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Borja Cardelús
Crónicas de la
España rural permaneció anclada en
Borja Cardelús
ancestrales estructuras económicas y
sociales. Era un modelo primitivo,
Borja Cardelús
Crónicas de la
memoria rural española
© Servac, S.L.
© Borja Cardelús
Edita:
Servac, S.L.
Créditos ilustraciones:
FOTOGRAFÍAS:
Borja Cardelús
Pablo Mateos Martín
(Págs. 159, 214 y 515)
Museo del Pueblo de Asturias
(Pág. 501)
Museo del Traje. Centro de Investigación del Patrimonio Etnográfico
(Págs. 16, 221, 403, 271, 274, 307 y 585)
Centro de interpretación de Pesca y salazón de O’grove
(Pág. 169)
ILUSTRACIONES:
Bernardo Lara
Colaboradores:
Antonio Domingo, Belén Carnicero, Personal técnico de Servac, S.L.
Maquetación e impresión:
Método Gráfico, SL
ISBN: 978-84-933838-2-4
Dep. Legal: M-38893-2011
NIPO: 770-11-321-5
página
EL BOSQUE MEDITERRÁNEO
Llanos de Oropesa .............................................................. 13
Pueblos blancos .................................................................. 19
Montes de Toledo ................................................................ 40
Sierra de Cazorla.................................................................. 59
Las Hurdes .......................................................................... 74
Tierras maragatas ................................................................ 88
Tierra de olivos .................................................................... 97
Dehesas bravas .................................................................... 107
Sierra Oeste de Madrid ........................................................ 115
Tierra de pinares .................................................................. 131
El Maestrazgo ...................................................................... 141
HUMEDALES IBÉRICOS
Las Tablas de Daimiel .......................................................... 157
Marismas de Santoña .......................................................... 167
Marismas del Guadalquivir .................................................. 180
Lagunas de Villafáfila .......................................................... 195
Laguna de Antela ................................................................ 204
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ÁREAS DE MONTAÑA
Picos de Europa .................................................................. 235
La Vera, a la sombra de Gredos .......................................... 247
Pirineos ................................................................................ 261
Vaqueiros de alzada ............................................................ 275
Pastores trashumantes ........................................................ 286
Sierra Nevada ...................................................................... 300
PÁRAMOS Y ESTEPAS
Campos de panllevar .......................................................... 313
La primavera .................................................................. 315
El verano ........................................................................ 321
El otoño .......................................................................... 327
El invierno ...................................................................... 332
La estepa cerealista, ayer y hoy............................................ 338
Desierto de Almería ............................................................ 352
Los Monegros ...................................................................... 364
Tierra de lobos .................................................................... 374
LOS RÍOS
Cosecheros del río .............................................................. 401
Gancheros del Tajo .............................................................. 412
Riacheros del Guadalquivir.................................................. 422
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Índice
MEDIOS HUMANIZADOS
La masía catalana ................................................................ 433
Tierra de vinos .................................................................... 444
La huerta levantina .............................................................. 463
EL BOSQUE ATLÁNTICO
Muniellos ............................................................................ 481
Somiedo .............................................................................. 488
ISLAS Y COSTAS
Islas gallegas ........................................................................ 507
Pescadores de las playas atlánticas ...................................... 518
Costa de la Muerte .............................................................. 528
Pescadores del Cantábrico .................................................. 540
La Gomera .......................................................................... 554
LA PRADERA CANTÁBRICA
El Caserío vasco .................................................................. 569
Praderías cántabras .............................................................. 577
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El bosque mediterráneo
Llanos de Oropesa
Pueblos blancos
Montes de Toledo
Sierra de Cazorla
Las Hurdes
Tierras maragatas
Tierra de olivos
Dehesas bravas
Sierra Oeste de Madrid
Tierra de pinares
El Maestrazgo
Llanos de Oropesa
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pero no les quitó el gusto por ellos, coinciden en que las piezas de hoy,
sean de cerámica o de forja, vienen con la perfecta frialdad de lo fabri-
cado en serie, como soldaditos uniformados de plomo, desprovistas
de la encantadora irregularidad de lo hecho a mano.
—Pero no se crea, no, que a la gente más le tira lo nuestro
que lo moderno. A nuestros hijos se lo piden para las restau-
raciones o meramente porque huyen de lo industrial, tan pari-
gual todo. Hoy es por capricho, pero antes es que se aprove-
chaba mucho el material, mucho, no se tiraba tanto como
ahora. Por poner un caso, me venía un labrador con una azada
gastada por el uso, y me decía, dice, Jaime, cálzame esta reja
porque entavía vale el mango, y yo iba y hala, le calzaba un
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ba la tapa y caía al suelo, ¡Como para dejar que las ratas metie-
ran el diente a los jamones, que no los catábamos ni nosotros,
los hermanos pequeños de la familia! Eso era para los mayo-
res, como todo entonces, la preferencia en la comida llevaba
su orden, y primero comían los que más aportaban a la casa,
el padre primero de todos, luego la madre y luego los herma-
nos, según la edad. Había una jerarquía a la hora de comer.
Y se daba el caso hasta de que los mayores llegaran de la faena
con muchas hambres y se comieran el puchero entero de
gachas y no dejaban nada, y cuidado con protestar. Pasaba
entonces contrario a lo que pasa hoy. Los hijos de ahora sacri-
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Pueblos blancos
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—Es que los que tenían capital, o sea los amos y los señori-
tos, nunca tuvieron la iniciativa de montar las fábricas. Se
contentaban con lo que les pagaban por la corteza, y por eso
nunca se instalaron fábricas por estas partes.
Aunque la historia hay que contarla completa. Cuando el dinero
llegó a manos llenas a España, en tiempos de la entrada del país en
la Unión Europea, se ofrecieron subvenciones para cualquiera que
presentara una iniciativa: un hotel rural, una planta industrial, una
envasadora... todo el que lo buscara obtenía apoyo financiero muy
generoso. Pero tampoco en estos pagos encontró destinatarios.
—No señor, el personal de por aquí no quería meterse en los
berenjenales y los quebraderos que traen los negocios: que si
las nóminas, que si la seguridad social, la producción, las ven-
tas... así que mayormente rechazaron las ayudas. Mire usté,
aquí nos ha bastado poco pa viví. Tener lo justo, aunque eso
sí, tiempo libre pa lo demás.
Y lo demás es simplemente vivir, y aquí está la clave de estos pue-
blos. Tierra exuberante, clima dulce, invitador, propicio para sabo-
rearlo y no para malgastar el tiempo en iniciativas empresariales
que ocupen por entero cuerpo y alma y no dejen resquicio para el
disfrute. Nada de sumergirse en las preocupaciones que traen los
negocios. El andaluz es el polo opuesto de la mentalidad noreuro-
pea, donde se vive para trabajar. Aquí se trabaja para vivir, ya que
esto, la vida, es para ellos lo verdaderamente importante. Para un
anglosajón o un nórdico es impensable no llenar el tiempo con el
trabajo o con el ocio organizado, pero siempre haciendo algo, “apro-
vechando” el tiempo. En cambio, para un andaluz la mejor mane-
ra de aprovechar el tiempo es contemplando su paso. En el suroes-
te de los Estados Unidos, poblado de hispanos de procedencia anda-
luza, se acuñó una palabra que lo expresaba con gran propiedad:
verywellear. Consistía en estar simplemente sin hacer nada, pasan-
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Pero los otros mantienen la opinión contraria, y dicen que las muje-
res montejaqueñas se las tuvieron tiesas con los franceses, y que
desde entonces ganaron su fama de bravura, como dice el refrán,
referido a los condenados a muerte: Antes matarlo que casarlo con
una montejaqueña.
La herencia mora es palpable en estos pueblos encalados de blan-
co, con un urbanismo de calles apretadas, tortuosas, pinas, todo
muy del gusto de la morería. Ellos mismos reconocen este ascen-
diente, y hasta hace poco han subsistido costumbres árabes como
la sumisión absoluta de la mujer al hombre, y el pañolón cubrien-
do la cabeza.
Precisamente, el exacerbado fanatismo religioso que se observa
todavía en estos pueblos, no es sino el reverso cristiano de las creen-
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Montes de Toledo
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dejando unos bujeros por los costados, al pie, para que respi-
re. Pero hay que estar encima de día y de noche, porque de
que se abre una boca se enciende, y enseguida se hace un
barranco y se pierde todo. Diez o veinte días gastaba un horno
en madurar el carbón. El otro, el de brezo, se ponía a llama
y se usaba para las fraguas. El de humo era para las cocinas,
y el que hacíamos con el menudo de la leña, el picón de chas-
ca, para los braseros.
Para las gentes de estos parajes, las monterías fueron de mucho auxi-
lio, porque era cuando se desplazaban en grueso los personajes de
la capital. Eran días grandes para todos, los unos porque cazaban y
los otros porque menudeaba el trabajo, llovían los jornales y las pro-
pinas, llegaban algunas tajadas de carne a las bocas y por una vez
corría el dinero con alguna mayor alegría.
—De que se avecinaba la montería los butres la barruntaban
y días antes ya estaban colgados del cielo sobre el monte. Los
ciervos veteranos también le tomaban el viento a lo que venía
y se salían de la mancha, no fuera que les cogiera dentro la
hoguera. Se marchaban igualmente los macarenos, porque
esos cochinos viejos están resabiados, y no digamos los lobos,
que según oteaban movimiento picaban soleta y huían lejos.
Luego, en pasándose la montería, volvían todos, unos como
los butres y los lobos para los despojos, y los venados a bus-
car sus querencias.
Las de montería eran jornadas buenas para nosotros, porque
había labor: unos de perreros, con las rehalas de podencos;
otros a pie, batiendo monte; otros de secretarios, con los seño-
res. Denantes les llevábamos a lomos de mulas hasta los pues-
tos, que no había más que malas trochas, y ellos mismos ve-
nían a caballo desde Madrid, y se alojaban en el palacio sus
diez o doce días. El primero que llegó en automóvil fue un
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Lobos los había antes a puñaos. Matreros que eran los bichos
esos, que no he visto yo animal con más luces que el lobo. De
suyo meten mano a los ciervos o los jabalines viejos, a los ren-
cos o a los tullidos, pero a ellos también les apretaba el ham-
bre y se iban para los rebaños de ovejas, a ver, ganado blan-
do y rocino. A veces hacían unas escabechinas que dejaban
los hatos entecos, y ahí era cuando se armaba, y los guardas
nos decían de batir los montes. Nos juntábamos un golpe de
vecinos y foreábamos a fondo lo sucio, el montarral, que es
donde se arrecogían los lobos, y ellos aguantaban y aguanta-
ban sin destaparse hasta lo último, cuando ya estábamos enci-
ma mismo de ellos, que casi los pisábamos. Pero qué caletre
no tendrán los diablos esos que muchas veces se nos hacían
aire delante de los ojos, como espíritus, sabe usté, y ya po-
díamos trastearlos, que se vaciaban de la mancha. Alguno caía,
lobos nuevos más bien, los matreros viejos ni por pensamien-
to, pero los que no caían iban escarmentados, tomaban los
perdidos y tardaban en volver por sus querencias, que es lo
que quieren los dueños y los pastores: los lobos fuera de lo
suyo.
Butres los había a montones, y los hay entavía. Los había de
los pardos y de los negros, más de los primeros, y a lo que se
echaba una res ya estaban ellos dando vueltas arriba, que son
muy escamones y no se deciden a bajar hasta estar en lo cier-
to que el bicho está muerto y no hay cuidado. Y eso que nadie
quiere cuentas con los butres, ni para carne valen, pero hacen
su servicio, que si no fuera por ellos se emponzoñaría el
monte. Cuando los butres pardos estaban sobre el cadáver lle-
gaban los otros, los negros, muy puestos, muy elegantes ellos,
y los pardos les abrían pasillo porque los negros son de más
presencia, así que bajaban y se hartaban de comer, y los otros
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Sierra de Cazorla
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—El lobo hacía mucho por aquí. Andaba siempre al careo del
ganado, porque con la cabra montés no podía así que se enris-
caba en los crestellones. Había en la sierra lugares de mucho
respeto porque decían que eran escondederos de lobo. A una
mujer que iba de visita y tomó por un atajo se lo comieron
los lobos en la sobretarde.
