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II.2.

  Historia del Derecho

SOBRE LA ACTUALIDAD DEL LEGADO JURÍDICO-POLÍTICO ROMANO:


PERSPECTIVA HISTÓRICA

Por la Dra. Magdalena Rodríguez Gil


Catedrática de Historia del Derecho
Universidad de Extremadura

Resumen
Se construye en estas páginas un hilo conductor sobre la importancia histórico-jurí­
dica de la herencia debida a la civilización romana. Para ello se parte del concepto de
Derecho romano, teniendo en cuenta la polisemia de su significado, y el legado debido
a cada una de sus manifestaciones concretas. De igual forma, se subraya la actualidad
de la vigencia de dicha herencia.

Abstract
It builds on these pages a common thread on the historical and legal significance of
the inheritance due to Roman civilization. This part of the concept of Roman law, taking
into account the polysemy of its meaning, and the legacy because each of its concrete
manifestations. Likewise, today underscores the validity of that heritage.
Sumario

I. A modo de premisa

II. El legado jurídico

III. El legado político

IV. Unas conclusiones


Anuario de la Facultad de Derecho, ISSN 0213-988-X, vol. XXVI, 2008, 175-199

I.  A modo de premisa

A finales de los años cuarenta del siglo XX se inició un proceso de cons-


trucción europea con el Congreso del Movimiento europeo de La Haya (1948),
que ha tenido en opinión de Marcelino Oreja1, algunos de sus momentos más
importantes en 1949 (Consejo de Europa); 1951 (Comunidad Europea del Carbón
y del Acero); 1972 (ingreso de Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca en la C.E.E.,
que se extendió a Grecia, 1981, Portugal, 1985 y España); 1986 (Acta Única y
Libro Blanco, con disposiciones para poner en vigor el mercado interior); hasta
llegar en 1992 al Tratado de la Unión o de Maastriht.
Estos momentos alcanzaron su punto de inflexión con la aprobación en 2003
del Tratado de Adhesión; la Constitución europea en 2004 y el texto definitivo
firmado en Lisboa en 2007. Todos estos pasos han ido dirigidos en una sola
dirección conseguir la integración, la gran comunidad europea bajo un mismo
texto constitucional.
Así que, dadas las circunstancias concretas del momento que estamos vi-
viendo de globalización y universalidad en todos los sentidos, sin olvidar los
intentos «contracorriente», de algunos nacionalismos por imponerse, debemos
de volver la mirada a aquellos principios que hicieron grande a Europa en su
historia.
Jurídicamente nos encontramos ante un nuevo momento de la historia del
­ erecho europeo, estructuralmente distinto de otros períodos históricos ante­
D
riores, en el que pueden apreciarse no obstante, muchos elementos concurren-
tes. Por estas circunstancias me ha parecido oportuno escribir estas páginas
y recordar que todos los sistemas jurídicos que en la historia de Europa han
aparecido tienen una última estructura común que nos permite hablar de una
evolución general del Derecho a lo largo de las experiencias humanas. Y que
esta última estructura o «andamiaje», para la civilización Occidental está fun-
damentada en el Derecho romano. Pues como apuntó Biondi2,
«La giurisprudenza romana ha il merito di avere tracciato le basi della convi-
venza umana, enunciando principi e direttive che possono ben qualificarsi come
universali».

  1
M. Oreja, «Introducción. Estado actual al proceso de Constitución europea», La Constitución
europea (ed. I. Méndez de Vigo y Montijo), Madrid, 1994, pág. 19.
  2
B. Biondi, «Aspetti universale e perenne del pensiero giuridico romano», Symbolae Raphaeli
Taubenschlag dedicar, Varsovia, 1957, págs. 177-205.
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En esta línea, no nos parece inoportuno recordar también que durante el


Imperio romano, como dijo Ortega y Gasset 3, «entra en la escena histórica lo
que luego va a ser Europa; durante él se latiniza el Occidente y para siempre
recibe moldes radicales del sentir y del pensar».
Con similar pensamiento, pero concretándose al mundo jurídico, Juan Igle-
sias4 manifestó que la muerte política de Roma no significó el perecimiento
de las esencias romanas. Pues bien, en la pretensión de reflexionar sobre la
pervi­vencia, trayectoria y actualidad de esas «esencias», se van a traer a colación
algunos de los logros debidos al Derecho romano y a la civilización romana.
Es obvio, que no se hará desde sus disposiciones concretas (aunque algunas de
ellas se tomarán como referencia), sino desde la consideración en su engranaje
y en sus principios mismos, es decir a través de la abstracción.

II.  El legado jurídico

Todos recordamos que el fenómeno de la romanización fue un recíproco


proceso de ósmosis y endósmosis entre Roma y los territorios conquistados. Pli-
nio el Viejo5 captó muy bien la esencia de ese proceso al definir a los romanos
como omnium utilitatum et virtutum rapacissimi. Pensamiento que con brevedad y
exactitud recoge la idiosincrasia del pueblo romano.
También, que a pesar de las hostilidades y tensiones suscitadas en Grecia
por la conquista romana del Mediterráneo occidental, Roma con su talante per-
meable y universal supo beneficiarse de la cultura griega, hasta tal punto que
la legislación contenida en la ley de las XII Tablas, el primer hito relativamente
fijo de la historia del Derecho romano, en la que los romanos veían el funda-
mento de toda su vida jurídica, no excluye, según Kunkel6, que el impulso para
la realización de la misma pudiese proceder del contacto de la cultura griega.
Roma admitió todos los supuestos necesarios para la existencia de lo que los
tratadistas del Derecho internacional privado llaman «tráfico jurídico externo»:
elaboró un concepto jurídico de extranjería; admitió relaciones jurídicas con
otros pueblos; reconoció cierta autonomía política y jurídica a otras comuni-
dades; aceptó la coexistencia de distintos ordenamientos no imponiendo la
aplicación de uno en todos los supuestos, admitiendo que los súbditos viviesen
con arreglo a sus leyes personales (principio de la nacionalidad y personalidad
del Derecho). Roma hizo realidad el pensamiento que siglos después defendiese
Lévy Strauss «el descubrimiento de la alteridad es el de una relación, no el de
una barrera»7.

  3
J. Ortega y Gasset, Obras, 6, ed. Alianza, Madrid, 1997, pág. 53.
  4
J. Iglesias, Estudios, Madrid, 1985, pág. 78.
  5
Plinio, Hist. Nat., XV, 2.
  6
W. Kunkel, Historia del Derecho Romano, Barcelona, 1970, pág. 33.
  7
Vid. Cl. Lévy Strauss, El pensamiento salvaje, México, 1964.

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Significó el triunfo de la universalidad política y jurídica abstracta sobre el


particularismo del principio nacional. Su nacionalidad no necesitó aislarse ni
rechazar los elementos extranjeros para conservarse, al contrario, los acogió
en tropel. Pues, el espíritu romano, los disolvía y asimilaba, sin dejarlos que
ejerciesen una influencia nociva8.
Esta asimilación se dejó sentir incluso en la famosa jurisprudencia romana,
que tomó impulso de la toma de contacto con la ciencia griega, y sobre todo con
las disciplinas de la retórica y de la filosofía. De ellas aprendieron los juristas
romanos el método dialéctico basado en el análisis conceptual y en la síntesis,
lo que hacía posible extraer el núcleo esencial del supuesto jurídico, unir ana-
logías y separar diferencias, profundizando así en la materia jurídica9. De ese
contacto nació una creación que en sus entrañas era romana, una ciencia que
ni los griegos ni ningún otro pueblo habían poseído: la ciencia del Derecho
positivo.
Pero no se debe abordar y estructurar esta idea, sin hacer referencia a la
categoría de «Derecho romano», como hilo conductor que sistematice, vertebre,
adapte y analice el Derecho; dado que partiríamos de una raíz esteriotipada que
nos alejaría de la pretensión de estas líneas.
Es una obviedad que esa categoría genérica de «Derecho romano», no im-
plica simplicidad ni homogeneidad intrínseca en su propia naturaleza, por lo
que no debe ser contemplada de una forma unívoca, sino desde una polisemia,
para poder considerar los diversos elementos que la configuran, y las diferen-
tes etapas históricas en las que se desarrolló. Ya que cuando aludimos a Dere­
cho romano, solemos envolver en esa expresión nociones jurídicas específicas de
matices diferentes: el Derecho elaborado en y por Roma en sus diferentes eta-
pas (arcaico, clásico, posclásico, vulgar), al igual que, el elaborado por la civi-
lización romana después de desaparecida Roma (derecho justinianeo, derecho
común, derecho de Pandectas). No obstante, como todos sabemos, en ellos existe
un mismo denominador común, que relaciona sus distintas personalidades y
hace posible esa construcción teórica.
La polisemia a la que se ha hecho referencia, se debe en parte, y en contraste
con otras culturas antiguas a la propia polivalencia del Derecho romano, que
desde épocas muy remotas manifestó una sorprendente tendencia a diferenciar
diversos tipos de regulación social: ius, o Derecho secularizado, fas, o normas
de origen religioso y mores o costumbres tradicionales.
También es debida, a que el Derecho romano se presenta como un orga-
nismo vitalizado por la tensión armónica entre un ius civile tradicional, fundado
en el saber de los jurisconsultos y apoyado en algunas leyes, y de otro, por un
ordenamiento pretorio o ius honorarium. Ambos ordenamientos, se engarzaron

  8
R. von Ihering, El espíritu del Derecho romano (ed. F. Vela), Madrid, 1997, pág. 105.
  9
W. Kunkel, Historia de Derecho…, op. cit., pág. 108.

