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LA HIGIENE BUCAL EN LA ANTIGUA ROMA

Lirones, faisanes, erizos, pollo, huevos, morena hervida, aceitunas, ajo,


pimienta, vino de rosas, garum y... ¡a lavarse los dientes!

La antigua Roma dedicaba cuidados especiales a la higiene bucal. Tras las


comidas, era habitual usar mondadientes (dentiscalpia). Por lo general,
consistían en un palillo de madera, una pluma o una astilla de algún material
que se pudiera utilizar fácilmente para este propósito. Marcial nos dice al
respecto que “el de lentisco es mejor, pero si no tienes un palillo de madera, una
pluma puede escamondar tus dientes” (Marcial XIV 22). El lentisco además es
una planta cuyo látex sirve para elaborar la almáciga, una goma aromática que
casi es el precedente de la goma de mascar.
Por otra parte, existía una especie de pasta de dientes primitiva que se
componía de diferentes ingredientes que arrastraban los restos de comida. Este
dentífrico contenía polvo de piedra pómez, vinagre, miel y sal, y se atribuye su
invención al médico latino Escribonio Largo.

Los comensales romanos contaban también con diferentes remedios para


camuflar el mal aliento producido por los precarios cuidados de la boca y las
digestiones pesadas. Los poetas satíricos abundan en referencias a la halitosis:
“¿Te admiras de que le huela mal la oreja a Mario? La culpa es tuya: le
cuchicheas, Néstor, al oído.” (Marcial III 28). Los remedios para camuflar el mal
aliento eran diversos. Plinio el Viejo (NH XXVIII 14, 56) recomienda enjuagar la
boca con vino por las noches antes de dormir (ante somnos culluere ora propter
halitus). Otros, prefieren recurrir a las hierbas aromáticas, como una tal
Mírtale que menciona Marcial: “Mírtale suele oler fuertemente a vino y, para
disimularlo, mastica hojas de laurel y, astuta, mezcla el vino con hierbas, no con
agua.”(V 4). También existían pastillas perfumadas, como las que inventó el
famoso perfumista Cosmo, muy mencionadas por los escritores. Según Marcial,
una tal Fescenia las tomaba al día siguiente de haber bebido vino, para
disimular que era una borracha, aunque también menciona la inutilidad del
remedio, que sólo aumenta la fetidez por la mezcla de olores: “Para no apestar,
Fescenia, al mucho vino de ayer, te tragas, refinada tú, pastillas perfumadas. Tal
desayuno te cubre los dientes, pero no es impedimento cuando un eructo te sale
del fondo de las tripas” (Marcial I 87).

Se recurría a los dentistas que, con medios rudimentarios, trataban o


minimizaban los efectos de las caries y fabricaban dentaduras postizas. De
nuevo encontramos ejemplos en boca del poeta satírico Marcial: “Tais tiene los
dientes negros; Lecania, blancos. ¿Cuál es la razón? Ésta los tiene comprados,
aquélla naturales.” (V, 43). En un epigrama se dirige a una mujer vanidosa y le
echa en cara: “y te quites de noche los dientes igual que las sedas” (IX, 37), y en
otro revela, no sin maldad, de una tal Lelia: “Dientes y cabellos –y no te da
vergüenza- llevas postizos” (XII 23).

Los dentistas conseguían encapsular los dientes y construir una especie de


puente o prótesis de oro. A propósito, una de las Leyes de las Doce Tablas del
año 450 aC, que prohibían expresamente depositar en las tumbas objetos de
oro, permite, sin embargo, que los muertos pudieran ser enterrados con sus
prótesis de oro. La ley precisaba “cui auro dentes juncti erunt”.

De forma más sencilla, había un remedio para el dolor de dientes recomendado


por Plinio el Viejo: enjuagar la boca con agua fría por las mañanas pero un
número de veces impar (frigida matutinis inpari numero ad cavendos dentium
dolores)(NH XXVIII 14, 56).

Para acabar, existía un método para blanquear los dientes. Además de


laspastillas de Cosmo, que también blanqueaban, los romanos conocían una
costumbre importada de Hispania o del norte de África: enjuagar la boca
con orina. El poeta Catulo menciona este método para meterse con un rival en
amores, un tal Egnacio, quien “porque cándidos dientes tiene, los hace brillar
todo el tiempo”, y nos dice de él “celtíbero eres: en la tierra de Celtiberia, lo que
cada uno mea, con esto se suele, por la mañana, el diente y el rojo espacio de la
encía frotar, así que, cuanto este vuestro diente más pulido está, tanto que tú más
cantidad has bebido, predica, de orina” (Catulo Carm. 39). Y también en otro
poema nos dice: “tú antes que todos, único de los de pelo largo, de la conejosa
Celtiberia hijo, Egnacio, al que bueno hace tu opaca barba y tu diente, fregado
con ibera orina” (Catulo Carm. 37). Sin duda el amoníaco de la orina hacía que
la sonrisa del tal Egnacio resplandeciese, matando de envidia a Catulo, que
prefiere otros métodos.
Pese a todos los cuidados, la verdad de la verdad es que las dentaduras de los
romanos tenían que ser bastante terribles, podridas, pestilentes y feas

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