De la zorra también había que cuidarse, porque andaba a la
mira de las borregas y sobre todo de los corderos recién pari-
dos, carne mollar. Una vez le quité un choto de la misma boca
a una zorra, tirando cada uno de un lado. Daban cincuenta
pesetas si llevabas a los guardas un rabo de zorro.
El águila real era otra que a lo que te descuidabas se te lleva-
ba un choto de borrega. Una vez le había echado las uñas a
uno en unos montiscares y ya se lo llevaba volando, cuando
alcancé a verla. Salí corriendo detrás, y como el choto le pesa-
ba me dio tiempo a echarle la manta encima y tuvo que sol-
tarlo. Pero ya lo había dejado abollado y entre cuatro pasto-
res lo asamos y nos lo comimos al borrego. Por ese tiempo el
Patrimonio Forestal daba mil pesetas por cada águila que le
llevaras.
La cabra montés tenía mucha valentía, era un bicho de mucha
sangre. Trepaba por las crestas como si nada, y a la hora de ir
a matarlas había que subirse por los cuchillares por donde
ellas andaban. Pero tenían una carne fuerte, de mucho ali-
mento, y estábamos en cazarlas. Como no teníamos escope-
ta ni medios, lo que hacíamos era poner una tabla orilla un
barranco, asomando. Poníamos una zanahoria o una verdu-
ra en la tabla, pero cada vez más lejos, y la cabra se iba con-
fiando, hasta que la tabla se vencía y se despeñaba barranco
abajo.
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dia... Mucho contrasta esto con lo de hoy, cuando las jerarquías tra-
dicionales parecen diluirse en un magma confuso donde nadie está
por encima ni por debajo.
—Antes había otro respeto. A los abuelos se les tenía en
mucha consideración, y cada uno tenía su silla, en el mejor
sitio junto a la lumbre. Del padre bastaba una mirada para
saber si lo que uno hacía era conforme o no, y se le obedecía
y santas pascuas, y se le llamaba de usted, lo mismo que a la
madre. El padre bendecía todos los días la cena, que era cuan-
do nos juntábamos todos. El maestro era el que mandaba en
la escuela, y si no le obedecías te caía un tabletazo en la mano
o te ponía una hora de rodillas contra la pared. Al señor cura
había que besarle la mano cuando te cruzabas en la calle con
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Las Hurdes
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Otra cosa que se llevaba muchas almas eran los partos. Como
no había médico hacía de comadrona una vecina, que lo más
que podía hacer era meter los dedos y decir si el niño venía
bien o atravesado, pero si venía el parto difícil, ahí se queda-
ban el niño y la madre. Cuando vino Alfonso XIII mi padre
era monaguillo. Venía con un médico muy famoso, Marañón,
y le tocó asistir a una mujer que estaba pariendo. Encima de
una mesa la tuvo que hacer la cesárea y todo, y la dijo que le
pusiera Alfonso al niño, como el Rey, y así fue.
Paludismo también había por aquí, mucho, porque había tro-
períos de moscas y mosquitos. Yo mismo lo tuve, y a poco no
me llevó al otro barrio. Y ratas. Tan grandes, que los gatos no
podían con ellas. Recuerdo una rata vieja que andaba por el
huerto, llegó el gato y se fue por ella, pero la rata se le engan-
chó por el hocico y tuvo que soltarla y salir corriendo. Gatos
hemos comido por aquí, era como comer conejo.
Así que en lo que respecta a la salud, la fama de Las Hurdes estaba
más que justificada. Pero otra cosa era el hambre, porque como
saben muy bien los paisanos del mundo rural, por mucha necesi-
dad que haya, siempre hay algo que llevarse a la boca. Hambre de
verdad, la que se llama inanición y que puede llevarle a uno a la
tumba, es la que se llega a pasar en las ciudades, donde por mucho
que se rebusque no hay donde rascar, porque ni el asfalto ni el
cemento producen alimentos. Pero en los pueblos es otra cosa.
—Hambre, lo que se dice hambre, no hemos pasado en Las
Hurdes. Necesidades, sí, pero no hambre, porque cada fami-
lia tenía sus cabras, que te daban leche, queso y carne, su
cerdo, su huerto, y luego todo lo que apañábamos en el
monte, y entre lo uno y lo otro nos íbamos arreglando. O sea
que sin lujos, pero comíamos. Y para dormir no teníamos
buenas casas, pero dormíamos. En colchones de borra o de
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Tierras maragatas
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rir una finca con el producto de cada viaje. Y mientras ellos cum-
plimentaban los encargos, sus esposas atendían valerosamente la
casa y el trabajo de las tierras, siendo costumbre que a la vuelta, y
siempre llamándole de usted, rindieran cuentas de la gestión de la
hacienda al marido, que llegaba cansado del viaje pero con dinero
fresco en la faltriquera. La introducción del ferrocarril dio al tras-
te con la arriería, pero en las tierras maragatas quedan retazos del
antiguo modo de vida, desdibujándose con el paso del tiempo.
—Después de la guerra aún se hacía la arriería –cuenta
Excelsa Fernández–. Cogían la ruta de Madrid a La Coruña
y llevaban de todo: arroz, patatas, aceite, garbanzos… El acei-
te lo traían en pellejos, como el vino, y con un cuenco toma-
ban la medida de lo que quería cada uno. También traían
bacalao de Galicia, se comía al ajo arriero.
Y también queda el residuo maragato en la celebración de las bodas,
toda una solemnidad en los tiempos de oro. Los vecinos recibían
la noticia cuando un domingo, al acudir a misa encontraban un
reguero de paja por la calle, que como una alegoría del noviazgo
enlazaba las casas respectivas de los futuros contrayentes. Y cuan-
do los desposorios se seguía un ritual complejo que incluía el cor-
tejo familiar a la casa de la novia para hacer la petición formal, la
entrega de esta, otra procesión de todos hacia la iglesia, y mientras
se celebraba el matrimonio las mozas cantaban a la puerta de la igle-
sia. Y más tarde el festejo, con muchos regocijos y bailes.
—Tres días duraban las bodas. El día de antes había un con-
vite por la noche, y se comía pollo y oveja. El día de la boda
todas las mozas del pueblo iban desde la puerta de la casa de
la novia hasta la iglesia, acompañándola. Y mientras se casa-
ban nosotras cantábamos fuera las coplas de boda, bien boni-
tas, todavía me acuerdo de ellas. Luego se daba el cocido
maragato, hasta diez carnes distintas lleva, más los garbanzos
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Tierra de olivos
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y con nada menos que con una experiencia a cuestas de sesenta años
recogiendo aceitunas.
—Recuerdo que salíamos a la aceituna clareando. Toda la
familia marchábamos al olivar: mis padres y mis hermanos,
según crecíamos y éramos capaces para la faena, allá que nos
íbamos, ya con seis años, y si había que faltar de la escuela se
faltaba, porque comer era lo primero. Arreábamos con el
almuerzo, los capachos, las mantas, las varas, todo el trebejo
necesario para la labor. Para el acarreo llevábamos mulos, los
carros no entraban en aquellos caminos malos, de herradura.
Era tiempo de invierno, cuando la oliva había madurado, y
en las primeras horas del día enfriaba recio, caían unos hie-
los y unas rociadas de escarcha que había que verlas, y nada
más llegar prendíamos una candela. Los varones nos calentá-
bamos pronto con el vareo, pero para las mujeres era más
sacrificado, porque su faena era recoger las aceitunas que caían
fuera de los mantos de lona, y como se les quedaban las
manos arrecías lo que hacían era poner a calentar piedras en
la lumbre y luego las cogían. Los mantos eran chicos, y había
que vaciarlos y ponerlos al pie de los olivos tres o cuatro veces,
hasta que quedaban bien ordeñados. Según viniera el día de
conforme calentaba el sol y el trabajo se hacía llevadero, pero
otras veces se ponía a llover y como no se conocían los imper-
meables, pues a aguantar el agua encima y a seguir vareando,
y secarse cuando uno llegaba a casa. Pero lo corriente era que
para el mediodía el sol luciera y aventara un poco el frío. Daba
gusto escuchar a las mujeres hablar y cantar, no paraban, la
aceituna era más entretenida entonces que ahora. La faena se
terminaba al anochecer, se metía la aceituna en los capachos
de esparto, se lo recargaban las bestias y andando para la alma-
zara. Allí se pesaba y se subía a cuestas por una rampa hasta
la troje. Se molía bien molía hasta que salía una masa, y luego
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Dehesas bravas
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que hacía falta. Los nobles acataron la orden real, pero el pue-
blo llano no se resignó, había prendido demasiado la afición
en él. Continuaron celebrando el festejo, solo que al no dis-
poner de caballos tuvieron que hacerlo a pie, y para ello
hubo que rebajar la bravura de los toros dándoles algún
puyazo, con lo que había nacido la suerte de varas. De esta
forma podían torearlos, y comenzaron los ganaderos a criar
toros específicamente para la lidia, y de ahí surgieron las pri-
meras castas: Vázquez, Colmenareña, Navarra, Albareda,
Vistahermosa... que es precisamente la única que ha subsis-
tido hasta hoy.
Con esos nuevos toros se levantaron plazas para torearlos. Las
primeras fueron rectangulares, pero ocurría que los toros se
aculaban en las esquinas, y había que echar mano de perros
y desjarretaderas para sacarlos de allí, de lo que nació la idea
de hacer las plazas redondas, donde los toros no tuvieran
escondite posible. De ahí en adelante todo fue evolucionar:
la casta vazqueña insufló sangre a todas las demás; desapare-
cieron las más, salieron otras; Joselito revolucionó el toreo,
porque era un iluminado que concibió la fiesta y el toro del
futuro, y fue el primero que, contrariamente a como se venía
haciendo, dijo que en los tentaderos, cuando a simple vista a
las hembras se las mandaba al campo o al matadero, había
que probar con la muleta a las madres que eran devueltas al
campo, porque decía que tenía que tentar cómo se compor-
taban las madres de los futuros toros que él iba a torear.
José Antonio Mateos, de Fuenteguinaldo, Salamanca, lleva en la
sangre la afición a la ganadería brava. Le tiraban los toros, y cuan-
do los oía pasar desde el patio de la escuela no podía evitar que los
pies se fueran tras ellos.
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Claro que no es solo que la bravura natural de los toros pueda que-
dar afectada por este antinatural exceso de intervencionismo.
También es que antes las dehesas eran más grandes. De modo pau-
latino, el tamaño medio de las fincas en España no ha hecho sino
descender desde los tiempos de la Edad Media, y drásticamente en
las últimas décadas. Las fincas se han ido dividiendo y troceando,
debido a factores como el aumento de la población, del nivel de
vida y del precio de la hectárea. Y lo que es bueno para unas cosas
resulta pernicioso para otras. Si en lo social y en lo económico ha
sido plausible, para la conservación de la fauna silvestre el fenóme-
no ha sido negativo, y al fin y al cabo el toro bravo, la especie bos
taurus, tiene mucho más de salvaje que de doméstica.
—Las áreas de campeo se han reducido mucho. Antes inclu-
so el ganado bravo iba de trashumancia de unas partes a otras,
a Extremadura y vuelta, o bien tenía de sobra con la dehesa
propia, con el movimiento de sus cerros y sus valles. Pero cada
vez están más encorralados dentro de lo suyo, y hay ganade-
ros que les obligan a correr, para que luego en la plaza no se
vengan abajo cuando el picador les arrime la primera puya.
Ya se dijo que el toro bravo es un animal antes salvaje que domés-
tico. Parece inofensivo cuando campea por la dehesa en manada,
porque es de naturaleza gregario, al igual que la mayoría de los gran-
des herbívoros silvestres, como mecanismo defensivo contra los
depredadores. El bos taurus conserva este rasgo genético, pero inclu-
so en su vida comunal aflora de cuando en cuando su condición
salvaje. Y brota en todo caso cuando se queda solo, porque priva-
do del arropamiento del grupo se siente asustado, y eso le lleva a
transformarse en un animal muy peligroso. El toro en la plaza es
un ser que por verse solo se halla profundamente atemorizado, y
que embiste contra cualquier objeto en movimiento.
