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1.

FLORES ROJAS
Boceto dramático en un acto
NICOLÁS AGUIRRE BRETÓN
Personajes:

TERESINA, 19 años.

JUAN, 24 años.

DON MIGUEL, 60 años.

PEDRO, fraile de cualquier orden.

Un criado.

Señoras, caballeros, militares, diplomáticos, etc.

CUADRO PRIMERO

La escena representa un jardín, fachada de casa con puerta practicable. A la derecha verja
que, se supone, da a la calle.

En la escena una mesa, tres sillas y un banco de jardín.

Al levantarse el telón la escena está sola; se oye la voz de Juan que canta una canción.
Poco después aparece llevando en la mano un ramo de flores rojas. Este personaje es el
jardinero de la quinta, hombre de pueblo, pero inteligente y bien educado.

Es la mañana de un hermoso día de verano.

Escena I

Juan, después Maximino

JUAN: (Muy contento) ¡Hoy sí que son hermosas! Fresquistas las cogí. Todavía conservan
algunas gotas de rocío con que la noche las refresca y las embellece. Y estas rosas
rojas son las primeras que ha dado la planta. Las he plantado para ella; el color rojo que
tanto le agrada, lo he sabido buscar hasta en las flores. ¡Qué contenta va a ponerse en
cuanto las vea!

MAXIMINO: Juan, parece que madrugas.

JUAN: Como siempre en busca de las flores; ya sabe usted que cuando se levanta la Srta. Teresa
lo primero que pregunta es por sus flores.

MAXIMINO: Sí que es caprichosa.

JUAN: ¿Y qué quiere usted? Desde así que la conocí (señala muy bajo) y me pusieron a cuidar
estas flores, todas las mañanas sin faltar una lo primero que hago es buscar el ramo
más hermoso para dárselo cuanto que baja, y ya con esto hemos tomado tal costumbre
que ni ella puede pasar in sus flore, ni yo sin dejar de buscarlas para dárselas.

MAXIMINO: Es cierto, pero esto tiene sus inconvenientes.

JUAN: ¿Inconvenientes? ¿Qué inconvenientes puede haber en que la Srta. Tenga su gusto por
las flores y venga todas las mañanas por ellas? ¿Qué inconveniente puede haber en

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que yo, jardinero de la finca le busque las más hermosas y que se las entregue a la vez
que me saluda la saludo?

MAXIMINO: Sí, como tú eres así tan a la pata de llana lo vez todo de color de rosa, pero yo sé lo
que te digo, y cuando digo, digo, no digo Diego.

JUAN: ¿Y qué quiere usted decir con eso?

MAXIMINO: Mira Juan, tú no eres más que un pobre jardinero que estás al servicio de la finca,
como yo soy el portero de la casa.

JUAN: Ya lo sé, ¿Y qué?

MAXIMINO: Teresina, como la llamamos aquí todos, es la hija de don Miguel que es el caballero
que nos da el pan que comemos, la casa que habitamos y la ropa con que nos vestimos.

JUAN: todavía te falta mucho que soltar, Maximino. Este hombre que nos da el pan, la casa y la
ropa, es el capitalista que nos tiene a cuenta de esa dádiva, como tú la consideras, a
su servicio; a ti para resguardarle de los hambrientos sus riquezas, y a mí para
embellecerle su vista y procurarle salud y alegría. Esto es así, unos disfrutan lo que
nosotros les proporcionamos y luego se vanaglorian de que nos dan el pan.

Cuando una sociedad sea más justa…

MAXIMINO: (Interrumpiendo) Bueno, bueno, déjate de explicarme doctrinas que no comprendo y


de echarme sermones que no he de escuchar.

JUAN: Es que no quiero que me digas que soy su siervo, su criado… Es cierto que lo soy, pero
no me lo digas, me alaga mucho ir pensando que llegará el día en que no lo sea.

MAXIMINO: ¡Oh! Eso es imposible. Poderoso caballero es don dinero. Y últimamente tú tienes
mucho que agradecer a don Miguel.

JUAN: Sí, es cierto que don Miguel me recogió cuando no tenías más de cuatro años, cuando mi
pobre madre murió. Cierto que desde aquel día yo encontré pan en su casa para mitigar
mi hambre, agua para apagar mi sed, un montón de paja para tumbarme en la noche a
descansar del trabajo del día y a dormir; es decir, a dormir no, a pensar en mi pobre
madre que tan chiquitito me dejó y en el hombre que debió ser mi padre y que yo, en
vano, busqué. Todo esto hallé, pero, ¿A qué costa? A la del trabajo que yo tenía que
hacerle, el que le hice desde aquella tierna edad, el que todavía continúo haciendo.

MAXIMINO: Mira, calla Juan, que se me saltan las lágrimas, vamos, no lo puedo remediar.
Cuando me hablas de tu madre me entristezco de tal modo que me parece que yo estoy
en tu pellejo. Ella, tan buena y tan desgraciada.

JUAN: Sí, Maximino, muy desgraciada porque culpable no ha sido. Ya usted la conoció.

MAXIMINO: Ya creo que la conocí, parece que la estoy viendo. Tu madre servía a don Miguel,
esto hace más de veinte años. Como todos los años llegó don Miguel con su familia a
pasar la temporada de verano a esta quinta; cuando ya pasaba el calor los señores
marcharon y con gran sorpresa vimos que aquí dejaban a la sirvienta, tu madre.

Don Miguel me recomendó que la cuidara pues estaba algo delicada, yo la cuidé y la mimé y
hasta mi difunta se desvivía por complacerla, pasado algún tiempo se acercó a nosotros
y toda llorosa nos dijo que iba a ser madre. Figúrate nuestro asombro. Pero en vano fue
que tratáramos quien era el causante. Ella se negaba abiertamente a decirlo y nosotros

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no tuvimos más remedio que aguardar y recibirte en nuestros brazos y aguantar una
llorera de los mil demonios que traías.

JUAN: ¡Pobre madre mía!

MAXIMINO: Algunos días después, y ya repuesta, salió y tomó ocupación en la fábrica de tejidos
que don Miguel posee en la ciudad, en calidad de obrera, y con el jornal que allí ganaba
pudo mantenerse y criarte tan robusto y tan fuerte hasta que ya cuando empezabas a
ser hombre la pobre se murió. Al verte solo yo rogué al amo que te recogiera y él, que
es bueno, te trajo a la casa. Y desde entonces aquí estás trabajando, es cierto, pero te
has librado del hambre y de las malas lecciones.

JUAN: ¿Y qué había de hacer? ¿Abandonarme? ¿Es acaso esto motivo para que me llame su
esclavo? ¿Es ese el inconveniente que usted veía para que yo no siga buscando las
flores de Teresina?

MAXIMINO: El asunto es otro.

JUAN: ¿Cuál puede ser?

MAXIMINO: Escucha, tú ya sabes que don Miguel tiene concertado el matrimonio de Teresina
con un ricachón como él, que ese matrimonio se hará este verano en la capilla de esta
finca y que vendrá toda la aristocracia de los grandes de la población.

JUAN: Lo sé.

MAXIMINO: Pues bien, ayer tarde, cuando volvían del paseo don Miguel y el padre de la cruz, yo
le abrí la portezuela del coche y oí que el fraile le aconsejaba que te prohibiera que le
entregaras flores y hablaras con Teresina porque estaba de mal ver que una señorita
de su categoría se franqueara con un simple jardinero.

JUAN: ¿Qué decís?

MAXIMINO: Aguarda, hombre, además le decía que al futuro marido no podrían gustarle esas
franquezas, y ya no pude oír más, me metí en mi portería y como oí te lo cuento.

JUAN: Pero eso no es posible, quitarme el placer de darle sus flores a Teresina, después de
tantos años. Eso no es posible.

MAXIMINO: Yo te aviso porque no te pille de sorpresa. Me voy a dar una vuelta a mi portería y
ahí te quedas. Hasta luego (vase por la derecha).

Escena II

Juan solo

JUAN: ¿Serán las últimas? (mirando las flores) No eso no, Teresina tiene ese gusto y su padre
procura complacerla siempre. Es un capricho tan inocente, tan puro. Y, sobre todo, o
tampoco lo quiero, seguiré cultivando esos rosales rojos para ella, ella me lo pidió y yo
lo cumplo. Además, Teresina ya no es la niña hija orgullosa del burgués. Teresina,
merced a los libros que a mi proporcionan y que ella también lee se ha normalizado,
hasta el punto que ya piensa libremente, y ya pronto será una más de los nuestros. Lo
malo es, si se casa, entonces ya no podrá leer ni conversar conmigo, ni pedirme
explicaciones, no, no será así: Teresina operará con arreglo a su voluntad. Su padre es
como todos los de su clase, un tirano, pero el Padre Cruz, ese fraile que le aconseja
que ha llegado a dominarle, es un infame que quiere hacer de Teresina la mujer ñoña
y beata que se preste a sus maquiavélicos fines. Pero no lo conseguirá.

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Teresina será mi dulce compañera, lo que hará menos amarga mi existencia…
(Transición) ¡Oh! ¿Qué digo? Yo desvarío en mi exaltación hablo de cosas imposibles.
Teresina será del millonario que le ha buscado su padre (con amargura) a mí me
abandonará, no tiene motivos para recordarme, es decir, si los tiene… Pero no me
recordará, ¡No será mía! ¡No será! (se sienta en el banco llorando)

Escena III

Dichos y Teresina que sale de la casa en traje de mañana. Es una niña alegre y vivaracha,
pero modesta y pudorosa.

TERESINA: ¡Buenos días Juan! ¡Ah! ¿Lloras?

JUAN: No Teresina, no lloro, es un rato malo que he tenido.

TERESINA: Pues te prohíbo que tengas ningún rato malo.

JUAN: Sí, pero ya ha pasado, pero ya no lloro, es decir, no quiero llorar.

TERESINA: No llores, te prohíbo que llores.

JUAN: Es que me acordaba de mi madre.

