierte en
heterosexual o en homosexual.
Sin embargo, antes de insistir más en la parte positiva
de este tipo de actitud, permitidme señalar su increíble in-
genuidad. Esta actitud da por hecho que quienes tienen una
orientación homosexual también tienen la capacidad de abs-
tenerse de toda actividad en dicho plano. Es decir, da por
supuesto que el diez por ciento de la población puede y va
a aceptar y a reafirmar la vocación al celibato que alguien,
de orientación distinta a la suya, define para ellos.
Los que saben algo sobre el celibato saben que, cuando
es verdadero, es una vocación rara y singular, a la que muy
pocos están llamados. Este estilo de vida no puede impo-
nerse a nadie en contra de su voluntad. La experiencia de
la Iglesia Católica Romana, que exige el celibato a sus sacer-
dotes, es que, a pesar de la estructura externa de la vida sa-
cerdotal (vestido distinto, disciplina de oración, tratamiento
a distancia del «padre», imagen de vida aparte), un celibato
verdadero es difícil de mantener, y el compromiso de vivirlo
se rompe con desalentadora regularidad aún hoy en día.
Ahora bien, los que apoyan posiciones como la que
hemos mencionado hace un momento actúan como si el ce-
libato pudiera prescribirse a toda la gente gay y lesbiana. La
aceptación de este celibato impuesto es el precio que gais y
lesbianas deberían pagar para que la iglesia bendijese sus
vidas. Imaginemos cuál sería la respuesta de la gente si
algún organismo eclesiástico anunciara, en nombre de Dios
y de la moral que, a partir de ahora, un diez por ciento de

99
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

la gente heterosexual, seleccionado al azar, debe vivir en


abstinencia sexual si desea participar en la iglesia y recibir
su bendición. Es casi increíble que una lógica así determine
el punto de vista mayoritario de solemnes asambleas, obis-
pos influyentes y bienintencionados, representantes del
clero y de los laicos, así como facultades y seminarios en los
que se supone que el nivel de conocimiento es superior.
Sin embargo, este punto de vista, a pesar de su ambi-
güedad e ingenuidad manifiestas, no deja de dejar claro que
las cosas avanzan. Lo cual no significa, obviamente, que su
palabra sea la última en el debate. Al final, este punto de
vista se hunde en sus propias contradicciones y en sus ex-
pectativas poco realistas.
Con el tiempo, una nueva comprensión del origen de la
homosexualidad nos liberará. Nos hará perder el temor irra-
cional a que, a nuestros hijos, les pueda seducir el estilo de
vida homosexual a raíz de algún encuentro fortuito. Nues-
tro temor y prejuicio quedarán al descubierto en su verda-
dero sentido, y dejará de existir la «caza de brujas»
solapada, cuyo propósito es eliminar a personas homose-
xuales de los puestos desde los que pueden influir en la vida
de nuestros hijos. Nuestra propia ansiedad ya no nos abru-
mará cuando tengamos una fantasía o un sueño que teme-
mos pueda ser expresión de una homosexualidad latente.
Los hombres ya no tendrán que ocultar sus aspectos más
sensibles, ni las mujeres su capacidad atlética para evitar
que nadie sospeche que se oculta en unos y otras una orien-
tación perversa.
Entramos en la siguiente etapa cuando empezamos a
considerar ambas orientaciones, la homosexual y la hetero-
sexual, en sí mismas, no como buenas o malas sino sólo
como algo real y verdadero. Por fin, veremos entonces, a la
homosexualidad y a la heterosexualidad, como aspectos de
la misma sexualidad humana natural. El reconocimiento de
que hay una orientación mayoritaria y otra minoritaria, y

100
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

de que ambas tienen su papel en el enriquecimiento de la


vida humana, está creciendo. Este cambio llevará tiempo
porque la ignorancia y el miedo son tenaces, y porque los
prejuicios, como se apoyan en la irracionalidad, hacen difícil
y temible el hecho de renunciar a ellos.
Una vez establecida la naturalidad y la normalidad de
las dos orientaciones, la mayoritaria y la minoritaria, y una
vez eliminada la expectativa de que el celibato sea la única
salida para la gente gay y lesbiana, llega el momento de la
gran pregunta. ¿Cómo llevar las personas gais y lesbianas
una vida sexual responsable? Sin duda, las leyes de la Igle-
sia y del Estado deben ofrecer igual protección y aceptación
a este grupo. En el caso de las posiciones piadosas, como las
que empujan a la moral homosexual al celibato, éstas reve-
lan nada menos que una creencia irracional en un Dios sá-
dico; un Dios que creó a las personas gais y lesbianas sólo
para castigarlas; que hizo con ellas una creación completa,
con deseo sexual incluido, y que entonces legisló que la mo-
ralidad exigía que este deseo se reprimiera. En definitiva,
una vez más, nos enfrentamos con el aforismo de que una
mala biología y una mala bioquímica dan como resultado
una mala teología.
La postura tradicional de la Iglesia, basada en la falsa
premisa de que las expresiones de amor sexual entre perso-
nas del mismo sexo son siempre malas, debe enfrentarse con
el mal que ella misma ha creado. ¿Cómo se puede alcanzar
la plenitud de la vida cuando a algunos «hijos de Dios» se
les bombardea con mensajes constantes de que ellos «son»
inmorales? ¿Cómo alguien constantemente despreciado
puede llegar, alguna vez, a desarrollar una imagen positiva
de sí mismo? Nadie puede darse en un compromiso de
amor a menos que crea que él mismo tiene algún valor. Dos
seres, frágiles y quebrados, diariamente degradados y hu-
millados por su forma de ser, no es fácil que sean capaces
de mantener una relación monógama estable. La falta de
apoyo de la sociedad y la necesidad de ocultar su relación

101
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

en público suponen una presión hostil enorme contra los re-


cursos psicológicos de cualquier pareja.
La Iglesia, una vez dejadas atrás sus condenas farisai-
cas y su mezquina tolerancia, podría comenzar por confe-
sar su propia dureza de corazón: «Señor, ten misericordia
de nosotros y perdónanos por este mal juicio nuestro que
ha torcido y distorsionado a tus hijos e hijas, en todas las
generaciones de la vida de tu Iglesia». Y, en segundo lugar,
la Iglesia debería emprender la tarea de repensar la ética
de la sexualidad humana, tal como desarrollaré en el capí-
tulo 15. Baste por ahora con señalar que la intimidad del
amor, la legitimidad de una relación públicamente recono-
cida, el gozo de una relación y la paz de una vida sin se-
cretos, no se pueden negar a nadie en su búsqueda de la
felicidad y de la abundancia de vida, de la que habla el
evangelio (13).
La cuestión sobre cuál es el comportamiento permisible
en la vida pública, en contraste con la vida privada, sale a
la luz si nos fijamos en las normas de la Iglesia de cara a las
ordenaciones. ¿Ordenaría la Iglesia, por ejemplo, a una per-
sona gay que no oculta su condición y que no es célibe? El
sólo hecho de debatir esta cuestión en público implica un
salto adelante en la conciencia ética.
Y sin embargo, el hecho es que siempre ha habido gais
entre los ordenados y en las órdenes religiosas. Desde hace
dos mil años la Iglesia ha tenido clero gay en un número
mucho más alto del que mucha gente se atrevería a imagi-
nar. Han ocupado todo tipo de puestos en la jerarquía ecle-
siástica. Cuando, en el siglo XII, se impuso el celibato como
el único estilo de vida adecuado para los ordenados, esto
fue una buena oportunidad, para los gais, de encontrar, en
el sacerdocio eclesiástico, un lugar social de legitimación:
su estado de soltería pasaba, de ser una carga, a ser una vir-

(13) Ver Juan 10, 10.

102
C A P. 5 — L A H O M O S E X UA L I D A D C O M O PA RT E D E L A V I D A ...

tud, y sus vidas podían desarrollar la creatividad y la vida


en comunidad. Si se suprimiese la población gay que ha ha-
bido en el ministerio ordenado a lo largo de la historia de la
iglesia, aparecerían enormes huecos, quizá un ochenta por
ciento en determinados períodos. Es más, hubo un tiempo
en que se sospechaba que cualquiera que estuviera bajo el
compromiso del celibato era gay (14).
Argumentar ahora sobre si se debe o no ordenar a per-
sonas homosexuales es casi un chiste si tenemos en cuenta
estos datos históricos. Ahora bien, aunque el resultado del
debate no va a cambiar a los implicados en él, sí que va a
cambiar la imagen pública de la Iglesia. Las voces moralistas
quieren mantener el «secreto». La Iglesia católica-romana,
entre otras, suspende, expulsa o silencia a los miembros del
clero que admiten públicamente su preferencia por perso-
nas del mismo sexo (15). Por supuesto, en mi opinión, a las
personas homosexuales se las debería admitir sin prejuicios
en el proceso de selección de cara a la ordenación. Se les de-
bería examinar como al resto de candidatos, y atender a la
autenticidad de su vocación, a los dones que pueden apor-
tar, así como a su inteligencia, sensibilidad, devoción a Dios,
voluntad de trabajo y capacidad de orientar su energía se-
xual y afectiva con responsabilidad y compromiso.
¿Puede una congregación concreta llamar o aceptar a un
pastor gay o lesbiana que ha formado una relación monó-
gama real y en la que ninguno de los dos quiere abandonar
a su pareja y vivir sin ella? Esto está sucediendo ya, pero
principalmente en ciudades y en áreas urbanas donde el
anonimato es posible. Conozco personalmente a este tipo
de clero; veo que tienen el apoyo y la amistad de su gente,
y veo que el evangelio de Jesucristo se vive en esas congre-
gaciones. Aplaudo a estos clérigos, a sus parejas y a la gente

(14) Spong, Into the Whirlwind, capítulo 8.


John J. McNeill, «Homosexuality. The Challenge to the Church»,
(15)

The Christian Century 104, nº 8 (1987): 242-46.

103
P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

de sus iglesias, por tener la capacidad de ir más allá de los


prejuicios que aún nos rodean por todas partes. Lamenta-
blemente, sin embargo, en este momento, hay otros clérigos
que viven bajo el temor de que no se permita esta apertura.
Actúan bajo diversos escudos de protección, siempre con la
pregunta de en quién pueden confiar. Algunos han compar-
tido la historia de sus vidas conmigo. Mi apoyo es firme en
su lucha por vivir en el amor y la integridad. Me han ense-
ñado mucho. Y estoy en deuda con ellos.
Al leer esto algunos afirmarán enérgicamente que,
como obispo, mi postura me enfrenta a la postura oficial
de la iglesia a la que represento, y a la postura histórica de
la iglesia católica. Están en lo cierto. Soy una voz minori-
taria en la estructura eclesiástica. Pero esta minoría está
creciendo porque los nuevos conocimientos impregnan a
toda la sociedad. No siempre será minoritaria esta postura.
La iglesia ha cambiado su pensamiento muchas veces du-
rante su historia y lo hará de nuevo en esto y espero que
en otros temas.
La cuestión más honda es la que se nos plantea respecto
de la Biblia y de su autoridad de referencia. Porque, este
punto de vista que defiendo, ¿va en contra de las Escrituras?
Todas las cuestiones aquí planteadas, ¿no las resuelve la Bi-
blia de una vez por todas y con autoridad? El pueblo cris-
tiano debe reflexionar a fondo sobre estas cuestiones. Todas
ellas son dignas de un serio examen, que es lo que expondré
en la siguiente sección de este libro.

104
II
LA BIBLIA

CAPÍTULO 6

AMBIGUA AUTORIDAD

«¿Trata usted de reescribir la Biblia? ¡Si la Biblia dice que


algo está mal, es que está mal!» Estos sentimientos, de mil
maneras expresados, son la reacción típica de los creyentes
que temen y que intuyen que, de alguna manera, pongo en
peligro los valores por los que viven. En su mente, la Biblia
está inexorablemente unida a estos valores. Por eso es im-
portante para mí implicar a la Biblia en este debate abierto
sobre los temas sexuales actuales. Porque la Biblia es un ele-
mento religioso, entre otros muchos, cuya autoridad es am-
bigua y como con dos aspectos.
La historia, por un lado, recubre, a estos símbolos de
autoridad, de un halo místico fascinante. Para muchos, en
efecto, poder citar «la Biblia» (es decir, algún fragmento
suyo) en favor de su opinión particular equivale a justificar
y a acreditar automáticamente dicha opinión. Para algu-
nos, el debate queda cerrado una vez que queda claro que
«la Biblia» está de su lado. Las declaraciones oficiales de la
Iglesia lo reconocen así, tácitamente, cuando procuran
dejar su texto ensartado con citas bíblicas, a manera de una
suma de pruebas. Gran parte de la influencia, tanto de los
predicadores apasionados del pasado como de los predi-
cadores electrónicos actuales, proviene de la autoridad de
la Biblia que sostienen abierta en su mano, así como de la
afirmación de que la Biblia es el libro que contiene la «pa-
labra de Dios» infalible, que da respuesta a todas las pre-
guntas. Esta palabra es definitiva, perfecta y, sobre todo,

105
Parte I I — La Biblia

insensible a los cambios y azares de la vida mortal de las


personas a las que estos predicadores, ya digo, Biblia en
mano, se dirigen. Cuando las Escrituras se proclaman así,
literalmente y con certeza, transmiten un sentimiento in-
dudable de estabilidad y de seguridad que procura un
gran confort, sin duda, a todos aquellos cuya actitud es re-
sistirse a cualquier cambio.
Sin embargo, esto es sólo la mitad de la verdad sobre
este libro. El poder de la Biblia es tal que quienes, en dife-
rentes épocas, han abogado por un cambio también han en-
contrado en ella un aliado. En casi todas las dramáticas
confrontaciones sobre cuestiones clave de la historia de oc-
cidente, las dos partes en conflicto han apelado a la Biblia.
Durante años, la Biblia sirvió para justificar la ideología po-
lítica dominante que se conocía como derecho divino de los
reyes. Sin embargo, también fue la Biblia un arma poderosa
en manos de quienes dirigieron la revolución antimonár-
quica, tal como atestigua la rebelión de Oliver Cromwell.
Abraham Lincoln y Jefferson Davis apelaron a la Biblia para
apoyar sus actitudes hacia los negros, y también para con-
ferir autoridad moral a sus bandos respectivos durante la
guerra más sangrienta de Estados Unidos.
Por tanto, no debería sorprender que, en la medida en
que los cambios de los patrones convencionales de compor-
tamiento sexual generan inquietud en la conciencia colec-
tiva, citen la Biblia tanto conservadores como liberales, en
pleno conflicto. Sin embargo, en nuestra época, debido a
que nuestra sociedad está increíblemente secularizada, el
conflicto se plantea de forma notablemente diferente.
La primera diferencia es que la iglesia ya no detenta el
mismo poder que tuvo antaño sobre las mentes de las per-
sonas. Esto significa que las filas liberales en la iglesia han
disminuido mucho. Los que perdieron la esperanza de re-
formar algún día la iglesia abandonaron en silencio la reli-
gión organizada. Muchos de los que abogaban por un

106
C A P. 6 — A M B I G UA A U TO R I D A D

nuevo día en la ética sexual son los mismos que se alejaron


de lo religioso. Son ciudadanos de la «ciudad secular» a los
que, ahora, las declaraciones eclesiásticas sobre cuestiones
sexuales les ofenden en su dignidad. Estas reiteradas decla-
raciones eclesiásticas conservadoras han perdido el contacto
con la realidad y, en especial, parecen complacerse en igno-
rar el hecho de que, a las mujeres, ya no se las puede definir
conforme a los estereotipos del pasado. A estos ciudadanos
de la ciudad secular, ya no los maltrata ninguna iglesia ni
ningún líder eclesiástico contrario al control de natalidad o
que rechace que el aborto sea, entre otras opciones, una op-
ción regulada por la ley. Tampoco les impresionan ya los
predicadores cuando citan la Biblia literalmente y les recuer-
dan los valores de antaño, o hablan nostálgicamente sobre
las virtudes de la familia patriarcal. En sus mentes ya no
existe aquella familia en la que el padre trabajaba mientras
la madre, limitada en casa, cuidaba a los dos hijos y al perro.
La mayoría ha aprendido a vivir sin la iglesia como la fuerza
superior, rectora de sus vidas. Sinceramente, ya no están
dispuestos a que les afecten los prejuicios religiosos y la ig-
norancia en este terreno. Este mundo secular, en el que la
iglesia no tiene ningún poder efectivo, es una novedad.
Por otra parte, cada vez resultan más estridentes las
voces conservadoras y la jerarquía religiosa que ven el
mundo secular como el patio de recreo del diablo. Esta
gente se enfrenta a lo que ellos juzgan ser un atentado a la
moralidad, y lo hacen con un grado preocupantemente alto
de hostilidad y de ira, que revela una ansiedad y una inse-
guridad desorbitadas. Sus actitudes desmienten su afirma-
ción de que la certeza y la justicia están con ellos, como
cristianos. Los cambios que se están produciendo en los pa-
trones de comportamiento sexual amenazan y socavan la
influencia y la autoridad religiosa. Los líderes de la iglesia
son como los jefes de una fortaleza-institución amenazada,
que reaccionan enérgicamente e intentan, sin éxito, reparar
la brecha en la muralla. Incluso los líderes que representan

107
Parte I I — La Biblia

la cara amable de la iglesia, y que no quieren que se les iden-


tifique como fundamentalistas, apoyan con gusto las con-
clusiones de los fundamentalistas si sirven para sus fines.
Recientemente, por ejemplo, un obispo se ensañó conmigo
porque escribí que, entre los obispos episcopalianos de los
Estados Unidos, había gente de todos los estilos teológicos
y eclesiásticos: carismáticos, evangélicos, liberales, conser-
vadores, anglo-católicos y fundamentalistas. Esta última ca-
tegoría fue la que le molestó. Escribió que no conocía a
ningún fundamentalista en la Casa de los Obispos de la Igle-
sia Episcopaliana. Curiosamente, en el párrafo siguiente,
manifestaba su creencia en la historicidad literal de las dos
narraciones del nacimiento, la de Mateo y la de Lucas, y afir-
maba: «Si Dios hubiera decidido nacer de una virgen, esto
no sería problema para él». Cuando le señalé que, en este
tema, él mantenía una posición fundamentalista, que repu-
tados biblistas (católicos y protestantes) ya no apoyan, se
sorprendió pero no se desdijo de sus afirmaciones.
Esto significa que las posiciones del debate se han en-
durecido. Hay muy poca interacción que no sean los anate-
mas lanzados de un lado al otro del abismo que separa las
partes en litigo. A menos que puedan establecerse puentes
por encima de esta brecha cada vez mayor, el destino de este
libro mío de ahora no será el de contribuir al diálogo sino
que, por un lado, la sociedad secular lo ignore y que, por
otro, la autoridad religiosa lo condene.
Sólo conozco un modo de comenzar a construir puentes:
hacer que el mundo secular escuche voces cristianas que di-
vergen de la norma, que se toman el mundo presente tan en
serio como la sociedad civil y a los que, sin embargo, no se
les puede despachar como simple «ateos», tal como la de-
recha religiosa tiende a hacer. En esta segunda sección del
libro, pretendo iniciar la construcción de estos puentes. Pri-
mero, me centraré en la Biblia y argumentaré que esta
fuente sagrada está libre del cautiverio del literalismo.
Luego propondré nuevas opciones morales en este nuevo

108
C A P. 6 — A M B I G UA A U TO R I D A D

mundo feliz. Mi propuesta, por tanto, no es un ataque a la


integridad de la Biblia, tal como es casi seguro que afirmará
la derecha religiosa. Más bien es, eso sí, una crítica firme de
la interpretación literalista y mágica de las Escrituras, que
creo que retiene y oculta a muchos la verdad real de éstas.
Si no logramos desenmascarar las interpretaciones funda-
mentalistas de la Biblia, ésta no tardará en perder su auto-
ridad y su valor verdaderos.
No es una tarea sin riesgos para un miembro de la jerar-
quía eclesiástica. Pero de ahí proviene la energía de este
libro, si es que tiene alguna. Por eso me tomo muy en serio
los tesoros de nuestra fe. Quiero explorar en profundidad
qué es lo que dice exactamente la Biblia sobre la sexualidad,
las mujeres, la homosexualidad, el matrimonio, el divorcio
y el adulterio. Los resultados podrían llegar a sorprender a
la sociedad secular así como enfurecer a algunos creyentes
conservadores en la medida en que llegue a quedar claro
que la Biblia no sustenta las posiciones que, durante siglos,
se ha pretendido que sustentaba.

109
CAPÍTULO 7

CONTRA EL LITERALISMO

Cuando estaba en séptimo grado, mi madre me regaló


por Navidad mi primera Biblia personal. Tenía el aspecto
que se supone que debe tener una Biblia: cubierta de cuero
flexible, hojas de papel de seda con bordes dorados, una li-
mitada concordancia detrás y muchos mapas de Tierra
Santa en la antigüedad. El texto estaba a dos columnas: una
distribución que, según mi experiencia, sólo se utiliza en
diccionarios o enciclopedias que están pensados para con-
sulta y no para leer de corrido. El texto se dividía no sólo en
capítulos sino en versículos más cortos y, cuando era Jesús
quien hablaba, las palabras estaban impresas en rojo. Era la
«Versión Autorizada» que, por supuesto, no era otra que la
«Biblia King James». Al fin y al cabo, era el año 1943 y las
versiones modernas no existían aún.
Que la Biblia fuese un regalo de Navidad para un chico
de doce años deja claro cuáles eran los valores de mi familia.
(También recibí, aquella misma Navidad, una gran imagen
enmarcada de Jesús). Yo estaba encantado. Mi madre había
investido a nuestra gran Biblia familiar de un aura sagrada:
rara vez se leía pero siempre se la respetaba; dispuesta en la
mesa del café, en un lugar visible, donde nadie ponía un
vaso, una copa, una taza u otro objeto.
Detrás de las venerables cubiertas de la Biblia familiar,
mi propio nombre, junto con mi fecha de nacimiento y de
bautismo, los nombres de mis padres y algunos otros datos
estaban solemnemente escritos. Unas líneas más arriba
había un recuerdo del enlace de mis padres y el nombre de
sus padres, de los que sólo había conocido a uno. Este libro
era, de alguna manera, un vínculo entre generaciones y tam-
bién entre todos nosotros y el Dios eterno al que nos refe-
ríamos, sin vacilar, como nuestro «Padre celestial».

111
Parte I I — La Biblia

En respuesta a este regalo, prometí leer un capítulo de


la Biblia cada día. Así empezó mi historia de amor con este
libro. Y aún hoy leo y frecuento la Biblia cada día. Lo hago
con un ritmo pensado para completar su lectura en dos
años. Así es como leo los dos Testamentos y los Apócrifos.
Sin embargo, a lo largo de mi vida, he leído la Biblia en
muy diferentes planos, desde el mágico hasta el erudito. He
aprendido mucho de su contenido en la escuela dominical
y en las escuelas bíblicas de verano, que eran parte de la ru-
tina veraniega normal durante mi infancia. Asistí a dos cur-
sos sobre Biblia en las facultades públicas de Charlotte,
Carolina del Norte, pues, por entonces, aún no se había de-
clarado inconstitucional la enseñanza de la Biblia en la es-
cuela pública. Impartía ambos cursos una dulce señorita
fundamentalista que no llevaba maquillaje porque eso «iba
en contra de la palabra de Dios». Quizá su erudición fuese
insuficiente, pero su amor a Dios no. Nos tenía fascinados a
todos cuando contaba las emocionantes historias de José,
Moisés, Elías, Pablo, o la historia de la pasión. Creía en la
memorización, y todavía hoy puedo citar, según su edición,
la King James original, extensos pasajes bíblicos. Mi amor
por las Escrituras, nacido y arraigado en aquellos años tem-
pranos, ha permanecido conmigo durante toda mi vida aun-
que no haya ocurrido lo mismo con aquella primera visión
superficial mía de entonces.
Mi trato literalista con la Biblia murió al final de la ado-
lescencia, bajo el influjo de una gran universidad pública
laica. Sin embargo, la muerte del literalismo no trajo consigo
para mí, tal como parece sucederles a muchos otros, la
muerte del interés por el estudio de la Biblia.
Luego, mientras estuve en el seminario teológico, anhe-
laba adentrarme, lo más profundamente posible, en los es-
tudios bíblicos. Me encantaban los hallazgos de los estudios
críticos. La introducción a las «Escrituras hebreas» (a las
que, con bastante insensibilidad, llamábamos entonces «An-

112
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

tiguo Testamento») me resultó apasionante hasta el extremo,


pues me llegó a través de una mente tan competente como
la de Robert O. Kevin. Por contra, no me presentaron bien
las «Escrituras cristianas», excepto la literatura joánica y el
evangelio de Marcos. Es que se las asignaban a los profeso-
res más jóvenes de la facultad, para los que no eran una
prioridad. Sin embargo, esto no me disuadió de conocerlas.
Emprendí por mi cuenta su estudio, libro tras libro, desde
Mateo, pasando por Lucas, los Hechos, Pablo, las epístolas
pastorales, las epístolas católicas y el libro de la Revelación
o Apocalipsis. Así compensé la insuficiencia de la facultad.
Después de la graduación, la primera parroquia que me
asignaron estaba junto al campus de la Duke University. Mis
feligreses eran gente joven, que luchaba por conciliar las su-
persticiones bíblicas, transmitidas en la escuela dominical
de su infancia, con el reto que representaba la formación
moderna. Para mí, esta asignación fue algo como caído del
cielo. Lo agarré con gusto y tuve cierto éxito.
La Biblia se hizo cada vez más y más importante en el
curso de mi ministerio. Durante doce años, impartí, en dos
congregaciones numerosas, una clase de Biblia para adultos.
La daba en la hora antes de la celebración principal del día.
Durante seis de los doce años, la clase se retransmitió en una
radio local. Estaba determinado a comunicar a los laicos mi
propio entusiasmo por los estudios bíblicos y por la crítica.
La mayor parte de mi auditorio respondió con su entu-
siasmo al mío y, de hecho, la clase se convirtió en una con-
versación en comunidad. Ya entonces, los que no podían
admitir otra cosa que el literalismo empezaron a buscar
otras iglesias. Pero, por cada persona que abandonaba, diez
nuevas venían, atraídas por la esperanza de que la iglesia
no tiene por qué ser una experiencia anti-intelectual.
Mi plan fue emplear un año entero en un solo libro,
como el Génesis, el Éxodo, o Marcos. Dediqué tres años al
corpus de Lucas y de Hechos, dos a la literatura joánica y

113
Parte I I — La Biblia

uno a las epístolas paulinas. Leí mucho para preparar aque-


llas lecciones y disfruté con lo que aprendía. Todavía con-
servo las grabaciones de aquellas clases y las notas del
estudio preparatorio de cada una de las lecciones aún están
en casa, archivadas por años, en grandes carpetas.
Aquellos años de estudio, de enseñanza y de diálogo
fueron los que me condujeron al punto en el que ahora
estoy, en el que quiero hacer suficientemente pública mi
búsqueda de las profundidades de verdad que creo que hay
en la Biblia. Sé que hablo, no sólo por mí sino también por
todos aquellos cristianos cuya fe, más que debilitarse, se for-
talece gracias a los estudios bíblicos. Cuando el debate en
la iglesia sobre el cambio de los modelos sexuales se convir-
tió en un debate sobre la manera adecuada de usar la Biblia
al tomar decisiones en lo sexual, sentí claramente que toda
mi vida anterior no había sido más que una preparación
para aquel momento.
La Biblia no cayó del cielo ya escrita. Esto parece obvio
y, sin embargo, demasiados la utilizan y citan como si hu-
biera sido así. Por lo tanto, el primer paso para entender la
Biblia es explorar la historia prebíblica, es observar los an-
tecedentes de las Escrituras, identificar y explorar los docu-
mentos que se encuentran tras la Biblia.
Los hilos de tradición más importantes que tejen juntos
la Torah (es decir, los cinco primeros libros de las Escrituras
hebreas) son cuatro. Cada una de estas tradiciones es única
y es representativa de los valores de su tiempo y lugar es-
pecíficos, es reflejo de las realidades sociales, políticas y eco-
nómicas que la produjeron. Citar la Torah sin tener en
cuenta esta distinción textual básica es presuponer que
todos y cada uno de los versículos son igual de objetivos y
tienen la misma importancia. Hay más ingenuidad que ver-
dad en este tipo de acercamiento a la Escritura.
La tradición judeocristiana tiene su origen en la llamada
a Abraham para que abandone la ciudad de Ur de los Cal-

114
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

deos y forme un nuevo pueblo (Gén. 12). Abraham fue una


oscura figura que, en caso de haber existido como un indi-
viduo histórico real, tuvo que vivir en alguna época cercana
al 1800 aC. Y dos cosas cabe destacar de esta fecha. En primer
lugar, que la narración de Abraham más temprana no se es-
cribió antes del 920 aC., es decir, unos novecientos años des-
pués de la época en la que suponemos que vivió. Lo cual
significa que la historia de Abraham se transmitió oralmente,
alrededor del fuego de los campamentos nómadas y de pa-
dres a hijos, durante más de veinticinco generaciones. Su
tono es, ciertamente, el de una leyenda tribal. Entonces, a la
vista de esto, ¿hasta qué punto estamos dispuestos a ser li-
teralistas en episodios como el sacrificio de Isaac, los celos
entre Sara y Hagar, y la relación entre Abraham y Lot?
El segundo punto a destacar sobre la fecha de la exis-
tencia hipotética de Abraham es que, si sumamos los mil
ochocientos años a los siglos del cristianismo, tenemos que
la historia de nuestra fe tiene menos de cuatro mil años de
antigüedad. Cuando consideramos que la actual astrofísica
estima que nuestro planeta tiene entre cuatro y cinco mil
millones de años de edad, y que la convicción antropológica
actual estima que la vida humana en este planeta, aunque
primitiva, se puede fechar que comenzó hace uno o dos mi-
llones de años, entonces una historia de fe nacida en el 1800
aC. no es antigua sino relativamente moderna e incluso
nueva. Por tanto, si esta historia de fe se literaliza y reivin-
dica como la única portadora del plan de salvación de Dios,
inerrable e infalible, entonces, uno debe preguntarse por
qué este Dios misericordioso dejó a los seres humanos en
la ignorancia y en el pecado durante el 99’9 % del tiempo
que llevan viviendo en la tierra. Y también habría que cues-
tionar la sabiduría de un Dios que permite que se desarro-
llen simultáneamente sistemas religiosos paganos como el
Budismo o el Hinduismo en este planeta en definitiva tan
pequeño. Estos antiguos sistemas religiosos siempre han te-
nido un número de miembros que, en su conjunto, siempre

115
Parte I I — La Biblia

ha sido superior a los del Cristianismo, del que, sin em-


bargo, decimos que es la «única verdad que salva». Así que,
a poco que se perciban las cosas desde un punto de vista
global, la confortable afirmación de exclusividad que se
atribuye por parte de los literalistas a la Biblia comienza a
hundirse en el mar de la relatividad de la verdad.
Si nos centramos ya en este primero de los hilos de tra-
dición que se entrelazan en la Torah, descubrimos más cosas
que requieren nuestro examen. Esta tradición más primitiva
se conoce como el relato o el documento Yahvista. La razón
es porque se refiere a Dios con el nombre de Yahvé. Este do-
cumento se escribió en el Reino del Sur, es decir, en Judá. Je-
rusalén, la capital de Judá, era la ciudad sagrada en la que
gobernaba la casa real de David. El Yahvista es por tanto
una historia de Corte, escrita en interés de la tradición mo-
nárquica y de la autoridad divina de dicha dinastía. Por eso
Yahvé es un Dios que sólo habla con los líderes ungidos por
obra de su elección. Moisés fue el instrumento político de
Yahvé, y Aarón, el hermano de Moisés, fue el líder sacerdo-
tal designado también por él. Ambos líderes actuaban en su
nombre y transmitían al pueblo su voluntad, así como su
invitación para que se comprometiesen en un pacto con él.
Yahvé no se comunicaba directamente con el pueblo. Le ha-
blaba a través de Moisés y de Aarón, y, en última instancia,
sólo era Moisés el que hablaba y trataba directamente con
Yahvé. El liderazgo sacerdotal, en este período de la historia
hebrea, provenía del liderazgo político que derivaba direc-
tamente de Yahvé. Aarón conciencia su posición subalterna
en el episodio del becerro de oro (Gén. 32) y en el intento de
liderar una conspiración contra Moisés (Núm. 12).
Los historiadores de la corte de David que escribieron la
narración Yahvista estaban bastante seguros de que ninguna
autoridad rivaliza con la del líder político elegido de Yahvé.
Rebelarse contra el rey o contra la familia real equivalía a re-
belarse contra Dios. De hecho, la gente entró en una relación
de alianza con Dios sólo por ser parte de la nación con cuya

116
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

élite gobernante Yahvé había establecido un vínculo. Estar


cerca de Yahvé, participar de su revelación verdadera, re-
quería una comunión con la jerarquía divinamente estable-
cida. Dios se acercaba al pueblo a través de ella. Pablo basó
en este enfoque yahvista, siglos más tarde, su argumento
contra la rebelión (Rom. 13), su apoyo a las instituciones del
imperio y su idea de una iglesia jerárquica, cuya teología es
que Dios habla al pueblo a través de los clérigos ordenados,
y, en especial, en el catolicismo romano, a través de un pa-
pado definido como infalible en el siglo XIX. Si Dios se iden-
tifica con la tradición vigente, entonces, la rebelión, la
revolución y la reforma están equivocadas. Éste era ya el
punto de vista de Jerusalén, hace tres mil años, tal como se
indica en la corriente primera del material prebíblico. El Yah-
vista bien podría llamarse, pues, la Ilíada hebrea.
La segunda narración que antecede a la Biblia que co-
nocemos se conoce como el documento «Elohísta». Normal-
mente, su redacción se sitúa alrededor del año 750 aC. y se
compuso en el reino del Norte, en torno a Samaría, como
una historia sagrada de Israel. El reino septentrional se se-
paró de Judá cuando su pueblo se rebeló con éxito contra la
casa de David en los años finales del siglo X aC.. Jeroboam,
un líder militar brillante, había exigido ciertas reformas a
Roboam, nieto de David y de Betsabé (I Reyes 12:3-5). Como
las reformas no se hacían, lideró una rebelión que terminó
con una escisión en dos del reino: Israel en el Norte y Judá
en el Sur. Jeroboam fue el rey del reino septentrional. Con
el tiempo, se levantó la ciudad de Samaría, que fue la nueva
capital y que rivalizó con Jerusalén (I Reyes 16:24).
El pueblo confirió la autoridad a Jeroboam cuando éste
desafió el poder real de Judá, que era de origen divino.
como consecuencia, en el reino septentrional no hubo una
familia real establecida por Dios, ni templo alguno adya-
cente al palacio real, como signo visible de la presencia di-
vina. Dado que fue el pueblo el que eligió y dio el poder al
rey, éste era un monarca constitucional que o bien satisfacía

117
Parte I I — La Biblia

al pueblo o bien corría el riesgo de que lo derrocaran. En el


Reino del Norte, el rey nunca tuvo mucha estabilidad, y
tampoco un linaje.
El Elohísta, es decir, el relato histórico del Reino del
Norte surgió de esta experiencia, e influido por unos valores
sociales nuevos, lo que hizo que su versión del pasado fuera
muy distinta de la del Yahvista. El pueblo recordaba los
acontecimientos del Sinaí de forma distinta de cómo los con-
signaba la tradición de Judá. El Elohísta creía que Elohím
hizo una alianza con toda la nación y no con sólo sus líderes.
El pueblo era quien había elegido a Moisés y a Aarón para
que lo representasen ante Dios. Así que los líderes habían
recibido su poder y su autoridad del pueblo, no de Dios.
Aquellos a quienes se les confería el poder podían ver cómo,
con la misma facilidad, se les retiraba. Por tanto, la rebelión
contra el líder no se interpretaba como una rebelión contra
Dios. Por eso la tradición Elohísta es una fuente no sólo para
definir el proceso democrático, en el que el poder lo otorga
el pueblo a quien éste elige, sino también del sentido de la
congregación, que caracteriza, hoy en día, al cristianismo
protestante. Éste fue el comienzo incipiente del «sacerdocio
común de todos los creyentes», una tradición que rehúsa
aceptar las decisiones no representativas y las pretensiones
exageradas de la jerarquía, eclesiástica o política. Cuando el
Reino del Norte pasó a considerar al patriarca José como su
antepasado más importante, las leyendas populares lo pre-
sentaron como el hijo favorito de Jacob, a quien éste col-
maba de presentes y de atenciones, incluida la túnica de
muchos colores que luego se tiñó de rojo. También a la
madre de José se la presentó como la esposa más amada por
Jacob. El documento Elohísta era un relato social y político
pensado para ensalzar a los antepasados de quienes lo es-
cribieron y para alimentar el sentido histórico de las largas,
peculiares y a veces peligrosas sagas sagradas de los pue-
blos del norte. La narración Elohísta bien podría llamarse la
Odisea hebrea.

118
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

Sin embargo, en el año 721 aC., la ciudad de Samaría


cayó derrotada por el ejército asirio. El pueblo del Norte se
dispersó en el exilio para nunca más reunirse como nación.
Unos pocos lograron escapar hacia el Reino del Sur. Judá,
aunque también fue derrotada, supo jugar más hábilmente
sus cartas políticas, de modo que, a cambio de su vasallaje,
consiguió que Asiria le concediese un resto de independen-
cia. Al menos, a sus ciudadanos no los deportaron a Nínive.
Entre los tesoros preservados por los pocos norteños
que escaparon de la plaga Asiria y que huyeron a Judá, es-
taba el relato sagrado del escritor Elohísta. La narración
Elohísta llegó, pues, a Jerusalén, donde se añadió al docu-
mento Yahvista y así pasó a ser la segunda de las versiones
de la historia sagrada de este pueblo singular que alguna
vez estuvo unido. Con el tiempo, la versión Yahvista y la
Elohísta se fundieron en una única narración: el documento
Yahvista-Elohísta.
Aunque el ajuste no era perfecto, la compilación de
ambos relatos creó el sentimiento de que había una ascen-
dencia común. La división del reino se legitimó histórica-
mente al conceder al antepasado común, Jacob, dos esposas,
cada una destinada a ser madre de la mitad de la nación. En
uno de los relatos sagrados, los hermanos vendieron a José
como esclavo a los Madianitas. En el otro, a los Ismaelitas
(Gen. 37). Aunque ambas versiones difieren, ambas apare-
cen en la versión final que unía las dos tradiciones.
Sin embargo, quienes actualmente sostienen la inerran-
cia de la «Palabra» suelen ignorar este tipo de diferencias.
Hay, por ejemplo, una versión de los «diez mandamientos»
en la tradición Elohísta (Éxodo 20) y otra diferente en la tra-
dición Yahvista (Éxodo 34). Quizá el intento de asumir estas
dos explicaciones, tan difíciles de conciliar, ayudó a gestar
la narración que representa a Moisés rompiendo las tablas
de piedra y teniendo que volver a la cima del Sinaí para
pedir a Dios que las escriba una segunda vez. En cualquier

119
Parte I I — La Biblia

caso, la tarea editorial de componer el gran relato sagrado


se llevó a cabo en Jerusalén, en algún momento del siglo que
transcurre entre la caída de Samaria, en el 721 aC., y el rei-
nado del rey Josías, que comenzó en el 639 aC.
Por eso fue en el tiempo de Josías cuando salió a la luz
un tercer documento que también se unió a la historia sa-
grada. Josías fue probablemente el rey más popular de Judá
después de la división del reino. Adoraba a Yahvé con de-
voción y poseía un don, un carisma. Debido a sus profundas
convicciones religiosas, en el año 621 aC., ordenó algunas
renovaciones y reparaciones en el templo de Jerusalén. En-
tonces, escondido en los muros (nunca sabremos si inten-
cionada o accidentalmente, si real o ficticiamente), se
descubrió un nuevo libro de la Ley pretendidamente escrito
por Moisés (II Reyes 22) (1).
A este documento se le dio el nombre de «segunda ley»
y por eso nosotros lo llamamos Deuteronomio (en griego,
deutero-nomos). Llevaron el texto encontrado al rey Josías,
quien, tras leerlo, inició una reforma concienzuda de la vida
religiosa de Judá, que se conoció como la «reforma deute-
ronómica». Primero, Josías reunió una asamblea sagrada, a
la que leyó la nueva palabra del Señor a través de Moisés, y
luego informó al pueblo de que, inmediatamente, se intro-
ducirían cambios en el reino basados en las nuevas órdenes
contenidas en aquel libro.
La mayoría de los cambios iban dirigidos a centralizar
la vida religiosa de la nación en torno a la autoridad del sa-
cerdocio de Jerusalén. Según esta reforma, Jerusalén era el
único lugar adecuado para celebrar la Pascua, la circunci-
sión, la presentación de los niños y el bar-mitzvah. Las pere-
grinaciones de Pascua, que el Nuevo Testamento atestigua
que llegaban a Jerusalén en el tiempo de la «última cena»,

(1) Richard E. Friedman argumenta, en su fascinante libro ¿Quién es-

cribió la Biblia? (New York: Summit Books, 1987), que el autor del material
deuteronómico no fue otro que Jeremías.

120
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

eran para cumplir una tradición que empezó cuando la re-


forma de Josías. No mucho después, el Deuteronomio (con
su tercera versión de los «diez mandamientos», en el capí-
tulo 5) se injertó en el relato sagrado, y produjo la versión
Yahvista-Elohísta-Deuteronómica. Ésta fue la narración que
los judíos llevaron consigo al exilio de Babilonia, en el 586
aC., unos treinta y cinco años después.
Ninguna experiencia marcó tanto y tan hondo la vida
religiosa del pueblo judío como el Exilio. Los ejércitos de
Babilonia derrotaron a la nación; el pueblo emprendió el exi-
lio; y, con ello, como vamos a ver, su concepción de Dios se
expandió y se redujo a la vez. Bajo el liderazgo de Ezequiel
y de un grupo de sacerdotes, la condición judía pasó a ins-
cribirse, obligatoria e indeleble, en el cuerpo de los varones
mediante la circuncisión, y en sus mentes y en su corazón
mediante una estricta observancia de la ley y de las prácticas
rituales. Bajo este mismo liderazgo se impuso también la rí-
gida observancia del Sabbath y de las prescripciones en ma-
teria de alimentación. Todas estas prescripciones estaban
orientadas a afirmar que los judíos eran un pueblo puesto
aparte. Las Sinagogas comenzaron también en este tiempo.
Eran el lugar donde el pueblo exiliado podía mantener
vivas su fe y sus prácticas rituales. Sin embargo, lo más im-
portante de cara a lo que aquí nos interesa es que un grupo
de sacerdotes emprendió el trabajo ingente de reescribir
todo el relato sagrado de los judíos. Esta revisión dobló la
longitud de la Torah y engrosó las tradiciones sobre el culto,
contra el que, sin embargo, los profetas tanto habían ha-
blado antes, aunque, de hecho, la época de los profetas aún
estaba lejos de haber concluido.
Esta nueva versión de la historia sagrada de Judá, que
era teológicamente conservadora y rígidamente legal, fue la
que Esdras y Nehemías trajeron consigo cuando regresaron
para reconstruir Jerusalén, en el siglo V aC. Esta reescritura
de la Torah fue la que, más tarde, dio pie a dos facciones:
los Saduceos y los Fariseos. Y también esta reescritura fue

121
Parte I I — La Biblia

la que garantizó la supervivencia de los judíos como un


pueblo históricamente identificable.
A modo de capítulo introductorio de todo el Pentateuco,
estos redactores sacerdotes añadieron, al principio del Gé-
nesis, las siete grandes estrofas que componen el primero y
más conocido relato de la creación. Esta narración inaugural
se pensó, fundamentalmente, para ensalzar y consolidar el
Sabbath como una observancia judía que fuera una señal de
identidad para el pueblo. Estos escritores sacerdotales fue-
ron quienes añadieron, también, los comentarios relativos
al culto de la conocida versión Elohísta de los «diez manda-
mientos» (Éx. 20). Con estos añadidos, proporcionaron mo-
tivos y razones para que los judíos se abstuvieran de
idolatrar, obedecieran a sus padres y observaran el Sabbath,
al tiempo que también aportaban, estos añadidos, una defi-
nición y descripción más exhaustiva de la envidia y de la
codicia que causaban división dentro del pueblo.
Estos redactores sacerdotales fueron también quienes
refundieron el relato del Diluvio. Por eso Noé tomó siete
pares de animales puros y sólo un par de animales impuros
en el arca. Esto permitió a Noé y a su familia: primero, cum-
plir la ley durante los días (entre 40 y 150) en que perma-
necieron aislados en el arca; segundo, tener qué comer; y,
tercero, poder hacer las ofrendas sacrificiales exigidas por
la liturgia, sin tener que destruir ninguna especie (Gén, 7).
Aquellos eruditos sacerdotes reescribieron también la his-
toria del pueblo errante, de suerte que Moisés e Israel no
violasen ya el Sabbath al recoger el alimento del maná justo
en el séptimo día (Éx, 16).
Frente a estos redactores y por las mismas fechas, el
autor del Segundo Isaías compuso su texto (Is, 40-55). Mien-
tras los redactores sacerdotales hundían a la nación en lo
más profundo de su ser tribal y excluyente, al identificar a
Dios con sus aspiraciones nacionales, este profeta descono-
cido llamó a Judá a superar su identidad tribal al esbozar la

122
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

vocación universal de su pueblo. El destino de este autor,


en aquel tiempo y en el inmediato posterior, fue ser «una
voz que clama en el desierto». La influencia sacerdotal fue
la que prevaleció, la que se extendió hasta el tiempo de los
Macabeos y la que llegó, incluso, a los años de Jesús, cuando
el liderazgo, tanto político como religioso, se fundió en Je-
rusalén en un único cargo: el Sumo Sacerdote.
Conociendo todos estos datos, no podemos utilizar ho-
nestamente la Biblia sin hacernos cargo antes de cuáles son
las fuentes originales y cuáles son las motivaciones subya-
centes de cada texto de la Torah que citemos. Ni tampoco
podemos, por el mismo motivo, citar el resto de la Biblia in-
discriminadamente, en un debate, con objeto de probar
algún punto particular actual en el que, con toda seguridad,
los autores bíblicos no pensaron en absoluto.
La inconsistencia de la tesis de la unidad de la tradición
bíblica resulta especialmente clara cuando comparamos los
libros históricos: de una parte, libros como el de Samuel y
los de los Reyes y, de otra, el relato de los mismos hechos,
reescrito posteriormente por el Cronista (2). Es imposible
conciliar las dos versiones. Comparad, por ejemplo, la ver-
sión de la muerte del rey David en I Reyes 1, con la versión
de I Crónicas 28-29. En la versión de I Reyes, el monarca en-
vejecido sufre un enfriamiento y su cuerpo no se podía ca-
lentar ni con una gran cantidad de mantas. Sus consejeros
tuvieron la intención de descubrir a la doncella más bella
de la tierra, que tendría el privilegio de yacer entre los bra-
zos de su rey para calentarlo con su cuerpo. Abisag la su-
namita fue la ganadora del primer concurso de «misses»
que conocemos, y su nombre se incorporó al folklore y al
imaginario judío hasta inspirar el Cantar de los Cantares. I
Reyes 1 era, pues, un relato humano y realista. En cambio,
la narración de I Crónicas 28-29, siglos después, era bas-
(2) N del T: El Cronista sigue las directrices postexílicas de Esdras y

de Nehemías.

