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Patrimonio arquitectónico: aproximación al presente de los ‘monumentos’
ÍNDICE 01
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De un modo muy sintético, la mirada horizontal –de rastreo– que barre la tierra, de
búsqueda consciente, representa el conocimiento objetivo, está guiado por el
pensamiento racional y evoca el tiempo lineal que va del pasado al presente sin
posibilidad de retorno. Por contra, la mirada vertical –de evasión– que busca el cielo,
de indagación inconsciente, representa el conocimiento subjetivo, está guiado por
el pensamiento emocional y evoca el tiempo circular de los astros y las estaciones
que se repite periódicamente. Para obtener respuestas (cómo actuar para sobrevivir
ante situaciones adversas o cómo disfrutar en ciertas situaciones) nos nutrimos de las
experiencias. Pero para almacenar las vivencias y acumular estos conocimientos (y
poderlos transmitir después a los descendientes) contamos con el mecanismo de la
memoria que los fija en el cerebro. Una memoria, cuyos mecanismos, desconocemos
en su complejidad y que, muchas veces, “se asemeja a un campo en ruinas. Frágil,
incompleta y laberíntica” (González-Varas 2014: 7).
(del pasado y del presente), que los humanos consideramos importantes para nuestra
memoria e identidad: aquello que permanece en el tiempo, aunque cambie poco a
poco. Este conjunto de arquitecturas se incluye en una categoría mayor que sería el
patrimonio cultural, el cual mantiene nuestra identidad histórica como comunidad y
constituye “una selección subjetiva y simbólica de elementos culturales del pasado que
son revitalizados, adaptados o reinventados desde y para nuestro presente”
(González-Varas 2014: 8). Lo difícil aquí es definir la Cultura, ya que está conformada
por una serie de acciones de las sociedades que están sometidas a lentas
transformaciones sobre una base de constantes que permiten el reconocimiento de
rituales que se repiten sobre escenarios: “el patrimonio cultural siempre se define en
las encrucijadas del tiempo y el lugar, entre las concepciones de la memoria y la
historia” (González-Varas 2014: 15).
Sin embargo, no nos suele interesar todo el patrimonio edificado, sino aquel que
consideramos patrimonio arquitectónico, aquel que identificamos con un término
algo gastado, con monumento. De un modo inmediato, aunque simple, identificamos el
patrimonio arquitectónico con la arquitectura monumental. Pero ¿qué consideramos
monumento? Según Aloïs Riegl por tal “se entiende una obra realizada por la mano
humana y creada con el fin específico de mantener hazañas o destinos individuales
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Muchos de los monumentos que aceptamos como tales no lo son por esta
intencionalidad primigenia, sino que lo son por sus valores históricos y artísticos (MHA:
monumento histórico-artístico), porque no fueron ejecutados con la intención de
perpetuar hechos colectivos o hazañas individuales en la memoria de las gentes; se
levantaron con fines bastante utilitarios (por ejemplo: cualquier templo –para orar– o
cualquier teatro –para espectáculos–). Para hablar, pues, de monumentos históricos y
artísticos, habría que definir el valor histórico y el valor artístico ¿qué son? ¿son lo
mismo? ¿en qué se diferencian? En realidad, ambos coinciden porque en lo histórico
siempre hay huellas de arte y en el arte siempre hay trazas de historia. En cualquiera
de los supuestos, los monumentos (sean intencionados o no), en particular los
urbanos y los arquitectónicos, los reconocemos como elementos fundacionales de
nuestro pasado (hechos por nuestros ancestros) y, por tanto, de nuestra historia: son
constitutivos de nuestra identidad. Si nos referimos a hechos comunitarios (una plaza,
una iglesia, un castillo, un molino…), cualquiera de estas arquitecturas forma parte de
la memoria colectiva. El monumento deviene en identidad de pueblos y sociedades
porque, entre otras cuestiones, tozudamente nos sobreviven, aunque se abandonan y,
tarde o temprano, desintegrados, regresan a la naturaleza. Difícilmente recordamos lo
que somos; quizás somos lo que recordamos.
los vivos). En tanto que obras privadas (a la memoria de individuos de las distintas
familias) no asumirían el rol de monumentos, pero, transcurrido el tiempo, y como
tantas obras humanas, devienen en patrimonio arquitectónico por erigirse en memoria
de una sociedad en un tiempo pasado compartido.