TERESINA: También te prohíbo que te acuerdes de tu madre… es decir, no, acuérdate, pero no
llores.

JUAN: Te prometo que no lloraré, tus palabras dejan caer sobre mí el consuelo como ha caído
sobre tus flores el rocío del alba para darles vida (le da las flores que ella toma con
alegría)

TERESINA: Es cierto que mis flores son hoy más lindas que nunca, todas rojas.

JUAN: Sí, todas rojas ¿No me pediste que te sembrara un rosal de este color? Pues lo sembré y
lo cuido con tanto esmero que hoy es la planta mejor de todo el jardín, y sus flores las
más hermosas.

TERESINA: Gracias Juan, ¡Ah! Debo manifestarte que estoy enhorabuena.

JUAN: ¿Sí? Entonces lo estoy yo también.

TERESINA: Claro, porque cuando un compañero es feliz debe procurar que su felicidad alcance
a los demás. ¿No es eso?

JUAN: Ciertísimo.

TERESINA: No lo has dicho tantas veces que ya ves que bien me lo he aprendido.

JUAN: ¿Y podría saber cuál es la causa… de nuestra felicidad?

TERESINA: Pues me caso este verano. Así me lo ha notificado mi padre.

JUAN: Y a eso le llamas nuestra felicidad.

TERESINA: Verdad, es que tú no te consideras feliz mientras no triunfe el ideal porque suspiras
y el que yo también amo, gracias ti, a tus constantes consejos y a los libros que juntos
hemos leído. Pero te digo que yo ya me he estudiado mi plan; me caso con ese
caballerito, conmigo vendrá mi compañero Juan, él se encargará de administrar la casita
para nunca separarnos, como así, nos prometimos cuando abrazamos el hermoso ideal
y así los dos podemos hacer leer nuestros libros a mi señor marido, discutiremos con él

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y lo haremos entrar por nuestro camino, y entonces con el capital suyo y el mío,
formaremos un hermoso taller colectivo donde los trabajadores no sean esclavos del
dinero, sino los compañeros productores que como tales tienen derecho a lo que
producen ¿Qué te parece?

JUAN: Pues me parece Teresina que eso no lo conseguirás. Tu futuro marido está educado en
otra forma; de ninguna manera permitirá que tú le aconsejes, pues se creerá más
inteligente que tú, para recibir tus consejos, menos consentirás que con él discutas, ni
leerá nuestros libros, te ordenará, te mandará, te castigará, hará de ti la sierva, la
esclava, su mujer como ellos lo entienden para servirse de ella; pero dentro de esa
sociedad la mujer no tiene derechos, la mujer es la sierva del marido, la mujer es una
ignorante sin facultades mentales y por lo tanto, es un ser inútil y eso serás tú si te casas
con ese hombre. Tendrás que renunciar por la fuerza a tus libros, a tu propaganda, a tu
libertad, a luchar por los iguales. ¡Pobre Teresina!

TERESINA: (¿Será verdad?)

JUAN: No, Teresina, si te casas con esa idea que te has forjado, llevas todas las posibilidades de
perder, y ninguna de ganar. Cásate, pero en seguida renuncia verme, a leer nuestros
libros, a nuestras animosas discusiones, a las flores que te entregaba todas las
mañanas; porque entonces te señalarán, tu modo de vivir, tendrás que hacer
metódicamente todos tus actos, serás, en fin, la aristócrata señora de un millonario y no
podrás nunca vivir con los que ahora llamas tus compañeros.

TERESINA: Tienes razón, ¿pero ¿qué hacer? Mi padre me exige que me case con ese hombre,
yo no puedo amarle pues solamente lo he visto una vez, pero lo me lo manda mi padre
y quiero obedecerle, es muy viejo y no quiero disgustarle; será en contra mía, pero tengo
que obedecerle.

JUAN: Obra con arreglo a tu conciencia. No te digo más.

TERESINA: ¿Nada más que eso me dices?

JUAN: Sí, te digo que hoy los compañeros de la población me han mandado otro libro, y una carta
en la que me dicen que están contentísimos en que hayas conseguido pensar como
nosotros.

TERESINA: Bien, ¿Y el libro?

JUAN: Aquí está (saca del bolsillo)

TERESINA: (Leyendo) “La mujer en el pasado, en el presente y en el porvenir”. Me gusta y esta


tarde, después de almuerzo lo leeré.

JUAN: Tú padre llega, precaución.

Escena IV

Don Miguel sale de la casa.

DON MIGUEL: Teresina, hija mía, te agradeceré pases a mi escritorio. Tengo que hablarte algo
serio (se va Teresina)

JUAN: Malo (hace ademán de marchar)

DON MIGUEL: Y tu Juan, espera que también tengo que hablarte.

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JUAN: Ya le escucho (Juan queda pensativo, don Miguel observa cuando sale Teresina y
después se dirige a Juan con tono amable y con calma que al final se va tornando
severo y agrio).

DON MIGUEL: Tú bien sabes, Juan el medio porque viniste a mi casa.

JUAN: Sí, ya lo sé. Me lo ha repetido usted tantas veces que ya me lo aprendí de memoria.

DON MIGUEL: Me alegro que te recuerdes porque me evitas tener que repetírtelo por centésima
vez. También sabes que desde aquel día tú no has sido en esta casa el jardinero, ni el
sirviente, sino un hijo, puesto que como tal se te trató siempre. Bien sabes que merced
a este cariño, a este interés que siempre te hemos profesado, has podido crecer y
hacerte hombre al lado de Teresina, mi hija, con ella has compartido tus juguetes, tus
ratos de ocio, a ella te has dedicado y ella te paga con un afecto honrado y
desinteresado que puede haber no entre la señora de la casa y un jardinero, sino entre
hermanos.

Hasta aquí todos hemos visto con buenos ojos esas aficiones, a todos nos ha parecido bueno, y
hasta la hemos juzgado el afecto natural de dos cariños que juntos han crecido.

Pero ahora Juan, las cosas han cambiado, tú eres un hombre fuerte y viril, ella es una niña
hermosa y en toda la plenitud de su juventud.

Por nosotros, los de la casa, no se nos ha ocurrido pensar en nada malo, pero aquí están
personas de mayor visual y creerán cosas que no pueden ocurrir.

JUAN: ¿Y quién se atreve a dudar de Teresina? ¿Quién puede sospechar mal de nuestro tierno
y juvenil afecto?

DON MIGUEL: No, nadie, yo tampoco lo permitiría. Pero no es ese el asunto, Teresina está ya
en edad de elegir un hombre que la mime, que, así como ella portará un buen capitalito
en su dote, él también la aporte que la luzca, que le haga la debida ostentación de su
hermosura en la calle y en la sociedad, un marido, en fin.

JUAN: (Con tristeza) Es cierto, tiene razón.

DON MIGUEL: Pues bien, si así lo reconoces, también debes conocer que par la debida elección
de este hombre es preciso que ella deje sus niñerías, que renuncie a sus coloquios
contigo en el jardín, a sus afectos materiales, aunque sea aparentemente.

JUAN: Don Miguel, eso no puede ser. Esos afectos han nacido con nosotros y tienen también
que morir con nosotros, están muy hondos para sacarlos para sacarlos así de raíz.
Arranque usted uno de esos árboles que yo he planteado, que yo he cultivado y he visto
crecer, desgájelos por sus ramas hasta dejar muerto el tronco, pero siempre quedarán
las raíces, y las raíces para sacarlas tendría que remover toda la tierra de la quinta
porque todos lados se han extendido y en todas partes han dejado su sabia.

DON MIGUEL: Eso es muy bonito para dicho. Pero es preciso que así se haga, así lo reclaman
las reglas sociales.

JUAN: Justo, aunque para ello sufran la voluntad y los deseos.

DON MIGUEL: No hay remedio. Los que vivimos dentro de las fórmulas sociales no tenemos más
remedio que aceptarlas y cumplirlas y Teresina tiene que vivir dentro de ellas. Ya ves,
ha nacido en cuna noble de buena familia y tengo concertado su matrimonio con el hijo
de una de las familias más aristócratas de nuestra sociedad y de más grande capital.
Me parece que esto es algo.

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JUAN: Eso es forzar la voluntad de una niña que no piensa todavía en marido, ni en cosa que se
le parezca. Eso es un matrimonio por conveniencias sociales, de esa sociedad que
usted me habla y que es una sociedad de apariencias, de lujo, de fastuosidades, de
vicios, todo eso amparado en un manto místico, pero en esa sociedad no se consulte el
amor.

DON MIGUEL: Sea como sea. Yo soy el señor de mi casa y el padre de mi hija y cortaré estas
cosas de raíz. De aquí en adelante no existirá para ti Teresina.

JUAN: No Don Miguel, eso no, por favor. Dígame que renuncie a llamarle Teresina y no la llamaré.
Dígame que no la hable y mi lengua será muda, pero déjeme cultivar sus flores y
dárselas por las mañanas porque en esas flores van mis pensamientos de toda la vida,
mi interés por la Teresa… por la Srta. Teresa, mi cariño, mi amor…

DON MIGUEL: Basta. No consentiré que hables así de Teresina, de la señorita Teresa, de la hija
de tu amo. No faltaba más, un jardinero hablando de amor a su señorita.

JUAN: Sí; amor, pero no ese amor que ustedes conocen en su sociedad. No, ese no es mi amor.
Mi amor es el afecto que nace de dos seres que se han criado juntos, y juntos han
llorado sus penas y reído sus goces, el amor puro como yo lo veo en mi sociedad.

DON MIGUEL: Sea como quiera no tienes derecho a decírmelo a mí. Puedes retirarte.

JUAN: (Esto no tiene remedio) (se va por el foro).

Escena V

Don Miguel, después padre Cruz que sale de la casa.

DON MIGUEL: No faltaba más. Es muy doloroso, pero voy a tenerle que hacer salir de la casa,
estas intimidades con Teresina no son las que deben reinar entre señorita y criado.
Además, estando aquí podría llegar a conocer su origen, y eso no es conveniente.
Estando lejos no podrá ocurrir eso.