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para constituir el ius novum, cuya fuente viva fue la voluntad del emperador
expresada en sus constituciones, y en forma de rescripta desde Adriano hasta
Diocleciano.
Más tarde, bajo Constantino se rompió la tradición de la práctica diocleciana
de los rescriptos, que a pesar de ser considerados como baluartes del torrente
intelectual clásico, no dejaron de ser también, una vía de vulgarización del De-
recho como analiza Kaser10; comenzando el mundo de los conceptos jurídicos
vulgares a penetrar en la legislación imperial, pasando a ser esa legislación una
de las fuentes más importantes para la investigación de ese Derecho.
En ese entorno romano-vulgar, obras de la literatura clásica, como las Institu­
ciones de Gayo, quizás por ser consideradas demasiado extensas y difíciles, fueron
abreviadas, parafraseadas. En igual sentido, las Sentencias de Paulo fueron inter-
pretadas y adaptadas a la situación, y esta redacción, llamada interpretatio, apenas
presentó ya huella del espíritu del Derecho clásico como se puede apreciar en
uno de los ejemplos más notables de ese Derecho romano-vulgar: el Breviario de
Alarico II o Lex romana Visigothorum, texto ilustrativo de cómo fueron cediendo
paulatinamente los preceptos clásicos ante la tendencia vulgarizante.
A propósito de esta referencia, no debe confundirse Derecho romano con
Derecho visigótico. El Derecho visigótico es un derecho romanizado pero no
estrictamente romano, pues en él a modo de «cóctel» se entrelazaron principios
o ascendencias romanas, germánicas y canónicas, como se puede apreciar en el
Liber Iudiciorum, donde se encuentra un Derecho ajeno a los anhelos totalmente
romanísticos. Recuérdese por ejemplo, la regulación de la prueba ordálica,
que no fue añadido posterior, como se ha defendido11, sino precepto visigodo
inequívoco, como se ha demostrado12.
Al Derecho vulgar se le deben ciertos progresos en relaciones en las que el
Derecho clásico no había encontrado todavía una acomodación a las cambian-
tes necesidades. Así se pueden recordar como «logros» de él: la obligatoriedad
de todo contrato lícito, independientemente de la forma de la stipulatio; la di-
fusión de la forma escrita en vez de los actos verbales; la impugnación del ne-
gocio por el coaccionado o engañado; el haber admitido más fácilmente una
representación directa para los suis iuris; el haber reconocido a los esclavos en
términos generales, una capacidad jurídica limitada; una capacidad jurídica
patrimonial general a los hijos de familia; y la destrucción de la relación agna-

10
M. Kaser, «El Derecho romano vulgar tardío», Anuario de Historia del Derecho Español (A.H.D.E.),
30, Madrid, 1960, pág. 624. Vid. la síntesis de A. Calonge Matellanes, «Reflexiones en torno al
denominado Derecho Romano Vulgar de Occidente», De la Antigüedad al Medievo. S. IV-VIII. III
Congreso de Estudios Medievales, Ávila, 1993.
11
A. Iglesia Ferreirós, «El proceso del Conde Bera y el problema de las ordalías», A.H.D.E., 51,
Madrid, 1981
12
Vid. Y. García López, «La tradición del Liber Iudiciorum: una revisión», en De la Antigüedad
al Medievo, León, 1993.

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ticia; la unificación en materia de adquisición de la herencia; la admisión de


una sucesión consecutiva y otras muchas cosas13, etcétera.
Este derecho romano-vulgar supo adaptarse a las necesidades y exigencias
del momento. Para Levy14, uno de los historiadores que más han investigado
sobre esta materia, el Derecho romano-vulgar no es otra cosa que un conjunto
de piezas resultantes de la fragmentación caótica del Derecho clásico, que deben
ser organizadas del mismo modo que los antiguos templos paganos, que aunque
no destruidos materialmente, eran «reconvertidos» en iglesias cristianas.
Mientras que en Occidente la vulgarización del Derecho era una realidad,
en Oriente, Justiniano se sentía llamado a renovar en todos los sentidos el
esplendor del antiguo Imperio romano. Su política exterior que le llevó a la
reconquista del norte de África, de Italia, e incluso a una pequeña porción de
España, estuvo al servicio de esa misión.
En el año 554, a finales de la guerra greco-gótica, Justiniano pensó en la
reorganización de la Italia conquistada. Con ese objetivo, el Emperador dictó una
famosa ley, al parecer solicitada por el Papa: la pragmática sanctio «pro petitione
Virgilii»15, que en su párrafo 11 recoge:

«Ut leges imperatorum per provincias eorum dilatentur. Ius insuper vel leges
codicilibus nostris insertas, quas iam sub edictali prográmate in Italiam dudum
misimus, obtinere sancimus. Sed et eas, quas postea promulgavimus constitutions,
iubemus sub edictali propositione vulgari, ex eo tempore, quo sub edictali pro-
grámate vulgatae fuerint, etiam per partes Italiae obtinere, ut una Deo volente
facta republica legum etiam nostrarum ubique prolatetur auctoritas».

Este pasaje contiene el enunciado más sencillo y conciso del programa de


Justiniano para restablecer la unidad del Imperio. La pragmática también in-
forma del envío de copias del Digesto, de las Instituciones y del Código. En función
de lo regulado en ella las tres colecciones fueron dadas a Italia, recogiéndose
también, que se haría lo mismo para las constituciones posteriores al Código, es
decir, las Novelas 16.
La decisión de Justiniano de hacer una selección oficial de la inmensa litera-
tura jurídica clásica, y de las leyes imperiales, no fue tarea fácil, y sobre el modo
de disponer los materiales elegidos tenemos sólo datos generales. No obstante,
la retórica encomiástica de la leyes imperiales en general, y las justinianeas,
aconseja manejar con prudencia esos datos.

13
M. Kaser, «El Derecho romano-vulgar tardío», op. cit., pág. 630.
14
Vid. E. Lévy, The law of property, Filadelfia, 1951, y das Obligationenrecht, Weimar, 1956. Derecho
romano vulgar de occidente, Interpretatio. Revista de Historia del Derecho, IX (trad. I. Cremades Ugarte),
ed. Universidad de Extremadura, Cáceres, 2003.
15
Vid. Schoell-Kroll, Novellae (Corpus Iuris Civilis), III, 6.ª ed. Berolini, 1954, págs. 799 y ss.
16
C. A. Cannata, Historia de la Ciencia Jurídica Europea (trad. L. Gutiérrez-Masson), Madrid,
1996, pág. 126.

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El análisis y consideración del Codex Iuris Civile ha puesto de manifiesto que