Procede una reflexión en torno a este salto cualitativo del concepto de monumento que
va de la obra al conjunto y de la singularidad artística a la pluralidad cultural,
abarcando lo tangible y lo intangible, lo artificial y lo natural. El término cultura (que
procede de ‘cultivar’, es decir: ‘poner en producción la tierra’ o ‘poner en cultivo algo’ y,
por tanto, cultivo, crianza y cuidado) es un vocablo cuyo significado es hoy muy
amplio y supera el ámbito de los conocimientos de los eruditos y de los especialistas
para englobar el conjunto de las manifestaciones de la humanidad que la caracterizan
como tal. De aquí esta evolución desde el término de monumento histórico-artístico
(mha) hasta el de bien de interés cultural (bic), ensanchando sus ámbitos de interés y
protección (de monumento a patrimonio monumental y de aquí a patrimonio cultural).
Este proceso de consagración del monumento, que arranca en Occidente en el XVIII,
se impregna, a lo largo del siglo XX, por los puntos de vista de otras culturas. Si bien,
en un principio, la visión hegemónica del monumento como hecho histórico-artístico ha
partido de Europa hasta el punto de imponerse en todas las latitudes, esta concepción
se ha ido ampliando desde las aportaciones de la multiculturalidad (ni Europa ni
Occidente son el centro de gravedad del mundo) para entender el patrimonio de la
humanidad como el conjunto de las obras que mantienen viva la ‘memoria’ de los
pueblos y que deseamos preservar para legar en herencia a nuestros descendientes,
tanto por sus valores memoriales como por constituir nuestras señas materiales e
inmateriales de identidad. No obstante, en nuestra materia, nos ceñiremos a los
patrimonios arquitectónico, urbano y de la ingeniería (y sus restos arqueológicos) que
son los que nos atañen más de cerca, procurando no desgajarlos de los patrimonios
inmateriales a los que puedan dar soporte o quedar vinculados.
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En este recorrido hemos constado el auge del culto a los monumentos que, según
Alois Riegl, es una actitud moderna, la del culto al pasado que es, en parte, fruto de
la nueva realidad introducida por la revolución industrial y que condenaba a todo el
mundo anterior artesanal a su desaparición. Este culto se conforma a finales del siglo
XVIII, en plena Ilustración. En el contexto de la Revolución francesa se consolida la
idea del valor de la instrucción pública que los monumentos (artísticos y
arquitectónicos, patrimonio nacional, propiedad del Estado) juegan en la construcción
de la memoria y conciencia nacionales. Patrimonio nacional y museos (piezas de arte
y contenedores de objetos) pasan a convertirse en los nuevos tabernáculos de la
cultura, una cultura cívica (de las ciudades, de las civilizaciones, de la Humanidad)
que no está exenta de cierta religiosidad (existe un ‘culto’) ya que esta cuenta con
sus ritos y sus propios textos. En general, los objetos que integran el patrimonio
cultural son sustraídos del pasado y “reciben un bautismo iniciático cuando son
declarados ‘monumentos’ o ‘bienes culturales’ o cuando ingresan entre las vitrinas del
museo, revistiéndose así de una doble naturaleza, ‘cultural y cultual’, al mismo tiempo”
(González-Varas 2014: 9). Vitrinas y expositores que atesoran reliquias cada vez más
recientes que exhiben que “el patrimonio ya no se repliega en el pasado, sino (que) se
acerca a nuestro tiempo y casi toca el presente” (González-Varas 2014: 11). Como si
la Cultura se hubiese divinizado –razonada y expuesta cronológica o temáticamente:
arte, ciencia, tradición y paisaje– y, con su nuevo credo de reverencia al pasado (que
debe actualizarse continuamente), viniera a sustituir a las verdades reveladas por las
religiones. Pero este origen institucional del patrimonio, con un discurso unitario e
impuesto desde el poder estatal, está disgregándose ante el auge de las memorias
más locales, próximas y cercanas. La Cultura se gesta en el presente.