PADRE CRUZ: Don Miguel.

DON MIGUEL: Padre Cruz ¿Hecho?

PADRE CRUZ: Hecho

DON MIGUEL: ¿Quedó satisfecho?

PADRE CRUZ: Al principio se resistía más aún, se revolvía contra mis explicaciones, pero
invoqué al santo nombre de Dios y el respeto a esas canas de su señor padre y cedió.
Ahora podemos decir que Teresina es nuestra, completamente nuestra.

DON MIGUEL: Gracias a usted padre Cruz.

PADRE CRUZ: A mí no, a dios, las buenas obras no son de los hombres son de dios y nosotros
gracias a la invocación a él, hemos conseguido llevar la voluntad de Teresina al camino
de nuestras buenas intenciones.

DON MIGUEL: Y haremos la felicidad de mi Teresina.

PADRE CRUZ: ¿Quién lo duda? Un hombre como nuestro protegido, honrado, de noble cuna,
ferviente católico y por ende millonario tiene de sobra cualidades para hacer la felicidad
de una niña como Teresina.

DON MIGUEL: Así lo creo yo también y no creo que haya anda en su contra.

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PADRE CRUZ: Por el contrario, juzgo que Teresina ha estado de antemano preparada para hacer
fracasar nuestro intento.

DON MIGUEL: Padre Cruz…

PADRE CRUZ: Cuando le hablé de dejar sus coloquios con ese jardinero y las flores de las
mañanas, me contestó valientemente que eso era imposible y después al hablarle de
su matrimonio me ponía por condición, que había de llevar a su servicio a Juan; y me
costó no poco respeto trabajo hacerla desistir de su antojo, como le digo, tuve que
hablarle de su amor a dios, del respeto a su confesor y a su anciano padre. Solo así
accedió a nuestras justas peticiones.

DON MIGUEL: ¿Y quién puede haber aconsejado así a Teresina? De casa no sale sin mí, y a
dulce compañía de usted padre Cruz…

PADRE CRUZ: Esos coloquios matutinos con el jardinero me hacen sospechar algo. Además, he
notado que en la biblioteca de Teresina figuran libros que no son los apropiados para
una niña educada en el seno de una familia honrada y rica, y, es más, hoy la encontré
leyendo un libro que al verme lo escondió con rapidez.

DON MIGUEL: Me asusta usted, padre Cruz, ¿Mi niña… Teresina qué otros libros puede leer
más que aquellos que usted le proporciona y que son los defensores de la religión
católica?

PADRE CRUZ: Ignoro qué libros son, y quién se los proporciona, pero mis sospechas recaen
sobre el jardinero.

DON MIGUEL: ¿Y qué hacer, padre Cruz?

PADRE CRUZ: Como primera providencia registrar la biblioteca de Teresina, hacerla declarar el
origen de esos libros y después arrojar de esta casa a Juan y quemar todos los libros
sacrílegos o rebeldes que encontremos.

DON MIGUEL: Me parece acertadas sus disposiciones y desde luego podremos empezar.

PADRE CRUZ: Pues a ello. Las buenas obras hay que hacerlas a la mayor brevedad. Dios nos
premiará.

(Vánse por la casa)

Escena VI

Maximino por la derecha, después Juan por el foro.

MAXIMINO: (Haciéndose cruces y muy lento) ¡Ave María Purísima! ¡Pobre Juan! Esto ya me lo
temía yo. Si ellos supieran que todo lo he escuchado… y a Juan es preciso prevenirle.
¡Pobre muchacho! Y él es bueno, muy bueno… y el vivo retrato de su madre… nada
más esas pícaras ideas que se le han metido en la cabeza. Lo que yo no sabía era lo
que la señorita Teresa… ella pensar igual que Juan en esas cosas que a mí me habla
y que nunca entiendo… ¡Vamos! Yo me enredo con esas cosas y no me sé devolver.
¿Por qué tendré esta cabeza tan dura?... Sea lo que fuere, el asunto es que esto se
agrava para Juan, y el fraile desconfía de él.

Por supuesto que Juan tampoco confía nada en el fraile. ¿Cuál tendrá razón? El padre Cruz, es
el representante de Cristo en la tierra y no puede mentir… digo por lo menos no debe
mentir, pero por otro lado tiene razón. Por si acaso voy a prevenirle (llamándole) ¡Juan!
¡Juanito! Ven acá.

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JUAN: (Con una pala u otra herramienta) Maximino. ¿Hay alguna novedad?

MAXIMINO: Sí, la hay, y muy grande.

JUAN: ¡Va, alguna cosa suya! Hace días que usted lo ve todo peligroso.

MAXIMINO: La experiencia me hace ver las cosas así. Pero ahora no es ninguna sospecha. Lo
he visto con estos ojos que ya van perdiendo su brillo, lo he oído con estos (señala con
los oídos) y lo he pensado y cavilado con esta cabeza dura como un alcornoque, según
tú dices, pero que es la cabeza madurada por lo años y encanecida por los trabajos, y
por último te hablo y aconsejo, no como sabihondo que se pasa la vida charlando cosas
inútiles y dando consejos que él ha de menester, pero sí como un amigo que te quiere,
y que si sus palabras son toscas y torpes, en cambio su corazón es noble y sincero.

JUAN: Así quiero oírle siempre. Dígame cuanto quiera, que yo lo escucharé.

MAXIMINO: Pues prepárate. Es el caso que mientras a ti te reconvenía Don Miguel y te señalaba
la conducta que en adelante habías de seguir. El padre Cruz, hacía lo mismo con
Teresina en el escritorio de su papá.

JUAN: Bien, ¿Y qué?

MAXIMINO: Calla. Teresina, obligada por el fraile, cedió en contra de su voluntad a casarse con
ese señorito que le han buscado como novio.

JUAN: ¡Infame!

MAXIMINO: Aún hay más. Que renuncie a las flores que tú le obsequias por las mañanas, a tu
amistad…

JUAN: No, eso no lo conseguirán. Hasta aquí he sido su siervo; el esclavo que ha tolerado su
tiranía, pero ahora quiero ser el rebelde que sabrá hacer valer los sentimientos de su
corazón… Quieren llevarse a Teresina, separarla de mi lado para siempre… que
prueben, si es gusto suyo vaya en buenahora, pero por la fuerza no podrán, yo también
soy fuerte; con estos brazos remuevo la tierra del jardín, con la inteligencia removeré la
conciencia de Teresina y no podrán hacerla juguete de sus caprichos…

MAXIMINO: Quedamos en que ibas a escuchar en silencio hasta que terminara.

JUAN: Tiene usted razón. Perdóneme Maximino, me exalto demasiado al pensar que me retiran
del lado de Teresina.

MAXIMINO: ¡A mí… a la calle! Sí, hacen bien, yo les estorbo para llevar a cabo sus criminales
hazañas y me arrojan a la calle como se arroja a un perro, sin consideración al trabajo
realizado desde mi niñez, sin pensar en los servicios de mi madre. Aprenda usted
Maximino.

JUAN: Bien ¿y qué piensas?

MAXIMINO: ¿Qué en qué pienso? En evitar todo esto, ya lo oye usted.

JUAN: Evitarlo. ¿Y cómo?

MAXIMINO: Cómo... No lo sé, pero lo evitaré, se lo juro.

JUAN: No eso no. Para todo Maximino, para todo, por la memoria de mi madre.

MAXIMINO: Pero hombre ¿cómo quiere que yo…?

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JUAN: No me lo niegue; ayúdeme y salvará a Teresina.

MAXIMINO: No seas loco.

JUAN: Cuento con usted Maximino. Usted ayudó a mi madre en su desgracia, me recibió a mí en
sus brazos, me ayudó siempre y no puede abandonarme ahora que más le necesito.

MAXIMINO: ¿Pero no sabes que soy un alcornoque, que no poseo ninguna inteligencia?

JUAN: Gracias Maximino, usted es mi padre.

MAXIMINO: No hombre, eso no.

JUAN: Gracias Maximino, gracias.

(Hace mutir por el foro a medida que recita las últimas palabras; Maximino trata de detenerlo,
pero no lo consigue, quedándose atónito en medio de la escena)

MAXIMINO: Nada, que voy a tener que ayudarle y quién sabe lo que esta criatura va a hacer. Él
es bueno, pero, caramba, que en este caso le tengo miedo. Me compromete, vaya si
me compromete. La Virgen del Carmen nos ayude (Vase por derecha).

Escena VII

Don Miguel y Padre Cruz de la casa; el último con un brazado de libros.

DON MIGUEL: Póngalos sobre este banco.

PADRE CRUZ: Estos libros me abrasan las manos.

DON MIGUEL: Mientras disponen lo preciso para el almuerzo de hoy lo haremos en el jardín,
nosotros elegiremos estos libros y daremos fin de ellos.

PADRE CRUZ: Veamos (leyendo los libros) “El Capital” Carlos Marx, primer sacrilegio.

(A cada libro que lee lo arroja al suelo procurando que todos se hagan un montón) “La Conquista
del Pan”, “Colectivismo y Comunismo”; “La mujer…” todos, en fin, no se salva ninguno.
(Arroja todos; durante esta escena el criado habrá colocado sobre la mesa el servicio
para el almuerzo, con tres cubiertos)

DON MIGUEL: (Muy triste) Dios mío, cuánta infamia.

PADRE CRUZ: Bien me lo sospeché. Dios me ha iluminado.

DON MIGUEL: Inmediatamente Juan, el perturbador de la paz de mi casa ha de salir de ella para
siempre.

Doloroso es hacerlo, pero es necesario.

Sí, muy necesario; me propuse al morir su madre tenerle siempre conmigo, considerarlo, pagar
así la deuda que contraje con ella, pero no es posible, usted bien sabe, padre Cruz, que
he cumplido hasta donde me fue posible mi palabra, usted, mi confesor, sabe también
los motivos que tuve para abandonarle, mi conciencia está tranquila, cumplo con Dios
y con los mandatos de mi confesor, su bendición padre Cruz.