123
Parte I I — La Biblia

tante diferente. La figura de David se había idealizado: era


el patriota por excelencia, el prototipo ejemplar de judío, la
última autoridad en la liturgia y en la Torah. En su lecho de
muerte, David ordena a los jefes de Israel que transmitan
sus palabras finales. El rey David las expone en un largo
discurso en el que enumera las razones para no construir él
el templo de Jerusalén, misión que deja a Salomón, su he-
redero, aunque él da las directrices detalladas acerca de
cómo debía ser y de cómo debían comportarse los sacerdo-
tes y los levitas en él.
Contraste admirable y extraño, el de los dos relatos del
final de David. Quienes defienden la inerrancia bíblica tie-
nen que esforzarse por reconciliar las dos versiones o, al
menos, decir cuál es más exacta. Desafortunadamente,
estos ejercicios mentales no aciertan con el significado de
ninguna de las dos versiones. Cuando alguien se aproxima
a un texto con las preguntas equivocadas, el texto no da
sino respuestas equivocadas. Lamentablemente, ésta es la
forma de aproximarse a la Biblia de mucha gente. Por eso,
a los ojos de quien tiene una ignorancia bíblica importante
y se acerca a ella creyendo en su literalidad, cada incon-
gruencia entre fragmentos y cada nuevo hallazgo o ade-
lanto científico no son sino algo que erosiona, aún más, la
autoridad de la Escritura.
Cuando pasamos de las Escrituras hebreas a las cristia-
nas, los temas en litigo, los métodos críticos y el tipo de fallos
que se detectan no varían. Algunos moderados bieninten-
cionados tienden a rechazar los excesos y contradicciones
de las Escrituras hebreas pero a aferrarse a la literalidad del
Nuevo Testamento pues ella sí que es la verdadera e infali-
ble Palabra de Dios. Sin embargo, este punto de vista es
también insostenible. Las incoherencias también abundan
en los veintisiete libros del Nuevo Testamento. También en
ellos hay un número identificable de fuentes diferentes, al-
guna de las cuales son anteriores a los Evangelios tal como
los conocemos.

124
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

El evangelio de Marcos pudo haberse escrito, todo él,


como un solo texto; pero pocos estudiosos creen que ocu-
rriese lo mismo con los otros tres. Mateo se escribió contando
con Marcos, con un documento, sobre todo de sentencias y
de parábolas, conocido como fuente Q (quelle, en alemán, es
fuente) (2bis) y con una fuente adicional, exclusivamente suya,
conocida como M. Lucas también contó con Marcos y con Q,
pero de modo muy distinto al de Mateo. Además, tuvo tam-
bién su propia fuente, llamada L, que pudo haber sido (y de
hecho, probablemente fue) una serie de fuentes, algunas es-
critas y otras orales. Lucas pudo haberse escrito en una ver-
sión original más corta, que denominamos «proto-Lucas»,
ampliada, unos años después, con la adición de los «relatos
de la infancia» y con materiales procedentes de Marcos. A
los ojos de muchos, un rápido vistazo a la esmerada elabo-
ración, en Lucas, del principio de su capítulo 3, basta para
fundar la hipótesis de que el relato original comenzaba ahí.
Según algunos estudiosos, los relatos de Juan sobre la boda
en Caná de Galilea, la mujer sorprendida en adulterio y la
resurrección en Galilea parecen proceder de otras fuentes
distintas de las que detectamos en los Sinópticos.
Por otra parte, la actual disposición editorial del Nuevo
Testamento nos condiciona e induce a engaño. Leemos a
Pablo a través del filtro de los Evangelios. Aunque puede
que sepamos, pues estamos informados de ello, que Pablo
vivió, escribió y murió antes de que se compusiesen los
Evangelios, no nos damos cuenta, ni reflexionamos ni saca-
mos conclusiones de este dato, de cara a la forma como se
fue formando el Nuevo Testamento (2ter). En el «corpus pau-

(2bis) N del T: Después de este libro y otro posterior, Spong, siguiendo a

Michael Goulder, ha dejado de ser partidario de la fuente Q (ver el «Preface»


de Liberating the Gospel. Reading the Bible with Jewish Eyes, New York, Har-
perCollins, 1997).
(2ter) N del T: Ya en 1922, el abate Alfred Loisy, excomulgado por la Igle-

sia católica, hizo preceder las cartas de Pablo a los evangelios en su traduc-
ción al francés del NT: Les Livres du Noveau Testament, París, Nourry, 1922.

125
Parte I I — La Biblia

lino», por ejemplo, nunca cuenta Pablo el relato de su con-


versión. El autor de los Hechos creó el relato del camino de
Damasco más de treinta años después de la muerte de
Pablo. Obviamente, este relato respondía a las necesidades
de dicho autor en el tiempo de las primeras disputas en el
cristianismo. Pero no estoy seguro en absoluto de que Pablo
reconociera lo consignado en el relato de su conversión
como algo que sucedió literalmente así en su vida.
Los estudios contemporáneos dividen ahora el corpus
paulino en escritos auténticos y en sólo atribuidos a él. Ro-
manos, Corintios I y II, Gálatas, Filipenses, Colosenses, Te-
salonicenses I y II y Filemón se consideran genuinamente
paulinos. Efesios, Timoteo I y II, Tito y Hebreos ya no se atri-
buyen a Pablo. Así que, cuando citemos el Nuevo Testa-
mento, ¿daremos el mismo peso a un fragmento de la carta
a los Romanos que a uno de la de Timoteo I, que se sabe con
certeza que no es de Pablo? La autoridad de la Escritura,
¿reside en la persona del autor o reside en la comunidad que
da autoridad al texto? (2quat).
Los primeros cristianos adoptaron la primera opción: la
autoridad reside en la persona del autor. Por eso atribuye-
ron una autoría apostólica a los escritos postapostólicos.
Hoy, sabemos que estos libros no son apostólicos. Por eso
el argumento de la autoría no basta. Ahora bien, si la auto-
ridad reside en la comunidad, entonces le corresponde a ella
la facultad de cambiar, revisar y de considerar si aún vigen,
o no, algunas afirmaciones de la Escritura. Cuando el pseu-
dopablo escribe en Timoteo II que «toda la Escritura, la ins-
piró Dios» (Tim II 3:16), texto por otra parte muy querido
de los fundamentalistas, ¿cómo es que no se le ocurre al lec-
tor de hoy que, cuando se escribió este versículo, su autor
no podía referirse sino a las Escrituras hebreas? Por tardía

(2quat) N del T: Ver: The Letters of Paul (New York, Riverhead, 1998) que

incluye: Spong, J.S. «Preface. An external and internal introduction to


Paul, the architect of Christianity».

126
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

que fuese esta carta, en aquel momento de la historia, no se


le atribuía el estatus de «Escritura» a ningún escrito del
Nuevo Testamento, que aún no existía como tal. Las dispu-
tas en la iglesia sobre qué escritos cristianos eran, o no, Es-
critura aún no se habían suscitado. Escritos cristianos muy
populares por aquel entonces, como el Evangelio de Tomás,
la Epístola de Bernabé y el Pastor de Hermas, no se inclu-
yeron en el canon de las Escrituras al final. E incluir al
menos un libro, la carta de Santiago, fue un grave error,
nada menos que en opinión de Lutero.
Las fechas en que se escribieron los libros de la Biblia
hebrea se sitúan entre el 920 aC. y el 135 aC. El período en
que se escribieron los libros que se añadieron hasta formar
la Biblia cristiana empieza en el año 49 dC., fecha en que co-
mienzan las cartas auténticas de Pablo (3), y concluye con la
carta II de Pedro, escrita con posterioridad al 150 dC.
¿Puede citarse cualquier línea o versículo de cualquier libro
fuera de su contexto, y aplicarse con honestidad a asuntos
que se discuten ahora, unos mil novecientos años después?
Pese a la respuesta evidente a esta pregunta, así es como los
cristianos han utilizado la Biblia una y otra vez.
Incluso en temas básicos de la teología cristiana, como
nuestra comprensión de quién es Jesús o de qué pasó en la
Resurrección, los textos son muy confusos. Una rápida reor-
denación cronológica de los libros del Nuevo Testamento lo
mostrará con bastante claridad.
Pablo escribió sus Cartas entre el año 49 y el 62 dC. y en
ellas proclamó, únicamente, la presencia de Dios en la per-
sona de Jesús. Ni lo explicó ni lo justificó, y seguramente
tampoco desarrolló una teología sistemática sobre ello.
«Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo»,
dijo (Cor. II, 5:19). Creía que la salvación se había realizado

(3) N de T: El autor sitúa el corpus paulino dos años más tarde, entre

los años 51 y 64 dC. en: SPONG, John Shelby, Re-Claiming the Bible for a
Non-Religious World, Nueva York, HarperCollins, 2011, pág. 216.

127
Parte I I — La Biblia

en Jesús. Dios había declarado a Jesús, Hijo de Dios por el


Espíritu Santo, en el momento de la resurrección (Rom. 1:4).
Doctrinas como la Encarnación o la Trinidad hubieran sido
inconcebibles para Pablo, que era judío. Ambas requerían
una ontología griega que él hubiera encontrado bastante ex-
traña (4). Pablo representaba la primera etapa del pensa-
miento cristológico, la etapa de la proclamación.
Sin embargo, cuando se escribió el evangelio de Marcos
(65-70 dC.), la gente se había empezado a preguntar cómo
estaba Dios en Cristo. Marcos proporcionó la respuesta que
más se generalizó en este período tan inicial de la reflexión
cristiana. Su respuesta fue que Dios entró en Jesús en el bau-
tismo. El cielo se abrió, el Espíritu descendió sobre Jesús
como una paloma y Dios proclamó que se complacía en
Jesús, que venía de Él. Con este desplazamiento de la resu-
rrección (Pablo) al bautismo (Marcos), el momento en que
Dios llama a Jesús su Hijo comienza un viaje hacia atrás en
el tiempo. El relato del bautismo en Marcos es una versión
que dio pie a lo que luego se llamó «adopcionismo» y fue
condenado como herejía. Pero, quizá durante dos décadas,
Marcos, que contenía lo que la iglesia habría de considerar
más tarde una comprensión inadecuada e incluso herética
de la naturaleza de Jesús, fue el único evangelio escrito que
hubo entre los cristianos.
Unos veinte o veinticinco años más tarde, se escribieron
los evangelios de Mateo y de Lucas. Por aquel tiempo ya no
se consideraba adecuado sugerir que fue en el bautismo de
Jesús cuando Dios lo eligió para una relación especial con
Él. Tanto Mateo como Lucas introdujeron dos capítulos pre-
vios (Mat. 1-2; Luc. 1-2) con narraciones sobre hechos pre-
vios al bautismo, que es cuando comienza el relato de
Marcos. Estas narraciones sugieren que Dios y Jesús llega-
ron a algún tipo de identificación, no en el bautismo, cuando

(4) Este punto se expone con más detalle en el capítulo 3 de mi libro

Into the Whirlwind (San Francisco: Harper & Row, 1983).

128
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

ya Jesús era un hombre crecido, sino desde el primer mo-


mento de la concepción («nacido de María virgen, por obra
del Espíritu Santo»). El pensamiento cristológico había fran-
queado una nueva etapa en su retroceso en el tiempo. Sin
embargo, años después, esta visión también habría de verse
superada.
Cuando se escribió el Cuarto evangelio, en torno al cam-
bio de siglo, pareció que el momento de la concepción era
demasiado finito y limitado para ser el inicio de la identi-
dad divino-humana de Jesús. Juan descartó las narraciones
del nacimiento, que con seguridad conocía, y las remplazó
por su Prólogo o himno al Logos divino: «En el principio
existía el Verbo (la Palabra, el Logos) … y el Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:1,14). El momento en
que Dios y Jesús formaron una identidad mutua no fue en
la resurrección ni en el bautismo, tal como Pablo y Marcos
creyeron; tampoco fue en el momento de la concepción, tal
como Mateo y Lucas sugirieron. Dios estaba en Cristo o
Cristo estaba en Dios desde el principio. Con Juan, se com-
pletó el camino hacia atrás del momento en el que la divi-
nidad y la humanidad su fundieron en Cristo, tal momento
remontó la corriente del tiempo hasta antes del tiempo.
¿Quién está en lo cierto? Quizás todos lo están. ¿Quién
es literalmente correcto? Quizás ninguno lo es, ni ninguno
lo podrá ser nunca cuando intente contener a Dios o a Cristo
en el vehículo limitado de las palabras. Entonces, la Biblia,
¿cómo puede ser el instrumento autorizado que da validez
a nuestra fe? Nunca podrá serlo para quien no supere la
aproximación literalista a ella. Simplemente, el Cristo de
Marcos, que urgió a los que vieron sus actos poderosos, a
que mantuvieran silencio, no fuese que el “secreto mesiá-
nico” se descubriera prematuramente, no puede conciliarse
con el Cristo joánico que caminaba en público diciendo
cosas tan increíbles como «yo soy el pan de la vida», «el agua
viva» y «el Padre y yo somos uno». Leídos en el plano pu-
ramente literal, los dos no pueden ser verdad a la vez.

129
Parte I I — La Biblia

Encontramos el mismo tipo de incongruencias al inten-


tar determinar el momento de la Resurrección a partir de
las páginas de las Escrituras. Pablo aún proclama «Dios le-
vantó a Jesús». Dios fue el sujeto de la acción y, además,
Pablo siempre usó la forma pasiva del verbo: Jesús fue le-
vantado por Dios. Pablo, además, no contó ni un sólo deta-
lle de cómo fue la resurrección. Proporcionó listas de
aquellos que fueron testigo de esta exaltación. La proclama-
ción fue la forma original del kerigma de la resurrección, no
la narración (5).
Marcos, el primer evangelio, dio una versión muy breve,
tanto que los primeros cristianos intentaron embellecerla
después, con detalles añadidos. En el Marcos original no
había ningún relato de las apariciones de Cristo resucitado.
Las mujeres encontraron la tumba vacía, escucharon al hom-
bre joven que allí estaba el mensaje de la resurrección, con
su promesa del encuentro en Galilea, y entonces huyeron
del sepulcro, atemorizadas. Mateo engrosó sobremanera el
relato con cantidad de detalles de tipo mágico y milagroso.
Nos proporcionó un terremoto, soldados cayendo en un es-
tupor mortal, un ángel descendiendo del cielo, tumbas
abriéndose, santos levantándose para caminar por las calles
de Jerusalén y Jesús visto realmente por las mujeres en el
huerto. Sin embargo, la única vez que, en el relato de Mateo,
los discípulos ven a Cristo resucitado, éste ya es el Cristo
ascendido y glorificado que se apareció bajando del cielo a
la cima de una montaña en Galilea, para darles la misión y
luego elevarse definitivamente al cielo.
Lucas cambió el mensajero de la resurrección de Cristo:
dejó de ser un hombre joven y pasaron a ser dos ángeles, es
decir que introdujo dos seres sobrenaturales. Lucas, además,
omitió el relato de las mujeres que vieron al Señor resucitado

(5)Avanzo en una explicación mucho más completa de esto en mi libro

The Easter Moment (San Francisco, 1987). [N del T:] Posterior, y más com-
pleto aún, es: Resurrección, ¿mito o realidad?, Barcelona, 1996.

130
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

en el huerto, y omitió cualquier tradición de una aparición


de Jesús en Galilea. Lucas situó las apariciones en Jerusalén
y, a diferencia de Marcos y de Mateo, desdobló el evento
único de la resurrección en la resurrección, primero, y, cua-
renta días después, en la ascensión, tal como se narra no al
final del evangelio sino al comienzo de los Hechos. Lucas
utilizó la ascensión para clausurar las apariciones del resu-
citado, y dijo que todas las apariciones sucedieron, exclusi-
vamente, en los alrededores de Jerusalén y no en Galilea.
Juan resituó la resurrección-ascensión en un sólo mo-
mento, amplió los detalles físicos referentes a Jesús resuci-
tado, incluida la invitación a tocar su cuerpo y también sus
heridas, y reunió a Jesús y a sus discípulos para comer tras
una pesca junto al mar de Galilea, al cabo de algún tiempo.
El Cuarto evangelio unió también la experiencia de Pente-
costés, que Lucas narró en los Hechos, al día mismo de la
resurrección. Contradijo así la tradición de Lucas que había
separado ambos elementos y los había contado como dos
hechos sucedidos uno tras otro, tras un período de tiempo.
¿Quién estaba en lo cierto? Cuando los detalles se con-
tradicen, los defensores de una u otra versión no pueden
estar en lo cierto a la vez. Si la Iglesia no puede ponerse de
acuerdo sobre los detalles de quién es Jesucristo o qué pasó
realmente en la primera Pascua, ¿estamos tratando acaso
de algo que se presta a una interpretación literal? Y, si estos
dos sucesos centrales no pueden ser literales tal como se
presentan en determinados puntos de las mismas Sagradas
Escrituras, ¿habrá algo que lo sea? Si la Biblia no se adecua
a las reglas de la verdad literal, ¿puede hacerse un uso lite-
ral de las palabras bíblicas para solucionar discusiones en
el cristianismo? El método de buscar fragmentos que apo-
yen ideas, ¿puede ser una forma adecuada de emplear la
Biblia? Citar la Biblia para probar un punto de vista en una
discusión es un recurso inadecuado e inútil. En la Biblia
hay relatos diferentes sobre la Creación, versiones diver-
gentes de los Diez mandamientos, interpretaciones distin-

131
Parte I I — La Biblia

tas acerca de quién es y quién fue Jesús, detalles contradic-


torios sobre lo que pasó en la primera Pascua, sobre el sig-
nificado de Pentecostés, e incluso sobre cuándo llegará, si
es que llega, el fin de los tiempos. A pesar de que estos con-
flictos y divergencias están presentes en la Escritura, hay
quienes insisten en que la Biblia es infalible y piensan que
sus textos pueden citarse para determinar una gran varie-
dad de conductas morales.
Una vez abandonado el literalismo como forma de in-
terpretar la Biblia, pueden explorarse los asuntos más suti-
les, en los que los estudios bíblicos se adentran. Ningún
autor es totalmente objetivo ni libre de intenciones y pro-
yecciones, de modo que una cuestión legítima es: ¿por qué
se preservaron estos textos? ¿Por qué fue tan importante,
en 920 aC., contar la historia de la vocación de Abraham,
de que partiese hacia lo que es hoy Palestina y establecer
allí una nación? ¿Tuvo esto algo que ver con el hecho de
que la huida hebrea de la esclavitud y de la opresión de
Egipto, el pueblo que estaba ya asentado en Palestina la ex-
perimentó como la llegada de una ola de maleantes y de
inmigrantes indeseados? Para justificar la conquista de esta
tierra, ¿no tenían que definir un título de propiedad previo,
que es lo que hallaban en la historia de Abraham? ¿Por qué
a Jacob se le concedieron dos mujeres y dos concubinas?
¿No era para establecer un parentesco y una historia común
con los grupos migratorios semitas que se reunieron en Ka-
desh para hacer un pacto o alianza (6)? Probablemente,
todos los semitas no fueron esclavos en Egipto, de modo
que no todos compartieron la experiencia del mar Rojo.
Pero unos y otros unieron sus historias y formaron una
alianza, trabajaron juntos en la conquista de Canaán y es-
cribieron el tema del paso del mar Rojo dentro de la narra-
ción del paso del río Jordán, y así todos pudieron compartir
el momento fundacional del éxodo.

(6) Hay varias referencias a Kadesh en Números, Deuteronomio y Josué.

132
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

¿Por qué se escogió recordar cosas como las palabras de


Jesús: «dad al César lo que es del César, etcétera»? ¿No era
la lealtad religioso-política un asunto principal en la tem-
prana lucha de la iglesia por sobrevivir, atrapada entre la
Sinagoga y el César? Ningún texto es neutro. Todos se han
preservado porque respondían a una pregunta, soluciona-
ban una polémica o aportaban alguna ayuda a la comuni-
dad que escogió recordar un hecho, algo concreto.
Otra cuestión que hay que plantear en cualquier pasaje
bíblico, y que se puede formular de varias formas, es: ¿quién
es el enemigo? ¿cuál es la amenaza? ¿por qué la hostilidad?
Cuando la Biblia recoge una acción agresiva en la que los
profetas de Yavhé destruyen a los profetas de Baal, ¿cuál es
el tema, cuál el motivo subyacente? ¿Es análogo a un cisma
entre «denominaciones» o a una disputa eclesiástica? Dado
que la Biblia se escribió desde el punto de vista de los ado-
radores de Yahvé, el lector perspicaz sabe que, en tales rela-
tos, hay más de lo que aparece a simple vista. La búsqueda
del verdadero motivo de los textos se convierte entonces en
vital. ¿Cuál fue la raíz de la rivalidad entre israelitas y filis-
teos? ¿Cómo encaja el éxodo de Israel en la historia de
Egipto? ¿Qué significó el concepto de «tierra prometida»
para los habitantes originarios de Canaán? ¿Cuál fue la acti-
tud de los romanos hacia la provincia conquistada de Judea,
y qué causó esta actitud? Cuando el autor de Timoteo I dice:
«prohíbo hablar en la iglesia a las mujeres», ¿de dónde nace
su enfado? ¿quién está hablando y desde dónde? No se pro-
híbe lo que nadie ha pensado hacer. La verdad es, probable-
mente, que, en algún lugar, de alguna manera, la autoridad
masculina estaba amenazada y las estructuras de control se
estaban resquebrajando. Los diversos libros y tradiciones
de la Biblia toman partido en debates que se producen entre
dos o más partes. Un estudioso de esta actividad de escri-
tura se esforzará en identificar a los interlocutores a los que
se dirigen las palabras recogidas. Sin averiguar esto, las pa-
labras literales quedan distorsionadas.

133
Parte I I — La Biblia

Una vez identificados los interlocutores y los asuntos, el


intérprete debe investigar los presupuestos del escritor. Al-
gunas veces son obvios y otras están escondidos. Incluso
cuando son obvios, a veces no los vemos hasta que la socie-
dad empieza a hacer nuevas y provocadoras preguntas, que
los descubren ante nosotros. Por ejemplo, cuando Lucas es-
cribió el relato de la ascensión, pocos cuestionaban los pre-
supuestos cosmológicos del autor. La Tierra era plana, el
Cielo era una cúpula encima de la Tierra, y la morada de
Dios estaba por encima de aquella cúpula. Así que, cuando
Jesús retornó a Dios, después de los hechos del viernes santo
y de la resurrección, simplemente se elevó más allá de los
cielos. En una época como la nuestra, en cambio, en la que
el cielo no es una cúpula sino un vacío infinito, si descubri-
mos los presupuestos de Lucas es porque ahora son obsole-
tos. Las limitaciones de la concepción literal de la verdad en
el relato se tornan obvias. Mateo presenta a Jesús, en el Ser-
món de la Montaña, diciendo: «Habéis oído decir que se
dijo: “No cometerás adulterio”. Pero, yo os digo que todo el
que mira a una mujer con deseo ya cometió adulterio con
ella en su corazón» (Mt. 5:27-28). Quien lee esto se da cuenta
de que o bien los oyentes eran todos hombres o bien el autor
suponía que sólo los hombres eran los lujuriosos por defini-
ción, y las mujeres, en cambio, eran las sólo deseadas. El
sesgo masculino es patente. Cuando nuestra generación
llega a un punto en el que deja de compartir los presupues-
tos sociales e intelectuales que enmarcan la narración bíblica,
¿debe seguir utilizando las Escrituras como supremo criterio
de autoridad? He aquí un asunto serio para la iglesia.
A veces, incluso las directrices morales más sencillas re-
sultan no serlo tanto después de un estudio más atento. Por
ejemplo, la mayoría cree que la Biblia expone sin equivoca-
ción, en particular en los diez mandamientos, que asesinar
es malo, y que robar, aportar un falso testimonio y cometer
adulterio también está mal. No cabe cuestionar el signifi-
cado de estos imperativos bíblicos, ¿no es cierto? ¡Pues es

134
C A P. 7 — C O N T R A EL LITERALISMO

falso! Lo que la Biblia dice, en realidad, es que está mal que


un judío haga estas cosas a otro judío. Sin embargo, una
lectura detenida del texto nos revelará que, cuando los ju-
díos trataban con sus enemigos, entonces mentir, matar,
robar y violar eran formas de comportamiento tribal acep-
tables. En la guerra, la pauta común era matar a los hom-
bres, reclamar el botín y raptar a las mujeres para deleite
sexual y para convertirlas en siervas. En el relato del Éxodo
sobre la confrontación entre Moisés y el Faraón, Moisés es-
tuvo encantado de cometer falso testimonio al prometer al
Faraón que los hebreos sólo se alejarían, desierto adelante,
una jornada de un día, para ofrecer sacrificios a Dios (Ex.
5:1ss). Ni Moisés ni el Faraón se creyeron este cuento.
Cuando la huida de Egipto, los hebreos robaron a los egip-
cios ciegos; y lo hicieron alegremente (Ex. 12:36). Y se rego-
cijaron, desde el otro lado del mar Rojo, al ver a los Egipcios
muertos en la orilla (Ex. 14:30). ¡No levantarás falso testi-
monio! ¡No robarás! ¡No matarás! Esto es inaplicable –di-
rían—excepto en las relaciones entre judíos. El límite tribal
de la ley moral de las Escrituras lo expresa gráficamente un
fragmento del Deuteronomio: «No comerás ninguna bestia
muerta. Se la darás al forastero que reside en tu ciudad para
que él la coma; o bien véndesela al extranjero» (Deut. 14:21).
¡Hay que ver qué acaban siendo los preceptos morales que
se consideraban universales!
Tenemos, pues, un «libro sagrado», que hemos leído
mucho durante casi dos mil años, y que también hemos ci-
tado mucho, pero, probablemente, de forma inadecuada la
mayor parte de las veces. Dado que voy a presentar algunas
propuestas nuevas en lo que sigue, sé que encontraré la opo-
sición de los que usan la Biblia como un arma para defender
la tradición. Son los herederos de aquellos que, a lo largo de
la historia, han utilizado este «libro sagrado» para apoyar
el statu quo cada vez que emergía una conciencia nueva que
prometía cambios en el orden mental, social o económico.
Un libro cuyos fragmentos se han citado para justificar la

135
Parte I I — La Biblia

esclavitud cuando ésta estaba a punto de proscribirse; para


apoyar la segregación cuando este sistema perverso comen-
zaba a desmoronarse; y para mantener sometidas a las mu-
jeres cuando éstas comenzaban a reclamar la plena igualdad
y los derechos de ciudadanía. Seguramente se citará hoy
para condenar las nuevas costumbres sexuales y los nuevos
patrones familiares que se están viviendo, así como para jus-
tificar la condena de las personas homosexuales que empie-
zan a afirmar su derecho a ser ellos mismos y a dejar de ser
las víctimas de los prejuicios de un pasado ya obsoleto.
Para contrarrestar esta ofensiva, me adentraré en las Sa-
gradas Escrituras y examinaré con detalle algunos textos
concretos que se utilizan frecuentemente para mantener a
las mujeres “en su sitio” y para devolver a los gais y lesbia-
nas a la oscuridad de sus armarios. El debate sobre los asun-
tos de la sexualidad humana en el cristianismo es, en un
sentido muy real y verdadero, un debate no sólo sobre esto
sino sobre la autoridad de las Escrituras y sobre el papel de
ambos, Iglesia y Escrituras, en mantener la ignorancia de la
gente, que es la base de los prejuicios. Doy la bienvenida a
esta oportunidad de entrar en el campo de batalla bíblico.

136
CAPÍTULO 8

LA BIBLIA Y LAS MUJERES

No cabe duda de que la actitud de la Biblia hacia las mu-


jeres es sesgada. La pregunta es por qué y de dónde pro-
viene esta actitud. Este capítulo tratará sobre esto. A lo largo
de las Escrituras hebreas siempre hay una intensa y cons-
tante batalla entre los seguidores de Yahvé y los de otras tra-
diciones religiosas, llámense idolatría, culto a Baal o culto a
los dioses de la fertilidad, muy populares en los santuarios
locales de la región. Para comprender la opinión más gene-
ralizada de la Biblia sobre las mujeres, hay que entender este
conflicto religioso porque, junto a los conceptos teológicos,
había en él ciertas cuestiones, de tipo sexual y de mucho ca-
lado, que entraban también en juego.
A pesar de que iba a ejercer una gran influencia después,
la tradición Yahvista no es muy antigua si se compara con
el resto de los sistemas religiosos. La tradición Yahvista co-
menzó con las leyendas en torno a Abraham, el patriarca
por antonomasia, y alcanzó conciencia de sí durante el
éxodo, con Moisés. Esta fuerza religiosa cohesionó tanto a
Judá que, siglos después, el pueblo pudo sobrevivir a un
exilio de casi un siglo gracias a ella. Esta cohesión, basada
en el culto a Yahvé, dio al pueblo de Judá fuerza para regre-
sar y para reconstruir su nación tras el exilio.
Los adoradores de Yahvé fueron los que, sobre todo, es-
cribieron la Biblia hebrea. La Biblia era una crónica de las
grandes acciones que los judíos creían que Yahvé había re-
alizado a favor de su pueblo. El interés de los yahvistas era
realzar y embellecer los detalles que resaltaban el poder de
Yahvé. Así, leemos pasajes sobre momentos increíbles de la
historia judía, que sólo pueden explicarse por la intervención
de Yahvé, quien no cesaba de trabajar a favor de su pueblo,
elegido por él. Pensemos en las plagas de Egipto, en la sepa-

137
Parte I I — La Biblia

ración de las aguas del mar Rojo, en el maná enviado del


cielo para alimentar al pueblo errante en el desierto, en el
paso del Jordán, en la destrucción de la muralla de Jericó, la
conquista de Canaán y muchos, muchos otros episodios.
No obstante, a pesar de estos relatos dramáticos sobre
el favor e intervención de Yahvé, el yahvismo nunca fue la
única religión en Israel. El relato bíblico reseña continuas
caídas y recaídas del pueblo de Israel y de Judá, en la reli-
giosidad popular de la región; religiosidad que revestía va-
riadas formas de idolatría, tales como la adoración al
becerro de oro o el culto a Baal.
Esta constante infidelidad religiosa plantea preguntas
muy estimulantes pero que, sin embargo, rara vez se formu-
lan y se intentan contestar. La Biblia, por ejemplo, no duda
en mostrarnos las razones por las que Yahvé podía tener un
gran atractivo para el pueblo pero, ¿qué es lo que podía
haber de atractivo en lo que la Biblia denomina «idolatría»?
¿Dónde radicaba el poder de esta tradición religiosa que el
yahvismo nunca consiguió suprimir del todo? ¿Quién era
Baal? ¿Por qué Baal era tan amenazador para un profeta de
Yahvé como Elías, que acabó por matar a todos sus profetas
tras el enfrentamiento en el Monte Carmelo (I Reyes 18:40)?
¿Tiene la gente que matar, en los conflictos religiosos, a aque-
llos en los que no encuentra nada que elogiar? ¿Por qué los
seguidores de Yahvé no podían acabar con la pervivencia de
estos dioses entre la gente del pueblo de la alianza?
En el siglo VII aC., todavía estos santuarios eran lo sufi-
cientemente influyentes entre los judíos como para que el
libro del Deuteronomio, recientemente descubierto, exigiera
su cierre. Fue cuando los reformadores determinaron que el
Templo de Jerusalén fuera el lugar exclusivo del verdadero
culto (como un Vaticano de todo Judá). La gente, ¿oprime,
clausura o destruye tradiciones religiosas que no represen-
tan una rivalidad para su supremacía? Si realmente estas
tradiciones eran «nada», tal como afirman los textos yahvis-

138
C A P. 8 — L A BI BLIA Y LAS M UJ ERES

tas, ¿por qué los seguidores de Yahvé se sentían tan amena-


zados por ellas?
Incluso el rigor de las reformas deuteronómicas parece
haber sido incapaz de purificar el culto del pueblo judío ya
que, en el siglo V aC., bajo el mandato de Esdras, hubo un
nuevo intento de desarraigar de Judá las prácticas religio-
sas que, a pesar de ser extranjeras, eran muy populares. Si
leemos entre líneas en las Escrituras, parece evidente que
el culto a Yahvé estaba inmerso en una batalla titánica y
permanente contra un enemigo vital. Hay ecos de esta
lucha en las historias, las reglas, los estereotipos, las prohi-
biciones y los mitos. De hecho, hay ecos de este conflicto
en casi cada página de las Escrituras hebreas. De manera
que, hasta que no identifiquemos qué atracción oculta del
adversario desencadenó tal rivalidad entre él y la tradición
de Yahvé, no entenderemos el ímpetu apasionado que atra-
viesa las Escrituras.
El nombre más frecuente en la Biblia para el principal
rival de Yahvé es Baal. Baal era el consorte de la diosa Ashe-
rah (1). La religión de Asherah-Baal era una religión de la na-
turaleza (un culto de la fertilidad, ligado a los ciclos de las
estaciones y a la fecundidad, tanto de la tierra como de la
mujer). Esta pareja de dioses recibía culto en los santuarios
locales, con liturgias sexuales explícitas que incluían la pros-
titución, tanto masculina como femenina.
El yahvismo era un desarrollo religioso nuevo que de-
safiaba al ya arraigado baalismo. La batalla se prolongó
hasta que, finalmente, el yahvismo alcanzó el predominio,
si no total, sí al menos entre los judíos. Este triunfo no fue
fácil. Hasta lograrlo, los yahvistas gastaron muchas energías
en tratar de erradicar cada vestigio del poder de su ene-
migo. Era como si los seguidores de Yahvé temiesen que el
poder de esta pareja de dioses, la diosa de la fertilidad y su

1 N del T: Otros nombres: Ishtar, Astarté.

139
Parte I I — La Biblia

consorte, pudiera regresar cualquier día y reclamar su pre-


eminencia a costa de la de Yahvé.
Yahvé, por contraste, parece un dios masculino y solita-
rio que crea vida, sin necesidad de compañera, mediante la
Palabra y su Espíritu era el principio esencial de la vida. En
el extremo opuesto, el culto de Baal era intensamente sexual,
en él se honraba el poder sexual de la reproducción como
fuente de vida. En la tradición yahvista, la virilidad de Dios
era importante: Yahvé había creado la naturaleza y era el
Señor de la misma. Para la tradición de Baal, en la creación
de la vida, el principio femenino de la fertilidad era tan im-
portante como el de su consorte viril. La deidad femenina
se identificaba con la naturaleza y buscaba llamar a la gente
a la armonía con ella.
Dada la intensa rivalidad de estas dos tradiciones, es ló-
gico que, en la Biblia hebrea, escrita por los yahvistas, el
sesgo varonil fuera abrumador. Si los seguidores de Yahvé
estaban comprometidos en una lucha para destruir a la diosa
de la fertilidad, que era la rival principal de Yahvé, ¿cómo no
iban a tender a denigrar cualquier valor o contribución que
pudiera asociarse con una deidad femenina? Y, como conse-
cuencia de esto, ¿no era lo más probable que la tradición yah-
vista devaluara asimismo a las mujeres (vitales en una
religión de fertilidad por la semejanza de la diosa con ellas)?
Esto es exactamente lo que sucedió, y, como efecto de esta
lucha, los escritores bíblicos desarrollaron un prejuicio anti-
femenino que se adivina en cada página de las Escrituras.
Esta actitud frente a las mujeres no sólo hizo mella en
los hebreos sino que luego pasó, acríticamente, al cristia-
nismo cuando éste se desarrolló en el mundo romano. De
este modo, el prejuicio varonil se extendió, a través de la ex-
pansión del cristianismo, no sin el apoyo de algunas corrien-
tes del pensamiento griego, pesimistas respecto del cuerpo,
a todo el mundo occidental. Cada vez que se cuestionó des-
pués este prejuicio, en distintos momentos de la historia, la

140
C A P. 8 — L A BI BLIA Y LAS M UJ ERES

respuesta fue que Dios lo había querido así porque esto era
lo que enseñaba la Biblia. La Biblia, sin duda, colaboró en el
predominio de una agresiva superioridad masculina pero,
sin embargo, ¿era esto lo que Dios quería? ¿Cuál era su in-
tención? ¿Acaso el prejuicio sexista que hay en la Biblia re-
fleja el pensamiento de Dios?
Estas cuestiones nos llevan –creo yo– a un serio examen.
Para situar esta reflexión en un contexto anterior y más uni-
versal, viajemos atrás en el tiempo, hacia las brumas del pa-
sado prehistórico y examinemos lo que podemos descubrir
sobre las más tempranas formas humanas de culto y de re-
ligión. Hay antropólogos que parecen estar seguros de que
la primera deidad adorada por los humanos fue una diosa,
no un dios. Se reverenciaba a la deidad femenina como a la
madre de todas las cosas vivientes y se la identificaba con
la tierra. Hasta hoy, la tierra es femenina en todos los idio-
mas y mitologías del mundo. La «madre naturaleza» es su
pálida descendiente moderna.
Los primeros registros de las actividades humanas re-
velan que había poca o ninguna distinción entre la vida hu-
mana y el resto del mundo natural. El ser humano original
se sentía parte del mundo entorno, inmerso y ligado a un
lugar particular, sin distancia con él. Abandonar el suelo sa-
grado que lo había parido, criado, alimentado y protegido,
así como había hecho con la vida de su grupo, era, literal-
mente, un suicidio. Así que la tierra, como dadora de vida,
quedó deificada. La principal analogía mediante la que los
hombres entendieron el origen de la vida humana fue el na-
cimiento de alguien, de una mujer, y por ello la mujer, que
era la portadora de la nueva vida, era primordial, a imagen
de la madre tierra, fuente de la vida agrícola. A los hombres
les correspondía un lugar secundario. De la matriz de la tie-
rra provenían las plantas y otros dones. Y a ella volvían sus
hijos cuando la fuerza vital faltaba y los enterraban, al igual
que todo lo que ella producía. Como aún no se conocía la
conexión entre la cópula y el nacimiento, se creía que las

141
Parte I I — La Biblia

mujeres detentaban el poder de la reproducción. La vida


biológica de los hombres continuaba por obra de la mujer.
Su fertilidad daba nacimiento al individuo e inmortalidad
a la tribu. La mujer era la fuente esencial de vida, por lo que
las divinidades femeninas predominaron.
Además del don de la reproducción, también atraían al
hombre hacia la mujer la obtención de placer y el alivio se-
xual. Si los estudios contemporáneos sobre la vida de los
Neanderthales son correctos, parece que las relaciones se-
xuales se comprendían primordialmente como un ritual
donde el hombre honraba a la madre divina abriendo el
canal a cuyo través podía nacer el don de la nueva vida que
la madre proporcionaba. La fecundación por parte del hom-
bre ni siquiera se imaginaba.
Cuando se estableció la conexión entre la cópula y el na-
cimiento de una criatura, creció el estatus del hombre, que
se comprendió como crucial en el proceso reproductivo, ga-
rante a su vez de la vida del grupo. A la diosa original, la
empezó a acompañar un consorte. El «dios padre» era como
el cielo que cubría la tierra. La lluvia era como el semen di-
vino que fecundaba la tierra. En aquella época, el hombre y
la mujer pertenecían a los procesos reproductivos de la na-
turaleza; no existían como una entidad o un sujeto aparte de
la naturaleza cuya ley seguían.
El culto, en este período de la historia en el que la deidad
dominante era aún femenina (aunque acompañada de un
consorte masculino), pretendía celebrar y recrear el aspecto
materno de la vida e invitar a la gente a estar en armonía
con las fuerzas naturales. El lugar de la madre en la socie-
dad era todavía primordial. Los hombres siempre forman
su comprensión de Dios a partir de sus propios valores y
necesidades así como de la idea que tienen de sí mismos.
Verdaderamente, hacemos a Dios a nuestra propia imagen.
Deificamos aquello que nos inspira seguridad y también
temor; lo que es dador de vida y de muerte. En los períodos

142
C A P. 8 — L A BI BLIA Y LAS M UJ ERES

más tempranos de la historia humana esta fuente de segu-


ridad y de vida era femenina, de modo que la comprensión
original de la divinidad fue principalmente femenina.
En su libro Monja, bruja y compañera de juego, Herbert W.
Richardson dice que esta comprensión materna de Dios y
de la vida prevaleció hasta la aurora de la autoconciencia,
cuando apareció una división en la vida humana entre el
instinto natural y el ego emergente que osaba oponerse a tal
instinto. La humanidad comenzó a percibir una diferencia
entre la persona y el suelo que la sostenía (2). El momento
en que nos separamos del suelo nutricio fue también el mo-
mento en que se inició el pensamiento reflexivo y, por con-
siguiente, comenzó la historia humana.
En algún momento, una criatura se liberó a sí misma de
la inmersión total en la naturaleza, de la identificación com-
pleta con un lugar, y, por una acción manifiesta de la volun-
tad, dejó el hogar y la tribu para iniciar una vida propia o,
como diríamos hoy, para correr su propia suerte. Toda gran
epopeya, toda gran narración religiosa, comienza con un
viaje. Este momento produce una nueva conciencia que trae
una definición renovada de cada uno de los aspectos de la
vida. Cuando se define la vida humana de un modo nuevo,
el Dios al que se adora en ella también se redefine. Los es-
tudios antropológicos indican que este nivel de autocon-
ciencia y de voluntad no era parte de la experiencia humana
antes de siete mil años aC; pero era ya casi una experiencia
humana universal hacia el año mil aC. No es pura coinci-
dencia que los sistemas religiosos más importantes nacieran
en este período de la historia pues fueron resultado de este
proceso de redefinición.
En este marco, podemos reinterpretar la historia de
Abraham. Abraham, un varón, dejó su hogar, quebró su
identidad con un lugar, Ur de los caldeos, alrededor de

(2) Herbert W. Richardson, Nun, Witch and Playmate (New York: Edwin

Mellen Press, 1971).

143
Parte I I — La Biblia

1800 aC. Por un acto de su voluntad venció la necesidad


de seguridad y viajó a un lugar nuevo en respuesta a una
llamada que oyó de un Dios que tampoco estaba ligado al
que hasta entonces era su lugar. De hecho, este Dios lo
llamó a dejar su hogar. El yo del hombre, como entidad
personal, había alcanzado un punto en el proceso evolu-
tivo desde el que podía desafiar y finalmente remplazar
las definiciones vigentes en las religiones naturales. La vo-
luntad había remplazado al instinto. Un nuevo nivel de
humanidad se había alcanzado.
Una señal de este cambio era que el sacrificio de seres
humanos, una actividad ritual prominente en las religiones
de la fertilidad, que servía para tranquilizar a la madre na-
turaleza, se abandonó. La vida humana ya no debía satisfa-
cer el apetito de la diosa de la fertilidad. La saga de Abraham
expresa esto en un momento muy intenso. El Dios que había
llamado a Abraham para que partiese de su tierra detiene
su mano cuando está a punto de sacrificar a Isaac, su primo-
génito. El sacrificio de los hijos ya no iba a ser necesario.
Abraham comprendió que este Dios no se identificaba con
el proceso reproductivo. Este Dios lo llamaba a emprender
su viaje, a separarse de su lugar, de la naturaleza, a celebrar
su propia vida y la de su hijo y a construir una nueva nación
que, al menos al principio, sería nómada. Los hombres se-
pararon entonces su existencia de la naturaleza y pusieron
a ésta al servicio de su vida como hombres.
Cuando la actividad humana pasó, de identificarse con
la naturaleza, a conquistarla, la comprensión de Dios reflejó
el cambio. La supervivencia ya no dependerá tanto de la ca-
pacidad reproductiva de la mujer como de la habilidad del
varón para lograr que la naturaleza satisfaga sus necesida-
des. Quienes busquen dominar la madre naturaleza serán
los que escuchen a un dios masculino dar la orden de some-
terla. En este contexto, la deidad femenina se vuelve no sólo
anacrónica sino anatema, y la remplaza una deidad mascu-
lina que tiene poder sobre todas las fuerzas naturales.

