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Universidad Nacional de La Plata

Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación

Departamento de Letras.

Tesina de licenciatura.

La interrupción como teoría de la literatura

Una aproximación

Alumno: Federico Gabriel Cortés

96698/7

Director: Miguel Ángel Dalmaroni

1
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN------------------------------------------------------------------------------------- 3

1. Ontología y lenguaje: Badiou, Blanchot y de Man--------------------------------------------- 6

2. La teoría de la interrupción de Maurice Blanchot--------------------------------------------- 17

3. Literatura y lenguaje ------------------------------------------------------------------------------


23

3.1 La concepción blanchotiana del lenguaje a partir de tres ensayos

3.2 Lenguaje y retórica en de Man: la ironía como resistencia a la lectura

4. La interrupción como modo de lectura -------------------------------------------------------- 49

4.1 La lectura en Blanchot

4.2 La lectura retórica como excusa: Paul de Man

4.3 Lectura como acontecimiento en Badiou

5. Usos de la teoría literaria de Blanchot: notas para un estado de la cuestión--------------- 81

CONCLUSIONES ----------------------------------------------------------------------------------- 88

BIBLIOGRAFÍA

Bibliografía secundaria

2
Introducción

Vincular las teorías o, en general, los escritos de tres firmas que –con complejas y

estrechas raíces en la filosofía- se ocupan de lenguaje y literatura, presenta no pocas

dificultades. Como esperamos mostrar, esta vinculación se puede justificar en la lectura

misma de los diferentes textos de estos filósofos, especialmente en aquellos donde

desarrollan sus ideas acerca de la literatura, la escritura y el lenguaje. Esta tesina se propone

identificar tanto la influencia de la teoría literaria de Maurice Blanchot en las teorías de

Alain Badiou y Paul de Man como las familiaridades y proximidades entre ellas; esos

parentescos nos permitirían delimitar un corpus teórico que nuclee a estos tres escritores.

La noción blanchotiana de la “interrupción” funciona como una suerte de hilo conductor

que permite justificar el corpus como si procediese del mismo grupo teórico o lo

conformase, lo cual también nos posibilitaría construir una herramienta crítica, una figura

para leer basada en dicha noción, que contemple los aportes de los tres teóricos con los que

trabajamos. Lo que se busca es afianzar la noción de interrupción como figura teórica,

como operador de lectura, y como categoría metodológica para analizar no sólo literatura,

sino buena parte de la teoría literaria. Y a la vez, poner de relevancia la vigencia y la

eventual productividad crítica que esta teoría mantiene, creemos, en el presente y para la

ocurrencia presente de pensamiento crítico.

Una manera de comenzar a construir un grupo teórico que contenga a Badiou,

Blanchot y de Man consistiría en establecer la figura de una firma o la impronta de una

lectura que, repetidamente, aparece en los textos que trabajaremos como parte de un linaje

necesario, funcionando como cita y también como autorización del propio texto. Aunque

recurrente, esta presencia no será en ningún modo equivalente o pareja en cada uno de

3
ellos, pero es lo suficientemente fuerte y explícita como para definirla como tal. Estamos

haciendo referencia a Nietzsche, y en especial al joven Nietzsche que escribe El origen de

la tragedia (Nietzsche 2009). De este trabajo interesa, para los fines planteados, la conocida

y ajetreada distinción entre lo apolíneo y lo dionisiaco: como es sabido, a Apolo, dios del

sol, la luz, el orden, la racionalidad, ligado al principio de individuación, se le opone

Dionisio, el dios del vino, la embriaguez y el exceso. Dionisio nos introduce al aspecto de

la realidad donde la individuación apolínea se desvanece, donde el orden se resquebraja. Lo

importante, nos dice Nietzsche, es que estas dos fuerzas vitales coexistieron de forma

armónica en la Grecia anterior a Sócrates y Platón a partir del género de la tragedia. Gracias

a ella, se mantenían visibles las dos versiones del mundo.

Sin embargo, el triunfo del logos, la razón, el orden y la unidad conseguido en gran

medida por la influencia de los mencionados Sócrates y Platón, trajo consigo la

valorización y supremacía de la figura de Apolo en desmedro de Dionisio. Es sabido que

Nietzsche realiza y pregona una suerte de rescate de este dios conscientemente abandonado

junto con todo lo que Dionisio representa como filosofía, como forma de ver la vida. En

relación con esto, el mundo griego previo a Sócrates es revalorizado por Nietzsche por

haber sido capaz de mantener las dos versiones del mundo. Mientras que, por el otro lado,

el triunfo del orden apolíneo aparejó la censura de los valores dionisiacos.

Debemos repetir que la influencia de Nietzsche en Badiou, Blanchot y de Man es

despareja, ya que actúa sobre niveles diferentes, y se irá explicitando en el transcurso del

desarrollo de los ejes propuestos anteriormente. Lo importante es que, ya bien en muchos o

en varios de esos niveles, su influencia será decisiva a la hora de tejer relaciones entre los

tres autores que estamos estudiando. Para analizarlos, proponemos la siguiente serie de

4
conceptos: anti-totalismo, discontinuidad e interrupción, que serán desarrollados a

continuación.

5
1. Lenguaje y ontología

En la filosofía de Alain Badiou ocupa un lugar preponderante su toma de posición

ontológica. Se trata un quiebre respecto de la ontología tradicional que fue posible, en gran

medida, gracias al punto y aparte que representó Nietzsche en la historia de la filosofía.

Para Badiou, el ser es múltiple e inconsistente, siendo lo múltiple el rasgo característico de

lo que se presenta como existente. Esta ontología es diametralmente opuesta a la adoptada

en occidente desde Platón en adelante (aunque Badiou se declare seguidor de Platón y, a su

manera, lo explique muchas veces), debido al privilegio que constantemente se le otorgó a

lo Uno y al Todo en los distintos niveles del pensamiento. Desde esta perspectiva, lo

múltiple en sí ocupó el lugar de lo indeterminado, de lo impensable, de lo que

necesariamente se debía estructurar mediante lo Uno para poder ser aprehendido.

La teoría de Badiou, en este sentido, se puede considerar como anti-totalista porque

descarta cualquier posibilidad de que exista algo así como lo que tradicionalmente se

concebía como (el) Todo, lo cual estaría justificado matemáticamente por la inexistencia de

un conjunto que abarque todos los conjuntos. Entonces, podemos ver que el primer paso

que realiza Badiou consiste en sostener que el Todo no es posible y que lo Uno es una

operación que estructura lo que “hay” (pero la naturaleza del “hay”, tal como ya se dijo,

esencialmente múltiple). Para explicar esto Badiou se sirve de su conocido ejemplo del

árbol: si uno subdivide el árbol, infinitamente, hasta desagregar cada una de sus partículas,

no se llega a algo como Una partícula de árbol. No hay ninguna unidad de árbol, sólo

quedan “multiplicidad de multiplicidades”: “Al final no nos encontramos con lo Uno sino

con el vacío. Este árbol es un trenzado particular de multiplicidades tejidas solo de vacío”

6
(Badiou 2010: 35-36). En relación con esto, y para empezar a notar el uso de la palabra o la

presencia de la noción de “interrupción” en estas teorías, nos dice Badiou:

Reafirmando la actualidad integral del Ser como pura dispersión múltiple, yo


planteaba que la inmanencia excluía a mis ojos, el Todo, y que el único punto de
interrupción del múltiple de múltiples, sólo puede ser el múltiple de nada: el
conjunto vacío. (2008: 69).

El presupuesto filosófico de Badiou, de extrema importancia para nuestros fines, es que lo

real es discontinuo o, como él mismo dice, que “sólo hay múltiples procedimientos de

verdad, múltiples secuencias creativas, y nada que disponga entre ellos una continuidad.”

(2005: 141).

Por lo mismo, interesa hacer hincapié en la teoría del acontecimiento de Badiou, ya

que en ella es posible encontrar distintos puntos de contacto con Maurice Blanchot; en

especial, en todo aquello que permite caracterizar de “discontinuista” su teoría del

acontecimiento. Volviendo a las primeras distinciones ontológicas acerca de la relación

entre lo Uno y lo Múltiple, la noción de “estado de la situación” nos es útil ya que permite

profundizar en la naturaleza de dicha relación. Como dijimos, lo Uno en Badiou no es más

que una operación que estructura lo que “hay”, siempre entendido en tanto múltiple. En este

sentido, se denomina “situación” a la presentación estructurada de ese “hay” que, por tanto,

se afirma como completa porque aquello que se presenta es tenido como una totalidad. Lo

que entra en la “situación” es lo que existe, lo que está habilitado para existir.

Sin embargo, dentro de este marco, también ocupa un lugar central el elemento que

queda afuera de la situación: Badiou denomina “vacío” a lo que la situación falla en

identificar como parte ella, funcionando como un “limite interior” inasimilable. Este vacío

es lo invisible, lo que la situación no puede presentar, y es el elemento que impulsa una

7
segunda cuenta denominada “Estado de la situación” que, aplicada sobre la primera cuenta,

intenta que nada quede fuera de ella. El “estado de la situación”, al ser de carácter

reflexivo, funciona como una metaestructura que se caracteriza por intentar recuperar y,

por sobre todo, controlar el Vacío de la primera cuenta. Una vez (re)afirmado el estado de la

situación, todo lo que es en esencia múltiple queda identificado con lo Uno, volviéndose

predecible y, por tanto, manejable.

Así, un punto importante de la teoría de Badiou es la relación que se establece entre

presentación y representación o, lo que es lo mismo, entre situación y estado de la

situación. Esta relación es clave ya que le permite a Badiou introducir la noción de

Acontecimiento y nos habilita a considerarla como una relación discontinua. No sólo

porque se trata de una no equivalencia entre las dos entidades nombradas, sino también

porque esa no equivalencia es el factor central que posibilita la irrupción de un

Acontecimiento. Existe una suerte de “distancia” entre presentación y representación que

varía constantemente debido a ese desfasaje entre situación y estado de la situación; Badiou

denomina a esta diferencia “exceso”.

Es posible notar que la filosofía de Badiou, además de ocuparse de la multiplicidad,

se ocupa específicamente de lo diferente, ya que utiliza esta categoría como punto de

partida en El ser y el acontecimiento para analizar las tres relaciones que se pueden

establecer entre presentación y representación: una multiplicidad puede estar presente en la

situación y en el estado de la situación (se denomina a este estado “normalidad”); puede

estar en el estado de la situación pero no en la situación (“excrecencia”) o viceversa (este

último estado sería el de “singularidad”). El estado de singularidad ocurre cuando algún

elemento, alguna multiplicidad presentada en la situación, no puede ser representada. A

8
partir de este desfasaje es factible que surja algo diferente de lo normal (entendiendo lo

normal como todo aquello que se ubica dentro de los límites del estado de la situación),

razón por la cual se erige como “sitio de acontecimiento”. La novedad que supone el

acontecimiento no puede identificarse con ningún otro elemento comprendido dentro del

estado de la situación, es un elemento singular e irreductible con respecto a lo dado. De esta

forma, podemos ver que el vacío de toda situación no es sino el centro de ella misma: es

nominado por el acontecimiento que funciona como verdadero punto de ruptura con

respecto a todo lo constituido previamente a su surgimiento. La importancia del

acontecimiento radica en el hecho de que su irrupción trastoca las leyes de lo dado hasta ese

preciso momento y, además, en que puede fundar un nuevo estado de la situación.

Badiou ejemplifica la lógica del acontecimiento a partir del caso de Galileo, en

especial, del impacto que significó su teoría para la cosmovisión aristotélica dominante de

aquel entonces. Resulta interesante notar que Badiou caracteriza a Galileo como una “voz

disonante” que interrumpe el saber establecido hasta ese momento. Por tanto, cuando esto

ocurre, es factible que tenga lugar lo que hasta ese momento era lisa y llanamente

imposible.1 Lo que sube a escena cuando el acontecimiento tiene lugar es el ser múltiple e

inconsistente, todavía no asimilado por la acción estructurante de lo Uno. Lo múltiple, en

este punto, se resiste a la lógica de lo dado, poniendo “a la lengua en un punto muerto”

(Badiou 1990: 50), en un estado de detención e incertidumbre con respecto a todo lo que se

sabía hasta ese momento. Surge una nueva lengua, donde la ley de la razón se ve detenida,

transformándose incluso hasta en la voz disonante de la locura.

1
Más adelante veremos en Blanchot un razonamiento muy emparentado con Badiou, especialmente en torno a
la relación entre lo posible y lo imposible.

9
Dentro de la teoría del acontecimiento de Badiou, se reconocen cuatro

procedimientos genéricos de producción de verdades: la ciencia (el matema), la política, el

arte (poema) y el amor. Badiou entiende la categoría filosófica de “Verdad” como la síntesis

del momento que interrumpió la normalidad del estado de la situación: cuando un

acontecimiento surge genera una verdad que funciona como una suerte de cicatriz o

vestigio de lo que aconteció, y se presenta como una ruptura respecto de la continuidad de

lo que existe. Es verdaderamente notable el lugar que se le otorga a la interrupción y a la

discontinuidad, tanto que Badiou propone pensar a la Verdad en tanto interrupción. En el

momento de la verdad, el tiempo pierde su sentido y se detiene; en el orden de la verdad el

tiempo cae en la eternidad comprendida en un instante y, al alejarse de una de las

dimensiones del lenguaje más importantes, la verdad se establece como translingüística y,

también, como transtemporal: “somos realmente contemporáneos de Arquímedes y Newton

[…] pensamos con ellos, en ellos, sin la menor necesidad de síntesis temporal.” (2002B:

88). La lógica de la relación entre Acontecimiento y Verdad en Badiou no puede, entonces,

pensarse por fuera de la lógica que supone la interrupción: “Una verdad es siempre el

fracaso de un tiempo, como una revolución es la clausura de una época. Para mí resulta

esencial pensar entonces la verdad, no como tiempo, o como ser intemporal, sino como

interrupción.” (2002B: 93). Entonces, podemos ver que Badiou mide el impacto de las

verdades en relación al tiempo (se dice en forma recurrente que las verdades funcionan

como una “abolición del tiempo”, situándolas del lado de lo «eterno») pero, también, es

necesario hacer hincapié en la relación que se establece entre una verdad y el saber: “una

verdad no es un sentido, sino más bien un agujero en el sentido […] la verdad pone al saber

en falta.” (2002B: 91-94). La concepción del Acontecimiento y la Verdad como doble

interrupción -por un lado detiene el tiempo y por el otro socava el saber- puede pensarse,

10
tal como lo mostraremos más adelante, como una clara presencia de Blanchot, de una

lectura de Blanchot, en la teoría de Alain Badiou.

Sin embargo, para que el acontecimiento termine por perpetuarse, es necesaria la

existencia de un sujeto que decida si eso que ocurre es verdaderamente un acontecimiento,

y que le sea fiel en caso de que lo sea. Que el sujeto sea fiel a un acontecimiento significa

que debe moverse en su mundo, en su realidad, siempre desde la nueva óptica que le

proveyó dicho acontecimiento. El sujeto debe pensar el mundo teniendo en cuenta que ese

acontecimiento, antes ausente e imposible, ahora existe. En otras palabras, el desafío

consiste en ser consciente que de lo imposible ha tenido lugar para que pueda pasar a

formar parte de lo posible.

A partir del libro Beckett, el infatigable deseo podemos completar este esbozo de la

teoría del acontecimiento de Badiou enfocándonos en una zona privilegiada del desarrollo

de sus ideas a propósito de la literatura; prestaremos especial atención el apartado donde se

analiza el tan citado escrito “Mal visto mal dicho” de Samuel Beckett. Del mismo, Badiou

plantea que todo acontecimiento supone un “mal visto” porque funciona como una ruptura

de las leyes del aparecer, de lo que se puede ver. Si se percibe algo totalmente diferente a lo

conocido, es necesaria “una nominación desconocida” que se aleje de las normas de la

lengua, a fin de constituirse como una pura invención verbal que será siempre un “mal

dicho” teniendo en cuenta las expectativas de las leyes dadas del lenguaje hasta ese

momento. Esto implica que, como las significaciones establecidas se ven abruptamente

interrumpidas, la nominación del acontecimiento se sustrae a las leyes del lenguaje. La

esperanza del sujeto de dar con una verdad es lo que, según Badiou, lo mueve a intentar dar

con un nombre: “ese nombre es una composición poética (un mal decir), una sorpresa en la

11
lengua, en concordancia con la sorpresa, con lo repentino del acontecimiento (un mal ver).”

(2007: 40). No obstante, una vez que el nombre ha sido inventado, éste comienza a

controlar toda la multiplicidad indeterminada inherente al acontecimiento, haciendo que

“palidezca” y, posteriormente, desaparezca en el nuevo estado de la situación que se ha

formado.

Antes de pasar a Blanchot, es conveniente advertir, a los fines de nuestro trabajo,

que nos estamos ocupando de una tradición filosófica en la que nombres como el de

Bachelard en los años de 1930, Althusser y Foucault desde 1960, entre otros, han logrado

legitimar un discurso basado en una matriz de pensamiento claramente discontinuista. En

sintonía con esta línea podemos analizar el primer capítulo de La conversación infinita

titulado “El pensamiento y la exigencia de la discontinuidad”, en el cual Blanchot sienta

las bases sobre las cuales edificará el desarrollo del libro entero. El primer deslinde que se

realiza en torno a la noción de pensamiento, consiste en afirmar que con Sócrates, Platón y

Aristóteles, la enseñanza es un equivalente de la filosofía misma. Es a partir de esto que se

propone interrogar las formas de relación entre la enseñanza y la filosofía.

Si enseñar es hablar, la estructura de ese tipo específico de habla corresponde a la

relación desigual entre el maestro y el discípulo. Habría, en esa relación comunicativa

mayoritariamente oral, una “cierta anomalía que afecta a lo que puede llamarse

(absteniéndose de todo sentido realista): el espacio interrelacional […] El maestro

representa una región absolutamente distinta del espacio y el tiempo” (Blanchot 2008: 4).

La idea clave que se deduce de aquí radica en pensar que entre una entidad A (pongamos, el

maestro) y una entidad B (el discípulo) existe “una separación y algo así como un abismo,

separación que desde ahora va a ser la medida de todas las demás distancias y todos los

12
demás tiempos” (2008: 4). Entre los dos se da lo que Blanchot denomina una relación de

infinidad2, que se caracteriza por suponer una suerte de distancia infinita entre A y B, entre

el maestro y su discípulo, que terminará por imposibilitar el desarrollo del saber. Lo que

ocurre es que todo lo que el maestro enseña queda determinado por lo “desconocido

indeterminable que él representa" (2008: 5), desconocido que deviene de la distancia

infinita entre A y B. Esta disimetría en el campo de relaciones significa un problema ante el

cual se nos ofrecen dos soluciones opuestas: por un lado tenemos un lenguaje lineal sujeto a

la exigencia de la continuidad, y por el otro la exigencia de la discontinuidad que se

encontrará perpetuada en la literatura.

Ocurre que, según Blanchot, en la historia de la filosofía se ha priorizado el lenguaje

de la continuidad principalmente por mérito de Aristóteles. Más tarde, gracias a la

dialéctica hegeliana, la continuidad logra constituirse como “una totalidad en

movimiento”3. Hay que destacar que la dialéctica presenta una estructura similar a la

relación maestro/discípulo: “¿Qué hay entre los dos opuestos? […] el vacío del entredós, un

intervalo que siempre se ahonda […] el tercer término, el de la síntesis, va a llenar aquel

vacío y a colmar el intervalo” (2008: 6) aunque, rescata Blanchot, sin hacerlo desaparecer y

perpetuándolo como una posibilidad más. En la Universidad del siglo XIX, el habla que

enseña y que se enseña no será la del maestro/discípulo sino el habla de la “tranquila

continuidad discursiva”.

Que el lenguaje dependa de una exigencia de la continuidad debe entenderse

necesariamente desde una concepción de la realidad como continua en sí misma, donde el

2
La noción de distancia infinita es clave para nuestro trabajo, ya que nos posibilita realizar un análisis
discontinuista a la hora de relacionar dos o más entidades.
3
En este punto es importante recordar el matiz “anti-totalista” que queremos atribuirle a nuestro grupo-corpus
teórico.

13
todo y la unidad, son los dos conceptos que actúan como marco estructurante del

pensamiento racional. En este sentido, Blanchot afirma que históricamente lo continuo fue

visto como lo natural, como el carácter propio de la realidad, mientras que la discontinuidad

fue siempre culpa del error del entendimiento humano, de su forma de conocer y expresar.

La apuesta ontológico-filosófica de Blanchot consiste en proponer que si lo discontinuo es

fruto del pensamiento del hombre, también entonces la realidad podría pensarse a partir de

una exigencia de la discontinuidad en lugar de una exigencia de unidad, lo cual posibilitaría

“el anuncio de una relación muy distinta que ponga en tela de juicio el ser como

continuidad, unidad o concentración del ser […] De este modo, al interrogarnos como lo

hacíamos antes, saldríamos de la dialéctica, pero también de la ontología.”(2008: 9-10)4.