PADRE CRUZ: Más aún, mis brazos, y que dios nos bendiga desde el cielo. (se abrazan, y así
permanecen algunos instantes; después Don Miguel vuelve la cara y se encuentra con
Juan al foro)

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Escena VIII

Juan por el foro, figurando que trabaja, pero en realidad observa.

JUAN: (Bien unidos los encuentro… son dos fuerzas terribles, el capital y el fanatismo religioso…
yo estoy solo… sí, solo… pero soy la razón, soy la ciencia, soy la verdadera justicia.)

DON MIGUEL: ¡Juan! ¿Tú aquí? ¿Qué hacías?

JUAN: Trabajar, como siempre.

DON MIGUEL: ¿Y te duele el trabajo?

JUAN: No, el trabajo no me duele, estoy acostumbrado a él…

DON MIGUEL: Sin embargo, no es justo que tú trabajes mientras otros holgan, ¿no es eso?

JUAN: No, no es eso, lo que no es justo es que los que holgan disfruten de riquezas y placeres y
el que trabaja recoja las migajas de vuestra mesa.

PADRE CRUZ: ¿Quiere decirse que todos habíamos de ser ricos?

JUAN: No, ricos no, trabajadores solamente y dueños del fruto de nuestro trabajo.

PADRE CRUZ: Todos trabajamos. Unos para alimentar el cuerpo, otros para cuidar el alma, para
sujetar las malas pasiones, para librarla de los malos deseos, para eso soy yo apóstol
de una religión.

JUAN: Los parásitos están demás en el mundo. Los obreros del espíritu, como usted los llama,
no son más que la consecuencia de esta inmunda sociedad que goza con el sudor de
cuerpo de los obreros.

DON MIGUEL: ¡Ingrato! ¡Desagradecido! Con tan poco respeto hablas a un representante de
Cristo en la tierra. ¿Tan poco respeto te merezco yo para que me delante de mí, le
insultes y motejes? Marcha. Marcha de mi casa para siempre y no des lugar a que
salgas de ella conducido por la policía.

JUAN: Hacedlo; qué me importa. Llamad a vuestra policía, a vuestros perros de presa para que
me claven sus colmillos hasta conducirme al presidio, así estaréis más libres para
realizar vuestros planes criminales, así estaréis más libres para realizar vuestros planes
criminales, así podréis vender a Teresina a ese millonario comprador de su cuerpo, pero
no de su corazón, así aumentaréis vuestro caudal a costa del sentimiento de vuestra
hija.

DON MIGUEL: No, a presidio no, vete, vete a la calle y eres libre de pensar como quieras, en
cuanto a mi hija, no la vendo, no la sacrifico, es esa su voluntad…

JUAN: ¡Mentira!

DON MIGUEL: Tú lo que te figuraste es que Teresina se iba a enamorar de ti; de ti, miserable
jardinero; cuando niña jugabas con ella y sin duda creías que por eso eras el dueño de
su cuerpo.

JUAN: De su cuerpo no, pero Teresina será mía, mi amiga, mi compañera, por su voluntad, por
el verdadero amor por el que la tengo; ya lo oyes tiranuelo, mía, será mía. (Vase del
foro precipitadamente)

DON MIGUEL: Primera muerta. (Trata de seguir a Juan y el padre Cruz le detiene)

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PADRE CRUZ: Sufrir con paciencia las flaquezas de nuestro prójimo.

DON MIGUEL: Dios me de valor.

PADRE CRUZ: Nosotros al fin haremos nuestra voluntad.

Escena IX

Dichos y Teresina de la casa

TERESINA: Pará, padre Cruz, ¿almorzaremos?

PADRE CRUZ: Sí, hija mía, almorzaremos.

DON MIGUEL: Usted, señorita, ¿podría explicarnos la procedencia de estos librajos?

TERESINA: (Los de Juan) Papá…, esos libros…

DON MIGUEL: ¿Qué? Contesta.

TERESINA: Esos libros los venden para todos y como todo conviene leer, yo también los leo.

PADRE CRUZ: No Teresina no, todos no; esos de ningún modo, son libros sacrílegos, libros
embusteros, inventados únicamente para corromper las conciencias y promover
escándalos en la sociedad.

TERESINA: Sin embargo, me parece…

DON MIGUEL: No le parezca nada señorita. Estos libros desaparecerán para siempre de su vista,
a la vez que quien se los proporciona saldrá de esta casa para no volver a ella jamás
¿desde cuándo mi hija se me subleva? (el criado coloca sobre la mesa un plato con
comida)

TERESINA: Pero papá, si estos libros no son como tú piensas…

PADRE CRUZ: Hija mía, no hablemos más de eso; sentémonos a la mesa, respetemos las canas
de la ancianidad y roguemos a Dios que nos libre de las malas tentaciones.

DON MIGUEL: Antes haré un auto de fe, con estos papelotes. (Don Miguel da fuego al montón
de libros que se verán arder en la escena; padre Cruz y Teresina se sientan a la mesa.
Don Miguel, una vez ardiendo los libros toma asiento también y se dispone a la oración)

PADRE CRUZ: Bendigamos la mesa (bendice y recita muy bajo) Padre Nuestro que estás en los
cielos… etc. (Todos rezan, Juan aparece por el foro con un lío de ropa, va alejándose
muy lentamente y clavando los ojos en Teresina, ésta, llorosa mira alternativamente a
Juan y a los libros que arden. La oración se oye muy lenta, hasta que el telón ha caído
por completo. Telón muy lento.)

FIN DEL PRIMER CUADRO

Cuadro Segundo

La escena representa el salón principal en la casa de Don Miguel, decorado con lujo y
adornos para una gran fiesta. La del segundo término derecha se supone de entrada al
salón, al foro puerta grande de dos hojas que se abrirá a su tiempo y deja ver el altar
profusamente iluminado y cubierto de flores. Todos los personajes lucen trajes elegantes.
Sobre algunas mesas o muebles se dejan ver cajas que, se supone, contienen regalos
diversos. Al levantarse el telón es la caída de la tarde, poco a poco se verá anochecer hasta

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quedar completamente a oscuras. Lámparas, candelabros, etc. que se encenderán a su
tiempo.

Escena I

Don Miguel y el padre Cruz sentados

DON MIGUEL: Nunca podré olvidar la dicha que le debo, padre Cruz.

PADRE CRUZ: Quedó bien recompensado. Cuento con el cariño de usted y Teresina, el afecto
del que hoy será el esposo ante Dios y los hombres y la tranquilidad y satisfacción de
nuestra buena obra.

Por otro lado, la iglesia católica cuenta con haber conseguido volver a su seno a nuestra querida
Teresina que se iba arrastrada por el diablo en figura de jardinero.

DON MIGUEL: No recordemos eso, han pasado tres meses desde que Juan salió de esta casa
para no pisarla más y desde entonces Teresina ha recobrado su tranquilidad y vuelto al
juicio.

PADRE CRUZ: Trabajo nos costó, yo hubo momentos que la creía loca, otros enferma del
corazón, pero gracias a Dios, todo terminó satisfactoriamente.

DON MIGUEL: Así es y Teresina en penitencia de sus pecados pasados, ha donado una parte
de su dote para la construcción de una iglesia en honor a la Virgen del Carmelo, y yo,
por mi parte, contribuiré con la otra cantidad para crear la hermandad del Redentor, en
acción de gracias.

PADRE CRUZ: El cielo se lo premiará en la otra vida.

DON MIGUEL: Sin embargo, hay momentos que creo que, con haber expulsado de mi casa a
Juan, hice una mala obra. Él era malo, pero al fin yo tenía el deber de cuidarle, de
redimirle del pecado. Usted bien sabe padre Cruz que Juan no era solamente el
jardinero de la finca, sino…

PADRE CRUZ: Esos remordimientos desaparecen con la oración y las dádivas a la Santa Iglesia.
Los pecados anteriores están confesados y perdonados con mi bendición absolutoria y
no es cosa de volver a recordarlos.

En cuanto a Juan, tan absorbido estaba en sus ideas, que no hubiéramos podido atraerle al buen
camino. Dios le perdone.

DON MIGUEL: Así sea.

PADRE CRUZ: Yo voy a disponer el altar para la ceremonia que pronto he de bendecir.

DON MIGUEL: Mientras usted trabaja en lo espiritual, yo me ocupo en tanto en organizar todo lo
material. Dios no ayude.

PADRE CRUZ: Hasta luego don Miguel.

DON MIGUEL: Hasta pronto, padre Cruz.

(Le besa la mano, don Miguel se va por la primera derecha y padre Cruz segunda izquierda)

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Escena II

Maximino en traje de librea de gala (por la segunda derecha)

MAXIMINO: Hoy es día de alegría en la casa. En todas las casas se refleja la satisfacción. En
todas menos en la mía, y es que yo me temo algo de Juan ¡Pobre chico! Y qué malo se
ha quedado desde que salió de la casa; paliducho, flaco, ojerosos, cuando estuvo en
mi portería hace ocho días, no le conocía, y cuando me habló de su vida, no pude por
menos de llorar, si su madre le viera… tan desgraciado (se enjuga los ojos) ¡Caramba!
Si ahora también estoy llorando.