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Es obvio que todo monumento artístico es histórico. Pero, según Riegl, también lo es a
la inversa: todo monumento histórico también es artístico. Todos los monumentos
serían, pues, histórico-artísticos en lógica equivalencia. Esta afirmación que tendría
sus detractores (y los tiene con argumentaciones de peso cuando conviene a los
intereses de muy diversos tipos), no es del todo relevante en el caso del patrimonio
arquitectónico, aunque las fronteras entre lo artístico y lo histórico puedan parecer
distintas. Como decía Laurence Durrell en su Carrusel Siciliano (1977), en arquitectura
lo histórico es un valor en sí, al margen de lo artístico. Posición que ya había decantad
John Ruskin más del lado de la Historia: “La mayor gloria de un edificio no depende,
en efecto, ni de su piedra ni de su oro. Su gloria está en la edad” (Ruskin 1849: 217).
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A pesar de que apreciamos más inmediatamente el valor histórico (por su edad), “el
monumento se nos presenta como un eslabón imprescindible en la cadena evolutiva
de la historia del arte” (Riegl 1903: 25); nada sobra. Obviamente, hay que entender
estas afirmaciones dentro del devenir histórico de una cultura. La historia de la
arquitectura, por ejemplo, suele explicarse como un discurrir cronológico que no
siempre transcurre en un sentido creciente o ascendente (de superación en un mismo
sentido), sino que acusa discontinuidades, giros y cambios, además de solapes. Por lo
tanto, la distinción entre monumentos artísticos e históricos no es del todo exacta. Si
representásemos de nuevo estos grupos en la teoría de conjuntos tendríamos un
conjunto pequeño donde estarían los monumentos intencionados, el cual se
encontraría dentro de un conjunto mayor conformado por los monumentos artísticos
que, a su vez, quedaría englobado por otro aún mayor, en principio, de los
monumentos históricos. Pero, como hemos señalado, estos dos últimos grupos se
identifican y, además, toda esta producción estaría dentro del conjunto de las obras de
los hombres no intencionadas para ser monumentos (que no se hicieron parar
perpetuar la memoria), sino con otros fines más inmediatos o utilitarios.
Parece que existe algo más que el valor histórico-artístico en las obras de arte
antiguas (monumentos), sin excepción, que nos hace resituarlas en una cierta escala
de valores de actualidad. Aloïs Riegl se preguntaba: “¿Es este ‘valor artístico’ un
valor objetivamente dado en el pasado como el valor histórico, de tal modo que
constituye una parte esencial del concepto de monumento, independiente de lo
rememorativo? ¿O se trata de un valor subjetivo, inventado por el sujeto moderno
que lo contempla, lo crea y lo cambia a su placer…?” (ídem: 26). Este valor
¿pertenece al pasado o lo lanzamos desde nuestra condición presente? En estos
casos de apreciación de algo más antiguo sobre obras más recientes ¿es que el
pasado tiembla de reflejos del futuro, como apuntaba André Breton para señalar al
objeto artístico? ¿O es desde el futuro que se proyecta este fulgor hacia ciertos
objetos del pasado? Es difícil encontrar una única respuesta ya que ambas situaciones
se dan y son posibles: que el germen artístico esté en la obra del pasado o que, sin
estar contenido en ella y por la sensibilidad del momento presente, creamos descubrir
ese brillo de anticipación que, en realidad, trasladamos desde nuestro tiempo. Se trata
de un proceso interactivo que varía con cada época, de aquí que Aloïs Riegl
concluya que los valores artísticos pertenecen a la actualidad, al margen de los
valores históricos. Y es en esta actitud de veneración del pasado (aunque en cada
tiempo se valoren más unas obras que otras) donde radica la esencia de la actitud
moderna puesto que los valores artísticos (en cantidad y calidad) son relativos y
dependen del sentir de cada sociedad y tiempo al mirar hacia atrás y valorar el legado
recibido. Los monumentos, pues, presentan valores artísticos que residen en el
pasado y valores artísticos que se proyectan desde el presente, de aquí que Riegl
considere a los del pasado: históricos y a los del presente: relativos, variables con
cada contexto, y por ello concluya: “no hay ningún valor artístico absoluto, sino
simplemente un valor relativo, moderno” (ídem: 27).