Blanchot argumenta que cuando tradicionalmente se ha pensado que:

lo real es continuo, y que sólo el conocimiento o la expresión introducirían la


discontinuidad, se olvida en primer lugar que lo continuo es sólo un modelo 5, una
forma teórica que, mediante ese olvido, se da como pura experiencia, pura
afirmación empírica. (2008: 10).

Como veremos más adelante, la lógica del “olvido” ocupa un lugar clave en la filosofía y

en la concepción del lenguaje de Blanchot, y debe entenderse necesariamente a partir del

proceso de deconstrucción de las verdades que ha inaugurado Nietzsche. Asimismo, este

concepto nos permite introducir a Paul de Man, quien también recoge las ideas de

Nietzsche para sostener su concepción retórica del lenguaje, que puede entenderse desde

una ontología discontinuista similar a la presentada en Badiou y Blanchot.

4
En este punto podemos notar una clara tentativa -nietzscheana- de apartarse completamente de los márgenes
del pensamiento racional tradicional.
5
Si lo continuo es simplemente un modelo, lo discontinuo también lo es. Por lo tanto, cuando Blanchot nos
propone pensar la realidad como discontinua, lo que pregona es abrirle el juego al pensamiento y a la escritura
para actuar desde un marco diferente al que tradicionalmente se ha tenido que circunscribir. De ningún modo
se propone a la discontinuidad como verdad absoluta e irrefutable, sólo se está buscando un cambio con
respecto a los valores tradicionales.

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En el ensayo “Retórica de tropos (Nietzsche)”, Paul de Man trabaja, principalmente,

con el texto de Nietzsche titulado “Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral”. La

operación que Nietzsche lleva a cabo consiste en desmitificar el carácter sagrado y absoluto

de las verdades que rigen la existencia, al calificarlas de meras ilusiones o metáforas que

han perdido, a raíz del olvido, su carácter ilusorio o metafórico. En relación a esto, de Man

dice:

la degradación de la metáfora hasta convertirse en significado literal no es


condenada porque sea el olvido de una verdad, sino más bien porque se olvida la
falta de verdad, la mentira que en un principio era la metáfora. Se trata de una
creencia ingenua en el significado propio de la metáfora sin tener en cuenta la
naturaleza problemática de su fundamento fáctico, referencial. (1990: 134).

En un movimiento característico de toda su obra, De Man intenta rescatar “la figuralidad

de todo lenguaje”. La forma en que de Man lee a Nietzsche en tres capítulos sucesivos de

Alegorías de la lectura nos permite pensar el lugar que ocupa la ontología en su teoría:

continuamente, por ejemplo cuando se ocupa de analizar El origen de la tragedia de

Nietzsche, de Man corre el eje de la discusión ontológico-filosófica, anulando esa

posibilidad de lectura para privilegiar un enfoque que se centre exclusivamente en el

carácter retórico del lenguaje:

Muestra, por ejemplo, que la idea de individuación, del sujeto humano como punto
de vista privilegiado, es una simple metáfora por medio de la cual el hombre se
protege a sí mismo de su carácter insignificante forzando su propia interpretación
del mundo e imponiéndola al conjunto del universo (1990: 134).

15
De Man deconstruye y, como consecuencia, suprime la pregunta por la ontología en pos de

un análisis retórico del lenguaje6, decisión que se sostiene en la premisa de que el lenguaje

es epistemológicamente más estable que cualquier conjetura que apunte a la fenomenalidad

del mundo. Si a esta postura le sumamos la afirmación del propio Blanchot de que su forma

de interrogarse por la discontinuidad lo lleva “fuera de la ontología”, y el hecho de que

Badiou arribe en El ser y el acontecimiento a la conclusión de que no hay ontología posible

por fuera de la matemática, podemos sostener que este grupo de pensadores se caracteriza

por problematizar, poner en cuestión y finalmente negar la ontología entendida en sus

términos tradicionales. En este sentido, nos interesa enfatizar el interés crítico que tiene

advertir y analizar estas familiaridades y confluencias parciales pero significativas, en

pensadores cuya singularidad innegable conviene –por supuesto– recordar también.

6
Al tratarse de El nacimiento de la tragedia de Nietzsche, se esperaría que el ensayo se ocupe, al menos
parcialmente, del problema de la ontología.

16
2. La teoría de la interrupción de Maurice Blanchot

A continuación, y en consonancia con los objetivos de este trabajo, presentamos un

primer bosquejo de la teoría blanchotiana de la interrupción. Es importante destacar que, si

bien en un principio la interrupción blanchotiana se circunscribe al diálogo, en un segundo

momento el propio Blanchot se encarga de construir el concepto de la “interrupción de ser”.

Nuestra propuesta va a consistir en retomar las diferentes nociones de interrupción en

Blanchot con el propósito de, a la vez que revisamos cierto itinerario teórico-filosófico que

se condensa en torno de la figura, construir una herramienta crítica que confluya con las

nociones de “parábasis” y “anacoluto” de De Man, con la teoría del acontecimiento de

Badiou, y con el concepto de “voz narrativa” del propio Blanchot, que serán analizadas en

el último eje.

En el capítulo VIII de La conversación infinita, Blanchot comienza interrogándose

acerca de la naturaleza de la conversación. La presuposición es que, para que el habla entre

dos personas se convierta en conversación, es indispensable que exista una pausa que

posibilite que el habla pase de un interlocutor a otro. Este silencio es visto como la parte

motriz del discurso, al punto tal que Blanchot afirma que la interrupción en la conversación

representa el enigma del lenguaje:

la interrupción es necesaria en cualquier sucesión de hablas; la intermitencia hace


posible el devenir; la discontinuidad asegura la continuidad de la escucha […]
quisiera mostrar que esta intermitencia, mediante la cual el discurso se convierte en
dialogo, es decir, en dis-curso, se presenta según dos direcciones muy diferentes.
(2008: 93)

Entonces, por un lado tenemos la pausa que estructura la conversación en tanto

posibilita el habla por turnos y, por otro lado, el segundo tipo de interrupción es “la que

17
introduce la espera que mide la distancia infinita entre dos locutores, ya no la distancia

reducible, sino la irreducible.” (2008: 95). Detengámonos aquí un momento. Podemos ver

esta tesis de Blanchot como la teorización que resulta de su postura ontológica: recordemos

que cuando caracterizábamos de discontinuista la apuesta ontológica de Blanchot, nos

basábamos en sus hipótesis ejemplificadas por medio de la relación entre el maestro y

discípulo, la cual suponía una relación de infinidad fruto de la distancia infinita entre las

dos entidades. A partir del capítulo del que nos estamos ocupando ahora, estamos en

condiciones de ampliar esta noción al afirmar que cada distancia infinita implicará,

siempre, una interrupción capaz de medirla7. Este presupuesto es de suma importancia ya

que, mediante él, seremos capaces de pensar las relaciones que se pueden establecer entre

lenguaje y mundo, entre literatura y cultura, etc. en términos de interrupción. Su eficacia

reside en que nos permite identificar las discontinuidades inherentes al discurso de la

literatura y de la teoría literaria. La lectura que Blanchot hace de Moby Dick es interesante

porque permite ver en funcionamiento este modo de leer que se caracteriza por buscar y

exhibir lo discontinuo, entendido a partir de la díada distancia infinita e interrupción,

inherente a la literatura misma. En “El secreto de Melville”, incluido en Falsos pasos,

Blanchot parte de la idea de que Moby Dick puede leerse en diferentes niveles, aunque el

intento por comprender cada uno de esos niveles se topa con el enigma que la misma

novela plantea. Los diferentes niveles de lectura son posibles “por el intervalo que mantiene

entre el libro aparente y la verdadera obra.” (Blanchot 1977: 262), distancia que habilita

que sea leída como una simple novela de aventuras. Sin embargo, nos dice Blanchot, es por

7
El concepto blanchotiano de “distancia infinita” se relaciona estrechamente con la noción de “diferencia
mínima” de Badiou tal como lo expone en El siglo para teorizar a partir de Malevich: en ambos casos el eje
está puesto en la naturaleza irreductible del enlace (distancia infinita para Blanchot, diferencia mínima para
Badiou) que une, al mismo tiempo que separa, dos entidades. La distancia/diferencia es infinita, no importa
dar cuenta de si es mínima o máxima, siempre es infinita porque siempre es fundamentalmente irreductible.

18
medio de esa misma distancia que Melville puede introducir otra perspectiva en la obra:

“Su novela está plagada de abismos, cumbres, vueltas, repliegues […] Larguísimas

disgresiones abstractas interrumpen brutalmente el curso del relato”8 (1977: 264). Con estas

interrupciones se clausura la lectura de la novela como aventura de marineros, haciendo

“del mismo naufragio, un insignificante accidente en comparación con esta cruel locura del

lenguaje, que lo dice todo y no dice nada, finalmente condenado al silencio, tras los

arrebatos de imágenes y gritos, por la propia simplicidad de su misterio.” (1977: 265).

Lo que motiva la concepción ontológica que subyace a esta tesis es el tipo de

relación que se establece cuando dos personas mantienen una conversación. En relación a

esto, Blanchot propone que hay dos grandes formas de comunicarme con el otro: la primera

tiende a la unidad, “el «Yo» quiere anexarse al otro (identificarlo consigo)” (2008: 95);

mientras que la segunda ya no se da en vistas a la unidad, porque

lo que está en juego es la extrañeza entre nosotros […] todo lo que me separa del
otro, es decir, el otro en la medida en que estoy infinitamente separado de él,
separación, fisura, intervalo, que le deja infinitamente separado de mí, pero que
pretende fundar mi relación con él en esta misma interrupción, que es una
interrupción de ser –alteridad por la cual él no es para mí […] sino lo desconocido
en su distancia infinita (2008: 95).

El prototipo de conversación en el que está pensando Blanchot consiste en un «yo» que se

comunica con un «él» (sin ser posiciones prefijadas o permanentes) de características muy

particulares que, tenidas en cuenta, inciden en todo (el) acto comunicativo. Este «él» es el

otro “que se sitúa bajo el ascendente del neutro” (2008: 96).

8
Recordemos, por ejemplo, las extensas disquisiciones del narrador (construyendo un discurso biologicista)
acerca de la naturaleza de la ballena, las precisas descripciones sobre la faena ballenera, los capítulos escritos
como si fueran pequeñas puestas escénicas, etc.

19
Lo otro en tanto neutro implica “una distorsión que impide toda comunicación recta

y toda relación de unidad” (2008: 96) y le corresponde al habla inscribirla en sí misma.

Blanchot reafirma su tesis en relación a la fuerza de la presencia neutra en la comunicación

diciendo: “A este hiato – la extrañeza, la infinidad entre nosotros – responde, dentro del

lenguaje mismo, la interrupción que introduce la espera” lo cual conlleva “un cambio en la

forma o la estructura del lenguaje (cuando hablar es en primer lugar escribir)” (2008: 96).

Este cambio lleva implícita la decisión de liberarse de la exigencia de Unidad del discurso

coherente, intentando darle “la palabra a la intermitencia, habla no unificante” (2008: 96).

Teniendo esto en cuenta, nuestra hipótesis de lectura dirá que la literatura es, o mejor, la

literatura implica siempre ese “cambio en la forma o estructura del lenguaje” del cual habla

Blanchot −que no es otra cosa que decir que la literatura opera con el lenguaje de una

manera tal que hace que este cambie su propia carácter en tanto lenguaje de

comunicación−.

Entonces, por un lado, tenemos dos grandes modalidades de interrupción que se

distinguen, principalmente, por la exigencia dialéctica del habla sobre la que actúan. La

interrupción de ser, al no tener que vérselas con la unidad, tampoco se establece según la

forma dialéctica en la que el «yo» y el «él» busquen una síntesis tranquilizadora: Blanchot

nos ofrece “la pausa que permite el intervalo; la espera que mide la distancia infinita.”

(2008: 98). Esta espera, vital en lo que concierne a la literatura, introduce diferentes formas

de cesación que no es posible establecer, dominar o determinar, porque la interrupción

“postula la ambigüedad” (2008: 98). En sintonía con esta tentativa de romper con la

exigencia de Unidad, en el capítulo IX se afirma que “hablar según la necesidad de una

irreducible pluralidad […] es algo demasiado pesado para uno solo: el dialogo debe

20
ayudarnos a compartir esta dualidad” (2008: 99). De esta forma, Blanchot encuentra en el

diálogo, en la conversación, el tipo de acto de habla que responde de forma casi perfecta a

la decisión ontológica de dejar de pensar la realidad a partir de lo Uno y conceder el habla a

lo múltiple, a lo fragmentario. Es por esto que, en un acto programático, pide “no temer

afirmar la interrupción y la ruptura, a fin de llegar a proponer y a expresar –labor infinita-

un habla verdaderamente plural.” (2008: 101).

El diálogo adquiere en el pensamiento de Maurice Blanchot un espesor filosófico

importantísimo, al punto tal que en La conversación infinita muchos capítulos aparecen

construidos en forma de diálogo y la clave para entenderlos se encuentra en uno de los

epígrafes que encabeza la obra: “Pero ¿por qué dos hablas para decir una misma cosa? –

Porque quien la dice es siempre el otro”. Teniendo esto en cuenta, no resulta extraño que

Blanchot, en varios trayectos de su obra crítica, se ocupe del diálogo en la literatura. Un

claro ejemplo de esto es el capítulo “El dolor del diálogo” incluido en El libro que vendrá:

“Cuan excepcional es el diálogo, lo vemos por la sorpresa que suscita en nosotros,

poniéndonos en-presencia de un acontecimiento desacostumbrado, casi más doloroso que

maravilloso.” (Blanchot 2002: 165). El análisis que Blanchot hace del diálogo en Kafka

(junto con Malraux y Henry James, una de las tres grandes formas del diálogo novelesco

moderno) es un ejemplo claro de utilización crítica de la noción de distancia infinita

presentada anteriormente: “Hay escisión, distancia infranqueable, entre las dos caras del

discurso: es la puesta en juego del infinito al que no puede uno acercarse sino alejándose.”

(2002: 167-168). El abismo entre los discursos de los personajes de Kafka pone en juego,

siguiendo a Blanchot, la imposibilidad de relacionarse entre ellos mismos que “lejos de ser

negativa crea en Kafka […] una nueva forma de comunicación.” (2002: 169). Esta nueva

21
posibilidad, podríamos agregar, respondería a una exigencia verdaderamente plural –

exigencia que debe entenderse como una de las prerrogativas centrales del esquema de

pensamiento filosófico que rige La conversación infinita.

22
3. Literatura y lenguaje

3.1 La concepción blanchotiana del lenguaje a partir de tres ensayos

Nos interesa recordar aquí la lógica del “olvido” que de Man lee en Nietzsche, ya

que esa misma lógica aparecerá expresada por Blanchot en el ensayo “El gran rechazo”. En

una tentativa claramente nietzscheana, Blanchot efectúa una crítica al idealismo y al

cristianismo a partir de la utilización del concepto de “muerte”: todo discurso, también el

de la filosofía, se construiría en pos de recubrir, recusar y ofuscar la muerte. Es el rechazo a

la muerte, la tentación de lo eterno primero mediante dios y después por la irrupción del

saber racional, libre de todo azar, utilizando el concepto, todo el lenguaje, para instaurar un

reino seguro y libre de la amenaza de lo desconocido, de lo otro:

Incansablemente, edificamos el mundo, con el fin de que la secreta disolución, la


corrupción universal que rige lo que «es», se olvide en beneficio de esta coherencia
de nociones y de objetos, de relaciones y de formas […] donde la nada no podría
infiltrarse (Blanchot 2008: 41).

Para Blanchot “hemos perdido la muerte” y, el hecho de que se hable de ella de

forma constante, no hace sino profundizar esa pérdida:

Lo nombramos [a la muerte], pero para dominarlo con un nombre y, en ese nombre,


al final, para deshacernos de ello […] el nombre es estable y estabiliza, pero deja
que se pierda el instante único ya desvanecido; al igual que la palabra, siempre
general, ya siempre ha dejado escapar lo que nombra (2008: 42).

A partir del concepto de la muerte se ha tratado, a lo largo del tiempo, de perder o, mejor,

controlar el temor a la experiencia incomunicable de la muerte. De este movimiento se

puede deducir la idea que Blanchot tiene acerca del lenguaje: mediante la significación, la

experiencia previa al lenguaje queda opacada, desvanecida, en manos del nombre que

23
pretende (res)guardarla9. Lo que se introduce es la idea, el pensamiento de la muerte en

tanto comienzo del espíritu, en tanto idealización. Y lo que se pierde es, en palabras de

Blanchot, la “negra realidad del acontecimiento indescriptible, desviado por nosotros […]

Volvemos por tanto a encontrarnos ante lo que hay que llamar «el gran rechazo», rechazo a

detenerse ante el enigma que es la extrañeza del fin singular” (2008: 44). A raíz de esto,

Blanchot se plantea la pregunta de cómo recuperar eso que falta y, precisamente en este

punto, sube a escena la literatura (más puntualmente la poesía). Blanchot analiza la relación

de la literatura con aquello que es concebido como lo otro, lo neutro, lo real, lo sagrado, la

experiencia desde la cual surge el lenguaje para luego someterla hasta hacerla desaparecer:

lo que es ha desaparecido, algo estaba allí que ya no lo está […] cómo recobrar, en
mi habla, esta presencia anterior que tengo que excluir para hablar, para hablarla. Y,
aquí, evocaremos el eterno tormento de nuestro lenguaje, cuando su nostalgia se gira
hacia lo que él siempre ha dejado escapar (2008: 45). 10

En esta cita se puede apreciar un modo típico de la forma blanchotiana de argumentar:

notemos que en ningún momento le pone un nombre a eso que falta, simplemente se

contenta con ponerlo en escena absteniéndose de sustantivar, de substancializar, con

pronombres u otras elecciones gramaticalmente vacías de referencialidad definida, neutras

e indeterminadas (“lo”, “algo”, “esta” presencia anterior).

Blanchot analiza la relación entre la literatura y la experiencia previa al lenguaje en

el siguiente poema de Hölderlin: “¡Pero ahora se alza el día! Esperaba, lo vi venir, / Y lo

que vi, lo Sagrado sea mi palabra.” En él identifica que la presencia originaria, a la cual se
9
Es notable la similitud entre esta teorización de Blanchot y la teoría del acontecimiento que Badiou
desarrolla en Becket, el infatigable deseo: “Una verdad comienza con el acuerdo ordenado entre un
acontecimiento separable […] y la invención en la lengua de un nombre que, de ahora en adelante, lo va a
guardar, aunque –como es inevitable– el acontecimiento «palidezca» y finalmente desaparezca. El nombre
asegurará en la lengua su custodia.” (2007: 40).
10
La perspectiva de la significación que esboza aquí Blanchot parece haber incidido también en Badiou: “lo
que es, y acerca de lo cual tenemos la obligación de hablar, se escabulle, en cuanto es nombrado, hacia su
propio no-ser.” (2007: 23).

24
refería anteriormente, se ubica en torno de lo que tradicionalmente se ha conocido como “lo

Sagrado”, lo cual sería algo así como la realidad de la presencia sensible siempre anterior al

lenguaje. Esta experiencia se da en el orden de lo inmediato. Lo que emerge, lo que adviene

en el poema, en la poesía, es lo indeterminado, lo que se dice en neutro: lo otro. Es

interesante que Blanchot, en el poema, puntualice que en el momento en el que lo Sagrado

adviene, el verso se interrumpe. “Que lo sagrado sea mi palabra”, suerte de sentencia que

no debe ser entendida como un intento de hablar de lo Sagrado o en torno a él, sino como

una exhortación a que lo sagrado tiene que ser precisamente el habla. Pareciera que

Blanchot busca centrarse en lo real de las palabras, en lo real del habla, del acto poético. Le

confiere materialidad y “realidad” al habla, la toma como un acontecimiento en sí: su

escritura (la letra de su ensayo, de su teoría, de su lectura escrita de Hölderlin) no es, de

ningún modo, un decir lo Sagrado. Teniendo en cuenta todo esto, podemos pensar que la

propuesta de Blanchot consiste en concebir al lenguaje –al lenguaje mismo, y no al

supuesto referente que el lenguaje como comunicación significaría– como un

acontecimiento en sí, como manifestación de lo real. Entender al lenguaje de esta manera,

es decir, dar cuenta de la imposibilidad del lenguaje, permitiría encontrar una vía de acceso

a la experiencia exterior al lenguaje, al “Afuera” del lenguaje: “la imposibilidad es la

relación con el Afuera […] la imposibilidad es la pasión del Afuera mismo.” (2008: 58).

Para ampliar y, de algún modo, justificar esta hipótesis de lectura, es conveniente

analizar uno de los ensayos más conocidos de Blanchot, titulado “La literatura y el derecho

a la muerte”:

el habla es la facilidad y la seguridad de la vida. Con un objeto sin nombre no


sabemos hacer nada […] La palabra me da lo que significa, pero antes lo suprime.
Para que pueda decir: esta mujer, hace falta que de una manera u otra le retire su

25
realidad de carne y hueso, la haga ausente y la aniquile. La palabra me da el ser,
pero me lo da privado de ser. Ella es la ausencia de este ser, su nada, lo que queda
de él cuando ha perdido el ser, es decir, el simple hecho de que no es. (Blanchot
2007: 287).