no se debe confundir Derecho romano con derecho justinianeo, así, Mitteis17 en
su estudio sobre el Derecho romano, se puso como límite la época de Diocle-
ciano, confesando no poder ir más allá porque entre el derecho de los juristas
clásicos y el codificado por Justiniano se da tal antítesis que queda excluida
cualquier «zusammenfassende Behandlung».
A diferencia de Occidente, en Oriente el Derecho romano continuó exis-
tiendo no como idea, sino como realidad por ser parte integrante de un orde-
namiento vivo, pero con algunos cambios como se puede percibir en las Novelas.
Y a pesar de que Justiniano trató de restaurar el Imperio romano, no dejó de
ser uno de los fundadores del Estado bizantino, creando también su peculiar
cultura. Recuérdese que se abandonó el uso de la lengua latina.
Pero la preponderancia del Derecho romano no ha sido una constante en
nuestro devenir histórico. Si durante el sistema visigodo el Derecho romano
deja de ser romano para convertirse en algo romano, pero no todo romano. Du-
rante el Medieval, ese Derecho romanizado pasaría a un segundo plano en am-
plias zonas de la península, pues la hegemonía en esos siglos medievales hasta
el XII, quedó prácticamente circunscrita a la impronta del Derecho germánico,
hecho fácilmente apreciable con el simple análisis del contenido de los princi-
pales fueros municipales.
Ya en la segunda mitad del siglo XI, comenzaron a producirse los primeros
síntomas del renacimiento Bajomedieval del «derecho romano-justinianeo». Se
descubren nuevos manuscritos del Código y de las Instituciones en bibliotecas italia-
nas; y lo que fue más importante, aparece la primera parte del Digesto, Digestum
vetus, las primeras citas (de Urbano II y de Ivo de Chartres), giran entorno a 1090;
después aparece la parte final, Digestum novum, y la Infortiatum o parte central.
Esta fuente analizada por maestros de Bolonia, sobre todo por Irnerio, ju­
rista muerto hacia 1130 (?), del que se ignora casi todo, incluso no se tiene cer-
teza en su nombre; en la glosa ordinaria se le designa con iniciales que nos per-
miten pensar en Warnerius, o tal vez Guarnerius. Fue conocido como lucerna
iuris, maestro de artes que enseñó el Corpus Iuris Civilis, según los testimonios
de la Crónica de Bucardo Uspergense y de Odofredo; llegando a conocer minu-
ciosamente el Digesto.
Desde ese momento ese Derecho justinianeo, a raíz de su estudio en la Uni-
versidad de Bolonia y la escuela teológica de París, comentado por glosadores
y comentaristas, y más tarde por los pandectistas, se convertiría en una de las
fuerzas esenciales para el mantenimiento de la cultura romana-europea.
A este tenor, afrontando en la actualidad el nuevo concepto de la Universi-
dad Europea y la declaración de Bolonia, no debo dejar de apuntar que, para

17
Vid. L. Mitteis, Römisches Privatrecht bis auf die Zeit Diocletians, Leipzig, 1908.

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llegar a la Bolonia del siglo XXI no debería olvidarse aquella otra del siglo XII
y su Studium Generale.
Pero volviendo al momento de la antigua Bolonia, tal fue la impronta de
los glosadores y comentaristas, que estos últimos podrían ser considerados, en
opinión de Wieacker18, «fundadores de la jurisprudencia europea», que volcados
sobre todo en el corpus del Derecho, procuraron unificarlo y adaptarlo a las
necesidades normativas de finales de la Edad Media.
En la médula de la nueva actitud intelectual de los comentaristas, en la equi-
paración del derecho «vivido» al derecho contenido en las fuentes de la tradi-
ción, se encuentra una postura diferente ante la tensión existente entre la verdad
y la realidad, que se puede relacionar con la aparición de la escolática tomista
como defiende Hespanha19.
Pero, la distinción y separación entre glosadores y comentaristas no fue
ni brusca ni radical, se trató de una transición metodológica con diferencias
cualitativas. La diferencia entre unos y otros la sintetizó Calasso20 al decir que
la antigua labor de los primeros daba la impresión de ser fruto de un trabajo
más instintivo, mientras que la de los segundos respondía a una cuidada ela-
boración intelectual. También, en los comentaristas se encuentra más libertad
para encontrar soluciones útiles; elaborando una dogmática orientada no tanto
a formular conceptos como a obtener soluciones.
Como consecuencia de ese proceso, se contempló la generalización de otra
«esencia», que partiendo del Derecho justinianeo, junto con otros ­importantes
elementos (canónico, feudal, mercantil), se nos corporeiza en un Derecho leído,
interpretado y difundido especialmente por canonistas. Pues no estamos ha-
ciendo referencia simplemente a la puesta en vigor de la Compilación de Justi-
niano, sino a la interpretación que de ella hacen los juristas de ese momento. Y
ese Derecho «comentado» se convirtió con matices según los reinos, en un Ius
commune a Europa.
A este respecto, aboga Grossi21 que la ciencia jurídica del Medievo creó una
intrépida vestimenta interpretativa para la que, desde luego, no fueron límite
los innumerables espacios políticos en los que estaba dividida Europa: los esta-
tutos y las costumbres locales siguieron conviviendo con un derecho científico
universal que sirvió para interpretar e integrar la insuficiencia de los dere-
chos particulares. En esta línea de pensamiento, no quiero dejar de referenciar
la obra de Arthur Duck 22, civilista inglés, sobre el uso y la autoridad del Dere­

18
F. Wieacker, Privatrechsgeschichte der Neureit, 2 ed., Göttinge, 1964. Historia del derecho privado de
la Edad Moderna (trad. F. Fernández Jardón, existe otra traducción de 1957), Granada, 2000, pág. 56.
19
A. Hespanha, Cultura jurídica europea. Síntesis de un milenio, Madrid, 2002, pág. 112.
20
Vid. F. Calasso, Storia e sistema delle fonti del diritto comune, Milano, 1938.
21
P. Grossi, La primera lección de Derecho (trad. Cl. Álvarez Alonso), Madrid, 2006, pág. 51.
22
A. Duck, De usu authoritate iuris civilis Romanorum in dominiis principum Christianorum, Londini,
1653.

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cho romano en los reinos cristianos, que desde datos precisos demostró en qué
medida se había recibido ese Derecho en los diferentes países europeos; afir-
mando que ninguna legislación nacional podía ser más apropiada que el Derecho
romano, puesto que contenía el más completo conjunto de normas.
Pero los componentes que configuraron el espacio jurídico-cultural en el
que se desarrolló ese Derecho común no fueron exclusivamente romanos, sino
resultado de la convergencia de elementos de ese origen con los procedentes de
la cultura helenística. De otra parte, los elementos de identidad europea en este
período no se identificaron con forma alguna de tipo político-organizativo, sino
con la adhesión a la ética social y a la interpretación de la existencia represen-
tada por el cristianismo que proyectó su influencia no sólo entre las clases socia-
les superiores, sino también, en el conjunto de la población. Además la Iglesia,
desempeñó ante todos los pueblos europeos una imagen institucionalizada de la
realidad, dotando de cohesión al conjunto de las entidades políticas nacionales,
a las que proporcionaba una base común de pensamiento23.
En este contexto, se ha de puntualizar la importancia del Derecho canónico,
«ciencia de las ciencias», según el jurista Silvestre de Prieto (el «Ostiense»);
como elemento integrante y en muchos casos definidor, no sólo, de ese Dere-
cho común, sino como normativa del Derecho civil, al tener el criterio de los
canonistas prioridad sobre el de los civilistas en los supuestos de opiniones
contradictorias.
El Derecho canónico fundamentó su vigencia y predominio en la facultad
legislativa del Papa, en su aplicación como costumbre, y en la tolerancia de los
reyes. Tolerancia que no siempre se dio, recuérdese el caso de Felipe el ­Hermoso
de Francia (1303), que en función de la «plenitudo potestatis»24, se negó a obe-
decer la bula «Unam Sanctam», de Bonifacio VIII. En esta línea, los reyes en
sus respectivos reinos fueron adquiriendo el derecho regium exequatur, por el que,
v. gr., en el reino de Castilla por previa censura del Consejo de Castilla (regalía
desde el siglo XVIII), se podía impedir la validez de las bulas hasta que no fuesen
analizadas y en todo caso adecuadas al Derecho de ese reino. Esta institución
que al parecer surgió en el contexto del Cisma de Occidente, tuvo su etapa de
esplendor con Carlos III, siendo las pragmáticas de 18 de enero de 1762 y de
16 de junio de 1768 las que marcarían un momento decisivo en su trayectoria.
Pero volviendo al Derecho común, se incide que cuando hablamos de «co-
mún», ese término lo utilizamos en el sentido de difusión de unos conceptos

23
A. Fernández Barreiro, «El Derecho común como componente de la cultura jurídica euro­
pea», Seminarios complutenses de Derecho romano, III, Madrid, 1991, pág. 95.
24
Vid. A. Otero Valera, «Sobre la idea de soberanía y su recepción en España», Derecho de gentes
y su organización internacional II, Santiago de Compostela, 1957. Idem, «Sobre la «Plenitud Potesta-
tis» y los reinos hispánicos», A.H.D.E., 34, 1964. Hermann Heller considera como significativa la
fecha de 1303, en cuanto a la constitución de la «plenitudo potestatis», pero esa teoría ya se había
desarrollado con anterioridad a esa fecha.

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jurídicos homogéneos dentro de un contexto espacial y cultural semejante25.