144
C A P. 8 — L A BI BLIA Y LAS M UJ ERES

Sin embargo, se creyó que no se podía desplazar a la


diosa femenina sin desplazar también a la mujer. Cuando
la deidad femenina se desvaneció, también lo hizo el estatus
de la mujer. La lucha por el alimento, la necesidad de pro-
tección, el avance de la civilización necesitaban la fortaleza
del varón. A medida que el dominio del hombre creció, el
concepto de un dios varón ganó fuerza. Al término de una
gran rivalidad, que tal vez duró dos milenios, la deidad fe-
menina dejó la escena, al menos en occidente, en cierto
modo para hibernar hasta que la lucha por la supervivencia
requiriera, una vez más, sus cualidades particulares.
Los descendientes de Abraham, en el tiempo de esta
transición, produjeron las historias de la Creación que luego
configuraron los estereotipos sexuales de nuestra civiliza-
ción. Los mitos de los orígenes reflejaron la lucha entre
Yahvé y Asherah y Baal. El Dios que llamó con su palabra a
Israel para salir de Egipto, y a Abraham para salir de Ur, se
enfrentó a las deidades agrícolas de la fertilidad de la tierra
y trató de eliminarlas de Canaán. Su éxito en la supresión
del culto a la fertilidad y de su deidad femenina es parte del
trasfondo del relato de la Creación, en el que Eva, la madre
de todos los hombres, cede ante el mal, por lo que se la ex-
pulsa para siempre del paraíso. La insistencia bíblica en la
naturaleza varonil de Dios y la correspondiente asignación
de prerrogativas divinas a los varones según el mito, se ve
en que, según uno de los relatos, éstos fueron los únicos pro-
piamente creados a imagen de este Dios.
El Dios del relato bíblico de la Creación era un solitario
masculino que no era un padre sino un rey. A un padre, lo
debe complementar una madre para producir vida, es-
quema que mantendría intacto el ciclo de la fertilidad. Pero
un rey puede gobernar sobre su reino con un esplendor so-
litario y majestuoso. En el mundo antiguo, ninguna reina
compartía estatus con el rey. De hecho, el rey solía presidir
un harén en el que las mujeres vivían y amaban según él lo
ordenaba. El Dios bíblico se concebía como varón, sin nadie

145
Parte I I — La Biblia

sexualmente igual. Éste es el principio central del mono-


teísmo en oposición al biteísmo. En el biteísmo, la creación
es sexual y por lo tanto requiere de ambas deidades, mas-
culina y femenina. En el monoteísmo la creación es resul-
tado de una sola voluntad, producto de la mente y del
espíritu, y, como consecuencia, es la expresión de una mas-
culinidad autosuficiente.
A medida que los horizontes de la vida humana siguie-
ron expandiéndose más allá de los procesos naturales de
la supervivencia ligados a la tierra, también ganó impor-
tancia el papel del varón. Si Dios era varón, sólo un ser hu-
mano varón podía representarlo debidamente. A la mujer,
inadecuada a partir de entonces para representar la divi-
nidad, se la confinó en el espacio familiar, la casa, el hogar.
Así crecieron los tabúes que limitaban su capacidad de am-
pliar su mundo, y que impedían que participara en la caza,
la lucha, el comercio, o cualquier función de gobierno, que
se consideraron competencia de los varones. De hecho, se
pensó en la mujer como una posesión del hombre que, a
lo largo de la historia, o bien se ha intercambiado como
una propiedad o un bien, o bien se ha arrebatado como
parte del botín.
Las ciudades antiguas, fundadas por una confederación
de clanes patriarcales, tenían tres instituciones básicas: el
palacio, el templo y la muralla. Las tres indican el dominio
masculino y aparecen en las narraciones bíblicas. En el pa-
lacio, el rey formulaba las leyes que eran el fundamento
sobre el que se organizaban los clanes. En el templo, los
sacerdotes diseñaban los ritos que transformaban las or-
denanzas del rey en actos sagrados de dimensión cósmica,
que sancionaban la Ley como la voluntad de Dios.
La liturgia del templo incluía la conmemoración del
momento en que Dios daba al pueblo su Ley. Dado que la
Ley era el medio por el que la gente escapaba a los ciclos
de la naturaleza para seguir su voluntad, estas liturgias ce-

146
C A P. 8 — L A BI BLIA Y LAS M UJ ERES

lebraban el momento de la transición «abrahámica» que


dijimos (3). El rito de la entronización real se sumó a la li-
turgia que recordaba el don de la Ley. Este rito servía para
unir al Dios cósmico con su pueblo, y para deshacer la iden-
tificación de éste con la madre naturaleza.
El culto estaba al servicio de los jerarcas. La institución
religiosa y el estado nunca estaban separados entonces. Du-
rante el período de los reyes de Israel, el centro del Yahvismo
residía en el Templo del rey, en Jerusalén. La rivalidad entre
el templo real y los espacios de culto local, que eran más po-
pulares, reflejaba la rivalidad entre los ritos de entroniza-
ción, pensados para ensalzar el poder real, y los ritos de
culto a la fertilidad, en los que la gente común revivía su
condición natural. Al margen del control del rey y de los sa-
cerdotes, la religiosidad popular volvía continuamente a los
ritos de fertilidad.
Junto a la muralla, los soldados, liberados de las tareas
agrícolas gracias a la organización y a la diversificación de
la vida en sociedad, tenían el encargo de defender la ciudad
frente a los enemigos. Anualmente, partían a una guerra
santa para celebrar el poder viril y volver a vincularse a su
dios. La historia de David y Betsabé comienza con unas pa-
labras muy reveladoras: «A la vuelta del año, al tiempo en
que los reyes salen de campaña» (Samuel II, 11:1). La guerra
era un ritual de dominio. Ofrecía a los varones la oportuni-
dad de demostrar su valentía. Los separaba de las mujeres,
que despertaban en ellos sentimientos de sexualidad y de
debilidad, y los distraían de sus actividades propias. En la
guerra se sentían ellos mismos, viriles y potentes.
El relato bíblico más antiguo de la creación (Gén. 2) re-
fleja este período. El más moderno (Gén. 1) es menos misó-
gino aunque representa a Dios igual. En ambas historias, la

(3) Para los detalles acerca de cómo se desarrolló esto en Israel, ver los

capítulos 2 y 3 de: Beyond Moralism, John S. Spong and Denise G. Haines


(San Francisco: Harper & Row, 1986).

147
Parte I I — La Biblia

palabra de Yahvé llama a la vida instantáneamente. Él está


siempre por encima de la naturaleza o fuera de ella. Dado
que la naturaleza era femenina, Dios no podía estar ligado
a ella. Incluso el sol y la luna, considerados entonces como
las divinidades celestes de lo masculino y de lo femenino,
eran creaciones de Yahvé (Gén. 1:16). Dios es el artesano que
separa la luz de las tinieblas, divide el firmamento, crea el
poder de la naturaleza y hace que ésta le sirva. Crea al hom-
bre a partir de la tierra. No como descendencia de una mujer
sino como la obra de un maestro alfarero. Así, este mito
quiebra los lazos entre sangre, tierra y naturaleza. El Dios
artesano asume el poder que antes pertenecía a la deidad
de la tierra. El fin del hombre es dominar sobre la tierra, no
adorarla. La procreación y la paternidad se remplazan con
conceptos de dominio y de alianza. La historia de la vida
podía escapar, ahora, de los ciclos de la reproducción. La
historia se convierte así, por primera vez, en una liberación
y en una posibilidad humana.
La transición de la naturaleza a la historia no fue fácil.
Los cultos de fertilidad proporcionaban la seguridad de lo
conocido. En cambio, las acciones basadas en la fortaleza
del sujeto empujaban a los hombres hacia lo desconocido,
hacia un viaje. Y como la memoria del pasado ejercía aún
su influjo en la conciencia, había que resistir la tentación de
añorar esa seguridad del pasado. Una forma de resistir fue
sacar del pasado la seguridad de la naturaleza y la identi-
dad con ella y situarlas en una esperanza futura. Así que, a
un nivel, el desarrollo de la autoconciencia se interpretó
como la ”caída”, y el futuro reino de Dios, como la “meta”
hacia la cual se encaminaba la historia. La necesidad de sal-
vación siempre estaba ahora bien enfocada.
He aquí, pues, algunas de las verdades socioculturales
que subyacen, no tan ocultas, en los mitos de la Creación
propios del pueblo judío. Estos mitos tenían que tratar a la
mujer de otra manera. El relato más antiguo de la Creación
le da la vuelta al esquema obvio de la naturaleza: explica

148
C A P. 8 — L A BI BLIA Y LAS M UJ ERES

que Dios creó a la mujer a partir del cuerpo del hombre dor-
mido, como un ser inferior, un ayudante del varón, que
fuera su compañía; un papel que no podía desempeñar nin-
gún animal de forma satisfactoria. En cuanto al dragón, que
simbolizaba el poder femenino en tantos mitos del Medio
Oriente, en estos relatos se convirtió en la serpiente que trajo
la tentación y que fue condenada por ello a arrastrarse sobre
el vientre para siempre. La mujer fue, pues, la última crea-
ción y la primera en fallar. Como Letty Russell dice, fue
«una criatura doblemente maldita» (4). El papel secundario
y sin poder de la mujer encajaba en la mentalidad de los au-
tores y transmisores de este mito, en el que lo que querían
era indicar que el Dios creador era superior y había derro-
tado a la diosa procreadora.
En toda la mitología religiosa de la Biblia hay una ten-
sión entre estos dos elementos cuyo trasfondo es también
el choque entre una mitología ganadera y nómada y otra
agraria y sedentaria, cada una con sus ventajas e inconve-
nientes. Esta tensión se manifiesta también como una lucha
entre la razón y la naturaleza, entre un orden impuesto y
un caos sin control. Los dragones del mar, Rahab y Leviatán
(4bis), fueron variantes de este trasfondo y del símbolo de la
serpiente, que siempre amenaza con deshacer el orden de
la creación. Eva, a quien no se le reconoce el estatus de cria-
tura original en el mundo sino sólo derivado del hombre,
aparece como el lugar por donde entra la amenaza del mal
y de que la Creación vuelva al caos. Ella causa el destierro,
fuera del paraíso, de la pareja primordial, tras lo cual, el
destino del hombre fue trabajar y ganar el pan con sudor,
y el de ella, sufrir dolor en el parto.
Esta versión pesimista de la mujer, en el mito de la Crea-
ción, es acorde con la legislación sobre las mujeres fértiles,
que debían someterse a rituales de purificación después de

Letty M. Russell, «Woman’s Liberation in a Biblical Perspective,»


(4)

Concern 13, no. 5 (May-June 1971).


(4bis) Salmos 74:12-17; 89:9-12; Job 26:12-13; Isaías 51:9-10.

149
Parte I I — La Biblia

la menstruación y del parto. La Alianza, que era el marco


de toda la historia del pueblo judío, era asunto de los hom-
bres con Yahvé. Por tanto, no es sorprendente que la ley de
Sinaí se dirigiera sólo a los hombres. Las mujeres se relacio-
nan con Dios en la medida en la que permanecen en relación
con sus hombres. Sus derechos legales en Israel eran pocos.
En el Decálogo (Éx. 20), la mujer se menciona junto al buey,
como una propiedad más, y el adulterio se interpreta como
un atentado de un judío, a la propiedad de otro judío. Lo
curioso de esto es, sin embargo, que parece que la envidia y
la codicia sólo afectaban a los varones.
Estas valoraciones que hemos visto en los mitos de la
Creación y del Decálogo impregnan la Biblia. El hombre
tiene poder sobre la vida y el cuerpo de la mujer, que existe
sólo para su placer y su necesidad. Abraham demostró esto
en dos ocasiones cuando, para salvar su vida, ofreció a
Sara, primero al Faraón (Gén. 12) y luego a Abimelek, rey
de Guerar (Gén. 20). Isaac aprendió de Abraham e hizo lo
mismo de nuevo en Guerar: ofreció a Rebeca al mismo rey
Abimelek (Gen. 26). Hoy en día consideraríamos esto casi
como proxenetismo, pero la Biblia no lo consideraba un de-
lito ya que la mujer no contaba como persona sino como
propiedad del varón.
Sara mismo, como no podía concebir un hijo para Abra-
ham, le dio a Agar, su criada, como madre sustituta para que
tuviera un hijo de ella (Gén. 16). Lo importante era la conti-
nuidad del linaje del varón, no la continuidad de la dignidad
de su mujer. La esterilidad de la mujer se interpreta una y
otra vez como una falta y una vergüenza pues la única fun-
ción de la mujer era tener hijos y servir a su marido. Si la
mujer no podía portar la cría del hombre, si su cuerpo ex-
pulsaba su esperma (que es lo que se creía que ocurría en la
menstruación), de poco valía. La Biblia presenta a Lía, la pri-
mera esposa de Jacob, como alguien que espera conseguir el
amor de Jacob sólo con darle hijos. Ana, la futura madre de
Samuel, reza a Yahvé para que le conceda tener un hijo y bo-

150
C A P. 8 — L A BI BLIA Y LAS M UJ ERES

rrar así su vergüenza (Samuel I, 1). La Biblia (Jueces, 13) nos


cuenta la historia de la mujer de Manóaj, que, siendo estéril,
tiene a Sansón por intervención de Yahvé, y cuyo nombre ni
siquiera se indica, lo cual es señal de su insignificancia fuera
de su función. No así Dalila, la tentadora, cuyo nombre
quedó incorporado en la leyenda, y que, como Eva, roba el
poder varonil de Sansón (Jueces 16), lo contamina y siembra
el caos, cuya salida es la muerte.
Las mujeres, en Israel, en tiempos bíblicos, se definían
casi siempre por su función sexual, como, por otra parte, era
corriente en aquellas sociedades. En la Torah se preveía cul-
par a la mujer incluso cuando «un espíritu de celos viniera
sobre un hombre». En los Números (cap. 5) se prescribe el
modo de probar o no si la mujer es responsable de los celos
de un hombre. También en Números (cap. 30) se prohíbe a
la mujer heredar propiedades, y se la declara incapaz para
hacer promesas y participar en contratos. Este mismo libro
aporta un dato extremo sobre la mentalidad de entonces
sobre las mujeres: son sus instrucciones sobre cómo tratar
los israelitas a los prisioneros de Madián tras vencerlos:
había que matar a todos los hombres y a las mujeres que no
fueran vírgenes, porque los israelitas podían quedarse con
las madianitas vírgenes. Y por si queda alguna duda de que
la Biblia se dirigía a una audiencia masculina, recordaré esta
instrucción: «Cuando un hombre y su hermano peleen entre
sí, si la mujer de uno se acerca y, para librar a su marido de
los golpes, alarga la mano y agarra al otro por sus partes, le
cortarás la mano sin piedad» (Deut. 25:11-12).
Cuando buscamos en la Biblia orientación en temas de
sexualidad, descubrimos, pese a que se la cita sobre todo
para defender la moral convencional, que contiene modelos
de conducta ambiguos, contradictorios y a veces absoluta-
mente inaceptables para juzgar la conducta sexual hoy en
día. Por una parte, ninguna práctica sexual se condena en
la Biblia de modo más absoluto que el adulterio. Es una de
las prohibiciones cuya transgresión se castigaba con la

151
Parte I I — La Biblia

muerte (Deut. 22:22). El relato de la mujer hallada en adul-


terio del Cuarto evangelio (Jn. 8:1-11) evidencia que esta
pena estaba aún vigente en tiempos de Jesús. Sin embargo,
la prohibición bíblica de adulterio afectaba sobre todo a la
mujer. Era adulterio el sexo con una mujer casada. El estatus
civil del hombre era irrelevante y, si la mujer no estaba ca-
sada, el sexo con ella no era adulterio. Las mujeres pertene-
cían al hombre más importante en sus vidas (la historia de
Judá y Tamar en Gén. 38 y la de la concubina del levita en
Jueces 19 son muy ilustrativas al respecto). Si otro hombre
distinto del marido, obtenía de la mujer placer sexual, es-
taba robando al esposo algo que le pertenecía, y, además,
interfería en su línea sucesoria. Y aún hay un segundo punto
a resaltar en el tema del adulterio en la Biblia, y es que el
patrón predominante, en la época de los mandamientos, en
lo que respecta al matrimonio, no era la monogamia sino la
poligamia. ¿Qué significa el adulterio cuando un hombre
puede poseer un número amplio de mujeres para su satis-
facción? ¿Cómo un mandamiento con estas premisas puede
utilizarse aún para definir la moralidad en la actualidad?
En el siglo I dC., cuando se escribieron las Escrituras
cristianas, ya había desaparecido la poligamia pero no el es-
tatus de segunda clase de las mujeres. Pablo no se distancia
de la visión masculina del mito de la Creación cuando
afirma que sólo el hombre «es imagen y reflejo de Dios» y
añade: «no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del
hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino
la mujer por razón del hombre» (Corintios I, 11:7-9). Pablo
prohíbe que la mujer hable en la asamblea (Cor. I, 14:34ss.)
por ser alguien subordinado y sin derecho a intervenir. Esta
situación debió de ser más ruidosa posteriormente, cuando
se escribieron las epístolas pseudopaulinas a Timoteo y a
los Efesios. En Timoteo I, leemos: «La mujer oiga la instruc-
ción en silencio, con toda sumisión. No permito ni que la
mujer enseñe ni que domine al hombre» (2:11-12). El autor
de la carta vuelve a culpar a las mujeres por el pecado ori-

152
C A P. 8 — L A BI BLIA Y LAS M UJ ERES

ginal y sugiere que una mujer obtiene la salvación «por su


maternidad, siempre que persevere con modestia en la fe,
la caridad y la santidad» (2:15). El autor de la Carta a los efe-
sios exhorta a las esposas a someterse a sus maridos como
al Señor, «porque el marido es cabeza de su mujer, como
Cristo es cabeza de la Iglesia» (5:23).
A lo largo de la historia bíblica, hubo sin duda excepcio-
nes a la regla patriarcal, que parecieron poner a las mujeres
en buen lugar. Algunas accedieron a posiciones de poder. La
intervención de Miriam salvó la vida a Moisés (Éx. 2); y Mi-
riam siguió involucrada en los asuntos de estado (Núm. 12).
Débora ejerció un importante liderazgo político y militar dos
mil setecientos años antes que Juana de Arco (Jueces, 4). La
fidelidad de Rut a la Ley de la religión de su marido fue tan
completa que se la incorporó al pueblo de la alianza y fue la
tatarabuela del rey David (Rut, 4:18-22). La reina Ester ante-
puso la fidelidad a Dios a su propia vida y obtuvo una gran
victoria en la guerra constante contra los prejuicios (Ester, 1-
10). La hábil estrategia de Judit venció a su enemigo cuando
transformó su atractivo femenino en un arma de guerra (5).
En la historia de las primeras comunidades cristianas,
los cuatro evangelios atestiguan que un grupo de mujeres
fueron las primeras en recibir el anuncio de la resurrección.
En el evangelio de Lucas, María, la madre de Jesús, es la pri-
mera que testifica el verdadero significado de la vida de éste
como autorrevelación especial de Dios. Las mujeres parecen
haber sido los principales apoyos financieros del grupo de
los apóstoles y de los líderes principales de la embrionaria
iglesia de Pablo (6). Sin embargo, pese a estas excepciones,
las definiciones patriarcales del hombre y de la mujer son
las que predominan a lo largo de las páginas de la historia
sagrada, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

(5) Ver el libro de Judit en los Apócrifos. N del T: Judith es libro apó-

crifo en algún canon del AT. En el católico no, y para el judaísmo tampoco.
(6) John S. Spong, Into the Whirlwind (Harper & Row, 1983), p. 189.

153
Parte I I — La Biblia

A la luz de todo esto, ¿qué significado tiene que, en


medio de una «revolución sexual» como la actual, alguien
llame a retornar a la moralidad sexual de la Biblia? Las di-
rectrices bíblicas, tanto religiosas como éticas, se formularon
a partir de una comprensión patriarcal de la vida, extendida
en aquella época, y en la que primaban los intereses de los
varones. ¿Vamos a volver acaso a estas definiciones, tan ne-
gativas tanto para los hombres como para las mujeres? ¿La
imagen bíblica de dominio y de sumisión es acaso el modelo
cristiano para las relaciones entre el hombre y la mujer, y
más aún en nuestro tiempo?
Si el literalismo es todo lo que una lectura cristiana de
la Biblia puede ofrecer a la comprensión actual de la sexua-
lidad, entonces, debo decir que estaría preparado para re-
chazar la Biblia y su lectura, y para elegir, en cambio, algo
más humano, humanitario, dador de vida y más de Dios,
en definitiva. Creo, sin embargo, que, bajo la letra, hay un
espíritu. Y que la Biblia, en su integridad, es relevante en la
actualidad. La búsqueda de este espíritu exige diligencia e
inteligencia. Sin él, la Biblia no es ya ni fuente de vida ni
guía en el campo de la ética sexual, en nuestra época.

154
CAPÍTULO 9

LA BIBLIA Y LA HOMOSEXUALIDAD

¿Cómo afirmar qué es lo que es pecado según la Biblia?


La mayoría de quienes se consideran «cristianos que creen
en la Biblia» están bastante convencidos de que conocen co-
rrectamente qué dice la Biblia sobre la homosexualidad: la
homosexualidad está mal; es una perversión maldita; es un
crimen contra natura; es el pecado más atroz. Hay otros mu-
chos epítetos negativos para ella además; y la consecuencia
es que parece que queda muy poco margen para el análisis
y la discusión. Una queja y una exhortación me llegaron,
una vez, de un pastor del Sur: «Arrepiéntase de sus posturas
sobre la sexualidad, contrarias a la Escritura, y laméntese
de haberlas adoptado. Su idea de bendecir las perversiones
para las que la Biblia promete un castigo es detestable desde
el punto de vista de Cristo».
Otras cartas citaban pasajes específicos. Todas eran muy
parecidas porque el número de referencias sobre la homo-
sexualidad es bastante reducido. Los autores del AT y del
NT dedican un espacio minúsculo al tema de la homosexua-
lidad si se compara con el que dedican al pecado de idola-
tría o a los detalles rituales del culto en el templo, por
ejemplo. En los cuatro evangelios, no hay ni un sólo versí-
culo sobre la homosexualidad. Ya sé que el argumento del
silencio (ex silentio) no tiene mucha fuerza pero sí que su-
giere algo: el hecho de que Jesús parezca o bien haber igno-
rado por completo el tema o bien haberlo tocado tan poco
que nada de lo que hipotéticamente hubiera dicho al res-
pecto se haya recogido ni recordado, tiene que resultarles
terriblemente molesto a quienes consideran que la homose-
xualidad es «el pecado más horrendo». El juicio que hacen
estas personas sólo expresa su deseo (no muy bien fundado
pero sí vigorosamente expresado) de que Dios y Jesús estén
de acuerdo con ellos. Pero nada más.

155
Parte I I — La Biblia

Es cierto que hay pasajes bíblicos que parecen condenar


claramente la actividad homosexual. Examinaré ahora estos
pasajes. Intentaré identificar su origen histórico, extraer su
significado para la comunidad de fe que los produjo, situar-
los en su contexto cultural y teológico, e indagar tanto en
los conocimientos de aquellos cuyas palabras habrían de
convertirse en «Escritura» como en la posibilidad de que no
todas sus percepciones fueran objetivas y veraces. Es pro-
bable que descubramos dos cosas: que no todo lo que está
escrito en la Biblia es eterno, y, además, que no todo es ne-
cesariamente cierto.
Se supone que la historia de la destrucción de Sodoma
y Gomorra es la primera referencia bíblica a la homosexua-
lidad. De “Sodoma” se derivan “sodomía” y “sodomita” y
el verbo “sodomizar”. El diccionario Webster define “sodo-
mía”: «Proviene de las inclinaciones de los hombres de la
ciudad de Sodoma en Génesis 19, 1-11; copulación carnal
con un miembro del mismo sexo o con un animal... La pe-
netración del órgano masculino en la boca o ano de otro. El
sodomita es el que practica sodomía con [otro]». La princi-
pal interpretación de la sodomía en la civilización occidental
es ser un sinónimo de “homosexualidad”, especialmente de
homosexualidad masculina, a pesar de las numerosas y va-
riadas opciones que consigna el Webster. Es extraño pero
parece que muy pocas personas se han preocupado de leer
completo el texto de Génesis 19. Tan seguros están de saber
lo que significa que no quieren complicarse con otros he-
chos, especialmente si son bíblicos. Sin embargo, en este tra-
bajo no podemos contentarnos con la ignorancia, de modo
que dirigiremos nuestra atención hacia el episodio de So-
doma, tan citado para condenar la homosexualidad.
El trasfondo del episodio comienza en Génesis 18. Hace
muchos, muchos años, un hombre llamado Lot, sobrino de
Abraham, vivía en la ciudad de Sodoma. Una tarde, Abra-
ham estaba sentado a la puerta de su tienda, en el encinar
de Mambré. En esto, llegaron tres hombres y se pusieron

156
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

delante de él. Uno de ellos parece que fue el Señor y los


otros dos, según el relato, eran «ángeles» aunque no está
claro si, en aquella época, la palabra empleada para nom-
brarlos tenía o no connotaciones sobrenaturales. Abraham
recibió a sus divinos invitados con toda la hospitalidad del
oriente; les lavó los pies, los invitó a hospedarse con él y co-
menzó a preparar para ellos una comida de pan, ternero
asado, cuajada y leche; y se quedó de pie, bajo un árbol,
mientras ellos comían.
Después de la cena, los invitados preguntaron por Sara
y añadieron que sería madre de un hijo cuando ellos regre-
saran por primavera. Como Sara hacía años que era estéril y
su edad era tan avanzada que «ya no tenía lo que acostum-
bran tener las mujeres», al escuchar esto, se rio en voz alta.
« – ¿Cómo voy a tener este gusto ahora que mi esposo y yo
estamos tan viejos?» ¡Cuesta creer que una mujer puritana
formulara así la pregunta! La risa de Sara se escuchó delante
de la tienda, y el Señor reprendió a Sara, y le preguntó: « –
¿Hay algo tan difícil que el Señor no pueda hacer?».
Los descendientes de Abraham podían estar seguros del
inminente embarazo de Sara. La promesa divina, de con-
vertir la estirpe de Abraham en una gran nación, estaba in-
tacta. Los visitantes volvieron entonces su atención a la
ciudad de Sodoma. Como Abraham se iba a convertir en
una nación grande y poderosa, por la que todas las naciones
de la tierra serían bendecidas, el Señor decidió confiar a
Abraham sus planes para la ciudad de Sodoma. « – Como
el clamor contra Sodoma y Gomorra aumenta, y su pecado
es muy grave, bajaré y veré si se han comportado según este
clamor; si no, lo sabré».
Hay que señalar dos cosas en este pasaje. Primero, que
no se indica cuál fue el pecado de Sodoma y Gomorra. Se-
gundo, que se presenta a Dios de modo muy antropomór-
fico y, además, como alguien limitado: es un «Señor» que
no sabe lo que está pasando en el mundo. Ha oído infor-

157
Parte I I — La Biblia

mes, un «clamor» que le llama la atención y desciende para


para ver si los informes son o no exactos. Ciertamente, no
hay omnisciencia. Los dos mensajeros dieron la vuelta y
fueron hacia Sodoma, mientras Abraham quedó de pie, de-
lante del Señor, y comenzó el rito típico de negociación que,
en Oriente Medio, sirve para rebajar el precio de una mer-
cancía (en este caso, el juicio y el castigo).
« – ¿Destruirás al justo con el malvado?» –comenzó di-
ciendo Abraham; « – Supongamos que haya cincuenta jus-
tos dentro de la ciudad: ¿destruirás la ciudad y no la
perdonarás por cincuenta justos que haya en ella?». Abra-
ham continuó, recordándole a Dios su naturaleza divina:
«Lejos de ti el hacer tal, hacer morir al justo con el impío y
que el justo sea tratado como el impío. No hagas eso. El
juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?» El
Señor, obviamente conmovido por esta retórica, accede: « –
Si hallare en Sodoma cincuenta justos, por ellos perdonaré
a todos los que estén allí».
Después de haber ganado la disputa inicial, Abraham
presiona: « – Supongamos que sólo hay cuarenta y cinco, o
cuarenta, o treinta, o veinte, o incluso diez únicamente».
Para cada nuevo supuesto, Dios repite su compromiso hasta
que, finalmente, afirma: « – Por esos diez, no destruiré la
ciudad.» Entonces, el Señor se va y Abraham regresa a su
tienda. Aunque sólo fuese por el parentesco, a Abraham le
preocupaba el bienestar de su sobrino Lot, un sodomita
(nombre, entonces, de los ciudadanos de Sodoma).
Entonces, los dos mensajeros divinos y el Señor llegan
a la puerta de Sodoma. Lot se levanta para recibirlos y ofre-
cerles la hospitalidad que cabía esperar (y sin la cual, un
viajero jamás sobreviviría). « – Venid a casa de vuestro
siervo; pasad la noche y lavad vuestros pies; entonces po-
dréis levantaros temprano y seguir vuestro camino». Al
principio, los visitantes dudaron, y respondieron: « – Pasa-
remos la noche en la calle». Pero Lot insistió, conforme a

158
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

las costumbres y al lenguaje de la hospitalidad, hasta que


lo consiguió. Así que los visitantes entraron en casa de Lot,
que les preparó un banquete. Coció pan ázimo y comieron.
Cuando se preparaban para dormir, todos los hombres de
la ciudad, desde el más viejo al más joven, rodearon la casa
de Lot y exigieron la entrega de los huéspedes «para que
podamos conocerlos». Y recordemos aquí que el verbo que
traducimos por «conocer» connota intimidad sexual pues
es el mismo del final del relato de la Creación cuando, tras
la expulsión del jardín, se dice: «Adán conoció a Eva, su
mujer, que concibió…» (Gén. 4, 1). De modo que no hay
duda de que había un interés sexual en la multitud.
Es extraño que todos los hombres de una ciudad tengan
tendencias homosexuales pero el texto es claro: la reunión
es de los hombres de Sodoma, «hasta el último hombre».
El estudio de las costumbres de Oriente medio sugiere otra
explicación para esta conducta. Los invitados de Lot eran
unos extraños y estaban sujetos a la voluntad de los habi-
tantes y, por tanto, a su voluntad, o no, de protección. Un
extranjero, fuera de la seguridad de su propia tribu, estaba
totalmente a merced de conseguir la hospitalidad de otra
tribu. La ciudad podía decidir acoger amigablemente al ex-
tranjero o abusar de él pues éste carecía de derechos.
Una forma habitual de insultar a un extranjero era obli-
garlo a adoptar el rol femenino en el acto sexual. Lo más in-
sultante para un hombre era que lo trataran como a una
mujer, por lo que el extranjero que se veía obligado a de-
sempeñar el papel de la mujer en la actividad sexual, recibía
la máxima humillación que los ciudadanos varones podían
hacerle. Esto le recordaría su debilidad y vulnerabilidad, así
como la fuerza y poder del que es ciudadano (por supuesto,
la ciudadanía era entonces un privilegio de los hombres).
Mi idea es, pues, que esto era lo que había detrás de esta
historia. Los sodomitas querían abusar de los huéspedes de
Lot obligándoles a tomar parte como mujer en actos sexua-

159
Parte I I — La Biblia

les. Sospecho que sólo unos pocos realizarían dichas prácti-


cas. El resto las incitarían y jalearían. Quizá quienes realiza-
ban aquellas prácticas fuesen gais y, de este modo, la
actividad homosexual, el patriotismo xenófobo y la violen-
cia de los muchos se combinaran para legitimar este deseo
sexual mal interpretado. De cualquier forma que fuese, Lot
puso a salvo a sus invitados (que, si eran ángeles, no pare-
cían tener ningún poder especial) y los introdujo en su casa.
Lot, además, reprendió a los sodomitas: « – Os ruego, her-
manos, que no hagáis tal maldad».
Hasta aquí es hasta donde lee o sabe la mayoría. Según
la tradición bíblica, Sodoma y Gomorra fueron destruidas
por el fuego pues sus habitantes eran tan malvados que ni
siquiera diez justos se encontraron. La inferencia que se
suele hacer es que la homosexualidad era el pecado y que
los culpables de este pecado se merecían la ira divina. Sin
embargo, atendamos al resto de la historia.
Lot, buscando aplacar a la muchedumbre que estaba a
la puerta, les dijo: « – Tengo aquí dos hijas que no han co-
nocido varón. Voy a sacarlas y haced con ellas lo que os
plazca. Pero no les hagáis nada a estos hombres pues han
venido a refugiarse bajo mi techo». ¿Cuántos de nosotros
podemos leer esto y decir: «Palabra de Dios»? Lot, el justo
al que Dios iba a perdonar, actúa como era costumbre en su
tiempo: está dispuesto a proteger a sus invitados al precio
de ofrecer a sus hijas vírgenes para que abusaran de ellas.
La historia es aún más confusa porque los jóvenes com-
prometidos con las hijas de Lot parecen haber formado
parte de la multitud (Gén. 19, 14). Y, sin embargo, Lot los
invita luego a unirse a su familia en la huida ante la destruc-
ción que iba a caer sobre Sodoma. Los dos jóvenes creen que
Lot bromea, y rechazan su oferta, insensatos. Luego ya es
tarde y perecen. Otra cosa resulta extraña en la narración:
el mandato de los ángeles de no mirar atrás y de escapar a
la ciudad de Zoar. Los ángeles habían prometido que la des-

160
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

trucción de Sodoma se pospondría hasta que Lot y su fami-


lia estuvieran a salvo. Sin embargo, la esposa de Lot deso-
bedece y queda convertida en columna de sal (Gén. 19, 26).
Sólo Lot y sus dos hijas vírgenes escapan con éxito.
Lot tiene miedo entonces de los hombres de la ciudad
de Zoar y con razón pues, ahora, él es el extranjero. Así que
se va a vivir con sus dos hijas a una cueva en la montaña.
Entonces, las hijas, temerosas de no casarse y no tener hijos,
se ponen de acuerdo para emborrachar a su padre y poder
así «yacer con él». Así lo hacen, en noches sucesivas, hasta
quedar embarazadas. De esta relación incestuosa, la primo-
génita tuvo un hijo, al que llamó Moab; y la segunda, otro,
al que llamó Amón o Ben Amí. Por tanto, en las Escrituras
hebreas, tanto los moabitas como los amonitas nacieron
como descendientes de una relación incestuosa.
Ahora sí que tenemos la historia completa de Sodoma,
citada una y otra vez para probar que la Biblia condena la
homosexualidad. ¡Qué texto tan extraño para tal propósito!
La narración aprueba que Lot ofrezca a sus hijas vírgenes
para satisfacer las demandas sexuales de la muchedumbre.
Y sugiere que el incesto es un medio legítimo para que las
mujeres queden embarazadas cuando el único hombre del
que se dispone es el padre. ¿Qué sociedad actual estaría dis-
puesta a incorporar cualquiera de estas prácticas en su có-
digo moral? ¿Quién de nosotros está dispuesto a aceptar la
idea de la mujer implícita en esta narración? En consecuen-
cia: si rechazamos la denigración de la mujer como propie-
dad y la práctica del incesto, por ser prácticas basadas en
una visión inadecuada de la moralidad, ¿no somos acaso li-
bres para rechazar la interpretación errónea de este pasaje
de cara a la homosexualidad?
Un asunto importante es el de la violación en grupo, que
parece ser la intención de los hombres de Sodoma. ¿Está jus-
tificada la violación en grupo, independientemente de si es
de naturaleza homosexual o heterosexual? Lot parecía pen-

161
Parte I I — La Biblia

sar que la violación homosexual en grupo estaba mal, pero


sobre todo porque violaba la tradición de la hospitalidad
propia del Oriente medio. En cambio, parece aceptar la vio-
lación en grupo de sus hijas porque esto no pone en juego
la ley de la hospitalidad. Teniendo en cuenta esto, ¿es co-
rrecto que alguien pueda pensar que esta escena equivale a
la condena de la homosexualidad en cualquier forma? Yo
creo que no. Lo que creo es que cualquiera que lea esta na-
rración bíblica con una mente abierta pensará que, en reali-
dad, el pecado de Sodoma que se condena es la falta de
voluntad, por parte de los hombres de la ciudad, de obser-
var las leyes de la hospitalidad.
La Biblia, como para asegurarse de que este punto
queda claro, incluye otra vez la historia de Sodoma y Go-
morra en Jueces 19, y con bastante detalle. En este pasaje, se
violan, una vez más, las leyes de la hospitalidad. Un hombre
viejo de la ciudad de Gabaá acoge a un levita y a su concu-
bina. Los hombres de la ciudad se reúnen y exigen la en-
trega del invitado para degradarlo sexualmente. El anciano
que lo ha acogido ofrece a su hija virgen y a la concubina
del levita en su lugar. Por si aún queda alguna duda sobre
qué es lo que proponía el hombre de la casa, el texto lo
aclara porque le hace decir: « – Aquí está mi hija virgen y
[la] concubina. Ahora mismo las voy a traer. Humilladlas y
haced con ellas lo que os parezca, pero no hagáis a este hom-
bre cosa tan infame».
En cierto modo, la Biblia o, mejor, este fragmento suyo,
no parece juzgar que es algo vil abusar de una mujer sexual-
mente, en grupo incluso. De hecho, el hombre entrega a la
concubina «y ellos la conocieron y abusaron de ella toda la
noche hasta la mañana siguiente». De manera que su cuerpo
muerto apareció en los escalones de la casa al amanecer.
Cuando se cita la Biblia literalmente para afirmar una de-
terminada postura moral o para condenar un comporta-
miento específico, estaría bien que aquél que cita el
fragmento, lo lea antes en su totalidad, lo sitúe en su con-

162
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

texto y no generalice sobre si la Biblia dice o no dice. El lite-


ralismo selectivo es una base muy torpe y muy débil para
argumentar la condena de cualquier cosa. Y la moral nunca
debería basarse en la ignorancia sobre la Biblia. La Biblia re-
coge lo que sucedía entonces porque es un documento veraz
de un tiempo determinado, y en este sentido no es una pa-
labra divina atemporal y normativa.
Hay otras referencias a la homosexualidad en las Escri-
turas hebreas en las que, sencillamente, la traducción al in-
glés es errónea. Lo cual refleja el prejuicio del traductor. Un
ejemplo está en el Deuteronomio (23, 17) que, en la versión
del rey Jacobo (King George), dice: «No haya ramera entre
las hijas de Israel, ni sodomita entre los hijos de Israel». La
palabra hebrea que se traduce como ramera es qedeshah y la
palabra traducida por sodomita es la forma masculina de la
misma palabra: qadesh. Ambas palabras nombran simple-
mente a una mujer santa o a un hombre santo, y no desig-
nan ni prostitución ni homosexualidad sino el culto de
hombres y mujeres que se prostituyen en el templo. La Ver-
sión Estándar Revisada de la Biblia utiliza «prostituto, -a,
de culto», para ambos sexos, aquí y en otros lugares. Sin em-
bargo, los que creen que la única versión verdadera de la
palabra de Dios es la del rey Jacobo ven, en este flagrante
error de traducción, la confirmación de sus prejuicios hacia
los homosexuales (1).
Como ya hemos dicho, el pueblo de Israel se había apar-
tado de los dioses de la agricultura y de la fertilidad de sus
vecinos, así como de sus cultos. En ellos, intervenían pros-
titutos y prostitutas, y no debía ser así entre quienes adora-
ban a Yahvé. Esto es lo que se afirma en el versículo del
Deuteronomio. Ahora bien, hay que precisar, además, que,

(1) Estoy particularmente en deuda con el Dr Foster R. McCurley, de

la iglesia luterana, cuya clara exposición de este y de otros textos, en la


publicación luterana Un estudio sobre cuestiones relacionadas con la homose-
xualidad, (Nueva York, División por la misión en Norteamérica. Iglesia lu-
terana en América, 1986), fue de gran ayuda para mi estudio.

163
Parte I I — La Biblia

en el antiguo Canaán, los prostitutos y las prostitutas del


templo se entregaban a actividades no homosexuales sino
heterosexuales que llevaban a la concepción y a la fecundi-
dad. La actividad homosexual ni siquiera se insinúa en los
textos originales de estos pasajes.
Pasemos adelante. Si uno busca argumentos contra la
homosexualidad en las Escrituras, el mejor lugar donde bus-
car es en el «código de santidad» del Levítico. Este libro
(obra, sobre todo, de escritores del clero de finales del siglo
VI o principios del V aC., en el exilio babilonio) condena la
homosexualidad clara e inequívocamente, al menos en su
manifestación masculina. Las referencias principales son Le-
vítico 18, 22 («No yacerás con un hombre como con una
mujer, es una abominación») y Levítico 20, 13 («Si un hom-
bre está con un varón como con una mujer, ambos han co-
metido una abominación. Ellos morirán y su sangre caerá
sobre ellos»).
La vocación de Israel era ser diferente. En respuesta a
su Dios, Israel sintió que tenía que ser santo «pues [él es]
santo» (Lv 11, 44-45). Su Escritura se hizo cargo de este tema
cuando afirmó que Dios los había separado de los demás
pueblos «para que seáis mi pueblo» (Lv 20, 26). Este sentido
de la diferencia mantuvo a Israel separado de los egipcios.
Un pueblo que no puede ser absorbido se separará final-
mente en un éxodo. Esta misma peculiaridad condujo a Is-
rael a establecer su identidad como pueblo único y distinto
del resto de pueblos cananeos entre los que se asentaron.
Más tarde los mantendría intactos como pueblo, durante
casi un siglo de exilio en Babilonia. Este rasgo esencial, que
consistía en sentirse llamados por Dios para ser diferentes,
es el contexto de fondo del «código de santidad» del Leví-
tico donde se condena la homosexualidad.
Sin embargo, también se condenan muchas otras prác-
ticas en el Levítico: el sacrificio de niños, el uso de adivinos
o hechiceros, el incesto, las relaciones sexuales durante la

164
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

menstruación, y el bestialismo. En definitiva, las actividades


que presumiblemente habían marcado la vida de los pue-
blos cananeos eran las que no debían estar presentes en el
pueblo de la Alianza.
El texto de Levítico no nos da ninguna pista sobre la na-
turaleza de lo que estaba prohibido en la unión homosexual.
¿Era un acto de agresión, la imposición de la voluntad de
un hombre más fuerte sobre la voluntad de otro más débil?
¿Había algún sentido de reciprocidad en la relación? El
hecho de que la pena de muerte se imponga a las dos per-
sonas podría significar que se trataba de un acto consentido
por ambas partes. Sin embargo, en el caso de zoofilia, el có-
digo determina también la muerte de las dos partes y, en
este caso, difícilmente podría decirse que el animal participa
prestando su consentimiento.
Por otra parte, hay que señalar que el texto se limita a la
actividad homosexual de los varones. ¿Significa esto que los
redactores del Levítico desconocían la homosexualidad entre
mujeres, o significa que la conocían pero no la condenaban?
No condenarla, ¿no sería porque el semen (la semilla de la
vida) no se desperdiciaba en el acto homosexual femenino?
El deseo ardiente de reproducirse y de garantizar el futuro
de la nación era una prioridad durante el exilio. Ello expli-
caría que contra lo que se iba era contra de cualquier práctica
en la que se desperdiciase la fuente de la vida.
Aquella no fue una época de explosión demográfica. El
colectivo en el que se escribió el Levítico nos dio también la
conocida narración de la Creación en siete días, en Génesis
1. Allí, Dios crea al hombre y a la mujer a la vez y a ambos
a su imagen. Las primeras palabras que Dios les dirige son:
«Sed fecundos, creced, multiplicaos y henchid la tierra» (1,
28). Los escritores estaban bastante seguros de que la única
actividad sexual que Dios bendecía era la relación entre un
hombre y una mujer de cara a la procreación. Las circuns-
tancias de aquel tiempo determinaron sus conclusiones.

165
Parte I I — La Biblia

¿Deben ser las mismas en nuestro tiempo? Por la misma


razón, nos tenemos que preguntar también si los autores de
Levítico tenían suficiente conocimiento de la homosexuali-
dad como para emitir un juicio válido para las generaciones
venideras.
Para responder a estas preguntas, debemos profundi-
zar más en el Levítico y, en general, en toda la Torá, y ver
si hay otras verdades e ideas que se abandonaron y no se
mantuvieron cuando un nuevo saber las hizo obsoletas.
«Abominación», la palabra con la que el Levítico califica
la homosexualidad, es fuerte y comporta la idea de una
maldad repugnante. Lo significativo es que los escritores
sacerdotales usen la misma palabra para una mujer que
menstrúa. No hay duda de que había un profundo temor a
la menstruación en muchas tradiciones antiguas, incluidas
las de la Biblia. Las leyendas y supersticiones que reflejaban
este temor circulaban libremente. Se necesitaban rituales de
purificación antes de que una mujer, apartada por tener la
menstruación, pudiera volver a la tribu. Estaba sucia y era
una presunta amenaza para la virilidad, la salud y el bienes-
tar de los órganos sexuales masculinos. Si el hombre tenía
relaciones sexuales con una mujer que estaba menstruando,
ambos se debían aislar del resto (Lv. 20, 18) (2).
El mundo moderno ha perdido el miedo a la menstrua-
ción y entiende su papel en la procreación natural. Si,
como es evidente, ya no compartimos la interpretación bí-
blica de la menstruación como «abominación» y no nos
sentimos obligados a acatar los preceptos bíblicos al res-
pecto, ¿estamos obligados en cambio a acatar la interpre-
tación bíblica de la homosexualidad? ¿Qué nos hace
atribuir a los semitas premodernos una sabiduría completa
en todo y suponer que lo que escribieron y practicaron está
libre de ignorancia, superstición y prejuicios?

(2) Para más detalles sobre la actitud hacia la menstruación, ver John S.

Spong, Into the Wirlwind, San Francisco: Harper & Row, 1983), capítulo 5.

166
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

El Levítico, anacrónicamente, también instruye a Aarón


sobre a quién hay que inhabilitar para acercarse a Dios y ac-
tuar como sacerdote para el pueblo. Se trata de una lista ex-
traña. Se rechaza a los que tenían una «mancha» (Lv. 21, 17).
«Mancha» era, entre otras cosas, ser ciego, cojo, tener una
mutilación facial, ser jorobado o enano, tener costras o tener
aplastados los testículos (Lv. 21, 18 ). La mentalidad de la
época suponía que estas anormalidades físicas eran signo
del rechazo de Yahvé. Ellos no sabían que el virus de la polio
podía causar una fiebre que dejase a alguien paralítico de
una pierna. Ni conocían el astigmatismo o las cataratas que
pueden dejar ciega a una persona. Tampoco el origen gené-
tico del enano o del jorobado. Los testículos no descendidos
(o «en ascensor») se consideraban aplastados, sin embargo,
hoy en día, sabemos que el «hombre de Klinefelter», con ge-
notipo XXY, tiene sacos escrotales vacíos, y sin testículos en
la mayoría de los casos, y esto era lo que daba la apariencia
de tener alguien los dos testículos aplastados.
Hoy no aceptamos ninguna de las comprensiones anti-
guas ni tampoco su interpretación o valoración como «man-
chas». Todos ellos son ejemplos claros de una ignorancia
premoderna y precientífica. Ni siquiera el fundamentalista
más rabioso utilizaría estos fragmentos para justificar la ex-
clusión de tales personas del culto. Es propio del prejuicio
condenar lo que no se entiende pues la ignorancia siempre
engendra temor e inseguridad. Como la gente es aún muy
ignorante acerca de la naturaleza y del origen de la homo-
sexualidad, tiene miedo ante ella y parece dispuesta a seguir
citando una fuente tan antigua como el Levítico como la pa-
labra infalible y definitiva de Dios. La razón es que valida y
confirma su prejuicio. Ahora bien, si ya hemos descartado
tantas de las demás afirmaciones de los escritores sacerdo-
tales, ¿qué validez tiene la tesis de que, en unos fragmentos
aislados, sobre homosexualidad, aún está la palabra infali-
ble de Dios sobre esto?