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atraída por los deportes que ofrecen competición, antes que por lo
que es más espectáculo y arte que competencia. Tres, por la canti-
nela invariable que repiten los que viven de lo que produce el
campo, los precios.
—Yo no sé qué va a pasar, pero es que ahora se venden los toros
a menor precio que hace quince o veinte años. Antes vendía uno
una corrida y tenías para pagar los piensos y los jornales de todo
el año, y aún te quedaba un pico, y ahora no sacas ni para pipas.
Se ve que esto va para abajo, porque antes en las fiestas de un
pueblo se daban cuatro corridas y ahora cumplen con dos y
hasta con una. Y toda esa campaña contra los toros, y lo que ha
pasado en Cataluña. Mientras que en el sur de Francia se pro-
tege la fiesta. Como esto no cambie...
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Crónicas de la memoria rural española
Esta región del poniente está, pues, próxima a la capital, pero tam-
bién lejana. Cercana por la distancia, apenas una cincuentena de
kilómetros; lejana por lo ajeno que se han sentido a ella los capita-
linos, y además por otras razones, las que justifican su entrada en
estas crónicas del mundo rural. Porque la idiosincrasia del oeste
madrileño la aproxima mucho más al ambiente de pueblo de
Extremadura o de Andalucía que del Madrid de los ministerios y
las oficinas, como enseguida el lector va a poder comprobar a tra-
vés de las siguientes muestras. La primera de ellas, la de Antonio
López Alvarez, de Navas del Rey, quien a sus casi noventa años con-
serva viva la aguda imaginación que permitió ir tirando a los pai-
sanos de por aquí, como demuestra el hecho de que siga siendo
capaz de componer larguísimos versos medio serios medio satíri-
cos, su oficio favorito cuando el arte de la supervivencia en sus múl-
tiples oficios le dejaba ratos para ello.
—Yo me he tirado la vida entre la caza y las gavillas. Las gavi-
llas eran de leña de retama, de jara, de tomillo o de chaparro,
porque en los montes de por aquí se aprovechaba todo: la
madera gruesa para leña, y la chica para gavillas. Yo iba al monte
con una cuadrilla de diez hombres y era el encargado de llevar
la cuenta, porque luego nos pagaban según y conforme las gavi-
llas que atábamos. Se las llevaban para las tahonas de Madrid,
de Carabanchel o de Valdemoro, y también para hacer ladri-
llos en los tejares. Entonces se hacía todo el pan con leña y los
montes estaban mondados, no había una mala retama para liar
el fardo porque todo lo que crecía se segaba.
Y cuando no liaba gavillas, Antonio se dedicaba a otros laboríos
varios, característica esta de economías antiguas, rurales, escasas, que
consisten en vivir de lo que salga y a la que salta, y en que sus gen-
tes sirven tanto para un roto como para un descosido. El polo opues-
to de la especialización postmoderna, donde se sirve y se trabaja para
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dían con ellas. El pan más mollar que catábamos entonces era
el de centeno, o peor todavía el de cebada, perruna lo llama-
ban porque era comida de perros, se ponía como una piedra
de duro enseguida, como no te lo comieses estando dentro
del horno no le hincabas el diente luego. Todavía el de cen-
teno podía pasarse, era negro pero correoso, no encostraba
como el otro y se dejaba comer. Como también hemos comi-
do las pezuñas de los cochinos, las patuñas, en las casas donde
había matanza. Cuando se estaban chamuscando las arranca-
ban, las tiraban para atrás y allí estábamos la chiquillería para
agarrarlas al vuelo y comerlas, que se nos quemaban las
manos, pero daba lo mismo, más nos quemaba el hambre.
Las terminábamos de asar y nos las zampábamos enteras, por
negras y duras que estuvieran. Y es que cuando hay hambre
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Tierra de pinares
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los que alguna vez han recogido cosechas, estas requieren trabajos
previos, como podas, abonos, binados, labrados... y si no se prodi-
gan esos cuidados los frutos ralean y envilecen.
—Los encinares que había por aquí no sacan tanta bellota
como antes, porque entonces a la encina se la miraba mucho.
Las vacas y las ovejas pastaban a su sombra y de paso la ester-
colaban; los cerdos recogían la montanera de bellotas; y si algo
quedaba, los vecinos íbamos al rebusco del sobrante, y ni una
bellota quedaba sin recoger. Así que entre que a las encinas
les falta el ganado y que las bellotas no se recogen, pues cada
vez dan menos. Y lo mismo pasa con los pinos. El monte está
sucio, no hay ganado como antes, que lo limpiaba y lo abo-
naba, y claro, los árboles lo acusan y no rinden fruto. Antes
ni un cerillo que cayera en la sierra la hacía arder, porque entre
los vecinos y las cabras no dejábamos en el suelo ni la pino-
cha. Ahora, entre que ordeñar los pinares es oficio muy sacri-
ficado y que no trae cuenta por los precios, casi nadie quiere
hacer de remasador ni de resinero. ¡Cualquiera le dice a la
juventud del día que se encarame a lo alto un pino para echar
abajo las piñas! Esto se ha acabado.
Al norte de Madrid, en la provincia de Segovia, se extienden otras
pinaradas, pero de una clase de pinos bien distintos a los resinero-
piñoneros. Es el pino albar o silvestre, también llamado pino de
Valsaín, el más elegante y aristocrático de cuantas especies de pinos
se asientan en el solar ibérico, y también el más apreciado por los
profesionales de la carpintería. Crecen erectos, sin titubeos, agujas
que buscaran sin tapujos el cielo, como mástiles de veleros, pues
no en vano este fue uno de los más nobles y clásicos destinos de
estos pinos de las sierras centrales, hasta que los materiales sintéti-
cos sustituyeron a la madera en las arboladuras de los barcos.
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Muchas veces había que subirse a lo alto del pino para mon-
dar las ramas antes que vinieran los hacheros y los cortaran
–relata Faustino Martín–. Le echabas una soga al tronco y a
subir. Y a trastear por las ramas de lo alto para cortarlas con
el sierro, porque hasta que llegaron los motores otras herra-
mientas no había. Y por andar subiendo tuve un accidente,
el único en mis años y años de andar con los pinos, casi me
descalabro. Resulta que me subí a mondar un secuoya que
tenía más de sesenta metros. Pero yo estaba acostumbrado a
la condición de los pinos, a sus agarres, a sus nudos, a sus resi-
nas, y claro, aquello no era lo mismo, porque ocurre que esos
árboles no tienen esas hechuras, y sus ramas se pudren a rape
del tronco, así que fui a cambiar un pie a una rama seca y se
partió, y yo rodé para abajo de rama en rama, dando tumbos,
como podía, y gracias a Dios que pude contarlo y no fue más
que un zamarreo de los huesos.
No solo eran elementales y rudimentarios los medios y las herra-
mientas en los pinares de Valsaín. También todo lo demás concer-
niente al trabajo, y sobre todo la edad de empezar a hacerlo, por-
que entonces no había Estado protector como ahora. Y si venían
mal dadas, como le sucedió a Miguel Herrero, se hacía uno hom-
bre de la noche a la mañana.
—Cuando murió mi padre, que se lo llevó una riada de gra-
nizo y piedras que lo arrastró todo, tenía yo once años y era
el mayor de seis hermanos, así que no tuve otro remedio que
hacer cara a la vida para que entre mi madre y yo sacáramos
adelante a la familia. Con la borriquilla que había en casa me
iba al monte a por leña y bajaba con carga una y otra vez,
todas las que podía. Las hachas se mellaban de tanto golpear
los teos, y a veces estábamos tan cansados que no podíamos
sacar la madera del barranco. Las nevazones que caían enton-
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El Maestrazgo
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con ella no pasas frío ninguno. Eso sí, los ratones yendo y
viniendo por encima mío toda la noche. Y hasta me rociaron
el pelo de orines unas cuantas de veces. Terminé de hacer de
monaguillo cuando hice la primera comunión, y ese fue el
día que estrené zapatos, hasta entonces no los había gastado,
calzaba unas alpargatillas.
Otro arregosto que tenía el cura era hacer desfilar por la igle-
sia a todos los vecinos del pueblo una noche de la Semana
Santa. Ponía turnos, y al que le tocaba ir a las cuatro de la
mañana, pues a las cuatro de la mañana, haciendo vela una
hora arrodillado, hasta que venía el relevo. Si entonces el cura
decía de hacer una cosa se hacía y en paz, lo que mandaba el
cura era sagrado. Por ejemplo, lo de no comer carne ni graso
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en esos días, los únicos libres de eso eran los que pagaban la
bula. De todas formas era corriente que los vecinos arrima-
ran el hombro para esto o lo otro. Por ejemplo, para barrer la
nieve, arreglar las calles o cualquier otra tarea común. Se lla-
maba jornal de villa, y cada vecino hacía su parte gratis, según
las tareas que distribuyera el alcalde.
El invierno era tiempo de recogimiento en los pueblos. A remedo
de los animales que entran en estado de hibernación, los aldeanos
de comarcas frías como El Maestrazgo se sumían en una especie de
letargo, sujetos al buen pasar de los días, con los mismos aconteci-
mientos y las mismas caras un día tras otro, a la espera de que el
sol volviera a inundar la atmósfera y se pusiera de nuevo en mar-
cha la maquinaria de la vida. La primavera traía de una mano los
grandes trabajos, pero de la otra la variación, la novedad, la luz y
el color tras los meses grises y taciturnos del invierno.
—El diez de julio se celebraban las fiestas patronales, cuatro
días de bureo, con una orquesta de músicos que venía de fuera
y suelta de vacas o de toros en la plaza. Los toros eran los mis-
mos que servían para labrar, se los bajaba de las masías a rom-
pemonte y abajo se les toreaba un rato y vuelta para arriba.
Era de ver que cuando estaban en la labranza eran mansos
como ovejas, y en la plaza se volvían unas fieras. Cuando las
fiestas se hacía en las casas turrón con cacahuate picado y miel
caliente. Se dejaba enfriar y se quedaba duro como piedra,
como si fuera caramelo, pero muy rico de comer, le decían
turrón de gato. Otra fiesta especial era la de los quintos, cuan-
do te llamaban para la mili. Se iba de masía en masía y en
cada una daban de comer y se hacía bureo.
Una figura de honda vigencia en el historial de la España rural ha
sido la del forastero, aún lo es. Una cosa era el andorrero que venía
de paso, cumplimentaba sus mandados y se marchaba, ese era bien
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aguas muy frías, pero el Guadiana las traía calientes, por eso
de que subían por los ojos. Contra más frío venía el Cigüela,
más caliente el Guadiana, ya ve usted.
Con el carburo pescaba de noche, cuando no había luna. Me
iba para donde sabía que estaban acostados los peces y con el
carburo los veía, aunque hubiera dos o tres metros de agua
encima. Entonces echaba la rejaca, y al barco con la carpa o
el barbo.
Recuerdo a mi abuelo de contar que antes venían de la parte
de Valencia para la montanera de sanguijuelas. Se tiraban una
temporada en las Tablas, que las había a montones, y llena-
ban unas barricas que luego las vendían a muy buen precio
en los hospitales, para las sangrías.
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Una vez que metieron al lucio en estos aguazales, se acabaron las san-
guijuelas y todo lo demás. Solo se libraron los peces de tamaño, por-
que del resto dio buena cuenta el voracísimo depredador: sanguijue-
las, ratas de agua, culebras, topos... La introducción del lucio signifi-
có una silenciosa hecatombe biológica en muchos ríos ibéricos, encar-
gándose de dar la puntilla el cangrejo americano, que se llevó por
delante lo que había dejado el lucio: larvas, insectos, batracios…
—Un mar en pequeño, se lo digo yo, que eso era el Guadiana
de entonces así que se tendía en las Tablas. Más de trescien-
tas familias vivían del río, entre cangrejeros, masegueros y pes-
cadores, y eso solo en la parte de Daimiel, que al río lo seguían
vendimiando aguas arriba y abajo. Nosotros éramos masegue-
ros, así que asomaban las calores nos íbamos para el río con
los burros, los serones y las joces, montábamos un chozo y
nos tirábamos el verano segando masiega, que la compraban
para hacer tejas. La amasaban con barro y sacaba muy bue-
nas tejas. Luego, para el invierno, le entrábamos al carrizo,
que con el frío se secaba, blanqueaba y se dejaba trabajar. El
carrizo lo usaban para las techumbres de las casas, que las
hacían con un esqueleto de palos, mayormente de álamo
negro, lo mejor para asentar las casas.