Y como anticipamos ya, entre lo que la palabra ausenta, nos sustrae o suprime no hay otro

real más relevante que la muerte. Esta interrelación entre lenguaje y muerte debe

entenderse a partir de la tríada palabra- sentido- idea: en el momento preciso en el que se le

asigna un nombre, la existencia del objeto real desaparece en manos de la idea que de ahora

en adelante se tendrá de dicho objeto. Metafóricamente, Blanchot establece que la palabra

da muerte al objeto que nombra, siendo justamente esa muerte, esa desaparición, la que le

confiere sentido a la palabra: “el sentido del habla, como prefacio a toda habla, exige una

especie de inmensa hecatombe, un diluvio previo, que sumerja en un mar completo toda la

creación.” (2007: 287).

El lenguaje supone la posibilidad de que el objeto pueda ser destruido, de que sea

posible sustraer la presencia real de sí mismo, a fin de reemplazarla por la existencia

simbólica del lenguaje. En este sentido, Blanchot dice:

Mi habla es la advertencia de que la muerte anda, en ese preciso instante, suelta por
el mundo, de que entre el yo que habla y el ser que interpelo ella ha surgido
bruscamente: está entre nosotros como la distancia que nos separa, pero esta
distancia es también lo que nos impide estar separados, porque es la condición de
todo entendimiento. (2007: 288).

Es interesante ver que Blanchot realiza una analogía entre esta idea de muerte como

posibilidad del sentido de la palabra, y la ya mencionada distancia infinita entre dos

personas cuando la comunicación toma lugar. Pareciera ser que el sentido de las palabras se

ubicaría como una suerte de distancia infranqueable que separa a las palabras de las cosas,

pero que a la vez es la condición necesaria para que estas dos entidades puedan unirse. La

26
muerte es, entonces, la forma metafórica de la cual Blanchot se sirve para caracterizar el

proceso de significación del lenguaje.

En este ensayo, es de suma importancia la distinción que Blanchot realiza entre el

lenguaje cotidiano y el uso que la literatura hace del lenguaje: partiendo de la hipótesis de

que el lenguaje borra la presencia del objeto designado para trasladarla a la palabra, nos

queda que el lenguaje cotidiano debe necesariamente “olvidar” esa muerte –o, si se quiere,

esa falta de conexión fenoménica entre la palabra y su referencia– en pos de garantizar y

hacer posible la comunicación. La presencia de la palabra, es decir, su idea/concepto, es lo

suficientemente fuerte como para hacernos olvidar que la distancia existente entre ella y el

objeto al que se refiere es lo suficientemente grande e inabarcable –infinita– como para

hacer fracasar al lenguaje y a cualquier tipo de comunicación. Para que la comunicación

efectivamente tenga lugar, Blanchot propone: “tengamos las palabras sin regresar a las

cosas, no las soltemos, no vayamos a creer que están enfermas. Entonces estaremos

tranquilos.” (2007: 289). Pero, si del lado del lenguaje común podemos estar tranquilos

siempre y cuando no reflexionemos sobre las palabras, del lado de la literatura la exigencia

viene por parte de la duda, la molestia, la contradicción y fundamentalmente la pregunta.

La literatura, lejos de olvidar la muerte del lenguaje, se obsesiona con querer llegar a ella,

con poder tocar esa presencia anterior hecha de vacío que se ubica infinita e

inalcanzablemente detrás del lenguaje. La literatura no sólo es consciente de dicha

ausencia, sino que nos hace notar la verdadera ausencia de las palabras, “la no-existencia

convertida en palabra, es decir, en una realidad perfectamente determinada y objetiva”

(2007: 289).

27
En este punto, la relación entre “La literatura y el derecho a la muerte” con “El gran

rechazo” se vuelve más fuerte, teniendo en cuenta que se retoma la idea de que la literatura

debe preocuparse por la realidad anterior al lenguaje: “el lenguaje de la literatura es la

búsqueda de ese momento que la precede.” (2007: 290). La propuesta de Blanchot en “La

literatura y el derecho a la muerte” permite sostener nuestra anterior lectura en relación al

lenguaje como acontecimiento: “¿Dónde reside, pues, mi esperanza de alcanzar lo que

rechazo? En la materialidad del lenguaje, en el hecho de que las palabras también son

cosas, una naturaleza, aquello que me ha sido dado y me da más de lo que comprendo de

ello.” (2007: 291). Pero si las palabras efectivamente son cosas, ¿cómo estudiarlas? ¿qué

teoría literaria es capaz de estudiar la literatura partiendo de la idea de que las palabras son

cosas? Podemos aventurar, inicialmente, dos caminos: por un lado, tendríamos al

psicoanálisis y su obsesión con el significante en detrimento del significado (así como

también la triada real-simbólico-imaginario que bien podría ser compatible con el esquema

blanchotiano basado en la muerte y el rechazo del lenguaje). Por otro lado, podemos

encontrar en la variada biblioteca que va de las nuevas teorías de la “escritura” (desde

Derrida hasta hoy) a algunos desarrollos de la crítica genética, pasando por la

fenomenología de los elementos tan explorada por Gaston Bachelard, una relación aún más

clara con la prerrogativa de Blanchot de ocuparse en la materialidad del lenguaje. Por

ejemplo, Blanchot propone: “Todo lo que es físico desempeña un papel primordial: el

ritmo, el peso, la masa, la figura, y después el papel sobre el que se escribe, la huella de la

tinta, el libro. Sí, por fortuna el lenguaje es una cosa: es la cosa escrita” (2007: 291). La

lectura que Blanchot hace de Lautréamont en La parte del fuego se caracteriza por poner

esta forma de ver el lenguaje y la literatura: “La lectura de Maldoror tiene de notable que

da la sensación de un texto, no solamente perfectamente claro en sus partes, sino

28
perfectamente compuesto en su desarrollo” (2007: 150). A partir de esto, Blanchot recurre a

la metáfora de la “obra-cosa”: “ese lenguaje […] se pone a existir como una cosa: busca

atraparnos en una especie de presencia, insertarnos en el cuerpo de un objeto monumental”

(2007: 151). Esta particularidad impone la exigencia de comprender cada suceso sin

recurrir al sentido específico de la frase que se lee o al sentido general de la obra “sino

dejándonos penetrar por su realidad de cosa y del sentido general y listo que ella en cuanto

tal reviste.” (2007: 152). Blanchot quiere poner de manifiesto el carácter exterior que la

literatura representa para nosotros en tanto lectores, razón por la cual habla de ella en

términos de “cosa”, accesible sólo mediante el movimiento de la lectura – que oscila entre

la exigencia del saber y del sentido, y la imposibilidad de la comprensión.

La escritura sería entonces el medio por el cual se hace posible la presencia de una

realidad “fuera de sí misma”, expulsada de su propia presencia para alojarse y constituirse

en alguna otra: “Cuando nombra, lo que designa se suprime; pero lo que se suprime se

mantiene y la cosa ha encontrado (en el ser que es la palabra) más bien un refugio que una

amenaza.” (2007: 292). En esa hipótesis, puede verse otra vez cómo Blanchot ha dejado

fuera del problema, por completo, los asuntos del sentido y la interpretación, los caminos

de la significación, que repondrían, a sus ojos, la cárcel misma de la comunicación como

despojo de nuestro derecho a la muerte, a lo real. Esta teorización de Blanchot bien

podemos verla llevada a la práctica en lo que aquí nos permitiríamos conjeturar como los

fatales fracasos de la llamada crítica genética, disciplina que ha intentado dilucidar las

distintas relaciones que se pueden establecer entre un texto édito y su manuscrito, entre la

obra de su autor y su archivo.

29
En las consideraciones acerca del lenguaje y la significación que presenta en “El

gran rechazo”, Blanchot postula que toda habla es violencia, que supone una relación de

poder; violencia que es secreta, y que se ejerce sobre lo que nombra la palabra, porque ella

sólo puede nombrar si retira la presencia de lo que nombra. También, en relación con la

crisis de las nociones de Unidad y Totalidad, Blanchot postula que la comprensión11

funciona como un operador que une lo diverso y lo uno, es un “modo esencial de la

posibilidad”. Por medio del lenguaje, el movimiento de la comprensión busca que lo

desconocido se rinda a lo conocido. Blanchot se pregunta entonces si no existe un lenguaje

que escape a esta operatoria, que se escape de la posibilidad (lo dado), y se establezca sobre

lo imposible. El pensamiento de lo imposible se presenta como una reserva dentro de la

estructura del pensamiento, que no se deja pensar por medios de la comprensión. Es el

lugar de lo otro en tanto otro. Aunque, de cualquier forma, cuando hablamos de la

imposibilidad, la posibilidad – es decir, el lenguaje– ya la somete. En una experiencia que

se escape de lo posible, que se establezca en la imposibilidad, “el tiempo cambia de

sentido” (2008: 57)12 al perder la instancia de la superación dialéctica y al constituirse como

un puro presente donde el devenir del tiempo se detiene. Es la experiencia que “no se deja

sustraer”. La imposibilidad es el rasgo de lo que usualmente se conoce como la experiencia,

y sólo hay experiencia cuando algo diferente de lo dado sube a escena. La experiencia es la

presencia inmediata, o “la presencia como Afuera” en términos de Blanchot. Es en este

sentido que, cuando Blanchot está pensando en la imposibilidad como relación, dice que “la

11
Debemos retener la relación entre la literatura y la comprensión ya que será clave a la hora de relacionar
teóricamente a Blanchot con de Man.
12
Las afinidades teóricas entre Blanchot y Badiou se tornan, en este punto, evidentes. Recordemos que la
lógica del acontecimiento en Badiou suponía una doble interrupción respecto de las categorías de Tiempo y
Saber. Las teorizaciones de Blanchot en torno a la literatura implican efectos similares: la experiencia de lo
imposible supone una interrupción en la que el tiempo cesa de discurrir deteniéndose en un presente que no
deja de ahondarse y, a la vez, busca establecer al pensamiento en un terreno donde la comprensión no sea la
exigencia dominante a la hora de la lectura.

30
comunicación es imposible” (2008: 59): su objetivo no es simplemente negar la posibilidad

de la comunicación, lo que verdaderamente pretende es llamar la atención sobre esta habla

otra (que culturalmente identificamos como literatura), no regida por las categorías

temporo-espaciales de lo posible, ni por la razón dialéctica.

La poesía nos orienta hacia esa “otra relación que no sería ni poder ni de

comprensión, ni siquiera de revelación, relación con lo oscuro y lo desconocido” (2008:

60), con lo Otro expresado en neutro. Es por eso que la fórmula de Blanchot es

“nombrando lo posible, respondiendo a lo imposible” (2008: 60), porque lo imposible no se

puede nombrar, no se puede decir, sólo lo que es posible puede ser efectivamente dicho 13.

No expresa lo imposible pero responde a eso, no es ni más ni menos que su motivación.

Esta es la forma en la que la literatura, específicamente la poesía, se relaciona con lo otro,

con el afuera del lenguaje. En Blanchot la experiencia de lo Otro, del Afuera, no remite a lo

Uno sino a “la exigencia de una relación de discontinuidad donde la unidad no está

implicada” (2008: 89). Esta relación con lo otro es vital en la filosofía de Blanchot, al punto

tal que siempre gira sobre este tema aunque lo aborde de distintas maneras o puntos de

entrada.

Para estudiar la relación que Blanchot plantea entre literatura y lenguaje, es

conveniente analizar también el apartado titulado “Investigaciones sobre el lenguaje”

incluido en el libro Falsos pasos. En este capítulo, Blanchot realiza una periodización en la

que establece tres concepciones diferentes del lenguaje a lo largo de la historia: la primera

teoría, previa a Platón, parte de la base de que a cada palabra le corresponde una cosa en el

mundo sensible, de forma tal que la realidad se conecta de forma directa con el lenguaje

13
La imposibilidad, teniendo esto en cuenta, sólo puede ser entendida como una exigencia.

31
(entidad que se encarga de designarla). La segunda concepción es la de Platón y Descartes,

para quienes “el lenguaje expresa las ideas” (Blanchot 1977: 98), permitiendo la entrada al

mundo inteligible. Las palabras, en este período, son “el medio de comunicación entre las

ideas y las cosas”, siendo el mundo inteligible el origen del lenguaje. En contraposición a

esto, la tercera concepción se caracteriza por no preocuparse por la búsqueda del origen del

lenguaje, sino por la búsqueda de su fin. En esta etapa, las palabras sólo pueden expresar lo

pensable en la coyuntura histórica en la que son usadas, razón por la cual siempre van a

poseer algo de verdad: “Lo que se dice forma parte del movimiento general de la verdad

histórica” (1977: 98). La dialéctica hegeliana entra de lleno en la concepción que se tiene

del lenguaje, que pasa a ser concebido como la “totalidad” propia de la realidad humana.

De esta forma, cuando se hace uso del lenguaje, indefectiblemente se entra en un orden que

sujeta al hablante a una forma de poder específica. En palabras de Blanchot: “El lenguaje

tiene una realidad propia, una existencia imborrable, leyes que no pueden ser desconocidas”

(1977: 99), el lenguaje se comporta como una entidad que arrastra a quien lo usa,

haciéndolo caer en lo universal y lo genérico propios de los conceptos que se utilizan para

expresar lo siempre singular de cualquier acontecimiento.

En este tercer momento, el lenguaje funciona como expresión de lo propiamente

humano y, a su vez, se encarga de definir lo que es la realidad, facilitando que el

conocimiento y la comprensión se sitúen dentro del campo de lo posible. El problema aquí

se da a partir de la relación entre lo individual y lo general o colectivo: todo concepto debe

responder siempre a una exigencia general, de orden universal, que transita la historia de

forma más o menos invariable. No obstante, el uso que se le da a ese mismo concepto va a

tener que lidiar, en todos los casos, con todo lo particular de quien que lo usa: “las

32
proposiciones de los hombres no reposan sobre una conciencia de lo universal, sino sobre

juicios de valor, anecdóticos y susceptibles a cambios constantes.” (1977: 100). En vez de

considerarlo expresión del espíritu del hombre, Blanchot propone que el lenguaje es la

norma de dicho espíritu: la entidad que le confiere una estructura determinada a la

comunidad que lo usa (y que por tanto despoja de experiencia –de lo desconocido y/o lo

imposible– a todos y cada uno y abre la infinita e irreductible distancia).

Se comprenderá así que, en su pensamiento sobre esta problemática decisiva y

central, Blanchot introduzca y articule los problemas que se dirimen en torno de la figura

del “silencio”. Si las personas fueran totalmente lógicas, “el lenguaje sería el principio por

excelencia de la comunicación” (1977: 101) pero, según hace notar Blanchot, el silencio no

sólo existe sino que se relaciona de forma tensa con el lenguaje: “Realmente, el silencio

existe […] existe algo que no es ni la indiferencia ni el discurso, y este algo, no transmitible

por el lenguaje, es suficiente para sembrar la duda acerca de su capacidad de cumplir

correctamente su misión.” (1977: 101)14. La tesis subyacente a la teorización de Blanchot es

que existen ciertas experiencias (nombra como ejemplo el éxtasis y el sueño) que se

corresponden de forma más fiel con el silencio que con el discurso. Tenemos, entonces, por

un lado, la comunicación por medio del lenguaje regido por la fuerza de la comprensión y,

por el otro, experiencias tales como “la risa, las lágrimas, el acto sexual”, que manifestarían

de un modo más inmediato, patente o insoslayable, la imposibilidad del lenguaje para

comunicarlas, y ofrecen entonces, según Blanchot, “los medios de unirse en una auténtica

comunicación” (1977: 101) cuyo predio es el silencio antes que el habla sin más.

14
En este párrafo podemos ver la influencia de la tesis de Wittgenstein acerca del silencio en el lenguaje, en
especial la última proposición del Tractatus. Más adelante, veremos nuevamente esta influencia en el
Blanchot de La conversación infinita, donde traslada la presente idea del silencio en el lenguaje al concepto
de lo “otro” del lenguaje.

33
Hablar implica, en cierta forma, (re)conocer el orden del lenguaje que hablo. Pero, a

la vez, uno puede mediante el habla misma, poner en duda o bien criticar dicho orden. El

orden del lenguaje le permite a la facultad de saber/conocer, asentarse en un terreno sólido

sin el cual su accionar no tendría ni sentido ni lógica. En relación a esto, Blanchot propone:

Una de las pretensiones de la literatura es el suspender las propiedades lógicas del


lenguaje o, al menos, añadirle las alegóricas […] la literatura intenta retirar del
lenguaje las proposiciones que le dan una significación idiomática, que lo hacen
aparecer como lenguaje por su afirmación de universalidad e inteligibilidad.15 (1977:
102).

Para conseguir esto, la literatura destruye el lenguaje al aplacar sus reglas y su orden, con

vistas a poder “comunicar el silencio por medio de las palabras y expresar la libertad a

través de las reglas” (1977: 102); silencio que no es más que todas esas experiencias con

que el lenguaje común fracasa cuando intenta comunicarlas, es decir, lo Otro del lenguaje.

3.2 Lenguaje y retórica en de Man: la ironía como resistencia a la lectura

Una de las características más destacables de la empresa crítico-teórica de Paul de

Man es la búsqueda de un modo de leer literatura que no caiga en las trampas de sentido

que se presentan una y otra vez en el lenguaje literario. El comienzo del ensayo titulado “La

resistencia a la teoría” apunta a una serie de consideraciones sobre la teoría literaria en

general y, más específicamente, sobre su capacidad de dar cuenta o no de lo que ocurre en

la literatura. Ese ensayo debe entenderse a partir del contexto de expreso escepticismo que

manifestaron los teóricos del denominado “New criticism” en los Estados Unidos ante “la

15
El fuerte hincapié que Blanchot hace sobre el uso alegórico del lenguaje por parte de la literatura como una
de sus especificidades más destacables, nos posibilita afianzar su figura como uno de los precursores más
influyentes en la teoría de la literatura como retórica de Paul de Man que desarrollaremos más adelante.

34
introducción de la terminología lingüística en el discurso estético e histórico sobre la

literatura.” (de Man 2003: 655).

Si hablamos del “canon” de la teoría literaria hacía 1960, hay que recalcar el lugar

preponderante que ocupaban el estructuralismo y la escuela de Frankfurt, así como las

ineludibles influencias de Saussure con la lingüística, Husserl con la fenomenología y

Heidegger con la hermenéutica. El surgimiento de la teoría, tal como la entendemos hoy en

día, dependió claramente de los usos de los aportes de Saussure:

La teoría literaria aparece cuando la aproximación a los textos literarios deja de


basarse en consideraciones no lingüísticas […] cuando el objeto del debate ya no es
el significado o el valor sino las modalidades de producción y de recepción del
significado (2003: 648).

El problema, desde la perspectiva demaniana, reside en que la terminología lingüística que

se introduce en los estudios sobre literatura parte de una noción principal: una matriz de

pensamiento referencial en cuanto a la función del lenguaje. Es decir, lo que suele

suponerse es que el lenguaje tiene por “referencia” una función y no una intuición por parte

de un determinado sujeto. La referencia se convierte en una preocupación central para la

teoría literaria, cuyo objetivo Paul de Man describe –crítico y distante- así:

Detrás de la seguridad de que es posible una interpretación válida, detrás del interés
reciente en la escritura y en la lectura como actos de habla potencialmente efectivos
y públicos, detrás de todo ello hay ese imperativo moral muy respetable que intenta
reconciliar las estructuras internas, formales y privadas del lenguaje literario con sus
efectos externos referenciales y públicos. (1990: 16).

La distancia se toma, así, respecto de estudios que se caracterizan por hacer coincidir un

significado supuestamente propio de la obra literaria analizada, con una referencia que es

siempre externa y perteneciente al mundo, haciendo que la literatura se subyugue a lo que

alguien o algo (digamos un grupo, una tradición, un hábito cultural) postula como exterior a

35
ella. En este sentido, es necesario destacar el cambio de concepción del lenguaje que

llevaron adelante Barthes o Jakobson, por nombrar dos figuras preponderantes del

estructuralismo, en el seno de la teoría literaria, que consistió en “considerar al lenguaje

como sistema de signos y significación en lugar de una configuración establecida de

significados” (2003: 649), lo cual terminó por reunir de forma definitiva a la semiología

con la literatura. Gracias a las herramientas de análisis que le proporcionó la lingüística, la

teoría literaria pudo establecerse como tal cuando definió su objeto: la literariedad.

Una de las primeras críticas que de Man hace al estructuralismo gira en torno al

problema de la fenomenalidad del significante. Para esto, de Man parte de un análisis que

Barthes hace de Proust (en “Proust et les noms”, 1972), en donde se afirma que el escritor

es aquel que cree que la relación entre significante y significado es motivada. De esta

manera, lo que se rescata de Proust es la continuidad entre significante (o sonido) y

significado, considerándola como un simple efecto estético que el lenguaje puede alcanzar.