167
Parte I I — La Biblia

Hay otras secciones del Levítico que plantean la misma


cuestión. El Levítico apoya la pena de muerte igual que mu-
chos cristianos. Sin embargo, aún no he encontrado ningún
cristiano que abogue por la pena capital para los que mal-
dicen (Lv 24, 14), para los blasfemos (Lv 24, 16), para los fal-
sos profetas (Dt 13, 5), para los que adoran a un Dios falso
(Dt 17, 1-8) o para los que maldicen o deshonran a sus pa-
dres (Lv 20, 9). No obstante, aunque hayamos desechado
estos preceptos bíblicos, aún hay quien considera que la
condena de la homosexualidad por la Torah es válida y vin-
culante para la Iglesia, sin que la ignorancia intervenga en
ello. Ahora bien, este punto de vista es sencillamente insos-
tenible ya. La ignorancia sigue siendo ignorancia sin impor-
tar las citas que emplea. La condena de la homosexualidad
en el Levítico es un ejemplo más de ignorancia premoderna
y precientífica. Juzgados como efecto de la ignorancia de
aquel tiempo otros preceptos, no tendría que ser difícil aña-
dir éste a la lista.
Muchos cristianos fundamentalistas sólo a medias esta-
rían dispuestos a abandonar algunos textos de lo que lla-
man el «Antiguo Testamento» pero no harían lo mismo con
el Nuevo. De hecho, son marcionistas sin saberlo, es decir,
seguidores inconscientes de Marción, el hereje del siglo II
que quería que la Iglesia se deshiciese de su herencia hebrea,
incluidas las Escrituras hebreas. Por eso tener que abando-
nar una afirmación de la Torah no es traumático para ellos
con tal de poder basar aún su punto de vista en el Nuevo
Testamento, aun incurriendo ahí en el mismo literalismo.
Los cristianos, en su mayoría, tienden a valorar en las
Escrituras sólo lo que confirma un determinado sentido re-
ligioso conforme al orden de: creación, caída, diluvio,
éxodo, desierto, tierra prometida, exilio y expectativa me-
siánica. También retienen lo que ellos piensan que es lo
esencial de la moral, encarnado en los «diez mandamien-
tos». Sin embargo, cuando los exponen, los cristianos tienen
una habilidad asombrosa para olvidar lo que es propio de

168
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

la historia y de la tradición. Por ejemplo, transfieren, con


toda libertad, todo lo referente al Sabbath, al primer día de
la semana, es decir, al domingo cristiano (3).
Cuando nos preguntamos sobre cuál es la actitud de las
Escrituras cristianas con respecto a la homosexualidad, nos
encontramos con que ellas no concluyen nada al respecto,
al igual que hemos visto que ocurre con las Escrituras he-
breas. Ya hemos señalado el silencio total al respecto en
Mateo, Marcos, Lucas-Hechos y Juan. La fuente más citada,
para condenar la homosexualidad, es Pablo.
Pablo fue muy claro: «Sus mujeres cambiaron las relacio-
nes naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los
hombres, abandonaron el uso natural de la mujer, se abrasa-
ron en deseos los unos por los otros, cometieron la infamia
de hombre con hombre y recibieron en sí mismos el pago
merecido por su extravío» (Rm 1, 26-27). En este pasaje Pablo
parece afirmar, en efecto, que la homosexualidad es mala.
Sin embargo, puesto que una carta es un diálogo en el que
el lector sólo tiene acceso a una de las partes, y puesto que
no somos ni el escritor ni el destinatario de las cartas de
Pablo, es importante que determinemos, antes que nada, a
quiénes se dirigía la carta «a los romanos», y, en segundo
lugar, cuál era el contexto en el que se debió de recibir y de
comprender esta carta. Pablo nunca había estado en Roma y
redactó su carta para que sirviese de presentación y para pre-
parar a los cristianos romanos a recibirlo. Su estancia iba a
ser una etapa en su viaje a los confines, a España (15, 22-24).
Podemos contar con que la tensión entre los cristianos
de origen judío y los de origen gentil también se daba en la
iglesia de Roma. Sabemos además que, durante el mandato
del emperador Claudio, se expulsó de la ciudad a los ju-
díos, incluidos los convertidos al cristianismo. Las autori-

(3) Para un tratamiento más completo sobre los diez mandamientos,

ver John S. Spong y Denise G. Heines Beyond Moralism San Francisco: Har-
per & Row, 1986.

169
Parte I I — La Biblia

dades romanas no entraban en sutiles distinciones. Lucas,


que después alegaría que los cristianos eran una extensión
de los judíos y que, por tanto, deberían estar tan libres de
persecución como éstos, escribirá en estos términos unos
cuarenta años después de esta carta de Pablo a los romanos,
que es de finales de los cincuenta dC. Al haber expulsado
los romanos a los cristianos de origen judío, los cristianos
de dentro de la ciudad eran de procedencia gentil en su ma-
yoría. Sin embargo, poco después, bajo el mandato de
Nerón, cuyo reinado comenzó en 54 dC., se derogó la orden
de expulsión de los judíos, y los judíos cristianos pudieron
volver a Roma, con lo que la tensión entre ambos grupos
tornó a empezar (4).
Pablo escribió su Carta a los romanos antes del 58 aC.
Mientras lo hacía, un tema primordial para él era esta divi-
sión en el interior de la comunidad cristiana. Como intento
de reconciliación, apeló a Dios a partir de la naturaleza; era
una apelación no sujeta a la herencia judía sino de alcance
universal (Rm 1, 20 ss). Sólo más adelante apelaría, en la
misma carta, a la primacía de los judíos en el plan divino de
salvación (Rm 9, 11). En su alegato a favor de la universali-
dad, fue donde Pablo incluyó los versículos que parecen con-
denar la homosexualidad. Su argumento era que el que
adora a los ídolos se degrada por el hecho de hacerlo a ellos
y no al creador. La verdad se cambiaba por la mentira y las
relaciones naturales se confundían con las antinaturales.
Pablo considera la actividad homosexual como un castigo
de Dios a los idólatras, como una consecuencia de su infide-
lidad. En este fragmento, su carta también incluye a las mu-
jeres en el pecado de la homosexualidad, por lo que se trata
de la única referencia al lesbianismo de la Biblia.

(4) Una vez más expreso mi aprecio por el sincero y vigoroso trata-

miento de los textos del Nuevo Testamento en A study of Issues Concerning


Homosexuality. El Reverendo Christian D. Von Dehsen escribió parte del
informe. Interactuar con él y comprobar sus referencias fue un ejercicio
positivo para mí.

170
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

Pablo creía que la naturaleza era una creación de Dios y


no algo totalmente independiente. No estaba diciendo que
había una norma natural que la homosexualidad quebranta
sino, más bien, que la homosexualidad era un castigo infli-
gido a quienes rechazaban al Dios de la creación. Cuando
Pablo usó la metáfora del injerto de la rama gentil en el árbol
judío, quiso sugerir que Dios podía violar las leyes de la na-
turaleza e incluir a Israel y a los gentiles en el reino de Dios
(Rm 11, 24).
Así que, para Pablo, la homosexualidad no era un pe-
cado sino un castigo. El pecado era la infidelidad. El frag-
mento era una acusación contra la falta de fe, y sugería que
el castigo sería la confusión de identidad, manifiesto en la
homosexualidad. Si los seres humanos no podían discernir
quién era el Dios verdadero, su castigo sería una mente que
no pudiese discernir otras distinciones vitales. Como con-
secuencia, lo que Pablo propiamente afirmó fue que era un
acto antinatural, para una persona heterosexual, participar
en conductas homosexuales. Probablemente él no se podía
imaginar una vida en la que el afecto de un varón se pudiese
dirigir directamente a otro varón. Pero eso no lo condenó.
En Corintios I, 6:9-11, Pablo hizo un listado de quiénes
no heredarían el Reino de Dios. La lista incluía inmorales,
idólatras, adúlteros, pervertidos sexuales, ladrones, codicio-
sos, borrachos, maldicientes y ladrones. En Corintios I, 5:10,
había una lista similar que sólo incluía inmorales, codicio-
sos, ladrones e idólatras. En el versículo siguiente, Pablo
amplía la lista y añade: los que maldicen y los borrachos.
Corintios I, 6:9 añade a pervertidos sexuales, ladrones y
adúlteros. ¿Qué entiende Pablo por «pervertidos sexuales»?
Se trata, en realidad, de una traducción de dos palabras: ma-
lakos, que literalmente significa «blando» o «falto de auto-
control» y que se usaba en el sentido de un afeminamiento
asociado a la homosexualidad, y arsenokoitus, que significa
literalmente «un hombre acostado» y que, probablemente,
se refiere a un prostituto. Sin embargo, la persona con la que

171
Parte I I — La Biblia

el hombre se acuesta no se menciona, por lo que podría ser


o un hombre o una mujer. Con todo, es posible que la yux-
taposición de la palabra malakos (afeminado, blando) y la
palabra arsenokoitus (hombre dedicado a la prostitución) se
haya empleado para referirse a los hombres que, pasiva o
activamente, participan en relaciones homosexuales, aun-
que esta conclusión no puede probarse y la discutirían mu-
chos estudiosos.
Estas dos referencias en Romanos y Corintios I son las
únicas sobre la homosexualidad en las cartas de Pablo.
Aunque analicemos las palabras y las situemos en su con-
texto, me parece que Pablo no aprobaría la conducta homo-
sexual. También parece evidente que no entendía el origen
o los efectos de una orientación homosexual. Sólo el hecho
de que Pablo la considerase no como un pecado sino como
un castigo nos debería llevar a cuestionar los presupuestos
de los que parte.
Ya que Pablo, en sus cartas, reveló muchos datos sobre
su persona, ¿qué sabemos de él que pueda ayudarnos a
comprender mejor el significado de sus palabras? Pablo
nunca se casó, por ejemplo. Y da la impresión de ser incapaz
de referirse a las mujeres en general si no es para infravalo-
rarlas. Su pasión teológica provenía de un sentido enorme
de ser indigno y pecador, es decir, de una definición de sí a
la que alimentaba una poderosa negatividad hacia sí. Lo
que experimentó en su conversión fue que Dios lo amaba a
pesar de ser pecador. Dios lo había aceptado en Cristo, aun-
que él estuviera seguro de ser repudiable. Dios lo había
amado hasta convertirlo en una nueva criatura en Cristo.
Pablo describió una guerra en su interior sobre la que
no tenía ningún control; había un conflicto en su ser: «no
hago lo que quiero sino lo que aborrezco […] nada bueno
habita en mí, en mi carne […] ¡Pobre de mí! ¿Quién me li-
brará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (7:15,18,24).
Pablo habló de un «aguijón en su carne» y de cómo pidió a

172
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

Dios, sin éxito, que se lo sacara (Cor II, 12:7). Dios le res-
pondió: «Te basta mi gracia pues mi fuerza se muestra en
tu flaqueza». Era el retrato exacto de un hombre con un
conflicto interno. ¿Estaba relacionado, dicho conflicto, con
el conocimiento que Pablo tenía de sí y con su propia se-
xualidad? Si Pablo veía la homosexualidad como un castigo
de Dios, ¿no podría ver igual a aquello que consumía su
alma, fuese lo que fuese?
La opinión de Pablo sobre la homosexualidad, ¿era
acertada o estaba limitada por la falta de conocimiento
científico propio de la época, y marcada, además, por el
prejuicio que nace a partir de la ignorancia? El examen de
otras presuposiciones y conclusiones de Pablo nos ayudará
a responder a esta pregunta.
¿Quién compartiría hoy la actitud de Pablo cuando es-
cribe: «Dios dio a los judíos un espíritu embotado, / ojos
para no ver y oídos para no oír/, hasta el día de hoy» (Rm.
11: 8). Este juicio antisemita es inaceptable hoy, en la comu-
nidad ecuménica e interreligiosa. Pablo creía que Dios había
instituido la autoridad del estado y que, por tanto, los cris-
tianos no debían cuestionarla (Rm. 13: 1-2). Sin embargo,
personalidades como los creadores de la Carta Magna,
George Washington y Martin Luther King Jr., creían que su
derecho y su deber era cuestionar el poder del gobierno es-
tablecido. Pablo creía que todas las mujeres debían llevar
velo (Cor I, 11: 5, 16), cosa que hoy sólo secundarían los fun-
damentalistas islámicos.
Las iglesias, que han desafiado y transcendido estas
ideas de Pablo, ¿consideran que sus comentarios sobre la
homosexualidad son más absolutos que ideas como éstas,
culturalmente anticuadas y condicionadas, que ellas mis-
mas han relativizado?
El apóstol trató de distinguir, en el corpus de sus cartas,
lo que era su opinión y lo que era tradición revelada. La tra-
dición revelada tenía más autoridad que su propia opinión.

173
Parte I I — La Biblia

Lamentablemente, Pablo discutió sobre muchas cuestiones,


incluida la de la homosexualidad, sin decirnos, cada vez, si
transmitía su opinión personal o la tradición revelada. Sin
embargo, tampoco esto es tan importante porque tanto la
opinión personal como la interpretación de la «tradición re-
velada» pueden cambiar a la luz de nuevas ideas y de nue-
vos conocimientos. A la vista del abandono actual de
muchas posiciones paulinas, es muy probable que lo que se
articula en los escritos de Pablo no es directamente la pala-
bra inmutable de Dios con clara independencia de los pre-
juicios culturales, sesgados y mal informados, del apóstol.
Los cristianos responsables no pueden esconderse detrás de
una cita paulina, afirmar que es «palabra de Dios» y cerrar
así sus mentes a la explosión de conocimientos actuales en
el campo de la sexualidad humana.
Quedan por examinar otras tres referencias en el Nuevo
Testamento. Una está en la carta pseudopaulina de Timoteo
I. Las otras dos, en las epístolas católicas de Judas y II Pedro.
No repetiré ahora las razones que sustentan el abrumador
consenso de los estudiosos sobre la autoría no paulina de
Timoteo I, pero sí indicaré que, principalmente, se basan en
que la epístola supone un tipo de iglesia cuya organización
y cuya doctrina están muy desarrolladas y ello apunta a una
época algo posterior a la de Pablo. El objetivo de la carta es
corregir a los falsos maestros que promovían enseñanzas es-
peculativas en lugar de enseñanzas autorizadas. El autor de
la carta enumera los tipos de personas que necesitan escu-
char la ley: las personas inmorales, los arsenokoitais («sodo-
mitas» en la versión estándar revisada y «los que se
mancillan a sí mismos con otros hombres» en la versión del
rey Jacobo) y los secuestradores.
El argumento del pasaje es que una enseñanza correcta
se traduce en un comportamiento correcto y que, por tanto,
un mal comportamiento revela una mala enseñanza. Si «se-
cuestradores» designa a las personas que esclavizan a chicos
jóvenes con el propósito de explotarlos sexualmente, enton-

174
C A P. 9 — L A B I B L I A Y L A H O M O S E X UA LI DA D

ces, las «personas inmorales» son los que desean tener sexo
con un chico joven, o comerciar con ellos como esclavos
para su venta. Este pasaje, por tanto, se refiere a un tipo par-
ticular de explotación sexual que se debe condenar. Ahora
bien, un pasaje sobre explotación sexual no debe extrapo-
larse y utilizarse para condenar las formas de relación que
son consentidas por dos personas del mismo sexo pues, en
dichas relaciones, no hay abusos sino libre entrega mutua.
Las referencias de Judas y de II Pedro están relacionadas
entre sí y, en realidad, provienen de una misma fuente pues
II Pedro parece depender de Judas. Ambas cartas datan de
un período entre finales del siglo I y bien entrado el siglo se-
gundo. Ninguna la escribió el apóstol que les da nombre.
Ambas utilizan el episodio de Sodoma y Gomorra como
ejemplo de aquellos sobre los que cae la ira de Dios por razón
de su inmoralidad. El propósito principal de ambos pasajes
es citar algún ejemplo de cómo la destrucción de Dios sobre-
viene a las personas que o bien no creen (Judas) o bien ense-
ñan herejías (II Pedro). Son síntoma de un creciente deseo,
por parte de los líderes de la Iglesia cristiana, de imponer
orden y de controlar. Referirse a Sodoma y Gomorra equiva-
lía a amenazar con el infierno a los que no se enmendaran.
Esto es todo lo que las Escrituras cristianas dicen y tiene
que ver, más o menos, con la homosexualidad. Incluso para
un literalista acérrimo, estas referencias no fundamentan
una condena contundente de la homosexualidad. Si no se
es literalista, no hay siquiera materia. Sólo queda claro el re-
calcitrante prejuicio, nacido de una ignorancia generalizada.
Dicho prejuicio ataca a personas cuyo único «delito» es
haber nacido (no, haber escogido) con una predisposición
sexual inalterable hacia las personas del mismo sexo.
Si asumimos los nuevos conocimientos sobre la causa y
el significado de la homosexualidad, debemos renunciar a
nuestros prejuicios y a los prejuicios que nos pueda parecer
aún que se traslucen en las Sagradas Escrituras, y centrar

175
Parte I I — La Biblia

nuestra atención en la perspectiva central del evangelio, en


apoyar a nuestros hermanos y hermanas gais y lesbianas, y
en considerarlos como una parte más de la buena creación
de Dios. Esto implica, inevitablemente, aceptar, afirmar y
bendecir aquellas relaciones entre estas personas que, como
todas las relaciones santas, producen los frutos del espíritu:
amor, alegría, paz, paciencia y sacrificio; y hacerlo con la
confianza de que, aunque esto no concuerda con la literali-
dad de unos pocos fragmentos bíblicos muy antiguos, sí que
concuerda con el espíritu dador de vida, que siempre rompe
las ataduras del literalismo.

176
C A P Í T U L O 10

DE LAS PALABRAS A LA PALABRA

La Biblia no puede fundamentar nuestras decisiones en


cuestiones de ética sexual, sobre todo si se interpreta literal-
mente. Los juicios y prejuicios nacidos de una lectura literal
no perdurarán.
Ahora bien, esto no significa que una lectura adecuada
de la Biblia no nos aporte nada. La verdad de la Biblia no
está congelada en un molde antiguo ni está cerrada a nue-
vas lecturas en el futuro. Cada generación, en cada época,
debe buscar la Palabra que emana de las Escrituras, con un
poder admirable, que mueve a la conversión. Sin embargo,
esta Palabra no es las palabras de la Escritura aunque dicha
Palabra está en, llega con, resuena a través y lleva más allá
de dichas palabras. Para intentar mostrar la diferencia entre
la Palabra de Dios y las palabras de las Escrituras, escribiré
en mayúscula la palabra «Palabra» cuando me refiera al Es-
píritu que está más allá de la letra.
Esta Palabra es la que se capta en los relatos de la Crea-
ción, aunque no hay que identificarla con la enumeración de
los siete días que tanto gustaba a William Jennings Bryan en
el juicio contra el maestro Scopes en 1925 (1). La Palabra
habla sobre todo de la bondad de la Creación. Proclama que

(1) N del T: William Jennings Bryan fue un político estadounidense,

demócrata, conocido, entre otras cosas, por su intervención contra John


Thomas Scopes, a quien, en 1925, se acusó de violar una ley que prohibía
la enseñanza de la teoría de la evolución en la escuela pública del estado
de Tennessee. Bryan afirmó en el juicio que la teoría de la evolución aún
no se había probado y que, por tanto, no convenía enseñar ideas contrarias
a las establecidas en la Biblia. Scopes fue condenado pero los argumentos
de su defensor, el abogado Clarence Darrow contribuyeron a deslindar la
Biblia y la religión, de la ciencia y sus elaboraciones.

177
Parte I I — La Biblia

la vida es buena, y que todo lo que existe comparte un origen


divino y, por consiguiente, debe celebrarse y afirmarse.
A lo largo de la historia, las oscuras sombras del dua-
lismo siempre han pretendido excluir de la bondad de la
creación aquello que los hombres han considerado malo o
indigno de la luz divina y de la autoridad de Dios. Los te-
mores humanos erigen barreras que identificamos como la
voluntad de Dios. Luego, nuestros prejuicios, encerrados
por estas barreras, rechazan a la gente o a las cosas que están
fuera de ellas. No obstante, al final, la propia Palabra de la
Creación rompe dichas barreras y hace que la bondad ori-
ginal de la Creación fluya viva.
¿Cómo puede practicarse la esclavitud o la segregación
desde la perspectiva de la Creación, de que todo es bueno?
Sin embargo, si se lee la Biblia al pie de la letra, pueden
aducirse muchos textos que parecen indicar que la escla-
vitud es admisible. La Biblia dice que los descendientes de
Cam fueron condenados a la esclavitud (Gén. 9: 20 y ss);
la Torah permitía la esclavitud de los no judíos (Lev. 25: 44
y ss); Pablo acepta la esclavitud y sólo pretende hacerla
más benigna cuando insta al esclavo fugitivo Onésimo a
volver con su amo Filemón y luego le escribe a éste (Fil. 1:
10 y ss.); o cuando ordena a los amos que traten a los es-
clavos afablemente (Col. 4: 1). El autor de la Carta a los efe-
sios describe cómo debería ser la relación entre esclavos y
amos (6: 5 y ss.). Estos pasajes interpretados literalmente
apoyan la esclavitud, pero la Palabra viviente pronunciada
en la Creación proclama lo contrario: la libertad de todos
en cada generación.
Todos los movimientos (religiosos y políticos) por la li-
bertad y por la inclusión, desde la Carta Magna, la Reforma,
la emancipación de los esclavos, la condena del racismo,
hasta el rechazo del sexismo y la homofobia; todos ellos han
encontrado apoyo en la comunidad de fe que cree en la Pa-
labra de Dios pronunciada en la Creación. La vida es buena

178
C A P. 1 0 — D E L A S PA L A B R A S A L A PA L A B R A

y se debe apreciar como tal. Los seres humanos son valiosos


y se les debe amar. La persona es sagrada y no se la puede
utilizar ni explotar por quienes buscan su propio beneficio
a costa del otro. El Dios de la Creación está en contra de esta
utilización y explotación aunque no lo estén algunos frag-
mentos de las Escrituras leídos literalmente.
En la Creación, Dios llama a todos a vivir en su presen-
cia como portadores de su imagen. Sin embargo, la historia
revela que los hombres, por su estrechez mental, reducen
constantemente la belleza y la maravilla de la Creación y de
Dios a los límites de su comprensión y a las fronteras de su
tierra. Los hombres justifican con razones y argumentos
cualquier comportamiento que consideren necesario para
fortalecer su nación, exterminar a sus enemigos y reivindi-
car su deidad tribal. Por eso, cada vez que las barreras del
prejuicio caen, o se rompe la idolatría nacional, se escucha
la Palabra de Dios en la Creación. Imposible constreñirla por
las prácticas de los hombres y subordinarla por éstos a la
letra de las «sagradas» Escrituras. Esto fue lo que ocurrió en
Israel, durante el exilio, cuando el pueblo aprendió que el
Dios de la Creación no está atado a los límites de Israel. Por
un momento, en el exilio, se esbozó, en efecto, una visión
de la inclusividad:
Todo valle se colmará
Y todo monte y collado se allanará.
Lo irregular se nivelará
Y lo áspero se tornará una planicie.
Entonces, la gloria del Señor se manifestará
Y toda carne juntamente lo verá
Porque la boca del Señor ha hablado. (Isaías 40: 4-5)

La voz solitaria que clama en el desierto es un eco fiel


de la Palabra primera del Señor en la Creación. Resuena una
y otra vez para desafiar y destruir las barreras levantadas
por los hombres para sentirse seguros aunque sea a costa
de destruir la universalidad querida por Dios. Parece que
es necesaria la tragedia del exilio, o el desastre de una epi-

179
Parte I I — La Biblia

demia, como la peste en el siglo XIV, o el SIDA en el XX, o


un accidente nuclear que amenace envenenar el medio am-
biente común, para arrancar a los hombres de sus sistemas
de seguridad y conducirlos al reconocimiento de que la fa-
milia humana es indivisible, de que comparte un destino y
unos peligros comunes y una esperanza que se nos da en la
bondad intrínseca de la Creación. Entonces tenemos oídos
para la Palabra que emana de las mismas palabras de las Es-
crituras que una vez apoyaron nuestros nacionalismos: «He
visto todo lo que he hecho, y es bueno» (Gén. 1:31).
La Palabra se ve asimismo en la persona de Jesús de Na-
zaret. Por eso los cristianos aún lo llaman «el Verbo hecho
carne». Sin embargo, lo que llamamos «Evangelios», es
decir, las palabras que describen la vida de Jesús están llenas
de contradicciones. Las versiones sobre el origen de la sig-
nificación y del poder de Jesús se contraponen en las mis-
mas Escrituras. ¿No hay dos versiones del nacimiento,
cuyos detalles es imposible reconciliar? En Lucas, José tuvo
que ir a Belén a causa de un censo, y Jesús nació allí en un
establo (cap. 2). En Mateo, José y María ya vivían en Belén,
en una casa a la que acudieron los magos venidos para en-
contrar al rey recién nacido (2:2-10). En Lucas, la circunci-
sión y la presentación de Jesús se hacen en el templo de
Jerusalén, a los ocho y a los cuarenta días, y dentro de un
ambiente distendido (Lc. 2:21-39). Mateo, en cambio, atri-
buye a este mismo tiempo la huida inmediata a Egipto, para
escapar de Herodes. Lucas dice que la familia regresó a Na-
zaret porque aquella era su ciudad (Lucas 2:39) mientras
que Mateo, que da por descontado que el hogar de Jesús es
Belén, tiene que inventar una historia que obligue a la fami-
lia a mudarse a Nazaret (Mt. 2:20-23). De hecho, los autores
de estos dos evangelios ni siquiera están de acuerdo en
quién fue el padre de José. Para Lucas, fue Eli o Helí (3:23)
y para Mateo fue Jacob (1:16). ¿Cuál es, entonces, el texto
que dice la verdad?

180
C A P. 1 0 — D E L A S PA L A B R A S A L A PA L A B R A

Además, el acontecimiento que abrió los ojos de los dis-


cípulos, y, por ellos, a la gente de los pueblos de la tierra, a
la presencia de Dios en Jesús, no fue el nacimiento sino la
resurrección. Sin embargo, este acontecimiento crucial tam-
bién es muy diferente según los distintos Evangelios, tal
como ya anoté en el capítulo 7 (2).
Es tan frecuente que las palabras concretas de los dife-
rentes textos bíblicos sean contradictorias que es imposible
tomarlas como verdad en el sentido de información histó-
rica fidedigna. Sin embargo, la Palabra que se manifiesta
en Jesús trasciende todas las palabras recogidas en el texto
y abre a la gente a la presencia de Dios. La Palabra es que
Dios ama, valora, redime y considera a cada ser como algo
precioso y de valor incalculable, sin importar cuánto
pueda el hombre valorarse a sí mismo o pueda valorarlo
el mundo, con sus categorías y clasificaciones, llenas de
prejuicios. Si se reconoce como Dios de la Creación a aquel
que la juzga buena, entonces, Jesús, el Ungido de Dios, es
el que hace real y patente este juicio y por tanto esta bon-
dad. La salvación no es otra cosa. Vemos a Dios y a su Pa-
labra en Jesús porque en él vemos la fuente de la vida y la
vida misma de Dios. Adorar a Dios en Jesús equivale a
vivir de forma plena, libre y abierta, sin las barreras que
inhiben lo vivo, sin la camisa de fuerza de los estereotipos
sobre quién soy yo y quién es el otro.
Vemos a Dios y a su Palabra en Jesús porque Dios es la
fuente del amor; y el amor que se manifiesta en Jesús es para
toda la humanidad, por encima de clase y condición. Jesús

2 Abordo este punto con mayor extensión en los capítulos 12 y 13 de:


The Easter Moment [El momento de la Resurrección] (San Francisco: Harper
& Row, 1987). [N del T:] Con posterioridad, Spong compuso todo un libro
sobre la Resurrección (La Resurrección, ¿mito o realidad?, Barcelona, 1996
[1994]). Poco después, Spong resumió sus ideas sobre la resurrección en
otro libro cuyo enfoque general es que debemos leer el NT no con ojos oc-
cidentales sino como lo que es: un libro nacido en un medio religioso judío
(Liberating the Gospels, Nueva York, HaperSanFrancisco, 1996).

181
Parte I I — La Biblia

está abierto a los mendigos (Mc. 10:46 y ss.), a las prostitutas


(Mc. 14:3 y ss.), los ladrones (Lc. 23:32 y ss.), los leprosos (Lc.
17:1 y ss.) y los endemoniados (Mc. 1:32 y ss.). Su compasión
limpia cada vida que encuentra. Transforma a Pedro de co-
barde en valiente (Jn. 21:15 y ss); libera a Santiago y a Juan,
los hijos de Zebedeo, tan intrigantes (Mc. 10:35 y ss.): uno
llegará a ser mártir (Ac. 12:2) y otro será el discípulo amado
(Jn. 1:24) (3); abre los ojos de Andrés, el reticente, hasta que
puede ver el valor de cada ofrenda, incluso la de cinco panes
de cebada y dos peces, ofrecida por el joven a la multitud
(Jn. 6:8 y ss.); y acepta a Mateo y a Zaqueo a pesar de su co-
laboración con la administración romana (Lc. 19:1 y ss.; Mt.
9:9). Nadie está fuera del amor de este Jesús, que no se se-
para de nadie ni lo pone aparte. Las categorías con las que
los hombres juzgan quedan barridas. ¿No fue un extranjero,
un africano de Cirene, quien, obligado a llevar la cruz de
Jesús, se vio arrollado de inmediato por el poder del amor
de aquel hombre (Mc. 15:21)?
La Palabra de Dios en Jesús no debe confundirse ni iden-
tificarse con las palabras de quienes escribieron sobre él. Ella
es el amor divino que lo constituyó; por el que él creó vida
en quienes vivieron un encuentro en profundidad con él.
No puedo adorar la Palabra en Jesús si no amo, acepto y
perdono, tal como él hizo conmigo. Tal como Edmond
Browning, obispo presidente de la Iglesia Episcopal, dijo en
su discurso inaugural: «La raíz de la ética del reino es la
compasión de Jesús», que no rechazó a nadie porque nadie
es rechazable.
Vemos a Dios y a la Palabra de Dios en Jesús porque
Dios es el fundamento de todo ser y porque Jesús se atrevió
a ser él mismo totalmente. No puedo adorar al Dios que
vive en Cristo si no tengo yo también el coraje de ser todo

(3) Personalmente, no acepto la identidad de Juan, hermano de San-

tiago e hijo de Zebedeo, y el «discípulo amado»; sin embargo, dicha iden-


tidad forma parte de la tradición común de las iglesias y el autor de Juan
21 se consideró, a sí mismo, como el discípulo al que Jesús amaba.

182
C A P. 1 0 — D E L A S PA L A B R A S A L A PA L A B R A

aquello para lo que Dios me creó. Para mí, la parte más


atractiva del retrato de Jesús en los Evangelios no es la
trama de milagros y de curaciones extraordinarias sino, más
bien, la singular integridad de su ser. En cualquier circuns-
tancia, Jesús tenía el valor de ser él mismo. En cada encuen-
tro con otro, se daba a sí mismo. Ni la falta de estatus ni la
posesión del mismo alteraban el ser de Jesús. Él siempre era
el que era ante el otro. Se dio a la samaritana junto al pozo
aunque, según todos los indicios, fuese alguien sin estatus
social (Jn. 4:7 y ss). Y se dio al joven rico, que disfrutaba de
muchos de los bienes de este mundo (Mc. 10:17 y ss.).
Nadie puede darse a sí mismo si no hay un sí mismo
que pueda darse, un sí mismo afirmado, aceptado y vivido
valientemente. Sólo es un ser libre aquel que es libre para
aceptar los elogios y soportar la crítica, sin que ello cambie
esencialmente su ser. Cuando me fijo en Jesús, que para mí
es la Palabra de Dios, veo a una persona libre, que podía
aceptar el aplauso de la multitud, en la escena de los Ramos,
sin que esto afectase a su ser. Del mismo modo, también lo
veo como una persona libre cuando, colgado en una cruz y
mientras la vida se le iba, podía aceptar las burlas de sus
torturadores sin traza de amargura ni de desafío o de recri-
minación. La hostilidad y el rechazo no alteraron su ser,
como tampoco la alabanza. He ahí el retrato de la libertad,
la libertad de alguien que sabe quién es y tiene el valor de
ser precisamente el que es. En él captamos la personificación
del fundamento de todo ser.
La Palabra de Dios en Jesús es para mí una llamada a ser
yo mismo en plenitud, sin disculpas ni jactancia; es una invi-
tación al arrojo, a correr el riesgo, a la aventura. Eso es lo que
para mí significa adorar a quien es el fundamento de todo ser,
y sentirme capacitado por él para descubrir el valor de ser
aquel que yo soy en él. La Palabra de Dios se ve y se escucha
también a través del Espíritu que nos llama a la comunidad y
que crea en nosotros un sentido de identidad comunitaria que
mejora y enriquece nuestra individualidad. Bíblicamente, el

183
Parte I I — La Biblia

Espíritu es el aliento que es dador de vida; el soplo de Dios


que anima y vivifica la creación. Es una presencia santificante
pues la vida no se torna santa por el hecho de volverse uno
un santurrón piadoso, sino por la experiencia de llegar a estar
completo y vivir así. Ireneo lo dijo una vez: «La gloria de Dios
es el hombre [varón o mujer] plenamente vivo».
Mas la vida plena y libre es siempre en comunidad. El
Espíritu siempre es comunión; es la unidad que no es uni-
formidad. Es el don de ser sostenido, tal como uno es y, al
mismo tiempo, el don de ser llamado a imaginar lo que uno
puede llegar a ser. Es, a la vez, la celebración de nuestra in-
dividualidad y el reconocimiento de la interrelación, de la
profunda y permanente interdependencia de toda vida.
Cuando los escritores bíblicos trataron de captar esta reali-
dad, lo hicieron a través de imágenes que, tomadas literal-
mente, llegan a ser absurdas. En el relato de la Creación, el
Espíritu aleteaba por encima de las aguas (Gén. 1:2). La ima-
gen es femenina: como una gallina empollando los huevos
hasta aparecer la nueva vida. A Adán, lo modeló, primero,
la deidad creadora, de un puñado de tierra; luego, prolongó
su presencia, en aquel cuerpo inerte, al aplicarle artesanal-
mente la respiración. Cuando sopló en Adán el Espíritu
dador de vida, lo llamó a la vida y a la relación.
En la visión del valle de los huesos secos, el espíritu o el
viento de Dios sopló a través aquel valle de muerte e hizo
que los huesos se unieran y se revistieran de carne para re-
cobrar vida (Ez. 37:1 y ss.). En el relato de Lucas del naci-
miento, el Espíritu viene a María para dar al mundo una
nueva creación (Lc. 1:35). En el relato de Pentecostés, el Es-
píritu desciende sobre los discípulos atemorizados, y les
confiere vida y fortaleza (Ac. 2:1 y ss.). Fue una ráfaga de
viento impetuoso, con lenguas como de fuego purificador,
y la comunidad se sintió capaz de superar cualquier obstá-
culo, tal como simboliza la capacidad de todos para escu-
char el anuncio del amor de Dios en su propia lengua, sin
importar cuál. Más allá de la literalidad de las palabras, que

184
C A P. 1 0 — D E L A S PA L A B R A S A L A PA L A B R A

confunde, está la Palabra que da vida, crea, redime y santi-


fica; a ella apuntan las palabras de la Escritura.
La Palabra divina no es tan concreta ni precisa como nos
gustaría. No nos dispensa de tener que pensar, investigar,
luchar y buscar lo inaprehensible. No nos da respuestas sino
el contexto en el que buscarlas. Está abierta a que oigamos
en ella una Palabra nueva que arrojará una luz nueva y
alumbrará una nueva comprensión de temas que conside-
rábamos ya cerrados. Es una Palabra autocorrectora y, por
tanto, no nos ata con la camisa de fuerza de lo antiguo. La
Palabra de Dios, en fin, siempre frustrará la pretensión hu-
mana de actuar como si la Palabra se hubiera capturado y
domesticado. Llamará, a cristianos de todo tipo y a quienes
buscan a Dios en cualquier tradición, a adentrarse en el fu-
turo, donde la única certeza no serán nuestras formulacio-
nes sino la Palabra eterna de Dios que siempre está ante
nosotros, creando y recreando el pueblo de Dios.
La fe no es una ciencia exacta. No hay credos ni Biblias
eternas e inmutables. Sólo existe la eterna verdad de Dios.
En el instante en que la verdad se articula o codifica se
vuelve finita, limitada, y, en último término, falseada. Vivir
ante la Palabra eterna de Dios se parece a un viaje, y la Biblia
es algo así como una guía. Va del Jardín del Edén a la Ciudad
Eterna, vía Ur, Egipto, Canaán, Babilonia, Corinto y Roma.
El pueblo de la Alianza fue nómada. Siguiendo las aventuras
de nuestras padres en la fe, encontramos puntos de referen-
cia importantes para nuestro propio viaje. En estas historias
de fe aprendemos cómo caminaron las generaciones anterio-
res. Nos informamos del terreno por recorrer, de los escollos
y peligros a evitar, de los lugares de descanso y de los mo-
mentos de celebración que tendremos. Sus historias mues-
tran los caminos entre los que hemos de escoger, pero no
pueden ni nos obligan a seguir los mismos itinerarios.
Los seres humanos hemos peregrinado muchas veces en
nuestra historia religiosa y sabemos bien que debemos pe-
regrinar de nuevo. Hemos pasado de los cultos de fertilidad

185
Parte I I — La Biblia

y de la religión que adoraba la naturaleza a las deidades tri-


bales que nos llamaban al éxodo y creaban vínculos para
nuestra vida en común mediante pactos y leyes. Hemos pa-
sado de la identidad tribal a un sentido del individuo que
llega hasta el extremo de imaginarnos el cielo y el infierno
conforme a las acciones, buenas y malas, de las personas in-
dividuales, como si nadie fuese responsable de nadie más
que de sí. Ahora estamos dejando este enfoque. Nos damos
cuenta de nuevo de que estamos conectados por cosas como
el inconsciente colectivo que portamos en nuestro interior,
la programación de los cromosomas, cuya acción se deja
sentir a lo largo de las edades, y el sello que diversas fuerzas
imprimen en nosotros desde antes de nacer. Por eso los va-
lores sexuales de los sistemas religiosos de hoy deben refle-
jar la comprensión que hoy tenemos de la vida.
Quienes interpretan literalmente la palabra de Dios, con-
finan su propio poder en un molde en el que sólo encaja la
sabiduría del pasado y por eso son incapaces de adaptarse.
Con el tiempo, esta incapacidad hará inevitable que la fe se
vea sacudida implacablemente, hasta quedar hecha añicos y
remplazada o bien por una histérica huida hacia delante, de
tipo anti-intelectual, o bien por la desesperación ante la nada.
Por el contrario, si sabemos que la Palabra es dinámica y no
se puede amordazar, podemos cambiar y crecer, y llevar con
nosotros las nuevas preguntas ante ella, que nos dará nuevas
experiencias y nuevas concepciones de la verdad. Entonces,
se escuchará una vez más la Palabra con nuevos acentos, y
nos llamará a abrirnos a nuevas posibilidades.
Esto sucede actualmente en medio de los cambios en la
sexualidad. Y sucederá, una y otra vez, en otros campos,
según avancemos hacia un futuro que nos inspirará temor
pero que también será emocionante. La Palabra de Dios es la
Palabra más allá de las palabras de las Escrituras, más allá de
las formulaciones de la tradición, más allá del intento humano
de aferrarla o interpretarla literalmente. Es la Palabra que, por
don de Dios, reconocemos como Espíritu más allá de la letra.

186
III
A LGUNA S P R OPUES TA S

C A P Í T U L O 11

MATRIMONIO Y CELIBATO:
LO IDEAL, NO LA ÚNICA OPCIÓN

La institución del matrimonio está en constante proceso


de cambio; evoluciona y se transforma de forma imprevisi-
ble y peculiar. Tiene detractores y defensores, y algo de
ambos hay en mí. Estoy dispuesto a decir adiós a la forma
patriarcal de matrimonio que oprime a ambas partes en
nombre de un concepto de masculinidad ya moribundo,
pero no lo estoy si de lo que se trata es de abandonar el con-
cepto de matrimonio como tal. En mi opinión, sigue siendo
el modo más importante de relación humana. Un matrimo-
nio fielmente contraído y fielmente vivido es una experien-
cia profundamente vivificante que hay que reconocer y
celebrar. También creo que, para algunas personas, el celi-
bato puede ser una alternativa válida; una alternativa que
habría que considerar e incluso que recomendar en deter-
minadas circunstancias. Si discrepo de los moralistas tradi-
cionales, no lo hago en lo que se refiere a los valores que el
matrimonio o que el celibato pueden comportar, sino sólo
en la pretensión de estos moralistas de limitar el comporta-
miento moral admisible a estas dos alternativas.
No creo que hoy en día la disyuntiva entre matrimonio
y celibato agote el campo de lo que puede considerarse vá-
lido en moral sexual. Estas dos opciones pueden seguir
siendo los ideales propuestos con carácter general; es decir,
los estándares comunes. Puede atribuírseles, incluso, el má-
ximo potencial de realización. Sin embargo, he conocido de-

187
Parte I I I — Algunas propuestas

masiadas relaciones no matrimoniales en las que podían re-


conocerse los frutos de la santidad como para pretender que
tales relaciones son inmorales por el mero hecho de no en-
cajar en lo que puede considerarse, estrictamente, como un
matrimonio legal.
En esta sección del libro, intentaré definir y defender
estas otras opciones morales. Antes, sin embargo, es impor-
tante afirmar, clara y vigorosamente, tanto mi compromiso
con el matrimonio, fiel, monógamo y de por vida, como
norma válida para la mayoría, así como mi opinión de que
la vida en castidad, propia del celibato, es recomendable
como una opción válida, para algunos.
Este compromiso no es nuevo en mí. Es la opinión de
quien, a lo largo de la vida, no se ha desanimado a la vista
del dolor de las rupturas humanas. Lo dije públicamente en
un libro de hace seis años: «En la profundidad de mi ser sigo
convencido de la verdad de que el mayor desarrollo del ser
humano y su mayor gozo potencial son el resultado y la
consecuencia del compromiso total de una persona con otra
en el santo matrimonio» (1). Aún lo creo así.
Un matrimonio monógamo y fiel nunca ha sido un logro
fácil; y quizá sea aún más difícil hoy. Quienes defienden los
valores de las anteriores generaciones muchas veces no pa-
recen comprender las presiones que hoy se ejercen sobre los
jóvenes adultos, ni el entorno en el que actualmente se unen
en matrimonio; entorno radicalmente diferente del habitual
hace tan sólo un par de generaciones. Vivimos en medio de
un bombardeo de sexo a través de los medios, impresos y
electrónicos, las vallas publicitarias, las novelas, las obras
de teatro, las películas e incluso los debates abiertos en es-
cenarios públicos, de manera que el sexo ya no es, como an-
taño, una actividad privada. Y menos ahora que somos
conscientes de que, en una relación sexual, los participantes
se exponen mutuamente a infecciones provenientes de cual-

(1) John S. Spong, Into the Whirlwind (Harper & Row, 1983).

188
C AP. 11 — M ATRI MON IO Y CELI BATO : LO I DEAL , NO LA ÚN ICA OP CIÓN

quier relación anterior, de uno o de otro. Esta toma de con-


ciencia reciente del peligro potencial de la actividad sexual
ha enfriado un tanto el fuego de la liberación, e incluso ha
hecho que aumente la valoración del romanticismo y de una
relación estable. El pacifista que en su día proclamó «haz el
amor y no la guerra» ya no está tan seguro al hacer lo pri-
mero. Culturalmente, hay un retroceso de la promiscuidad.
Las amenazas de contagio mitigaron el entusiasmo de mul-
tiplicar las relaciones. En 1984, la revista Time llegó a anun-
ciar, en portada, que la revolución sexual había terminado.
Pudo ser prematuro anunciarlo pero sí fue oportuno regis-
trar que las actitudes hacia el sexo y el matrimonio estaban
entrando en una nueva fase.
Contra lo que algunos esperaban, la libertad sexual no
sólo trajo emociones intensas y satisfacción. También trajo
dolor, pérdidas, superficialidad, trastornos e incluso tedio.
El ser humano necesita y desea intimidad, continuidad y
compromiso en el amor. La actividad sexual, o forma parte
de la intimidad y del amor, o pasa a no significar apenas
nada. Las emociones baratas o artificiales no son duraderas.
A medida que la gente lo ha entendido, la promiscuidad ha
disminuido y los compromisos han aumentado.
A los círculos conservadores, políticos y religiosos, les
gusta que el matrimonio monógamo y fiel, así como el celi-
bato voluntario y acendrado, puedan volver a ser la norma
de la sociedad, si no por razones morales, sí, al menos, por
razones de salud. Sugieren que el retorno a la moralidad tra-
dicional disminuye, por sí solo, el impacto de ciertas enfer-
medades. El argumento es poderoso porque, ciertamente,
la conducta promiscua, homosexual o heterosexual, es des-
tructiva para el alma, y peligrosa para el cuerpo.
James B. Nelson (2) llama la atención sobre los numerosos
debates públicos que sitúan la sexualidad entre nuestras

(2) James B. Nelson, "Reuniting Sexuality and Spirituality", The Chris-

tian Century 104, no. 6 (February 25, 1987): 187-90.

189
Parte I I I — Algunas propuestas

principales preocupaciones. Su lista incluye asuntos relacio-


nados: la equidad entre los sexos, la igualdad en el acceso al
empleo y en los salarios, el aborto, la planificación familiar,
el control demográfico, los abusos y la violencia sexual, la
pornografía, la prostitución, las técnicas reproductivas, el uso
de preservativos y el embarazo entre adolescentes. Cada uno
de estos temas se discute libremente en los medios casi a dia-
rio. Además, el Dr. Nelson enumera: el aspecto sexual de los
crímenes más violentos, la carrera de armamentos y las polí-
ticas económicas y exteriores de las naciones. Todos estos
problemas, afirma, se derivan de presuntas virtudes, asocia-
das a la dominación masculina; se relacionan con y, en algu-
nos casos, son expresión directa del culto al vencedor, de la
asunción acrítica del valor de la competitividad y de la inhi-
bición y el «blindaje» de las emociones, tal como expresiva-
mente dice. Todos estos asuntos –escribe– provienen de
distorsiones cuyo origen es una determinada interpretación
de la sexualidad masculina de tipo patriarcal. Hoy, sin em-
bargo, esta mentalidad empieza a estar en retirada. Nelson,
además, parafrasea los pensamientos de James Weldon John-
son, quien, hace años, observó que la sexualidad estaba asi-
mismo presente en el fondo de nuestros prejuicios raciales:
Históricamente, la catalogación de las mujeres por parte del
hombre blanco («o vírgenes o putas») funcionó con un esquema
racial: las mujeres blancas eran símbolo de delicadeza y de pu-
reza mientras las mujeres negras eran símbolo de una animali-
dad explotable económica y sexualmente. El varón blanco
proyectaba, además, su culpabilidad sobre el varón negro, al
que juzgaba ser una bestia oscura e hipersexual que se debe cas-
tigar y de la que hay que proteger a la mujer blanca. Las muje-
res negras educaban a sus hijos para ser dóciles. Así esperaban
protegerlos de las iras del hombre blanco. Sin embargo, esto, a
su vez, complicaba los matrimonios negros y conducía a ciertos
intentos destructivos de recobrar la «virilidad negra». En Nor-
teamérica hemos sido herederos de una historia racial defor-
mada, en la que la dinámica sexual ha sido importante. (3)

(3) Ibid., p. 190.