Y él me juró que Teresina no se casaría con el millonario; inútil porfía. Hoy se celebra
la boda y ya nada puede hacer; él carece de fuerza para ello, la casa, está bien
guardada y hasta Teresina está contenta por su boda y le ha tomado afecto al novio.
¡Pobre Juan! pero qué ocurrencia le dio de enamorarse de la señorita Teresa; pero con
un amor tan extraño… Decía que la quería para compañera y no para esposa, otra vez
le decía hermana, me hablaba del amor libre y de tantas cosas que yo no puedo
comprender, pero que quizás sean verdad. En fin, cuando el muchacho se entere que
la boda la celebró, rabiará y hasta temo que le cause algún trastorno. ¡Pobre Juan! Le
tengo que ver loco… Yo que le vi nacer, que le tuve entre mis bazos, que ha crecido a
mi lado y a mi lado se hizo hombre… Y otra locura que le ha dado; ahora a mí me llama
su padre; y eso no puede ser verdad, por supuesto que esto es una chifladura como
otra cualquiera; también al fraile le llaman padre todos en la casa y sin embargo no se
puede creer. En fin, iré hacia mi portería que no deben tardar en llegar los invitados a
la fiesta, y a encender las luces, que ya va anocheciendo.

(Vase segunda derecha durante esta escena se va anocheciendo; el criado enciende


las luces del salón)

Escena III

Don Miguel acompañando a los invitados, llega conversando con ellos.

DON MIGUEL: Sí señores, estoy loco de júbilo, esta noche mi hija Teresina, será la esposa de
don Ernesto Bermúdez, hijo el opulento banquero del mismo apellido y de la más noble
cuna de la capital. Qué dicha para mí el haberle proporcionado un esposo de esta
categoría, que hará su felicidad, la cuidará, la mimará y será la envidia cuando luzca en
los paseos. El padre Cruz me ayudó en esta gran obra y por eso él bendecirá su unión.

INVITADA 1: Aquí llegan los novios ¡Qué hermosa está Teresina! Don Miguel va a su encuentro,
todos saludan con una inclinación de cabeza, los novios contestan del mismo modo.

Escena IV

DON MIGUEL: Teresina, hija mía, mira los regalos recibidos de nuestros amigos, todos a cuál
más bellos y valiosos.

TERESINA: (Afable y cariñosa, viste traje de blanco de novio, con velo tendido y un gran ramo
de azahar al pecho. El novio vestirá de frac) Yo les doy las gracias a todos y procuraré
guardarlos como el más tierno recuerdo de esta noche. (Gran ruido de voces fuera, los
invitados se reconcentran en un lado del salón. Expectación general)

JUAN: (Dentro) ¡Paso miserable! ¡No! ¡No!

DON MIGUEL: ¿Qué es esto?

TERESINA: ¡Por piedad, dios mío no me abandones!

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(Juan penetra en el salón precipitadamente. Su aspecto es como si hubiera sostenido
una lucha para entrar. Lleva en la mano un gran ramo de flores rojas)

DON MIGUEL: ¡Juan!

JUAN: Sí, el mismo. Yo también quiero tomar parte en esta fiesta; algo me pertenece.

DON MIGUEL: ¿A qué vienes? ¿Qué quieres?

JUAN: ¡Qué quiero! No quiero nada. Vengo a traer a Teresina mi regalo de bodas. Todos le habéis
regalado alhajas caprichosas, sois los ricos; yo soy pobre, no puedo traerle más que
este ramo de flores.

DON MIGUEL: Mi hija no necesita tus flores para nada; vienes a envenenarla con sus perfumes,
como le envenenaste la conciencia con tus libros. Sal, sal de esta casa si no quieres
que te haga arrojar por mis criados.

TERESINA: ¡Papá! Juan, márchate.

JUAN: Que me marche… Y tú me lo ordenas… Y no aceptas las flores que tú me pediste hace
algunos meses…

DON MIGUEL: Aquellos tiempos han cambiado, tú eras el jardinero de esta casa y te expulsé de
ella por hereje. No tienes nada que hacer aquí. Vete y lleva tus flores de aquí de nada
puede servir. Mi hija esta noche será la esposa de un caballero y debe renunciar a todos
sus afectos pasados.

JUAN: ¿Y esa es la voluntad de Teresina?

DON MIGUEL: Esa es la voluntad de la señorita Teresina. Si algún afecto te tuvo de niñez, hoy
te lo ha perdido por tu mala conducta; ya lo oyes.

JUAN: Sí, lo oigo, pero no de sus labios. Dígamelo Teresina, dígame que quiere ser la esclava
de ese hombre y yo me retiraré satisfecho y aún con alegría, pero si ella no lo dice, si
continúa como hasta ahora, con la lengua muda y los ojos al suelo, no me iré de aquí
sin ella, aunque me azuces todos tus lebreles y me dispares todos tus cartuchos.

DON MIGUEL: Llegó la hora de la ceremonia. Abrid las puertas y pasemos todos a la capilla,
quédese aquí solo Satanás que le rechazará la cruz. (La capilla se abre, en la puerta
aparece el padre Cruz dispuesto para la ceremonia, los novios e invitados dan algunos
pasos en dirección del altar. Teresina llorosa)

JUAN: ¡Teresina! Acuérdate de tus juramentos. No pasarás arrastrada por ajenas voluntades, y
si quieres pasar pisa mi cuerpo para que así te crea (se pone de rodilla delante de la
puerta de la capilla. Todos se detienen)

DON MIGUEL: Sal para siempre de esta casa que has manchado con tus sacrilegios.

PADRE CRUZ: Sí, salid en nombre de Dios.

(TODOS): ¡Fuera! ¡Fuera! (Le empujan tratando de sacarlo por la fuerza)

JUAN: ¡Cobardes! Así me sacáis por la fuerza, como lleváis esa niña al altar por la fuerza también.
Vedlo, ya me voy.

DON MIGUE: Sí, vete, vete.

TERESINA: Y Yo me voy con él (va a los brazos de Juan).

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DON MIGUEL: Tú, Teresina, hija mía.

JUAN: (Estrechado a Teresina) Conmigo probad a quitármela.

PADRE CRUZ: Teresina, en nombre de Dios, respeta a tu padre.

TERESINA: Respetad vosotros mis creencias.

DON MIGUEL: Hija indigna, yo te maldigo.

TERESINA: Seré suya, sí, siempre suya mal que pase a vuestro fanatismo. Fuera estos azares
que para mí nada representan, las flores rojas las que adornarán mi cuerpo esta noche
de suprema felicidad (Se quita violentamente el ramo de azahar que arroja al suelo, y
toma las flores que Juan llevaba)

DON MIGUEL: ¡Oh! No eso es imposible; con Juan no, hay algo en el nacimiento de Juan que se
lo impide.

JUAN: ¿Qué decís? Canalla. No te contentas con ultrajarme a mí, quieres manchar el nombre de
mi madre.

PADRE CRUZ: Yo os lo juro Teresina. Juan es tu hermano; el hijo natural de don Miguel.

JUAN: ¿Cómo? ¿Él, mi padre?... Ahora le aborrezco más, es mi padre, pero el padre criminal que
rechaza a la madre y aborrece al hijo.

PADRE CRUZ: No, Teresina, no puedes ser de Juan porque es tu hermano.

TERESINA: Así le quiero, mi hermano, mi compañero inseparable conforme se lo juré.

DON MIGUEL: No te eduqué yo así. A mis años vienes a manchar las canas de tu padre. ¿De
esto te sirven las doctrinas que nosotros te predicamos?

JUAN: Yo también la predicaba, pero en otras doctrinas más humanas y he triunfado con las
mías.

DON MIGUEL: Triunfante, pero con artes villanas, con engaño, sal de mi casa.

JUAN: Sí, salgo; pero con ella, con mi flor roja que yo mismo cultivé. Miradla qué hermosa.

PADRE CRUZ: Yo he predicado siempre la mansedumbre.

JUAN: Continuad con vuestras doctrinas, predicad la ignorancia, y a nosotros predicaremos


juntos la igualdad para todos, vosotros cread esclavos, nosotros sabremos redimirlos,
vosotros a enriqueceros con el sudor ajeno, nosotros a emancipar a la humanidad,

Yo soy fuerte, ya no soy solo. Con ella siempre con ella ¡Venid a quitármela!

La actitud de los personajes será la siguiente: Juan y Teresina unidos en el medio de la


escena. A la puerta de la capilla el padre Cruz; y don Miguel en la primera caja en la
actitud de lanzarse sobre Juan, pero detenido por algunos invitados.

TELÓN RÁPIDO

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2. DESDICHA OBRERA
Drama Social en tres cuadros, por
LUIS EMILIO RECABARREN S.
Personajes:

Rebeldía, joven costurera.


Luzmira, su hermana.
Un médico, que visita a la madre de Rebeldía.
Un cura, id.
Un mensajero.
Burgués, dueño de una fábrica donde trabaja Rebeldía.
Juan, portero de la fábrica.
Policías.
Un juez.
Carcelera.
Guardias.
PRIMER CUADRO

Sala pobre

Escena I

Rebeldía y Luzmira. Luzmira en labores de costura. Rebeldía lee.

REBELDÍA: Hace días que te veo un poco triste, ¿qué tienes hermana mía?

LUZMIRA: Vaya con tu observación…, ¿crees hermana, que, con mi naturaleza poco alegre, no
deba sentir pena cuando tenemos nuestra madre enferma y no tenemos trabajo
suficiente para disponer de recursos que sea posible prodigarle las atenciones que
merece? Tan raras tus ideas. ¿Te parece poco nuestro malestar?

REBELDÍA: Convengo en sentir pena, pero no tanto que aumente nuestra desgracia. Si la vida
es penosa, trabajemos para mejorarla. Todos podemos hacer algo en ese sentido.
¿Verdad, hermanita?

LUZMIRA: ¡Cierto! Pero no me conformo que nuestra pobre madre se nos vaya… La pobre nunca
tuvo una época de verdadera felicidad. Cuando niña sufrió la falta de sus padres.
Cuando joven, dejó en la fábrica, salud y hermosura. Se casó para aumentar sus
obligaciones, sus trabajos y pesares. Cuando nosotros podíamos servirla y darle alguna
felicidad, no tenemos dinero por falta de trabajo y ella se enferma tanto que da pena…
(Entristecida)

REBELDÍA: Si aprendiéramos a amar la naturaleza, por sobre todas las cosas, en sus formas
más superiores, con un claro concepto de la vida natural, nuestros pesares serían
menores. Si muere nuestra madrecita, que tanto amamos, su muerte no será, sino una

104
transformación de la materia. Ella seguirá viviendo en todo el universo y allí seguiremos
amándola. Vivirá también en nuestra memoria. (Se sienten golpes en la puerta de calle.)