Quien así habla es Ramón Alegre, que con cinco años ya acompa-
ñaba a su padre a masegar. Guarda recuerdos imborrables de sus
trajines, con esos fríos de invierno que cortaban la sangre y amo-
rataban la cara. En verano se pasaba mejor, porque otras familias
montaban sus chozas a la vera del río para cosecharlo, y a la caída
de la tarde, cumplida la faena se reunían los vecinos en largas ter-
tulias, arrullados por el rumor de la corriente, el coro de las ranas
y los lamentos hondos de los búhos agujereando el aire de la noche.
—Para masegar nos íbamos tres meses a la vera del río y hacía-
mos nuestra choza con carrizo y cuatro palos. No nos falta-
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ban, más valía dejar que engordaran con la sangre hasta que
se hacían grandes como unas morcillejas y se caían solas, por-
que como uno quisiera arrancárselas se llevaban un cacho de
la carne. Para las heridas teníamos una planta muy buena, el
llantén, bastaba con ponerse una hoja encima de la herida y
sanabas.
Si había en la Península Ibérica un paraíso para las aves acuáticas,
ese eran las Tablas de Daimiel. Solo podían equiparársele las maris-
mas del Guadalquivir, pero había una sensible diferencia: las maris-
mas se abrían en un humedal de miles de hectáreas, donde la avi-
fauna se dispersaba, en tanto que en los aguazales daimieleños el
paisaje se apretaba en un haz de apenas unos centenares de hectá-
reas, revestido de carrizos, masiegas y eneas, y recorridos por un
laberinto de pasillos acuáticos. Un pequeño oasis, valiosísimo en el
secarral manchego, un inestimable asidero para las aves vinculadas
al agua en todas las épocas del año.
—Aquí los patos se daban en cualquier tiempo. De cara a la
cría venían los coloraos, unas juntas que tapaban el cielo. Y
también los frisos, los azulones y los porrones. También se
descolgaban las garzas imperiales, hasta 600 nidos he llegado
a contar en un pelotón de carrizo. Y luego estaban los garce-
ros, donde criaba la garza blanca, la real o el martinete, tan-
tos pájaros que blanqueaban los árboles como si estuvieran
nevados. La garcilla cangrejera y el avetoro se tupían de can-
grejos en tiempo de nidos. Y luego, cuando se echaban los
fríos llegaban otros pájaros, como los cucharetos y los rabu-
dos. Un paraíso para las aves estas aguas, y con pocos peli-
gros, no fuera el aguilucho lagunero, que estaba siempre cer-
nido sobre las puestas, al despiste de algún patillo o un man-
cón, o los patos atrevidos, que cuando segaban el trigo se iban
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tierras. Ahora solo me queda mirar para atrás, para los recuer-
dos, que los tengo buenos, porque gracias a Dios he podido
criar a mis hijos muy bien, no les ha faltado de comer, por-
que si quería carne matábamos un pato y si pescado era un
cachuelo, una carpa, una boga, un barbo o una lisilla, que de
todo traía el Guadiana. Los cangrejos los cambiábamos en
Daimiel por otras cosas: sal, aceite, harina... y con eso y con
los dos guarros que matábamos cada año, y con el huerto que
nos daba tomates y pimientos, pues no teníamos ni que com-
prar. Y tocante a medicinas tampoco, porque lo más corrien-
te aquí eran los catarros, y para eso estaba un cocimiento de
malvavisco, que lo quitaba.
Marismas de Santoña
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Este era el capitalismo social, pero solo operaba entre la gente de mar.
El otro, el capitalismo clásico, se hacía en tierra, cuando los barcos
descargaban el pescado y carros tirados por bueyes o mulas los lleva-
ban a las fábricas de salazón. Unas fábricas que, como siempre ha
ocurrido en España, tuvieron que esperar hasta que llegó el empuje
extranjero para ser instaladas, porque aquí este tipo de iniciativas ha
estado ausente de la mentalidad popular hasta tiempos recientes. Se
ha preferido vivir al día, disfrutar del momento y preocuparse esca-
samente por el mañana, antes que asumir los ímprobos trabajos, los
riesgos y los sinsabores de la iniciativa empresarial e industrial.
—Aquí las salazones las montaron los italianos. Se conoce
que allá en el Mediterráneo la anchoa empezó a fallarles, y
alguien les dijo que por el Cantábrico la había, y se vinieron.
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—El ganado tiene que ser de estas partes. Las vacas, y hasta
toros bravos traídos de fuera, cuanto que llegaba el invierno
y la marisma se inundaba perdían la orientación, y he visto
vacas caerse muertas encima del agua, mirando a la marisma,
sin saber para dónde tirar. Y otra cosa que tiene el ganado
forastero es que cuando se seca la marisma andan de un lado
para otro desesperados de sed, se acercan a un ojo y ahí se
pierden, porque hincan las patas, se quedan atolladas y se aca-
lambran, y no salen más. La mostrenca sabe dónde beber en
verano y dónde comer cuando la arriada, porque conoce todas
las vetas y los paciles donde queda pasto. Si la arriada se alar-
ga mucho hay que sacarlas y llevarlas a lo seco, y lo hacemos
con los caballos, arreándolas por el agua, pero son muy valien-
tes para eso.
La oveja churra es también muy marismeña. Aquí ha habido
siempre churra, y también sabe buscar las vetas, y si se tercia
que haya que sacarlas lo hacemos en el cajón, con mucha fati-
ga porque solo entran tres o cuatro en cada viaje.
El caballo es algo grande en la marisma. Es el que nos lleva
de un lado para otro y el que nos saca de todos los apuros.
Pero tiene que ser el caballo criado aquí, que es un caballo
chico pero muy valiente para todas las cosas de la marisma.
No se pierde nunca, es tranquilo, y si hace falta se deja atar
con una soga el cajón a la cola, para sacar a la familia. Y no
se cansa, y lo mismo vale para echar el día arreando a las vacas,
como un día entero andando con el agua al pecho. Es una
cosa exagerá de bueno.
Quizá ignora Clarita que su propia figura encima del caballo, más
el cuadro ganadero que le rodea, tuvieron una trascendencia que
excedió de los límites de la propia marisma, porque saltaron el océa-
no y llenaron con su presencia todo un continente desde el norte
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hasta el sur. Los hechos fueron así: Cuentan las crónicas indianas
que en el segundo viaje de Cristóbal Colón, diecisiete naos atesta-
das con todos los ingredientes necesarios para la colonización de
las tierras recién descubiertas, el Almirantes aprobó un alarde de
magníficos corceles que le fueron presentados. Pero al momento
del embarque enfermó Colón, lo que aprovecharon los pícaros tra-
tantes sevillanos para darle el cambiazo. Cuentan todos los libros
de historia que en lugar de los lucidos caballos de antes embarca-
ron unos “matalones”, y que de este tronco ruin surgieron todos
los caballos americanos.
Pero la verdad es otra. La verdad es que no eran tales matalones,
sino caballos de Retuerta de la marisma, de aspecto poco brillante,
eso sí, pero insuperables en el trabajo y el esfuerzo. Los habían saca-
do de las marismas del Guadalquivir, que entonces llegaban lamien-
do hasta las mismas puertas de Sevilla, y de esa estirpe, en absolu-
to ruin, descienden los caballos americanos, como han demostra-
do las pruebas genéticas.
Y no solo los caballos. Tan cerca la marisma del puerto de Sevilla,
de ella fueron extraídas las vacas. Las mostrencas fueron instaladas
en las planicies americanas, muchas como los Llanos de Venezuela
tan semejantes a las marismas. En las grandes praderas, dejadas a
su aire en espacios sin fin ni guarda tuvieron que vérselas ellas solas
con coyotes, pumas y lobos, y desarrollaron en muy poco tiempo
unas formidables cornamentas, dando lugar a las famosas longhorn
tejanas. Y en cuanto a la oveja churra, fue sacada también de la
marisma y pobló las planicies de Nuevo México, de Arizona, de
Colorado y de tantos otros parajes del Norte.
Y falta lo más importante, el propio Clarita, su montura y su forma
de vida. Las llanuras marismeñas eran tan parecidas a las america-
nas, que pudo reproducirse el modelo del manejo ganadero de las
marismas. Todo aquello que hemos visto en las películas de
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Lagunas de Villafáfila
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bien fue a peor, y con eso y con los arrastres de los venenos,
que antes no los había, el problema se ha resuelto solo, es un
decir, porque se acabó la espadaña. Y ocurre también que las
salinas no cogen el agua que cogían antaño, tienen menos
hondura, con lo que se secan mucho antes. Y los patos se
encuentran sin el cobijo del agua y vienen menos. Yo no sé
qué pasa, pero antes estaba todo esto libre, cazábamos lo que
queríamos y contra más cazábamos más patos había. Ahora
está todo prohibido, todo con sus cupos, y no hay ni espada-
ña, ni agua, ni patos.
Laguna de Antela
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Humedales mediterráneos
La Albufera de Valencia
Al sur de la ciudad de Valencia se extiende una lámina de agua que
en sus momentos de esplendor alcanzó las 30.000 Ha, con una pro-
fundidad media de un metro. Más que de un enorme lago debe
hablarse de todo un sistema acuático-terrestre, formado por la albu-
fera propiamente dicha, el humedal del entorno y un cordón dunar
paralelo a la costa. Un conjunto que se repite como pauta ecológi-
ca en muchos lugares del planeta, y que en la propia Península tiene
su mayor representación en las marismas del Guadalquivir.
La Albufera se halla ligeramente sobreelevada con respecto al mar,
y se alimenta de agua dulce por ríos como el Júcar y el Turia, y
desde muy antiguo se reguló su contacto con el mar por medio de
esclusas que hacen circular el agua por canales. A la vera de estas
acequias se elevan varios cuerpos de arena, que en la época de aguas
altas se convierten en verdaderas islas.
La Albufera, con esa innata debilidad de la realeza y la nobleza hacia
la caza, que estas hacían por gusto y el vulgo por comer, fue anta-
ño famosísimo cazadero real. El rey Jaime I, la primera medida que
tomó tras tomar Valencia fue asignarse la Albufera para su afición
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a otros lo que hacían. El luto por ejemplo era una cosa muy
seria, duraba años, algunos se pasaron media juventud guar-
dándolo, y eso quería decir que ni bailes ni fiestas, en tu casi-
ta. Ahora la manga es ancha para todo, demasiado diría yo,
pero en aquellos tiempos de después de la guerra lo que
importaba era lo que dijera el cura. Un ejemplo, si alguien
quería hacer la mili en aviación pedían referencias al cura, y
como la familia fuera atea o de pocas misas no las daba con-
formes y te mandaban a infantería.
Tanto Ramón como Juan se muestra unánimes a la hora de apre-
ciar los cambios acaecidos, que han sido abundantes, rápidos y de
enjundia. Como tantas otras gentes del campo español coinciden
en destacar lo mucho de bueno que han traído, pero dicen que
dejóse mucha lana en las zarzas. Porque quedaron atrás la dureza,
el frío, la escasez, pero también un modo de vida más sencillo, más
integrado en la Naturaleza, quizá después de todo más feliz, aun-
que nadie quiera volver a él.
—Para empezar, la maquinaria. Antes todo era a mano y con
caballerías, dentro del barro descalzos la temporada entera por
setenta pesetas al día. Ahora cobran dos o tres mil pesetas cada
hora, cerca de veinte euros, y no hay quien entre al agua, por-
que todo lo hacen las máquinas. En un día cosechan lo que
a una cuadrilla de doce hombres le costaba semanas. Eso sí,
antes una familia vivía muy bien del arroz si tenía diez hec-
táreas, y ahora necesitan cien, porque la maquinaria y todo
lo demás vale muy caro. Son máquinas con rodillos de goma,
antes eran de hierro, y una de esas vale cuarenta millones de
pesetas, a ver cómo se amortiza eso. Y los herbicidas y los
insecticidas también valen lo suyo. Ahora son más ligeros,
sobre todo desde que se hizo el Parque Natural, pero cuando
empezaron con ellos daba miedo. Se tiraban por la mañana
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Picos de Europa
La Vera, a la sombra de Gredos
Pirineos
Vaqueiros de alzada
Pastores trashumantes
Sierra Nevada
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gusta. Por eso las vacas son más fáciles de llevar y las otras son
más trabajosas, porque hay que ir sujetándolas.