Pues no podemos extrapolar la idea de que Europa nunca fue una comunidad
unitaria, como tampoco constituyó nunca una unidad política. Por tanto, no
hablamos de identidad.
Recordemos en este punto concreto de difusión de conceptos que la ense-
ñanza universitaria se circunscribía especialmente al estudio del derecho ro-
mano y canónico, en la misma lengua y con la misma metodología. La clave de
la cohesión intrínseca del Derecho europeo durante el período de la recepción
del Ius commune estuvo en que se dio a conocer un mismo pensamiento jurídico,
y unas mismas ideas fueron las que impregnaron las instituciones, con indepen-
dencia de las leyes concretas de cada uno de los reinos que componían el espacio
europeo de ese momento. Es decir, una verdadera cultura jurídica europea al
modo de las exposiciones de Koschaker26, Wieacker27 o Coing28.
El Derecho común era esencialmente un derecho académico, no era el or-
denamiento de una sociedad política, sino el ordenamiento de una comunidad
de profesores que estudiaba, analizaba y construía un derecho sobre la leges
romanae, y sobre los cánones.29 De esta manera los juristas recogieron un orde-
namiento jurídico sin contradicciones, resultado de reducir a unidad los textos
jurídicos estudiados que dieron las bases para una globalización del Derecho.
Los cimientos de lo que ahora denominamos «Unión Europea», como una «cul-
tura común a Europa», se sustentan en el estudio y armonización del Corpus
iuris civilis y del Corpus iuris canonici.
Pero esa «cultura común» no niega el derecho a la diferencia. La coexisten-
cia de la diferencia significa una organización en torno a un sistema de plu-
ralidad de referencias. No hay en ello ninguna contradicción con la idea de la
universalidad, pues no trata en absoluto de proceder a una vasta asimilación de
los individuos, sino de reunirles, a pesar de sus diferencias.
No obstante esa recepción del Derecho común, no fue aceptada de igual
forma ni por las mismas vías. Grosso modo, Cataluña lo admitió abiertamente
como Derecho supletorio, pero al ser el Derecho común más completo que el
propio catalán se difundió en seguida, de tal forma, que a principios del si-
glo  XV (en las Cortes de Barcelona de 1409), Martín el Humano aceptó la vi-
gencia del Derecho común, pero sin especificar si debían incluirse tanto el De-
recho romano como el canónico juntos o por separado; entendiendo algunos
juristas, como Tomás Mieres que debía de prevalecer el canónico sobre el ro-

25
R. Morán Martín, «El ius commune como antecedente jurídico de la Unión Europea», Cuadernos
de Historia del Derecho, 12, 2005, pág. 105.
26
P. Koschaker, Europa y el Derecho romano (trad. J. Santa Cruz Tejeiro, Madrid, 1955).
27
F. Wieacker, Historia del derecho privado…, op. cit.
28
H. Coing, Europäisches Privatrecht, München, 1985 (trad. A. Pérez Martín, Madrid, 1996).
29
A. Iglesia Ferreirós, «La forja de la civilización europea: el Ius commune», Cultura jurídica
europea: una herencia persistente (seminario permanente de cultura jurídica), Sevilla, 2001, pág. 58.

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mano en los casos de discrepancia. En Mallorca, Jaime II aceptó el Derecho


común en 1299.
En los territorios de Valencia, la propia legislación real fue vehículo difusor
de este Derecho, por la clara inspiración canónica-romana con que se dota a
los textos promulgados a raíz de la conquista de Jaime I.
En Aragón, el Derecho común se propagó solapadamente a través de las de-
cisiones judiciales, de la doctrina jurídica y de las recopilaciones del siglo  XIII,
pese a teóricas prohibiciones. La recepción tuvo lugar inicialmente en los círculos
de los juristas que rodearon a Jaime I (Raimundo de Peñafort, Pere Albert,
Vidal de Cañellas…).
En Navarra, se recibió por medio de los sacerdotes que estudiaron en terri-
torios franceses y por los juristas formados en Bolonia, o Montpellier, al formar
parte algunos de ellos del tribunal de la Corte de Navarra. En el siglo  XVI
y mediante una disposición adoptada en las Cortes de Pamplona en 1576, se
aceptó definitivamente como supletorio, desapareciendo las limitaciones que una
Ordenanza (1413) de Carlos II de Navarra había impuesto para el Tribunal de
la Corte, donde se recogía que en caso de laguna de norma, se tenía que apelar
a la interpretación regia antes que al Derecho común.
En Castilla y León, inicialmente se prohibió. Alfonso X, en textos como el
Fuero Real, o el Espéculo y el Ordenamiento dado a los alcaldes de Valladolid (1258),
prohibió la utilización de textos legales diferentes a los nacionales. Más tarde
Alfonso XI, en el Ordenamiento de Alcalá de 1348, señala como única fuente de
suplir la laguna jurídica la autoridad del rey. Juan II, en 1427, por la ley de Citas,
al modo de las de los emperadores Teodosio II y Valentiniano III (408-450 y
425-455 respectivamente), aceptó las alegaciones de autores como Juan Andrés
o Bartolo de Saxoferrato.
Después los Reyes Católicos, a las opiniones admitidas de estos dos autores,
añadieron las de Baldo degli Ubaldi y Nicolas de Tudeschis o Abad panormi-
tano. En 1505 en las Leyes de Toro, el texto más trascendente de la legislación
castellana en materia de Derecho privado, retrocedió al criterio recogido en el
Ordenamiento de Alcalá, donde la única fuente jurídica que se reconocía era la
autoridad del rey, pero finalmente, por medio de la difusión de las decisiones
judiciales y la doctrina jurídica el Derecho común también se difundió y aceptó
en Castilla.
Aunque el objeto de estas reflexiones es traer a colación la impronta y vigen-
cia de los legados romanos, no creo inoportuno, pues se podría dar una visión
sesgada de nuestro devenir histórico-jurídico, prestar una mínima atención a la
trayectoria de otra categoría: Derecho germánico. Derecho que a pesar de la mar-
ginación sufrida en la legislación visigótica, surgiría con gran fuerza en la Edad
Media, no desapareciendo del todo con la recepción del Derecho común. Baste
simplemente recordar, la ascendencia de la diferenciación tan taxativamente
llevada entre bienes muebles e inmuebles en la Partidas, o en el Espéculo.
Anuario de la Facultad de Derecho, vol. XXVI, 2008, 175-199
SOBRE LA ACTUALIDAD DEL LEGADO JURÍDICO-POLÍTICO… 187

O la propia regulación que se hace en la leyes de Toro, donde se retrocede en


algunas de sus determinaciones al Derecho germánico. Así, la regulación por
primera vez del Mayorazgo, institución que, aunque de una forma sui generis,
salvaguardó indiviso parte del «caudal relicto», conservando determinados bienes
dentro de una familia a perpetuidad, idea básica del «principio de troncalidad»;
pues supuso una limitación al Derecho de propiedad, en cuanto eliminó la
enajenabilidad de un patrimonio al vincularlo a un apellido.
O la pervivencia en el Derecho actual de costumbres germánicas en los
rituales litúrgicos del matrimonio, o en las discusiones sobre matrimonios
morganáticos; o en la propia regulación que nuestro Código Civil hace en la
no reivindicabilidad de bienes muebles (art. 464) de extracto germánico ba-
sado en la máxima «Wo du deinen Glauben gelassen hast, musst du ihn
suchen» (donde tú has dejado tu fe (allí) debes tú buscarla), que tomaría
después la forma más técnica latina «mobilia non habent secuelam»; en los
retractos familiares (art.  1522), como reminiscencia de la antigua comunidad
patrimonial de bienes que implicaba el «Beispruchsrecht» o «laudatio paren-
tum»; en los vecinales (art. 1523), procedentes de las antiguas comunidades de
aldea, etcétera.
De nuevo, haciendo referencia al Derecho común, su recepción fue tal, que
se convirtió en el Derecho más difundido, más comúnmente aplicado y estu-
diado por los juristas. Ese Derecho, analizado en las universidades, marginó
el «derecho patrio» o «real», hasta que en el siglo XVIII con la plenitud del
absolutismo, se comenzó a batallar por una mayor importancia de ese «dere-
cho real», por su aplicación efectiva en el ámbito del Derecho público y por su
enseñanza en las universidades.
Con esto el Derecho se estatalizó, pero asimismo, es obvio que se particula-
rizó debido a una proyección geográfica que se limitaba a la del Estado particu-
lar, y Europa continental se convirtió en algo similar a un archipiélago integrado
por tantas islas como estados; islas políticas y jurídicas30.
Sin embargo, que el Derecho romano se siguiese estudiando en las univer-
sidades motivó en el siglo XVIII, el desarrollo del usus modernus pandectarum.
Se destaca que este método no cabe reducirlo a una mera fase de transición
tendente y precursora del iusnaturalismo racionalista, sino que tiene su propia
forma y autonomía.
Es sabido que esta metodología tuvo una gran importancia en Alemania,
donde desde finales del siglo XV y en el XVI, existía un Derecho romano
vivido en la practica con peculiaridades propias sobre el que se elaboraría du-
rante el XVIII, el Derecho de las pandectas (Boemer, Schubart, Heineccius).
De esta forma, el Derecho romano volvió a servir de base para la formación
de un derecho nacional, que forjó los cimientos de la presente ciencia civilista