190
C AP. 11 — M ATRI MON IO Y CELI BATO : LO I DEAL , NO LA ÚN ICA OP CIÓN

Estos aspectos de nuestra conciencia sexual (reciente-


mente más patente en el ámbito social) son ilustrativos del
cambio de paradigma que está teniendo lugar en nuestra
época. Los valores asociados a la era patriarcal, así como
todas sus manifestaciones, están extinguiéndose. Las pare-
jas que eligen casarse lo hacen en un mundo en cambio.
Cuando cambian los valores, también hay que cambiar los
conceptos y las representaciones con los que viven las per-
sonas y las instituciones. El matrimonio del mañana será
muy diferente del de ayer.
Sin embargo, el matrimonio, cualquiera que sea su ca-
rácter y su forma, es probable que siga siendo la opción más
común en el futuro. La decisión de contraer matrimonio es
una decisión crucial. Es una opción que necesita el apoyo
de la sociedad. El matrimonio es exigente y mantenerlo re-
quiere esfuerzo. Sin embargo, ofrece un bienestar en el
orden del ser que justifica con creces el tiempo, la energía,
la atención y el compromiso que reclama. El matrimonio
sigue siendo para mí el ideal, el modelo con respecto al cual
hay que concebir cualquier otra relación.
Si el matrimonio es tan importante, debería prepararse
a conciencia. Si el bien que procura es de tal calidad, una
institución como la Iglesia debería comprometerse por com-
pleto, con su energía y sus recursos, en ayudar a la gente a
crear unas relaciones sanas, monógamas y de fidelidad,
entre las que el matrimonio sería la referencia, el modelo
que se invita a perseguir. Puesto que el matrimonio es
mucho más que la legitimación de la actividad sexual geni-
tal, es bueno reparar en lo que cada uno de los contrayentes
ha sido por separado en los años anteriores. Una vez esta-
blecido el vínculo, el sexo debe ser una parte santa en esta
relación, un aspecto exclusivo del varón y de la mujer en su
intimidad, inviolable por la inclusión o intrusión de nadie.
Nadie intercambia públicamente los votos del matrimonio
(ya sea ante Dios o ante un juez) si éstos no incluyen la in-
tención de la exclusividad en la relación. Si estas promesas

191
Parte I I I — Algunas propuestas

no pueden hacerse con honestidad, no deben hacerse. Ma-


rido y mujer, ambos necesitan una seguridad suficiente y
confiar en el compromiso. Sólo así las profundidades que
son posibles en una relación serán accesibles y aflorarán en
una mutua exploración.
Los recuerdos compartidos contribuyen a la belleza y al
fortalecimiento de la relación matrimonial. Entre nuestros
recuerdos conyugales destacan ciertos hitos: la ceremonia
de la boda, la luna de miel, la primera residencia, la celebra-
ción de aniversarios y cumpleaños, algunas vacaciones, el
primer embarazo, el nacimiento de cada uno de los hijos.
Cada pareja debe descubrir sus propios momentos especia-
les. Cada recuerdo de estos es un tesoro que no debería per-
derse y que siempre puede volver. Las fotografías suelen
recordar e incluso hacernos revivir el éxtasis de estos mo-
mentos inolvidables.
También están los tiempos oscuros, con las sombras de
la vida, pero que pueden ser poderosos forjadores de pro-
fundidad y de unidad en una relación de compromiso
mutuo. En ocasiones, las crisis suponen desplazamientos,
quizá no buscados pero en cualquier caso inevitables, que
privan al marido, a la mujer y a los hijos del apoyo de las
redes de amigos y hacen descubrir, a los miembros de la fa-
milia, la importancia de unos para otros. A veces, la sombra
es un problema que afecta a uno pero que deben afrontar
todos. Otras veces, es una enfermedad o una muerte lo que
pone a prueba la fortaleza de la relación. ¿No indican los
estudios que la tasa de divorcios se incrementa de forma
notable en las parejas que sufren el trauma de la muerte de
un hijo? También los tiempos de transición, como la gra-
duación, la boda de un hijo, el acceso a la condición de
abuelos y la jubilación, hacen que las personas descubran
nuevas dimensiones en sí mismos y en las relaciones que
tienen con el otro. Todas estas cosas y muchas otras alimen-
tan la memoria compartida de un hombre y de una mujer
que se han comprometido el uno con el otro «para lo bueno

192
C AP. 11 — M ATRI MON IO Y CELI BATO : LO I DEAL , NO LA ÚN ICA OP CIÓN

y para lo malo, en la salud y en la enfermedad, todos los


días de su vida, hasta que la muerte los separe».
Hay además pequeñas cosas que también forman parte
de la intrahistoria familiar: las bromas y los juegos, las idio-
sincrasias, los gustos, la amplia variedad de preferencias en
comidas, vestidos y entretenimientos, los amigos… Todo
forma parte de la esencia familiar. Son lazos que crean uni-
dad a partir de lo que nos distingue. Sólo un compromiso
de por vida, por cuyo medio dos personas acuerdan com-
partirse ellos mismos completa y libremente, así como cre-
cer juntos durante el resto de su vida, puede abrir sus vidas
a las profundidades del amor y al descubrimiento de los
pozos escondidos que hay en las personas.
Si la muerte o el divorcio interrumpen esta relación,
puede venir un segundo matrimonio. Podrá ser incluso un
magnífico segundo matrimonio. Sin embargo, no tendrá
tanto tiempo para desarrollarse en profundidad y para fra-
guar los recuerdos comunes que, al menos potencialmente,
había en el primero. El paso del tiempo es esencial para
compartir la vida realmente. Un día perdido es un día que
ya no se recobra. Un día con sentido es un día para siem-
pre. Sin el paso del tiempo, no se cosechan ni reúnen los
recuerdos comunes. Cuanto más añejos y profundos son
los recuerdos, tanto mayor es el potencial de descubri-
miento y de entrega de sí mismo que albergan. Ésta es la
esperanza y el gozo que hace tan especial el compromiso
nupcial de por vida.
El matrimonio es siempre una relación vulnerable. Cada
cónyuge está expuesto al otro de muchas maneras, desde la
desnudez física a la desnudez mental y emocional. Del
mismo modo que, en el compromiso de por vida, el poten-
cial de realización es máximo, también es máxima la posi-
bilidad de causar dolor cuando viene el fracaso. Cuando dos
personas que se conocen bien se hacen daño o se rechazan,
el dolor es muy intenso. Nada hay casual en el divorcio. En

193
Parte I I I — Algunas propuestas

ocasiones, para sobrellevar el dolor, la gente entierra sus


sentimientos. Sin embargo, el daño permanece en lo pro-
fundo y siempre puede dar lugar a extrañas formas de con-
ducta compensatoria. Ocurre a veces que nadie es tan
imprudente y destructivo como la persona recién divorciada
que busca, de algún modo, detener el daño, curar las heri-
das, aliviar el dolor. Se recurre al alcohol, la promiscuidad,
las relaciones por despecho, las drogas e incluso el suicidio.
El matrimonio es una relación que encierra una gran po-
tencia. Tiene mucho poder para vivificar y mucho poder
para producir dolor. No debería contraerse a la ligera ni im-
pulsivamente. Su importancia es tal que merece nuestros
mejores esfuerzos: desde los comienzos, en los que hay que
forjar una buena unión, pasando por las crisis de la madurez,
cuando las prioridades siempre se revalúan, hasta llegar con
elegancia a la vejez. En medio de la revolución sexual, me
congratulo ante los compromisos de por vida, monógamos
y de fidelidad, entre un hombre y una mujer. Considero que
es un ideal que tiene mucho que ofrecer (quizá el que más)
y que, justo por esto, merece nuestros mejores esfuerzos,
nuestra vigilancia, nuestra constante atención y nuestra per-
manente dedicación.
Sin embargo, aunque el matrimonio debe formar parte
de nuestro mundo cambiante y así será, algunos viejos su-
puestos de su forma actual no perdurarán. La flexibilidad,
por ejemplo, es ya una virtud primordial en el matrimonio.
Y la reciprocidad está remplazando rápidamente el viejo es-
quema del hombre como el que toma las iniciativas y la
mujer como sólo pasiva. Además, el número de parejas en
las que ambos desarrollan una carrera profesional va en au-
mento. Esto ha reducido la alta movilidad que, desde la Se-
gunda Guerra Mundial, caracterizaba la vida de las familias
de la clase media y ejecutiva emergente. Y esta igualación
profesional también ha modificado los patrones de natali-
dad, paternidad y maternidad.

194
C AP. 11 — M ATRI MON IO Y CELI BATO : LO I DEAL , NO LA ÚN ICA OP CIÓN

Las presiones de la vida actual no ayudan a las familias.


La familia nuclear ha remplazado a la familia extensa con
su compleja estructura de relaciones bien trabadas. Por eso
las necesidades son más pero los apoyos emocionales para
enfrentarse a ellas son menos. La rutina diaria del que se
desplaza para ir a trabajar (conduzca su propio vehículo o
viaje en transporte público) genera un deseo de retraerse
de lo comunitario y de refugiarse en el aislamiento de una
velada con dos martinis y la televisión, sin ninguna comu-
nicación con la pareja. Si esta presión de lo social no se en-
cauza, el potencial a largo plazo de muchos matrimonios
estará en peligro.
Uno de los propósitos de la institución religiosa es ayu-
dar a sus miembros a sentirse enraizados, y ser para ellos
una comunidad que los acoge. Deseo que el papel y la vo-
cación de la iglesia sea ser la familia extensa dentro de la
que la familia nuclear se pueda ubicar para un enriqueci-
miento en los dos sentidos. Sólo dar enriquece de verdad.
Espero que la formación de los pastores de hoy y de mañana
incluya el objetivo y la capacitación para contribuir a forta-
lecer las relaciones familiares y a enriquecer, sostener, ani-
mar, afianzar, transformar y bendecir el compromiso
matrimonial. Cuando un matrimonio fracasa, las contribu-
ciones de la comunidad son otras, pero, en tanto que queda
alguna esperanza para la pareja, la energía, personal y co-
munitaria, debe emplearse en alimentar esta unión. Un ma-
trimonio no merece menos.
Si uno cree o está seguro de no tener éxito en una vida
de matrimonio, vivir célibe debe considerarse como una
opción. A muchos les parecerá una propuesta extraña pero
la hago con toda seriedad. He conocido personas que
viven su vida célibe de una forma abierta y honesta. Algu-
nos eran heterosexuales y otros, homosexuales. Todos ha-
bían elegido libremente la forma célibe de vivir como la
mejor para ellos. Nadie se la había impuesto. A veces, la
elección se hizo después de otros intentos que fracasaron.

195
Parte I I I — Algunas propuestas

Otras veces, la ocasión fue la pérdida de la pareja (por fa-


llecimiento, ruptura de la relación o, en los casos más trá-
gicos, por un accidente o una enfermedad que incapacitó
al cónyuge). Estas circunstancias involuntarias hicieron
que la persona implicada se planteara vivir célibe, cosa
que, entonces, escogió libremente como la mejor opción en
aquel momento.
A veces, encauzar la energía de la sexualidad hacia otro
objeto, como el arte, la música, la escritura o incluso la co-
cina, fomenta una creatividad que enriquece, que com-
pensa la falta de intimidad compartida y que lleva a la
persona a una plenitud que, de otro modo, no hubiera po-
dido alcanzar. En ocasiones, un conjunto de relaciones, en
las que se dan diversos grados de amistad, puede sostener
una vida que se ha visto privada de ese compañero o com-
pañera tan especial que es la propia pareja. Si la persona se
compromete a una vida célibe, su amistad con personas ca-
sadas del sexo opuesto no es una amenaza para el matri-
monio de éstas, no hay ni seducción ni coqueteo y dichas
relaciones pueden ser enriquecedoras y fortalecedoras para
todos los implicados.
No creo, sin embargo, que sean muchos los que de
hecho pueden escoger libremente el celibato y vivirlo des-
pués con integridad. En el mejor de los casos, es una opción
para una minoría. Creo, con todo, que debería considerarse
como una vía abierta y como el mejor camino para la reali-
zación de algunos, si no a lo largo de toda la vida, sí, al
menos, en ciertos períodos prolongados.
Eso sí, me opondría totalmente a que un tercero prescri-
biera el celibato a otro, como si la moral exigiese esta vía
como la única alternativa para los que no se casan. Creo re-
almente que, para algunos, puede ser un ideal y que, como
tal, debería presentarse y explorarse seriamente. Al menos,
es mucho más sencillo y mucho menos complicado que
otras opciones posibles.

196
C AP. 11 — M ATRI MON IO Y CELI BATO : LO I DEAL , NO LA ÚN ICA OP CIÓN

Aunque como aportación en materia de ética mi objetivo


no es coaccionar a la gente a ajustarse a las normas sociales
so capa de mantener la moralidad, reconozco aquellas nor-
mas favorables al celibato que se desarrollaron por ser útiles
para un objetivo valioso para el bien común. Mi principal
compromiso ético se encamina a ayudar a la plenitud de la
vida tanto en los individuos como en la sociedad, y dentro
de los límites que la vida impone a cada uno, cualesquiera
que sean éstos. La tensión entre el individuo y el grupo pro-
duce una interacción entre los valores individuales y los del
grupo. El matrimonio y el celibato ayudan a reducir esta
tensión en tanto que ambos se aceptan socialmente y son
buenos para los individuos involucrados cuando éstos los
escogen libremente.
Antes de considerar los otros posibles modelos de rela-
ción que hoy en día se plantean, y que creo que caen dentro
de los límites de la moral religiosa aunque susciten un vi-
goroso debate, querría expresar mi respeto por las tradicio-
nes. Aunque estoy en desacuerdo con quienes piensan que
el matrimonio y el celibato son los únicos modelos de rela-
ción moralmente aceptables, aprecio estos dos estilos de
vida sinceramente. Deseo los tesoros potencialmente pre-
sentes en el matrimonio para la mayoría, que, de hecho,
busca la bendición del matrimonio. Y siento un gran respeto
por quienes se proponen vivir y viven una vida célibe. Sin
embargo, dicho esto, tiendo la mano a los otros que no en-
cajan en estos dos parámetros de lo moral.
¿Qué les debemos decir, como cristianos dedicados al
Dios que llama a todos a la plenitud de la vida, a los jóvenes
sexualmente activos de nuestro entorno, para los que el ma-
trimonio no es una opción real en esta edad suya ni en mu-
chos años más todavía? ¿Qué les debemos decir a nuestros
hermanos gais y lesbianas, para los que el matrimonio no
es, normalmente, una opción civil ni eclesiástica? ¿Qué les
diremos a las personas cuyos matrimonios, por diferentes
razones (muerte de su pareja, un divorcio u otras razones,

197
Parte I I I — Algunas propuestas

económicas, emocionales o profesionales, etcétera), no pue-


den o no quieren contraer otra vez matrimonio?
Como una voz entre otras en la iglesia, no estoy dis-
puesto a condenar las relaciones sexuales no convencionales
que desembocan, de hecho, en una vida más plena, entre las
personas que se encuentran en esta situaciones. Creo que
hay otras posibilidades que la iglesia puede asumir hones-
tamente. Las presento a continuación, para la discusión y el
debate. Seguro de que daré pie a ambas cosas. He vivido el
tiempo suficiente en el seno de la iglesia como para saberlo.

198
C A P Í T U L O 12

¿E S P O N S A L E S ?

Llamo a las iglesias de mi país a reavivar la idea antigua


de los esponsales (betrothal) y a restablecer su celebración
como una opción válida y como un signo de un compro-
miso serio, entre dos personas, cuyo significado legal, sin
embargo, es distinto del matrimonio. En muchas sociedades
antiguas existió este tipo de compromiso, entre un hombre
y una mujer, antes de casarse. A veces, los esponsales (o ce-
remonia de los votos o del compromiso) implicaban que las
dos personas se comprometían en una relación que ya per-
mitía la intimidad sexual entre ellos. La institución de los
esponsales respondía a necesidades sociales y económicas
muy reales de las sociedades antiguas. Hoy, en nuestra so-
ciedad, se dan unas necesidades muy diferentes, cuya res-
puesta, sin embargo, quizá podría consistir en una
reinterpretación y reinstauración de los esponsales (1).
Estoy proponiendo renovar la palabra y darle un nuevo
significado. Por «esponsales» me refiero a una relación que
es fiel, comprometida y pública, pero que no está legalmente
sancionada ni es necesariamente perpetua, y que incluye
vivir juntos. Prefiero este término al de «matrimonio a
prueba» (trial marriage) porque no quiero dar a entender que
se puede relativizar el compromiso fundamental del matri-
monio. De hecho, el uso actual de esta última expresión se
acerca a la definición de lo que yo entiendo por esponsales.
Para hacer más abarcante el concepto, ensancharía la idea
de “compromiso” e incluiría en ella la noción, quizá no tan
precisa, de “compromiso de comprometerse”. Los esponsa-
les así entendidos podrían ser, para algunas parejas jóvenes,

(1) N del T: Betrothal (compromiso de casarse; darse mutua promesa de

matrimonio) es un término arcaico que proviene de be + treuthen (siglo XIV)


y significa estar comprometido. Troth: lealtad, fidelidad. Truth: verdadero.

199
Parte I I I — Algunas propuestas

una etapa de la vida previa al matrimonio. Para otras, una


relación plena, que en sí misma tiene un sentido para los
dos miembros de la pareja, en una particular situación en la
que ni se espera ni se exige una promesa de por vida.
Convendría dar forma litúrgica a tales esponsales. Esta
liturgia incluiría una declaración de la intención de la pareja
de vivir juntos, en amor y fidelidad por un período de
tiempo, en una relación que les compromete a ambos. Los
asistentes y la iglesia acogerían este compromiso como algo
serio y no hecho a la ligera; como algo abierto y no oculto,
y como algo que crea un sentido de mutua responsabilidad,
pues ambas partes están dispuestas a comprometerse mu-
tuamente en fidelidad. Sin embargo, la concepción y el na-
cimiento de hijos no sería lo apropiado durante esta relación
esponsal. El niño que nace del deseo, la intención y el amor,
merece la estabilidad y las facilidades, para la educación y
la seguridad, que aporta el vínculo legal del matrimonio, en
el que tanto el padre como la madre se comprometen a que
la unión sea de por vida. El éxito de los esponsales depende,
sobre todo, de la voluntad de respetar estos acuerdos por
parte de las personas que los realicen. Dejar clara la impor-
tancia de los acuerdos sería uno de los principales propósitos
de las sesiones de asesoramiento, previas a los esponsales,
entre el pastor y los jóvenes contrayentes.
La idea no es nueva. Ni siquiera es inédita como pro-
puesta de un miembro de la jerarquía. Tras retirarse, el muy
honorable Geoffrey Fisher, antiguo arzobispo de Canter-
bury (1945-1961), pidió a la Iglesia de Inglaterra que desa-
rrollase algún tipo de servicio litúrgico que visualizase la
mutua entrega, para que las parejas pudieran contraer, con
la bendición de la iglesia, lo que él llamó un «matrimonio a
prueba» (2). Huelga decir que sus colegas, los eclesiásticos
conservadores, desestimaron la idea de quien fuera su pri-
(2) John S. Spong, Into the Whirlwind (San Francisco: Harper & Row,

1983), p. 142.

200
C A P. 1 2 — ¿ E S P O N S A L E S ?

mado, y la consideraron el fruto de una mente envejecida y


casi senil. En cambio, yo me pregunto cómo pudo, el arzo-
bispo Fisher, ser tan avanzado con respecto al pensamiento
y a la mentalidad de su época. Porque yo creo que a esta
idea le ha llegado su momento.
Alvin Toffler, desde un punto de vista secular, expuso
una idea parecida en su libro El shock del futuro, cuando es-
cribió que, con el tiempo, el matrimonio se podría acabar
por concebir en forma de tres compromisos sucesivos y se-
parados, acordes con las etapas de la vida (3). La primera
etapa, dijo Toffler, sería la del amor joven, el matrimonio a
prueba y el compromiso de vivir juntos hecho cuando los
dos jóvenes están todavía en un momento inestable, de pre-
paración para la vida adulta recién estrenada. La segunda
etapa se iniciaría con la elección de un compañero o com-
pañera con quien constituir un hogar y con quien compartir
los hijos: su concepción, nacimiento, crianza y crecimiento
hasta una cierta madurez. El tiempo del final de esta se-
gunda etapa sería la emancipación del último hijo o su gra-
duación, aproximadamente. La tercera etapa, concluía
Toffler, comenzaría con la elección de la pareja con la que
compartir los años de la segunda madurez y con la que en-
vejecer. Esta pareja sería el amigo o amiga con quien com-
partir aquellos intereses comunes que crean una unión
vitalmente enriquecedora. Toffler no excluyó que estos com-
promisos matrimoniales se pudiesen contraer siempre entre
las mismas personas. Lo que supo ver es que, por ser tan es-
pecíficas las cualidades necesarias en cada uno de los miem-
bros de la pareja y en cada una de las etapas, y por ser
también tan específicas las necesidades respectivas, la ho-
nestidad exigía plantear la posibilidad de un nuevo com-
promiso en cada punto de transición.
Ni el arzobispo Fisher ni Alvin Toffler hubieran podido
hacer sus propuestas hace un siglo. Las circunstancias hu-
(3) Alvin Toffler, Future Shock (New York: Bantam Books, 1971).

201
Parte I I I — Algunas propuestas

bieran hecho inconcebibles tales propuestas. Pero los tiem-


pos han cambiado, tal como dije en el capítulo 3. La pro-
puesta de legitimar los matrimonios a prueba o de retomar
el rito de los esponsales es incomprensible al margen de los
factores actuales. Pienso en el adelanto de la pubertad, en
el retraso de la edad de contraer matrimonio, en los cambios
en el significado del mismo debidos a la conciencia femi-
nista, y en el aumento de la esperanza de vida.
Que los más brillantes y mejores de entre las nuevas ge-
neraciones tengan que reprimir sus impulsos sexuales
quizá desde los doce años hasta terminar sus estudios y
tener en torno a veinticinco años, ¿es realmente lo exigible?
¿No es, más bien, una expectativa ingenua, fundada en un
código moral que, siendo de otra época, se aplica, de forma
acrítica, a la actual? ¿Puede esperarse que sobrevivan unas
normas éticas completamente desconectadas de la realidad
biológica actual? La realidad es que estas normas no han
sobrevivido.
Lo que ha sobrevivido es la culpa que sostenía el están-
dar de virginidad antes del matrimonio, y que aún erosiona
los sentimientos de integridad de quienes la padecen. Sin
embargo, cada día que pasa, el poder de esta culpa se debi-
lita, y lo hace al tiempo que se debilita el poder de la insti-
tución eclesiástica que históricamente la ha utilizado para
mantener su posición. La culpa, que alguien ha definido
como «el regalo que se sigue regalando», ha sido, durante
siglos, el arma principal de la iglesia. Su uso primario ha
sido el control de la conducta.
El primer paso fue convencer a la gente de que sólo la
iglesia tenía el poder de perdonar los pecados. Apelar a la
autoridad de un texto sagrado como Mt. 16:18-19 ayudó bas-
tante: «Te digo que tú eres Pedro y que sobre esta piedra edi-
ficaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella. Te daré las llaves del reino, y lo que ates en la tie-
rra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra que-

202
C A P. 1 2 — ¿ E S P O N S A L E S ?

dará desatado en el cielo». Era fácil interpretar «atar y desa-


tar» como el poder de Pedro de perdonar o no en nombre de
Cristo. A ello siguió la interpretación de que la jerarquía ecle-
siástica era la legítima heredera de Pedro y de su poder. El
elocuente portavoz de la jerarquía, se llamó a sí mismo Vi-
cario de Cristo en la tierra y heredero de Pedro: el obispo de
Roma. Bastó que la iglesia añadiese, a su poder de perdonar
o no, la recompensa del cielo y el castigo del infierno para
que la palanca de la culpa moviese a obediencia a la mayoría.
Así es como surgió el poderoso sistema de control de la con-
ducta, administrado por la iglesia, cuya eficacia ningún otro
sistema ha podido igualar aún en Occidente.
El último paso en la construcción de este sistema de con-
trol fue conectar la culpa con algo común a todos. Y el sexo
fue el mejor candidato para tal «honor». Las relaciones se-
xuales se caracterizaron como algo malo, abyecto, sucio, ani-
mal, como aquello que atrae sólo lo más bajo de uno mismo
y que sólo se nos da de cara a la procreación. La iglesia en-
señó que la mujer perfecta fue una virgen que tuvo un hijo
sin actividad sexual. Además, si una madre virgen era la
mujer perfecta, ninguna otra mujer podía serlo, y, por tanto,
todas las mujeres quedaban marcadas por la culpa. La igle-
sia sólo reconoció dos posibilidades de alcanzar la virtud la
mujer: o como virgen o como madre prolífica. De esta men-
talidad proceden tanto la exaltación de la vida religiosa fe-
menina como la condena de todo medio artificial de control
de natalidad. El sexo era un mal que sólo era ocasión de vir-
tud o por el cumplimiento de su prohibición o por su limi-
tación a la función procreadora.
En cuanto a los varones, la culpa les cayó encima me-
diante el expediente de condenar cualquier brote del deseo.
Cuando un hombre sentía el deseo sexual, era pecador aun-
que este deseo fuese tan universal y tan de Dios como de
hecho lo es y lo sigue siendo. Como culpable ante Dios, el
varón tenía que acudir a un representante de la iglesia, con-
fesarse y recibir el perdón. De esta forma, la culpa quedó

203
Parte I I I — Algunas propuestas

vinculada al deseo y a la actividad sexual, y los pecados se-


xuales fueron la preocupación obsesiva de la iglesia desde
entonces, con descuido de la responsabilidad en otros cam-
pos y con la deformación de éste. La culpa irracional es el
principal sentimiento que la iglesia sigue vinculando a la
sexualidad humana. La gente se está liberando de ella pero,
mientras no llegue la completa emancipación, la culpa ma-
lentendida seguirá teniendo un efecto destructivo en la psi-
que humana, como siempre lo tuvo en el pasado.
Como consecuencia de esta vinculación del sexo y de la
culpa, la reciente «revolución sexual» también ha sido, en
muchos aspectos, una revolución contra el cristianismo y
contra las iglesias. Éstas, ansiosas de recuperar el control,
afrontaron este desafío tal como era previsible que lo hicie-
ran: intentando restablecer y reforzar su código ancestral. El
Vaticano, por ejemplo, continúa condenando el control de
natalidad y se une a la mayoría de las restantes iglesias al
juzgar como mala toda actividad sexual que se dé fuera de
la institución matrimonial. Ya es hora de dar la puntilla a esta
culpa debilitadora. Si hay algún modo de que la iglesia
pueda defender la bondad de la sexualidad y, al mismo
tiempo, valorar los diversos usos adultos y responsables que
se puedan hacer de este don divino que es el sexo, debemos
ponernos a ello. Mi propuesta de recuperar la institución de
los esponsales responde a este doble objetivo: asumir la bon-
dad básica de la sexualidad dentro de la Creación y valorar
la responsabilidad de su uso en las relaciones.
Las razones de la oportunidad de los esponsales hoy son
diferentes de las de antaño. En el creciente espacio de tiempo
que media entre la pubertad y el matrimonio, nuestra socie-
dad ha introducido un factor capital en la ecuación sexual,
que anima a experimentar y suprime un factor que disuadía
de hacerlo. Gracias al aumento en los conocimientos biológi-
cos sumado a la inventiva en desarrollar aplicaciones técnicas
de los mismos, hoy hay medios eficaces y seguros para el con-
trol de natalidad. El mundo ha cambiado mucho desde aquel

204
C A P. 1 2 — ¿ E S P O N S A L E S ?

día de 1873 en el que, por primera vez, se vio un óvulo a tra-


vés del microscopio. Cuando la concepción quedó desvincu-
lada de la actividad sexual y lo azaroso se pudo asegurar,
desapareció el miedo al embarazo no deseado, que paralizaba
e inhibía las relaciones sexuales dentro y fuera del matrimo-
nio. Sobre todo, perdía así fuerza la más importante de las ra-
zones para abstenerse y para limitar las relaciones sexuales
al matrimonio. El control de natalidad, ni es efectivo al 100%
ni carece completamente de riesgo para las mujeres, pero la
capacidad de prevenir el embarazo es estadísticamente alta.
El poder del miedo al embarazo, de cara al control de la con-
ducta, se ha disipado. De modo que, en la etapa desde la pu-
bertad al matrimonio, al hecho de su prolongación por
diversas razones de tipo social, se suma el poder de controlar,
con medios eficaces, el inicio, o no, de un embarazo.
Al mismo tiempo o un poco antes, se suprimió la cos-
tumbre de la “carabina” junto a las jóvenes cuando salían.
La posibilidad de más privacidad se incrementó al suprimir
esta vigilancia. En las generaciones anteriores, era más di-
fícil que los jóvenes escondiesen sus primeros escarceos
amorosos de la estricta y vigilante mirada de los padres, los
tutores, las tías solteras, los hermanos más jóvenes o las ma-
dres, cuya tarea era acompañar a las chicas estudiantes con
implacable y vengativa seriedad. A las mujeres jóvenes que
terminaban la universidad, se les exigía vivir bajo reglas es-
trictas, en la fundación, la escuela o el hospital, en que en-
señaban o asistían a la gente. Si no estaban casadas,
descubrían que la edad adulta y el desempeño de una pro-
fesión no les hacía libres para ir y venir como quisiesen. En
los primeros años del siglo XX, el Hotel Barbizón de Nueva
York no permitía pasar a los hombres más allá del vestíbulo.
A muchas mujeres jóvenes que buscaban un futuro, sólo se
les permitía salir del hogar si iban a residir en dicho hotel.
Las malas lenguas podían arruinar la reputación y poner fin
a la carrera de una mujer que no guardara las apariencias.

205
Parte I I I — Algunas propuestas

La novela de Sinclair Lewis Main Street refleja esta situación,


incluidos los detalles más dramáticos.
Pero todo esto fue antes de que se generalizase el uso
del automóvil y de que apareciese la sociedad de la movi-
lidad. Fue antes del anonimato debido al crecimiento de
los suburbios, los enormes centros comerciales y las ofici-
nas. Antes de las citas de uno con uno; de las parejas de
“amigos especiales”; del uso del coche para estar a solas, y
de toda una serie de oportunidades que ahora tienen los
jóvenes de experimentar la intimidad física con otros en
esos años. Fue antes de la proliferación de las universida-
des mixtas, las residencias y los apartamentos mixtos; antes
de que el sexo explícito, en las películas, las novelas, los
programas de televisión y hasta en los anuncios, fuese ha-
bitual; antes de la moda de pasar toda la noche en la playa;
de las fiestas de adolescentes en Florida durante las vaca-
ciones escolares de primavera; y de que la edad mínima
para el servicio militar (y, en algunos estados, para el con-
sumo de alcohol) se rebajase a los dieciocho años.
¿Puede alguien imaginar hoy el envío de veinticinco mil
jóvenes, hombres y mujeres de dieciocho a veintidós años,
lejos de sus hogares, viviendo en los campus de una gran
universidad en los que nadie los vigila, con anticonceptivos
a su disposición, y aun así seguir esperando que vivan en
abstinencia sexual? Si nosotros, como sociedad, nos opusié-
semos realmente al sexo fuera del matrimonio, ¿permitiría-
mos que se consolidasen tales costumbres educativas? Una
sociedad que genera ocasiones como éstas para la relación,
¿puede sorprenderse cuando la promiscuidad aumenta? La
verdadera sorpresa, en mi opinión, no es que haya personas
promiscuas sino, más bien, el hecho de que –con poca o nin-
guna ayuda de la sociedad en su conjunto y de sus mayores–
los hombres y las mujeres jóvenes hayan desarrollado sus
propios códigos y normas de lealtad, cuya fuerza surge de
la presión del propio grupo de iguales. Estos códigos y nor-
mas no son los mismos que los de sus bisabuelos pero son

206
C A P. 1 2 — ¿ E S P O N S A L E S ?

códigos y normas, al fin y al cabo. Básicamente, los jóvenes


adultos de hoy creen que el sexo es un error, no fuera del ma-
trimonio, pero sí fuera de una relación que no signifique
algo; aunque, por supuesto, aquello que hace que una rela-
ción signifique algo sea bastante variable y difícil de definir.
Estas normas de hoy en día se violan con cierta frecuen-
cia; como ocurre con cualquier conjunto de normas. Como
siempre, también ahora hay una minoría que se niega a que
éstas o cualesquiera otras normas les obliguen, y por eso son
promiscuos. Sin embargo, la promiscuidad no forma parte
del sistema de valores de la mayoría de los jóvenes. Sí forma
parte de sus valores la experimentación, en la que la relación
se pone a prueba. Cuando el compromiso alcanza un cierto
punto, cabe iniciar una relación sexual genital. A veces, re-
sulta bastante destructiva, y a veces su fruto es proporcionar
seguridad, amor y fuerza vital.
Pues bien. Mi intuición y mi propuesta es que la iglesia
debe ofrecer, a estos ciudadanos más jóvenes, la posibilidad
de que esta relación pueda ser bendecida pues trae consigo
la posibilidad de una santidad muy vivificadora cuando al-
canza una cierta intensidad, el compromiso ya es exclusivo,
el resto de los conocidos comienza a relacionarse con ellos
como pareja y ellos quieren iniciar un período de vida en
común para ponerse a prueba.
Un momento de transición tan serio e intenso como este
compromiso de vivir juntos, en el que cada uno ofrece al
otro su vulnerabilidad, necesita poderse marcar por una ce-
lebración ritual, por una liturgia y por una ceremonia pú-
blica. La pareja debe ponerse y permanecer en pie, ante Dios
y en presencia de sus familiares y amigos, y decirse uno a
otro qué es lo que están haciendo, considerar sus posibili-
dades y sus limitaciones, y prometer tratar al otro con sen-
sibilidad y amor, de modo que ambos puedan crecer gracias
a su vida en común. Por ser un momento de transición so-
lemne e importante, merece una preparación cuidadosa, es-

207
Parte I I I — Algunas propuestas

perarlo con alegría y recordarlo siempre. Por tanto, es esen-


cial que la pareja fije una fecha y tenga la experiencia de una
preparación a base de entrevistas con un pastor lo suficien-
temente abierto y sensible como para entender sus vidas y
apreciar sus esperanzas y sus miedos.
Cuando la relación termina, también es necesario macar
este final de alguna forma que sea adecuada. Hay relaciones
en esta edad que no están destinadas a durar toda la vida.
Pero esto no significa que deban valorarse menos. Muchos
hemos tenido relaciones que terminaron con el tiempo.
¿Cuántos de nuestros amigos del colegio siguen siendo
nuestro amigos principales? Lo que un día tuvo un signifi-
cado importante no ha sido duradero pero, ¿carece por ello
de todo valor? ¡Por supuesto que no! Esto sólo significa que
cada una de las relaciones que tenemos en la vida nos en-
cuentra en un momento determinado, que es el momento en
el que nos hallamos cuando comienza. Estas relaciones nos
modelan y nos influyen poderosamente mientras duran.
Pero, llegado el momento nos dejan y queda, entonces, el
poso del significado que tuvieron y que ya siempre tendre-
mos dentro. ¿Son acaso algo malo sólo porque, después de
nacer y de florecer, se desvanecieron y murieron? ¿Por qué
pensar que una relación deja de tener sentido si al final re-
sulta no ser eterna, aunque haya sido intensa y nacida de un
amor verdadero (si no de un compromiso radical) y se haya
vivido con sensibilidad y responsabilidad, compartiendo la
mutua vulnerabilidad? Si un «matrimonio a prueba» o una
«relación esponsal» (tal como yo prefiero llamarla) hace que
dos personas se convenzan de que el matrimonio no es para
ellos como pareja, ¿es esto una tragedia? Los daños y las he-
ridas de romper una relación esponsal, ¿no se curarían mejor
que los de un divorcio, con todas las implicaciones legales y
el estigma social que ello supone todavía?
Establecer de nuevo la institución de los esponsales, como
reconocimiento público de una relación que compromete y
que responsabiliza a las partes pero que no obliga legalmente,

208
C A P. 1 2 — ¿ E S P O N S A L E S ?

ayudaría a dar sentido y a santificar todo este mundo com-


plejo y hondo de experiencias que marca actualmente tanto
las vidas de muchos jóvenes adultos. Sería señal, además,
de una nueva actitud de las iglesias: su decisión de abando-
nar el sermoneo moralmente seguro y siempre negativo y
de asumir la vulnerabilidad y la complejidad de la vida real,
en la que las decisiones no consisten en elegir entre opciones
ideales sino reales, y en la que la presencia de las congrega-
ciones permite que la sabiduría de la comunidad sea parte
del discernimiento. También sería esto una forma de respe-
tar y de celebrar la bondad y la importancia de la sexuali-
dad, en lugar de recelar siempre de ella y de condenarla y
rechazarla, caso de no poder someterla a una disciplina es-
tablecida a priori. La culpa que se ha sentido en todas las
épocas, que durante tanto tiempo se ha percibido como un
arma en manos de la iglesia, quedaría borrada y pasaríamos
a apreciar la belleza de la santidad prometida en un ámbito
en el que, tan a menudo, antes no había otra cosa que des-
confianza, temor, control y juicio peyorativo.
Una relación esponsal haría honor al vigor creativo del
sexo pues lo estaría tomando en serio; ofrecería un modo de
reconocer su autoridad vivificadora; haría sagrada una rela-
ción que permitiría compartir el don de lo corporal; ofrecería
una alternativa al sexo eventual y azaroso y desafiaría a la
promiscuidad como única alternativa. Sobre todo, sugeriría
que la actividad sexual desvinculada de todo compromiso
significativo es una forma superficial, inmadura y destructiva
de vivir una emoción potencialmente vigorosa y santa.
Cuando una joven pareja comience entonces a vivir bajo el
mismo techo, no lo hará de forma inevitable e irreflexiva pues
una vida compartida es siempre profunda y nunca es casual.
Una liturgia de esponsales sería una ayuda y permitiría ex-
presar la seriedad y la profundidad de su decisión.
Si una sociedad sólo ofrece, en estos tiempos, el matrimo-
nio o el celibato como opciones para toda la vida, simple-
mente es que no conecta con las actuales generaciones de

209
Parte I I I — Algunas propuestas

jóvenes adultos, ya postadolescentes pero que aún no se han


casado. Obligados éstos, entonces, a rechazar el juicio sim-
plista que sobre ellos emiten las iglesias, rechazarán también,
de paso, todo el mensaje del cristianismo, del que creerán que
procede este juicio sobre ellos. Por su parte, la propuesta ra-
dical de que la institución de los esponsales merece una reins-
tauración, y de que la iglesia debería ofrecerla como símbolo
ritual de un compromiso responsable, conmocionaría a una
generación que está bastante segura de que la religión en ge-
neral y las iglesias en particular no tienen nada sustancial que
ofrecer a sus vidas y a la sociedad. Si las iglesias apoyasen y
asumiesen esta propuesta con honestidad pública, inclu-
yendo lo que atañe a la autoridad de sus Escrituras (tal como
he tratado de hacer en este libro), entonces, la audacia de su
integridad sería digna, al menos, de atención; y quizá algu-
nos corazones y algunas mentes, que no atendieron al poder
de nuestro anuncio y evangelio durante largo tiempo, po-
drían abrirse de nuevo a ambos, para bien de todos.
Propongo, pues, esta reinstauración de los «esponsales».
Llamo a las iglesias a que los consideren seriamente y no re-
nuncien a adoptarlos públicamente, caso de que su sensatez
les convenza lo suficiente. El debate, sin embargo, hay que
mantenerlo en el mundo secular. No debe limitarse al inte-
rior de la iglesia, donde suelen enfrentarse los cristianos de
tradición liberal con los de tradición conservadora. No es de
extrañar que este proceder, de limitarse y de enfrentarse
entre sí, no les permita, a las iglesias, mirar de frente al fu-
turo, que es el mundo. Nuestra época nos llama a tener más
iniciativa y más coraje, a asumir más riesgo, a vivir con más
honestidad y con menos miedo, de cara a la sociedad. Sólo
el tiempo revelará si las iglesias tienen o no la flexibilidad
necesaria para vivir esto con fidelidad. Con un gran aprecio
y agradecimiento hacia Geoffrey Fisher, me atrevo a afirmar
que los «esponsales» son una idea a la que de nuevo le ha
llegado el momento.

210
C A P Í T U L O 13

¿B E N D E C I R EL DIVORCIO?

¿Qué pasaría si la iglesia ofreciera un servicio litúrgico


que sirviese para indicar el final de un matrimonio? ¿Alen-
taría esto a divorciarse a más gente, tal como algunos sugie-
ren? Este rito, ¿no podría aportar un punto de gracia y de
misericordia en un momento de los más duros que se pue-
den vivir, de ruptura y de fracaso? ¿No permitiría que quie-
nes no han podido mantener los votos matrimoniales
experimenten más el perdón que la culpa? ¿Qué es lo que
de verdad quiere la iglesia: quiere realmente menguar la
culpa o teme, consciente o inconscientemente, que, si ésta
disminuye también lo harán la motivación y el control?
Pero, en cualquier caso, ¿cómo sería un servicio litúrgico así
y qué sentimiento profundo debería dejar?
Éstas eran mis preguntas cuando me invitaron a asistir a
una celebración diseñada para marcar el fin del matrimonio
de dos personas a quienes yo admiraba y consideraba amigos
míos. No hubiera podido responder a ninguna de estas pre-
guntas antes de asistir a esta liturgia. La experiencia fue pro-
funda y he vuelto sobre ella varias veces. En este capítulo voy
a tratar de ayudar a mis lectores a sumergirse en esta expe-
riencia, antes de tratar de trazar posibilidades, para un futuro
ministerio en nuestro mundo, de valores tan cambiantes.
No era un escenario habitual. Un hombre y una mujer
estaban delante del altar adecuadamente adornado de flores,
velas y los elementos necesarios para celebrar la eucaristía.
Un sacerdote y un lector estaban revestidos. Una pequeña
congregación, de unas veinticinco personas, se les unieron
en el presbiterio para compartir el culto. Eran gente invitada,
amigos cercanos en muchos casos, tanto del esposo como de
la esposa. Estar presentes junto a ellos en este rito era el único
objetivo de haber venido. Un hombre y una mujer, posible-

211
Parte I I I — Algunas propuestas

mente los amigos más cercanos de ellos dos, entraron, justo


antes de que comenzara el servicio. El hombre se situó al
lado del hombre, y la mujer al lado de la mujer, como si fue-
ran padrino y madrina.
Pero no era una boda. Era algo sí como “un servicio para
reconocer el final del matrimonio”; una liturgia diseñada
para presentar ante Dios el dolor del divorcio. Aquel hombre
y aquella mujer estuvieron ya antes una vez, ante al altar,
para intercambiar, hace años, los votos solemnes de «amarse
y de protegerse hasta que la muerte los separase»; voto que
no habían podido o querido mantener. Su experiencia, nada
desconocida, había sido la de un creciente distanciamiento
y un paulatino extrañamiento. Había más daño que curación
en su matrimonio. Había más ofensas que perdón. Había
una creciente incapacidad para comunicar, que provenía, al
parecer, de que los caminos que cada uno de ellos había to-
mado eran radicalmente diferentes. Por último, habían lle-
gado a la conclusión de que ya no había vida ni si quiera en
potencia en su relación; ya no había capacidad de volver a
intentarlo. El drama de sus vidas había servido de telón de
fondo en la decisión de separarse, de repartir el cuidado de
los hijos, la propiedad y, por ende, divorciarse.
Ambos cónyuges eran y son cristianos comprometidos,
de modo que la Iglesia, que había estado en el centro de su
matrimonio, también tenía que estar el centro de su separa-
ción. Por consiguiente, este rito litúrgico, doloroso, traumá-
tico pero intensamente real, se planeó para ofrecer a Dios
esta realidad tan humana que se llama «divorcio», y para
tratar de sanar y de encontrar un nuevo camino cada uno
por separado, contando con Su ayuda. El himno de aper-
tura, Abide with me (permanece conmigo), dejaba claro que
no se trataba de un intento irreal y optimista de minimizar
la pena y el dolor. Las tinieblas de la muerte habían caído
sobre aquella relación. La pareja había experimentado la
profunda oscuridad de la ruptura; había buscado ayuda y
les falló. Entonces, cantamos: «Ayuda al falto de ayuda. Per-

212
C A P. 1 3 — ¿ B E N D E C I R EL DIVORCIO?

manece conmigo». La invitación a la celebración empleó las


palabras del Salmo 130, que habla de Dios como refugio y
fortaleza cuando la tierra tiembla y las montañas se preci-
pitan en las profundidades del océano.
El celebrante dijo: «Este hombre y esta mujer han deci-
dido, después de muchos esfuerzos, dolor y enojos, no se-
guir siendo marido y mujer. Desean conservar la amistad y
respetarse y cuidarse mutuamente. Son y seguirán siendo
los padres de sus hijos y desean seguir siendo responsables
de cada uno de ellos» (1). Los presentes respondieron: «En
este momento difícil, nos unimos a vosotros como amigos.
Estuvimos en la alegría, en los momentos de salir adelante,
y en la tristeza. No siempre supimos cómo ser útiles. Puede
que no la entendamos bien pero respetamos vuestra deci-
sión. Nos preocupáis y os ofrecemos nuestro amor». Enton-
ces, nos unimos en una confesión y pedimos: «acógenos
cuando la frustración y el fracaso nos dejen hundidos y va-
cíos […]; en la confesión de nuestros labios, muéstranos la
promesa de un nuevo día, la primavera del perdón».
Siguieron las lecturas. Isaías nos exhortó a «no recordar
las cosas pasadas». El Salmista proclamó la realidad de Dios,
que escucha cuando lo llamamos «desde el abismo». Pablo
nos recordó que nada, ni la vida ni la muerte, «puede sepa-
rarnos del amor de Dios». Y Juan se hizo eco de las palabras
de Jesús de que, cuando confiamos en Dios, no podemos
«dejar que nuestros corazones se queden en la tribulación».
Entonces, el hombre y la mujer se pusieron en pie, uno
frente al otro y se hablaron. Hablaron del dolor, del fracaso
y de la inexorable naturaleza de la separación. Hablaron de
la soledad y de la necesidad de aprender formas nuevas de
relacionarse. Hablaron de la muerte, que obviamente ambos
estaban experimentando. Se pidieron perdón. Se prometie-
ron amistad, permanecer unidos en lo que se refería a los

(1) La pareja en cuestión adaptó a su situación, en gran parte, un rito

de prueba propio de la Iglesia Unida de Cristo.