Estando en la montaña, conforme avanza la primavera las
vacas se van subiendo siguiendo la sazón del pasto. Y cada día
hacen lo mismo: conforme avanza y aprieta el calor se van
subiendo a los altillos, contra más calor más arriba, porque
en las crestas y en los galayos sopla la marea y se lleva a las
moscas, que las atormentan mucho cuando la calor. Allí se
están hasta que se echa la tarde, y con lo oscuro busca cada
una su sitio, desparramándose por las laderas, porque de
noche siguen comiendo, no es como en invierno, que comen
de día y se acorren de noche en los corrales.
El ganado se orienta muy bien, pero más la vaca y la oveja
que la cabra. Si una vaca se queda sola atrás, baja la nariz y
sigue el rastro de las otras, fateando hasta dar con ellas, y la
oveja también rastrea. Y lo que teme la vaca es que el invier-
no la coja arriba, porque no aguanta los hielos. Así que si por
los Santos no han bajado se les va el día tomando el viento,
y si columbran que viene norteando se bajan y no hay mane-
ra de sujetarlas arriba. La oveja es más valiente para el frío.
La espada de Damocles de los pastores trashumantes, y de los pas-
tores de todos los tiempos, ha sido el lobo. El gran depredador del
solar ibérico, pesadilla de los ganaderos, terror de los sueños infan-
tiles de antes, era la amenaza latente en el veranadero de la sierra.
Sabíalo el ganado, y también los pastores, cuyo instinto vigilante
les obligaba a no sumirse en el sueño profundo, sino en un duer-
mevela, guardando un ojo y un oído para esta coyuntura, la peor
posible de cuantas acechan en los prados altimontanos.
—Mucho lobo había por entonces en Gredos. Mi padre me
decía que el lobo era sabio. Ellos se ponían en sus puestos,
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Pirineos
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para sostener a sus gentes. A Suriá, como buen catalán, los núme-
ros le salen solos.
—Las parcelas por aquí eran pequeñas, y se medían por jor-
nales. Un jornal de tierra era lo que un hombre con su yunta
podía labrar en un día, y equivalía a una tercera parte de hec-
tárea, de modo que tres jornales hacían la hectárea. Con cinco
o seis jornales ya se mantenía una familia bien: Hace cincuen-
ta años un jornal de tierra podía dar entre 8.000 y 10.000
kilogramos de patatas, que se pagaban a dos pesetas con diez
céntimos el kilo. Con esas 20.000 pesetas le sobraba a uno
para comprar un jornal de tierra, que valía 17.000 pesetas. O
podía pagar a dos mozos permanentes para el trabajo de la
finca, a 700 pesetas al mes cada mozo. Haga cuenta que hoy
esos 10.000 kilos rendirían más o menos las mismas veinte
mil pesetas, pero un jornal de tierra estará en las 700.000
pesetas y un mozo en no menos de 120.000 pesetas al mes,
más la Seguridad Social. De modo que mire si ha subido todo,
y si la agricultura da para mantenerse.
Y si era trigo, tal para cual. Cuando el Servicio Nacional del
Trigo, el kilo se pagaba más o menos a lo mismo que se paga
ahora, y haga cálculos de lo que han subido los costes en medio
siglo. Y si hablamos de mulas, otro tanto. Cada mula se ven-
día en la feria a una cantidad entre 15.000 y 20.000 pesetas,
más de lo que valía un jornal de tierra, y ahora la venta de una
mula da para comprar unos pocos tiestos de tierra.
Tanto Suriá como Bombardó hablan del invierno pirenaico de
Llivia, largo en días, fríos y nieves. Era tiempo de paro forzoso,
tanto para los hombres como para los animales y las plantas. Los
árboles perdían sus hojas y detenían el flujo de la savia; los anima-
les poníanse a cubierto en los escondrijos del bosque o se sumían
en letargo, unos y otros viviendo de las reservas coacervadas en los
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cían unas tortillas en las afueras, y comer bien era ya toda una
fiesta. Más tarde venía la fiesta patronal, San Guillermo, y
después San Juan, y entonces se hacían las hogueras, había
que saltarlas solo o agarrado del brazo con una pareja.
También había baile los domingos en un pueblo o en otro,
se iba andando y el que tenía una bicicleta podía darse por
contento. Cuando el baile se prolongaba nos quedábamos sin
luz, porque a la hora de la cena todos encendían sus bombi-
llas y había que esperar a que se fueran a la cama, la luz no
daba para tanto.
Francisco Bombardó recuerda el entusiasmo que levantaron entre los
payeses las novedades de la tecnología agrícola que aparecieron en los
años cuarenta. No podía saber que las aparentes ventajas traían escon-
didos en su seno los gérmenes del desmoronamiento de todo su sis-
tema de vida.
—Hablando de los cereales por ejemplo, todo se hacía a
mano: hacer las gavillas, atarlas, el trabajo de la era... Hasta
que un día vino un artilugio que dejaba preparadas las gavi-
llas para que los hombres las ataran. Luego llegó otra que
ataba las gavillas. Después vinieron las empacadoras, los trac-
tores... aquello ahorraba mucho personal.
Pero no solo personal. También caballerías. Los criaderos de mulas
del Pirineo ya no fueron necesarios, porque los compradores del
Levante y de otras partes estaban sustituyendo también las mulas
por máquinas. Era un proceso imparable y de consecuencias drás-
ticas para el campo y sus gentes.
—El campo se vació de gente, se llenó de maquinaria y trac-
tores, la mayoría trabajando cuatro días al año y el resto para-
dos, no se amortizan. Antes, si uno se aplicaba sobre el
campo, vivía de su producto, y vivía bien. Ahora da lo mismo
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Vaqueiros de alzada
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—Un vecino de aquí fue a pasar el río con otro hermano, y venía
el río crecido de unas lluvias grandes. Iban los dos en las caba-
llerías y al hermano lo envolvió la corriente y lo llevó río abajo.
Pudo agarrarse a una una peña del medio del cauce, sin poder
moverse. ¿Sacarásme? Preguntóle al hermano, y este cogió la
reata de la mula y salvólo con ella. La otra mula pudo salir tam-
bién muy abajo, desnuda de todos sus aperos pero salva.
Otra cosa de temer eran los lobos, porque el ganado era una
tentación para ellos, y si podían te llevaban un ternero o una
oveja. Me acuerdo de un día de niebla, ni a verte la mano
alcanzabas, que los lobos nos mataron treinta y dos ovejas,
porque no se conforman con matar y comer, como el oso. El
lobo te hace todo el daño que puede, es su naturaleza, y sabe
muchas astucias para robar el ganado. Tenía yo trece años y
andaba cuidando el rebaño de ovejas, cuando veo venir a un
lobo. Silbéle y tiréle piedras, pero no se iba, sino que me di
cuenta de que empujaba a las ovejas a lo hondo de la hoya,
para rematarlas allí. Entonces les tiré piedras a ellas para que
subieran, y gracias a eso salvé el rebaño, si no me lo desgra-
cia. Y de seguir a personas también dióse el caso, a mí mismo
ocurrióme. Salía un día de noche, venía de cortejar, por el
camino, y de repente noté como que se me salía la ropa del
cuerpo, como un enfriamiento, y enseguida ví al lobo, en lo
alto de la vereda. Eran dos, y siguiéronme un rato, yo sentía
miedo, pero traté de no descomponerme, no fuera que los
lobos lo barruntaran. Al entrar en el pueblo desaparecieron.
Y a mi padre que en paz descanse sucedióle parecido, esa
noche bajaba al pueblo y había buena luna. Él iba encima de
la mula, y ella venga a mirar para atrás, hasta que volvióse mi
padre y vio a tres lobos, casi pegados a la mula. Bajó y echó-
los piedras, pero no se iban. Temblábanle las manos cuando
cogió un poco de broza de la vera del camino y encendió
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hasta las ortigas conocían, bastaba que les mordieran una vez
y nunca más. Y ahora vienen caprichosos, les das una galleta
y no la quieren, prefieren otra marca, cuando antes una galle-
ta era una fiesta. En la ciudad se sabrán unas cosas, pero no
se saben otras. Veo a mis hijas hacer cola para que les limpien
el pescado, o el pollo, cosas que aquí sabíamos hacer. Y creen
que la comida nace en la mesa, y nosotros sabíamos de dónde
venía todo. Y qué digamos de las relaciones. Antes las puer-
tas de las casas tenían dos hojas, para que no entraran las ali-
mañas. Para hablar mozo y moza, uno a cada lado de la puer-
ta, y ahora ya ve cómo están las cosas. Y cuando hablan de la
crisis, les digo que tenía que haber mucha más crisis para igua-
lar lo de antes.
Pastores trashumantes
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que andar a la mira de los lobos, toda la noche con una lum-
bre prendida y las borregas apretadas a su lado, porque los
lobos estaban al husmo, y gracias que teníamos mastines con
carlancas al cuello, porque los lobos siempre se tiran al pes-
cuezo. También había águilas, una vez una negra se me llevó
un chotillo delante mismo, estaba ordeñando una cabra y lo
enganchó con esas uñas como puñales y se lo llevó volando.
Y otra labor era bajar cada día cinco o seis cántaras de leche
de oveja para hacer el queso. Se colaba bien la leche en un
lienzo fino para que dejara en él toda su mugre, cortabas un
tallo de cardo cuajaleches y se echaban unas gotas de las que
soltaba la planta para que la leche cuajara. Se apretaba bien
la bola para que soltara el suero y se ponía en lo alto de un
zarzo de cañas para que curara.
Todo valía para el puchero entonces, y teníamos que afilar
la vista para que no escapara gajo. A las perdices las cazába-
mos al reclamo, poniendo un macho a cantar dentro de una
jaula, desafiando, y cuando llegaba el otro macho, el del
monte, lo apañábamos. Otros se ponían unas cencerrillas en
los pies, y andando con ellas la perdiz se engañaba, porque
lo tomaba por ganado y se quedaba tranquila en su sitio y la
cogías con la mano. También le cogíamos a las perdices los
huevos, la veías revolear de una peña a otra y ya sabías que
estaba para poner. No le quitabas el ojo y acababa enmatán-
dose, pero ibas allí y ya tenía hecha la puesta. Le quitábamos
la mitad de los huevos y la otra la dejábamos para que cria-
ra. Cuando nevaba se marcaban los rastros en la nieve y te
llevaban donde el conejo o la liebre. Ibas y les dabas con el
palo o los cogías con la mano. Y de pajarillos lo que cazába-
mos eran gorriones, zorzales y pajaricas, esa es una que luce
una cresta muy larga y va delante del arado, guinchando las
sabandijas que levanta la reja. A los gorriones los cogíamos
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La primavera
El verano
El otoño
El invierno
La estepa cerealista, ayer y hoy
Desierto de Almería
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Tierra de lobos
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La primavera
—No todo el campo era labrantío, sino que se sembraba a
dos hojas, año y vez, una mitad con la sementera y la otra se
dejaba en barbecho, para que descansaran las tierras y cogie-
ran tempero. En marzo el barbecho se araba otra vez, lo que
llamábamos binar, para que oreara la tierra, tomara la lluvia
y repusiera el gasto. Y en la labor ya estaba medrando el cereal,
mayormente trigo, aunque también centeno y cebada de la
caballar, no de la cervecera, que es muy recia y no la quiere
ni la oveja, que conforme la come la echa entera. Y a rezar
para que la primavera viniera como tenía que venir.
Y es que desde que por octubre se echaba la simiente, los paisanos
no dejaban de mirar al cielo, esa lámina castellana tan azul y que
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El verano
Terminando mayo se dejaban sentir los primeros calores, que en
los siguientes meses iban a convertir las tierras paniegas en un achi-
charradero. Las mieses remataban su crecimiento, más o menos
según hubiera llovido, y cobraban el tono pajizo, anunciador de
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El otoño
El final de la campaña del cereal dejaba en los campos un recurso
muy valioso y muy solicitado: el rastrojo, indispensable para man-
tener al ganado menor hasta que las lluvias otoñales hicieran rebro-
tar hierbas nuevas. Lo cuenta Eugenio Rodríguez, el pastor de las
parameras vallisoletanas.