Monumento deriva del latín monere que significa “avisar, recordar”, es decir: aquello
que interpela a la memoria. La naturaleza afectiva de su vocación es esencial: no se
trata de transmitir una información neutra, sino de suscitar, con la emoción, una
memoria viva (Choay 2007: 12). En este sentido, monumento denomina todo artefacto
edificado por una comunidad de individuos para recordar a otras generaciones
(venideras) determinados eventos (ídem). Un corazón de tiza pintado en la pared o
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Esta manera que tiene el monumento de relacionarse con el tiempo vivido y con la
memoria –su función antropológica– constituye su esencia. El monumento, pues, se
asemeja fuertemente a un universal de cultura: parece estar presente en todas las
sociedades, posean o no escritura (ídem: 13). Por ello, el papel del monumento, en su
sentido original (valor rememorativo de la memoria de ciertos hechos, es decir: valor
intencionado o memorial) ha perdido su importancia de forma progresiva en las
sociedades occidentales: otros valores de peso (antigüedad, arqueológico, histórico-
artístico, arquitectónicos, etc.) y otros nuevos valores (antropológicos, etnográficos,
tradicionales, paisajísticos, medioambientales…) han venido a sustituir u ocupar el
lugar que inicialmente abarcaba casi en su totalidad el valor de memorial. Por lo
tanto, si los monumentos son aquellas obras hechas por los hombres que perpetúan la
memoria y mantienen vivos ciertos acontecimientos, intencionadamente o no, es lógico
que contengan valores rememorativos que hacen presentes momentos del pasado.
Hablamos de ellos en plural porque estos valores que actualizan el pasado lo son de
distintas clases, siendo todos pretéritos.
2º) el valor cognitivo, relativo en tanto que los monumentos históricos eran
“testigos irreprochables de la historia” (ídem: 99), que servía tanto para
construir las diferentes historias para la investigación intelectual de los
profesionales como por su labor pedagógica para el civismo de la población:
ayudando a dotar de memoria histórica a los ciudadanos –o ¿debiéramos
hablar de fijar intencionadamente?; esta cuestión no es baladí: piénsese en los
‘atentados’ de ciertos grupos al patrimonio artístico donde se reproducen
imágenes (Afganistán, Irak, Sioria…) que supone un borrado del pasado, una
negación de los acontecimientos pretéritos y, al fin y al cabo, supone dotar a
sus acólitos de una determinada historia que selecciona y borra lo demás–.
3º) el valor económico, relativo tanto al propio valor como pieza (conjunción
de recursos materiales, técnicos y humanos, así como sus posibles usos
prácticos) como el relativo a la capacidad de generar ingresos por turismo
cultural por su potencialidad para atraer visitantes extranjeros (algo que solo se
daba en grandes números en Italia en esos momentos) y
4º) el valor artístico, relativo a las características intrínsecas del objeto, a sus
condiciones de ‘belleza’, difícilmente evaluable, pero ya intuible. Piénsese que
es en estas décadas cuando se forjan las disciplinas de la historia del arte y de
la estética, de aquí la posición última y su imprecisión (ídem: 98-100).
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Debe puntualizarse que, sobre toda obra, una vez concluida, comienza la actividad
destructora de los agentes naturales (sean de orden químico, físico o mecánico) que
tiende a descomponer la obra hasta reintegrarla a la propia naturaleza. Más tarde o
más temprano, los sillares serán arena, los ladrillos polvo de arcilla, la madera astillas
o virutas y el hierro se descompondrá en capas de óxido. El valor de antigüedad, pues,
reside precisamente “en la clara perceptibilidad de estas huellas” (ídem): las huellas
del tiempo en los deterioros de la forma que quedan a la vista. Este valor se pone de
manifiesto de modo patente mediante efectos prolongados y lentos más que por
acciones violentas (en el caso de un terremoto o de una guerra, las construcciones
agrietadas o las ruinas lo son de edificios rotos –arruinados–, que no tienen por qué
ser antiguos). No son iguales los deterioros por el paso del tiempo que los daños
acecidos de modo brusco.