213
Parte I I I — Algunas propuestas

hijos, y ser civilizados y responsables el uno para el otro.


Por último, dieron las gracias a los presentes por haber com-
partido este período penoso.
Fueron unos minutos dolorosos como el dolor insopor-
table propio de una ruptura humana, de la fractura irrevo-
cable de una relación que antaño aportó felicidad y plenitud
a cada uno de ellos. Tanto el hombre como la mujer lloraron,
así como también los asistentes. Los corazones lloraron en
busca de una respuesta, de un abrazo, de alguien que dijera
que este mal sueño pasaría y que lo ya pasado volvería. Sin
embargo, este servicio sucedió en la vida real. No fue un
cuento de Hollywood de los que terminan bien. El dolor fue
real y hubo que soportarlo y transformarlo. Imposible arran-
carlo y eliminarlo.
El hombre y la mujer regresaron a sus asientos, y noso-
tros permanecimos en silencio, durante un denso espacio
de tiempo que pareció interminable. Algunos rezaron. Otros
trataron de secar sus lágrimas. Otros desearon no haber ve-
nido. Pero todos permanecimos. Finalmente, nos pusimos
en pie y dijimos al unísono: «Os afirmamos en el nuevo
compromiso contraído, que os mantiene separados pero dis-
puestos al cuidado mutuo y a desearos cosas buenas el uno
al otro. Este compromiso os permitirá apoyar y amar a vues-
tros hijos, y os ayudará a sanar de la pena que ahora tenéis.
Contad con la presencia de Dios; confiad en nuestro apoyo
y comenzad de nuevo».
Entonces, rezamos las «oraciones de intercesión», que
culminaron en estas palabras que toda la congregación pro-
nunció al unísono: «Por el bien de la Iglesia que bendijo vues-
tro matrimonio, reconocemos su final. Os acogemos de
nuevo como personas singulares y solteras, y os ofrecemos
nuestro apoyo mientras continuáis la búsqueda de la ayuda
y la guía de Dios en vuestra nueva vida, emprendida en la
fe». Entonces, vino el abrazo de paz, en que el poder sanador
del contacto con los amigos nos abarcó a todos. Y pasamos a

214
C A P. 1 3 — ¿ B E N D E C I R EL DIVORCIO?

celebrar la Eucaristía como una comunidad santa, de perso-


nas que habían compartido una experiencia real e inolvida-
ble. El himno de clausura nos señalaba un nuevo comienzo:
Cuando nuestros corazones entran en el vacío, en la pena o el
dolor, / tu roce nos puede devolver la vida y su sabor. / A los
campos de nuestros corazones, que han estado muertos y desnu-
dos, / el amor ha vuelto de nuevo como el trigo que torna a brotar
en el verdor de sus espigas.

Al terminar el rito, se ofreció vino y queso en un salón


adjunto. Pero la amenidad añadió poco a la tarde y terminó
pronto. En pocos minutos, ya todos nos habíamos marchado
de vuelta a la noche, a contemplar la realidad que habíamos
experimentado y a cuestionarnos si en verdad habíamos al-
canzado su poder, en esta liturgia.
Me quedé con muchas impresiones y reflexiones dentro.
Primero: el dolor y la muerte están presentes en un divorcio,
tanto para el esposo como para la esposa, con o sin liturgia.
Segundo: aunque sea en medio de un grupo de amigos muy
cercanos, requiere valor, madurez y decisión soportar la
enorme vulnerabilidad de ponerse en pie, confesar un fra-
caso y pedir perdón. Tercero: a veces, la fractura de la sepa-
ración y del divorcio es tan amarga que uno o los dos de la
pareja podrían no querer pasar por una experiencia así.
Cuarto: un funeral por alguien que amas es también dolo-
roso y difícil pero el dolor y la dificultad es el camino que
nos permite crecer. A veces, en el duelo, la recuperación no
comienza hasta que no concluye la catarsis del funeral. Sin
embargo, el divorcio, que ciertamente es una experiencia de
muerte, se prolonga con frecuencia de forma casi intermi-
nable, a través de un proceso legal engorroso y de unas ne-
gociaciones en los que las reservas emocionales pueden
quedar exhaustas y la dignidad personal, hecha añicos. En-
tonces, el documento final de concesión del divorcio es un
papel impersonal que no ofrece ninguna posibilidad tera-
péutica a las vidas que han quedado dañadas en el proceso.
Quinto: cada experiencia compartida es una experiencia

215
Parte I I I — Algunas propuestas

vinculante en la que las vidas y las relaciones se redefinen.


Este ritual permitió, al hombre y a la mujer, empezar el pro-
ceso de relacionarse mutuamente de una manera distinta,
que incluía la posibilidad de la amistad. En cierto modo, la
amargura del rechazo no fue total y el dolor del fracaso no
fue completo. Por último, esta liturgia nos permitía, a todos
lo que habíamos sido amigos de ambos y que asistimos,
poder mantener una amistad por separado con cada uno de
ellos sin sentir que tomábamos partido por uno o por otro
en su ruptura. Los que se habían relacionado con la pareja
como pareja, ahora podían relacionarse con ellos como per-
sonas individuales sin sentirse desleales a ninguno de los
dos. Por tanto, tras este rito, ya no había que pagar el precio
que, con frecuencia, un divorcio exige al resto del círculo de
amistades. La comunidad, como grupo o como particulares,
no tuvo que escoger entre una de las partes y asumir los
daños correspondientes.
Mi conclusión, después de semanas de procesar los
sentimientos e impresiones consignados, fue asentir con un
sí vigoroso a esta propuesta litúrgica. Creo que es un ser-
vicio necesario en la Iglesia; un instrumento útil; disponi-
ble en las situaciones apropiadas; para concretar, expresar
y por tanto traer la gracia, el amor y el perdón de Dios a
una experiencia humana frecuente, de ruptura y de dolor.
Sería, además, históricamente, un signo de la voluntad
de la Iglesia de renunciar a su habitual posición de poder
en tanto que dispensadora del juicio moral y guardiana de
las esencias y normas de toda la comunidad. La ceremonia
colocaría a la iglesia donde pienso que debe estar: en medio
del dolor humano y del lado de quienes viven la ruptura y
el fracaso. «Los sanos no necesitan de médico sino los que
padecen el mal» dijo Jesús (Marcos 2:17). Sin embargo, a lo
largo de la historia, la iglesia ha preferido ser el árbitro de
la rectitud más que el alivio del dolor por el daño moral.
No vivimos en un mundo ideal. Nuestras convicciones
sobre lo que es la perfección constantemente se ven cues-

216
C A P. 1 3 — ¿ B E N D E C I R EL DIVORCIO?

tionadas y nuestras esperanzas y sueños sobre el bien no


suelen cumplirse. La comunión de los hombres de fe debe
salir al encuentro de los hombres en los momentos en que
éstos fracasan, donde hay dolor, y ayudarlos a levantarse
y darse valor, unos a otros, para seguir viviendo, amar de
nuevo y arriesgarse otra vez.
Nadie debería abandonar una relación santa como es el
matrimonio sin haberse esforzado antes todo lo posible por
sanar la relación y transformar las fuentes de la ruptura. Si
no se combate por preservar una verdad sagrada, ello es
prueba indirecta de un vacío que continuará impregnando
la propia vida. Pero, cuando esta lucha se emprende y se in-
tenta a fondo y con honestidad aunque sin éxito al fin, en-
tonces, la iglesia debe salir al encuentro de la gente que sufre
y envolver en el manto de la fe tanto el pasado necesitado
de perdón como el futuro necesitado de esperanza.
Las iglesias, sin cuestionar ni un ápice su preferencia
esencial hacia el matrimonio fiel y monógamo, necesitan
afirmar que el divorcio es, a veces, la alternativa que da es-
peranza a la vida, y que el matrimonio mantenido a ul-
tranza, de una forma meramente exterior y legal, es, en más
ocasiones de las que creemos, una alternativa que sólo en-
gendra muerte en torno a sí.
El fin final de la vida humana, tal como lo sostienen las
iglesias cristianas, es la plenitud de la vida para cada una
de las criaturas. Cuando el matrimonio sirve a este fin, es la
más bella y completa de las relaciones. Cuando el matrimo-
nio no sirve o no puede servir a este fin, deja de ser un bien
último y deja, por tanto, de ser eterno. En este caso, las igle-
sias y todos los que las representan necesitan aceptar la re-
alidad y el dolor que la separación y el divorcio traen al
pueblo de Dios, y deben ayudar a redimir y a transformar
dicha realidad y dicho dolor.
Estoy convencido de que ninguna pareja camino del di-
vorcio puede transitar por el servicio litúrgico del «recono-

217
Parte I I I — Algunas propuestas

cimiento del fin del matrimonio» si no es porque sabe que


en el dolor penetrante de la ruptura humana hay reden-
ción, perdón, esperanza y la fuerza para buscar una nueva
realización por un nuevo camino. Hay muchos desvíos en
el camino de la vida y con frecuencia no tomamos la ruta
correcta, la más directa. Sin embargo, los cristianos servimos
a un Dios que resucitó a Jesús tras la crucifixión, que extrae
la vida de la muerte, la gloria de la pena, la redención del
dolor. Este Dios puede también traernos felicidad pese a
nuestros desvíos, y entereza e integridad pese a nuestras
rupturas. Vivimos en esta esperanza.

218
C A P Í T U L O 14

BENDICIÓN DE LOS COMPROMISOS


DE GAIS Y LESBIANAS

«Queridos amigos en Cristo: Nos hemos reunido en presencia de


Dios para ser testigos y bendecir la unión de estos dos seres en un
pacto de amor, de por vida. La llamada a vivir en el vínculo de un
compromiso así es un don de Dios, a cuya imagen él nos creó y por
quien estamos llamados a amar, razonar, trabajar, disfrutar y vivir
en armonía. En la celebración de este pacto se nos recuerda, pues,
nuestra más alta misión: amar a Dios y a nuestro prójimo.
Patricia Hollingsworth y Valerie Miller están aquí para dar tes-
timonio de su amor y de su intención de que el amor de Cristo
se dé y se manifieste en su relación. Cada una es para la otra un
don de Dios en medio de un mundo roto y pecador. Estamos con-
vocados ahora y aquí para compartir su felicidad y ser testigos
del intercambio de sus votos, porque creemos que Dios, que es
amor y verdad, ve en sus corazones y acepta el ofrecimiento que
van a hacer.
La unión de dos personas, en cuerpo, alma y corazón, es querida
por Dios para el gozo mutuo, para la ayuda y el consuelo de
ambas en la prosperidad y en la adversidad, así como para una
mayor manifestación de amor en las vidas de todos aquellos con
los que se encuentren en la vida. Por tanto, este compromiso se
realiza y afirma seriamente, reverencialmente, deliberadamente
y de acuerdo con la intención de Dios para con nosotros».

Tomo estas palabras de uno de los muchos ritos propues-


tos para bendecir una unión de personas del mismo sexo (1).
Se elaboró como documento de estudio y no tiene carácter
litúrgico oficial en ninguna jurisdicción eclesiástica. Es, sin
embargo, signo de los esfuerzos iniciados en numerosas igle-
sias cristianas, ahora que sus líderes empiezan a mirar la re-
alidad homosexual con más amor y comprensión del que sus
antecesores mostraban, hace tan sólo una década.

1 Adaptado de un estudio de liturgia distribuido en la Diócesis de


California en 1986.

219
Parte I I I — Algunas propuestas

He citado la fórmula introductoria completa, pero con


dos nombres ficticios que hagan evidente que se trata de un
compromiso celebrado por dos personas del mismo sexo.
Elegí nombres femeninos porque la actitud cultural hacia
las parejas lesbianas no es tan hostil como hacia las uniones
de homosexuales. ¡Qué extraños e irracionales son los pre-
juicios, sin embargo! Porque, hasta cierto punto, nuestra ho-
mofobia cultural es una expresión más del sesgo patriarcal
que ha marcado a nuestra civilización durante miles de
años, y que sólo ha comenzado a disminuir visiblemente en
la segunda mitad del siglo XX. Los hombres, cuya posición
dominante se da por supuesta en un mundo patriarcal, ex-
presan sus valores al aborrecer más a los varones que, vo-
luntariamente a su juicio, optan por amar a otro hombre en
lugar de una mujer. No deja de ser curioso que esta reacción
hostil se torne más benigna en el caso de las mujeres, quizá
debido a la incredulidad inconsciente de que una mujer no
elija a un hombre como objeto de su deseo y de su afecto.
Existe incluso la idea, ampliamente asumida y elaborada
entre en los hombres, de que, si un hombre «de verdad» cor-
tejase a una lesbiana, presumiblemente alguien como el que
emite esta opinión en ese momento, ésta se podría curar de
su desviación.
Este prejuicio del varón también emerge en el juicio,
emitido tan frecuentemente, por predicadores y por políti-
cos, de que el SIDA es una plaga divina, castigo para las per-
sonas homosexuales por la depravación de sus vidas. Con
todo, hay una ignorancia voluntaria, e incluso asombrosa,
en esta conclusión: ¿no son mujeres aproximadamente la
mitad de la población homosexual, y el SIDA es casi desco-
nocido entre ellas? Si las voces que juzgan que el SIDA es
un castigo divino fueran consecuentes en su razonamiento,
deberían concluir que la ausencia de SIDA entre lesbianas
es un signo seguro del favor de Dios hacia ellas. Sin em-
bargo, está claro, el prejuicio no es consecuente con sus afir-
maciones, no las emplea con rigor como premisas.

220
C AP. 14 — B EN DICIó N DE Lo S Co MP Ro MISo S DE G AIS y LESBIAN AS

Así que elegí nombres femeninos. Me pregunto qué


emociones y qué imágenes se habrán suscitado en las men-
tes y en los corazones de mis lectores al leer las palabras del
rito, si es que los nombres femeninos de los contrayentes
les han cogido por sorpresa. Probablemente, en este caso,
como se trataba de una cita de una ceremonia de boda, el
lector simplemente pasaba plácidamente sus ojos sobre las
palabras, hasta darse cuenta de que los contrayentes no
eran un hombre y una mujer sino dos mujeres. Entonces es
cuando las palabras bien hubieran podido provocar alguna
emoción extraña y evocar imágenes igualmente extrañas.
Mi impresión es que las emociones y las imágenes hubieran
sido más fuertes y más hostiles si los nombres hubieran sido
George Smith y Rey Stan (cuyos nombres, me apresuro a
añadir que son también ficticios). Uno de mis propósitos,
al escribir este libro, era, precisamente, el de temperar las
emociones y el de rebajar la carga de las imaginaciones, por-
que considero que la bendición de las uniones entre gais y
entre lesbianas, por parte de la iglesia, es inevitable, es un
derecho y es un gran bien.
Todo lo que ahora sé acerca de la homosexualidad, gra-
cias a mis conversaciones con personas gais y lesbianas, a
los libros que he leído, y a los expertos con los que he ha-
blado, me lleva a la conclusión de que la orientación homo-
sexual es una característica minoritaria pero perfectamente
natural en el espectro de la sexualidad humana. No es algo
que se elige. Es algo que se es. Como ya tuve ocasión de ex-
poner en el capítulo 5, la orientación sexual del individuo
se establece antes del nacimiento y no es anormal sino sólo
minoritaria. Sólo por ser minoritaria no es la norma estadís-
tica de nuestra sociedad. No volveré ahora sobre las eviden-
cias sobre la normalidad natural, y no estadística, de la
homosexualidad. Tan sólo añadiré que los gais y las lesbia-
nas, como todas las personas, tienen dones y contribuciones
específicas que ofrecer a la familia humana, y que algunas
de ellas pueden estar presentes en ellos precisamente a

221
Parte I I I — Algunas propuestas

causa de su orientación sexual y no a pesar de ella. Sin em-


bargo, ¡qué difícil es descubrir tales dones, y la posibilidad
de celebrarlos, cuando el ambiente en el que uno vive está
condicionado por una hostilidad cruel y opresiva hacia la
forma de ser de uno!
Cuando la gente está oprimida, bien por las ataduras ex-
ternas de la esclavitud bien por las internas de los prejuicios,
su creatividad natural queda inhibida. La lucha por la su-
pervivencia asfixia. Para los antiguos egipcios, los esclavos
judíos eran insignificantes, gentes torpes a las que se asig-
naban las tareas domésticas más bajas. Los opresores egip-
cios consideraban a los judíos gente inútil para todo. ¡Cómo
les habría sorprendido saber que, en el pueblo judío que es-
clavizaron, acechaban ya los genes de los maestros espiri-
tuales de dos de las más grandes religiones del mundo; de
científicos y pensadores geniales como Albert Einstein, Sig-
mund Freud, y Karl Marx; y de creadores como Eddie Can-
tor, Jack Benny, Itzhak Perlman, Leon Uris y Herman Wouk!
El mundo no podía beneficiarse de estos dones mientras no
cesara la esclavitud. Del mismo modo, cabe preguntarse por
los genios y los dones, perdidos para todos, a causa del pre-
juicio secular contra los homosexuales. Esta pérdida apenas
si puede apreciarse si consideramos que personas extraor-
dinarias como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Christop-
her Marlowe, Erasmo, Dostoievsky, Tchaikovsky, Francis
Bacon, W.H. Auden, Ricardo Corazón de León, Lord Byron,
Herman Melville, John Maynard Keynes, Walt Whitman y,
según creen algunos, John Milton, eran gais.
Si mis conclusiones sobre los gais y lesbianas son váli-
das, entonces el conjunto de la sociedad debe considerarse
culpable de una cruel opresión hacia esta animosa minoría.
Creo que ha llegado el momento no sólo de tolerar y aceptar
sino de celebrar la presencia entre nosotros de nuestros se-
mejantes, los gais y las lesbianas. Una forma de hacerlo la
iglesia, sería admitir públicamente su complicidad en la
opresión, basada en su ignorancia y en sus prejuicios. Ha

222
C AP. 14 — B EN DICIó N DE Lo S Co MP Ro MISo S DE G AIS y LESBIAN AS

llegado el momento de superar este capítulo oscuro y escri-


bir nuevos capítulos con una actitud que asuma la exclusión
de ayer, practique la inclusión del amor de Dios hoy, y cele-
bre los dones únicos de los hijos de Dios, todos diversos.
El acto que, por encima de los demás, sería expresión de
una decidida intención de cambiar su actitud, sería manifes-
tar la Iglesia su voluntad y su deseo de bendecir y de afirmar
el amor que une a dos personas del mismo sexo en una rela-
ción vivificante de mutuo compromiso. Sólo si se establece
este acto ritual se anunciará, al mundo homosexual y al
resto, un cambio creíble. No importa cómo se discuta y se
defina esta liturgia de compromiso, los medios de comuni-
cación, la crítica y el mundo en general lo interpretarán y ha-
blarán de él como del «matrimonio» homosexual. Con todo,
antes de decidir cómo llamar a este servicio, tenemos que
entender qué es y qué no es. y aquí, la clave está en tener
claro qué hace y qué no hace la Iglesia en el matrimonio.
La Iglesia, de hecho, no casa a nadie. Son las personas
las que se casan. y es el Estado, y no la Iglesia, el que define
la naturaleza legal del matrimonio, el que establece a qué
obliga y a qué no obliga, desde el punto de vista de la con-
vivencia. y lo hace al dar a los casados el derecho de pro-
piedad compartida. No está dentro del poder de la Iglesia
cambiar esta realidad legal. Por tanto sus implicaciones se
deben explicitar. Lo que hace la iglesia en el matrimonio es
escuchar los votos públicos de amor mutuo, de vivir una
relación de fidelidad, y de apoyarse y cuidarse el uno al
otro en todas las vicisitudes de la vida. Entonces, la Iglesia
da su bendición a este voto de compromiso. Su bendición
es su única contribución. La Iglesia bendice el compromiso
y los votos de las dos personas que se sitúan al hacerlos,
ante «Dios y los presentes». Con su bendición, expresa su
reconocimiento de la pareja y su disposición (y, a través de
ella, de toda la sociedad) de apoyar, sostener y dar estabi-
lidad, a la vida de la nueva pareja, por todos los medios a
su alcance. La esperanza es que esta sanción, así como el

223
Parte I I I — Algunas propuestas

apoyo público resultante, contribuya a que al intercambio


de votos, hecho de buena fe y ante el altar, tenga más posi-
bilidades de perdurar.
Si la aprobación y bendición pública es el don que
otorga la Iglesia, entonces, no hay duda de que esto mismo
puede concederse a cualquier relación de amor, fidelidad,
compromiso y confianza que surja en la vida. En el pasado,
la Iglesia, ¿no se ha reservado el hecho de bendicir el co-
mienzo de muchas cosas? Si hemos bendecido los campos
cuando se plantaban los cultivos, las casas cuando se inau-
guraban, los animales domésticos en honor de San Fran-
cisco o de san Antonio, e incluso los perros en una cacería
de zorros se han bendecido en Virginia, y hemos bendecido
los misiles MX, llamados «pacificadores», y buques de gue-
rra cuyo único propósito era matar y destruir, llamándolos,
al menos en una ocasión, Corpus Christi, ¿por qué regatear
nuestra bendición a una relación de dos personas que las
hace más completas por afrontar su vida en común?
La explicación de esta resistencia es, lo más seguro, que
la Iglesia aún participa en los prejuicios sociales de siempre.
Por eso le pido ahora a la Iglesia que deje atrás estos prejui-
cios y bendiga las uniones de estas personas, llamadas por
el amor, la fidelidad y la esperanza, a una vida de correspon-
sabilidad. La cuestión de qué nombre dar a este tipo de
unión podría dejarse a las personas mismas a las que les con-
cierne; que sean ellas las que urjan al Estado que conceda, a
tales uniones, los beneficios legales del matrimonio.
Sólo cuando se dé la sanción oficial y pública de las pa-
rejas gais y lesbianas, nuestra sociedad empezará a pensar
en ellas como una unidad, y empezará a relacionarse con
ellas de una forma que refuerce y apuntale dicha unidad.
Cosas tan sencillas como invitar a las parejas gais y lesbianas
a los actos sociales y a las reuniones familiares, y como par-
ticipar en la celebración de sus aniversarios y de sus momen-
tos sagrados de vida juntos, darían solidez a las parejas gais

224
C AP. 14 — B EN DICIó N DE Lo S Co MP Ro MISo S DE G AIS y LESBIAN AS

y lesbianas, tal como las da a las heterosexuales. Muchas pa-


rejas gais y lesbianas se sienten obligadas a limitar sus rela-
ciones sociales a otras personas también homosexuales, con
las que pueden convivir y compartir con comodidad.
Hoy en día, los matrimonios heterosexuales se encuen-
tran bajo una gran presión, como ya he señalado. Estas pre-
siones son demoledoras en uno de cada dos casos. Esto es
así, a pesar de todas las energías empleadas por la Iglesia y
la sociedad para reconocer y bendecir dichas uniones. Es un
enorme tributo al compromiso de los gais y lesbianas reco-
nocer que han conseguido forjar vínculos duraderos, y en
muchos casos permanentes, sin el apoyo de la Iglesia, el Es-
tado o la sociedad. De hecho, en la mayoría de los casos, lo
han hecho a pesar de la hostilidad de estas tres instancias.
La comunidad heterosexual necesita conocer y ver unio-
nes homosexuales a las que caracteriza la integridad y el
cuidado, y a las que distingue la naturalidad y la belleza. La
mayoría heterosexual parece creer que la única forma de
amor entre homosexuales es la promiscuidad de los bares
especializados, la pornografía o los encuentros de una sola
noche; y parece estar siempre dispuesta a condenar esta
conducta moralmente inaceptable pues ciertamente lo es.
Pero hay dos cosas que esta mayoría heterosexual que
emite estos juicios parece haber pasado por alto. Primero,
que la promiscuidad, los bares de alterne, la pornografía y
los encuentros de una noche también se dan en el mundo
heterosexual, y que se trata, por tanto, de un tipo de con-
ducta destructiva en el que lo relevante no es la orientación
sexual de quienes la practican. y, segundo, que las personas
heterosexuales tienen la alternativa, públicamente aceptada,
bendecida y confirmada, del matrimonio; algo de lo que no
disponen todavía las personas homosexuales. Si no existe
tal alternativa positiva para ellas, ¿de qué se extrañan la
iglesia y la sociedad? Si la iglesia y la sociedad se niegan a
reconocer y a promover alternativas positivas, en las que el

225
Parte I I I — Algunas propuestas

amor y la intimidad puedan sostener a una pareja gay o les-


biana, estas instituciones son en parte responsables de la
misma promiscuidad que condenan.
La disposición positiva, por parte de la iglesia y de la
sociedad, para aceptar, bendecir, afirmar y fomentar rela-
ciones fieles y a largo plazo, entre la gente gay o lesbiana,
sería justa y apropiada. Pero, sobre todo, indicaría a la mi-
noría homosexual que el cristianismo reconoce una vía dis-
tinta de la forzosa opción entre o la soledad del celibato o la
irresponsabilidad de la promiscuidad. El hecho es que la
propia población homosexual ha reconocido y apoyado a
las parejas comprometidas, y mucho antes que la Iglesia. En
un número mucho mayor de lo que la mayoría convencio-
nal sospecha, la población gay ha forjado esta alternativa
por su cuenta, sin ayuda ni confirmación oficial de nadie.
Sin embargo, aunque las personas homosexuales aleja-
das de la iglesia no reciban bien una respuesta de la Iglesia,
pues no deja de ser tardía, creo que la gran mayoría de los
que anhelan una señal de aceptación de su existencia en la
sociedad sí acogerían bien dicha respuesta, si no para sí, sí
para otros. El reconocimiento de estas uniones por parte de
la iglesia es un paso que ésta debe dar por su propio bien,
con independencia de que sea bienvenido o no. Necesitamos
reconocer y reparar nuestra ofensa. Con el reconocimiento,
la población homosexual comprenderá nuestro arrepenti-
miento y que, por fin, estamos dispuestos a ofrecer nuestros
recursos para que la actitud tradicional deje de ser la intole-
rancia o la mera aceptación a regañadientes. Sólo así podre-
mos empezar a celebrar la presencia y las contribuciones de
las personas y parejas homosexuales igual como celebramos
la presencia y las contribuciones de las heterosexuales.
Para convertir en público y notorio lo que pensamos res-
pecto de las parejas homosexuales, la creación de una litur-
gia que manifieste dichas convicciones en las celebraciones
públicas es, en mi opinión, y por justicia, la mayor obliga-

226
C AP. 14 — B EN DICIó N DE Lo S Co MP Ro MISo S DE G AIS y LESBIAN AS

ción de la Iglesia actual. Actualmente, sin conocimiento de


la alta jerarquía eclesiástica, la bendición de las uniones ho-
mosexuales ya se está llevando a cabo, como un rito pastoral
privado, en congregaciones de todas las tradiciones en todo
el mundo. En Canadá, según me han dicho, la población gay
y lesbiana invita a los pastores a bendecir sus casas, lo cual
incluye la bendición de los que viven en ellas. El boca a boca
es muy efectivo a la hora de informar a la población gay de
dónde pueden ir para recibir este servicio de la Iglesia. Para
las parejas gais y lesbianas de allí, esto es como la bendición
de la Iglesia sobre sus relaciones. Es una ingeniosa táctica
aún poco conocida, pero en la que, en el futuro, la Iglesia
deberá participar de forma más clara y abierta.
Son los mismos gais y lesbianas que hay en el clero los
que están abriendo las puertas de sus iglesias a aquellos
con los que comparten la misma orientación. Ninguna de
las liturgias propuestas y que ya se están poniendo en prác-
tica ha recibido aún la aprobación en ninguna tradición
eclesiástica, salvo en la Fraternidad Universal de Iglesias
de la Comunidad Metropolitana (2), una denominación re-
lativamente nueva, fundada para servir principalmente,
aunque no exclusivamente, a los gais y lesbianas que, dada
la virulenta oposición que aún existe, bien podrían tardar
otra década en recibir el reconocimiento oficial de una ma-
yoría de las iglesias. No obstante, diez años es un tiempo
asombrosamente breve para un cambio de esta magnitud.
Si el reconocimiento oficial se alcanzase en este plazo, sería
todo un triunfo. Hasta entonces, espero que el debate que
despierte esta propuesta desde Newark sea un factor favo-
rable en la continua toma de conciencia al respecto. Espero
que sean más los clérigos ordenados que sean lo suficien-
temente audaces para incorporar este recurso en su minis-
terio particular mientras llega el día en el que se convierta
en parte de la liturgia pública de la Iglesia.

(2) Universal Fellowship of Metropolitan Community Churches.

227
Parte I I I — Algunas propuestas

La gente cambia y la expansión del conocimiento no se


detiene. yo soy un ejemplo de ello. Hace diez años, me ha-
bría sorprendido a mí mismo, e incluso horrorizado, por las
cosas que ahora estoy escribiendo. Hace cinco años, aún me
faltaba que me dieran un empujón para adoptar una pos-
tura realmente inclusiva. Los dos factores que me educaron
y me cambiaron fueron: la información científica, que me
hizo caer en la cuenta de que los prejuicios nacen de la ig-
norancia, y el testimonio de los gais y lesbianas que conocía,
de los cuales algunos eran clérigos. Cuando estuve abierto
a las nuevas posibilidades, la humanidad de los homose-
xuales llegó hasta mi propia humanidad. Ellos me quisieron
e invitaron a integrarme en la vivificante realidad de sus re-
laciones. Mi reconocimiento del significado y de la validez
de sus vidas comprometidas me permitió aceptar la infor-
mación de la que hoy disponemos y dejar atrás, lenta pero
firmemente, los prejuicios de toda la vida.
Si yo he podido hacer este viaje, también la Iglesia lo
puede hacer. Si no este año, el próximo. Pero es inevitable
que llegue el momento de hacerlo. Sólo sé que, cuando al
fin nos liberemos de nuestros prejuicios al respecto, nos cos-
tará entender cómo pudimos ser tan ciegos antes. ¿Puede
alguien imaginar un mundo en el que, por ser negros, Willie
Mays, Hank Aaron o David Winfield no pudieran jugar en
la Primera liga de béisbol? Jackie Robinson y Satchel Paige
no sólo lo imaginaron sino que lo vivieron. ¿Podríamos
aceptar que Leontyne Price no cantara en el Metropolitan
por igual motivo? La oposición a la bendición de las uniones
gais y lesbianas algún día será tan inimaginable como pen-
sar que el béisbol es un deporte sólo para blancos, o que una
mujer negra de Mississippi no podía cantar en el Metropo-
litan, tal como de hecho se creyó hace no muchos años. La
oposición a las uniones gais y lesbianas desaparecerá y se
convertirá en una reliquia embarazosa más, en el museo de
los prejuicios culturales y eclesiásticos. Espero ver ese día,
a cuya pronta venida deseo contribuir.

228
C AP. 14 — B EN DICIó N DE Lo S Co MP Ro MISo S DE G AIS y LESBIAN AS

Sin duda, la hora de empezar a avanzar en esta dirección


no es otra que la actual. El testimonio de la teología contem-
poránea nos anima a reflexionar en la línea de la liberación
y la autoafirmación. Los descubrimientos de la psicología
contemporánea fomentan la expresión de los impulsos hu-
manos naturales y básicos, por vías creativas y responsables.
El interés actual por la salud nos aboca a una redefinición
del comportamiento social responsable. La creciente canti-
dad de información, sobre la naturaleza de la orientación
sexual, nos exige volver a examinar nuestros presupuestos.
Sólo nos falta sumar la voz audaz y responsable de la iglesia
oficial. Esta voz proclamará la afirmación de Dios en la
Creación: «no es bueno que el hombre [o la mujer] estén
solos». Proclamará la palabra de Dios en Jesucristo: que acu-
damos a él todos los que necesitamos descanso y consuelo.
y proclamará el anuncio de Dios a través del Espíritu: que,
en el «cuerpo» de Cristo, entenderemos en nuestra propia
lengua, sin importar cuál sea, el anuncio del amor de Dios
(Hch. 2). Esta voz es la que nos llama a actuar ahora.
– «En el nombre de Dios, yo, George, te tomo a ti, Stan, como mi
compañero, y prometo solemnemente, ante Dios y ante estos tes-
tigos, que estaré siempre a tu lado, en las alegrías y en las penas,
en el placer y en el enfado, en la enfermedad y en la salud; y cui-
daré de ti y te querré mientras vivamos».
– «En el nombre de Dios, yo, Stan… ».
– Ahora que George y Stan se han comprometido el uno con el
otro por estos solemnes votos, y han unido sus manos y se han
dado y recibido los anillos, yo los declaro unidos entre sí en una
santa alianza, en el nombre de Dios, que nos crea, nos redime y
nos sostiene. Apoyémosles en esta pacto de mutuo amor.
y el pueblo responderá: – Amén. (3)

Sospecho que estas palabras aún extrañarán y chocarán


a muchos. De hecho, todas las que anuncian una vida nueva
son extrañas al oído hasta que la experiencia ilumina la
comprensión.

(3) Ibid., ligeramente adaptado.

229
Parte I I I — Algunas propuestas

Los primeros cristianos, que eran de origen judío, debie-


ron de sentirse abrumados cuando alguien sugirió, por pri-
mera vez, que los gentiles debían ser bienvenidos a la iglesia
aunque no se circuncidasen ni cumpliesen antes la ley judía.
Los cristianos occidentales de Europa y de América debie-
ron de horrorizarse cuando alguien sugirió, por primera
vez, que miembros de las minorías étnicas de color debían
incorporarse a la vida de la Iglesia en igualdad, como her-
manos y hermanas, y acceder además a los cargos de res-
ponsabilidad en ella. A la rígida jerarquía eclesiástica, que
estaba tan segura de hablar en nombre de Dios, debió de
parecerle extraño y chocante que alguien sugiriese, por pri-
mera vez, que un zurdo no era una mala persona y que bien
podía ser sacerdote. Al clero masculino, tan seguro de que
sólo los hombres podían representar a Dios simbólicamente
pues Jesucristo había sido un varón, debió de parecerle in-
dignante que alguien dijese, por primera vez, que las muje-
res también podían sentir la llamada a ser pastores,
sacerdotes y obispos, y que la ordenación debía estar abierta
también a ellas.
La propuesta de que la iglesia bendiga y afirme públi-
camente que le consta la verdad de la unión de amor entre
dos personas del mismo sexo también será recibida como
extraña y chocante. Pero esto pasará y, con el tiempo, estas
uniones se convertirán en una práctica normal. «En Cristo,
todos serán vivificados», escribió Pablo. Sí, «todos», inclui-
das las parejas gais y lesbianas que han pasado a ser, en
Cristo, «una sola carne» a lo largo del camino de la vida.
Ahora es el momento apropiado para romper la esclavitud
del prejuicio que impide que empiece a ser realidad el don
de vida prometido a todos por Jesús.

230
C A P Í T U L O 15

SOLTEROS DESPUÉS DEL MATRIMONIO


Y SEXO SANTO

Ser soltero (single) no es inusual. Puede ser el estilo de


vida más frecuente incluso. Si se contaran nuestros años de
solteros, casi todo el mundo descubriría que al menos un
tercio de su vida lo ha vivido en este estado. Todos hemos
nacido solteros; incluso los gemelos, por unidos que estén,
son singulares, son solteros. Muchas personas acaban ade-
más su vida como solteros pues, hasta en el matrimonio más
unido, uno de los dos deja sólo y viudo al otro por algún
tiempo. Mi madre vive ahora su novena década. Antes de
su viudez, estuvo casada sólo quince años, así que ha vivido
soltera más de cuatro quintas partes de su vida.
Además, el porcentaje de años de soltería ha aumentado
en este siglo, sobre todo en occidente. La creciente demanda
de educación superior es un factor de este aumento. Otro es
la emancipación de la mujer respecto de los estereotipos do-
mésticos. La combinación de ambos factores crea el tercero:
la incorporación de la mujer al mundo profesional de las
empresas. Los años adicionales de preparación, así como la
autorrealización que supone una carrera, o han desplazado
al matrimonio como primera opción, o han situado las
metas profesionales al mismo nivel. El resultado es un
mayor porcentaje de personas solteras. Otro factor en esta
tendencia es que hoy terminan en divorcio muchos más ma-
trimonios que en el siglo XIX. Los divorciados, hombres y
mujeres, engrosan las filas de los solteros. Ser soltero repre-
senta, pues, una parte importante del total de años de la
vida de la mayoría de las personas y, por tanto, es una ex-
periencia relevante en nuestro tiempo y en occidente.
Sin embargo, la iglesia cristiana continúa pensando que
el matrimonio es la norma de vida y que la soltería es un es-

231
Parte I I I — Algunas propuestas

tado pasajero, signo de inmadurez, de perversión sexual, de


fracaso o de una extrema tristeza o de una especie de des-
tino trágico. Además, como no se confía en la soltería salvo
en el caso infrecuente del celibato religioso, la persona sol-
tera se ve como una especie de bala sin rumbo que amenaza
la estabilidad matrimonial del resto. De las voces y de los
preceptos de la iglesia, emana, por lo regular, una actitud
negativa, apenas velada, hacia el soltero sin voto de serlo.
En las declaraciones oficiales de la Iglesia, a los solteros
jóvenes se les dice que aún están inmaduros o que aún no
están completos, y se les recuerda que la sexualidad es un
aspecto de su ser y se reserva para el matrimonio, sin que
haya otra alternativa moral para ellos, pese a los enormes
cambios de la sociedad, indicados antes. A los casados, que
como tales están a salvo de la soltería y de sus peligros, se
les dice que el divorcio es una ofensa a Dios y al prójimo,
además de un fracaso personal. A los divorciados, se les
dice que no pueden volver a casarse con la bendición de la
iglesia a menos que sigan los diversos y humillantes pro-
cedimientos actuales de conseguir este permiso sagrado. A
los que son solteros en virtud de una prohibición por ser
gais o lesbianas, se les dice que la abstinencia sexual de la
soltería es el único estilo de vida legítimo y moral para
ellos. Y a los viudos y viudas, se les dice que parte de su
dolor y de su carga es soportar la pérdida de las relaciones
sexuales, a menos que unas segundas nupcias surjan, en el
futuro, como una imprevisible posibilidad. Todas estas pro-
hibiciones y advertencias albergan el eco de un juicio y de
una condena que provienen de definir la sexualidad como
peligrosa y perversa, y que su ejercicio es pecado a menos
que se dé dentro del matrimonio, única relación social y re-
ligiosamente aceptada.
En todas las generaciones habrá personas que pongan a
prueba los límites de cualquier regla. Pero, en nuestra ge-
neración, las reglas han llegado a estar tan sin contacto con
la realidad que no es que se trasgredan sino que, simple-

232
C A P . 1 5 — S O LT E R O S T R A S E L M AT R I M O N I O Y S E X O S A N T O

mente, se ignoran. La marea de cambios siempre comienza


con el goteo de unos pocos disconformes, que luego se con-
vierte en una verdadera riada a medida que un número cre-
ciente abandona las convicciones del pasado. Ésta es la
situación en la que estamos hoy, tal como ya argumenté.
En los capítulos que llevo escritos, ya he examinado el
significado de las circunstancias cambiantes para los jóvenes
solteros y para las personas homosexuales. Ya he sugerido,
además, que el aumento de la tasa de divorcios no siempre
es una tragedia sino que representa, en ocasiones, el mo-
mento de tomar algunas decisiones maduras para cambiar
y para crecer; y que, por eso, en tales casos, podrían recibir
de la iglesia una bendición, mejor que la simple aplicación
de la norma general de condena.
En este capítulo, quiero volver la mirada y atender al
caso de las personas mayores solas. En su mayoría lo están
después de haber estado casadas. Muchas ya no están in-
teresadas en volver a casarse, o, al menos, no de momento.
La cuestión es si su soltería implica necesariamente absti-
nencia sexual. Yo no lo creo. Pero sí que creo que su soltería
y su integridad personal requieren una profunda y ade-
cuada comprensión de su situación y de la actividad sexual
acorde con ella. Sugerir que la abstinencia no es obligatoria
no significa afirmar que todo vale. El sexo es aún poderoso
en esta edad. Cuando engrandece la vida, estoy dispuesto
a decir que es bueno. Cuando la empobrece o reduce, estoy
dispuesto a decir que es destructor. Busco, pues, un contexto
en el que el sexo, después de haber vivido en matrimonio,
pueda llegar a ser santo para los adultos maduros (1).
La revolución sexual y sus secuelas han creado una es-
pecie de esquizofrenia sexual. Las voces aferradas a tradi-
ciones caducas gritan, con un encono cada vez mayor: «¡No
debes!»; y, sin embargo, las voces de la nueva era dicen, a

(1) N del T: Entendemos literalmente el término inglés «holy», según la

primera acepción de santo en el DRAE: «perfecto y libre de toda culpa».

233
Parte I I I — Algunas propuestas

través de todos los medios imaginables: «¡Sí puedes; y


debes!». Las voces tradicionales siguen estando dominadas
por el miedo. Si el temor al embarazo se está desvaneciendo,
el miedo a la infección es el sucesor (2). También existe un
temor verdadero a la anarquía moral, a la pérdida de poder
de las instituciones que antes ejercían de árbitros morales y
ahora ya no, por más que les hubiera gustado desempeñar
aún dicho papel. Temores así hacen que cualquier conver-
sación sobre el sexo parezca negativa.
Las voces del cambio nos recuerdan, en efecto, que el
temor al embarazo ha desaparecido, que lo que cuenta es el
amor, que las mujeres se liberan, que la virginidad genera-
lizada es expresión de un sistema antiguo de represión, y
que las relaciones sexuales, lejos de ser una deshonra, son
sanas y placenteras. Libros sobre cómo practicar el sexo (y
hacerlo bien) abundan en las listas de best-sellers. De hecho,
en los últimos años, se han publicado tantos libros sobre
«cómo hacer algo», que la sección de la Revista de libros del
New York Times ha creado una nueva lista de ellos, además
de los de ficción y de no-ficción, cuyo encabezamiento es:
«Asesoramiento, procedimientos y varios». Además de los
libros específicos sobre sexualidad, hay sobre dietas y ejer-
cicios intrínsecamente relacionados con la sexualidad.
A medida que la furia de la revolución sexual llegaba a
su cénit, el temor que antes disuadía de la sexualidad se sus-
tituyó por la presión de mantener una relación, hacerlo bien,
disfrutar de ella y decir al mundo cómo lo haces, incluso. En
ningún otro grupo se dio tanto esto como entre las personas
solteras de cierta edad, cuya situación es muy diferente de
la de los jóvenes. La relación romántica que conduce al ma-
trimonio puede no ser la adecuada en su circunstancia. Un
matrimonio previo y un divorcio posterior pueden haber de-
jado tan devastadas y heridas a estas personas que son inca-
paces de asumir otro compromiso de por vida. La muerte de

(2) N del T: Recuérdese el año de edición del libro.

234
C A P . 1 5 — S O LT E R O S T R A S E L M AT R I M O N I O Y S E X O S A N T O

un cónyuge puede haber sido tan agotadora emocional-


mente que tanto el proceso de duelo como la recuperación
personal posterior pueden durar años. Pueden haber que-
dado con hijos a su cargo y con unos recursos económicos
tan escasos que añadir una nueva relación es casi imposible.
La vida puede verse complicada, además, por las restriccio-
nes de las últimas voluntades y el testamento de la persona
fallecida, o por la insensibilidad de las leyes de la Seguridad
social o por los compromisos financieros adquiridos ante-
riormente a favor de los hijos. Uno o los dos pueden estar en
trabajos que requieren gran disponibilidad y movilidad, con
frecuentes traslados a distintas zonas del país o del mundo,
que hacen muy problemático un compromiso estable con
otro para quien también es importante la carrera profesional.
Sin duda, pueden aducirse más razones, pero las indicadas
son suficientes como para que nos demos cuenta de que el
matrimonio o, mejor, un nuevo matrimonio no sea la única
respuesta, para todos los que ya han estado casados antes, y
que, en algunos casos, no pueda serlo nunca.
Sin embargo, la necesidad de un compañero o de una
compañera no desaparece. Esta compañía puede ser a mu-
chos niveles, desde una relación de trabajo, o una relación
social breve, hasta una amistad profunda a la que se dedica
tiempo, en la que se comparte la vida y donde se dan mo-
mentos de gran intimidad. ¿Deben los guardianes de la mo-
ralidad pública descartar el sexo en todas estas relaciones
por no producirse en el marco de la norma única del matri-
monio? Y, por el otro extremo, ¿debe una sociedad hedo-
nista dar por sentado el sexo en cada encuentro y relación
entre hombres y mujeres que son solteros adultos? Hay
voces que dicen que sí a ambas preguntas. Pero a mí me
gustaría plantear que el “no” es la única respuesta correcta
y moral a ambas . Sin embargo, a mi respuesta le debe acom-
pañar el intento de definir, a su vez, las circunstancias que
podrían justificar tanto el “no” a la abstinencia total como
el “no” a la actividad sexual indiscriminada.