—Una vez que se alzaban las cosechas metíamos las ovejas en
las rastrojeras. No había mucha costumbre de quemar por
entonces, porque se arrebañaba todo. De por sí los segadores
apuraban a la hora de segar, y las ovejas venían a rascar lo que
quedaba, de modo que no había allí nada que quemar, por-
que además el fuego no era propicio, porque mataba el biche-
río que quedaba dentro del rastrojo y que aprovechaba a las
palomas, a los tordos y a otros pájaros que llevaban carne de
pluma a las familias. El rastrojo aprovechaba a mucho pája-
ro, porque entre las ajaspajas quedaba granza suelta, y ellos
andan siempre al rebusco de lo que medra en cada lugar. Otra
cosa eran las hierbas que crecían en las cunetas, en las zanjas
y en los arroyos, a esas sí que se les metía fuego, porque crían
mucha sabandija que luego es mala para los trigos.
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El invierno
Una noche, desde adentro de las casas los vecinos escuchaban el sil-
bido de un viento nuevo. Era el invierno, que venía colándose por
las abras hendidas en los cuchillares de las sierras lejanas, y bajaba
peinando los rasos y sometiéndolos durante los siguientes meses a
despiadadas friuras, apenas aliviadas por amarillentos, tímidos soles.
Los campos quedaban maniatados por cadenas de frío, y no había
mañana que no amanecieran escarchados. El invierno era una
pausa, no pocas veces insalvable, para todas las criaturas vivientes,
ya fueran vegetales o animales, pero para los hombres era tiempo
de reposiciones, y así lo recuerda Rafael Carretero.
—En tiempo de invierno poco había que hacer, a compara-
ción de las semanas atrás, y además los días eran más menu-
dos y daban menos de sí. Se cortaba leña, que por mucho aco-
pio que hubieras hecho siempre había carencia de ella en la
casa; se apañaba el ganado en las cuadras y en las corralizas;
se podaban los cuatro frutales que tuviera cada uno; se repa-
raban los caminos, se reponían los cercos de piedra, se mar-
caban las guardarrayas, se recortaban las cambroneras… en
fin, se recomponían de la mejor manera que podía uno los
estropicios que hubiera dejado el año. Los hombres acudían
a la cantina a la sobretarde, a echar un vino, charlar un poco
y echar la partida de tute o de brisca a la luz de un candil. Y
a las nueve todos en casa y en la cama, porque por mucho
que atizaras la lumbre la espalda te se quedaba helada, era una
cosa mala los fríos que traían aquellos cierzos de entonces.
Al traer a colación el asunto de las lindes, surge de inmediato el
problema, siempre acerbo y candente, de los conflictos vecinales
por la separación de las propiedades. Desde la óptica ciudadana y
del siglo XXI no puede comprenderse que se llegara a las manos, y
aun a los puñales y a los tiros, por cuestión de un par de metros
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ran los buitres, ya ve. Los pobres buitres pasan unas hambres
grandísimas, y eso de hacerles muladares para que coman es
un remiendo que no vale para nada.
A trueque de que unas especies vayan de romanía, han aparecido
otras que antes no estaban, aunque no para bien. Es el caso de los
topillos, una plaga cuya procedencia se ignora, pero que las gentes
del campo atribuyen a un organismo que caló profundamente en
el campo español: el ICONA. La elección del nombre del Instituto
para la Conservación de la Naturaleza fue tan acertada que aún hoy
lo emplean muchos para hablar de la Administración competente
en materia ambiental, al margen de cambios administrativos tan
radicales como las Autonomías. El ICONA está incrustado en la
mentalidad rural, si bien nunca gozó de buena prensa. En buena
parte debido a la repoblaciones con pinos y eucaliptos, y en parte
porque a su cuenta se ha cargado cualquier mal, topillos incluidos,
un bulo imposible de erradicar.
—Esta raza de los topillos es nueva –afirma Rafael Carretero–,
y digo yo que será el topo de siempre mezclado con el ratón.
Dicen que salió de los laboratorios, y que los tiró el ICONA
al campo con las avionetas, a saber. Lo que es que cría en unas
cantidades que meten miedo, y que no es como el topo, que
come gusanos, sino que este come lo verde, y claro, hace unos
estropicios grandísimos. Para las águilas y las cigüeñas son una
bendición, y si el año es de topillos las lechuzas se pasan crian-
do todo el año, de los que comen. Pero para la liebre y la per-
diz son una calamidad, porque cuando se desata la plaga
echan veneno y pagan justos por pecadores.
Estos topos nuevos son más grandes que los que hemos cono-
cido siempre por aquí –cuentan los vecinos de Santoyo–.
Unos años crían y otros no, dicen que depende del frío que
haga, porque el mucho frío los acobarda y no se dejan ver.
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lí, que antes no lo había, hacen lo mismo que los cerdos antes,
montear de día y recogerse de noche en las cuevas. A otra que
se la podía dejar sola era a la cabra, era muy valiente para tras-
tear a su aire y buscarse el pienso donde lo hubiera. La oveja
en cambio ha querido siempre más cuidado.
El agua ha sido, aquí como en todas partes, el factor limitador, el
condicionante de la vida en el desierto de Almería. Cuando llueve
en torno a los trescientos litros al año la agricultura, aun siendo de
secano, se encuentra en su límite biológico. La situación se agrava
incluso si, acaso debido al cambio climático, las condiciones han
ido empeorando.
—Antes caía más agua que ahora. Pero del año cuarenta y
cinco pacá cada vez llueve menos y el cereal lo nota, no lo va
a notar, que hay años que ni medrar puede. Y además la llu-
via, cuando viene lo hace de golpe, metiéndose por la caja de
la rambla, y cuidado con estar dentro que te lleva por delan-
te. No hace mucho que pastaba un rebaño de cincuenta ove-
jas adentro de una rambla, en lo verde, llegó la avenida y las
ahogó a todas.
Decían antaño los lugareños que con el sol que luce en estos lares,
de haber agua no habría agricultura que pudiera competir con la
almeriense. Pues bien, el milagro de unir sol y agua se produjo, y
se hizo cierto el pronóstico. Poco después de que se implantara el
primer invernadero, los términos de Níjar, de Sorbas y otros del
corazón del desierto se poblaron de un mar de plásticos, tan exten-
so que la fotografía de satélite lo registra. Por obra y gracia de las
aguas subterráneas, el desierto de Almería se convirtió de la noche
a la mañana en el gran abastecedor de hortalizas de España y
Europa. Pero en la Naturaleza nada sale gratis.
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cazarlos y ahora están por todas las manchas. Entre ellos y los
erizos han limpiado el campo de culebras. Los erizos sestean
de día en el mullido, y de noche salen de cacería, y se las
entienden de cara con las culebras por grandes que sean. Las
cigüeñas son también muy culebreras, pero las tienen más res-
peto. Vi yo una vez una pelea de una cigüeña con una cule-
bra de las grandes, y la cigüeña se cuidaba de poner la ala por
delante para que la culebra no se le enroscara, porque si la
coge del pescuezo la ahoga. Hay otra águila que también se
las tiene tiesas con las culebras. Porfía con ellas hasta que las
cansa, y luego se las traga empezando por la cabeza y termi-
nando por la cola, dejando asomar la punta por el pico. Se la
lleva al nido y la ofrece a los pollos, que tiran de la cola y sacan
la culebra entera.
Y ha llegado el momento de hablar del lobo, aunque haya sido ya
tema recurrente en estas crónicas, porque en verdad que el lobo
fue protagonista indiscutible no solo de las parameras altocastella-
nas, sino de toda la España rural. El lobo a nadie deja indiferen-
te, concita entusiasmo u odio, sin matices, desde la admiración
que le profesan los naturalistas, y en general las gentes de la ciu-
dad, que no sufren las consecuencias de sus acometidas, hasta la
inquina máxima de los pastores, pasando por el terror que inspi-
ró a los niños de los pueblos españoles, quienes para ser reducidos
a la obediencia eran amenazados con el consabido “que viene el
lobo”.
Que el lobo haya podido subsistir en España hasta el día de hoy,
a pesar de sus hondas transformaciones, demuestra lo extraordi-
nario de sus facultades intelectuales. De hecho, dejando aparte al
grupo de los primates, lobos, orcas, delfines y hombres son las
cuatro especies más evolucionadas del mundo animal, y tienen en
común muchas cosas: la inteligencia aguda; su vida en grupos
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tes crea una huerta líquida feracísima, unas aguas mitad dulces
mitad salinas, muy del gusto de muchas clases de especies. Bien lo
sabían los habitantes de las márgenes, que aplicaron técnicas y arti-
lugios para hacerse con esta montanera viva, con esta pingüe cose-
cha de criaturas de las aguas. Fernando Cian, de Coria del Río, puso
al servicio de los riacheros el utillaje necesario.
—Hay varias clases de barcas por el río. La de aquí es la coria-
na, larga de siete metros, con una cabina chica para cuando
aprieta la noche en el río, que es muy húmeda. La sanluque-
ña es más alta de proa y más ligera, porque la tabla es más
liviana. Para los costillares uso olivo, y también pino flandes,
carlisto colorao, acebuche y álamo negro. La encina no vale
para madera de barca, porque siendo la más dura, al año ya
la ha podrío el agua. Los carlistos los cogíamos de las arbole-
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Los ríos
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Los ríos
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Los ríos
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La masía catalana
Tierra de vinos
La huerta levantina
La masía catalana
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Tierra de vinos
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las que confieren sabor al vino y estas se lo roban. Vides, olivos y tri-
gales forman la tríada de los mantenimientos históricos españoles,
desde que su superficie fue desnudada del arbolado profuso que la
cubría, el entrevero de encinas con sotobosque de brezos, lentiscos,
madroños, jaras y otras muchas especies. Pero una vez que la pelam-
brera del paisaje vegetal quedó trasquilada a conciencia, esos tres cul-
tivos se distribuyeron el feudo ibérico, para reinar sin competencia.
Y resulta curioso observar que dos de ellos, la vid y el olivo, en tan-
tas cosas se parecen y en tan pocas difieren. Acaso sea el tamaño su
principal diferencia, porque en lo demás todo son semejanzas: Los
dos prefieren el secano sobre el regadío; los dos desarrollan troncos
difíciles, retorcidos, como atormentados, de tal modo que la vid
parece el pariente raquítico del olivo; y los dos regalan fruto muy
parecido, la aceituna uno y la uva otro, que además de sabrosos
comidos en crudo destilan formidables sendos líquidos, nada
menos que el aceite y el vino, que han ocupado la cocina y la mesa
españolas desde el tiempo de los romanos.
Filiberto Arias nació cerca de Cacabelos, tierras vinateras donde las
haya. Nacido en el treinta y cuatro, carga a las espaldas sobrados
recuerdos, de esos años crudos, cuando la vida había que sudarla
de verdad, diariamente a brazo partido contra el hambre, más toda-
vía si se trataba de alguien que prácticamente nació huérfano.
—Con tres años me quedé sin padre, pero mi madre quiso
que fuera a la escuela, a pesar de que hacían falta brazos en
casa. Descalzos íbamos todos, y solo si llovía nos juntábamos
los más de cuarenta que éramos en la clase. Si hacía bueno no
llegábamos a la mitad: el uno se iba a las ovejas, el otro a podar
los sarmientos, y todo así. El maestro nos hacía aprender por
las buenas o por las malas, nos ponía de rodillas una hora o
nos arreaba con la regla en la mano abierta, pero vaya si apren-
díamos, no como ahora que salen de la escuela igual que han
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día grande que se celebraba por todo lo alto, y desde entonces hasta
el fin de sus días eran los “quintos” de ese año, unidos por especia-
les lazos, y las paredes, peñas y fachadas de la España rural han visto
impresa hasta hace bien poco la lapidaria frase “vivan los quintos
del…”, hasta que los tiempos despintaron los dibujos, a la vez que
arramblaron con la mili.