Ahora bien, “si desde el punto de vista del valor de antigüedad lo que causa efecto
estético en el monumento son los signos del deterioro”, cualquier intento de conservar
un monumento va en contra de estos intereses, porque a mayor edad corresponde,
proporcionalmente, mayor valor de antigüedad. Es decir que, atendiendo a este
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En el caso de las ruinas (que evocan el esplendor de un tiempo pasado) parece que
estas resultan más pictóricas (más emotivas, por el efecto desvastador del tiempo, si
bien este no es el único agente destructor) cuantos más elementos sucumben a la
erosión, pero, de hecho, la intensidad del paso del tiempo –para quien las contempla–
se concentra en lo que queda en pie que aún es reconocible y que, en consecuencia,
tiene la capacidad de evocar lo que pudo ser en otro tiempo (pe: el templo de
Poseidón en Cabo Sunión, s.V aC, Ática-Grecia, insinúan el santuario que ya no es).
Pero todo tiene un límite: cuando se pierde el efecto extensivo desaparece también el
intensivo: “Un simple montón informe de piedras no es suficiente para brindar al que lo
contempla un valor de antigüedad; por lo menos ha de quedar aún una huella clara de
la forma original de la antigua obra humana” (ídem: 53). Algo distinto sucede en las
culturas orientales que buscaban muchas de sus piezas del jardín por su singular
forma, forma que había sido esculpida por las acciones de la naturaleza a lo largo del
tiempo; aún así habrá un momento en que dicha ‘pieza natural’ se desintegre
(Baldeweg 2014). Cuando nada queda, cuando el resto es materia sin forma (un
montón de piedras) “ya solo representa un muerto fragmento informe de la madre
naturaleza sin huellas de creación viva” (ídem: 54); léase: nada resta de la creación
hecha con las manos.
Consecuencia: así pues, “el culto al valor de antigüedad opera para su propia
destrucción” (ídem), cuanto más se prima, más se desgastan y más se destruyen las
obras con el paso del tiempo en un proceso de lenta descomposición. Sin embargo,
todo lo que hoy es nuevo y se presenta en su perfecta integridad, con el paulatino
transcurrir se convertirá en una obra cargada de grandes dosis de antigüedad. Por lo
tanto, desde el punto de vista de este valor, se trata “de mostrar eternamente el ciclo
de creación y destrucción, de génesis y extinción” (ídem).
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Mientras el valor de antigüedad aboga por el lento discurrir de la erosión del tiempo, el
valor histórico apuesta por la conservación más fidedigna del documento. Las
intervenciones puntuales que evitan el colapso, para el valor de antigüedad, no son
más que introducir un simple retraso en lo inevitable. Y así, en la conservación de
monumentos hay que evitar la confrontación de ambos valores ya que, cuando se
enfrentan entre sí, parece la oposición entre un principio radical y otro conservador. El
valor histórico representa lo conservador, pues pretende que todo se mantenga en su
estado actual Frente a él, el valor de antigüedad pretende dejar hacer al tiempo. Sin
embargo, la conservación eterna –sin que en la obra operen modificaciones– no es
posible en absoluto.
Veamos el ejemplo que nos propone Riegl. Si en una vieja torre se quitan algunas
piedras agrietadas y se sustituyen por unas nuevas, el valor histórico de la torre no
sufrirá pérdidas dignas de mención. Por el contrario, esta mínima restauración puede
resultar extraordinariamente perturbadora para el valor de antigüedad, especialmente
si se destaca y diferencia lo nuevo introducido de lo vetusto de las fábricas. ¿Procede
suprimir la pátina del tiempo de un viejo campanario, aunque sus incrustaciones de
detritus lo estén dañando y haciendo avanzar su deterioro? Para el valor histórico: sí,
para el de antigüedad: no. “Por último, hemos de constatar que el culto al valor
histórico, si bien solo concede un valor documental total al estado original de un
monumento, admite también un valor limitado de la copia, en el caso de que el
original (el documento) se haya perdido de modo irrecuperable” (ídem: 65). El
conflicto se da con el valor de antigüedad “cuando la copia se presente no como una
especie de aparato auxiliar para la investigación científica, sino como sustituto
equivalente al original” (ídem: 63). Estos serían los casos, aunque de muy diversa
índole, de la reconstrucción del Campanille de la basílica de San Marcos en Venecia,
erigido dov'era e com'era, en 1903-12, por colapso del mismo, y la llevada a cabo en
1980-86 del Pabellón de Alemania en la Exposición Universal de Barcelona de 1929,
original de Mies van der Rohe desmontado en 1930. Otro caso de reconstrucción, en
este caso por destrucción bélica, sería la Biblioteca Nacional de Sarajevo, 1996-2014.
propósito de (…) no permitir que ese momento se convierta nunca en pasado, de que
se mantenga siempre presente y vivo en la conciencia de la posteridad” (ídem: 67).