En relación a esto, de Man afirma:

No es una función estética sino retórica del lenguaje, un tropo identificable (la
paranomasia) que opera al nivel del significante y que no contiene ninguna
declaración responsable sobre la naturaleza del mundo, a pesar de su fuerte
potencial para crear la ilusión opuesta.16 (2003: 651).

De Man no duda de la fenomenalidad del lenguaje en tanto manifestación de una

materialidad, es decir, de un sonido o de la existencia escrita de las palabras: el error estaría

en pensar que la relación entre la palabra y la cosa es fenoménica cuando, tal como lo

demostró Saussure, es exclusiva y obligatoriamente convencional. En consonancia con

esto, de Man pugna por una lingüística “no-fenoménica”, como él mismo la llama, en

donde
16
Se puede ver, también en este caso, el movimiento de la lectura retórica que caracteriza a de Man.

36
no se niega la función referencial del lenguaje […] lo que se cuestiona es su
autoridad como modelo para la cognición fenoménica o natural […] porque no es
cierto a priori que el lenguaje funcione sobre principios que son los del mundo
fenoménico o que son como ellos.17 (2003: 653).

Una teoría literaria que fracase en dar cuenta de esto se equivocaría, por ejemplo, al

“confundir la materialidad del significante con la materialidad de lo que significa” (2003:

653) resultando, fundamentalmente, ideológica. Recordemos que Paul de Man entiende por

ideología “la confusión de la realidad lingüística con la material, de la referencia con el

fenomenalismo.” (2003: 653).

La resistencia que produce el discurso teórico, siguiendo a de Man, se da justamente

porque es capaz de desentrañar ideologías como la mencionada, ubicadas en el centro de su

propio discurso; también ocurre porque se configura como un discurso emparentado con la

filosofía aunque, en realidad, rompa con la tradición filosófica por el simple hecho de haber

nacido en el seno de la lingüística; porque “desdibuja los límites entre el discurso literario y

el no literario.” (2003: 653). Pero a la vez, una dirección contraria de esta resistencia puede

deducirse de las tensiones que surgen del proyecto mismo de la teoría literaria, que tienen

su origen en la forma en la que se concibe a sí misma como disciplina: “La resistencia

puede ser un constituyente inherente a su discurso” (2003: 654). Más adelante, de Man

amplía en el mismo ensayo la caracterización de esta noción: “La resistencia a la teoría es

una resistencia al uso del lenguaje sobre el lenguaje […] una resistencia al lenguaje mismo

o a la posibilidad de que el lenguaje contenga factores o funciones que no puedan ser

17
Es interesante recordar aquí que para Badiou, no hay en ni por el lenguaje, un modo fiable de nombrar el ser
en tanto ser; sólo al matema –nunca el discurso verbal- puede prestársele fiabilidad como ontología. Por eso el
poema nunca nombra ni podría hacerlo sino que, en cambio, “nomina” o “mal dice” lo “mal visto”, como ya
señalábamos. Del mismo modo, como ya vimos, la experiencia de lo imposible en Blanchot tampoco puede
expresarse por medio del lenguaje, sólo puede ser una exigencia del habla. En tal sentido, Badiou, De Man y
Blanchot coinciden en postular, cada cual a su modo, el efecto de puesta en escena, testificación o
manifestación de estas limitaciones (imposibilidades) del lenguaje por parte de la literatura.

37
reducidos a la intuición.”18 (2003: 655). Paralelamente, de Man introduce el modelo teórico

del trivium para explicar la importante incidencia que algunos de sus preceptos tienen en el

armado de la concepción de lenguaje que poseerán en los estudios sobre literatura que él

crítica.

El modelo del trivium, que “considera a las ciencias del lenguaje como compuestas

por la gramática, la retórica y la lógica (o la dialéctica), es, de hecho, un conjunto de

tensiones no resueltas” (2003: 656) que se relacionan, en este caso, con el problema de la

fenomenalidad del lenguaje. Para de Man, este problema surge de instituir una continuidad

incuestionada entre las matemáticas (pertenecientes al quadrivium, representan el contenido

no-verbal y nos dan el conocimiento del mundo fenoménico) y las ciencias del lenguaje

(tomando a la lógica como punto de partida). La ya mencionada concepción “retórica” del

lenguaje que propone de Man surge de la particular importancia que le asigna a esa

dimensión del lenguaje, en comparación a la gramática y la lógica –respecto de las cuales,

al contrario de lo que suele suponerse, la dimensión retórica es discontinua. La propuesta

central de su teoría consiste en pensar la retórica como el uso del lenguaje que

tradicionalmente ha sido catalogado como “literariedad”, a raíz del efecto que tiene dicha

dimensión del lenguaje sobre las otras dos. La retórica “interviene como elemento decisivo

pero desestabilizador que […] trastorna el equilibro interno del modelo y, por consiguiente,

también su extensión externa al mundo no verbal.” (2003: 657). El problema fundamental

del trívium tiene su origen en la errónea relación isotópica, es decir, de continuidad que se

establece entre la gramática y la lógica. Porque, si tenemos en cuenta que la lógica, gracias

a su intrínseca relación con el quadrívium, funciona como el nexo que posibilita el ingreso

del mundo fenoménico al interior del lenguaje, podemos dar cuenta que la relación
18
Por intuición, debe entenderse aquí la percepción en el sentido fenoménico del término.

38
isotópica termina por establecerse también entre el lenguaje y el mundo fenoménico. Según

de Man, la teoría literaria debería dejar de lado este precepto continuista entre el lenguaje y

el mundo.

Podemos encontrar la clave para entender “la incierta relación entre gramática y

retórica” (2003: 658), en el lugar ambiguo que ocupan los tropos (las figuras del lenguaje),

que pueden ser estudiadas tanto desde la gramática como desde la retórica. Acertadamente,

de Man pone de manifiesto que los tropos “no siguen necesariamente el modelo de una

entidad no verbal, mientras que la gramática es, por definición, capaz de generalización

extralingüística.”19 (2003: 659). Esta tensión irresuelta es lo que se manifiesta durante el

acto de la lectura, ya que involucra simultáneamente tanto a la dimensión retórica como a

la dimensión gramática del lenguaje. La noción de lectura es central, al punto que de Man

la incorpora a su formulación sobre la resistencia a la teoría: “Resulta que la resistencia es,

de hecho, una resistencia a la lectura.” (2003: 659). Teniendo en cuenta esta aclaración, es

posible afirmar que la resistencia de la teoría, en el corazón de su propio discurso, se

produce cuando ella evita el acto de lectura que posibilita, a fin de cuentas, su propia

existencia (no podríamos imaginar una teoría literaria que no parta de una lectura inicial).

¿Qué queremos decir cuando afirmamos que algunas teorías literarias dejan de leer? En

ningún caso debe esto tomarse por su sentido literal. Para entenderlo, es necesario deslindar

dos nociones distintas de lectura: por un lado, la lectura literaria es aquella que no se rige

obligatoriamente por la comprensión, que no busca hacer coincidir lo que está leyendo con

lo que pertenece al campo de lo culturalmente conocido. Por otro lado, la lectura cultural es

aquella que lee como si estuviese leyendo cualquier otra cosa que no pertenezca a la

19
Recordemos que, en el marco de la teoría del acontecimiento, es por medio de la gramática que la lógica
fenoménica del mundo ingresa al lenguaje.

39
literatura ni se toque con ella. Ahora bien, durante la lectura cultural, es factible que se

produzca la resistencia de lo literario a ser leído estrictamente como cultura, es decir, sin

tener en cuenta la imposibilidad de la literatura de ser comprendida, es decir, tomada

exclusivamente según la exigencia de la cultura. La literatura se identifica con ese

momento, razón por la cual las teorías literarias que olviden, o que de forma consciente,

dejen de lado esa imposibilidad propia de la literatura, reduciéndola a una “práctica” mera o

estrictamente cultural, abordándola según la exigencia exclusiva de la comprensión, serán

las teorías literarias que, sin notarlo, dejen de leer.

En toda lectura, agrega De Man, “la decodificación deja un residuo de

indeterminación que tiene que ser, pero que no puede ser, resuelto por medios gramaticales”

(2003: 659). En otras palabras, a la lectura que coloque la dimensión gramatical del

lenguaje en su centro, se le va a resistir la dimensión tropológica –si como dijimos

anteriormente, la dimensión tropológica es equivalente a la literatura dentro del esquema de

pensamiento de de Man, la resistencia a la lectura se produciría cuando se busque leer

literatura con un modelo lógico-gramatical que será inevitablemente deshecho por la

inherente retoricidad del lenguaje literario. Una teoría literaria que tenga como método un

tipo de lectura como la recién mencionada, tendría entre sus “residuos de indeterminación”

todo lo concerniente a la retoricidad del lenguaje. La afirmación polémica de de Man es,

quizá, mucho más incisiva de lo que parece, porque cuando critica a las teorías literarias

que no pueden leer –a causa de sus decisiones metodológicas– la dimensión retórica de un

texto literario (y sobre todo el tenor irreductible de esa dimensión), en realidad está

diciendo que esas teorías no pueden leer literatura (contrariamente a lo que afirman, debido

a su condición de teoría literaria): es la literatura, durante el acto de leer, la que se resiste a

40
la teoría que procure comprender su relación supuestamente isotópica con el mundo

postulada por la gramática y la lógica.

En el ámbito de la crítica argentina, Miguel Dalmaroni se ha encargado de

reinterpretar el concepto demaniano de “resistencia a la teoría” en términos de “resistencia

a la lectura”. En el ensayo “Algo más sobre el lector común”, relaciona estos conceptos con

la figura de “lector común”: “El acto […] que llamamos «lector común» –es decir la

resistencia a la lectura […] esa fuga de todos los contextos, ese resto que nos toma cuando

entre el texto y nosotros la repetición de contraseñas culturales se ha vuelto imposible”

(Dalmaroni 2013: 3); es precisamente ese resto el que “el impulso teórico puede de ningún

modo alcanzar sino únicamente perseguir” (2015: 46). Por otro lado, es necesario destacar

una de las hipótesis a la que arriba Dalmaroni en “Resistencias a la lectura y resistencias a

la teoría, algunos episodios en la crítica literaria latinoamericana”, ya que funciona como

una sistematización que conjuga los aportes teóricos de Blanchot, Barthes y de Man. En la

primera de las cuatro hipótesis que Dalmaroni esboza, propone pensar a la distinción

blanchotiana entre libro literario y libro no-literario como fundadora de una línea teórica

que se repetirá, al menos en su lógica, en los posteriores aportes de Barthes y de Man. La

noción de literatura que Blanchot construye en El espacio literario “prefigura la oposición

entre cultura y destrucción en El placer del texto de Barthes. Esta hipótesis puede razonarse

como variante o traducción blanchotiana de la tesis acerca de «la resistencia [de la

literatura] a la lectura» que formuló Paul de Man.” (2015: 60). De modo tal que Dalmaroni

hace hincapié, no sólo la importancia de las teorizaciones de Blanchot, sino también en la

vinculación que se puede establecer entre Barthes y de Man. La oposición barthesiana entre

legible-escribible y placer-goce anticipan la noción de resistencia a la teoría de Paul de Man

41
y, además, puede pensarse dentro de la distinción metodológica aquí propuesta (lectura

literaria y lectura cultural):

Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe


con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que
pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de
aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del
lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y sus recuerdos, pone en crisis su
relación con el lenguaje. (Barthes 2011: 22).

Veamos ahora en qué casos una lectura gramatical fracasaría en dar cuenta de lo que

realmente sucede con la literatura. De Man se centra particularmente en una serie de

ejemplos en los que la semiótica no puede cumplir con su objetivo ulterior de esclarecer el

significado de un determinado texto literario por medio de una lectura lógico-gramatical:

“Hay elementos en todos los textos literarios que no son de ningún modo agramaticales,

pero cuya función semántica no es gramaticalmente definible, ni en si misma ni en su

contexto.” (2003: 660). Tomemos por caso el conocido título de la novela de Saer nadie

nada nunca y veamos qué tiene para decirnos: ¿acaso afirma la imposibilidad eterna de que

las personas puedan nadar? ¿o es una simple yuxtaposición de palabras solo vinculadas por

la función compartida de la negación (de persona, cosa, tiempo)? Queda claro que usos del

lenguaje como el de este título, muy presentes en literatura, poseen un alto grado de

indeterminación gramatical que pone de manifiesto, en el mismo momento en que es

imposible optar por una u otra alternativa, que ni la gramática ni la lógica pueden

ayudarnos a decidir cuál es la interpretación que nos permitiría seguir adelante con una

lectura capaz de dar con el sentido o la verdad de lo que se lee. Frente a esta ambigüedad,

para de Man “el lector tiene que interrumpir su comprensión en el mismo momento que

está más directamente implicado y atraído por el texto.” (2003: 662) Bajo ninguna

42
circunstancia debería confundirse este fenómeno con el abandono total de la lectura ante la

falta de un sentido estable, más bien estamos ante lo que podríamos llamar la interrupción

de la experiencia de lectura. ¿En qué radica esta imposibilidad que, contrariamente a lo que

podría esperarse, no anula por completo la lectura sino que la hace tropezar para que siga su

camino? Esta interrupción le indica al lector que el sentido no actúa como el lenguaje, en

tanto entidad histórico-cultural o lógico-gramatical en términos de de Man, propone, espera

y necesita que actúe. La dimensión retórica del lenguaje, la literatura misma, “deshace las

pretensiones del trívium (y, por extensión, del lenguaje) de ser una construcción

epistemológicamente estable.” (2003: 662). Y es a partir del concepto de lectura, entendida

como un “proceso negativo en el cual la cognición gramatical queda deshecha en todo

momento por su desplazamiento retórico.” (2003: 662), que podemos decir que la literatura

se resiste a la teorización al no poder reducirse al esquema de significado con el cual cada

teoría pretende leerla. La lectura literaria, es decir, la resistencia a la lectura como

interrupción, viene a testimoniar la imposibilidad de la lectura que inevitablemente intenta

fijar un sentido a priori inasible. Si trasladamos este concepto al ámbito de la teoría, se debe

tener siempre en cuenta que no es posible establecer ningún sistema completamente seguro,

desde un punto de vista epistemológico, dentro del marco de los estudios que tengan a la

literatura como su objeto principal, desde donde se pueda saber, de manera inequívoca, el

sentido de un relato literario (o por lo menos el sentido decididamente preferible en medio

de una serie o variedad de sentidos posibles más o menos próximos, semejantes o

adyacentes). Lo cual queda de manifiesto en el hecho de que si el sentido finalmente se fija

43
en algún texto crítico o teórico, volverá a ser indefectiblemente ambiguo e inasible para

otra nueva lectura.20

La salida que de Man encuentra a los problemas que la teoría literaria no puede

explicar es, fundamentalmente, retórica: es por eso que propone que podemos entenderlos y

describirlos de modo acertado si los analizamos en tanto figuras o tropos. El caso más

representativo de esta imposibilidad de asir el sentido del lenguaje es la “ironía” (entendida

como un modo de la ambigüedad). La ironía es caracterizada por de Man como “el tropo de

los tropos” porque afecta el orden de la comprensión en el nivel gramatical y, a la vez,

porque es incompatible con el análisis lógico. La ironía pone de manifiesto que el lenguaje

no necesariamente va a estar supeditado a la intención de quien lo usa, o al mundo externo

al que pretende referir. En el ensayo “El concepto de ironía”, de Man realiza una suerte de

historización de las diferentes formas en las que se ha concebido a la ironía, con el objetivo

de establecer una definición propia sobre dicho tropo. Comienza el artículo presentando

diversas formas de concebir y de definir los tropos, por medio de las cuales expone su

propia definición. Los tropos, entonces, implican siempre un alejamiento, un cambio, un

desplazamiento de sentido. En relación a ellos, de Man establece que la ironía introduce un

cambio que “implica algo más, una negación más radical” (2000: 233).

“La ironía misma plantea dudas en el mismo momento en que se nos ocurre su

posibilidad, y no hay ninguna razón intrínseca para interrumpir el proceso de duda” (2000:

235). Por lo tanto, el lector debe elegir entre un sentido u otro en el momento en el que la

20
Otro caso que da cuenta de la imposibilidad de hacer coincidir la gramática con la retórica, es el de las
preguntas retóricas. En ellas, el mismo uso gramatical genera dos significados opuestos que no pueden
reconciliarse dialécticamente: el significado literal posee una proposición que es negada por el significado
figural. Esta ambigüedad nos devuelve al estado de indecibilidad según el cual es imposible optar por un
significado u otro: no podemos esclarecer el sentido de la pregunta retórica al no poder establecer con
seguridad si su función es la de preguntar o si nos está diciendo otra cosa. Así, para de Man, la retórica
suspende a la lógica y a la gramática, como así también a la posibilidad de representación.

44
ironía lo intercepta, razón por lo cual de Man afirma que es “el deseo de entender la ironía

la que pone fin a esta cadena” (2000: 235). Durante ese proceso de decisión, mientras reina

la duda, tanto la lectura como la posibilidad de interpretación del lector se ven

interrumpidas. No es siempre la obra misma la que necesariamente habilita esta posibilidad,

sino que es el lector el que siente la extraña necesidad de interrumpirse si lo que lo moviliza

es asignarle un sentido a lo que lee, o bien dar cuenta de que esa asignación es imposible.

Pero si mediante la comprensión es posible controlar la ironía, “¿qué sucedería si la ironía

fuera siempre la ironía de la comprensión, si lo que estuviera en juego en cuanto a la ironía

fuera siempre la cuestión de si es posible comprender o no comprender?” (2000: 236). Si

esto es cierto, entonces la comprensión nunca puede controlar la ironía, por lo cual la

función de este tropo consistiría en problematizar “la posibilidad de la lectura, la legibilidad

de los textos, la posibilidad de decidir sobre un significado” (2000: 236).

Seguido a esto de Man trabaja con un capítulo de Lucinda, una novela de Schlegel,

en la que se presenta una especie de disquisición filosófica que, según recuerda de Man,

puede leerse sin mayores dificultades –es sabido que de hecho lo fue- como “una reflexión

sobre los aspectos puramente físicos de un acto sexual.” (2000: 239). Lo que se extrae de

este caso es que ciertos discursos, cuando son escritos de una determinada manera,

permiten ser leídos según un “doble código”. Resulta interesante dar cuenta que De Man

plantea esta cualidad del lenguaje en términos de “amenaza”:

Estos dos códigos son radicalmente incompatibles entre ellos. Se interrumpen, se


alteran el uno al otro de una forma tan fundamental que esta verdadera posibilidad
de disrupción representa una amenaza para todas las asunciones que uno tiene
acerca de lo que un texto debería ser. (2000: 239).

Yendo un paso más allá, de Man postula que todo sistema tropológico, todo

lenguaje, toda obra literaria, “engendra una línea narrativa”. Ahora bien: por medio de su

45
lectura de Schlegel, argumenta que la ironía trae consigo un “estado de ánimo interior” de

sesgo interruptor (que podemos hallar en la poesía) cuya modalidad exterior sería lo bufo:

“Lo bufo […] es la interrupción de la línea narrativa, el aparte, el aparte para la audiencia, a

través del que se rompe la ilusión de ficción.” (2000: 251). Si siempre es posible identificar

una “línea narrativa” y tomarla como sendero para que una lectura discurra y corra tras el

sentido, también siempre –diríamos, fatalmente- la hay para que resulte interrumpida:

constante e irremediablemente interrumpida. Fiel a sus motivaciones, de Man traduce todo

esto al campo de la retórica, donde ubica los tropos de la “parábasis” y el “anacoluto” para

mostrar cómo actúa la interrupción en el lenguaje y la literatura:

La parábasis es la interrupción de un discurso en virtud de un desplazamiento en el


registro teórico […] El anacoluto se emplea más a menudo como algo referido a los
modelos sintácticos de los tropos […] donde la sintaxis de una frase que crea ciertas
expectativas es súbitamente interrumpida y, en vez de encontrar lo que se espera
según la sintaxis establecida, se encuentra algo totalmente diferente, una ruptura en
las expectativas sintácticas del modelo. (2000: 252).

Antes de continuar, es necesario reponer cómo aparecen definidos estos dos tropos en

investigaciones retóricas tradicionales. Helena Beristain define el anacoluto como una

“ruptura del discurso debida a un desajuste sintáctico provocado por la elipsis de los

términos concomitantes o subordinantes o coordinantes. Puede deberse a una confusión

entre parataxis o hipotaxis” (Beristain 1995: 46). Beristain destaca que este tropo suele

utilizarse para imitar la lengua hablada y conferirle más realismo a los personajes. Por otra

parte, Marchese y Forradelas definen al anacoluto como “recurso estilístico en el que la

frase se nos presenta desprovista de coherencia sintáctica, por adoptar el hablante, en el

desarrollo del discurso, una construcción acorde con su cambio de pensamiento”

(Marchese-Forradelas 2007: 24). Mientras que definen parábasis como “un caso especial de

46
la digresión […] tan frecuente en la tragedia griega: el autor, por medio de un corifeo, daba

a conocer a los espectadores sus intenciones, sus opiniones […] podría extenderse a los

casos de intrusión del autor en la obra” (Marchese-Forradelas 2007: 102).