LUZMIRA: Ve quién golpea. A ver si es el médico para que alivie un poco nuestra situación.

REBELDÍA: (Desde el fondo) Pase doctor, adelante.

Escena II

La misma y el médico

MÉDICO: Buenos días. ¿Cómo sigue la enferma?

REBELDÍA: Mal doctor, a pesar de haber cumplido muy bien con todas sus instrucciones… Ha
pasado mala noche la pobre…

LUZMIRA: Véala otra vez doctor, y procure devolverle la salud.

MÉDICO: Crean ustedes que pongo verdadero [empeño] en aliviar todas las dolencias humanas.

REBELDÍA: ¿Pasemos, doctor!

Escena III

Luzmira sola

LUZMIRA: Tan conforme que veo a mi hermana con las cosas de la vida. Tan alegre y tan
entusiasta para trabajar por lo que ella llame el bien de todos, el bien humano. Y yo que
no veo eso. Al contrario, me parece que se mortifica más, que sufre más, que tiene
menos trabajo. Y si como ella dice, eso es bueno, y es una esperanza para el porvenir,
¿por qué no ayudan todos?, ¿por qué el bien humano ha de ser la obra de unos pocos?

Escena IV

Dicha y un mensajero, tipo cómico

MENSAJERO: (Desde el foro) ¿La señorita Rebeldía?

LUZMIRA: ¿Qué se le ofrece?

MENSAJERO: Traigo una carta para ella de parte del patrón, para que vaya a trabajar esta tarde.

LUZMIRA: déjela aquí, yo se la entregaré.

MENSAJERO: Está bien (Se la entrega y hace algunos gestos cómicos).

LUZMIRA: Vaya, sea usted más educado.

MENSAJERO: (Se retira haciendo gesto de muchacho templado.)

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Escena V

Luzmira, Rebeldía y el médico

MÉDICO: (Volviendo con Rebeldía de ver la enferma). La verdad es que está más mal. Pero
tantearemos otro esfuerzo. A ver, un papel.

REBELDÍA: Aquí tiene, doctor. (Le dan papel y el Doctor escribe).

LUZMIRA: Haga una receta, doctor, que sea buena y barata, ya calculará usted por qué (pausa).
(Luzmira y Rebeldía se miran con tristeza.)

MÉDICO: Bueno. Aquí les dejo una receta. Es una bebida para que le den tres veces al día. Que
la habitación esté siempre bien ventilada. Gasten atención cariñosa con la enferma,
pero lo menos conversación posible.

REBELDÍA: Como no doctor todo lo cumpliremos bien.

MÉDICO: No le hablen nada penoso… al contrario, conversación alegre.

Escena VI

Los mismos, y un Cura que aparece en escena, bruscamente

CURA: He recibido un llamado para ver a una enferma que necesitaría de los santos auxilios de
la religión…

REBELDÍA: Nuestra enferma no necesita de sus auxilios.

LUZMIRA: ¡Hermana mía! No lo rechaces así. He sido yo la que lo he llamado…

MÉDICO: Pero es audacia, señor, meterse de sopetón sin llamar a la puerta.

CURA: Yo recibí el aviso de que había una enferma.

REBELDÍA: ¿Es usted médico?

CURA: Del alma, sí.

REBELDÍA: Nuestra enferma tiene sana el alma.

MÉDICO: El alma, como ustedes la estiman no necesita médicos de su clase.

CURA: Pero señor…

LUZMIRA: ¿Y si mamá lo quisiera?

REBELDÍA: Este hombre tiene buena culpa en nuestra desgracia…

CURA: Pero niña, no sabe usted que Dios nos ha confiado la misión…

MÉDICO: Es audacia.

REBELDÍA: La misión es fanatizar.

CURA: Es que ustedes no la quieren ver.

REBELDÍA: Son ustedes los que por sí se atribuyen esa misión para engañar a la humanidad y
hacerla sufrir.

106
MÉDICO: ¡Bien dicho!

LUZMIRA: (Hace un gesto de aflicción)

REBELDÍA: Eso es, exactamente. ¿Cuándo y dónde viene ese Dios a darles a ustedes esa
autorización?

CURA: Escuchen ustedes con calma…

REBELDÍA: Nada tenemos que escuchar. Menos a usted porque yo sé que usted me intrigó en
la fábrica donde yo trabajaba, porque no era de su ideal.

LUZMIRA: ¡Rebeldía!... ¡Por favor no seas así!

MÉDICO: Hace muchos siglos que la voz de ustedes repercute en el mundo con ese mismo
horrible acento de mentira, de falsía, de hipocresía…

REBELDÍA: No abuse más señor, no abuse de nuestra tolerancia y de nuestra educación.

MÉDICO: ¡Así habla la conciencia sincera! (Al fraile) Amigo, el reino de ustedes ha pasado. La
humanidad nueva ve más clara la razón, hoy que ayer.

CURA: A pesar de todo… nuestra misión es ofrecer nuestros servicios a quien quiera aceptarlos
y crea en ellos. ¡No imponemos nada obligatoriamente! (Todos ríen a carcajadas,
menos Luzmira. El cura se persigna.)

REBELDÍA: No imponen nada obligatorio… ¡Pero amenazan con un infierno terrible! No imponen
nada obligatoriamente… pero asustan a los ignorantes con sus pavorosos castigos
infernales, si no creen en las invenciones de ustedes.

MÉDICO: Señor, ya ve usted que nada puede hacer aquí. ¡Hay una conciencia superior!

CURA: Insisto por última vez, dejadme ver o mirar siquiera a la enferma, puede ser que ella
acepte conversar conmigo.

MÉDICO: La enferma está ya en estado inconsciente incapaz de ningún acto razonable.

REBELDÍA: No lo permitiremos, y al contrario, le agradeceremos que nos deje en paz. (Luzmira


se aflige.)

CURA: (De mala gana.) Bueno, quedan ustedes con Dios… (Se retira haciendo reverencia y
cruces.)

REBELDÍA: Qué horrible y pavoroso me parece el aspecto funeral de esa gente.

MÉDICO: Cumplan ustedes sus cariñosas atenciones con la enferma y libremos la última batalla
con la naturaleza que quiere transformarse a sus propios impulsos.

LUZMIRA: Gracias, doctor, por su empeño, por nosotros no quedará.

REBELDÍA: ¿Volverá usted mañana?

MÉDICO: Sí, hasta mañana. (Vase.)

107
Escena VII

Rebeldía y Luzmira

LUZMIRA: Han traído esta carta para ti. (Se la entrega.)

REBELDÍA: (Leyendo.) «De parte de la gerencia tengo encargo de darle nuevamente trabajo a
usted en los talleres. Puede presentarse hoy mismo.» El mayordomo. (Pausa.)
Siempre tuve repulsión por esa fábrica y desconfianza, porque el Gerente varias veces
me llamó a su oficina para hablarme simplemente, y…

LUZMIRA: Hermanita, ¡Ten paciencia y valor! Por nuestra madrecita, ve si puedes trabajar y ganar
para sus medicinas y alimentos a ver si la salvamos.

REBELDÍA: Bueno. Voy allá. Pero te advierto yo, que este fraile fue el que le dijo al patrón que
me echara de la fábrica, porque yo era una incrédula, que predicaba la herejía entre las
obreras. De manera que nos condenaba al hambre a todas, como si tuviéramos alguna
culpa porque nuestro cerebro acepta unas ideas y rechaza otras… La miseria me obliga
ahora a aceptar trabajo allí otra vez, Veré antes a mamá y en seguida e marcho (Vase
por la derecha.)

LUZMIRA: (Sola.) Tantos sinsabores y ultrajes que recibimos las obreras para podernos ganar
un miserable jornal. Pobre hermana mía…, si será cierto lo que ella dice, que el señor
cura la hizo salir de la fábrica. Si fuera cierto, sería muy mal hecho.

REBELDÍA: (Que vuelve del dormitorio.) Cuida mucho a mamá, mientras yo coy a la fábrica. A
ver qué me dice el explotador. (Sale por el foro.)

LUZMIRA: (Sola.) Ahora voy a la Botica. (Abre su maletín y cuenta el dinero.) Pueda ser que me
alcance para la receta… Qué triste es esta vida tan llena de afanes. La iglesia nos
manda a soportar esta vida tan miserable, porque dice que ésa es la voluntad de Dios…
Pero mi hermana dice que no, dice que si la vida es mala debemos mejorarla… Yo
también voy creyendo eso, de que cada uno de nosotros debe hacer todo lo que pueda
para mejorar la vida… pero los ricos nos ponen también obstáculos… ¿Quién tendrá la
razón…? (Sale pensativa.)

TELÓN

CUADRO SEGUNDO

Sala escritorio

Escena I

JUAN: (Mozo arreglando el escritorio.) Hace días que el patrón anda de mal genio… algo me
temo yo… No estoy seguro, pero me parece que ayer le encargó al mayordomo que le
diera trabajo nuevamente a aquella chica que él mismo hizo despedir sin motivo
alguno… ¡Qué tramará…! ¡Ah!... ¡esta plaga de burgueses es terrible! Creen que la
plata que a montones explota a los obreros es título y autoridad bastante para que todo
se lo merezcan, y lo peor es que uno tenga que defenderlos y servirlos…

Escena II

Dichos y el mensajero

108
MENSAJERO: Oye, el patrón mandó llamar la chica aquella… aquella que encabezó la huelga el
año pasado.

JUAN: Sí, ya lo sospechaba… me pareció oír ayer que se lo encargaba al mayordomo… ¡Qué
tramará!