Este valor constituye un “tránsito hacia los valores de contemporaneidad”. Una larga
lista de ejemplos ilustraría este valor por lo que respecta a los monumentos históricos:
el Ara Pacis (13-9aC) o la Columna Aureliana (176-192), en Roma, y por lo que
respecta a los monumentos modernos: la Estatua de la Libertad (1886), el Centro de la
Paz de Hiroshima (1949-56) de Kenzo Tange o el monumento a las Víctimas del 11-M
(2004-07) en Madrid (cuyo concurso ganó el equipo FAM). Una idea que conviene
apuntar es el cambio de sensibilidad que se ha operado a lo largo del siglo XX por lo
que respecta a los monumentos intencionados: mientras tradicionalmente estos se han
dedicado a la memoria de las hazañas épicas y a las gestas individuales, en la actuali-
dad se conmemoran los hechos catastróficos naturales y más aun los que perpetúan
las conductas atroces de la humanidad, como las guerras, y las vergüenzas de la
violencia, casi todos ellos protagonizados por colectivos de víctimas o afectados, como
los campos de concentración y exterminio convertidos en museos y monumentos de la
barbarie (pe: Campo de Auschwitz-Birkenau cerca de Cracovia, Polonia).
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Del mismo modo que distinguimos entre obras más antiguas y obras más recientes,
“seguiremos diferenciando también, con mayor o menor precisión, entre obras
utilizables y no utilizables” (ídem: 76). “Desde el punto de vista del valor de
antigüedad (…), solo podemos contemplar y disfrutar de un modo puro las obras
inutilizables, mientras que ante las que están en perfecto estado de uso nos sentimos
(…) molestos sino desarrollan el valor de contemporaneidad”, por lo que exigimos la
validez del uso instrumental, su funcionalidad. Sin embargo, muchos monumentos
históricos han dejado de ser utilizados de modo práctico y ya solo son museos de sí
mismos (pe: la antigua iglesia de Santa Sofía de Constantinopla, también Gran
Mezquita de Estambul). Los posibles conflictos entre el valor de antigüedad y el valor
instrumental en caso de restauración se dan “en aquellos monumentos que se
encuentran en la línea divisoria que separa los utilizables de los no utilizables” (ídem:
77), como en las ruinas arqueológicas; mientras que los desencuentros entre el valor
histórico y el valor contemporáneo casi siempre se resuelven del lado de mantener en
uso el monumento (ídem). Es muy importante el valor instrumental en los monumentos
para su uso, disfrute y garantía de longevidad para su legado. Sin embargo, algunas
obras de puesta al día (de adaptación a las exigencias actuales como pueden ser de
accesibilidad, confort interior, instalaciones contraincendios, equipos telemáticos, etc.)
entran en conflicto con partes de la obra que son depositarias de valores del pasado
que exigen soluciones de compromiso adaptadas a la actualidad.
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Ahora bien, somos conscientes de que los artífices de estas obras pretéritas, al
crearlas, estuvieron guiados por una voluntad de arte específica de su época y distinta
de la nuestra (ídem: 93). Los artistas eran hijos de su momento y reflejaron en sus
trabajos el sentir de su sociedad y de su cultura. Que unas obras hayan sido valoradas
más o menos en su tiempo o hayan sido mejor o peor consideradas con posterioridad,
pone de manifiesto que no podemos reivindicar para nosotros (y, por extensión, para
cualquier otra generación) “el papel de jueces más justos” de lo que fueron los críticos
contemporáneos de los artífices (ídem: 92). Dado que aceptamos como ‘moderno’ el
culto a los monumentos del pasado (y del presente), ello implica la tesis de que los
valores artísticos son relativos y dependen de la ‘voluntad de arte’ de cada época;
una voluntad de arte en un sentido doble y complementario: la voluntad al ‘hacer
presente’ y la voluntad de ‘valorar el pasado’. De aquí que este valor artístico
presente dos acepciones en cada momento del ahora: una negativa y otra positiva.