Estos dos tropos se encargan entonces de interrumpir esa línea narrativa que deviene

del lenguaje, en tanto sistema tropológico, y si, como se dijo anteriormente, en la poesía la

ironía se encuentra en todas partes, entonces “la narrativa puede ser interrumpida por

cualquier lugar”; existe algo así como una potencialidad latente de interrupción que viene a

cortar la línea narrativa que es, ni más ni menos, que “la estructura narrativa que resulta del

sistema tropológico […] la alegoría de los tropos tiene su propia coherencia narrativa, su

propia sistematicidad, y es tal coherencia, tal sistematicidad, lo que la ironía interrumpe,

altera.” (2000: 253-254). Lo que está en juego, de nuevo, es la (im)posibilidad que tenemos

a la hora de comprender y, por medio de esta comprensión, de hacer inteligible o no la

narración que estamos leyendo.

De Man vuelve a citar a Schlegel para decir que la poesía suspende “las nociones y

leyes del pensamiento racional” (2000: 256), dejando expuesto “el caos original de la

naturaleza humana […] la lengua auténtica es la lengua de la locura, la del error, la de la

estupidez” (2000: 256). Su “autenticidad” radica en que “es una simple entidad semiótica,

abierta a la radical arbitrariedad de cualquier sistema de signos y, como tal, […] poco

fiable.” (2000: 256). Para explicar esto, de Man introduce el concepto de “libre juego del

significante”: fiel a su postura no-fenoménica, propone que la lengua se desliga de ataduras

referenciales y es independiente de cualquier tipo de intención que poseamos a la hora de

utilizarla. Una vez escrita, una obra literaria no podrá reducirse a ninguna explicación que

focalice exclusivamente en entidades como el autor o el lector de la obra; la arbitrariedad

47
de los significantes, no solo impide que estos sean gobernados por los que los usan, sino

que también “echa a perder cualquier consistencia narrativa, y arruina los modelos

reflexivo dialéctico, que forman, como se sabe, la base de cualquier narración.” (2000:

257). En sintonía con esto, de Man afirma: “Un texto literario afirma y niega

simultáneamente la autoridad de su propio modo retórico” (1990: 31). Esta premisa rige

buena parte de las lecturas que de Man realiza, al punto tal que se caracterizan por buscar

ese momento en que el texto se niega a sí mismo.

Lo que la ironía interrumpe, en tanto tropo que caracteriza al lenguaje literario, es

la posibilidad de existencia de una estructura narrativa: “No hay narración sin reflexión, ni

narrativa sin dialéctica, y lo que la ironía interrumpe […] es precisamente esa dialéctica y

esa reflexividad, los tropos. Lo reflexivo y lo dialéctico son el sistema tropológico” (2000:

257)21. Esta interrupción de la comprensión que apunta a cuestionar la estabilidad

epistemológica del lenguaje tiene, paradójicamente, un efecto en extremo positivo para la

labor crítica: “Parece como si acabásemos en una especie de seguridad negativa sumamente

productiva para el discurso crítico (1990: 30). Es, en nuestros términos, el fenómeno de la

resistencia a la lectura, que pone de manifiesto la imposibilidad de la lectura (pensada como

cultura) para comprender la totalidad de una obra literaria por medio de un método

reductivo y de identificación.

4. La interrupción como modo de lectura

4.1 La lectura en Blanchot

21
La influencia de Blanchot se manifiesta de nuevo en forma clara: recordemos que la literatura en La
conversación infinita también se caracteriza por cuestionar la razón dialéctica.

48
Si queremos ocuparnos de la noción de “lectura” que Maurice Blanchot construyó a

lo largo de su vasta obra crítico-teórica, es preciso dejar en claro una serie de distinciones

metodológicas. Para empezar, y retomando la distinción propuesta en el apartado sobre

Paul de Man, se distingue la lectura no-literaria de la lectura literaria. Esta escisión se

fundamenta en el criterio metodológico que pretende hacer hincapié en las diferencias que

se han podido establecer entre literatura y cultura, entre literatura y discurso. La

“experiencia de lectura (literaria)” que se busca caracterizar, se diferencia de la lectura no-

literaria por medio del principio de la comprensión: toda lectura no literaria será aquella

que sea llevada a cabo según la total exigencia de la comprensión, es decir, una lectura

cuyo horizonte esté definido por la obligatoria necesidad de que lo leído encaje siempre con

lo que se ubica en el ámbito de lo culturalmente ya conocido. Este espacio es el que Alain

Badiou concibe como el “Estado de la situación”, que abarca todo aquello que existe para la

cultura, todo aquello que se puede “decir” de forma efectiva (es decir, lo que cae bajo

figuras abarcadoras de lo dado, como “lenguajes” y “saberes”). Blanchot caracteriza, en El

espacio literario la noción de lectura no-literaria de la siguiente manera: “Sólo el libro no

literario se ofrece como una red fuertemente tejida de significaciones determinadas, como

un conjunto de afirmaciones reales” (Blanchot 1992: 174). Dentro de nuestra perspectiva, la

lectura no-literaria llevada al ámbito de la literatura, será llamada la “lectura cultural”.

Ahora bien, en el discurrir de esa lectura, es factible que se produzca un deslizamiento

hacia la resistencia de la literatura a ser leída: la imposibilidad de la literatura de ser

interpretada y/o comprendida según la exigencia de la cultura. Cuando esto ocurre, se nos

presenta la “experiencia de la lectura literaria” (sin interesar con qué rotulación cultural

cargue el texto), experiencia irreductible a la cultura que será, según la teoría de Badiou, del

orden del Acontecimiento: “la nominación de un acontecimiento […] es siempre poética:

49
para nombrar un suplemento, un azar, un incalculable, hay que abrevar en el vacío de

sentido, en la carencia de significaciones establecidas, en el peligro de la lengua.” (Badiou

2002A: 90). En relación a esto, “La poesía es la asunción estelar de ese puro indecidible

que es, sobre un fondo de vacío, una acción de la que no se puede saber que ha tenido lugar

hasta tanto no se haya apostado sobre su verdad” (Badiou 1999: 216). Leer literatura, en el

sentido que buscamos pensarlo, sería equivalente a dar con ese acontecimiento que teoriza

Badiou.

En “¿Es oscura la poesía de Mallarme?” Blanchot repone una tentativa de lectura

totalizante de Charles Mauron sobre la obra de Mallarme. Mauron parte de la idea de que

“todo poema tiene un significado objetivo, sabido por todo el mundo y garantizado por el

pensamiento del autor” (1977: 119) que puede esclarecerse si se lo “traduce” a prosa. Ante

esta postura, Blanchot propone que la estructura de la significación poética, al ser

caracterizada como “original e irreducible”, no se puede hacer coincidir con el discurso

propio de la razón. Acercamientos como el de Mauron, que pretenden asignarle un sentido

específico a la poesía, erran “cuando entienden por sentido al entendimiento propio de un

texto originado por el pensamiento definido.” (1977: 120) Aquí ya podemos ver una de las

operaciones centrales de la propuesta teórica de Blanchot: la distinción, en la praxis del

lenguaje, entre el carácter literario y el no literario. Si la significación poética se encuentra

inevitablemente ligada al lenguaje que la expresa, resultaría imposible separarla de la forma

específica, original y única, que la compone: “El sentido del poema es inseparable de todas

las palabras, acentos y ritmos del poema” (1977: 120). Es por esto que si el lector quiere

comprender el poema, debe aprehenderlo en su misma realidad, ya que el poema se resiste

al intento de la razón discursiva de cambiarle la forma para comprenderlo. La experiencia

50
de lectura literaria permite pensar al lenguaje como “lo que tiene existencia en sí mismo

como conjunto de sonidos, cadencias, nombres, y, en este sentido, por la conjunción de

fuerzas que representa, se rebela como fundamento de las cosas y de la realidad humana.”

(1977: 121). La lectura para Blanchot será aquella que pueda dar cuenta de “la virtud

sensible de las palabras, en su valor material y en su capacidad para llegar a lo más

profundo de la realidad” (1977: 122). Cuando Mauron caracteriza de “oscura” a la poesía

de Mallarme, efectúa una lectura que pretende colmar con un juicio de valor, propio de la

razón discursiva, el vacío que produce la experiencia de la lectura literaria en tanto

acontecimiento22. Lo que puede la lectura literaria es ubicar al lector “hacia el punto en el

que la poesía, dejando de ser objeto para convertirse en potencia de visión, imbuye al lector

del sentimiento de ser él mismo lo explicado y contemplado.” (1977: 123). En este sentido,

la fuerte impronta antropológica que posee la propuesta de Blanchot en torno a la literatura

se pone de manifiesto en la superficie misma del texto, convirtiéndose en uno de los rasgos

más preponderantes de su teoría literaria.

La importancia del lector se da en la medida en que “es aquel por quien la obra se

dice de nuevo, no dicha de nuevo en una repetición cansadora, sino sostenida en su decisión

de palabra nueva, inicial.” (Blanchot 1992: 202). Es interesante ver que Blanchot sitúa al

lector, en relación a la obra, en el mismo nivel de importancia que el autor, ya que es por

medio de su lectura que la obra nace de nuevo, recomienza. Pero, ¿qué ocurre cuando la

obra, concebida por Blanchot como “el otro de todo mundo” (1992: 203), como lo que

posee una lógica diferente e irreductible al mundo en tanto conjunto de significaciones

establecidas y determinadas, comienza a involucrarse con la historia y la cultura? En el

22
Las categorías blanchotianas de “razón discursiva” y “estructura no-poética” forman parte de lo que
llamamos “lectura como cultura”.

51
momento que comienza, la obra irrumpe de forma súbita en el curso de la historia: “la obra

es historia, es un acontecimiento, el acontecimiento mismo de la historia y esto ocurre

porque su pretensión más firme es dar toda su fuerza a la palabra comienzo.” (1992: 203).

La obra no podría sino interrumpir el normal devenir de la historia porque ella misma es

una instancia que nada tiene que ver con los parámetros de lo conocido por la cultura: “En

el mundo en que surge y donde proclama que ahora hay una obra, en el tiempo usual de la

verdad en curso, surge como lo desacostumbrado, lo insólito, lo que no tiene relación con

este mundo ni con este tiempo.” (1992: 203). Doble condición de la obra: si, por un lado,

interrumpe la historia por su carácter desconocido, por el otro lado también encarna y lleva

consigo la esencia de la historia- es “el acontecimiento mismo de la historia.” (1992: 203)23.

Si cada vez que comienza interrumpe el curso de la historia por ser ella el

acontecimiento mismo de la historia, también verbaliza –aún sin decirlo- el recomienzo de

la historia: “La obra dice la palabra comienzo, y lo que pretende dar a la historia es la

iniciativa, la posibilidad de un punto de partida.” (1992. 204). Es en su calidad de

recomienzo, que la obra se remonta hacia el origen antropológico del sentido del hombre,

del lenguaje y del arte mismo: “y finalmente es muy antigua, lo que se pierde en la noche

de los tiempos, siendo el origen que siempre nos precede y que siempre está dado antes que

nosotros” (1992: 204). ¿Qué es ese origen? La respuesta a esta pregunta nos introduce en el

corazón de la teoría blanchotiana de la lectura: el lector, necesariamente inmerso en el

mundo de la cultura y la historia, busca fervientemente en la lectura, la “verdad” que

garantice su saber de la obra y del mundo. Pero ocurre que su lectura, su búsqueda, fracasa

23
La familiaridad teórica entre estas ideas de Blanchot y las conceptualizaciones sobre el discurso de la
historia de raigambre benjaminiana –“lo contemporáneo” de Agamben, “anacronismo” de Didi-Huberman o
el “tiempo mesiánico” de Benjamin, entre otros –son evidentes y merecen ser estudiadas en una investigación
más amplia que esta.

52
en el momento en el cual encuentra, no el lugar de lo verdadero, sino el lugar donde lo

verdadero nace:

El lector ve en la claridad maravillosa de la obra no lo que se aclara por la


oscuridad que lo retiene y se disimula en ella […] sino lo que es claro en sí mismo,
la significación, lo que se comprende y de lo que se puede disponer y gozar
tomándolo y separándolo. (1992: 205).

Para Blanchot, entonces, la lectura de la obra nos brindaría el movimiento propio del

lenguaje y la significación, es decir, cómo éste significa, cómo construye y cómo lleva en sí

lo que tradicionalmente entendemos por sentido. En vez de dar con el sentido de lo

culturalmente verdadero, el lector da con la verdad profana del sentido antes de que éste

engendre la noción de “verdad” o cualquier otra noción. Esta tesis de Blanchot parte de la

presuposición, antropológica también, de que el arte no puede pensarse sino como una

manifestación sucesiva de recomienzos, una figura que –como se ve– resulta correlativa y

complementaria con la de interrupción. En otras palabras, la creencia de que cada obra de

arte no puede simplemente comenzar desde cero, sino que su propia posibilidad de

existencia está dada por el “conjunto” de obras que la preceden (lo cual, de ningún modo,

implica que la obra de arte deba moverse en el espacio del saber y de la comprensión)24.

No obstante, una vez que el lector da con la experiencia original e inaccesible por

excelencia, el peso de la historia recae sobre él con tanta fuerza que se ve obligado a

“transformarla en lenguaje corriente, en fórmulas eficaces, en valores útiles” (1992: 205).

En este sentido, Blanchot reinterpreta la frase de Nietzsche, “Tenemos arte para que la

24
En este punto, se impone mencionar la relación entre esta teorización de Blanchot y el tópico teórico de los
“comienzos”: The anxiety of influence de Harold Bloom, Beginnings: intention and method de Edward Said y
Grammars of creation de George Steiner, formarían un primer corpus de lecturas adyacentes que, por razones
de extensión, no vamos a interrogar. Teniendo esto en cuenta, juzgamos importante destacar la efectividad
crítico-teórica de la noción discontinuista de la “interrupción” de Maurice Blanchot. De esta manera, el
problema teórico de los comienzos sería necesariamente una parte de la teoría de la interrupción.

53
verdad no nos hunda (no nos haga tocar fondo)”, y propone: “Tenemos arte para que lo que

nos hace tocar el fondo no pertenezca al dominio de la verdad.” (1992: 213). De esta forma,

pareciera que Blanchot hace hincapié en la necesidad antropológica de que la literatura, en

tanto forma de arte, funcione como una suerte de reducto en el cual la experiencia –

verbalizada como “lo que nos hace tocar fondo”- sea posible gracias al movimiento de la

lectura que necesariamente debe escaparse del mundo de la verdad y de la comprensión, de

la historia y la cultura. Liberada de este peso, la lectura es el acontecimiento gracias al cual

experimentamos que el arte “como imagen, como palabra y como ritmo indica la

proximidad amenazante de un afuera vago y vacío, existencia neutra, nula, sin límite,

sórdida ausencia, asfixiante condensación donde, sin cesar, el ser se perpetua en forma de

nada.” (1992: 217). El arte nos pone de cara a lo que sería el mundo antes de su comienzo,

antes aún de que las ideas mismas de comienzo y de mundo sean verdaderamente posibles.

Siguiendo a Blanchot, entonces, el arte sitúa al hombre frente a lo que era su imagen en el

instante previo a que se constituya como hombre en el lenguaje.

En “Impersonality in the Criticism of Maurice Blanchot”, Paul de Man realiza un

acercamiento, tanto a la obra crítica como a la obra literaria de Blanchot, a partir de sus

teorizaciones sobre la lectura y la interpretación. Una de las intervenciones centrales de de

Man, en torno al problema que representa la escritura de Blanchot, es la afirmación de que

existe un nexo íntimo entre su crítica y su literatura. En este sentido, de Man destaca que la

obra de Blanchot se caracteriza por una puesta en cuestión de la posibilidad misma de

elaboración del discurso crítico, razón por la cual su propia crítica nunca intenta ser una

suerte de exégesis aclaratoria de la obra que tiene por objeto. Esta ética blanchotiana de la

crítica, como lúcidamente lo nota de Man, es ante todo una ética de lo que el proceso de

54
lectura es o debería ser: Blanchot ubica la lectura “antes o más allá del acto de

comprender”25 (de Man: 1971: 63), gesto que, a las claras, rompe con los presupuestos de la

crítica tradicional de aquel entonces.

Como se podrá ver, de Man ahonda en la teoría literaria de Blanchot partiendo de la

construcción que éste hace del acto de la lectura. De Man parte de la siguiente cita de El

espacio literario: “El acto de leer no cambia ni agrega nada a lo que a está ahí; deja que las

cosas sean como ya son; es una forma de (la) libertad” (1971: 63). La obra literaria,

siguiendo la interpretación de Paul de Man, no poseería para Blanchot ninguna entidad más

allá del acto de lectura; lo cual implica que “carece de cualquier tipo de condición objetiva”

(1971: 64). A su vez, la obra no representaría, tal como lo establece Blanchot, un campo en

cual, tanto el autor como el lector, escenifiquen una relación de diálogo entre ellos (en el

sentido hermenéutico del término). Más bien, lo que ocurre en la lectura es un proceso en el

que lector y autor se desprenden de todo eso que los caracteriza y los define como tales:

“[la lectura] devuelve al lector, por un momento, a lo que podría haber sido antes de tomar

la forma de un ser en particular.” (1971: 64). En otros términos, podemos decir que el lector

transita una desubjetivación que implica una suerte de ruptura de las expectativas culturales

que posee, en tanto toda experiencia de lectura literaria necesariamente nace de una lectura

cultural que se ve continuamente asediada por un residuo de indeterminación, en palabras

de de Man, que no se deja reducir a los parámetros y demandas de la cultura sino que, por

el contrario, impide que tales parámetros tomen o sigan su curso.

Entonces, la forma en la que Blanchot lee se caracteriza por la (auto)exigencia de

“no agregar nada a lo que ya está ahí”. Pero ocurre que la lectura remonta al lector al origen

25
Las traducciones de este artículo son nuestras.

55
mismo de la obra, arrastrándolo a lo que Blanchot llama “la experiencia original”,

experiencia que, como vimos, puede pero no debe saturarse con “ninguna adición, ya sea en

la forma de una explicación, un juicio o una opinión” (1971: 64) lo cual nos alejaría como

lectores de ese centro al que la lectura de la obra nos convoca. Será lectura literaria aquella

que “permita que la obra sea lo que ya es.” (1971: 64), aquella que le permita al lector

experimentar la obra en tanto obra, sin que se la reduzca o determine como una práctica

cultural entre tantas otras. Este acto de lectura, “pasivo” si se quiere, porque no pretende

agregar nada, es para de Man “la definición de un lenguaje verdaderamente interpretativo.”

(1971: 65). Si se quiere impedir que la cultura, en sus distintas modalidades, entre en la

obra, es necesario que el lector lleve a cabo una especie de vigilancia continua sobre sí

mismo para no coartar la posibilidad de la literatura de impugnar los valores de la cultura.

Ante esto, de Man propone que esa vigilancia “sólo puede llevarse a cabo en el lenguaje.”

(1971: 65); lo cual nos introduce al problema de la crítica y su relación con la literatura. La

crítica, a veces simultánea pero siempre posterior a la lectura literaria, se construye

entonces como el lenguaje Otro de la obra literaria gracias a su relación de “contacto” con

ella.

Es importante destacar que de Man centra su análisis sobre Blanchot a partir de la

tesis, presente en El espacio literario, de que un escritor nunca podrá leerse a sí mismo, es

decir, de la imposibilidad de la auto-lectura. Esta postura, crucial para entender a Blanchot,

se conecta con “la dificultad de renunciar a la creencia de que toda literatura es un nuevo

comienzo, que la obra es una secuencia de comienzos.” (1971: 65). Pero esta creencia,

como venimos viendo, no es más que una ilusión: “El poeta sólo puede comenzar su obra

porque está dispuesto a olvidar que este supuesto comienzo, en realidad, no es más que la

56
repetición de un fracaso previo, que resulta precisamente de la incapacidad por comenzar

de nuevo.” (1971: 66)26, un escritor jamás podría escribir una obra si piensa que ella ya está

escrita, si sabe que su labor forma parte de un movimiento de recomienzos que no sólo lo

trasciende sino que se hunde en el origen antropológico del hombre –del lenguaje y del arte.

En la lectura no estamos ante la inminencia de un comienzo que nos pondría de cara al

origen de la obra, sino que “asistimos a la reafirmación de la imposibilidad del comienzo y

del origen, de la imposibilidad de comenzar.” (1971: 66). El lector bien puede optar por

olvidar el hecho de que la obra testifica la imposibilidad de que ella misma exista pero,

siguiendo a Blanchot, si el escritor se lee a sí mismo no podría evocar esa imposibilidad

propia de la creación de la obra literaria porque, si esto ocurriese, tal descubrimiento

“paralizaría cualquier intento posterior de crear literatura.” (1971: 66). A partir de esto, de

Man arriba a la siguiente conclusión:

La lectura, así como también la crítica (entendida como la actualización en el


lenguaje, del lenguaje potencialmente involucrado en toda lectura) puede devenir en
interpretación genuina, en el sentido más profundo del término, siempre que entre el
autor y su obra se establezca una relación de total extrañamiento, rechazo y olvido.
(1971: 66).