30
P. Grossi, La primera lección…, op. cit., pág. 54.

Anuario de la Facultad de Derecho, vol. XXVI, 2008, 175-199


188 Magdalena Rodríguez Gil

(Windscheid, Berkker, Brinz, Serafini…), conjugando el estudio del Derecho


romano con el Derecho nacional.
La emancipación del derecho nacional o patrio, del Ius commnune, había sido
anunciada desde el Humanismo. Estos ordenamientos nacionales ya no eran
concebidos como simples statuta, sino como sistemas de normas cerrados en sí
mismos31. Precisamente la Ilustración que tuvo la firme convicción de que la
razón podía desarrollar un sistema jurídico universalmente válido, contribuyó
de hecho a destruir el ordenamiento jurídico que imperaba en toda Europa y
a disgregarlo en sistemas nacionales.
Se dieron una serie de motivos que contribuyeron a este cambio, desde el
propio Montesquieu, con la teoría general del Derecho; a Vico, en el análisis
general de la cultura. Y ya en la segunda mitad del siglo XVIII comenzó a re-
gir el axioma de que todo sistema jurídico debía responder no sólo a la consti-
tución política, sino también, a toda la civilización de un pueblo. Estas nuevas
corrientes ideológicas influirían en el Derecho proclamándose la fuerza ilimi-
tada de la razón y del libre examen.
La teoría del derecho de la razón, forma que tomó la doctrina del derecho
natural en los siglos XVII-XVIII, postulaba la existencia de una ética social con-
forme a la naturaleza y se traducía en un derecho natural, no olvidemos que
Montesquieu escribió que las leyes son las relaciones necesarias que se derivan
de la naturaleza de las cosas.
Esta directriz representó uno de los grandes fenómenos que condujeron a
la superación de la concepción medieval del mundo y de la vida. Del mismo
modo que el humanismo, fue la superación literaria y artística de la Edad Me-
dia; las «Luces» y en particular la doctrina del derecho natural, representaron
la superación de la ética medieval.
Pero, no se olvide que la idea del derecho natural, como criterio jurídico
superior, ya se encontraba en Grecia y en la propia Roma, que en la Edad ­Media
alcanzó gran difusión gracias a la Escolástica (Alberto Magno, Tomás de Aquino,
etc.); germinando de nuevo con la segunda escolástica (Francisco de Vitoria,
Suárez, Vázquez de Menchaca, etcétera).
En este entramado, es importante tener presente la disidencia religiosa,
punto de partida del derecho racionalista (Althusius, Hugo Grocio…), al igual
que la filosofía cartesiana y los nuevos principios matemáticos y físicos (Puffen-
dorf Spinoza, Leibnitz…). La defensa de la aplicación del método matemático
en el campo del Derecho fue determinante en cuanto a su enfoque de univer-
salidad.
Tras esa ruptura de la unidad religiosa en Europa, los representantes del
humanismo formularon y propagaron la doctrina de la tolerancia y la crítica

31
H. Coing, Derecho privado…, op. cit., pág. 115.

Anuario de la Facultad de Derecho, vol. XXVI, 2008, 175-199


SOBRE LA ACTUALIDAD DEL LEGADO JURÍDICO-POLÍTICO… 189

del absolutismo; proporcionando los fundamentos de ética social y política de


las declaraciones de derechos de la persona, sobre los que se estableció el nuevo
modelo de convivencia y los elementos comunes de identidad de la cultura po-
lítica occidental europea32.
El antirromanismo de los juristas de esa época que fue en muchos autores
más aparente que real, y el casi unánime rechazo contra los doctores del ius
commune no impidió la presencia de citas de los mismos en obras tan caracte-
rísticas del momento como las Instituciones de Asso y de Manuel; de Dou i de
Bassols; pero cierto es que en el siglo XVIII se produce el final de la doctrina
del Derecho común.
En esta línea, desde mediados del siglo XVIII, la ley «estatal» tendió a mono­
polizar la atención de los juristas; y Felipe V, siguiendo las nuevas tendencias y
la orientación de Melchor de Macanaz en 1713, trató de que las universidades
introdujeran la enseñanza del «derecho real o estatal», pero éstas se resistieron,
continuando la enseñanza del Derecho común. Más tarde, un Auto Acordado
de 1741, establecería esa enseñanza sin sustituir la del Derecho romano, dispo-
niendo que se explicase, pero marcando las concordancias o diferencias de las
leyes reales en relación con del Derecho común.
En ese contexto el comentario de Vinio a las Instituciones se convirtió en el
libro de texto más utilizado, pero para ello fue modificado en dos aspectos: se
suprimieron las referencias que podían entenderse ofensivas para la Inquisi-
ción, y se incorporaron referencias al Derecho patrio. Juan Sala elaboró para
los estudiantes una edición de Vinnius castigatus 33, con una portada muy signi-
ficativa que representaba a la Justicia entregando con su mano izquierda las
Instituciones de Justiniano al emperador y con la mano derecha las Siete Partidas
al rey de España.
El triunfo del «derecho patrio o real», tuvo lugar a raíz de las reformas lle­
vadas a cabo por Carlos III en las universidades españolas, especialmente en los
planes de estudios que en 1771 se dieron para las Facultades de Leyes de las
universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá, y que acabarían imponiéndose
a las demás; aunque sería Carlos IV34 en 1802, quien de una manera definitiva
estableció la enseñanza del «derecho patrio» sobre el romano.
En esa «tensión», un apoyo a favor de la pervivencia de ese Derecho común
fue la convicción en su fundamento y composición en preceptos de Derecho
Natural y de Gentes, todavía esgrimida por muchos juristas como Mayans, y por
consiguiente, en la necesidad de la inviolabilidad de su permanencia. Latía la
vieja creencia medieval de que el Derecho romano había sido la encarnación
de la razón natural.

32
A. Fernández Barreiro, «El Derecho común como…», op. cit., pág. 95.
33
J. Sala, Vinnius castigatus atque ad usum tironum hispanorum accomodatus, Valencia, 1767.
34
Novísima Recopilación, VIII, 4, 7.

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190 Magdalena Rodríguez Gil

Otros en cambio lo atacaron, argumentando contra él, desde puntos de par-


tida distintos pero convergentes, que si el Derecho romano valía como encarna-
ción de la razón natural podía prescindirse de su estudio, simplemente ejerci-
tando la propia y actual potencia racional, con la ventaja que las luces de la razón
estaban más desarrolladas en el siglo XVIII que en los remotos tiempos romanos.
Con independencia de esa diversidad de tendencias, la realidad era que ese
gran esqueleto en conexión con los diferentes ordenamientos nacionales formaba
a modo de tela de araña un conjunto donde ius commune-iusnaturalismo-Ilustración,
constituiría el cimiento del Derecho privado que se integra en los Códigos.
Así que ese nuevo monopolio sustentado en la idea del iusnaturalismo racio­
nalista (Domat, Pothier, de Moulin…) había sentado las bases en un orden jurí-
dico universal, inmutable, que defendía la implantación de las ideas de libertad,
igualdad y protección de la propiedad. Todo ello construido y expresado a raíz
de un sistema lógico-axiomático-deductivo, cuya representación máxima fue y
es el sistema codificador.
La evolución de estas ideas fueron distintas según los países. En Alemania,
fueron sinónimo de absolutismo; en Francia en cambio, fueron intelectuales
como Montesquieu o Rousseau los que apadrinaron esa línea de pensamiento.
A España llegaron de una forma más atenuada, y la influencia del pensamiento
jurídico de la Ilustración no condujo a la promulgación de los códigos, pues los
intentos realizados en este sentido fueron ambiguos y dispersos, sin obedecer
a una política legislativa impuesta desde el poder soberano. Ya que desde ese
poder se siguió impulsando la política recopiladora (Novísima Recopilación). En
España el ritmo de sustitución del viejo orden por el nuevo fue muy desigual.
La codificación supuso la ruptura de la unidad jurídica que había fundado
y sustentado el Derecho común para el Continente europeo, pues, aunque tomó
muchos elementos del Derecho común, en ella se perdió la conciencia de la
«comunidad-europea».
Los códigos aparecieron como una especie de positivación de la razón, am-
parados por los órganos representativos de la nación, constituyendo la concre-
tización legislativa de la voluntad general; la unificación y centralización del
ordenamiento jurídico.
Pero junto a estos presupuestos de carácter jurídico-político, también opera-
ron otros presupuestos socioeconómicos. No olvidemos la estrecha vinculación
entre el proceso de codificación y lo que algunos califican «revolución burguesa»,
que más que «revolución», fue un pacto social, al modo de la «vía prusiana» al
capitalismo, que haría posible la salvación de los intereses nobiliarios, junto con
los burgueses. Y en este orden de ideas, el Derecho romano era el que mejor
defendía los intereses de esa burguesía ya consolidada.
De hecho, aunque los códigos han sido considerados como una ruptura con
el pasado, con la tradición doctrinal romanista, aún siendo verdad esto, la rup-
Anuario de la Facultad de Derecho, vol. XXVI, 2008, 175-199
SOBRE LA ACTUALIDAD DEL LEGADO JURÍDICO-POLÍTICO… 191