MENSAJERO: ¡Bah!, lo que siempre piensan estos futres, este patrón anda siempre espiando a
las chiquillas más bonitas, no es nada de leso…

JUAN: Eso no es nada, lo triste es que haya obreras que estiman una gloria o una honra que un
patrón las ultraje, puesto que en toda pretensión seductora no hay más que un ultraje
para la dignidad de las obreras. (Mira hacia la puerta de la derecha como observando
su interior y vuelve al centro de la escena.)

MENSAJERO: (Señalando la pieza.) Qué te parece la habitación que tiene al lado del escritorio.
(se sienten pasos por el foro y los dos salen rápidamente por la izquierda.)

Escena III

Burgués, luego Juan

BURGUÉS: la vida es un camino trágico, lleno de accidentes. Tan prepotentes que nos sentimos
porque somos ricos y sin embargo nos humillamos ante algunas obreras que provocan
nuestro sensualismo. Vamos a ver cómo ha vuelto esa obrerita, Rebeldía, que me
parece simpática a pesar de su aspecto y carácter pretencioso… ¡Juan…!

JUAN: ¡Señor!

BURGUÉS: Vaya a los talleres de encajes y diga al mayordomo que envíe al escritorio a la obrera
Rebeldía.

JUAN: Bien, señor. (Vase.)

BURGUÉS: (Paseándose.) Una aventura más, en nada menoscaba nuestro poder y nuestra
autoridad. Esa muchacha vive en la miseria. Bien puede aceptar el dinero que le
ofrezca. ¿Acaso muchas no lo aceptan…? Al fin y al cabo, el pudor y la dignidad son
invenciones torpes que no dan alimentos ni vestuarios… (Se sienta y hojea papeles.)

JUAN: (Desde la puerta.) Cumplido su encargo, señor. Ya viene. (Hará un gesto malicioso.)

BURGUÉS: Bueno.

Escena IV

Dichos y Rebeldía que aparece por el foro

BURGUÉS: Pase usted, señorita.

REBELDÍA: (Avanza tímidamente, viste delantal blanco y lleva tijeras colgando de un cordón.)

BURGUÉS: (A Juan.) Vete y volverás cuando te llame. (A Rebeldía) Siéntese, señorita. (Se
sienta.) Usted recordará que fue despedida de aquí a raíz de la última huelga y porque
usted no quiso aceptar las condiciones que yo le ofrecía.

REBELDÍA: Sí, señor. Sí lo recuerdo. (Con tono serio y firme.)

109
BURGUÉS: He dado órdenes para que se la vuelva a ocupar en la fábrica, ahora que tenemos
bastante trabajo, para demostrarle a usted que me intereso por su situación y estaría
dispuesto a pagarle una tarifa superior a las que ganan las demás obreras.

REBELDÍA: Bien, señor, se lo agradezco.

BURGUÉS: Sí, yo haré distinción, siempre que usted se considere aquí, no una simple obrera, u
abandonando su antigua terquedad, sea amiga mía…

REBELDÍA: (Airada.) No comprendo en donde pueden estar mis méritos para merecer esa
distinción.

BURGUÉS: En su competencia y en sus simpatías.

JUAN: (Apareciendo de sorpresa.) ¿Llamaba señor?

BURGUÉS: (Incómodo.) No, hombre, váyase no más…

JUAN: Bien señor. (Al retirarse hace gestos maliciosos.)

REBELDÍA: En el taller conozco obreras más competentes y antiguas que yo, que ganan un
ridículo jornal, ¿por qué no obra en justicia con ellas? Y en cuanto a mis simpatías no
las veo. Una obrera machucada por un trabajo abrumador y extenuante, bien pocas
simpatías puede conservar…

BURGUÉS: (Abandonando su asiente y con ademán protector se acerca a Rebeldía.) Pues


amiguita, la verdad es que yo me siento inclinado a distinguirla, porque usted me inspira
una verdadera simpatía.

REBELDÍA: (Que se ha puesto de pie.) Señor, discúlpeme usted, pero he de decirle que
agradezco todos sus simpáticos sentimientos hacia mi persona, que rehúso y le advierto
que en esas condiciones no me avengo a trabajar en su casa.

BURGUÉS: Rebeldía, he sabido que usted tiene ahora a su madre muy enferma…

REBELDÍA: Y usted aprovecha esta situación… (Indignada.)

BURGUÉS: No, no me quiero aprovechar…

REBELDÍA: Eso es infame, eso es indigno…

BURGUÉS: No se altere así niña, solo he querido… probarle mi cariño, ofreciéndola una ayuda
en esa situación…

REBELDÍA: …para provocar en mí una forzosa gratitud. No acepto eso.

BURGUÉS: ¿Podría usted explicarme la razón de su negativa?

REBELDÍA: Porque lo único que usted en buena cuenta pretende es tener una querida más, que
usará mientras dure esa simpatía, que en usted es pasajera. Porque yo no quiero ser
madre de un niño cuyo padre le despreciaría o lo protegiera en forma humillante. Por
eso, especialmente, no debo de aceptar lo que usted me ofrece venalmente, tras un
mezquino interés. Su conducta es inaceptable.

BURGUÉS: Es usted muy terca y rehúsa su felicidad.

JUAN: (Apareciendo sorpresivamente con aire malicioso.) Señor…

110
BURGUÉS: (Rabioso.) ¿No le he dicho que no venga a meterse aquí…? ¿Qué quiere ahora…?

JUAN: Ahí está el caballero del Bando, señor…

BURGUÉS: (Exasperado.) Dígale que no estoy hasta mañana y no vuelva a venir sin que lo llame.
(Sale Juan.)

REBELDÍA: No señor, no rehúso a mi felicidad, ni soy terca, es que las pobres no debemos ser
siempre carne escogida para apetitos innobles… ¿Por qué no buscan ustedes entre su
misma clase esos apetitos…? ¿Por qué cuidan la carne de la burguesía?

BURGUÉS: Le repito amiguita que no sea usted terca… Si usted acepta mi cariño, tendrá todo lo
que apetece en su hogar.

REBELDÍA: Pero manchado por el impudor y la venalidad.

BURGUÉS: No veo la razón por qué usted juzga así las cosas.

REBELDÍA: Si yo no siento amor por usted. Al satisfacer sus deseos, no haría otra cosa que
venderme, que caer en brazos de la corrupción.

BURGUÉS: Le he ofrecido a usted buenamente y con cariño toda su felicidad, y usted no la quiere
aceptar…

REBELDÍA: ¿Me amenaza usted ahora…? Cuidado, señor…

BURGUÉS: No, yo no la amenazo. Pero si yo puedo conquistarla.

REBELDÍA: Señor, hemos terminado. Me retiro (Con entereza.)

BURGUÉS: No saldrás, Rebeldía, primero serás mía…

REBELDÍA: Eso, jamás… Eres un cobarde y un miserable, como casi todos los de tu clase,
cuando recurres a abusar en esta forma. Cuando me preparas una celada cobarde. Soy
mujer, pero tengo un alma poderosa. Déjame salir o gritaré y me defenderé.

BURGUÉS: (Suplicando.) Quiero que seas mía. Te daré una fortuna…

REBELDÍA: Eres un indigno. Tanto, que me das asco. (Intenta salir. Mira a todos lados con aire
resuelto e inteligente.)

BURGUÉS: (Deteniéndole.) Te he suplicado. No quieres por la buena… Ahora bien. (Pretende


tomarla, pero se le escabulle. Se lucha. La toma por la fuerza y la conduce hasta la
derecha, forcejeando. Mientras la conduce ¿en la lucha se verá la mano de Rebeldía
que recoge la tijera por el cordón y la prepara para clavarla. Casi al entrar a la pieza la
clavara en el corazón. El Burgués cae gritando.)

Escena V

Aparecen precipitadamente Juan y el Mensajero, sale Juan corriendo para llamar a la


policía, después de mirar asombrado la escena.

REBELDÍA: (Mirando el cadáver y sus manos.) Qué felicidad… si no lo hago así… pobre de mí…
esa bestia feroz (señalando al cadáver) ensoberbecida con la riqueza explotada a los
pobres, habría saciado brutalmente sus apetitos… Las gentes me habrían despreciado,

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considerándome culpable, nunca inocente. Ahora los jueces, sus aliados, se vengarán
de mí…

MENSAJERO: (Pausa. Mirando al cadáver.) Lo que yo decía… Ah, la pagaste canalla… Bien
dicen, tanto va el cántaro al agua que al fin queda sin orejas… Tanta niña inocente o
depravada que cayó en tus manos voraces, que al fin caíste en manos de una valiente
muchacha… Ahora, pobrecita tú… (Sale triste.)

REBELDÍA: venga lo que venga. (Pausa.) No había otro camino. Así se presentó el destino. ¿Iba
a dejarme ultrajar? ¡Iba a vacilar siquiera ante fuerzas superiores? (Vuelve a mirar al
cadáver.) Yo no te he muerto… Yo no he querido matarte… Fuiste tú. Tú mismo eres el
autor de tu muerte…. ¡Ah, horrible vida de hoy! (Desesperada.)

Escena VI

La misma y Juan que entra con la policía.

JUAN: Esta es. (Señalándola.) Todavía está ensangrentada.

POLICÍA: Vamos a la cárcel. (Amarrándola.)

REBELDÍA: Sí, sangre de ladrones de honras, sangre de sanguijuelas explotadoras.

POLICÍA: Eso se lo dirá al juez. ¡Vaya qué niñita…!

REBELDÍA: Sangre de burladores de pobres obreras.

POLICÍA: Vamos, menos declamación. ¡Qué aniñada es!

JUAN: Pobre niña, y que uno tenga que servir poco menos que de verdugo…

REBELDÍA: ¡Oh madre mía, madre mía, sólo por ti lo siento! ¡Ah, aprieta, verdugo… esbirro…
aprieta bien…!

POLICÍA: Callarse… Mata al patrón y todavía no se calla… (Concluye de amarrarle las manos
por detrás.)

REBELDÍA: ¡Pobres y miserables instrumentos, mercenarios de la clase rica…!