235
Parte I I I — Algunas propuestas

Karen LeBacqz, profesora de ética cristiana en la Pacific


School of Religion de Berkeley, California, ha propuesto
que el fundamento de una ética sexual entre solteros adul-
tos puede ser lo que ella llama una «vulnerabilidad ade-
cuada» (3). La autora parte de que, cuando el embarazo se
separa de la actividad sexual, desaparece uno de los dos
objetivos principales e históricos del sexo ya que la procrea-
ción y el placer de la unión fueron los dos fines principales
del sexo. Sin embargo, fue la procreación, y no la unión, la
que exigió el matrimonio como marco de las relaciones se-
xuales responsables. Al eliminarse la procreación –argu-
menta–, ya sea por un método anticonceptivo eficaz o por
la longevidad que prolonga la posibilidad de sexo más allá
de los años de fertilidad, la toma de decisiones sobre la se-
xualidad se desplaza, del matrimonio como contrato firme,
a la calidad de la relación, que incluye dedicación, compro-
miso, entrega y vulnerabilidad mutuas.
La Dra. LeBacqz se apoya sobre todo en el sentido que
subyace en el versículo: «el hombre y la mujer estaban des-
nudos y no se avergonzaban» (Gén. 2:25). Estar «desnudo»
es imagen de ser vulnerable y «no avergonzarse» es señal
de un ser adecuado. Esta interpretación del versículo ex-
presa que la vulnerabilidad y la adecuación es «el propósito
de la creación del hombre y de la mujer como seres sexua-
dos que se unen para formar una sola carne» (4).
Apoya esta idea el hecho señalado antes de que los he-
breos utilizan el verbo «conocer» como sinónimo de unión
sexual. El sexo se sitúa dentro de una relación profunda y
significativa pues nadie puede conocer realmente al otro si
éste no se abre, se revela y se entrega al él. La revelación
de uno mismo lo expone al dolor, a las heridas, al abuso,

(3) Karen LeBacqz, «Vulnerabilidad adecuada. Una ética sexual para

solteros». The Christian Century 104, no. 5 (mayo de 1987), págs. 435-38.
(4) Ibid., pág. 437.

236
C A P . 1 5 — S O LT E R O S T R A S E L M AT R I M O N I O Y S E X O S A N T O

pero también al amor, la acogida y la confianza. Ninguna


relación puede crecer sin el riesgo de la vulnerabilidad, de
la apertura al otro, la revelación de sí al otro y sin la acep-
tación recíproca. El relato de la caída indica que Adán y
Eva decidieron abandonar la situación de vulnerabilidad
y escoger la protección del poder que significa el vestido.
En lugar de seguir en la posición vulnerable, les atrajo la
expectativa de «ser como dioses» (Gén. 3:5). El deseo de
poseer un poder divino es manifestación del endureci-
miento del «corazón de la vulnerabilidad» (5). En relación
con esto, es interesante observar que el clímax del relato
cristiano no estuvo en el poder sino en la impotencia, que
no es otra cosa que ser vulnerable. ¿Cómo interpretar, si
no, el relato de la cruz? (6).
La Dra. LeBacqz concluye que «cualquier práctica se-
xual que hiera la vulnerabilidad adecuada no es buena. Lo
cual incluye herir no sólo la vulnerabilidad del otro sino la
propia» (7). Un violador es, crudamente, alguien que se
niega a ser vulnerable. Por eso, la Dra. LeBacqz considera
inmorales la seducción, la prostitución, la promiscuidad y
cualquier encuentro sexual en el que el otro resulta violen-
tado. El sexo, argumenta, «no es sólo diversión, juego, libe-
ración física; ni es para presumir o para cualquier otra de
las variadas emociones sensibles que solemos vincular a él.
El sexo es para llegar a la adecuada expresión de la apertura
y la vulnerabilidad». Sin esto, concluye, «la expresión se-
xual es inadecuada» (8).
En el argumento de la vulnerabilidad no hay nada que
limite al matrimonio el sexo adecuado. Hay relaciones pre-

(5) Ibid.
He desarrollado esta idea con más detalle en un artículo titulado «La
(6)

impotencia de Cristo», The Witness 69, no. 3 (marzo de 1986), págs. 6-8.
(7) Karen LeBacqz, «Vulnerabilidad adecuada», pág. 437.
(8) Ibid.

237
Parte I I I — Algunas propuestas

matrimoniales entre heterosexuales o relaciones entre gais


y lesbianas, dada la legislación más frecuente actualmente,
que bien pueden estar dentro de la vulnerabilidad ade-
cuada, y hay relaciones sexuales dentro del matrimonio que
pueden no ser «expresión adecuada de la vulnerabilidad».
Esta comprensión de las relaciones sexuales basada en la
vulnerabilidad ofrece, a los solteros mayores, nuevas opcio-
nes que van más allá de la abstinencia como única respuesta
legítima y moral en su estatus; y descarta, además, las rela-
ciones sexuales manipuladoras y egocéntricas.
Esto significa que la base tradicional para determinar si
una relación sexual es buena o no, si se debe asentir a ella o
no, ya no proviene del contexto del matrimonio. Lo cual no
significa, en absoluto, que haya que abandonar las directri-
ces que atendían a la salvaguarda de la vulnerabilidad de
las personas. Significa, más bien, que la iglesia debe aban-
donar su elevada posición de rectitud y entrar, junto con su
gente, en las zonas difíciles y grises de la vida, donde hay
que buscar los presupuestos idóneos, en cada caso, para la
toma de decisiones que aporten vida y no la destruyan,
según la edad y las circunstancias de las personas. Significa
que se abre la posibilidad de que la misma actividad que se
considera buena en una relación o en una edad, pueda no
serlo en otra relación o en otra edad. Significa que nos ale-
jamos de las reglas rígidas y nos acercamos a la libertad de
la relatividad y del discernir.
En 1977, la United Chruch of Christ publicó un «estudio
preliminar» sobre la sexualidad. Incluía la recomendación
de que «la expresión física de la sexualidad, en una relación,
debe ser acorde con el nivel de compromiso que hay en
dicha relación» (9). Esto sugiere que las relaciones son un
todo gradual y continuo y que las expresiones físicas con-

(9) La Iglesia Unida de Cristo, Sexualidad Humana. Un Estudio Prelimi-

nar (New York: United Church Press, 1977), pág. 103.

238
C A P . 1 5 — S O LT E R O S T R A S E L M AT R I M O N I O Y S E X O S A N T O

cretas deben guardar relación con la ubicación, el sentido y


la intensidad de tal relación dentro de este continuo. Algo
tan inocente como cogerse de la mano puede no ser apro-
piado en algunas relaciones y sí en otras. Aunque el informe
no use la palabra, quedaba implícito, no obstante, que el
compromiso y la vulnerabilidad están profundamente rela-
cionados. El compromiso requiere aceptar la apertura y la
vulnerabilidad. Un compromiso superficial implica escasa
vulnerabilidad y uno a fondo supone gran vulnerabilidad.
En algún punto de la escala de los compromisos, antes no,
este principio de proporcionalidad admite que las relaciones
sexuales sean las adecuadas. Al igual que la Dra. LeBacqz,
el estudio reconoce que «a mayor implicación sexual, mayor
es la necesidad de un marco que proteja y garantice la ex-
posición y la vulnerabilidad» (10).
Siendo solteros, carecemos de la protección que el ma-
trimonio da a nuestra vulnerabilidad. Sin embargo, la edad
y la experiencia parecen indicar que las personas mayores
requieren una estructura de protección menor que los jó-
venes. De la misma manera, en la medida en que los varo-
nes siguen teniendo más poder que las mujeres, es
necesario prestar mayor atención a la mayor vulnerabili-
dad de la mujer. En medio de estas pautas cambiantes es
donde luchan por vivir una ética sexual adecuada los sol-
teros post-casados. Ya no son niños que tienen que hacer
lo que se les dice. Más bien son adultos que deben ser res-
ponsables en esta situación. El celibato no es la respuesta
para la mayoría pues, en la práctica, muchos la han dese-
chado como inapropiada, pero la promiscuidad y las rela-
ciones sexuales esporádicas tampoco lo son. Considerando
todo esto, creo que el sexo fuera del matrimonio puede ser
santo y vivificante en determinadas circunstancias, y tam-
bién que puede ser negativo y empobrecedor en otras. Pro-
pongo, para debatirlas, las siguientes afirmaciones, sobre

(10) Karen LeBacqz, «Vulnerabilidad adecuada», pág. 437.

239
Parte I I I — Algunas propuestas

el marco idóneo para que el sexo sea santo fuera del vín-
culo matrimonial, entre adultos mayores, después de
haber estado casados.
1. La relación sexual entre adultos solteros debe ser sólo
esto: una relación entre adultos solteros. Nadie puede escu-
darse en lo que sigue para atentar contra un vínculo matri-
monial contraído. Si el voto matrimonial se rompe por una
aventura sexual, la relación extramatrimonial sigue siendo
señal de deshonestidad, y destructiva para el matrimonio y
para el carácter de la persona involucrada.
2. Una relación sexual entre adultos solteros debe ser de
amor y de cariño, y no sólo de conveniencia o de deseo.
3. Una relación sexual no es un inicio apropiado para
una relación personal. Por el contrario, la relación sexual
debe surgir de los lazos que dos personas crean a lo largo
de un tiempo. El sexo no se comparte adecuadamente mien-
tras no se comparten otras cosas como el paso del tiempo,
los valores, las trayectorias vitales, la amistad, la comunica-
ción y un sentimiento de mutua y profunda confianza y res-
ponsabilidad. En otras palabras, el sexo no es apropiado
mientras no haya una estructura suficiente que proteja la
apertura y vulnerabilidad de las dos personas.
4. El sexo es por naturaleza una actividad humana su-
mamente íntima y discreta. Una vulnerabilidad apropiada
requiere este marco de reserva. Si ambas partes no están
dispuestas a proteger la vulnerabilidad del otro, la relación
se torna dañina, odiosa y destructiva. La cualidad sagrada
y exclusiva de estos momentos especiales de unión, no
puede verse a merced de los chismes, la indiscreción o, tras
el fin de la relación, del desahogo indiscreto de una de las
dos personas, fruto del enfado. La falta de voluntad de
asumir este compromiso de discreción, y de mantenerlo
después de asumido, significaría que la relación se basaba
en la fuerza de las necesidades del ego, y no en la entrega
de la persona.

240
C A P . 1 5 — S O LT E R O S T R A S E L M AT R I M O N I O Y S E X O S A N T O

5. La relación en la que dos adultos solteros mantienen


relaciones sexuales debe ser exclusiva. Puede que no llegue
a ser eterna pero, mientras esté viva, es necesario que sea
exclusiva. La multiplicidad de parejas sexuales a un mismo
tiempo es una violación de la vulnerabilidad, del compro-
miso, de la honestidad y de la verdad del cuidado del otro.
Puede que haya que añadir otras pautas. Estoy seguro
de que no he agotado la lista de lo indispensable para que
se dé la santidad de una relación. Sin embargo, no quiero
sobrecargar a nadie con directrices, advertencias y estruc-
turas. Confío en la capacidad humana de impedir el descon-
trol indefinido de los patrones de comportamiento que
acaban siendo autodestructivos. No creo que las personas
continúen negándose a sí mismas unos patrones de con-
ducta que prometen enriquecer, dar plenitud y ensanchar
sus propias vidas. Sí, el sexo puede ser santo en la vida de
los solteros ya de edad, aunque no siempre lo sea.
Un llamamiento debe hacerse, por último, a los represen-
tantes institucionales de la religión organizada que aún re-
claman el poder de definir la moralidad. La iglesia debe
abandonar sus juicios éticos, ya irrelevantes por provenir de
realidades que ya no existen, y debe entrar en los ámbitos
donde se vive la vida, donde las personas sufren, donde se
experimenta el amor, donde los ideales están en juego, donde
la gente despierta de sus sueños y participa en el debate en
el que la ética de la vida se distingue de la ética de la muerte.
Las prohibiciones del pasado se han abandonado no
porque la gente sea laicista, moderna y depravada, sino,
simplemente, porque la vida ha cambiado y aquellas pro-
hibiciones ya no eran operativas. Gastar energía en afe-
rrarse a ellas, en emitir escritos para recordarlas, en tratar
de reavivarlas, será inútil y, además, esto desacreditaría a
la iglesia cada vez más, tanto que la autoridad moral que
aún puede tener en otras áreas de la vida acabaría por de-
saparecer también.

241
Parte I I I — Algunas propuestas

Vivimos en un mundo nuevo porque se han producido


cambios gigantescos en la conciencia, en los valores y en el
poder de los planteamientos. Como todo cambio profundo
en la historia, éste tiene excesos que refrenar, en este y en
otros campos. Como en toda gran transición de la concien-
cia, ésta se debe dirigir y guiar, aunque esto sea como mon-
tar en un torbellino. Como cada nuevo cambio en el
universo mental de las personas, éste se ha impuesto porque
las posturas ante las que se protestaba estaban congeladas
y se resistían a ceder, mucho más allá del tiempo en el que
su credibilidad había desaparecido ya. Incluso a estas altu-
ras de ahora, y con el retraso que llevamos, las iglesias tie-
nen que escuchar lo que les dice su gente y ponerse a su
lado en el mundo real de las decisiones, donde aún cabe se-
parar el trigo de la paja.

242
C A P Í T U L O 16

M UJ ER ES EN EL EPI SC OPADO ,
SÍ MBOLO DE R ENOVAC I ÓN EN LA I GLESI A

A lo largo de este libro he sugerido que, en la civilización


occidental, la iglesia ha sido la institución más poderosa a
la hora de definir temas y valores sexuales. La iglesia ha re-
clamado y mantenido este poder eficazmente, y el mundo
cristiano, en general, se lo ha delegado casi sin condiciones.
La revolución sexual, que ha desafiado esta autoridad de la
iglesia de delimitar lo correcto y lo incorrecto, se ha dado
en una época en la que dicha autoridad, para muchos, era
discutible también en el resto de las áreas en las que antes
la tenía. En concreto, una de las razones de la pérdida de su
autoridad en el terreno de la sexualidad ha sido la resisten-
cia de la iglesia a cambiar el paradigma patriarcal por el de
la igualdad entre las personas de ambos sexos.
Tal vez la institución más sexista en la civilización occi-
dental sea la iglesia. La imagen de Dios que favorece es viril
y patriarcal casi exclusivamente. Los ordenados, clérigos y
consagrados son varones en su inmensísima mayoría. Sólo
desde hace muy pocos años, la ordenación de mujeres es una
posibilidad legal en bastantes iglesias protestantes. Sin em-
bargo, muy pocas mujeres han conseguido alcanzar una po-
sición significativa en alguna de estas tradiciones. Hasta la
fecha, no hay obispos que sean mujeres ni en la comunión
anglicana ni en las iglesias luteranas del mundo (1). En la tra-
dición católico-romana y en la ortodoxa, las dos más nume-
rosas, las mujeres no pueden acceder a la ordenación.
Muchas iglesias fundamentalistas, que aún operan conforme
a los prejuicios anti-femeninos basados en una lectura literal
de los textos bíblicos antiguos examinados con detalle en el
cap. 8, también niegan la ordenación de las mujeres.
(1) N. del T.: recuérdese la fecha de la redacción del libro.

243
Parte I I I — Algunas propuestas

Dado que los más altos niveles de toma de decisión en


las iglesias litúrgicas del mundo están ocupados por varo-
nes, las costumbres sexuales se han establecido por canales
abrumadoramente masculinos. La visión patriarcal del
mundo se identifica con una idea de Dios patriarcal, según
la definición de la jerarquía patriarcal de la iglesia patriarcal.
Así que el lenguaje de las liturgias de la iglesia es en su
mayor parte de este tipo. Las palabras de nuestros himnos
y las categorías de la teología cristiana (Dios es Padre, Hijo
y Espíritu Santo) lo indican. Si la profesora Elaine Pagels
está en lo cierto en su comprensión de la historia de la igle-
sia, el dominio masculino y la ortodoxia teológica se fusio-
naron en la lucha para derrotar el pensamiento herético de
los gnósticos democratizadores, que estaban abiertos a las
mujeres, y así consolidaron el poder eclesiástico en manos
únicamente de los hombres (2).
Cuando la mujer ideal comenzó a ser una virgen en el
cristianismo, poca gente reparó en que quienes propiciaban
esto eran hombres célibes en su gran mayoría. El senti-
miento de culpa, la falta de conocimientos y la desacraliza-
ción de la sexualidad fueron los subproductos inevitables.
Si la sexualidad era mala, la sexualidad femenina lo era es-
pecialmente. Tertuliano, uno de los primeros padres de la
iglesia, da muestras del rechazo eclesiástico creciente hacia
las mujeres cuando dice: «No está permitido que una mujer
hable en la iglesia, ni le está permitido enseñar, ni bautizar,
ni ofrecer la Eucaristía, ni reclamar para sí una participación
en cualquier función masculina, y menos aún en el oficio
sacerdotal» (3). Jerónimo, en el siglo IV, se apuntó a la ne-
gatividad cuando escribió: «nada es tan sucio como una
mujer en sus períodos. Lo que toca, lo convierte en impuro»

(2) Pagels, The Gnostic Gospels (New York: Random House, 1979).
(3) Ibid., pág. 60.

244
C A P. 1 6 — M U J E R E S E N E L E P I S C O PA D O …

(4); y más tarde opinaba: «cuando una mujer desee servir a


Cristo más que al mundo, dejará de ser una mujer y será
llamada hombre» (5). Por lo visto, ser varón era una mejora
importante. Cipriano, Tertuliano y Jerónimo exhortaron a
las mujeres a permanecer vírgenes como único medio de es-
capar de las consecuencias de la caída (6). Ambrosio com-
paró la pérdida de la virginidad de la mujer con una
desfiguración de la creación (7). El matrimonio, argumentó
Jerónimo, era aceptable sólo porque, a consecuencia de él,
«nacían más vírgenes» (8). Un breviario eclesiástico del siglo
XIII culpaba a las mujeres de los malos deseos sexuales que
los hombres eran incapaces de reprimir. Su explicación era
sencilla: «Satanás, a fin de que los hombres sufran amarga-
mente, los hace adorar a las mujeres, porque, en vez de
amar al creador, amen a las mujeres de forma pecaminosa»
(9). A través de los siglos, el enfoque patriarcal y machista
de la ética influyó en la configuración de los estereotipos y
valores sexuales comúnmente aceptados. A las mujeres de
nuestra generación, no les pasa desapercibido el hecho de
que las iglesias que juzgan que es pecado el uso de anticon-
ceptivos son justo aquellas cuya jerarquía está formada sólo
por varones, y donde el compromiso de celibato es condi-
ción previa para ingresar en ella.
Durante muchas sesiones de la Cámara de Obispos de
la Iglesia Episcopaliana he visto a esta jerarquía, exclusiva-
mente masculina y en gran parte compuesta por hombres
postmenopáusicos, deliberar sobre los males del aborto.
(4) Marina Warner, Alone of All Her Sex (New York: Alfred A. Knopf,

1976), pág. 76.


(5) Ibid., pág. 73.
(6) Loc. cit.
(7) Loc. cit.
(8) Loc. cit.
(9) Ibid, pág. 153.

245
Parte I I I — Algunas propuestas

Hay algo poco ético en que personas de un único sexo y de


esta edad determinen lo que es destino del otro. Las leyes
civiles sobre el aborto afectan principalmente a las mujeres
pobres y jóvenes. Los obispos episcopalianos no están di-
rectamente implicados por tanto en lo que tratan. Por el mo-
mento y en un futuro previsible, los patrones cambiantes de
la moral sexual serán un tema importante de debate en esta
Cámara. No habrá mujeres obispos presentes para atempe-
rar la masculinidad espontánea e inconsciente del debate.
En el pasado, ya fue una jerarquía exclusivamente mascu-
lina la que deliberó sobre si los divorciados podrían volver
a casarse, sobre la moralidad de la inseminación artificial o
la fertilización in vitro, y en muchos otros temas relaciona-
dos con el sexo y que tenemos a la vista dados los rápidos
avances de la tecnología biomédica.
En los seminarios de las principales tradiciones protes-
tantes, no obstante, el equilibrio de sexos en el alumnado ha
cambiado en las últimas dos décadas: de una presencia fe-
menina insignificante hasta hace poco, se ha pasado a una
matrícula de mujeres de entre el 30 y el 40 %. En algunos se-
minarios la mayoría es femenina incluso. Obviamente, se
está dando un cambio. Quizá haga falta otra década hasta
que las candidatas de ahora puedan superar el prejuicio
consciente e inconsciente, residuo del pasado, y reclamar
cada vez más posiciones de gestión, autoridad y relevancia.
El cristianismo actual necesita signos que ayuden a un
cambio en la conciencia de la población. El más importante,
en mi opinión, sería que la mujer ocupase el despacho del
obispo en aquellas iglesias que tienen este cargo, especial-
mente los anglicanos y episcopalianos, los católico-romanos,
los ortodoxos, los luteranos, y la iglesia metodista unificada.
Los metodistas ya han roto esta barrera y han elegido algu-
nas mujeres como obispos, pero la resonancia mediática, ne-
cesaria para esta toma de conciencia, fue mínima porque,
en esta tradición, como en el luteranismo norteamericano,
el episcopado es sólo un cargo de gestión y no un ministerio

246
C A P. 1 6 — M U J E R E S E N E L E P I S C O PA D O …

exclusivo, necesitado de una ordenación, como el orden sa-


cerdotal en la tradición católica.
En la iglesia episcopaliana, las mujeres no tuvieron ni
voz ni voto, en las Convenciones nacionales, hasta el año
1970, año en que se aprobó que las mujeres pudieran orde-
narse diáconos (primera de las órdenes sagradas mayores).
La ordenación de mujeres sacerdotes fue imposible hasta
fecha tan tardía como 1973. La ordenación sacerdotal irre-
gular de once mujeres en Filadelfia, en 1974, provocó ata-
ques de apoplejía en la Cámara de los Obispos. Los tres
obispos retirados que hicieron estas ordenaciones fueron
censurados no sólo una sino dos veces por la Cámara. Se les
negó el asiento y el voto junto al resto. Fue un tiempo caó-
tico y hostil. La ira fue directamente proporcional a la ame-
naza que se sintió. El poder y el control masculino de la
iglesia fueron vulnerables por primera vez.
Finalmente, en 1976, la Iglesia Episcopaliana aprobó la
ordenación de mujeres, y la norma entró en vigor el 1 de
enero de 1977. Hoy, esta Iglesia cuenta con más de mil mu-
jeres en el ministerio ordenado. Esta expansión de la orde-
nación de las mujeres fue ocasión de avanzar hacia un
posible cisma, sin embargo. Grupos disidentes de clérigos,
más algunas congregaciones, comenzaron a hacerse llamar
Iglesia Anglicana Católica o Iglesia Anglicana Continuista
o alguna variante parecida. Sus nombres pretendían expre-
sar que eran ellos los portadores de la verdadera fe, incluida
la tradición ininterrumpida de la supremacía masculina. No
obstante, el tiempo rara vez favorece a los movimientos que
se definen negativamente y como reacción.
Mientras, las mujeres sacerdotes se han integrado en las
facultades y seminarios como profesores y capellanes y han
sido rectores de parroquias cada vez más importantes. Una
mujer sacerdote es el arcediano superior de una diócesis,
supervisa el trabajo de más de cuarenta iglesias y adminis-
tra un presupuesto mayor que el presupuesto total de mu-

247
Parte I I I — Algunas propuestas

chas diócesis más pequeñas. Otra mujer sacerdote es deán


de una catedral. No pasará mucho tiempo antes de que la
exclusiva y masculina Cámara Episcopal de Obispos se abra
y las mujeres entren a participar en la toma de decisiones
en nuestra iglesia, en su anuncio y predicación, en la elabo-
ración litúrgica, en la reinterpretación de los credos y en el
desarrollo de una nueva intervención de la iglesia en el ám-
bito de la sexualidad y de la ética. Será una alegría para una
creciente mayoría al tiempo que una lástima, lamentada y
resistida por los defensores del menguante patriarcado. En
los comienzos de este nuevo tiempo, las explicaciones anti-
guas, utilizadas por los defensores de los patrones patriar-
cales del pasado, parecerán ya inauditas, como cuando Juan
Pablo II afirmó, en 1986, que las mujeres nunca serían orde-
nadas sacerdotes, y razonó esta negativa argumentando que
Jesús no eligió a ninguna mujer como discípulo.
De alguna manera, al principio, pareció evidente la ver-
dad de esta tesis. Sin embargo, una mirada más atenta re-
vela la irrelevancia del argumento. Tampoco Jesús eligió a
ningún varón polaco para ser discípulo y nadie ha sugerido
que ser polaco pueda ser un obstáculo para el sacerdocio o
incluso para el papado. Jesús no eligió a ningún gentil, ni a
gente de color, ni a personas con algún defecto o carencia
física patente, ni de un millar de categorías más. Sin em-
bargo, la Iglesia no está limitada, en su elección de líderes,
por la literalidad rigurosa de las Escrituras, de lo contrario,
la mayoría deberían ser judíos. Un obispo prominente en la
Iglesia de Inglaterra ha declarado recientemente que las mu-
jeres deberían permanecer en los roles tradicionales de es-
posas y de madres. Al hacerlo, de alguna manera su
atención no reparó que Isabel II era quien reinaba entonces,
y Margaret Thatcher quien gobernaba. Ni el Papa ni la tra-
dición ortodoxa ni el prejuicio de cualquier otra figura mas-
culina eclesiástica ni ninguna otra fuerza bajo el cielo
detendrá el movimiento de abandono del paradigma pa-
triarcal y el avance hacia el paradigma de la igualdad. Y

248
C A P. 1 6 — M U J E R E S E N E L E P I S C O PA D O …

cuanto antes las iglesias cristianas integren a las mujeres en


posiciones de toma de decisión, antes esta institución, ma-
ravillosa pero anticuada, comenzará a corregir los errores
del pasado y a estar por encima de los estereotipos sociales
ancestrales acerca de los hombres y de las mujeres. La elec-
ción de una mujer obispo en aquellas iglesias que no tienen
ninguna hasta ahora, y la elección de más mujeres obispos
en aquellas que tengan algunas, indicará que hay partes de
las iglesias cristianas que están dispuestas a ir más allá de
las limitaciones de ayer en el terreno de la sexualidad,
donde la diferencia supuso, tantas veces, desigualdad.
Con el tiempo, todas las iglesias seguirán en esta direc-
ción. Las que tarden demasiado perderán su influencia. En
muy poco tiempo, las líneas de debate estarán tan lejos de
esta cuestión que algunas iglesias se parecerán a aquellos
supervivientes japoneses, separados de su batallón y des-
cubiertos en las islas del Pacífico mucho después de que la
Segunda Guerra Mundial hubiera terminado; años más
tarde, aún estaban preparados para la batalla, para luchar
por su emperador y se extrañaban de que nadie los tomara
en serio. Por una vez, aunque sólo fuese ésta, sería emocio-
nante ver a la iglesia saludar al futuro con entusiasmo, en
lugar de seguir nuestro patrón habitual y vernos arrastrados
a él, protestando y a regañadientes. La elección, por razón
de idoneidad, de mujeres, igual que de varones, para el
cargo de obispo anunciará al mundo que las iglesias cristia-
nas por fin han leído e interpretado los signos de los tiem-
pos y se alegran de formar parte del cambio de la sociedad
en general en esta cuestión. Amén. Que así sea.

249
EPÍLOGO

AFRONTAR EL PRESENTE
PARA RECLAMAR EL FUTURO

Mis argumentos ya han quedado expuestos ahora. Deli-


beradamente lo he hecho con pasión y con provocación.
Este libro no es una llamada a la inmoralidad aunque, ine-
vitablemente, algunos críticos lo acusarán de ello. Este
libro es, más bien, una llamada a una nueva y rigurosa mo-
ralidad, dentro –eso sí– de unos parámetros diferentes de
los del pasado. Por eso pone el énfasis no en la ley, no en
la institución del matrimonio, socialmente reconocida, sino
en el compromiso, en la vulnerabilidad y en la realidad.
Mi punto de partida es que el Creador concibió la acti-
vidad sexual no sólo en vistas a la procreación sino tam-
bién en vistas de la intensificación de la vida de las
personas. Ya no necesitamos preocuparnos por la capa-
cidad de reproducirnos lo suficiente. De hecho, si no
aprendemos a frenar la reproducción, la superpoblación
puede llegar a ser el camino del genocidio. Nuestro en-
foque actual debe dirigirse, más bien, hacia la forma en
que la sexualidad puede mejorar la vida justo en las cir-
cunstancias de este siglo. Reconciliar la sexualidad y el
cumplimiento vital es una tarea de la Iglesia en nuestro
tiempo. La mejora de la vida no vendrá de la mano del
control, de la culpabilidad o de los estereotipos surgidos
de los prejuicios. Vendrá de una actuación responsable
que sea honesta intelectualmente, no manipuladora, sen-
sible y vitalizadora. Vendrá de una relación de amor
entre las personas involucradas, que por eso mismo no
viole ningún compromiso anterior aún vigente. Vendrá
de la aceptación de uno mismo tal como es y de la vo-

251
Epílogo

luntad de dos personas de entregarse una a otra en la


mutua aceptación de sí mismos.
Al cerrar este libro, mi esperanza es que sus ideas se de-
batan, se modifiquen, se adapten, se adopten o incluso
se rechacen, según merezcan. ¡Ojalá mis propuestas,
después de haberlas examinado, se sustituyan por otras
mejores! Sin embargo, mi experiencia en la Iglesia es
que la «comunidad del Espíritu Santo» suele responder
a las sugerencias nuevas no analizándolas racional-
mente sino intentando desacreditar al mensajero
cuando no matándolo. En la historia de la institución
cristiana, muchas personas fueron a la hoguera y no tu-
vieron la oportunidad de ver cómo, incluso antes de un
siglo después de su muerte, la Iglesia hacía suyos los
mismos conceptos por los que se había martirizado a
quienes los propusieron. A los primeros reformadores,
Jan Hus y John Wyclif, no se les permitió ver cómo sus
ideas llegaban a buen puerto. Sin embargo, la reforma
que emprendieron cambió el rumbo de la historia de oc-
cidente. Copérnico fue excomulgado por sugerir que la
tierra no era el centro del universo. A Galileo se le obligó
a retractarse de sus descubrimientos científicos, hoy
universalmente aceptados. En la época de Charles Dar-
win, el poder de la Iglesia para determinar qué debía
considerarse o no como verdad ya había menguado
mucho. Sin embargo, el obispo Samuel Wilberforce des-
plegó toda una campaña pública de ataques a Darwin.
En aquel tiempo, se creyó que el debate era entre dos
adversarios de igual valor. Sin embargo, hoy todos re-
cordamos a Darwin y muy pocos conocen alguna de las
conclusiones de Wilberforce, hoy abandonadas, y cuyo
nombre la mayoría desconoce.
Igual ha ocurrido en la historia reciente. No hay más que
leer libros como A Time for Christian Candor y If This Be

252
A F R O N TA R EL PRESENTE…

Heresy, del desaparecido, controvertido y perseguido


obispo James A. Pike (1), para darse cuenta de que lo que
parecía tremendamente llamativo hace un cuarto de
siglo, hoy en día se acepta comúnmente. Cuando el gran
obispo inglés John A. T. Robinson escribió Honest to God
en 1963, todos los periódicos seculares de Inglaterra pre-
sentaron su libro como un escandaloso ataque a la orto-
doxia. De resultas de ello, Robinson vendió más
ejemplares que cualquier otro libro religioso desde Pil-
grim’s Progress. Sus ideas, sin embargo, difícilmente pro-
vocarían hoy aquella reacción pues han terminado por
ser bastante convencionales.
La Iglesia, en mi opinión, durante demasiado tiempo ha
atendido sólo a los que permanecían dentro de ella. Por
temor a «ofender la fe» del colectivo de los fieles, y para
mantener a éstos salvos y seguros, los líderes cristianos
no compartieron con ellos los descubrimientos de los exé-
getas bíblicos. Al atacar al obispo Pike en los años se-
senta, un obispo le recordaba que la «gente sencilla»
estaba molesta por las cosas que él decía. El obispo Pike
le respondió que la mayor parte de la «gente sencilla» es-
taba creciendo y madurando, y se hacía preguntas que la

(1) El quinto obispo episcopaliano de San Francisco, James A. Pike

(1913-1968), fue un escritor prolífico, de los primeros en aparecer regu-


larmente en televisión. Luchador por los derechos humanos y contra la
segregación racial, defendió la ordenación de las mujeres y la integración
de las personas lesbianas y gais en las iglesias. Junto con el rabino Alvin
Fine, abordó públicamente, en 1961, los temas bíblicos y religiosos im-
plícitos en el documental Los rechazados (The Rejected), del productor in-
dependiente John W. Reavis. El documental versaba sobre la
homosexualidad y se realizó para la televisión en 1961. El título original
del documental de Reavis era: The Gay Ones (los gais, los alegres). Tanto
el obispo como el rabino sostuvieron que las leyes de sodomía deberían
derogarse porque, según su opinión, la homosexualidad no era materia
de delito. Posteriormente, aún hubo que superar el juicio de que la ho-
mosexualidad era una enfermedad.

253
Epílogo

Iglesia no podía o no quería contestar, y que, como con-


secuencia, estaba abandonando en masa su recinto.
La iglesia debería prestar más atención, precisamente, a
estas personas que se han alejado de ella. Estos «antiguos
alumnos del cristianismo» son a los que habría que alen-
tar a participar en un intercambio nuevo y significativo.
Este libro se ha concebido, en gran medida, con idea de
llamar la atención tanto de quienes aún se sientan en los
bancos de las iglesias como de quienes los abandonaron;
y se ha concebido asimismo para decir, a quienes se aleja-
ron del cristianismo, que algo nuevo está pasando en él.
Quiero que este grupo sepa que algunos sectores de la
iglesia están hablando sobre sexualidad no con idea de
generar más culpabilidad aún, sino por honestidad pú-
blica acerca de lo que la Biblia es y no es, acerca de lo
que dice y no dice. Y esto es nuevo. Algunas voces cris-
tianas se están atreviendo a desafiar desde dentro a la
mentalidad religiosa convencional, cerrada al mundo ac-
tual y que tan a menudo parece ser la única voz pública
del cristianismo.
Estoy convencido de que este libro será una auténtica con-
tribución si sale de los límites de la Iglesia y se escucha en
la sociedad secular. Si sólo lee este libro el resto que aún
obedece y los eclesiásticos que trabajan para que este resto
crea estar seguro, entonces, su destino será hacer frente a
los ataques, la ridiculización y la más deliberada de las
malinterpretaciones. Y su autor deberá cargar con las in-
jurias de quienes, incapaces de afrontar su contenido, de-
cidan ignorarlo y atacar la credibilidad de la fuente.
Actualmente, vivimos en un mundo más apacible que
el del pasado en estos temas. No es probable que me
quemen en una hoguera. Sin embargo, lo importante es
que el mundo, hoy, se mueve mucho más deprisa. Por

254
A F R O N TA R EL PRESENTE…

eso soy aún lo bastante joven como para ver un cambio


radical en la Iglesia. Me consuela el hecho de que las
personas como yo, que aman el cristianismo y que to-
davía se atreven a cuestionar las creencias convenciona-
les eclesiásticas, aún tienen por delante un período de
tiempo suficientemente largo como para que se pro-
duzca un cambio vital durante él. La levadura cambia
la masa desde el interior, y no se la ve incluso cuando
su trabajo ya ha terminado. De la misma manera, la sal
pierde su identidad, pero su presencia aún se reconoce
en el sabor de la sopa. Espero que este libro sea como la
levadura en la masa y como la sal en la sopa. Espero
igualmente que cualquier debate que este libro pueda
propiciar aporte a la Iglesia una levadura de calidad y
un nuevo sabor que degustar.

255
I NFORME
SOBRE LA TRANSFORMACIÓN
DE LOS MODELOS SEXUALES Y DE LA VIDA FAMILIAR

Elaborado a petición de la 111ª Convención de la Diócesis de


Newark. Miembros del Grupo de Trabajo: Rev. Dr. Nelson
S. T. Thayer, Presidente. Rev. Cynthia Black. Sra. Ella Dubose.
Rev. Abigail Hamilton. Sra. Diane Holland. Sr. Thomas Kebba.
Sr. Townsend Lucas. Dra. Teresa Marciano. Rev. Gerard Pisani.
Rev. Gerald Riley. Sra. Sara Sobol. Rev. Walter Sobol.

Introducción
Conforme al mandato de la Convención Diocesana de
enero de 1985, el Grupo de Trabajo sobre la transformación de
los modelos de conducta sexual y de vida familiar se ha ido
reuniendo para el estudio y discusión de dichas cuestiones; y
ha centrado su atención en tres grupos de personas represen-
tativas de algunos de los patrones que han cambiado en la se-
xualidad y en la vida familiar: [1] los jóvenes que optan por
vivir juntos sin estar casados, [2] las personas de más edad
que deciden no casarse o que pueden estar divorciados o ser
viudos, [3] las parejas homosexuales. Los tres tipos de relacio-
nes están ampliamente representados en la Diócesis de Ne-
wark, y se reconoce que la comprensión de la Iglesia y de su
ministerio hacia las personas involucradas en dichas relacio-
nes no ha sido, por lo general, la adecuada.
El objetivo original del Grupo de Trabajo no ha sido reali-
zar únicamente una investigación científica y social. Los miem-
bros del Grupo de Trabajo han llevado a cabo un estudio
bíblico, teológico, histórico, sociológico y psicológico, con una
amplia discusión de los temas planteados. La intención del
Grupo de Trabajo ha sido doble: 1) preparar un documento que
ayude a los clérigos y a los laicos de la diócesis a pensar sobre
estos temas y 2) sugerir orientaciones generales para la res-
puesta pastoral de la Iglesia a las personas que puedan perte-
necer a alguno de los tres grupos y a las que, no estando en
ninguno, están preocupadas por las cuestiones planteadas.

257
Apéndice

El proceso de estudio y discusión comprometió a los miem-


bros en los niveles más profundos de su autocomprensión
como seres humanos y como cristianos. A veces nos llegamos
a sentir confusos, enojados, heridos, inseguros. El tema susci-
taba miedos básicos y prejuicios con los que los miembros tu-
vimos que luchar individualmente y en grupo. Cada uno llegó
a ser más consciente de su propia falibilidad y de necesitar la
respuesta, corrección y apoyo por parte de cada uno de los
otros miembros del grupo. Cada miembro era una persona
única, con experiencia y puntos de vista propios. Y ni se buscó
ni se obtuvo una uniformidad completa.
Sin embargo, el Grupo de Trabajo se llegó a sentir trans-
formado y sigue convencido de que este proceso de búsqueda
y de compromiso de persona a persona es esencial para que
la Iglesia responda a las realidades sociales, culturales y per-
sonales involucradas en los patrones cambiantes de la sexua-
lidad y la vida familiar. Una respuesta apropiada a estas
cuestiones requiere voluntad de enfrentarnos a nosotros mis-
mos, a algunos de nuestros impulsos más profundamente for-
mados y asumidos, y a algunas de nuestras tradiciones más
firmemente integradas en nuestras actitudes. Esto sólo puede
darse en un contexto de conversación y de intercambio con
otras personas, cuya experiencia y cuyos puntos de vista per-
mitan la transformación de nuestra propia experiencia y de
nuestros puntos de vista y viceversa.
Somos conscientes de que la Iglesia es una comunidad en
búsqueda, no una comunidad perfecta. Como comunidad en
búsqueda, la Iglesia debe reconocer la necesidad que tienen sus
miembros, todo cristiano y, de hecho, todas las personas, de re-
cibir apoyo afectivo, confianza mutua y crecimiento al apren-
der unos de otros. Como dice un escritor contemporáneo:
«...como comunidad, la Iglesia tiene un papel capital para hacer
del amor una realidad en la vida humana, y dar cuerpo así al
Amor que se manifestó en un ser humano que fue semejante a
nosotros… Estas imágenes afirman no sólo la intimidad y la
reciprocidad, sino también la inclusividad; hay implicaciones
entre diversos patrones sexuales dentro de una congregación.
Diferentes estilos de vida sexual, vividos con integridad y de

258
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

formas cristianamente humanizadas, necesitan no sólo que se


los tolere sino que se los apoye positivamente. La “familia de
Dios” no puede limitarse a hacer de la familia nuclear el único
modelo posible» (1)
El informe no resume cada discusión ni presenta toda la in-
vestigación ni enumera todos los datos que fueron ocasión de
debate. El informe concreta la perspectiva del Grupo de Trabajo
sobre estos temas. Se ofrece a la Diócesis de Newark para esti-
mular su reflexión y discusión corporativa. La principal reco-
mendación del Grupo de Trabajo es que el debate continúe, con
la intención de que toda la diócesis se involucre. Éstas y otras
recomendaciones se ofrecen en la sección final.
I. La Situación cultural
En la sociedad estadounidense, durante el último medio
siglo, se han producido unos cambios sociales y culturales que,
cada vez más, se reflejan en el cambio de actitud de los miem-
bros de la comunión anglicana con relación a algunos valores
morales y otros supuestos que han sido básicos y dados por
sentados. Profundos cambios se han producido en nuestro en-
tendimiento y nuestras costumbres en áreas que afectan a la
sexualidad y a la vida familiar. Tradicionalmente –y práctica-
mente sin oposición–, la Iglesia ha proporcionado dirección y
orientación sobre estos asuntos que afectan profundamente a
las personas, a la unidad de la familia y a la comunidad en ge-
neral. Hoy en día, la Iglesia ya no es el único árbitro en estas
materias que antes consideraba estar dentro de su ámbito sa-
grado. Algunos de los factores que han llevado a la disminu-
ción de este estatus son:
1. La secularización de la sociedad estadounidense. Dicha
sociedad, durante el cambio de siglo, pasó, de unos antepa-
sados predominantemente rurales a la configuración predo-
minantemente urbana de hoy. Esto, cualitativamente, ha
generado nuevas fuentes de valores y de moralidad.

(1) James Nelson, Embodiment. Minneapolis: Augsburg Publishing

House, 1978, p. 260.

259
Apéndice

2. La movilidad social, económica y geográfica que, indivi-


dual y colectivamente, ha tendido a aflojar las estructuras tradi-
cionales, proporcionadas por la comunidad, la iglesia y la
familia. Estas estructuras tendían a canalizar y constreñir los va-
lores, las preferencias y los comportamientos en áreas relaciona-
das con la sexualidad, el matrimonio y la vida de familia.
3. Los avances tecnológicos, que han proporcionado los
medios de control de las enfermedades y asimismo de la na-
talidad: dichos avances han separado eficazmente las relacio-
nes sexuales activas de la fecundación y de la procreación.
4. El avance de la edad de la pubertad, que hace que los
chicos se enfrenten con la sexualidad antes que en el pasado.
5. Las citas de adolescentes sin vigilancia de adultos. Esto
elimina una fuerte estructura de control externo de su conducta.
6. Prolongación de los estudios y demora en la consolida-
ción profesional. Muchos jóvenes, en nuestra sociedad y cul-
tura, inician su carrera y se estabilizan en ella más tarde que
antes. También tienden a casarse más tardíamente. Estos dos
hechos, junto con los anteriores (métodos adecuados de control
de natalidad; inicio temprano de la pubertad; y convivencia
frecuente sin la vigilancia de los adultos) alargan de forma sig-
nificativa el período en el que la sexualidad se puede expresar
y desarrollar fuera del marco del matrimonio.
7. Los cambios graduales pero perceptibles, en la valora-
ción de lo que significa ser un ser humano completo. El cuerpo
humano y el sexo han dejado de ser algo de lo que debamos
avergonzarnos; estas realidades físicas constituyen elementos
esenciales en el desarrollo de un ser humano completo, así
como el intelecto y la espiritualidad.
8. El declive de la exclusiva hegemonía económica mascu-
lina, que ha dado lugar a un reajuste de las relaciones entre el
hombre y la mujer en la sociedad.
9. La existencia de una sociedad mejor educada, que no de-
pende de las autoridades para determinar «lo que es correcto»
en temas como la guerra nuclear o las centrales eléctricas, el
aborto, la anticoncepción, la pobreza, el medio ambiente, etc.

260
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

10. La intensificación del choque entre las directrices de la


autoridad tradicional, tal como demandaban la familia, la igle-
sia y la sociedad, y los deseos de los hombres y mujeres del siglo
XX, de buscar su propia realización en formas que no eran ne-
cesariamente aceptables en el pasado. Ésta es, desde luego, una
vieja tensión. En la sociedad americana, dicha tensión adquiere
su particular carácter contemporáneo al disminuir el consenso
ético. Así, la sociedad se va haciendo cada vez más plural.
La Iglesia necesita pensar con claridad sobre estas realida-
des éticas, sociales y culturales. Debe ordenar sus enseñanzas
y su vida corporativa para poder orientar y apoyar a todas las
personas en cuyas vidas influyen estas realidades. Los desafíos
que plantean estas realidades a nuestras prácticas y creencias
deben examinarse y responderse. Tal como se indicaba en la
Introducción, este informe se ha hecho con intención de con-
tribuir a que la Iglesia comprenda estos temas, y de ofrecer
perspectivas y sugerencias de cara a su respuesta.
II. Consideraciones bíblicas y teológicas
A. Tradición e interpretación
La tradición judeocristiana es una tradición precisamente
porque, en cada circunstancia histórica y social, los fieles han
pensado en aportar su mejor interpretación de la realidad de su
tiempo, en relación con su propia interpretación de la tradición
heredada. Por tanto, la verdad en la tradición judeocristiana es
un proceso dinámico de discernimiento y de formulación, más
que una estructura estática recibida.
La Biblia se interpreta y se usa mal cuando nos aproxima-
mos a ella como un libro de preceptos directamente aplicables a
los dilemas morales de todos los tiempos. La Biblia es, más bien,
el registro de la respuesta a la palabra de Dios, dirigida a Israel
y a la primera iglesia, a través de siglos de cambios en las con-
diciones sociales, históricas y culturales. Los fieles respondieron
dentro de la realidad de su situación particular, guiados por la
dirección de la revelación anterior pero no limitados por ella.
El texto siempre debe entenderse en un contexto: primero,
en el contexto histórico de la situación bíblica particular, y luego

261
Apéndice

en nuestro contexto social e histórico. La palabra de Dios nos


llega a través de la escritura. No se liofiliza en preceptos morales
pre-empaquetados sino que apela a una respuesta fiel a la reali-
dad de nuestro tiempo concreto. Cualquier precepto de las escri-
turas, cualquier enseñanza de la ley se debe evaluar en el marco
de la orientación general del testimonio de la Biblia sobre Dios,
que culmina en el don de Cristo.