tura fue mucho menor que lo que los políticos y filósofos del Derecho anun-
ciaban.
Así, en Francia, la pronta redacción del Código Civil se debió a la perfecta
combinación del estudio de las fuentes romanas-justinianeas con la depuración
del propio Derecho consuetudinario francés, con arreglo al racionalismo y a la
lógica deductiva del iusnaturalismo de la Ilustración.
En materia de derecho privado, los juristas utilizaban los instrumentos con-
ceptuales provenientes del Derecho romano (contrato, pacto, obligación, etc.)
y de hecho el conjunto sistemático que construían sobre conceptos, aunque re-
examinados, sólo podía ser romanista, pues el origen de la mayoría de nuestras
leyes de derecho privado es romano.
Si los siglos anteriores se habían caracterizado por una hegemonía del Dere-
cho común, el siglo XVIII marcó el final del mismo. Y fue a partir del siglo XIX,
con la Escuela Histórica y especialmente Savigny, cuando se retoma el estudio
del Derecho romano (Mommsen, Otto Gradenwitz, Otto Lenel o Ludwig Mitteis,
Eisele, Pernice…).
Lo que se podría enunciar como una ruptura con el Derecho romano fue
más profunda en unos campos (penal) que en otros. Pero especialmente por lo
que concierne a la codificación civil, se dio una vuelta a las fuentes del Derecho
privado romano.
No obstante, al margen de ese distanciamiento, no se puede negar que, para
conocer el Derecho, para captar lo jurídico, un jurista ha de habérselas con
el Derecho romano, ya que la jurisprudencia romana sirvió de base para toda
jurisprudencia, y su terminología llegó a ser la terminología de los juristas de
todos los pueblos. Y mérito incontestable de la experiencia cultural romana es
haber sabido leer el mundo socioeconómico-político en términos jurídicos.
Pues como es sabido, la elaboración de una norma jurídica tiene por fina­
lidad su vigencia, a pesar de que su imperfección intrínseca o la cambiante
situación de la realidad regulada puede hacerla ineficaz. En tales casos sería
normal su derogación. Sin embargo, como una característica fundamental del
Derecho romano, es su perfección técnica, esa perfección hace que se mantenga
inalterable el tenor literal del precepto, sirviendo el mismo, no sólo en ambien-
tes ideológicos diferentes, sino también, permitiendo que en virtud de un pro-
ceso hermenéutico se pueda infundir un nuevo espíritu en la vieja letra de la
ley; presentándose así las nuevas normas que la vida reclama como contenidas
en el texto objeto de la interpretación.

III.  El legado político

Si los griegos fueron los primeros en practicar la democracia directa con


Pericles de «abanderado», los romanos fueron los que le dieron usos más am-
plios, siendo Roma el embrión de las formas políticas más significativas de la
Anuario de la Facultad de Derecho, vol. XXVI, 2008, 175-199
192 Magdalena Rodríguez Gil

civilización occidental; y es a Roma, a quien debemos el desarrollo, la toma de


conciencia de esos valores.
Entre otras cuestiones a nivel político-administrativo, Roma impulsó: el fun­
cionamiento de los respectivos órganos asamblearios; la magistratura; la función
suavizadora del Senado; las reformas agrarias y sociales de los Gracos, así como,
toda la cuestión social, etc. Pero sobre todo, fue la médula del triunfo del Estado
y del Derecho sobre las nacionalidades. Esta idea designa la misión peculiar
de Roma en la historia universal. La historia de Roma comienza con una vic-
toria sobre su propia nacionalidad (latina, etrusca, sabina). Y en este punto de
nuevo evoco a Ihering35, al defender que, la importancia y misión de Roma en
la historia se resume en presentar el triunfo de la idea de universalidad sobre
el principio de las nacionalidades.
Aunque en Roma no hubo una «constitución romana», escrita tal y como
hoy entendemos esa expresión: reguladora de manera más o menos fija del fun-
cionamiento de los organismos del Estado, de sus límites y competencias; sí se
identifica con esa noción al derecho público romano. De hecho en la actualidad
muchos de los historiadores de las ideas políticas la utilizan para hacer referencia
al estudio de la organización y funcionamiento del poder en Roma.
A este respecto, en el terreno «constitucional», frente a una apreciación de
la constitución romana en términos análogos a las constituciones modernas,
como cuadro fijo de relaciones y obligaciones jurídico-políticas, se ha subrayado
el carácter fundamentalmente dinámico y progresivo del orden constitucional
romano. Así, Christian Meier36, habla de eine gewachsene verfassung, de una cons-
titución en proceso de construcción permanente, en continuo hacerse y crearse,
de la que tendríamos una falsa imagen si la viéramos como un cuerpo más o
menos estático y cerrado, al modo moderno.
No obstante, al margen de lo apuntado, todos sabemos que fue la filosofía
estoica la que proporcionó la síntesis y facilitó la comunicación del mundo ro-
mano, al igual que propició la adaptación del acervo de los valores culturales
romanos tradicionales a las exigencias políticas del Imperio como aglutinante
de entidades nacionales y formas culturales diferentes.
A este tenor, al pensamiento de dos griegos: Pericles37 y Tucídides38 (el po-
lítico que escribió para políticos, precursor de Polibio, Maquiavelo, Hobbes y
Montesquieu), les debemos las primeras definiciones del régimen democrático.

35
R. von Ihering, El espíritu del Derecho romano, Madrid, 1997, pág. 29.
36
Vid. C. Meier, Res publica amissa: Eine Studie zu verfassung und geschichte der Späten Römischen
republik, Wiesbaden, 1966.
37
Pericles, «La administración del Estado no está en manos de pocos, mas del pueblo, y por
ello la democracia es su nombre», discurso pronunciado en homenaje a los caídos en la Guerra del
Peloponeso
38
Tucídides, II, 37. «Nuestra Constitución… se llama democracia porque el poder no está en
manos de unos pocos sino de la mayoría».

Anuario de la Facultad de Derecho, vol. XXVI, 2008, 175-199


SOBRE LA ACTUALIDAD DEL LEGADO JURÍDICO-POLÍTICO… 193

Más tarde, también Polibio39 expuso como la república romana estaba divi-
dida y asentada en un hábil equilibrio entre tres formas de gobierno, monarquía,
aristocracia y democracia, y que estas tres formas se repartían tan equitativa-
mente, que nunca nadie hubiera podido afirmar con seguridad si el régimen
era totalmente aristocrático, democrático o monárquico.
O Cicerón40, quien en su De re publica, escuetamente por boca de Escipión,
hizo referencia a la res publica, como cosa que pertenece al pueblo, «gestión
pública», el gobierno. Y aludiendo a esa «gestión», siguiendo a Polibio, defendió
la teoría de la mayor perfección en una forma o régimen mixto41, en el que se
equilibraban la autoridad del príncipe, la libertad del pueblo y la potestad de los
magistrados, afirmando que si se examinaban los poderes del príncipe se podría
hablar de un régimen monárquico; si se juzgaban las facultades del Senado, de
una aristocracia; si se consideraban los derechos del pueblo, de una inequívoca
democracia; y que los tres principios expuestos en la República romana se mez-
claron y se equilibraron de tal forma, que el poder estaba en manos de todos.
En este sentido, Mommsen, en numerosas referencias, puso de relieve que
en Roma res publica correspondía exactamente a lo que los ingleses llaman
commnwealth, designando exclusivamente lo que es común, porque sólo en este
sentido podría entenderse cabalmente el concepto. También, pero dándole un
sentido europeista, defendió en sus trabajos sobre las provincias del imperio,
que la historia de éste era sustancialmente la historia de las provincias42.
No obstante, el sincretismo entre la cultura griega y latina alcanzaría su
punto de inflexión de una forma sine qua non en el ámbito de la organización
administrativa, por medio de la polis, pues una de las primeras y más funda-
mentales nociones, y fundamento de la res publica que Roma importó de Grecia,
fue la de la política directa, en la que los ciudadanos tomaban por sí mismos
las decisiones que concernían a la «polis». Idea que sería clave en el proceso de
la extensión territorial de los romanos, en su innata habilidad para lograr un
orbe pacífico, y una romanización paulatina y poco traumática.
De nuevo Mommsen persistiendo en la idea de la unidad, no hizo otra cosa
que proyectar el imperio romano en una dimensión holística y como un espa-
cio geográfico sobre todo globalizado. Se adelantó a concebir el orbis Romanus
como una globalización43, aunque todavía no se hubiese inventado tal ­neologismo,
la idea es la misma.