Esto le permite a de Man construir su tesis central sobre la relación entre la obra crítica y la

narrativa de Blanchot: “Podría mostrarse que la crítica de Blanchot prefigura la auto-lectura

hacia la cual él está, en última instancia, orientado.” (1971: 67).

Emulando el gesto de Paul de Man, quien sostiene que en los artículos críticos que

Blanchot escribió sobre Mallarme puede verse la relación entre su crítica y su literatura, nos

proponemos analizar aquellos artículos en donde Blanchot se ocupa de Kafka; en ellos es

posible dar con una serie de elementos que nos permitirían terminar de trazar el panorama
26
Todo parte de la imposibilidad del comienzo, de la creencia de que todo comienzo no es más que un
recomienzo. Esto es lo que Blanchot da por supuesto para construir su teorización.

57
sobre la lectura en Blanchot. “El lenguaje de la ficción”, incluido en La parte del fuego,

retoma el problema de la significación poética y la discursiva, pero esta vez haciendo

hincapié en la diferencia que esos dos tipos de significación pueden presentar en el

transcurso de una lectura. Blanchot escoge la siguiente frase de El castillo de Kafka para

marcar las lecturas disímiles que se pueden hacer de ella: “El jefe de la oficina ha

telefoneado”, y retoma, como primera medida, la conclusión a la que arriba en el

mencionado ensayo sobre Mallarme: “Admitamos que las palabras en un poema no

desempeñan el mismo papel y no mantienen las mismas relaciones que las del lenguaje

común.” (Blanchot 2007: 73). La relación que se establece entre el sujeto que lee y las

palabras dependerá, en gran medida, de esta distinción fundamental que, a la vez, rige su

propia teoría de la lectura. Pero ¿qué es lo que cambia? Ciertamente, las palabras son las

mismas, la lectura en tanto proceso cognitivo tampoco sufre cambios, pero indudablemente

estamos ante dos tipos de lecturas en esencia diferentes, que parecen coincidir con la

distinción metodológica propuesta al comienzo (lectura literaria y lectura cultural). Pensar

en estos términos los dos tipos de lectura que Blanchot propone se justifica, principalmente,

porque su distinción se origina en la dispar relación que cada lectura entabla con el “saber”.

Si, por un lado, cuando leo esa frase en el contexto de una oficina “sé quién es mi jefe,

conozco su oficina, se muchas cosas, relativas a lo que él es, a lo que dice […] mi saber es

en algún modo infinito […] estoy por todas partes prensado por la realidad”, por el otro, esa

frase leída de El castillo implica que, como lector, no sólo sea “infinitamente ignorante de

todo lo que pasa en el mundo que se me evoca, sino que esta ignorancia forma parte de la

naturaleza de este mundo, desde el momento que el objeto de un relato se presenta como un

mundo irreal” (2007: 73-74). Como se puede ver, esta distinción funciona de forma análoga

58
a la díada significación poética-significación discursiva de Falsos pasos y, también, a las

posteriores teorizaciones que se presentan en El espacio literario.

Lo que está en juego a la hora de la lectura es la relación que se establece entre ella y

el saber o, acorde a la terminología que venimos manejando, entre la lectura y la cultura. En

este ensayo Blanchot anticipa muchas de sus posteriores aportes al problema del lenguaje

cotidiano y la significación, tratado principalmente en “El gran rechazo” y “La literatura y

el derecho a la muerte”, al proponer: “En la existencia corriente, leer y escuchar suponen

que el lenguaje, lejos de darnos la plenitud de cosas en las que vivimos, esté separado de

ellas, porque es un lenguaje de signos, cuya naturaleza no es llenarse con lo que señala,

sino ser su vacío” (2007: 74). Esta forma de usar las palabras hace que ellas se desprendan

irremediablemente de sus respectivos referentes, de “lo real” en última instancia. Blanchot

sostiene que, cuando lee la frase en la cotidianeidad, instantáneamente pierde registro de las

palaras utilizadas, quedando a la deriva de una compleja y vasta red de intenciones,

relaciones y signos que se encuentra garantizada por el sentido mismo de esas palabras. Sin

embargo, en la lectura literaria, aunque las palabras que se leen también son signos, se dice

que “no partimos de una realidad dada como la nuestra.” (2007: 75) sino de lo que Blanchot

llama un “mundo irreal”. El “saber” como lo conocemos deviene en no-saber, en ignorancia

de las leyes que rigen el mundo de, por ejemplo, El castillo. La tesis de Blanchot en

relación al no-saber es que “esta pobreza es la esencia de la ficción que consiste en hacerme

presente lo que la hace irreal, accesible únicamente a la lectura, inaccesible a mi existencia

[cotidiana]” (2007: 74). Si en la lectura cultural el sentido es el operador clave que ata al

lector a la red de significaciones que garantizan el saber, en la lectura literaria el sentido

nunca se puede dar completamente por supuesto, ni tampoco puede operar un nivel de

59
determinación comparable al que hacemos funcionar en el ámbito de la cultura. A raíz de

esto, Blanchot propone que en la literatura:

las palabras no pueden ya contentarse con su puro valor de signo (como si fuera
precisa toda la realidad y la presencia de los objetos y los seres para autorizar esta
maravilla de nulidad abstracta que es la charla de cada día), y a la vez adquieren
importancia como bagaje verbal y hacen sensible y materializan lo que significan.
(1977:75).

Podemos ver entonces cómo la significación poética tiene en su origen más profundo esta

irrelación con el no-saber, es decir, la confrontación con lo que llamamos “cultura”.

Es interesante dar cuenta de que esa carencia, esa falta que es para Blanchot el

fundamento mismo de la literatura, es utilizada también como criterio para definir la

totalidad de la obra de Kafka. El movimiento que mejor representa la crítica de Blanchot es

este ir y venir constante: de Kafka a la literatura y de la literatura a Kafka; es un

pensamiento cuya marca característica es la imposibilidad de detenerse en un punto fijo, lo

cual no hace sino dificultar la construcción de un discurso crítico que pretenda asir la

empresa teórico-crítica de Blanchot. Volviendo a Kafka, esa falta que Blanchot percibe en

su obra –al punto tal que la concibe, en su totalidad, como un fragmento– es el punto

central si se quiere explicar las diferentes lecturas que se han hecho de él:

Esta carencia podría explicar la incertidumbre que hace inestable, sin cambiar su
dirección, la forma y el contenido de su lectura. Pero esta carencia no es accidental.
Está incorporada en el sentido mismo que mutila […] Las páginas que leemos
poseen la más extrema plenitud, anuncian una obra que no carece de nada y, por
otra parte, toda la obra está como dada en esos desarrollos minuciosos que se
interrumpen bruscamente, como si ya no hubiera nada que decir. (2007: 13).

Carencia que se traduce en imposibilidad de saber con exactitud qué se lee, o mejor, qué

significa lo que se lee: “Lo que vuelve angustiosa nuestro esfuerzo por leer no es la

60
coexistencia de interpretaciones diferentes, es, para cada tema, la posibilidad misteriosa de

aparecer unas veces con sentido negativo y otras veces con sentido positivo.” (2007: 13).

Pasajes como éstos son los que nos permiten pensar a Blanchot como un teórico de la

lectura: en el instante mismo en que realiza una descripción de una determinada obra,

inmediatamente se interroga por las implicancias que esos aspectos tendrán en la lectura.

Por otro lado, en este punto es posible notar algo así como un germen de lo que será

uno de los principales aportes de Paul de Man en torno al problema de la lectura: a partir de

la transitada noción de “ambigüedad”, definida como “un subterfugio que capta la verdad

en el modo del deslizamiento, del paso” (2007: 13), Blanchot lee en Kafka la posibilidad de

coexistencia de elementos infinitamente contrarios que habilitan infinitas interpretaciones

(mundo de esperanza y mundo condenado, universo cerrado y universo infinito, universo de

la injusticia y universo de la culpa); ambigüedad que arruina la lectura, que la hace fracasar

en su intento más lógico de asignarle un sentido a eso que lee. Podemos reconocer en este

modo de leer la noción demaniana de la “indecidibilidad” según la cual, por ejemplo en el

caso de las preguntas retóricas, el mismo modo gramatical genera dos significados opuestos

que no pueden reconciliarse dialécticamente: el significado literal posee una proposición

que es negada por el significado figural. Usos del lenguaje como este, que para de Man son

característicos de la literatura, nos ponen como lectores en un estado suspendido de

“indecidibilidad” puesto que resulta imposible optar por un significado u otro. La influencia

de Blanchot sobre de Man parecería innegable: ante la imposibilidad de decidir por un

significado, por una interpretación o lectura correcta, ninguno de los dos busca construir

una alternativa teórica que les permita dar con una lectura preferible, sino que ambos

61
insisten en la suspensión de la comprensión, haciendo de ella el horizonte mismo de la

lectura crítica.

Recordemos que una de las tesis más importantes de Paul de Man en “El concepto

de ironía” consistía en afirmar que en poesía podemos encontrar ironía en todas partes, es

decir, que nuestra lectura podía verse interrumpida en cualquier momento a causa de la

potencial ambigüedad de todo significado y el estado de “indecidibilidad” que dicha

ambigüedad necesariamente produce. A raíz de lo visto hasta ahora, no resulta

particularmente llamativo que encontremos una idea muy similar en “La literatura y el

derecho a la muerte”. Sobre el final del ensayo, Blanchot parte de Kafka y su relación con

la ambigüedad para hacer extensiva su idea al resto de la literatura:

La literatura es el lenguaje que se hace ambigüedad […] No sólo cada momento del
lenguaje puede llegar a ser ambiguo y decir alguna otra cosa que no dice, sino que el
sentido del lenguaje es incierto, de él no se sabe si expresa o representa, si es una
cosa o la significa […] La ambigüedad está en todas partes (2007: 301).

Podemos ver a las claras que la conclusión a la que de Man arriba, a saber, que “la ironía

es la permanente parábasis de la alegoría de los tropos” es una variante, retórica si se

quiere, de las formulaciones de Blanchot en torno del problema de la ambigüedad en el

lenguaje literario27.

Blanchot se interesa específicamente en Kafka porque le ofrece la posibilidad de

entender, no sólo la naturaleza de lo que llamamos lectura literaria y del lenguaje poético,

sino también lo que la literatura es. En este sentido, es necesario destacar la preocupación

27
Pensemos, por ejemplo, en comienzos como el de “El tema del traidor y del héroe” de Borges, o la variante
que Saer construye en Glosa: comienzos ambiguos, indecisos, presuntamente establecidos sobre referencias
vagas, inconexas y contradictorias (ambiguo sería la mejor forma de caracterizarlo) que interrumpen el
discurrir del relato. En la lectura se establece una pugna entre la exigencia de entender, controlar, asignar
sentido a lo que se lee, y la desazón que produce dar cuenta de que esa exigencia está signada por el fracaso.
Imposibilidad que toma la forma de la interrupción.

62
continua de Blanchot, en ensayos como “La literatura y el derecho a la muerte”, por

aquellas obras literarias que permiten ser leídas como una especie de metaliteratura. Es

posible dar cuenta de esta pretensión en “Kafka y la literatura”, así como también de otro

de los gestos característicos de la crítica de Blanchot: nos referimos al movimiento por el

cual diferentes lecturas críticas (incluidas sobre todo en Falsos pasos y La parte del fuego)

confluyen en el discurso predominantemente teórico de obras como El espacio literario y

La conversación infinita; en otras palabras, el paso de la crítica literaria a la teoría literaria.

La hipótesis que Blanchot maneja en este ensayo es que Kafka “descubre”, por así decirlo,

la literatura, en el momento en que logra poner por escrito todo lo que le acontecía pero a

partir de la construcción de una tercera persona «él» que sustituye y aniquila a la primera

persona «yo». Su hipótesis de lectura es que Kafka ha conseguido, en obras como La

condena, La metamorfosis y El proceso, despersonalizar, por medio exclusivo del lenguaje,

su propia historia para poder así volcarla de lleno en la construcción de diferentes relatos:

“El relato de ficción pone en el interior de quien escribe cierta distancia, cierto intervalo

también ficticio, sin el cual no podría expresarse.” (2007: 27).

En el transcurso de veinte años, lo expresado en “Kafka y la literatura” (la primera

edición es de 1949) tomó la forma teórica del ensayo “La voz narrativa” de La

conversación infinita (editado en 1969), pasando antes por el capítulo I de El espacio

literario (1955). Este capítulo es una reflexión en torno, principalmente, al problema de la

escritura: “Escribir es romper el vínculo que une la palabra a mí mismo, romper la relación

que me hace hablar hacia «ti» […] es retirar el lenguaje del curso del mundo” (Blanchot

1992: 20). Cuando escribo literatura, desde esta perspectiva, no sólo me comunico sin hacer

funcionar el aparato formal de la enunciación (aparato por el cual el «yo» se dirige siempre

63
a un «tu»), sino que esa escritura interrumpe la enunciación clásica. Es por esto que el

lenguaje que construyo sufre una transformación radical con respecto al lenguaje del habla

cotidiana, lo cual, como vimos, incidirá inevitablemente en el tipo de lectura que esa

escritura exigirá. De nuevo, como se podrá esperar, Blanchot piensa en Kafka: “Kafka

señala con sorpresa, con un placer encantado, que se inició en la literatura cuando pudo

sustituir el «Él» al «Yo» […] El escritor pertenece a un lenguaje que nadie habla, que no se

dirige a nadie, que no tiene centro, que no revela nada.” (1992: 20). Se evoca aquí al poder

impersonal de la literatura que representa la impersonalidad inherente al lenguaje en su

origen, poder ubicado bajo esa forma de la tercera persona que borra al «yo» del autor y lo

convierte en Otro. Resulta interesante dar cuenta del movimiento por el cual esta propuesta,

que comienza en La parte del fuego como lectura crítica desemboca, veinte años después,

en el concepto teórico de “voz narrativa” incluido en La conversación infinita. Movimiento

que pone de manifiesto la importancia de la lectura crítica en Blanchot, que funciona como

la base sobre la cual construirá su etapa más teórica.

La interrupción introduce, en el centro de la teoría de Blanchot, esa presencia de lo otro

que podemos encontrar en la experiencia literaria. Es por eso que la interrupción supone

una relación específica con el habla, en la que hablar implica “pretender involucrar el

afuera de toda lengua en el lenguaje mismo, es decir, hablar en el interior de este Afuera

[…] Escribir: trazar un círculo en cuyo interior vendría a inscribirse el afuera de todo

círculo…” (2008: 98). Esta idea es central para comenzar a hablar del concepto de “voz

narrativa” de Blanchot y, a la vez, explicita la relación que se da entre el Afuera, el

lenguaje y la experiencia literaria.

64
Retomando y ampliando la metáfora del círculo, en el capítulo XIV de La

conversación infinita la relación entre el Afuera y el lenguaje es trasladada al dominio de la

literatura: “el relato sería como un círculo que neutraliza la vida, lo que no quiere decir que

carezca de relación con ella, sino que se relaciona con ella mediante una relación neutra”

(Blanchot 2008: 488). En un relato, nos dice Blanchot, podemos presentir que “alguien

habla por detrás” (2008: 488), lo cual es el carácter esencial de ese relato en tanto círculo,

el “centro” de ese círculo en términos de Blanchot. Lo importante es que ese centro, a partir

del cual se organiza el relato, no está dentro del círculo/relato sino que se establece detrás

de él: es el afuera del círculo. Entre la voz que narra y lo narrado existe una distancia

infinita, que requerirá, tal como lo establecimos, una interrupción que sea capaz de medirla.

En otras palabras: ser capaz de narrar, de abarcar esa distancia, sería equivalente a “hablar

el límite, es decir, conducir hasta el habla una experiencia de los límites” (2008: 488).

El centro de la propuesta de Blanchot en torno a esta voz narrativa es la extraña

naturaleza del pronombre de la tercera persona:

Sí, como fue demostrado, escribir es pasar del «yo» al «él», si, no obstante, el «él»
que sustituye al «yo» no designa simultáneamente otro yo ni tampoco el desinterés
estético […] queda por saber lo que está en juego, cuando escribir responde a la
exigencia de ese «él» incaracterizable. (2008: 489).

Resulta interesante ver que el pronombre al que Blanchot le imputa el peso de ese

acontecimiento indeterminable e irrecuperable se construye en torno de una figura

gramatical vacía que ha sido bien caracterizada por Émile Benveniste: en su teoría de la

enunciación, Benveniste sostiene que mediante el aparato enunciativo de la lengua es

posible introducir la subjetividad de las personas en el habla. Esto se ve, mayormente, en el

uso de los pronombres personales de primera y segunda persona, ya que toda relación de

65
habla consiste en un «yo» que se dirige a un «tu» que es también un «yo». Lo que nos sirve

para tratar de esclarecer el concepto de voz narrativa en Blanchot es la caracterización que

Benveniste hace del pronombre «él» cuando lo llama el pronombre de la “no-persona”. Se

lo nombra así porque no forma parte de la situación comunicativa prototípica, es el que está

ausente, el que falta. Su existencia se efectiviza gracias al «yo» locutor que se encarga de

nombrarla como la no-persona. En este sentido, el «él» es una instancia aún más vacía que

los pronombres de primera y segunda persona ya que necesita ser dotada de un contenido

referencial preciso y determinado, contenido del cual los otros dos pronombres pueden

fácilmente prescindir.

La experiencia narrativa, que implica un distanciamiento entre el narrador y lo

narrado, “que no se cuenta pero que está en juego cuando se cuenta”, se esconde bajo la

máscara del «él» incaracterizable. A partir de Kafka esta distancia pierde el carácter

objetivo, desinteresado, que identifica a las novelas de Flaubert, para entrar “bajo las

especies de una extrañeza irreductible”, que produce el distanciamiento del personaje

principal corriéndolo del centro, ya que “constantemente descentra la obra, de un modo no

mensurable y no discernible, al mismo tiempo introduce en la narración más rigurosa la

alteración de otra habla o de lo otro como habla (como escritura)” (2008: 493). Esta

distancia representa “la experiencia narrativa”, es el hecho irreal de que exista alguien que

nos está contando una historia y que se debate entre hacerse notar o pasar desapercibido.

Blanchot formula que el acto de narrar pone en evidencia el neutro siempre gracias

al amparo que brinda el «él», “que no es una tercera persona, ni tampoco el simple abrigo

de la impersonalidad […] [ni] se contenta con ocupar el lugar que ocupa el sujeto en

general”, sino que “destituye a todo sujeto”. Lo hace bajo dos formas:

66
1) el habla del relato siempre nos deja presentir que lo que se narra no lo cuenta
nadie: ella habla en neutro; 2) en el espacio neutro del relato, los portadores de
habla, los sujetos de acción […] caen en una relación de no identificación consigo
mismos: algo les sucede, que sólo pueden recobrar desprendiéndose de su poder de
decir «yo» (2008: 494).

Aquí podemos ver que Blanchot no sólo está hablando de lo que ocurre en el Afuera de la

obra, es decir, en el hecho de que alguien esté narrando una historia, sino que también

ocurre dentro de la historia misma en el sentido de que los propios personajes van a

sobrellevar el pasaje del «yo» al «él» (que de Man caracterizaba en términos de anacoluto).

“El «él» narrativo […] marca así la intrusión de lo otro –entendido en neutro– con

su irreductible extrañeza, con su retorcida perversidad. Lo otro habla. Pero cuando lo otro

habla, nadie habla” (2008: 495). La afonía de la voz narrativa surge como consecuencia de

este pronombre que no se corresponde con nadie en especial, no refiere a nadie y gracias a

eso puede establecer “un vacío dentro de la obra”, construyendo el discurso en torno de un

centro que se sitúa fuera de ese discurso, al estar radicado en una forma gramatical

completamente vacía, que puede apuntar a infinitos lugares o a ninguno. Esa voz narrativa,

entendida como neutra, es el acontecimiento de lo exterior al relato, del Afuera

blanchotiano. Afuera que se relaciona con ese relato, a partir de la voz narrativa, de una

forma neutra. Esta relación es esencial porque exhibe la naturaleza del lenguaje, la forma en

la que el lenguaje se vincula con aquello que está intentando nombrar.