B. La Centralidad de Cristo y del Reino de Dios


El punto central y de referencia del pensamiento cristiano
es la vida, ministerio, muerte y resurrección de Jesucristo. La
historia de las interpretaciones del significado de este aconte-
cimiento comienza en la Escritura misma y continúa en nues-
tro presente inmediato. El hecho central de la vida de Jesús y
su enseñanza es que él manifestó, a través de sus relaciones,
actos y palabras, el inminente y futuro Reino de Dios.
El Reino de Dios, tal como Jesús lo presentó en sus acciones,
relaciones y parábolas, se caracteriza por la obra de amor en
favor de todos los hombres y mujeres, incluyendo especial-
mente a los pobres, los enfermos, los débiles, los oprimidos y
los despreciados, los desterrados y los marginados de la vida.
El Reino de Dios se nos presenta tanto en el cumplimiento como
en la superación de la ley heredada. Se nos presenta como un
vuelco –e incluso una inversión– de las estructuras por las que
los seres humanos intentan establecer su propia justicia, que,
inevitablemente, oprime, explota o margina a algunos.
El desafío de la Iglesia, de responder creativamente a los
patrones cambiantes de la sexualidad y la vida familiar en Nor-
teamérica, se debe interpretar como una exigencia del Espíritu
de cara a responder a la bendición y afirmación del Reino de
Dios, anunciado y hecho continuamente presente por la vida
de Jesucristo. En su muerte, Jesús es un ejemplo del don total
por fidelidad a su visión del Reino de Dios. La resurrección sig-
nifica la fidelidad última y soberana de Dios.
Nuestro intento de discernir cuál es la respuesta de la Igle-
sia a los patrones cambiantes de la sexualidad y la vida fami-
liar se inspira en la enseñanza y en el ejemplo de la actitud de
Jesús respecto del Reino. Las acciones y parábolas de Jesús

262
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

descubren que el Reinado de Dios es un don al que no obsta-


culiza la obligación de observar la tradición o «la Ley».
Cuando la elección es entre la observancia de la ley o la acción
incluyente del amor, Jesús vivió y enseñó lo segundo. Cual-
quier ley o dogma religioso, cualquier organización social o
económica debe evaluarse a la luz de este principio fundamen-
tal, activo y reconciliador.

C. El Reino de Dios y las Estructuras sociales y humanas


Los casos específicos que estudia este Grupo de Trabajo,
acerca de la transformación de los patrones sexuales y de la
vida familiar, no se dan en un vacío cultural sino en medio de
la agitación cultural delimitada por los diez desarrollos con-
signados en la primera sección de este documento. Ninguno
de estos desarrollos es moralmente neutro. Como cualquier de-
sarrollo anterior de la historia humana, están bajo la propen-
sión humana a autodecepcionarse y a autoengrandecerse con
menoscabo de uno mismo y de los demás, que es lo que los
cristianos llaman «pecado».
La afirmación radical de Jesús es que, en su persona, el
Reino de Dios nos enfrenta, en cada época, con esta esclavitud
del pecado. Dentro de las manifestaciones del pecado están las
normas y acuerdos sociales por los que solemos ordenar nues-
tras vidas. Parábola tras parábola Jesús nos plantea la necesi-
dad de ver la relatividad histórica, la necesidad de examinar
la arbitrariedad y el mantenimiento del poder por parte de las
estructuras convencionales. La misma Iglesia y la autoridad de
sus enseñanzas tradicionales están sometidas a juicio por la
constante actividad crítica del Reino de Dios.
Juzgados por la gracia, nítidamente presentada en las pa-
rábolas, la predicación de Jesús y sus acciones nos muestran que
la respuesta al Reino nos exige estar preparados para percibir y
modificar estas estructuras de nuestras sociedades que, en lugar
de sanar y de extender el amor a quienes están en circunstancias
diferentes de las nuestras, les causan dolor y alienación.
Desde esta conciencia percibimos el reto planteado a nues-
tras actitudes y prácticas convencionales respecto de la sexua-
lidad y de la familia; y tratamos de discernir cómo debe influir

263
Apéndice

este reto en la comprensión de nuestros valores tradicionales


y en nuestra respuesta a las nuevas realidades. Al involucrar-
nos en este proceso, sabemos y descubrimos de nuevo que
nuestros pensamientos están influidos por nuestro deseo de
auto-justificación, por nuestra necesidad de autoalabanza y por
la tendencia a dañar a aquellos que vemos como opuestos a
nosotros. El pecado es nuestra condición, impregna nuestras
instituciones, nuestras tradiciones y nuestras relaciones; siem-
pre ha sido así en el género humano y en la Iglesia.

D. Relatividad histórica
Recordar nuestra condición pecadora nos hace tener una
visión crítica tanto de las convenciones de la Iglesia como de
las demandas de cambio formuladas por diversos grupos de
nuestra cultura. El impacto relativizador del Reino nos permite
ver con mayor claridad lo que revela la investigación bíblica e
histórica: que las creencias y prácticas relacionadas con el ma-
trimonio y la sexualidad han ido variando de acuerdo con el
tiempo, la cultura y la necesidad. Tenemos tendencia a sacrali-
zar lo familiar y a proyectar en el pasado nuestras prácticas y
creencias habituales, así como las razones que las sustentan.
Tal es el caso de nuestros presupuestos acerca del matrimo-
nio. Tendemos a proyectar, en los primeros tiempos bíblicos, un
modelo como el del siglo XX, de matrimonio monógamo y li-
bremente elegido, cuando, en varios períodos recogidos en el
Antiguo Testamento, se asume claramente la poligamia, al
menos entre los ricos y principales. Todavía en la Edad Media,
el matrimonio era un acontecimiento económico, quizá como
una alianza, entre dos familias o entre dos clanes.
La Iglesia no dio categoría de sacramento al matrimonio
hasta 1439. Y, hasta 1563, la Iglesia no requirió la presencia de
un sacerdote en el acto del compromiso. Todavía entonces el
matrimonio era para solemnizar un acuerdo firmado por ra-
zones de procreación, de canalización de la sexualidad y de be-
neficio económico de las familias, y no como fruto del amor
entre dos personas, de cara a desarrollarse y a prosperar juntos,
tal como hoy en día pensamos que debe ser el matrimonio.

264
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

La Biblia y nuestra herencia cultural occidental proscribe


la sexualidad fuera del matrimonio para las mujeres, pero no
para los hombres. El adulterio de la mujer se juzgaba como una
violación de los derechos de propiedad. No era un asunto de
moralidad sexual, tal como tendemos a concebir. La mujer era
una propiedad de los padres y luego de sus maridos.
El comportamiento homosexual se condenó por ser parte
de las prácticas paganas de las que Israel buscó diferenciarse.
Exégetas bíblicos sostienen que, en la historia de Sodoma y Go-
morra, la preocupación de Lot no era tanto por el carácter im-
plícitamente homosexual de la violación de sus invitados, sino
porque ello rompía las reglas de la hospitalidad. La homose-
xualidad como una orientación humana básica no se aborda
en la Escritura; el propio Jesús no dijo nada sobre el tema.

E. Comprensión revisada de la persona


Se está dando un cambio de perspectiva importante en el
pensamiento religioso sobre el cuerpo y la sexualidad. La filo-
sofía griega y el pensamiento gnóstico tuvo gran influencia en
el desarrollo inicial del cristianismo. Por su influjo, la Iglesia
tendió a enseñar que el cuerpo es una nave que hospeda tem-
poralmente al alma (o al espíritu superior) pero que es peligroso
porque está expuesto a las tormentas de la tentación y del pe-
cado. Los griegos pensaban que la mente o el espíritu sólo sería
capaz de alcanzar el triunfo si se liberaba de la cautividad y de
la corrupción del cuerpo; los hebreos, en cambio, no tenían esta
concepción ni valoraban tal separación. En el pensamiento he-
breo, uno no tiene un cuerpo sino que es un cuerpo. Para el pen-
samiento hebreo, lo que hoy llamamos cuerpo, mente y espíritu,
son tres dimensiones de una unidad indivisible.
La comprensión contemporánea de la persona es más he-
braica, e impugna la enseñanza dualista que aún es convencio-
nal en la Iglesia y que tiende o bien a ignorar el hecho de que
los seres humanos somos seres corpóreos, o bien a considerar
que el cuerpo físico y sexual es la raíz del pecado. La actitud
contemporánea ve la sexualidad como algo más que el sexo ge-
nital, cuya finalidad es la procreación, el placer físico y la libe-

265
Apéndice

ración de una determinada tensión. La sexualidad incluye el


sexo pero es un concepto más amplio.
La sexualidad no es simplemente una cuestión de compor-
tamiento. Nuestra sexualidad está en el corazón de nuestra
identidad como personas. Nuestra comprensión y experiencia
de nosotros mismos, como hombres o como mujeres, nuestras
formas de vivir y de relacionarnos con los demás, son un reflejo
de nuestro ser personas sexuadas.
No tenemos cuerpo, somos cuerpo; la misma doctrina tra-
dicional de la «encarnación» nos recuerda que Dios viene a no-
sotros y lo conocemos «en la carne». Llegamos a conocer a Dios
a través de nuestra experiencia de otros seres igualmente corpo-
rales. Como consecuencia, nuestra identidad y nuestra conducta
sexual son medios para nuestra experiencia y conocimiento de
Dios. Esta perspectiva significa que los temas de la homosexua-
lidad, el divorcio y las relaciones sexuales entre personas no ca-
sadas no sólo implican cuestiones de ética y de costumbres, sino
que tienen que ver con cómo determinadas personas conocen y
experimentan a Dios.
Nuestra conclusión, en este apartado, es que, por el hecho
de suprimir gran parte de nuestra sexualidad y condenar el
sexo que se da fuera del matrimonio, tal como actualmente se
comprende, la Iglesia obstruye un medio vital e importante por
el que las personas pueden conocer y celebrar su relación con
Dios. Las enseñanzas de la Iglesia han tendido a hacernos sen-
tir avergonzados por nuestros cuerpos, más que agradecidos
por ellos. Como medio de comunión con otros, nuestros cuer-
pos pueden llegar a ser, sacramentalmente, lugar y medio de
la comunión con Dios.
III. Fundamentos éticos
Desde la perspectiva de la enseñanza de Jesús sobre el
Reino, todas las relaciones heterosexuales y homosexuales
están sujetas a los mismos criterios éticos de evaluación: su
valor depende del grado en que las personas y sus relaciones
reflejan justicia, reciprocidad y amor. El Grupo de Trabajo en
absoluto defiende ni aprueba el comportamiento promiscuo;
pues éste, por definición, utiliza al otro sólo para satisfacción

266
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

propia. El compromiso de reciprocidad, de amor y de justicia,


que define nuestra imagen ideal en las uniones heterosexuales,
es también el ideal en las uniones homosexuales. Quienes afir-
man que la homosexualidad, por su propia naturaleza, excluye
el compromiso, deben afrontar el hecho de que este tipo de
uniones estables se dan, se dieron y se seguirán dando. La Igle-
sia debe decidir cómo responder al hecho de tales uniones.
Cada vez es más evidente que muchas personas (solteras,
divorciadas o viudas) no buscan, por diferentes razones,
uniones estables y a largo plazo, mientras que otros sí que se
comprometen en este tipo de uniones pero sin casarse formal-
mente. La cuestión fundamental no es la formalidad del
acuerdo jurídico y social, ni la fórmula religiosa que lo acom-
pañe, sino la calidad de la relación entre las dos personas
según nuestra intelección del sentido espiritual al que apunta
Jesús con el símbolo del Reino.
El reto de la Iglesia es emplearse en discernir y en apoyar
todas estas relaciones en el marco del Reino de Dios. La Iglesia
debe intentar ser, sobre todo, una comunidad cuya caracterís-
tica principal sea la inclusión de las personas que intentan de-
sarrollar su capacidad de amor y de justicia en sus relaciones
más personales y en su relación con el resto del mundo. Por
eso, debe intervenir activamente en contra de aquellos acuer-
dos, económicos o sociales, que obstaculicen el establecimiento
de este tipo de relaciones personales verdaderas.
IV. El Matrimonio y las formas alternativas de relación
Hay quien ha descrito a nuestro país como una civilización
«altamente nupcial». Esto significa que, por las razones que sean,
muchos norteamericanos ven el matrimonio como vehículo
hacia la felicidad y la satisfacción. El matrimonio de larga dura-
ción ofrece la posibilidad de una profunda intimidad y recipro-
cidad, y de un desarrollo personal y de autorrealización a lo
largo de los años del ciclo vital. Por otra parte, por supuesto, el
egocentrismo y la explotación del otro, las desavenencias entre
el hombre y la mujer, entre el más fuerte y el más débil pueden
marcar y ser las formas del pecado que destroce un matrimonio.

267
Apéndice

Idealmente, el matrimonio es el contexto idóneo donde


los niños pueden desarrollar su identidad y recibir el ejemplo
de cómo ser persona como hombre y como mujer. Por tanto,
puede proporcionar un contexto singularmente rico para la
formación de los chicos que se convertirán en adultos que
aprecien y busquen las cualidades del Reino, como el amor y
la justicia, en el contexto de unas relaciones estables, acriso-
ladas por el sacrificio, el perdón, la alegría y la reconciliación.
La paternidad y la maternidad son, además, la oportunidad,
para los mayores, de madurar y de desarrollar las capacida-
des propias del cuidado de la prole.
La Iglesia debe seguir apoyando a las personas en las rela-
ciones matrimoniales tradicionales, tanto por ser buenas para
el bienestar de los cónyuges como por ser una institución esta-
ble y la más idónea que conocemos para el cuidado y la protec-
ción de los hijos. Sin embargo, la Iglesia debe reconocer los
riesgos a que están expuestas las promesas del matrimonio, pro-
nunciadas con la mejor intención del mundo. La creencia de que
un conocimiento más profundo de cada miembro del matrimo-
nio favorecerá las intenciones originales de amor y devoción,
no siempre se cumple. Las personas que atraviesan el período
de la disolución de su matrimonio necesitan, especialmente en
este momento, el apoyo y la comprensión de una comunidad
inclusiva. Obviamente, esto también es cierto para las personas
divorciadas, que viven solteras o en una nueva relación.
Una de las carencias y deficiencias actuales de la Iglesia es
su postura excluyente hacia los que han «fallado» en el cum-
plimiento y arreglo convencional del matrimonio y de la fami-
lia. La concepción convencional contra la sexualidad fuera del
matrimonio y a favor de la privación de la sexualidad como al-
ternativa nos ha impedido ver y encarar la realidad actual. La
Iglesia necesita vivamente abordar la forma de incluir a las per-
sonas separadas, divorciadas y a las familias monoparentales.
La Iglesia debe tomarse en serio que la enseñanza de Jesús
y la manifestación del Reino apuntan no a los acuerdos formales
de nuestras vidas sino a nuestra capacidad de respuesta a la
propuesta del Reino. Es cierto que estos retos nos enfrentan a
una relativización de todas las disposiciones, personales, socia-

268
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

les y económicas, por las que vivimos. No podemos vivir sin


estructurar nuestras relaciones, pero estas estructuras están su-
jetas a una corrección continua desde la referencia última del
Reino. Dado que la Iglesia es falible, su deber es errar por el
lado de la inclusión en lugar de por el de la exclusión.
El matrimonio es una fuerza estabilizadora en nuestra so-
ciedad, canaliza la sexualidad en direcciones socialmente acep-
tables, proporciona una estructura idónea para la procreación
y la crianza de los hijos, y permite el acompañamiento dura-
dero, entre el hombre y la mujer, mediante la definición de las
responsabilidades legales y espirituales del matrimonio. El ma-
trimonio ha revestido muchas formas en la sociedad a lo largo
de la historia, pero, a través de ellas, ha sido el fundamento
central y constante de la sociedad en todas las culturas. El
poder de la sexualidad, tanto para atraer y satisfacer a las per-
sonas, como para perturbar el orden social, se ha reconocido
en muchas prácticas, mitologías y leyes de todas las culturas.
El matrimonio ha vinculado a la familia, al clan y a la
tribu, con las costumbres y tradiciones que aseguran la su-
pervivencia y la identidad de un pueblo en tanto que tal. La
Iglesia debe considerar las consecuencias de poner en cues-
tión las relaciones institucionales que han permitido prospe-
rar y sobrevivir incluso a la propia Iglesia. Sin embargo,
nuestra conciencia contemporánea de la dominación y explo-
tación racial, sexual y económica, ha aumentado en nuestra
cultura la conciencia de que algunas de las dimensiones del
matrimonio y de los demás acuerdos familiares pueden fácil-
mente resultar opresivas, represivas y explotadoras. El au-
mento de esta sensibilidad, combinado con un rasgo
distintivo actual que es entender y favorecer la realización
personal como algo que está por encima de una adhesión res-
ponsable y abnegada, en el matrimonio, a los acuerdos fami-
liares convencionales, ha llevado a muchos a negar que el
matrimonio monógamo heterosexual y para toda la vida sea
la única estructura legítima para la satisfacción de nuestra ne-
cesidad humana de sexualidad e intimidad.
Hay quienes piensan que, aunque las formas hayan sido
enormemente diversas, la tendencia humana generalizada a la

269
Apéndice

unión en una relación de compromiso con una persona del


sexo opuesto, y la presencia universal de la estructura familiar,
evidencian, de alguna forma, algo fundamental de la natura-
leza y del orden humano creado. Biológicamente, ésta ha sido
la única opción para la perpetuación de la especie humana tal
como la conocemos. Y, aunque otras formas de relación puedan
ser más apropiadas para la naturaleza determinada de otros
individuos, el matrimonio monógamo y para toda la vida, así
como la organización familiar, no se deben relativizar como
una mera opción más entre otras.
Dado el punto de vista tradicional de la Iglesia sobre la
primacía exclusiva del matrimonio y de la familia nuclear, así
como el oprobio (relativo) con el que la Iglesia ha visto otras
opciones, la Iglesia tiene que descubrir cómo seguir afir-
mando lo convencional sin denigrar otras formas alternativas
sexuales y familiares. Una vez más, los criterios son la calidad
de las relaciones y su potencial para desarrollar personas que
responden al reinado de Dios. La Iglesia tiene que encontrar
formas genuinas de ratificar a las personas que, a partir de su
responsabilidad y su fidelidad, optan por vivir otro tipo de
relaciones.
Vivimos después de la Caída. La metáfora del Reino de
Dios refuerza la conciencia de falibilidad y finitud en todos
nuestros acuerdos y relaciones. Pecamos a diario a través de
nuestro autoengaño, egocentrismo, autojustificación y dispo-
sición para explotar y oprimir a los demás en aras de nuestro
propio crecimiento material y emocional. Esto se ve claro en
nuestra tendencia a interpretar la Escritura y la Tradición con
el fin de reforzar lo que percibimos ser nuestro interés; así pa-
recemos justos y los que difieren de nosotros parecen injustos.
El proceso dinámico de la verdad de Dios que se encarna
nos sitúa en un momento histórico en que la conciencia crítica
(posible gracias a las formas modernas de conocimiento, in-
cluida la exégesis bíblica) nos permite ver el Reino de Dios
como una realidad presente y activa que relativiza todo el co-
nocimiento humano y las disposiciones sociales. Por eso sos-
pechamos cuando se invoca la tradición, incluso aunque
creemos que, en la creación continua de Dios, no todas las dis-

270
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

posiciones relacionales están en igual consonancia con los


propósitos que un Dios amoroso tiene para la humanidad.
Los que creen que la unidad familiar hetero, encabezada por
parejas heterosexuales monógamas, es la mejor posibilidad para
el desarrollo de los niños, que así se convertirán en adultos se-
guros de sí mismos, cariñosos, compasivos y creativos, deben
reconocer la falibilidad histórica de este tipo de familia a la hora
de lograr tales resultados. Todos las disposiciones sexuales y fa-
miliares deben juzgarse según los mismos criterios, los sugeri-
dos por la metáfora del Reino de Dios.
En definitiva, las parejas (de cualquier orientación) y las
familias (de cualquier forma), ¿existen en aras de la propia au-
torrealización? El Evangelio no respalda esta posibilidad in-
dividualista. No da apoyo ni al comportamiento promiscuo,
que por su propia naturaleza utiliza a la otra persona simple-
mente para la auto-satisfacción, ni a una mera relajación en lo
sexual, como compensación a una desvalorización o crítica de
lo convencional. Teológicamente, los patrones sobre los acuer-
dos sexuales y familiares deben juzgarse según el grado en
que reflejen la realización del Reino de Dios y contribuyan a
ella. Como se trata de una realidad nada estática sino muy di-
námica, la diversidad, la exploración, la experimentación y el
discernimiento constantes son los que marcarán la vida de una
Iglesia que quiera ser fiel.
En ausencia de reglas fijas, un gran peso recae sobre el clero
y sobre los que aconsejan en estos temas. En la vida de las co-
munidades, la Iglesia no debe centrarse en tal o cual modelo
particular; su mirada debe centrarse en las personas concretas
que buscan comprender y poner orden en sus vidas y relacio-
nes. Todas las relaciones y acuerdos deben evaluarse en fun-
ción de su capacidad para vehicular, en cada caso, los signos
del Reino: curación, reconciliación, compasión, reciprocidad,
preocupación por los demás, tanto dentro como fuera del cír-
culo inmediato de intimidad.

271
Apéndice

V. Consideraciones sobre los modelos alternativos


Como se ha indicado en la Introducción, el Grupo de Tra-
bajo decidió abordar específicamente la respuesta de la Iglesia
– a los jóvenes que optan por vivir juntos sin casarse, – a los
adultos que no se han casado o viven juntos tras un matrimo-
nio, debido a un divorcio o a la muerte del cónyuge, y – a las
parejas homosexuales. No abordamos el tema de la sexualidad
adolescente, aunque coincidimos en la necesidad de que la
Iglesia dé una educación más completa a los adolescentes
acerca de la sexualidad y de las relaciones.
Cuando las personas se plantean iniciar una relación sexual,
es apropiado plantear ciertas cuestiones: (a) Dicha relación,
¿fortalecerá a las dos personas de cara a ser mejores discípulos,
en el más amplio sentido? ¿Los va a capacitar mejor para amar
a los demás? Su relación, ¿ influirá beneficiosamente en quienes
los rodean? (b) En un contexto más amplio, ¿se reconocerán y
respetarán las necesidades y valores de los demás, en especial
de los hijos –si los hay–, de los padres y de la comunidad pa-
rroquial? Dado que una relación sexual estable entre dos per-
sonas siempre se da dentro de una red de relaciones con padres,
hijos (tal vez adultos), colegas y compañeros, tal relación debe
vivirse con sensibilidad hacia los posibles efectos emocionales
y relacionales de las personas. (c) ¿Cuál es la intención de la pa-
reja con respecto a la procreación y/o crianza de los hijos?
En cuanto a la relación en sí misma, son apropiadas las si-
guientes consideraciones: (a) La relación debe ser vitalizante
para ambos miembros de la pareja, sin explotación de ninguno
de ellos. (b) La relación debe basarse en la fidelidad sexual y
no incluir la promiscuidad. (c) La relación debe fundarse en el
amor y valorarse por el fortalecimiento, el gozo, el apoyo y el
beneficio de la pareja y de aquellos con quienes se relacionan.
A. Jóvenes adultos
Uno de los problemas que la Iglesia debe abordar en nuestro
tiempo es el que entra bajo la amplia categoría de lo que se solía
denominar «sexualidad prematrimonial». El problema eclesial
al que presta atención la siguiente discusión es, específicamente,
la situación de los jóvenes adultos, de distinto sexo, que viven

272
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

juntos una relación sexual privada, ajena a una ceremonia ecle-


siástica o civil. (Por supuesto, muchos jóvenes comparten vi-
vienda por razones económicas y sociales, sin tener una relación
sexual. No abordamos estas relaciones en lo que sigue).
Desde una perspectiva histórica, tales relaciones no son des-
conocidas en nuestra cultura. Durante años, la unión de hecho
ha tenido validez legal a fin de asentar los derechos de propie-
dad y de herencia. La actitud ante las carreras profesionales, los
compromisos emocionales y sexuales, la intimidad, la economía
matrimonial y las experiencias externas (ya sea por observación
o por haber sido anteriores), todo ello influye en la decisión
sobre el tipo de relación que eligen tener un hombre y una mujer.
En el mundo contemporáneo, los jóvenes adultos pueden vivir
juntos para profundizar en su relación, como período de prueba
antes de un compromiso matrimonial o, simplemente, como al-
ternativa, temporal o permanente, al matrimonio.
A fin de mantener el carácter sagrado de la relación con-
yugal en el sacramento del matrimonio, la Iglesia, por lo ge-
neral, ha solido oponerse a la decisión de las parejas, de vivir
juntos sin ceremonia eclesiástica o civil. La oposición se ha ma-
nifestado o bien por medio de declaraciones expresas o bien
por una tolerancia silenciosa. El efecto de tal oposición, ex-
presa o callada, ha sido el distanciamiento de tales parejas res-
pecto de la Iglesia, en detrimento de la calidad de su relación,
del crecimiento espiritual de las personas, de su participación
en la vida de la Iglesia y de su contribución a la edificación de
la comunidad. Investigaciones recientes revelan que las per-
sonas que viven en estas condiciones son menos propensas a
afiliarse a una religión establecida o a asistir a la iglesia. Y, sin
embargo, estas personas podrían muy bien aportar y benefi-
ciarse de una afiliación así.
Servir a los que optan por vivir juntos sin casarse, o llegar
a participar con ellos en las actividades del ministerio, no es
denigrar la institución del matrimonio ni los compromisos de
larga duración. Más bien es un esfuerzo por reconocer y apoyar
a quienes, en virtud de las circunstancias de su vida, optan por
no casarse y por vivir en relaciones alternativas, que les pro-
porcionan crecimiento y amor.

273
Apéndice

En una comunidad en búsqueda, todos se benefician de la


ayuda e interés mutuo. La convivencia de personas de diferen-
tes estilos de vida, si bien puede parecer una amenaza, también
puede proporcionar a quienes están comprometidos en una re-
lación de por vida en el matrimonio la oportunidad de renovar,
reformar y recrear sus lealtades y sus promesas en un clima de
posibilidades alternativas.
Hacemos hincapié en que la mirada de la Iglesia debe
atender a las personas que tratan de entender y de ordenar
sus vidas y sus relaciones. Estas vidas y relaciones se deben
evaluar en relación con su capacidad para manifestar los sig-
nos del Reino de Dios: curación, reconciliación, compasión,
reciprocidad, preocupación por los demás dentro y fuera del
círculo inmediato de la intimidad. Extender la imagen de la
Iglesia como una comunidad de personas en búsqueda plan-
tea implicaciones pastorales. Una comunidad en búsqueda,
busca sabiduría, comprensión y verdad en la experiencia y en
las esperanzas de cada uno de sus miembros, y también de
aquellos que optan por no participar en dicha comunidad
(estos últimos, a menudo, demasiado ignorados).
Como diócesis y como comunidad local, la Iglesia puede
participar activamente en la educación y en el debate sobre
todas los temas relativos a la sexualidad. Los miembros de la
congregación, las personas de especialidades específicas en el
mundo secular, y quienes han afrontado estos temas en sus
propias vidas, todos pueden participar en este tipo de esfuer-
zos. Las comunidades deben alentar un intercambio abierto y
sensible que conduzca a la confianza y a la mutua aceptación
y apoyo. Esto hace más creíble la afirmación de la Iglesia acerca
de su fidelidad al Reino de Dios.
A las personas a las que el ministerio de la Iglesia ha igno-
rado o rechazado, o que asumieron de entrada tal rechazo y no
se acercaron, sólo puede alcanzarlas y quererlas una comunidad
que atestigua su fe por una acción en la que Dios llama a todos
a nuevas expectativas y posibilidades; una comunidad que sabe
que no tiene todas las respuestas y en la que cada miembro con-
tribuye al crecimiento y a la futura plenitud del Reino de Dios.

274
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

B. Adultos «post-casados»
Hay personas maduras que son solteras o por una elec-
ción de siempre o por un divorcio o por la muerte de uno de
los cónyuges; y, sin embargo, desean vivir una relación íntima.
Afirmamos que esto puede tener sentido y ser vitalizante para
algunas personas adultas solteras que tienen relaciones sexua-
les fuera del matrimonio. Las realidades económicas pueden
actuar en contra de los tradicionales acuerdos matrimoniales.
Hay pagos de la Seguridad Social que se les reducen, a quie-
nes se casan de nuevo; la transmisión de la herencia a los hijos
puede ser legalmente cara y complicada cuando hay un nuevo
matrimonio; y el mantenimiento de un apartamento por una
sola persona es prohibitivamente costoso para muchos.
Para las personas que eligen no casarse, la elección o de
celibato o de tener que alejarse de la Iglesia no está en conso-
nancia con la esperanza de la Iglesia: de una plenitud para
todos en el Reino de Dios. Nuestra comprensión de la Iglesia
es que es un lugar de inclusión. Mientras nos esforzamos por
captar lo que la Iglesia está llamada a ser en nuestro tiempo,
uno de nuestros objetivos es la incorporación de las personas
que han elegido estilos de vida diferentes al habitual en el
«cuerpo» del cristianismo.
Puesto que somos seres humanos y no somos compartimen-
tos estancos de cuerpo y alma, los aspectos espirituales, men-
tales, emocionales, físicos y sexuales de nuestra personalidad,
todos ellos deben nutrirse y expresarse de manera responsable
si, en nuestros años maduros, tenemos idea de continuar cre-
ciendo hacia nuestra plenitud. Hemos sido creados seres sexua-
les, y por tanto nuestra salud espiritual, no menos que cualquier
otro aspecto de nuestra salud, está vinculada a la sexualidad.
Por consiguiente, en el caso de los adultos solteros que deciden
celebrar su amor y vivir sus vidas juntos fuera del matrimonio,
si han considerado y respondido con sensibilidad a los asuntos
públicos y personales involucrados, creemos que Dios bendice
su decisión y la Iglesia debe aceptarla así como apreciar la res-
ponsabilidad y el valor moral que ella conlleva.

275
Apéndice

C. Parejas homosexuales
Los cambios en los patrones de conducta en el ámbito de
la sexualidad y de la vida familiar sitúan a los pastores y a las
congregaciones ante unos retos y unas oportunidades muy fa-
vorables para la comprensión y para el ministerio. En lugar de
discutir a priori sobre estos temas, tenemos que escuchar pri-
mero la experiencia de aquellos que están involucrados direc-
tamente en ello. Cuando se trata de homosexualidad, el miedo,
el rechazo y la evitación del trato por parte de la comunidad
heterosexual es lo más común. Frente a esto, los pastores y las
comunidades deben acoger a los miembros homosexuales de
forma personal. El primer paso hacia la comprensión y el mi-
nisterio es la escucha singular.
Necesitamos, tanto como nos sea posible, dejar nuestros
juicios previos entre paréntesis y escuchar a las personas tal
como son. La Iglesia necesita reconocer que su tendencia his-
tórica a considerar a las personas homosexuales no como per-
sonas sino como homosexuales ha intensificado el sufrimiento
de este 5% a 10% de la población. El primer paso hacia la re-
dención de nuestro pasado homofóbico es una congregación
con voluntad de escuchar.
La escucha es también un primer paso hacia el reconoci-
miento de que nuestro propio entendimiento necesita del mi-
nisterio, de la ayuda. Aquellos de nosotros con un temor o con
un enojo y rechazo primarios con respecto a la homosexualidad
necesitamos de liberación, y esto sólo puede venir a través de
la comunicación de persona a persona. Así que la respuesta de
la Iglesia incluye permitirse a sí misma que el colectivo homo-
sexual sea quien la asista y la ayude en esto.
Este proceso ayudará a la Iglesia a reconocer que, cual-
quiera que sea nuestra experiencia histórica, nos encontramos
con el otro tal como él es y como nosotros somos, con todas
nuestras limitaciones y potencialidades. Lo que podamos lle-
gar a ser depende de nuestro grado de apertura en el encuentro
con el otro y del espíritu reconciliador y potenciador de Dios,
que siempre está activo en tales encuentros abiertos.

276
INFORME DEL GRUPO DE TRABAJO…

Este encuentro de persona a persona, por medio de foros


abiertos, de debates en pequeños grupos y de conversaciones
uno a uno, tiene que estar acompañado del estudio desde las
perspectivas científicas: bíblica, histórica, teológica y social.
La información precisa y las opiniones informadas son impor-
tantes contrapesos frente al miedo y la distorsión que tantas
veces han inhibido la capacidad de los cristianos para respon-
der adecuadamente.
La escucha abre las puertas de la hospitalidad, tanto
tiempo firmemente cerradas. No obstante, términos como
«ministerio» y «hospitalidad» sugieren todavía una relación
desigual y unidireccional (nosotros respecto a ellos) y, por eso,
perpetúan la imagen de la Iglesia como algo separado del co-
lectivo homosexual. De hecho, creemos que la Iglesia debería
ser tan inclusiva respecto de las personas homosexuales como
de las heterosexuales. En este sentido, todas las vías normales
de inclusión deberían estar a disposición de las personas ho-
mosexuales.
Los requisitos para poder ser miembros, para participar en
los comités de la Iglesia, los coros, la educación, la sacristía, etc.
así como para la ordenación, no deberían ser diferentes para
ningún grupo. Algunas personas expresan su temor de que la
inclusión de las personas homosexuales en todo el ámbito de
la vida de la iglesia influirá en los demás, en especial en los
niños, de cara a convertirse en homosexuales. Sin embargo, de
hecho, no conocemos ninguna evidencia o experiencia que con-
firme que esta inclusión pueda generar una orientación homo-
sexual en quien no la tenga de por sí.
Lo ideal sería que las parejas homosexuales encuentren
dentro de la comunidad de la congregación, el mismo recono-
cimiento y afirmación que nutre y sostiene a las parejas hete-
rosexuales en sus relaciones. Esto incluye, en su caso, las
liturgias que reconocen y bendicen tales uniones y relaciones.

D. Recomendaciones
La sexualidad forma parte de nuestra humanidad otorgada
por Dios. La Iglesia debe prestar más atención a la sexualidad
en su programación formativa de niños, adolescentes y adul-

277
Apéndice

tos. A medida que entendamos mejor la naturaleza y el signi-


ficado de nuestra sexualidad, aprenderemos mejor cómo res-
ponder a personas cuyas circunstancias sean muy diferentes
de las nuestras. El cambio en la vida de la Iglesia es un proceso
continuo. Por lo tanto, instamos a la formación y a la discusión
en todos los niveles de la vida de la diócesis.
Específicamente recomendamos lo siguiente:
1. Que todos los grupos colegiados, como la Comisión
sobre el Ministerio, la Asociación del Clero de Newark, y todas
las demás comisiones y comités ordinarios de la dirección de
la diócesis aborden estas cuestiones en la medida en que afec-
ten a sus áreas de responsabilidad y de preocupación.
2. Que se incluya la sexualidad entre los temas a tratar du-
rante el día del Clero, en marzo/abril de 1987, y el de la Con-
ferencia de Educación, en junio de 1987.
3. Que las congregaciones desarrollen programas apropia-
dos a su entorno y circunstancias, que permitan y fomenten la
educación y el debate de los temas de la sexualidad, así como
sobre la respuesta de la Iglesia a los hábitos cambiantes en la
sexualidad y en la vida familiar. Además de proporcionar pro-
gramas educativos estructurados, la Iglesia debe ser una co-
munidad donde las personas puedan compartir sus
experiencias, debatir y clarificar su propia comprensión de sus
relaciones y de sus vías de acción. Instamos a las congregacio-
nes a proveer de espacio y de tiempo, por ejemplo, para grupos
de padres cuyos hijos son gais o lesbianas, y que quieren hablar
de las implicaciones de esto en sus propias vidas. De igual
modo, las parejas gais o lesbianas pueden querer reunirse entre
sí o con otras personas no gais para recibir apoyo y amistad.
4. Que las convocatorias apoyen y quizá patrocinen pro-
gramas de apoyo tal como se sugirió anteriormente.
5. Que se constituya un Grupo de Trabajo similar a éste,
para facilitar el debate en las congregaciones, supervisar el pro-
ceso e informar a la Asamblea Diocesana de 1988, quizá con re-
comendaciones o resoluciones.

278
BIBLIOGRAFÍA

Adler, Alfred. Cooperation Between the Sexes: Writings on Women,


Love, Marriage, Sexuality, and Its Disorders. Garden City, N.Y.:
Anchor Books, 1978.
Advisory Committee of Issues Relating to Homosexuality. A
Study of Issues Concerning Homosexuality: Report of the Advisory
Committee of Issues Relating to Homosexuality. New York: Divi-
sion for Mission in North America, Lutheran Church in Ame-
rica, 1986.
Allport, Gordon W. Personality and Social Encounter. Boston:
Beacon Press, 1960.
Auel, Jean M. The Clan of the Cave Bear. New York: Crown, 1980.
[El clan del oso cavernario, Maeva 2011]
____. The Valley of the Horses. New York: Crown, 1980. [El valle
de los caballos, Maeva 2011].
____. The Mammoth Hunters. New York: Crown, 1985. [Los ca-
zadores de mamuts, Maeva 2011]
Bainton, Roland H. Erasmus of Christendom. New York: Charles
Scribner’s Sons, 1969.
Batchelor, Edward J., Jr. Homosexuality and Ethics. New York:
Pilgrim Press, 1980.
Berne, Eric, M.D. Sex in Human Loving. New York: Simon &
Schuster, 1973. [¿Qué hace usted del amor cuando hace el amor?
Barcelona: Editorial Laia. 1982].
Boswell, John. Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad.
Muchnik Ed. 1992
Bowers, Margaretta. Conflicts of the Clergy. New York: Thomas
Nelson, 1963.
Brooten, B. Women Priests. New York: L. and A. Swidler, 1977.
Burnhouse, Ruth Tiffany. «Homosexuality?» The Episcopalian,
April 1987.
Burton, Robert. The Mating Game. New York: Crown, 1976.

279
Capra, Fritjof. The Tao of Physics. Berkeley, Cal.: Shambhala,
1975. [El tao de la física. Sirio, 1996]
____. The Turning Point. New York: Simon & Schuster, 1982. [El
punto crucial. Troquel, 2008]
Chapman, A. H. Harry Stack Sullivan. New York: G. P. Putman
& Sons, 1976.
Coats, William. «Sex and the Mature Single Adult.» The Epis-
copalian, May 1987.
Delaney, Janice, Emily Toth, and Mary Jane Lupton. The Curse:
A Cultural History of Menstruation. New York: Dutton, 1976.
Durden-Smith, Jo, and Diane de Simone. Sex and the Brain. New
York: Arbor House, 1983.
Erickson, Erik H. Identity and the Life Cycle. New York: Interna-
tional University Press, 1959.
Fortunato, John E. «Should the Church Bless and Affirm Com-
mitted Gay Relationships?» The Episcopalian, April 1987.
Freud, Sigmund. Tres contrribuciones a la teoría del sexo. Barce-
lona, 1984.
____. Totem y tabú, Madrid, 1972.
Friedman, Richard E. Who Wrote the Bible! New York: Summit
Books, 1987.
Fuller, R. Buckminster. The Critical Path. New York: St. Martin’s,
1981.
Haines, Denise G. «Should the Church Bless Committed But
Not Married Sexually Active Relationships?» The Episcopalian,
March 1987.
Heywood, Carter. Our Passion for Justice. New York: Pilgrim
Press, 1984.
Hick, John. God and the Universe of Faith. London: Macmillan,
1973.
Horney, Karen. Psicología femenina. Madrid, 1980.
Jones, Clinton R. Homosexuality and Counseling. Philadelphia:
Fortress Press, 1974.

280
____. What About Homosexuality? New York: Thomas Nelson,
1972.
Kinsey, Alfred C. et al. Comportamiento sexual en el hombre. 1948,
reimpreso 1998.
____. Comportamiento sexual en la mujer. 1953, reimpreso 1998
Kolbenschlag, Madonna. Kiss Sleeping Beauty Good-Bye. San
Francisco: Harper & Row, 1988.
LeBacqz, Karen. «Appropriate Vulnerability—A Sexual Ethic
for Singles.» The Christian Century 104, no. 5 (May 1987): págs.
435-38.
Mace, David R. The Christian Response to the Sexual Revolution.
Nashville: Abingdon Press, 1970.
Mace, David R., and Vera Mace. The Sacred Fire. Nashville:
Abingdon Press, 1986.
Maslow, Abraham. El hombre autorrealizado: Hacia una psicología
del ser. Barcelona: Kairós, 1998
McNeill, John J. «Homosexuality—The Challenge to the
Church.» The Christian Century 104, nº 8 (March 1987): 242-46.
Nelson, James B. «Reuniting Sexuality and Spirituality.» The
Christian Century 104, nº 6 (February 1987): 187-90.
Pagels, Elaine, Los evangelios gnósticos, Barcelona, Crítica, 2006.
Parrinder, Geoffrey. Sex in the World’s Religions. New York: Ox-
ford University Press, 1980.
Philips, J. A. Eve—The History of an Idea. San Francisco: Harper
& Row, 1984.
Pike, James A. A Time for Christian Candor. San Francisco: Har-
per & Row, 1964,
____. If This Be Heresy. San Francisco: Harper & Row, 1967.
Pittenger, W. Norman. Making Sexuality Human. New York: Pil-
grim Press, 1070.
Reik, Theodor. Psychology of Sex Relations. Westport, N.Y.:
Greenwood Press, 1975.

281
Richardson, Herbert W. T. Nun, Witch and Playmate—The
Americanization of Sex. New York: Edwin Mellen Press, 1971.
Robinson, John A. T. Sincero para con Dios. Barcelona: Ariel,
1969.
Rogers, Carl R. El matrimonio y sus alternativas. Kairós, 1986.
Rouse, A. L. Homosexuals in History. New York: Dorset Press,
1977.
Russell, Letty M. «Woman’s Liberation in a Biblical Perspec-
tive.» Concern 13, nº 5 (May-June 1971).
Rutledge, Fleming. «No Covenants on Trial.» The Episcopalian,
March 1987.
Spong, John S. «Sexual Ethics: No Longer a Matter of Black and
White.» The Episcopalian, February 1987.
____. «The Bible and Sexual Ethics.» The Living Church 194, nº
22 (May 31, 1987): 8-11.
____. «Changing Patterns in Human Sexuality.» The Living
Church 194, nº 17 (April 26, 1987): 10-13.
____. Into the Whirlwind—The Future of the Church. San Fran-
cisco: Harper & Row, 1983.
____. The Easter Moment. San Francisco: Harper & Row, 1987.
____. This Hebrew Lord. San Francisco: Harper & Row, 1987.
Spong, John S., and Denise G. Haines. Beyond Moralism. San
Francisco: Harper & Row, 1986.
Stone, Merlin. When God Was a Woman. New York: Harcourt,
Brace, Jovanovich, 1976.
Sullivan, Harry Stack. The Interpersonal Theory of Psychiatry.
New York: W. W. Norton, 1953.
Szymanski, Walter L., and Horace Lethbridge. «The Blessing
of Same Gender Couples—A Rochester, New York Experi-
ment.» Unpublished paper. 1972:
Teilhard de Chardin, Pierre. Cómo yo creo. Madrid, Taurus, 1973.
____. El fenómeno humano. 1955, Madrid, Taurus.
Toffler, Alvin. El shock del futuro. Plaza & Janés, 1992

282
Toynbee, Arnold J., El critianismo entre las religiones del mundo,
Buenos Aires, Emecé, 1960.
United Church of Christ. Human Sexuality—A Preliminary
Study. New York: United Church Press, 1977.
Von Rad, Gerhard. Teología del Antiguo Testamento I y II. Sala-
manca, Sígueme, 1972.
Wantland, William C. «The Bible and Sexual Ethics.» The Living
Church, 197, nº 22 (May 31, 1987): 8-11.
____. «Changing Patterns of Sexuality.» The Living Church 194,
nº 17 (April 26, 1987): 10-13.
Warner, Marina. Alone of All Her Sex. New York: Alfred A.
Knopf, 1976.
Winter, Gibson. Social Ethics. San Francisco: Harper & Row,
1968.
Yates, John W., II. «Sex and Older Singles». The Episcopalian,
May 1987.

LIBROS DE J . S. S P O N G
1973 – Honest Prayer, ISBN 1-878282-18-2
1974 – This Hebrew Lord, ISBN 0-06-067520-9
1975 – Christpower, ISBN 1-878282-11-5
1975 – Dialogue: In Search of Jewish-Christian Understanding (co-
authored with Rabbi Jack Daniel Spiro), ISBN 1-878282-16-6
1976 – Life Approaches Death: A Dialogue on Ethics in Medicine
1977 – The Living Commandments, ISBN 1-878282-17-4
1980 – The Easter Moment, ISBN 1-878282-15-8
1983 – Into the Whirlwind: The Future of the Church, ISBN 1-
878282-13-1
1986 – Beyond Moralism: A Contemporary View of the Ten Com-
mandments (co-authored with Denise G. Haines, Archdeacon),
ISBN 1-878282-14-X
1987 – Consciousness and Survival: An Interdisciplinary Inquiry
into the possibility of Life Beyond Biological Death (edited by John
S. Spong, introduction by Claiborne Pell), ISBN 0-943951-00-3

283
1988 – Living in Sin? A Bishop Rethinks Human Sexuality, ISBN
0-06-067507-1
1991 – Rescuing the Bible from Fundamentalism: A Bishop Rethinks
the Meaning of Scripture, ISBN 0-06-067518-7
1992 – Jesús, hijo de mujer, Barcelona, 1993. ISBN 84-270-1705-7
(agotado). (Born of a Woman: A Bishop Rethinks the Birth of Jesus,
ISBN 0-06-067523-3)
1994 – La Resurrección, ¿mito o realidad?, Barcelona, 1996. ISBN
84-270-2108-9 (agotado). (Resurrection: Myth or Reality? A Bis-
hop's Search for the Origins of Christianity, ISBN 0-06-067546-2)
1996 – Liberating the Gospels: Reading the Bible with Jewish Eyes,
ISBN 0-06-067557-8
1999 – Why Christianity Must Change or Die: A Bishop Speaks to
Believers In Exile, ISBN 0-06-067536-5
1999 – The Bishop’s Voice. Selected Essays 1979-1999. (Compiled
an edited by Christine M. Spong).
2001 – Here I Stand: My Struggle for a Christianity of Integrity,
Love and Equality, ISBN 0-06-067539-X
2002 – Un cristianismo nuevo para un mundo nuevo ISBN 978-994-
209-004-1. Un novo cristianismo para um novo mundo: a fé além dos
dogmas, Campinas, SP, Campinas, SP, 2006. ISBN 85-87795-97-
X. (A New Christianity for a New World: Why Traditional Faith Is
Dying and How a New Faith Is Being Born, ISBN 0-06-067063-0)
2005 – The Sins of Scripture: Exposing the Bible's Texts of Hate to
Reveal the God of Love, ISBN 0-06-076205-5
2007 – Jesus for the Non-Religious, ISBN 0-06-076207-1
2009 – Eternal Life: A New Vision: Beyond Religion, Beyond Theism,
Beyond Heaven and Hell, ISBN 0-06-076206-3
2011 – Re-Claiming the Bible for a Non-Religious World, ISBN 978-
0-06-201128-2
2013 – The Fourth Gospel: Tales of a Jewish Mystic, ISBN 978-0-
06-201130-5

284

También podría gustarte