39
Polibio, Historia Universal durante la república romana, VI, 11. 10-11 Barcelona, 1968.
40
M. T. Cicerón, De republica, I, 39, ed. Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1984.
41
Idem, I, 54.
42
Vid. T. Mommsen, Historia de Roma (trad. García Moreno, 1876), reimpresión, ed. Turner,
8  vols., Madrid, 1983.
43
En este sentido: R. Domingo Oslé, Ex Roma Ius, ed. Fundación Garrigues, Madrid, 2005.
La Cátedra Garrigues de Derecho Global tiene por objeto el estudio de los efectos jurídicos de la
globalización, así como la fundamentación de un Derecho global, configurador de un ordo orbis
más justo, democrático y libre.

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194 Magdalena Rodríguez Gil

Recordemos que el sistema administrativo estructurado en civitates, municipia,


reproduciendo el modelo de ciudad existente en Roma, con su mayor o menor
capacidad de autogobierno en cada caso, fue uno de los ejes más importantes de
la romanización. La historia del Imperio romano es la historia de una ciudad,
que se ensancha para ser la historia del mundo mediterráneo44.
La difusión de la civitas Romana, por la que Roma pasó de ciudad a país y
al mundo45, creó una especie de ciudadanía mediterránea, «matriz» de la «ciu-
dadanía europea» y de los estados modernos, como defienden con matizacio-
nes hoy, entre otros, Nicolet; Barker; y Bailey46. La civitas romana había comple-
tado su trayectoria inicial para coincidir de una manera «ideal», con la ecumene,
en la relación de ciudadanía, extendida a todos los súbditos del Imperio por la
Constitutio antoniniana.
Por tanto desde la antigua Grecia hasta el umbral de la modernidad, fue
la ciudad la que se presenta como organización política por excelencia. La ciu-
dad es una forma de convivencia que se sitúa en el origen del discurso político
occidental y continuará siendo su principal punto de referencia durante un
larguísimo período como apunta Pietro Costa47.
La unidad de la civitas, no obstante, postula la diferenciación de sus inte-
grantes y en modo alguno es una igualdad mecánica; sino concebida como
una coparticipación en los valores y en las normas, como sentimiento de una
pertenencia común.
De ahí, que la historia del Derecho europeo pueda considerarse iniciada
en la antigua «polis» griega, una comunidad de ciudadanos con una voluntad
determinada por una ley común y dos grandes principios políticos: politeia, o
conjunto de órganos que definen la vida ciudadana, y las nomoi, las leyes, que
establecen la organización, tanto pública, como privada.
Se presenta por tanto la ciudad, el ciudadano y la ciudadanía, prima facie,
como el núcleo original de la evolución histórica occidental. Recuérdese asi-
mismo, que el orden político imaginado por Rousseau en El contrato social, es
un modelo que rememora la tradición de la ciudad.
Y esa organización es la que fue transmitida al mundo occidental por los
romanos bajo la noción de res publica 48. Re publica, democracia, como base
fundamental de la organización política que dio fundamento a instituciones

44
T. Mommsen, El mundo de los césares, Madrid, 1983, pág. 3.
45
De una ciudad estado (monarquía), pasó a dominar toda la cuenca del mediterráneo (re-
publica), alcanzó Britania y Jerusalén (principado) y más tarde con Trajano alcanzó su máxima
extensión al llegar y superar las fronteras del Danubio, llegó a la Dacia, y en oriente a Armenia,
Mesopotamia (entre el Eúfrates y el Tigris), Asiria.
46
Vid. C. Bailey (ed.), El legado de Roma, Madrid, 1956.
47
P. Costa, Ciudadanía (trad. Cl. Álvarez Alonso), Madrid, 2006, pág. 39.
48
Vid. A. Torrent Ruiz, «La democracia en la república romana», Anales de la Facultad de Derecho,
10, 2, 1982.

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SOBRE LA ACTUALIDAD DEL LEGADO JURÍDICO-POLÍTICO… 195

como las Asambleas populares Concilia Provintiae y el Senado, donde todos los
ciudadanos, patricios y plebeyos participaban en los asuntos de la comunidad.
Esos Concilia Provintiae, al estar constituidas por representantes de las distintas
ciudades, fueron consideradas como un primer ensayo de Asambleas represen-
tativas por Hinojosa49, y más tarde por Chapot 50.
Esas comunidades fueron y son la vía eficaz de la integración progresiva
en el ejercicio futuro de los derechos electorales que hoy garantizan los textos
constitucionales europeos, y un formidable instrumento en el Derecho comu-
nitario de dinamización.
No obstante, algunas de estas instituciones en su devenir histórico no siem­
pre gozaron de eficacia, recuérdese la Curia municipal, que en el Bajo Impe-
rio, perdió la importancia y significación político-administrativa de tiempos
anteriores, degradándose al convertirse en un «agente» recaudador, expoliador
para los habitantes de las ciudades, perdiendo sus integrantes todo el «honor»
de tiempos anteriores, hasta tal punto que un retórico del momento llamado
Libanius, dijo, que nadie podía odiar tanto a sus hijos como para dar a una
hija en matrimonio a un curial51.
Para paliar la situación de crisis y decadencia de las estructuras locales y
en defensa de los intereses del pueblo se creó la figura del defensor civitatis o
plebis. La figura la reguló Valentiniano I en una constitución del año 368, debía
recaer el nombramiento en una persona del orden senatorial, para que con su
prestigio lograse imponerse a los pontentiores. El cargo se creó inicialmente con
carácter vitalicio, pero pronto se limitó su vigencia a 5 años. Tenía como com-
petencias la cobranza de impuestos y sobre todo proteger los intereses de los
habitantes de la ciudad contra opresiones e injusticias, más tarde se le concedió
una limitada jurisdicción civil.
Esta institución con el tiempo fue un fracaso y ese fracaso se debió, en gran
parte, a que a raíz de un determinado momento su designación correspondió a
la Curia, quedando el defensor civitatis en manos de los intereses de los curiales,
y más que defensor de los ciudadanos fue un elemento de distorsión para los
mismos.
La institución del defensor civitatis, salvando obviamente los matices diferen-
ciales propios de las circunstancias y tiempo, es de plena actualidad. Nuestra
Constitución52, la recoge y regula, y su finalidad, es la misma que motivó la crea­-

49
E. de Hinojosa y Naveros, «El régimen municipal romano en España», Revista Hispano-
Americana, 4 (1882), en Obras, III, Madrid, 1974.
50
Chapot, Le monde romain, 1927.
51
Apud M. Torres López, Lecciones de Historia del Derecho Español, tomo I, Salamanca, 1933,
pág.  384.
52
Art. 54, «Una ley orgánica regulará la institución del Defensor del pueblo, como alto co-
misionado de las Cortes generales, designado por éstas para la defensa de los derechos… a cuyo
efecto podrá supervisar la actividad de la Administración, dando cuenta a las Cortes generales».

Anuario de la Facultad de Derecho, vol. XXVI, 2008, 175-199


196 Magdalena Rodríguez Gil

ción y regulación de tal figura: la defensa de los derechos de los ciudadanos


frente a los abusos cometidos por la administración.

IV.  Unas conclusiones

Hoy día el Derecho romano se ve como un factor esencial de la historia de


nuestra cultura jurídica 53 que marca su evolución, la mutación de significado
de sus normas al cambiar las circunstancias, y la progresiva elaboración de valo-
res supratemporales. Y así como el Imperio romano llevaba en su seno la inci-
piente Europa, así también, el Derecho romano abrigaba el germen del mañana,
del Derecho común y europeo.
El Derecho Romano no es sólo un camino que deba recorrerse hacia
atrás por razón de su carácter histórico, dinámico, sino también, hacia de-
lante como verdad jurídica permanente, o utilizando palabras de Mitteis54,
como «valor fuera del tiempo», que ha impreso su sello en la cultura jurídica
europea.
Por tanto, son numerosas las «esencias» que le debemos a la civilización ro­
mana. A Roma republicana los valores de la democracia. Al Derecho romano
clásico, la elaboración de los contenidos esenciales de múltiples relaciones ju-
rídicas, el descubrimiento de los conceptos fundamentales con que operan los
juristas modernos a la hora de construir abstracciones, es decir, la técnica, la
noción de ciencia jurídica como saber jurídico sistematizado, y la noción de la
jurisprudencia como ciencia de la justicia.
Como contrapartida, al romano-vulgar, le debemos la adaptabilidad, com-
prensión, y en cierta forma la popularización-vulgarización. Al Derecho común,
las bases de la globalización que hoy ya tenemos, y a la pandectística la técnica
jurídica de los códigos.
Dentro de un plano teórico, no es exagerado subrayar que si el Derecho
romano es el elemento o denominador común de la mayor parte de los derechos
vigentes, su misión más noble, como anticipó Rabel55, sería volver a ser punto
de partida para un Derecho europeo.
En fin, recordaba Mommsen, que la afirmación tantas veces repetida de que
el Derecho romano es el más perfecto de todos, o que el Estado romano debe
ser considerado como portador de la idea de Derecho en la historia universal,
era un recurso retórico y fácil, que realmente lo que debía de subrayarse es que,
se trataba de un Derecho bajo cuyo influjo todos nuestros derechos nacionales
se formaron, ya fuese en conexión o en oposición a él.