En este punto, estamos en condiciones de afirmar que la aparición de la tercera

persona que pone en juego el neutro puede pensarse como una interrupción en el relato por

medio de la noción de “anacoluto” analizada por Paul de Man. Como dijimos, este tropo se

da cuando las expectativas sintácticas que construye una frase se ven interrumpidas, dando

67
lugar a algo diferente28. Implica una ruptura que se efectiviza cuando aparece, sin previo

aviso, el «él» que pone en juego el neutro. Cuando en el ámbito de la literatura un relato se

interrumpe, lo que se quiere mostrar es justamente esa experiencia narrativa, la presencia de

esa voz espectral que nos está narrando una historia. Lo que sube a escena es el acto

narrativo en sí, la intromisión de la “voz narrativa” en lo narrado para mostrar esa

experiencia única que no es otra que la experiencia literaria por excelencia, el

acontecimiento poético en términos de Badiou29. Recordemos que, según una de las

definiciones clásicas de “parábasis”, este tropo se caracterizaba por marcar la “intrusión

del autor en la obra”.

Nos parece conveniente agregar alguna aclaración más acerca de los alcances de la

noción de “lo otro” en Blanchot. En el capítulo titulado “El problema de Wittgenstein” de

La conversación infinita, Blanchot retoma la frase de Flaubert que dice que en el mundo

hay “demasiadas cosas” y “no suficientes formas” junto con la teoría de Wittgenstein sobre

lo indecible, con el objetivo de hablar de lo otro del lenguaje. Lo que se plantea es que “lo

Otro del habla” es el Afuera del lenguaje. Para explicar esto retoma a Wittgenstein, para

quien cada lenguaje “tiene una estructura con respecto a lo cual, dentro de ese lenguaje, no

puede decir nada” (2008: 432). Es menester que haya otro lenguaje que trate de la

estructura (oculta, indecible) del primero. Lo que Blanchot rescata de esto es lo siguiente:

lo inexpresable lo es relativamente a un determinado sistema de expresiones […] lo


Otro de todo decir no es nunca más que lo Otro de determinado decir o bien el
movimiento infinito por el que, siempre listo para desplegarse en la exigencia
múltiple de series simultaneas, un modo de expresión se impugna, se exalta, se
recusa o se borra en algún otro. (2008: 432).
28
Pensemos, por ejemplo, en la sucesión de recomienzos que dan inicio a la novela Nadie nada nunca de
Saer, donde la misma escena es narrada alternando la primera con la tercera persona del singular.
29
Queda por elaborar, en una futura investigación, una suerte de inventario que reponga los diversos
mecanismos mediante los cuales un relato puede ser interrumpido.

68
4.2 La lectura retórica como excusa: Paul de Man

El tipo de lectura que Paul de Man realiza suele caracterizarse por ser fuertemente

restrictiva en relación a su contexto. La negación radical de la historicidad del poema, junto

con la imposibilidad de definirlo a partir de la intencionalidad de su autor, son algunas de

las premisas sobre las que se basa la lectura de de Man. Como vimos en el apartado

anterior, de Man retoma muchas de las teorizaciones de Blanchot sobre la lectura, en

especial aquellas que rompen con la necesidad de una conciencia fenoménica que funcione

como motor de la lectura. Esto posibilita el giro teórico que tanto caracteriza a de Man, para

quien la retórica es un saber circular que sólo puede remitir a sí mismo –es por eso que

cuando leemos, no podemos acceder a un conocimiento epistemológicamente confiable que

no sea sobre el lenguaje. La literatura sería, en consonancia con esto, el potencial de la

dimensión retórica del lenguaje, entendiendo la retórica no como un conjunto de

procedimientos sino como una entidad que contiene lo esencial del lenguaje, es decir, lo

que hace que el lenguaje pueda significar y no, como suele suponerse, referir un mundo

gobernado por la gramática de una lógica de las cosas.

Nos interesa destacar la lectura que de Man hace de las Confessions de Rousseau,

no tanto por lo que tiene para decirnos sobre ese texto, sino porque esta lectura no es más

que una excusa para expresar lo que aquí verdaderamente nos interesa: sus teorizaciones

sobre el lenguaje y la literatura. De Man analiza un episodio narrado por Rousseau en dos

momentos diferentes, primero en las Confessions y luego en la Cuarta Reverie: “la

yuxtaposición de dos textos confesionales vinculados entre sí por una repetición explícita,

la confesión, por así decirlo, de la confesión.” (de Man 1990: 318). El episodio en cuestión

69
inicia cuando Rousseau roba un lazo de color rosado y, una vez que se descubre el robo, él

“acusa a una joven criada de haberle dado el lazo, dando a entender con ello que ella

[Marion] intentaba seducirlo.” (1990: 318). Como Rousseau se siente culpable de las

consecuencias, no sólo de su robo sino también de su mentira, se encarga de excusarse a sí

mismo por ambos actos, afirmando que él robó el lazo para regalárselo a Marion

simplemente porque la deseaba, al punto tal que en el texto mismo se pretende que “el lazo

«vale por» el deseo de Rousseau respecto a Marion” (1990: 322). La excusa de Rousseau es

la siguiente:

es extraño, pero la verdad es que mi amistad con ella fue la causa de mis
acusaciones. Ella estaba en mis pensamientos, me excusé a mí mismo con lo
primero que se me ofreció. La acusé de haber hecho algo que yo quería hacer y de
haberme dado el lazo porque mi intención era dárselo a ella (1990: 327).

La frase que le interesa a de Man, en francés, es: “Je mˈ excusai sur le premier objet quˈ sˈ

offrit.” (1990: 327)30. Lo importante de la frase es que genera una cierta extrañeza en el

lector, fundamentalmente porque está construida con un vocabulario signado por la

contingencia (lo primero que se le ofreció a Rousseau para excusarse fue Marion, pero bien

podría haber sido otra cosa), en un contexto (la excusa) de manifiesta causalidad: es sabido

que para que la excusa efectivamente funcione, debe constituirse como un argumento

lógico-causal. En un gesto típico del modo de exponer sus lecturas, de Man afirma una

primera lectura para luego negarla:

Dado que Rousseau desea a Marion, ella actúa sobre la mente de él y su nombre es
pronunciado casi inconscientemente, como un desliz, un segmento del discurso del
otro. Pero el uso del vocabulario de contingencia (le premier objet qui s´me offrit)
dentro de un argumento de causalidad es impresionante y desarticulador (1990:
327).

30
En castellano: “me excusé a mí mismo con lo primero que se me ofreció”.

70
Entonces, en un primer momento el propio de Man es quien presenta la (errada) lectura

psicológica, por así decirlo, del pasaje para luego optar por una lectura retórica del mismo.

La lectura psicológica mantendría el error fenomenalista usual, mientras que la lectura

retórica suprimiría desde el principio la posibilidad misma de tal error. La utilización, por

parte de Rousseau, del nombre de Marion como excusa puede leerse como un “desliz” o

acto fallido de Rousseau (es decir psicológicamente motivado, verosimilizado para una

hermenéutica), pero el vocabulario estrictamente azaroso con el cual se construye la excusa

deshace esa lectura.

El enunciado toma particular importancia porque “permite suscitar una disyunción

completa entre los deseos y los intereses de Rousseau y la selección de ese nombre en

particular […] la entrada de Marion en el discurso es un mero efecto [retórico, no

psicológico] del azar.” (1990: 327). De Man, en un caso típico de la lectura cerrada que lo

caracteriza, clausura una posible lectura psicológica de la frase en cuestión, mostrando que

el propio texto niega la lógica que pretende construir. El nombre “Marion”, en la excusa de

Rousseau, contrario a las necesidades lógico-causales del texto y a las intenciones

explícitas del propio autor31, no posee ningún tipo de motivación: abierto a una total

arbitrariedad es, por tanto, incapaz de establecerse como el principio causal que garantizaría

el normal funcionamiento de la excusa, haciéndola fracasar en tanto acto de habla

performativo. La mentira alojada en el nombre “Marion” es casual simplemente porque el

propio texto la presenta de esa manera, aunque la lógica del texto requiera que sea causal

para que la excusa tenga sentido (es por esto que Rousseau intenta explicar esa mentira en

términos causales diciendo que fue proferida a causa de su deseo por Marion). Esta frase es
31
Mediante esta lectura de Man intenta hacer notar cómo, en repetidas ocasiones, los textos se resisten a ser
explicados mediante su referencia externa: la frase de Rousseau no puede leerse a partir de su condición
genérica (es decir, como excusa), ni tampoco refiriéndonos a su contexto o a las intenciones de su autor.

71
para de Man “un anacoluto, un elemento extraño que altera el significado, la legibilidad del

discurso apologético, y vuelve a abrir lo que la excusa parecía haber clausurado.” (1990:

328) y, como tal, el anacoluto niega la propia intención de su autor. En una nota al pie, de

Man aclara que la noción de anacoluto designa “toda discontinuidad gramatical o sintáctica

en la que una construcción interrumpe a otra antes de completarse” (1990: 340). El

anacoluto se alojaría entonces en la excusa de Rousseau que, entendida como mentira

casual, rompe las expectativas de causalidad que el propio texto genera en el lector. Tal

como vimos en el análisis de “El concepto de ironía”, esta figura se caracteriza por la

convergencia en un mismo punto de dos modos retóricos que, al negarse el uno al otro,

producen una interrupción de la lectura que manifiesta la imposibilidad efectiva de dicha

convergencia.

En este punto de Man se ocupa del texto la Cuarta Reviere, escrito diez años

después de las Confessions, alegando que en la Reviere el anacoluto se encuentra

“diseminado” por todo el texto y no sólo en una frase. De Man percibe en la tensión

expuesta entre las expectativas de causalidad y la mentira casual, la lógica misma de lo

ficcional: “La ficción nada tiene que ver con la representación, sino que es la ausencia de

todo vínculo entre enunciado y referente, independientemente de si el vínculo es causal,

codificado” (1990: 330). La mentira casual (el nombre Marion) –que ocupa el lugar de la

excusa– se caracteriza entonces por ser completamente inmotivada: “Rousseau emitía el

primer ruido que le venía a la cabeza: no decía nada en absoluto, menos aún el nombre de

alguien, porque así el enunciado puede funcionar como excusa” (1990: 331). De Man hace

hincapié en el carácter libre del lenguaje en relación a su referencialidad, es por eso que una

72
lectura errada será aquella que olvide la falta de motivación entre el lenguaje y el mundo –

carencia que es, como vimos también con Blanchot, el corazón mismo de la ficción.

Teniendo todo esto en cuenta, proponemos hablar de la literatura como interrupción

de la representación: un texto es literario porque posee al menos un momento en el que se

interrumpe la capacidad del lenguaje de representar, de significar. En sintonía con esto, de

Man sostiene: “Parece imposible que pueda aislarse el momento en que la ficción se libera

de toda significación […] sin este momento, al que nunca se le permite existir como tal, no

puede concebirse nada semejante a un texto.” (1990: 332). Dar con ese momento donde la

representación y la significación se suspenden, donde no se puede asignar referencia alguna

a lo que se lee, debería ser el horizonte de una lectura verdaderamente literaria. En las

sucesivas lecturas que de Man realiza, este horizonte es el equivalente a hallar el momento

del texto donde queda expuesta la retoricidad propia, carente de sobre-determinaciones, de

su lenguaje. Pensar la literatura de este modo nos permite tratar teóricamente, como aquí lo

hace de Man, con ciertas tipologías textuales, tradicionalmente apartadas del canon

estrictamente literario, de la misma manera que nos ocupamos de la literatura. Esto es

posible porque lo literario no se concibe aquí desde una perspectiva de género o clase de

discursividad, sino como un uso específico del lenguaje que, sin importar la intencionalidad

del autor, produce esa experiencia de interrupción de la lectura que intentamos caracterizar.

¿Qué otra cosa tiene para decirnos este texto en relación al lenguaje y la literatura?

Primero, es preciso recordar que de Man lee y analiza un escrito autobiográfico. En este

sentido, es evidente que sin la culpa que le produjo a Rousseau los efectos de su mentira

casual, u otros episodios como este, Rousseau no tendría nada que excusar en las

Confessions. Esto le sirve a de Man para exponer la tesis principal de todo su artículo:

73
Ya no es seguro que el lenguaje exista como excusa de una culpa anterior pero es
igualmente posible que, dado que el lenguaje, como máquina, actúa de todos modos,
tenemos que producir culpa […] para hacer que la excusa tenga sentido. La excusa
genera la culpa que exonera (1990: 337).

Esta cita debe entenderse en el marco de la negación radical de la fenomenología que de

Man propone y lleva a cabo: para que el lenguaje, entendido en este caso como excusa,

tenga sentido y pueda comunicar de forma efectiva, es necesario que “inventemos”, por

decirlo de algún modo, una realidad para que el lenguaje pueda referirla. Resulta pertinente

tomar esto como una crítica a los modos de lectura que se proponen explicar la literatura

recurriendo al mundo fenoménico siempre exterior a ella (intención del autor, contexto

socio-histórico, etc.): “No hay excusa [lenguaje] que pueda hacerse cargo de tanta

proliferación de culpa [realidad]” (1990: 337); aunque lo que verdaderamente ocurre para

de Man es otra cosa: “nunca puede haber culpa suficiente para equiparar el infinito poder

de excusarse de la máquina textual.” (1990: 338). La culpa, en este contexto, es una

función performativa del lenguaje mientras que la excusa es una función representativa. La

tensión irresoluble entre ambas manifiesta “la disyunción de lo performativo respecto a lo

cognoscitivo” (1990: 337). De Man propone que cualquier acto de habla produce un exceso

de cognición en relación a la capacidad de representación aunque “no puede esperar

conocer el proceso de su propia producción” (1990: 338). Si trasladamos este esquema al

campo de la teoría literaria, nos queda que la literatura, por más que su lenguaje genere un

exceso de cognición, nunca podría conocer (de forma epistemológicamente confiable) el

proceso de su propia producción; que es, para de Man, “lo único que merece la pena

conocer” (1990: 338). La sentencia fatalista de Paul de Man parecería ser que la literatura

nunca va a generar la cantidad de conocimiento necesario para explicar su propia

existencia. Es por eso que, desde su perspectiva, sólo podemos alcanzar algún

74
conocimiento confiable sobre la literatura si nos abocamos estrictamente al lenguaje,

obviando cualquier otro factor perteneciente al mundo fenoménico. En consonancia con

esto, de Man concluye: “La tesis principal de la lectura ha sido demostrar que la prédica

resultante es lingüística más que ontológica o hermenéutica.” (1990: 338). Como vimos en

el caso del anacoluto de Rousseau, el análisis lingüístico de Paul de Man termina por negar

cualquier tipo de explicación que se establezca sobre las intenciones del autor, lo cual sería

un tipo de lectura esencialmente referencial. De Man parece querer convencernos de que lo

específico de la literatura es eso que, en el acto de la lectura, no puede explicarse o, mejor,

no puede ser asimilado ni por sus condiciones genéricas, ni por su contexto socio-histórico

ni por las intenciones del autor.

4.3 Una lectura de Badiou

Para intentar pensar la relación entre Badiou y la noción de lectura con la que

venimos trabajando, creímos conveniente analizar el ensayo “El método de Rimbaud: La

interrupción” presente en Condiciones, junto con alguno de los aportes y

conceptualizaciones que Miguel Dalmaroni, en el ámbito de la crítica argentina, ha

realizado sobre la obra y el pensamiento de Alain Badiou. El ensayo que elegimos nos

resulta particularmente fructífero porque es una lectura crítica que, como se puede apreciar

en el título, hace eje en la categoría de la interrupción, lo cual permite corroborar la

indudable importancia que posee dicha noción a la hora de conformar el corpus teórico aquí

propuesto. Es necesario advertir que sólo buscaremos reponer el desarrollo estrictamente

teórico, dejando de lado las distintas lecturas críticas que funcionan como ejemplificación

del argumento filosófico de Badiou.

75
Badiou parte de la premisa de que el poema de Rimbaud se niega a sí mismo: “El

poema es su propia interrupción […] la interrupción es brutal, explícita. Hiende al poema

en dos.” (2002A: 121). Los mecanismos de la interrupción que Badiou destaca son: “nada”,

“bastante”, “pero” y “no”. A partir de esto, Badiou realiza un inventario de los distintos

poemas de Rimbaud en que la fuerza interruptora de su poesía sube a escena. Por ejemplo,

destaca que el poema ¿Qué es para nosotros, corazón mío, …? se esfuerza por construir un

determinado sentido que luego se verá indefectiblemente arruinado por el último verso:

“¡No es nada! ¡Aquí estoy! Aquí estoy siempre” (Rimbaud 1959: 133). La interrupción en

este caso radica en el final abrupto que trastoca y niega el sentido que se venía

construyendo en el poema.

El segundo operador que Badiou destaca es la negación; específicamente “esa

negación no dialéctica, ese «no» que no depende de nada, por el cual Rimbaud desvía al

poema de su propia apertura” (2002A: 123). Esto ocurre en el poema Memoria ya que,

aunque en un primer momento se establece en él lo que Badiou llama “la imaginaría del

gozo” (2002A: 123), rápidamente el poema se interrumpe: “-No… la corriente de oro en

marcha” (1959: 133). Es interesante notar que la interrupción se da aquí tanto en el plano

semántico como en el sintáctico: “toda interrupción verdadera desarregla también el orden

del decir, un brutal «No», seguido de tres puntos suspensivos. Suspendidos estamos

nosotros.” (2002A: 123). Retomando algunas de las cuestiones tratadas anteriormente en

relación a Blanchot y de Man, podemos corroborar que en el caso de Badiou la interrupción

también se caracteriza por una ruptura en las expectativas, tanto semánticas como

sintácticas, que el poema genera en el discurrir de la lectura.

76
En Badiou entonces la interrupción está emparentada con la ruptura y la detención

abrupta. Es por eso que percibe en Memoria “que esta exposición del ser a su escisión, el

establecimiento poético de un borde de pérdida, supone un trabajo singular de la prosa en el

interior del poema.” (2002A: 124). Dicho de otro modo, la interrupción que Badiou lee en

Rimbaud tiene que ver con la aparición intempestiva “de una latencia de la prosa. Hay una

prosa al acecho en esta poética, obtenida mediante desregulación del verso, contraste del

léxico, trivialidades posibles, sintaxis perentoria.” (2002A: 124). Ahora bien, teniendo en

cuenta que para Blanchot la interrupción implicaba necesariamente un “cambio en la forma

o estructura del lenguaje”, y que de Man utilizaba el término anacoluto para referirse a

ciertos momentos en los que las expectativas sintácticas que engendraba una determinada

frase se veían interrumpidos, podemos pensar esa especie de superposición entre prosa y

poesía que Badiou observa en la poética de Rimbaud como una variante de la tesis

blanchotiana de la interrupción – de la cual también se desprende la teorización de Paul de

Man.

Para Badiou la interrupción “consiste en el brusco ascenso a la superficie del poema

de la siempre posible prosa que contiene […] como si Rimbaud quisiera disponer, desde el

interior del poema, de los recursos de su interrupción por la prosa.” (2002A: 124-125). Esto

se logra por medio de la oscilación, tanto de la métrica como de las imágenes que el propio

poema construye, pero dejando en él una reserva, un potencial de interrupción, que de ser

descubierto en la lectura no haría sino arruinar la sintaxis o la imagen misma que el poema

pretende construir: “Es que la interrupción se dirige en efecto a decepcionar” (2002A: 125).

Badiou percibe una relación de indecidibilidad entre poesía y prosa, una imposibilidad de

optar por una u otra – lo cual lo acerca aún más a Maurice Blanchot y Paul de Man,

77
particularmente por la recurrencia con la que aparece esta noción en sus dos teorías. Badiou

sostiene que “en la operación interruptora del poema, lo que tienta a Rimbaud es un

pensamiento de lo indecidible.” (2002A: 127). Recreando la lectura que Blanchot hace de

Kafka en “La literatura y el derecho a la muerte”, Badiou propone que lo indecidible que

caracteriza a Rimbaud surge porque “nos son propuestos, literalmente, y en todos los

sentidos, dos universos, y no uno solo.” (2002A: 128). Teniendo esto en cuenta, podemos

pensar lo indecidible como un trayecto que va desde Blanchot a de Man y Badiou, en tres

teorías literarias de distinta procedencia pero con el mismo énfasis puesto en el potencial de

interrupción latente en el lenguaje de la literatura.

Para completar el panorama de la teoría de la lectura en Badiou, se impone repasar

algunas de las propuestas teóricas de Miguel Dalmaroni en relación a lo que él llama

“lectura como acontecimiento”. Podríamos afirmar que sus consideraciones devienen de la

siguiente apuesta teórica: “ese acto incalculable, acontecimental, que llamamos «lectura»

[…] nos empuja al hiato o la grieta insalvable que separa en nosotros Lengua y experiencia,

subjetividad y desubjetivación, habla y silencio” (2013: 10). Esta manera de pensar la

lectura implica, siguiendo el argumento de Dalmaroni, que nosotros como lectores/críticos

de literatura debemos preguntar por qué lo que leemos nos afecta tal como lo hace. De esta

manera encontraríamos una salida a la pregunta por el cómo está hecha la literatura,

pregunta que nos direcciona como lectores a resolver los efectos de la literatura por medio

de una descripción de su forma. La pregunta por el cómo en literatura, trae aparejada

inevitablemente lo que Dalmaroni llama una “respuesta formalista y culturalista” (2012:

17), que no explica el por qué de la forma sino que responde al cómo está hecho. Ante esto,

Dalmaroni propone preguntar “qué clase de experiencia queda detenida en un texto así […]

78
qué clase de sujeto es el que escribe de ese modo, qué trance se produce en esa escritura

inclusive cada vez que es releída.” (2012: 17). Con el objetivo de distanciar su propuesta de

las lecturas de corte cientificista-sociologicista, Dalmaroni la denomina la “pregunta

antropológica”.