POLICÍA: Le digo que se calle. (Saca un pañuelo para amordazarla.)

REBELDÍA: Vaya, ahora tampoco se puede hablar… sicarios, viles instrume… (Es interrumpida
por la mordaza.)

POLICÍA: (Amordazándola.) Bueno, para que se vaya calladita. Vamos andando. (Se la llevan.
Rebeldía mira nuevamente el cadáver antes de salir. Salida lenta.)

TELÓN LENTO

TERCER CUADRO

Sala de prisión

Escena I

Rebeldía en la celda cerrada

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REBELDÍA: (Al levantarse el telón, termina de llorar, enjuga las lágrimas y alza la cabeza con aire
gentil.) Basta de abatimiento… ¿Por qué llorar? ¿Acaso la libertad me ofrece una vida
superior a la que puedo llevar en prisión…? No tengo, tal vez, fuera de aquí ningún
atractivo. Mi madre, ¡ah mi pobre madre!... ¡Quién sabe si vivirá… ha de ignorar que su
hija está en una prisión, o habrá muerto ya… Mejor… así al menos ya no sufrirá tanto!
Ah…, esta celda… Qué mejor habitación para las que defienden su dignidad, su
voluntad, como permiten sus débiles fuerzas… (Se abre la puerta del foro y aparece la
Carcelera.)

Escena II

Dichos y la Carcelera, que puede ser una monja

REBELDÍA: ¿Me trae alguna noticia?

CARCELERA: Sí, algo bueno… Sé que esta tarde vendrán a tomarle declaración. Sería bueno
que usted de alguna manera viera modo de negar este crimen que ha cometido.

REBELDÍA: ¡Crimen…! Defenderse. ¿llaman crimen?

CARCELERA: Es decir… digo yo… sería mejor ocultar la verdad…

REBELDÍA: No, de ningún modo. Yo no tengo por qué negar nada. Al contrario, deseo que mi
acción sirva de ejemplo para que las muchachas sepan defenderse de las sucias
acechanzas de los burgueses.

CARCELERA: Bueno, aquí viene ya el juez. Usted verá cómo se defiende.

REBELDÍA: De nada tengo que defenderme. Si porque yo me he defendido de una infamia se


me dejará encerrada aquí, que se cumplan los dictados de la mal llamada justicia. Algún
día la humanidad sabrá corregir sus defectos…

Escena III

Dichos, Juez, Secretario y Guardias

JUEZ: (A Rebeldía.) ¿Usted es la autora de la muerte de don Hermenegildo Piedrabuena,


propietario del gran establecimiento industrial Encajes y Bordados?

REBELDÍA: No lo sé, señor. Lo que recuerdo es que cuando el caballero ese me tomó en brazos,
abusando de sus fuerzas superiores a las mías, para conducirme a un dormitorio que
tiene al lado del escritorio, yo me acordé que llevaba mis tijeras de trabajo colgadas de
mi cintura. Las tomé y se las clavé… no sé dónde, para librarme de la infamia que él
iba a cometer conmigo. Después que le clavé las tijeras, cayó… dentro ya de su pieza-
dormitorio. Después yo volví al escritorio y luego la policía me arrestó.

JUEZ: ¿Y hubo testigos de este hecho?

REBELDÍA: Ninguno que yo sepa.

JUEZ: Entonces, ¿quién llamó a la policía?

REBELDÍA: Seguramente los mozos cuando el burgués gritó, herido ya, pidiendo auxilio el muy
cobarde.

JUEZ: ¿Nada más tiene que decir?

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REBELDÍA: Nada más. (Se van el Juez y demás.)

Escena IV

Rebeldía, Carcelera y Luzmira

CARCELERA: (A Rebeldía.) Aquí viene su hermana a conversar con usted. Tiene un cuarto de
hora de permiso.

LUZMIRA: (Entra llorando.) Hermana mía… (Se abrazan y lloran un momento. Le trae un ramo
de flores.)

REBELDÍA: No me digas nada. Ya lo comprendo todo. Nuestra madre ha muerto. Yo en el


presidio. Tú sola y sin trabajo, entregada a tus angustias. Esta es la hermosa vida que
Dios ha creado, ¿puedes creer con fe en todo eso…? Dime algo de los últimos
momentos de nuestra pobre madre.

LUZMIRA: Murió muy excitada. Te llamaba a gritos, como si hubiera presentido tu desgracia. No
se ha dado cuenta de tu ausencia tan larga tan inconsciente estuvo los tres días ente
tu prisión y su muerte.

REBELDÍA: ¡Pobre madre mía!

Escena V

Los mismos, Juez, Carcelera, etc.

JUEZ: El Tribunal ha fallado en el sumario por asesinato de don Hermenegildo Piedrabuena, que
se condena a la reo Rebeldía Clarosol a sufrir pena de diez años de prisión (Se van.)

(Rebeldía y su Luzmira se abrazan y lloran un momento.)

REBELDÍA: No te aflijas hermana, tengo veinte años, saldré de treinta, si| conservo la vida y la
salud en estos sepulcros para vivos. Yo volveré a la libertad a luchar con más ardor por
la perfección de la humanidad.

LUZMIRA: Mientras tanto, yo aprovecharé mi libertad y trabajaré por ti y por mí en la sublime obra
de la liberación de los oprimidos. Ahora comprendo mejor que antes, cuán necesario es
dar todo nuestro entusiasmo a la obra de la redención humana. Ahora comprendo que
todo el tiempo que le dediquemos será siempre poco. Tenías razón, hermana, en ser
tan apasionada. La pobre humanidad dolorosa necesita ayuda. Esta desgracia,
hermana, me ha hecho abrir los ojos. Ahora, más que tu hermana, seré tu aliada en la
lucha por el bien.

CARCELERA: El señor Capellán viene a hacer la visita reglamentaria.

CURA: Hija, hay que tener conformidad ante las desgracias de la vida.

LUZMIRA: ¿Esa es la voluntad de Dios? Ya comprendo ahora quiénes son ustedes.

REBELDÍA: ¿Esa es la justicia de Dios de que ustedes hablan?

CURA: Dios no puede estar en todos los actos, puesto que da a cada cual sus sentidos.

REBELDÍA: Eso no es exacto. Cuando a ustedes les conviene Dios lo ve y prevé todo y está en
todas partes y cuando no les conviene, Dios no puede estar en todo.

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CURA: Hijas mías, no sean ustedes tan rebeldes. Cuando la desgracia nos persigue es cuando
mejor nos debemos entregar en brazos de Dios. (A Rebeldía.) Yo vengo a ofrecerles
mis servicios religiosos en estos momentos de angustia para usted.

REBELDÍA: Yo no los necesito. Mi dolor me lo sé curar yo misma. Me lo acabo de curar con el


cariño de mi hermana. No necesito, pues, de sus servicios.

LUZMIRA: Sus servicios en ningún caso le devolverían la libertad. Según usted, Dios ve y sabe
que mi hermana no debe estar aquí, sino libre y en su hogar, pero la voluntad de los
jueces, que por lo que se ve es más poderosa que de su Dios, quiere que mi hermana
viva encerrada aquí y la gran justicia de su Dios nada puede contra la injusticia terrena.

REBELDÍA: (Al Cura, burlonamente.) ¿Qué dice usted?

CURA: Dios sabe lo que hace.

LUZMIRA: Ese es un refrán tonto y viejo.

REBELDÍA: Digno para callar ignorantes.

CURA: Esa es la verdad.

LUZMIRA: Esa verdad ha producido sólo desgracias humanas.

REBELDÍA: Y crímenes horribles.

CURA: La justicia de Dios es suprema y llega a su tiempo.

REBELDÍA: Bueno, señor, mejor emplearía usted su tiempo conversando con su Dios que
conmigo.

CURA: Hija, haga un esfuerzo…

REBELDÍA: No, ninguno.

LUZMIRA: ¿No le parece bastante el dolor de mi hermana para que usted se lo aumente más?

CURA: Pues, porque sufre quería ofrecerle el consuelo de Dios.

LUZMIRA: El consuelo sería que la justicia brillara sobre la tierra.

REBELDÍA: Soy más feliz sin ese consuelo.

CURA: Entonces las dejaré a ustedes obstinadas en su error, pero rogaré a Dios por ustedes (Se
va persignándose y besando un Cristo.)

REBELDÍA y LUZMIRA: (Sonrientes.) Ruegue no más… ruegue… ruegue…

CARCELERA: Ha terminado la visita.

LUZMIRA: Vendré todas las semanas a verte. (Abrazándola.) Procura no entristecerte. Siempre
te traeré flores, y todos tus buenos amigos te recordarán siempre y te amaremos mucho.
Seré digna hermana tuya.

REBELDÍA: Gracias, hermana. ¡El cariño de ustedes me conservará valiente y fresca en esta
tumba hecha por la inteligencia humana!

Escena VIII

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Rebeldía sola, después la Carcelera

REBELDÍA: Cúmplase la injusticia humana… Madre… Tú y yo encontramos una tumba, aunque


diferentes; cuando más deseaba la vida libre. (Hojea un libro.) … Cuántos viven así…
Pobre humanidad que aún no sabes ser feliz… (La carcelera aparece para cerrar la
puerta, con mirada triste.)

REBELDÍA: (Mirando hacia la puerta que se acaba de cerrar) Cuántos inocentes vivirán
enterrados vivos, así como ahora me ha tocado el turno a mí… Cuántos criminales
irresponsables, sufrirán en las prisiones… ¡Ah… indiferencia humana, despierta por
fin…! Interésate por la suerte ajena. Vivir en la indiferencia no es digno del ser
humano… (Con valentía.) El mundo será bueno un día. ¡Nunca lo he dudado! El
maximalismo lo hará bueno. La clase obrera unida le dará el bienestar. Entonces no
habrá tumbas de esta clase. ¡Viva el porvenir de la civilización! ¡Viva el maximalismo!

Durante estas últimas expresiones cae el

TELÓN LENTO

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