—A la mili no tenía que ir, pero me empeñé porque decían
que se iba de mozo y se volvía hombre. El día del sorteo los
quintos lo celebramos en grande, corriendo el pueblo, ron-
dando a las mozas e invitando a todos, que para eso escota-
mos dos duros cada uno para el vino. Después de la mili ya
me tomé en serio la vida y con mucho esfuerzo fui compran-
do con mi madre un trozo de viña aquí, otro allí. Cuánto
sacrificio entonces, catorce y quince horas trabajando todos
los días, y con poco que comer, pero muy unidos, porque la
pobreza nos hermanaba. Comíamos todos alrededor de la
mesa, bebiendo en una jarra común, no en vasos como ahora.
Para calentar el cuerpo por las mañanas teníamos nuestro
aguardiente. El pan estaba racionado entonces, iba al pueblo
a recoger la hogaza y mi madre me regañaba por haberla
empezado en el camino de vuelta. Lo de comer lo guardába-
mos en el desván: una punta de manzanas que recogíamos en
verano para el gasto de la casa; racimos de uvas, que tendía-
mos encima de una manta en un sitio fresco, que le diera algo
de norte, y nos duraban hasta marzo; para comer un plato de
caldo, con grasa y patatas o frejoles, y para ir al campo echá-
bamos al morral unas tajadas de matanza.
Entonces todo el trabajo del campo se hacía a mano, y parece
increíble que desde las primeras herramientas del homo habilis, las
lascas para arrancar la carne adherida a los huesos, hasta la azada,
el instrumento para hendir la tierra, discurriera la friolera de dos
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do por las vides. Han cambiado no poco las técnicas y las costum-
bres, pero subsiste la vocación vinícola de la comarca, como toda-
vía quedan testigos directos que pueden dar cuenta de los modos
de antaño. Son Tomás López, Casimiro Medina, José Delgado y
Julián Romero, un cuarteto de lujo para hablar de todo ello.
—Cuando la recogida se trabajaba doce horas, de sol a sol, y
se reunía mucha gente para vendimiar. Venían de otras par-
tes, y había muchas mujeres y niños, con diez años ya esta-
ban vendimiando. Unos venga a llenar los capachos, y otros
a llevarlos a las galeras de mulas, que transportaban la uva
hasta las bodegas. Lo normal era levantarse a las cuatro o las
cinco de la mañana, caminar hasta los campos nueve o diez
kilómetros y regresar de noche, y eso cargando con los capa-
chos vacíos, que eran de esparto, y si tenías la desgracia de
que el día antes hubiese llovido se empapaba de agua y pesa-
ba tres veces más. Los que no eran del pueblo sino de fuera
lo que hacían era dormir en las viñas, en todas había una casa
de labor y ahí dormían ellos y las mulas, revueltos. En un
hueco pequeño podían meterse quince mulas y treinta per-
sonas. Se ha sufrido mucho, pero de los sufrimientos aque-
llos vino la riqueza de España.
Los capachos llenos de uva se cargaban en la mula y se le
decía ¡hala!, y la mula arrancaba a andar y se iba ella solita
hasta la bodega, a casi quince kilómetros, la descargaban y
volvía sola a la viña. Otras veces cargábamos la galera con los
capachos, y ocurría que dormíamos tan poco que nos dor-
míamos llevando la galera, y la mula que tiraba hacía el cami-
no sin que la guiaran. Sabían mucho las mulas aquellas.
Entonces no había cooperativas, que empezaron para el año
cincuentaicinco, eran compradores particulares, y se hacían
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les, las que arreglaban los padres, porque la mayoría eran así,
y eso dependía de los posibles que tuvieran las familias res-
pectivas. Los padres miraban no que se quisieran o no, sino
que con el matrimonio de los hijos se mejoraran los bienes,
se juntaran viñas con el casamiento, y rechazaban a quien
tuviera poco que aportar. Había en esto una costumbre que
era la de la gavillera. Resulta que en tiempo de poda se cor-
taban los sarmientos, se recogían y se llevaban a la casa del
pueblo, a un cobertizo donde abajo estaban los cerdos y los
animales, y arriba un altillo para las gavillas de la lumbre de
todo el año, esa era la gavillera. Pues cuanto más grande y
copiosa de sarmientos fuera la gavillera, significaba que más
rica era la casa. Y a la hora de casarse una pareja, decían por
ejemplo de la novia: esa tiene mucha gavillera, y significaba
que tenía muchas tierras y viñas, y con arreglo a eso se con-
certaban o se rechazaban las bodas.
Pero hasta llegar al casamiento hacía falta pasar muchas dili-
gencias. La primera era despedir un rato a la chica en la puer-
ta, pero sin poner un pie en la casa. Un día se decidía uno y
decía al padre: con su permiso, quiero estar de novio con su
hija, y entonces ya te dejaban entrar, pero ya no podías estar
en la puerta al despedirte, y era ahí cuando podías arrancar
un beso. Más tarde, cuando iba uno a la mili, se hacía el otor-
go. Llegaba el novio con sus padres donde la casa de la novia
y ahí se formalizaba la boda. Lo que ponía la novia era la alco-
ba, y el novio el armario y una cómoda pequeña, el comodín.
Y luego los padres hacían inventario de lo que dejaban al hijo
en herencia, para ir igualando a los demás.
Luego venían las amonestaciones, todo era muy formal
entonces. Y pobre de la moza que después del noviazgo o del
otorgo rompiera la relación con el novio, porque ya podía ir
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Medios humanizados
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Medios humanizados
La huerta levantina
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El bosque atlántico
Muniellos
Somiedo
Muniellos
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El bosque atlántico
Cuando crecí tiróme buscarme la vida por ahí, pero mis hermanos
no querían, porque había la costumbre del meirazo, que el hermano
mayor se hiciera cargo de la familia faltando el padre. Convencíles y
fuíme a tentar otra suerte fuera de la casa, y anduve en muchos ofi-
cios buscando las pesetas, que había pocas por entonces. Acuér-
dome que una de las cosas que hice fue hacerme con un aparato de
hacer fideos, y andaba con ella por los pueblos, de casa en casa.
Unas veces traía yo la masa y otras me daban los ingredientes, hari-
na, huevos y agua. Metíase la masa por arriba, empujábase y salían
los fideos por unos agujeros por bajo del aparato. Ganábame bien
la vida con eso.
La vida a salto de mata de Benjamín cambiaría cuando el Estado
compró el bosque de Muniellos, acertada compra que libró a esta
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El bosque atlántico
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El bosque atlántico
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Somiedo
Somiedo es otro de los grandes bosques que nos permiten saber cómo
fue la Asturias primitiva, abrupta, bronca, tortuosa, que alternaba
montañas con valles recorridos por ríos encajonados en hoyas pro-
fundas, y todo ello revestido de espesísimos arcabucos poblados de
todo el variado elenco de la fauna forestal. Somiedo y su entorno,
hoy declarado Parque Natural, y los hombres mayores que aquí habi-
tan, tienen pues en común una sobresaliente cualidad: ambos son la
última representación de la prístina Asturias: de su Naturaleza vir-
gen y de la vida humana de antaño, antes de que para bien o para
mal el desarrollo económico se lo llevara todo por delante.
Aurelio Lana nació en 1932, y por su edad cuenta pues con títulos
suficientes para declarar con propiedad acerca de la vida en estos apar-
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El bosque atlántico
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El bosque atlántico
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Islas gallegas
Pescadores de las playas atlánticas
Costa de la Muerte
Pescadores del Cantábrico
La Gomera
Islas gallegas
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Islas y costas
mujer del Pato, recién parida se vino caminando por la playa los
más de treinta kilómetros desde Sanlúcar hasta la choza.
Y también le vienen a la memoria los muchos sucedidos a cuenta
de la pesca, como aquel bulto enorme y negro que embarrancó de
noche a la misma puerta de la choza.
—Con las claras del día vimos que aquello tan grande era un
cachalote. Mis hijos lo cubrieron con la red, lo engancharon
al bote y se lo llevaron arrastrando a Sanlúcar, y allí creyeron
que lo habían pescao ellos. Y otro día se enredó en los palan-
gres otro bulto grandísimo, y se rebullía para zafarse de tal
modo que iba a llevarse por delante la red, la barca y a tós
nosotros, así que agarré el hacha y cada vez que asomaba le
arreaba un testarazo, hasta que se quedó atontao, y vimos que
era una tortuga más grande que la barca nuestra.
La orca era la gran forastera de aquellos mares, siempre al acecho
de los atunes en sus viajes migratorios por las costas atlánticas. Los
bandos de atunes se aprietan para mejor defenderse del insupera-
ble depredador de los mares, la especie que tanto se parece a otras
dos de tierra. Forman el trío de las especies más inteligentes del pla-
neta, y las tres son igualmente animales familiares, sociales, y han
elaborado un complejo mecanismo de comunicación. Una es la
orca, las otras dos el lobo y el hombre.
—A la orca la llamábamos la negra, y con ese esquilón en el
lomo, de lejos parece un barco de vela. Los atunes la ventean
a muchos kilómetros y salen disparados, porque le temen más
que a nada, más que al hombre mismo. Una vez vi a uno que
se había quedado rezagado, llegó la negra y al pobre atún lo
vi levantarse en el aire partido en dos cachos y aventando san-
gre por todos lados. Y no era raro que algún atún se viniera
a embarrancar a la orilla, huyendo de la negra.
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carros y cargaban en los serones todos sus bártulos, porque las are-
nas gruesas de las dunas eran intransitables para los carros. Al lle-
gar a la playa cada familia acotaba un trozo de choza adecuada a
sus necesidades, y los improvisados constructores levantaban un
tabique de bayunco separador, y otros para los cuartos en el inte-
rior de la choza así individualizada, a gusto de cada familia, que
pagaba el servicio a precios populares. Y a disfrutar de un veraneo
de tres meses. Cientos, miles de personas se descolgaban desde los
pueblos aledaños para gozar de este veraneo único, no ya de pri-
mera, sino de primerísima línea de playa, con el agua de la orilla
prácticamente lamiéndoles los pies.
Lo que allí se hacía era simplemente pasar el tiempo, pasarlo bien
desde la mañana a la noche. Los niños, correteando entre el agua y
las dunas; los hombres, charlando o sesteando, y de cuando en vez
metiendo la mano en las olas de la orilla para sacar un golpe de coqui-
nas, improvisando una jábega para apañar un puñado de acedías, o
colándose de tapadillo en el Coto de Doñana para montar un cepo
y guinchar un gazapo. Y las mujeres, de tertulia a la puerta de las cho-
zas o guisando un puchero de arroz con patatas, que para eso
habían traído costo en abundancia. Y por la noche, a encender hogue-
ras y a cantar y bailar hasta que el sueño les venciera.
Allí se hacía y se vendía de todo. Uno había montado una choza-
tienda, donde se despachaban cervezas y se vendían artículos ele-
mentales; otro había instalado un proyector y alquilaba sillas para
un improvisado y precario cine de verano; otro pasaba anuncian-
do pan recién hecho; e incluso llegó a instalarse un prostíbulo, en
una choza, eso sí, púdicamente alejada un centenar de metros de
las demás.
La línea de chozas fue creciendo y creciendo, y allí había desde agri-
cultores hasta médicos e incluso obispos, como el de Cáceres, que
no faltaba a su cita con este particular veraneo en compañía de su
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Costa de la Muerte
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Por eso merece la pena echar una vez más la vista al mundo de la
autosuficiencia, el que ha regido la vida rural española desde la
noche de los tiempos y hasta hace bien poco, tan poco que aún
quedan testigos para contarlo. María Rosa Liñeiro, María Dolores
Cedín y María Lobelos son representantes de esa generación a caba-
llo entre dos épocas.
—Aquí todo se hacía en casa. El pan de maíz, los colchones
con la hoja del maíz, el jabón... si ganábamos algo de dinero
con la pesca lo guardábamos, porque ni nos hacía falta ni
había dónde comprar, le digo que en casa no se gastaba una
perra. Mi padre se iba de madrugada a la pesca. Seis kilóme-
tros de ida y los mismos de venida, a la noche. Quedábamos
en casa la madre y los fillos, pero no podíamos dormirnos,
porque había mucha tarea. Lo primero, llevar el pescado a
vender. Dos horas andando con la canasta en la cabeza, o la
que tenía una yegua con los cajones del pescado encima. Las
centollas las pagaban a siete pesetas los tres kilos. Luego esta-
ba el trabajo de las redes, que entonces todo era a mano, desde
hacerlas. Se compraba el hilo, se hacían las madejas y con dos
agujas íbamos tejiendo la red. También se compraba el plomo,
los corchos... todo. Se hacían dos partes, con la malla más
pequeña y más grande. La pequeña para el pescado menudo,
y la otra para el grande. Y luego había que teñirlas, porque si
las redes iban en blanco al pescado no le llamaba la atención
y no entraban. Se teñían con cachas de pino y cogían la color.