53
Vid. Peter G. Stein, El Derecho romano en la historia de Europa, Madrid, 2001.
54
L. Mitteis, Reichsrecht und Volksrecht in den östlichen provinzen des Römisches Kaiserreichs, Leipzig,
1891 y 1963.
55
Vid. E. Rabel, Grundzüge des rómischen Privatrechts, Leipzig, 1915.

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Sin embargo, no es posible actualizar el Derecho romano, no es posible re-


gimentar la vida presente con la normativa romana; no cabe eso de «retornar
a Savigny» (Koschaker), de volver al modernus usus pandectarum (Wenger); eso
en fin, de prestar quieta y única atención a las viejas y tradicionales fuentes
jurídicas (Mitteis)56.
Aunque, hoy quizás sí nos encontremos ante la conveniencia de recordar nues-
tros antecedentes jurídicos más que de comparar los mismos. Y entre ellos,
para un sector muy importante de Europa (Alemania, Países Bajos, Dinamarca,
Irlanda, Suecia), bajo el sustrato del Derecho romano, está también la raíz
germánica, raíz que, de igual modo, se encuentra en algunas de nuestras ins-
tituciones.
En cualquier caso, pienso, como ya apunté57, que los elementos que configu-
ran nuestro Derecho hay que verlos en su integración y no acumulativamente.
Y en esta circunstancia el Derecho romano unió a través de un conjunto afor-
tunado de coincidencias, los dos méritos más altos que pueden darse en el de-
sarrollo jurídico, a saber: el origen nacional y el desarrollo universal. El sistema
romano supo transformar el Derecho de la nación romana en un Derecho para
todas las naciones, y cualquier consideración teórica acerca del nuevo orden
jurídico europeo debe hacerse a la luz de las fuentes romanas.
Por tanto, corresponde al Derecho de la civilización romana en este ­siglo XXI
servir de puente entre los distintos sistemas jurídicos del mundo, y muy especial-
mente, entre el civil law, expresión acuñada por los comparatistas e intraducible,
pues «Derecho civil» no le haría justicia, y el common law, frase que se usa en
contraposición al civil law. Estos dos sistemas, aunque distintos, también tienen
un denominador común en el Derecho romano. Y existen no pocas analogías
curiosas entre la evolución del Derecho romano y la del Derecho inglés, con
las respectivas distinciones entre el derecho civil y el pretorio y el common law
y la Equity.
En relación a esta última cuestión, apuntó Castan Tobeñas58, que la Equity 59
inglesa presenta muchas coincidencias con el ius aequum y el ius gentium de los
romanos, lo mismo en su aspecto sustantivo como en el procesal, contrapo-
niéndose a un Derecho concebido estrictamente: el common law. Por ello, cobra
plena actualidad, la calificación del Derecho romano como «humanismo de los
juristas»60, o como escribiese Ihering, «alfabeto del Derecho». Sin olvidar por

56
J. Iglesias, Estudios, op. cit., pág. 63.
57
Vid. M. Rodríguez Gil, «Acerca del “Zeitgeist” en la Historia del Derecho: “In memoriam Eugen
Wohlhaupter”», Anuario Jurídico y Económico Escurialense, XXVII, Madrid, 1994.
58
J. Castan Tobeñas, Los sistemas jurídicos contemporáneos del mundo Occidental (discurso de aper-
tura de los tribunales), Madrid, 1956, pág. 79.
59
Idem, La equidad y sus tipos históricos en la cultura occidental europea (discurso de recepción en
la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas), Madrid, 1950, pág. 58.
60
U. Álvarez Suárez, Horizonte actual del Derecho Romano, Madrid, 1944, pág. 44.

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supuesto, que la fuerza del common law, reside en su manera de tratar los casos
concretos, mientras que la fuerza del moderno Derecho romano, radica en el
desarrollo lógico de conceptos generales.
Llegados a este momento de la reflexión, nos parece pertinente extraer del
recuerdo que en 1957, el Colegio de Europa y la Universidad de Pennsylvania
en la conferencia que convocaron para definir los valores esenciales de la civi-
lización europea, asumieron los siguientes:

– El respeto por el valor intrínseco de la persona como tal, como valor su-
perior a toda concepción absoluta del Estado.
–  La libertad, como inseparable de la responsabilidad moral del individuo.
–  La solidaridad humana y el deber de hacer acceder a todos los hombres
a los bienes materiales y espirituales.
– El diálogo a la libre discusión de todas las opiniones.

En función de estos valores, y sobre todo con la impronta que implica la


«ciudadanía», Marcelino Oreja61 abogó por una Constitución Europea, basada
en una construcción centrada en los ciudadanos, requiriendo la Comunidad la
participación activa de los ciudadanos europeos. «Europa no es ni puede ser
sólo asunto de los gobiernos; son los mismos ciudadanos los que deben pensar
y hacer Europa»62.
Pero para ello se ha de concebir un concepto de ciudadanía como status
con independencia de la forma política y de la comunidad en la que el sujeto,
considerado como tal, por los ordenamientos jurídicos respectivos, dependa
del Derecho63. Es decir reactivar la idea de ciudadanía que en su día recogió la
Constitución Antoniniana.
Dentro de ese marco se ha de entender por «ciudadanía», la relación política
fundamental. La relación entre individuo y el orden político-jurídico en el cual
está inserto, con la necesidad de sustraerlo del dominio absoluto de Estado-nación
situándolo en un escenario supranacional, como hoy apunta Pietro Costa64; y
en su día defendió Jean Monnet, el verdadero artífice de la unidad europea,
al luchar por una Europa sin naciones. Pues siempre dijo que Europa o sería
transnacional o no sería nada.
Estamos en un momento en el que por primera vez, Europa conforma una
Unión por voluntad de los diferentes Estados y la votación de sus ciudadanos
en un proceso que se nos presenta como puente entre el inicio del proyecto
de construcción europea, mediante el Tratado de la Comunidad Económica

61
M. Oreja, «Introducción. Estado actual del proceso…», op. cit., pág. 26.
62
Idem, pág. 38.
63
Cl. Álvarez Alonso, «Pietro Costa o la coherencia sostenida», introducción a Ciudadanía, op.
cit., pág. 22.
64
Vid. P. Costa, Ciudadanía, op. cit., págs. 35-38 y 151.

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Europea de 1957 en Roma, y la integración progresiva del resto de los países


aún no incluidos en la Unión.
El contenido del «Derecho europeo» debe llevar a una profunda transfor-
mación en los derechos internos y una aproximación entre los mismos, al igual
que una construcción de un lenguaje jurídico renovado de ámbito común,
donde todos queden reflejados, con una estructuración abierta de las fuentes
del Derecho.
La Constitución Europea, cuyo inicial preámbulo de su proyecto de tratado,
adoptado por consenso en la Convención Europea el 13 de julio de 2003, re­
cordaba a Tucídides al recoger, «nuestra constitución… se llama democracia
porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría». Preám-
bulo que el propio Giscard65 redactó, sufrió una serie de reformas debidas a la
Conferencia Intergubernamental (C.I.G.), en las que se suprimió la cita, a pe-
tición de los Estados pequeños que argumentaron que iba contra el principio
de igualdad de todos los Estados miembros. La eliminación de la referencia
pudo deberse a dos lógicas diferentes, la de la Convención (con un raciocinio
constitucional), y la de la C.I.G. (en términos de Estados y dentro de una di-
rectriz internacional).
Para concluir, cualesquiera que sean los problemas abiertos con la Constitu-
ción Europea y las soluciones pronosticadas, estamos todos de acuerdo que es
en el marco transnacional donde emergen las más interesantes líneas hacia la
actual representación de la relación entre individuo, derechos y orden político-
jurídico. O lo que es igual, en la defensa del mantenimiento de la herencia
greco-romana.

65
V. Giscard D’Estaign, Informe oral presentado al Consejo Europeo de Salónica, 20 de junio de 2003,
en http://european-convention.eu.int.

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