Si como vimos, volviendo ahora a Badiou, el arte es uno de los cuatro

procedimientos de producción de verdad junto con la política, la matemática y el amor,

¿qué consecuencias tiene esto para la crítica literaria? La respuesta que da Dalmaroni es la

siguiente:

una crítica literaria acorde con su filosofía [la de Badiou] consistiría en un discurso
que habla de ese procedimiento pero que de ningún modo podría aspirar a decir la
verdad que el arte produce sino perdiéndola, es decir reemplazando esa verdad por
un discurso, un «sentido» o un «saber» que, por supuesto, la ignora y es otra cosa
(2012: 23).

La labor crítica oscila entonces entre el saber cultural gracias al cual cobra entidad como

disciplina, y el no-saber al que constantemente la expone la literatura. Es precisamente

entre esos márgenes donde Dalmaroni concibe la “lectura como acontecimiento”.

El análisis que Dalmaroni hace del ensayo “Entender es traducir” de George Steiner

es una buena manera de ejemplificar el enfoque teórico desarrollado en este capítulo, ya

que también pone de manifiesto el fenómeno de la resistencia a la lectura. Dalmaroni hace

hincapié en la tentativa de Steiner por demostrar la imposibilidad de lograr una

comprensión total de un determinado texto de Shakespeare: “lo que Steiner nos permite

suponer es que no sabemos cuántos secretos sobre sus textos se fueron a la tumba con

Shakespeare, pero es seguro que habrá habido algunos.” (2013: 14). De modo que la lectura

79
debe verse continuamente asediada por ese elemento o esos elementos incomprensibles

según su esquema de pensamiento. Cualquier lectura crítica que se pretenda

epistemológicamente fuerte y segura, debe ser consciente de que nunca es definitiva, que

siempre está a la espera, agazapada ante una nueva lectura que está siempre por venir.

5. Blanchot en la crítica argentina: hacia un estado de la cuestión

80
Admitamos que la obra de Maurice Blanchot fue mantenida a una singular distancia

del canon teórico francés que la crítica literaria argentina fue construyendo desde mediados

del siglo XX a esta parte. No nos referimos, como se verá, a la aparente ausencia de la

lectura de Blanchot en trabajos o trayectos críticos importantes –desmentida por presencias

significativas aunque sin dudas contadas-, sino más bien al lugar incómodo, incidental, en

apariencia a veces ausente, que Blanchot tiene en la enseñanza de la teoría literaria, en las

bibliografías de los programas de cátedra, pero también en las citas de gran parte de los

escritos de la crítica literaria local. Esta presencia mínima y dispersa parece acentuarse con

la normalización universitaria tras la recuperación democrática de las instituciones

universitarias desde fines de 1983: desde las bibliotecas silenciadas hacia mediados de los

setenta, las nuevas cátedras agitan el regreso con renovados bríos de Barthes, del Bajtín

traducido por los franceses, de Kristeva, de Foucault, de Deleuze... En cualquier listado

más detallista que ese, se sabe, Blanchot seguirá casi completamente ausente, con la

excepción de un puñado de entonces jóvenes profesores que algunos años después

comenzarían a escribir ensayos que se cuentan con los dedos de la mano (vg. Mattoni,

Cueto, más tarde Surghi), o en el caso de Alberto Giordano, casi completamente solitario,

que comienzan a dictar cursos y seminarios de teoría sobre Blanchot. Ese relato no debe

aceptarse sin más como parte de una historización crítica de lo que ha de haber sucedido,

pero sí, por lo menos e inicialmente, como testificación de un problema. Podemos encontrar

en Crítica de la crítica de Todorov una serie de consideraciones acerca de Blanchot con las

que es dable empezar a esbozar una posible explicación para este fenómeno, aún si no nos

dice mucho todavía sobre motivos vinculados al contexto local: “Todo intento de interpretar

a Blanchot con un lenguaje diferente al suyo –anota Todorov- se vuelve una tarea imposible

y la alternativa a la cual uno se ve llevado parece ser la siguiente: admiración silenciosa

81
(estupor) o imitación (paráfrasis, plagio).” (1991: 58). Más allá del tono polémico y

fatalista de esta sentencia, la relación entre Blanchot y la crítica argentina podría

encuadrarse en esos términos aunque no pueda reducirse a ellos: las particularidades de la

escritura y de los conceptos de Blanchot son lo primero que se nos impone a la hora de

explicar la escasez de consideraciones teóricos sobre su obra que no se atengan a un

registro retórico similar al suyo.

Sin embargo, el tipo de impacto que la obra de Blanchot ha tenido en la Argentina

presenta algunas singularidades que superan la dicotomía de “perífrasis o silencio” que

Todorov ve en Francia. Conviene revisar en concreto, sin dudas, cómo y cuánto ha sido

utilizado Blanchot por parte de la crítica argentina, desde 1960 hasta nuestros días, qué

lecturas y qué modos de lectura crítica singulares pudo haber animado, tramado,

propiciado. Porque perífrasis o silencio no parecen haber impedido ciertas utilizaciones

críticas de sus conceptos que me propongo comenzar a rastrear e interrogar –en una tarea

que, por supuesto, en este apartado recién se esboza y ensaya sus primeros pasos. Para

sostener esto, elaboraremos una suerte de primer borrador de genealogía provisoria, que por

ahora contemple diversos momentos en los que la crítica argentina ha vuelta productiva la

teoría de Blanchot.

El primer momento de apropiación crítica de la obra de Blanchot se dio entre 1960 y

1970, con las figuras de Oscar Masotta, Noé Jitrik y Enrique Pezzoni. En “Sexo y traición

en Roberto Arlt”, Masotta polemiza con el hecho de que la crítica tradicionalmente haya

leído a Arlt como “un monstruo de sinceridad y autenticidad.” (1982: 58). Masotta se pone

en la vereda opuesta de este modo de lectura justamente a partir de Blanchot: “Habría que

recordar entonces, como lo han probado las profundas reflexiones de Maurice Blanchot (La

part du feu), que el acto de escribir es constitutiva y fundamentalmente insincero.” (1982:

82
58). Inmediatamente, Masotta afirma que en Horacio Quiroga, una obra de experiencia y

de riesgo, Jitrik parte de la misma idea pero para leer a Quiroga, razón suficiente para que

sea visto por Masotta como “una rara excepción en nuestra literatura crítica” (1982: 59).

En ese libro sobre Quiroga, podemos encontrar un uso de la teoría de Blanchot un poco más

extensivo que el que realiza Masotta: además de lo que tiene que ver con la sinceridad

–“Todo lenguaje es enemigo de la sinceridad, ya sea por decir demasiado, ya sea por decir

poco, afirma Blanchot” (Jitrik 1967: 71) – Jitrik se sirve, para caracterizar la obra de

Quiroga, de las ideas de Blanchot sobre la experiencia, la literatura y la muerte: “Como lo

afirma Blanchot […] la función de aproximación a un orden de realidad emergente de un

mundo problematizado, contradictorio y desgarrado […] Quiroga llega pero lleva la

experiencia como principio y motor” (1967: 67). A su vez, Jitrik realiza un gesto crítico

consistente en tomar una lectura crítica de Blanchot y hacerla funcionar de forma análoga –

anotando las diferencias pertinentes –para leer en este caso a Quiroga. Jitrik cita a

Blanchot: “Para Kafka, estar excluido del mundo quiere decir excluido de Canaán […]

arrojado fuera del mundo” (Blanchot 1992: 61 en Jitrik 1967: 116), y a continuación acota:

“Hay en Quiroga una dimensión dramática similar [a la de Kafka], aunque expresada en

forma diferente.” (1967: 116). Un par de años más tarde Pezzoni emula este movimiento

cuando analiza Blanco de Octavio Paz: “Las reflexiones de Octavio Paz coinciden en buena

parte con las de Maurice Blanchot en su exégesis de la empresa mallarmeana. ¿Qué

entiende Mallarme –se pregunta Blanchot –cuando asigna al Libro la misión de una

ʽexplicación órfica de la Tierraʼ que sea a la vez una explicación del hombre?” (1977: 67).

Podemos identificar un segundo momento de apropiación de la teoría de Blanchot,

principalmente en la labor crítica de Alberto Giordano, a principios de 1990. Giordano es

sin duda, en el ámbito de la crítica literaria argentina, quien ha utilizado la teoría de

83
Blanchot de la forma más amplía, productiva y detallada posible. Destacamos, en línea con

lo que venimos trabajando, el ensayo “Los ensayos literarios del joven Masotta (Primer

encuentro)” escrito en 1989 ya que en él, Giordano logra reponer de forma clara y sucinta

la noción de literatura que Blanchot construyó a lo largo de su obra:

Si la literatura es, como lo quiere Maurice Blanchot […] una experiencia que
suspende el poder de comprensión, que se orienta hacia un más allá o un más acá de
la comprensión, la dificultad de comprender, la fuga sin perspectiva del sentido,
testimonia el encuentro de la crítica con la literatura (2005: 135).
En sintonía con esto, y en uno de sus aciertos crítico-teóricos más destacables, Giordano

construye su conocida noción de “efecto de irreal” para problematizar la relación entre el

realismo y la obra de Saer. Es importante destacar que, para superar el intertexto con

Barthes y su concepto de “efecto de real”, Giordano se sirva de Blanchot: “ʽLa diferencia

entre lo real y lo irreal, el inestimable privilegio de lo real –dice Blanchot en un ensayo

memorable, uno de los mejores que se han escrito sobre Borges–, reside en que hay menos

realidad en la realidad por no ser ésta más que la irrealidad negada.ʼ” (1992: 17).

En tercer lugar, ubicamos los aportes críticos de Silvia Molloy (Las letras de

Borges), Sergio Cueto (“Un discípulo tardío. El Kafka de Borges”), Alberto Giordano

(Manuel Puig, la conversación infinita) y Judith Podlubne (“Juego de escondite. La

narración de la infancia en Viaje olvidado”) entre finales de la década de 1990 y principios

de los 2000. De modo análogo a Jitrik y Pezzoni, Silvia Molloy retoma a Blanchot para

leer a Borges: “Lo que pasa en y por Pierre Menard es por fin una letra, que al perder sus

cabales –como el protagonista del Quijote original– es sometida a la presión encantada que

Maurice Blanchot destaca en la obra de Henry James.” (1999: 56). Cueto, por su parte,

retoma la relación entre Borges y Kafka utilizando a Blanchot como una suerte de

mediador, específicamente cuando éste se pregunta qué es un “tema” en El libro que

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vendrá. De esta forma, Cueto construye con Blanchot una respuesta a ese interrogante que

vale tanto para Borges como para Kafka: “El tema no está encerrado en la obra, no es un

contenido de la obra. Es lo que rige la obra, lo que encamina la obra y, encaminándola,

guiándola de ese modo, la hace ser la obra que es.” (1999: 39).

Judith Podlubne utiliza de forma muy precisa la teoría de Blanchot cuando explica

las razones del impacto que Viaje olvidado de Silvina Ocampo causó en su hermana

Victoria. Podlubne propone que los recuerdos de infancia, con los que Silvina Ocampo

construyó esta obra, están signados por la “impropiedad”: “Los recuerdos pierden relación

directa con la vida a la que alguna vez presumen haber pertenecido, para volver a

vincularse con ella a partir de ese retiro, de esa distancia” (1999: 100). “Retiro” y

“distancia”32 son ideas centrales en el pensamiento de Blanchot, utilizadas en este caso para

dar cuenta del modo con el que Viaje olvidado construye su “impropia” e “impersonal”

versión del pasado. En sintonía con esto, Giordano construyó el concepto de “tono” para

explicar lo que ocurre en la literatura de Puig: “el punto hacia el que la búsqueda narrativa

se orienta y del que proviene […] el acontecimiento de la diferencia de una voz, no sólo de

su diferencia respecto de las otras voces: su diversidad, sino, fundamentalmente, la

diferencia entre esa voz y ella misma: su singularidad.” (2002: 47). Puede notarse aquí una

fuerte familiaridad teórica con el concepto blanchotiano de “voz narrativa” analizado

anteriormente.

En una primera revisión de la productividad blanchotiana en la crítica argentina, es

imprescindible destacar la línea que puede reconocerse en Susana Zanetti. No hemos

32
Recordemos que anteriormente nos referimos a la importancia de la noción de “distancia infinita” en la
teoría de Blanchot, así como también al papel crucial que posee la idea de “retiro” en la teoría de la
significación que Blanchot esboza: “Toda habla es violencia […] violencia que ya se ejerce sobre lo que
nombra la palabra y que ella sólo puede nombrar retirándole la presencia” (Blanchot 2008: 53, subrayado
nuestro).

85
emprendido aún una reconstrucción de esa zona de la biografía de Zanetti que la definiría

como lectora de Blanchot desde los 60 –un tópico que sus discípulos nos sugieren atender-

pero podemos al menos ya anotar que Zanetti percibe una lógica de la discontinuidad y la

fragmentación en la obra de Martí, lo cual se relaciona directamente con muchas de las

teorizaciones en torno a la literatura que Blanchot ha formulado y que sabemos Zanetti

conocía bien. Teniendo esto en cuenta, no resulta extraño encontrarse en el año 1997 con la

utilización explícita del concepto blanchotiano de Obra cuando Zanetti se ocupa de los

diarios de Martí: “De cabo haitiano a dos ríos cierra, con la brusca irrupción de la muerte,

la Obra martiana, en el sentido de Blanchot, así como la consumación de un destino,

constituidos ambos en el interior de una producción casi siempre fragmentaria.” (1997:

233). Seis años más tarde, podemos encontrar otra referencia de Zanetti a Blanchot en su

artículo sobre el diario de Ribeyro: “Como señala Blanchot [El libro por venir] (1959) y

bien sabe Ribeyro, el diario entraña los riesgos de caer en la engañosa complacencia de

volverse hacia el yo.” (2006: 73). Siguiendo con Zanetti, el último caso que nos gustaría

recordar aquí es particularmente relevante porque, si bien no se trata de un manejo de

conceptos blanchotianos como en los dos ejemplos anteriores, pone de manifiesto el nivel

de conocimiento que una firma tan importante como la de Zanetti poseía de la obra de

Blanchot. En un artículo sobre José Emilio Pacheco, Zanetti demuestra ser una lectora de

Blanchot lo suficientemente competente como para reconocer sus ideas aun cuando no

aparezca citado: “Si recordar el olvido es no olvidar, como apunta Máximo Cacciari al

analizar el tema en Leopardi, es cierto en Pacheco en cuanto el vínculo entre ausencia y

presencia atraviesa la idea de que su entramado alienta la permanencia –la mirada de la

poesía mide siempre ʽla ausencia de su objetoʼ, señala Cacciari trayendo ahora ideas de

Ungaretti y Blanchot.” (2011: 18).

86
Para finalizar, es necesario destacar que en los últimos cinco años se publicaron una

serie de libros que no hacen sino confirmar que la teoría de Blanchot se ha convertido en

una referencia recurrente para muchas firmas centrales en la crítica argentina: Judith

Podlube publicó Escritores de Sur en 2011, donde retoma y amplía la lectura realizada

sobre Silvina Ocampo con el concepto blanchotiano de “voz narrativa”; Sandra Contreras

en Realismos, cuestiones críticas (2013) también utiliza esa categoría, entre otras, pero para

ocuparse de la obra de Saer; en El silencio y sus bordes (2011) David Oubiña construye la

noción teórica de lo “extremo” para analizar obras cinematográficas y literarias (como la de

Osvaldo Lamborghini y Juan José Saer), basándose en conceptos de Blanchot como la

“experiencia-límite”, “vacío” y “obra”; finalmente, en uno de los ensayos de Mattoni

presente en Muerte, alma, naturaleza y yo (publicado en 2014), se utilizan las categorías de

de “obra” y “muerte”, de innegable procedencia blanchotiana, para hablar de Borges. Como

podemos ver, no sólo es relevante destacar que buena parte del canon de la crítica argentina

se sirve de los conceptos teóricos de Blanchot. También se nos presenta toda una

investigación a ser proseguida en el hecho de que esos conceptos, figuras y modos de leer

de procedencia blanchotiana resulten comprometidos por la crítica en escritores que forman

parte del canon de la literatura argentina como Borges, Saer, Puig, Ocampo y Arlt entre

otros.

Conclusiones

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Las intensas resonancias e incidencias de Maurice Blanchot sobre Paul de Man y

Alain Badiou no sólo resultan innegables sino que también posibilitan pensar sus obras

como teorías de la interrupción. A partir del ensayo “El ateísmo y la escritura. El

humanismo y el grito” de Maurice Blanchot, podemos arribar a una suerte de conclusión en

torno al problema de la escritura que sea extensiva también para Badiou y de Man.

Blanchot se pregunta “si escribir no es […] interrumpir lo que no ha dejado de alcanzarnos

como luz y si escribir no es […] retenerse, por esa interrupción, en relación con lo Neutro

[…] sin referencia a lo Mismo, sin referencia a lo Uno” (2008: 329). La tesis que Blanchot

desarrolla en este ensayo consiste en afirmar que en el humanismo ateísta todavía ejerce

presión lo teológico en tanto responde a la exigencia –esta vez científica y no religiosa–

ontológica de lo Uno, lo cual se expresa en el orden del lenguaje. En relación a esto,

Blanchot destaca que la fenomenología ha cumplido un rol crucial a la hora de consolidar el

saber en tanto exigencia o ley: “La fenomenología cumple así el destino singular de todo el

pensamiento occidental, según el cual el ser, el conocimiento (mirada o intuición) y el

logos deben ser considerados en términos de luz.” (2008: 322). La fenomenología logra

poner de manifiesto la importancia del Fenómeno primero como basamento de la realidad,

sin el cual el pensamiento o el lenguaje no podrían ser posibles. De esta forma, el lenguaje

tiene que responder siempre a ese fenómeno que lo precede, fenómeno que termina por

establecerse como el sentido mismo del lenguaje y que se expresa por medio de la metáfora

de la “Luz”: “una primera luz que se origina en el Sujeto con el que tiene lugar un

comienzo” (2008: 323).

El lenguaje, expresión de un fenómeno anterior a él, fenómeno que se constituye

como sentido gracias al «Yo» trascendente33 que es capaz de pensarlo, comienza a


33
La “intencionalidad” de la conciencia fenoménica.

88
funcionar como una entidad ordenada, unívoca, cuyos operadores fundamentales son el

saber y la comprensión. Esta exigencia que rige al humanismo ateísta es equivalente, para

Blanchot, a la exigencia teológica que dominaba Occidente antes que Nietzsche haya

declarado la muerte de dios: “Porque Dios […] sigue siendo y para siempre la unidad de lo

Único.” (2008: 329). El discurso humanista y el discurso teológico comparten el mismo

movimiento por el cual Dios, que bien podría ser la experiencia de lo totalmente Otro

respecto del hombre, se corresponde con la categoría ontológica de lo Uno.

Teniendo esto en cuenta podemos interpretar de mejor manera la tesis de Blanchot

respecto de la escritura y el poder, por decirlo de algún modo, que la escritura detenta. El

lenguaje, tal como lo entiende aquí Blanchot, pretende principalmente representar: “No

existe, pero funciona. Funciona, menos para decir que para ordenar.” (2008: 329).

Entonces, la escritura en la literatura y en la teoría literaria –principalmente en este caso a

partir del ensayo– interrumpe ese funcionamiento del lenguaje según el cual decir responde

siempre a la exigencia de representación y ordenamiento que impone el sentido y, según el

cual, leer es siempre comprender lo leído según los términos del saber y la cultura: “la

escritura […] ha roto con el lenguaje, ya sea el discurso hablado, ya sea el discurso escrito

[…] ruptura con el lenguaje entendido como lo que representa, y con el lenguaje entendido

como lo que recibe y da el sentido” (2008: 334).

Queda por realizar una futura investigación de mayor alcance que permita

concentrar en el corpus de las teorías de la interrupción otras figuras críticas como las

nociones de “diseminación”, “différance” y “deconstrucción” de Jacques Derrida; “tmesis”

y “asíndeton” que Roland Barthes propone en El placer del texto; “tiempo mesiánico” de

Walter Benjamin; “instante poético” de Gastón Bachelard; la noción de “imagen” de Didi-

89
Huberman; “kenosis” y “discontinuidad” en Harold Bloom. Resta probar que todas estas

categorías pueden leerse mediante la lógica de la interrupción aquí propuesta. A su vez, se

impone indagar con mayor profundidad la dimensión filosófica de la interrupción, lo cual

implica necesariamente adentrarse en el sistema filosófico de Nietzsche.

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