Luego estaba el corral. Teníamos vacas, cabras, cerdos, gallinas,
un poco de todo, y a todos esos animales había que darles de
comer. Y la huerta. Había que sacar las malas hierbas, echar el
riego... todo lo que lleva la huerta. También había que lavar la
ropa, pero eso no se hacía todos los días. Las mujeres nos con-
certábamos para ir juntas, y nos juntábamos doce o más en el
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no como ahora, que cada vez marcha más lejos. Aquello era
pescar. Sacábamos kilos y kilos de atún, hasta que se echaba
el crepúsculo. Entonces, de repente dejaba de comer, desapa-
recía del lugar y ya podías recoger los aparejos. Luego se
esconde de tal modo que ni con el sonar se sabe dónde está.
Unas veces queda quieto en el fondo, otras mueve, no se sabe
de fijo. Y ballena también era buena de ver, porque a la som-
bra de la ballena viaja mucho pescado. Antes se veían muchas
ballenas, ahora no tantas.
Los pescadores tenían aliados, pero también rivales. El más temi-
ble de todos, la orca, el inteligentísimo superdepredador de los
mares, tan parecido al hombre mismo en muchos aspectos. Familiar
y social como él y, sobre todo, cazador en equipo, como fueron los
precursores del hombre actual durante seis millones de años, y fue
precisamente la cooperación en la caza una de las razones de que
aquellos homínidos cobraran ventaja sobre las especies animales
que les rodeaban. Las técnicas cazadoras de la orca son sutiles y
variadas, y por poner solo un ejemplo, a veces empujaban a las
ballenas contra las flotas balleneras, que hacían la captura y entre-
gaban a las orcas un gran trozo de lengua a modo de recompensa.
—La orca es el mayor enemigo del atún, y también nuestro,
porque nos arruina la pesca. Es terrible de rápida. Cuántas
veces andábamos pescando y uno gritaba “espalarte”, que así
llamábamos a la orca, y por lejos que estuviera, si tenías el
atún a dos o tres metros no te daba tiempo a sacar, llegaba
orca y llevaba. Y si de repente desaparecía la pesca ya sabía-
mos que había orca. Y otras veces lo chupaba, se llevaba toda
la carne y dejaba el esqueleto solo. Muchas veces he visto. O
cuando echábamos el pasto para atraer pesca se ponía deba-
jo del barco, a la espera, porque sabe mucho la orca. Terrible
enemigo del atún es la orca.
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tres marineros se los llevó una ola al agua y otra ola los devol-
vió a los tres al barco. Terrible suerte. Mi padre me quitó las
botas en la bodega y me dijo, la mar nos va a comer. Quisimos
entrar en Santander y no podíamos, tanto era el viento y las
olas. Por fin pudimos entrar en Bermeo, a las doce de la noche.
Ese día se perdieron barcos y hombres en todo el Cantábrico.
Y el barco del primo, el Mirentxu, también. Catorce hombres.
Ni rastro. Terrible tormenta.
Y José Antonio Emazaben guarda también recuerdos de tempesta-
des y oleajes, pero sobre todo uno, no precisamente relacionado
con el temporal. Mantiene la foto del momento en la sala de estar
de su casa, presidiendo la pared, y cada vez que la contempla se le
aviva el dolor. Y mantiene también la sombra de la sospecha aga-
zapada detrás de todo aquello, porque lo considera inexplicable.
Pero todo es posible si el cáncer de la envidia acecha. La emulación
hace avanzar a las naciones. La envidia las lastra, y nuestro país es
menos un país de emulaciones que de malestar por el bien ajeno,
que no otra cosa es la envidia.
—Habíamos comprado un barco. Nuevo estaba. Venía con
seis mil kilos de atún, pero no estaba yo, ya me había jubila-
do. Hacían turnos y estaban al timón dos caseros, dos hom-
bres de tierra. En pleno día embarrancaron en la playa. Las
olas acabaron pronto con el barco. Se perdió. Quién sabe por
qué, pero yo le digo que en este pueblo no quieren que la
gente suba. Quieren todos abajo, y si arruinados, mejor.
En algún recodo del camino de la evolución, el hombre debió per-
der las facultades para predecir el clima, sin necesidad de recurrir
a satélites ni aparatos. Compartimos el 98,5 por cien del genoma
con el chimpancé y una parte muy importante con la hormiga, pero
los chimpancés anticipan la tormenta y buscan cobijo, y las hormi-
gas, un día antes de la lluvia sacan apresuradamente las semillas
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para conservar. Nada más. Ahora hay cien barcos; los moto-
res nuestros eran de 350 caballos y ahora de 1.500 y más. Y
todos llenos de aparatos: sonares, sondas, radares, congelado-
res, saber del clima por satélite... el puente de un barco igual
vale lo mismo que el barco entero. Muchos millones de pese-
tas cada aparato. Pero en todas partes ha sido lo mismo. Ahora
cogen pesca en América, en Africa, en el Asia... todo el año,
y llevan por avión a todas partes. En un momento. Mucha
más pesca se coge ahora que antes. Le digo que el aeropuer-
to de Vitoria es el primer puerto de España, porque ahí llega
pescado de todo el mundo. Ya ve, antes marisco era lujo,
pocos compraban, y ahora un kilo de langostinos a seis euros.
Lo ocurrido con el atún rojo es paradigma de lo sucedido con el
mar. Antaño los bandos de atunes eran tan poderosos que las aguas
negreaban y bullían con ellos. Pero la codicia se desató ante carne
tan fácil y pingüe, y los pescadores sin miras ni horizontes –y los
gobiernos que lo permitieron-se aplicaron sañudamente sobre la
riqueza del atún rojo. Todos, menos los pescadores del Cantábrico,
y especialmente los de los puertos vascos, se lanzaron sobre el cima-
rrón a redes abiertas. Sorprende que de esta insania participaran los
franceses, tan racionalistas ellos, que no respetaron vedas ni cupos,
sino que arramblaron con crías, huevos, y cuanto se llevaran por
delante sus redes, ejecutando tales escabechinas que contribuyeron
no poco al declive radical del atún. La venta de pescado de Hen-
daya, otrora recaladero famoso, ni siquiera existe ya.
—Lo que ha ocurrido con el atún es para contarlo. Nosotros
éramos artesanos, cogíamos a anzuelo, cuidando el pescado,
que llegara entero. Y fresco, porque si no los compradores no
querían. Miraban los ojos y ya decían, este pescado no viene
fresco. Nosotros cuidábamos, sacábamos, subíamos a bordo,
un golpe seco y a meter en hielo. Llegaba fresco y duro el pes-
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La Gomera
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pasar junto a un nicho que tenía una cruz la niña se soltó y empe-
zó a lanzar alaridos y patadas al aire, como si estuviera poseída.
Asustado el hombre, la dejó allí y se marchó. Al día siguiente, en
el lugar donde hallara a la niña se encontró con una burrita blan-
ca. La acarició y montó sobre ella, haciendo el camino a lomos
suyos. Al llegar al nicho con la cruz, la burra se detuvo y no fue
posible obligarla a seguir. Cuando el hombre se alejaba andando,
oyó una voz que llamaba: “¡Santiago!”, y donde estaba parada la
burra una voz dijo: “Santiago, nada te debo, ayer me trajiste tú, y
hoy te he traído yo”.
Era fama que las brujas se reunían de noche en la Laguna Grande,
que no es un cuerpo de agua, sino un amplio calvero abierto en el
bosque de fayas y brezos. Transitar por ella a boca de noche era algo
que gustaba bien poco a los gomeros, porque podían coincidir con
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La pradera cantábrica
El caserío vasco
Praderías cántabras
El Caserío vasco
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bre a mayo, y la de secas, el resto del año, que agosta los campos y
marchita las hierbas.
Marichu Bereau Larrechea es un buen ejemplo de la sociedad vasca,
tan proclive al matriarcado. Cuando murió su marido no se ami-
lanó, sino que tomó las riendas de la casa y montó un hospedaje
rural, porque como ella dice los tiempos de la autosuficiencia del
caserío quedaron lejos.
—Entre la huerta y los animales nada nos faltaba, y eso ahora
es imposible. Y nosotros mismos tenemos la culpa, porque
nos hemos estropeado. En vez de una televisión tenemos dos
o tres, o una en cada cuarto; en vez de caminar como antes,
dos coches por familia; antes íbamos a lavar a la fuente, y
ahora hay lavadora; y lavavajillas, y calefacción central, y...
Y es que una cosa es vivir y otra consumir. Para vivir bastaba el rico
surtido de artículos que suministraba el conjunto del caserío vasco.
Para vivir no hacía falta otra cosa que animales, cultivos, árboles fru-
tales y mucho trabajo personal. Pero consumir es un grado distinto,
y para eso no basta con la ubérrima producción del caserío. Para con-
sumir hace falta dinero. De ahí la iniciativa hostelera de Marichu,
que nos habla con ese acento vasco tan directo, cortante incluso, que
no se explaya en palabrería inútil, sino que va al grano. Y nos habla
de plantas, de ganado, de costumbres, y lo más importante de todo
en el ecosistema autosuficiente del caserío: de hierba.
—Éramos diez hermanos, así que muchos a trabajar. Desde
abril íbamos a segar, a llevar para las vacas y el caballo. Mucha
hierba daba el prado, y había que guardar para invierno, y
para eso teníamos las metas. Con las horcas íbamos cogien-
do hierba a guadaña y extendiendo con las manos. Luego le
dabas vueltas con un rastrel, hasta tres veces había que hacer,
para que seque bien. El padre clavaba un madero para suje-
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zar las exigencias, y por eso en Francia florecen toda clase de pro-
ductos artesanos: quesos, dulces, setas, jabones, patés... que contri-
buyen en no poca medida a engrosar el bolsillo de los rústicos y a
afincarlos en sus terruños. En España en cambio, la legislación euro-
pea se aplica a rajatabla, sin matizaciones ni fisuras, con el resulta-
do de que el medio rural se convierte en inhabitable, porque no se
puede vivir de él, y los lugareños emigran en busca de otras resi-
dencias y otros trabajos.
La conversación con Alberto Ortiz y Remigio Gómez sobre las vacas
y los prados nos permite adentrarnos una vez más en el fascinante
mundo del lobo, cuyas hazañas y astucias no encuentran final.
—Cuando llegaba el lobo, las vacas o las yeguas lo sentían y
hacían corro, y dentro metían a los jatos o los potros para
defenderlos. Pero vaya con la picardía del lobo. Vi yo una vez
hacer el corro a las yeguas, porque llegó el lobo. De primeras
hizo el intento de romperlo, pero no podía. Y entonces lo que
hizo no fue para creerlo. Las yeguas estaban al pie de un cues-
to, y el lobo subió a lo alto y se tiró para abajo rodando. Y
cuando las yeguas vieron que bajaba aquel bulto tan raro para
ellas, se espantaron y tiró cada una por su lado, y entonces el
lobo pudo agarrar uno de los potros. Y otra cosa que hacen es
inventar mil maneras para librarse de los cepos. Había caído
un lobo en uno de ellos, atrapado por la pata, y lo que hizo
entonces fue cortarse la pata con los dientes para escapar.
La gran casa del campo de Cantabria es la casona. No solo grande en
lo físico, sólida, cuadrada, compacta, sino que la casona comprendía
una finca de varias hectáreas, pocas veces más de veinticinco, que si
en Andalucía o Extremadura algo así sería una parcela despreciable,
en la Cantabria de buenos pastos y grandes rendimientos es un tama-
ño respetable. La unidad de superficie es el carro, que aún se usa y
que equivale a lo que ocupa extendida la hierba que cabe en un carro
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Agradecimientos
Y a todos los hombres y mujeres que desinteresadamente han ofrecido sus testi-
monios para hacer posible esta obra.