Por otro lado, entendemos el valor artístico en su acepción positiva cuando la obra
pretérita coincide con nuestros intereses contemporáneos aunque solo lo sea en parte.
Esta voluntad de arte se evidencia en que “a menudo valoramos obras de arte
surgidas hace muchos siglos de un modo superior a las contemporáneas” (ídem: 91).
Aunque estas obras son distintas de las actuales en su proceso de creación,
presentan ciertos rasgos (sobre todo formales) que las acercan a nuestro entender de
arte; es decir: nos atraen y seducen porque se nos presentan como eslabones
anteriores en el tiempo de las obras que ahora nos interesan y, por tanto, vibran en
nuestra misma frecuencia porque parece que anticipasen el futuro.
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Ahora bien, la escala y niveles que plantea Riegl lo son para los valores históricos
(pasado) y artísticos (presente), es decir, sociales de los monumentos (y, por
extensión, de todo el patrimonio arquitectónico). Si nos preguntásemos acerca del
‘valor’ o ‘precio’ de un inmueble patrimonial (¿cuánto vale la arquitectura?)
recalaríamos en los territorios de lo crematístico y lo económico: en el mercado
inmobiliario que habría que a tener en cuenta. En este caso, y sin pretender agotar el
tema, abordaríamos tres niveles: el valor de reposición (o valor material), el valor de
localización (o situación) y el valor de expectativa (o de futuro), los cuales llegan a
superponerse. El valor (precio) de reposición sería el coste de volver a ejecutar la
obra, es decir: el sumatorio de los precios de los medios materiales y humanos (así
como de los costes indirectos y de otros gastos) necesarios para su restitución (coste
objetivo para un momento dado). De hecho, esta es la cifra de referencia que se utiliza
para la declaración de ruina de un inmueble: si al calcular su valor (con la depreciación
por antigüedad o vejez), este resulta menor del 50% de su valor de reposición, se
declara la ruina del inmueble.
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Sin embargo, todos sabemos que, por ejemplo, una misma vivienda de igual superficie
y de idénticas calidades de acabados no vale lo mismo, sino que sus precios están en
función de su situación en la trama de la ciudad. Aparece, pues, un segundo valor (que
se adhiere a cualquier valor de reposición de un inmueble) que resulta de repercutir el
valor del suelo, el cual depende de la ubicación en la ciudad del solar y del inmueble.
Dependiendo del barrio, plaza, calle y de los servicios, transportes y calidad ambiental,
unas repercusiones serán mayores que otras. No vale lo mismo un inmueble
recayente sobre un paseo céntrico bien comunicado que uno similar ubicado en un
barrio degradado y apartado de la misma ciudad. Por último, también viviendas
similares localizadas en una misma calle, incluso medianeras, pueden presentar
precios muy distintos: una situada en un edificio de tres plantas y otra situada en un
edificio de ocho plantas, en función de la calificación urbanística que otorgue el plan
general. O el valor puede variar en función de las noticias que se conozcan de los
sucesos futuros que se avecinan y que pueden revalorizar una zona o degradarla. En
este tercer caso referiremos el valor de Expectativa o futuro y que actúa sobre
cualquier bien. No obstante, conviene recordar que, si bien este tipo de valores (más
bien precios) deben tenerse presentes en el momento de incluir elementos
patrimoniales en los Catálogos de Bienes Protegidos, en ningún caso representan los
valores culturales o sociales del patrimonio arquitectónico. Hoy en día, el abanico de
valores de los monumentos se ha ampliado para incluir otros valores como el
etnográfico, el medioambiental, el ecológico o el paisajístico, entre otros.
Procedía proteger para lo que se hace necesario, antes que nada, conocer la
arquitectura moderna. Porque si no se conoce no se puede valorar en su justa medida.
Por lo tanto, si en nuestra actual cultura posmoderna se considera relevante la
conservación del legado moderno, resulta extremadamente valiosa la información de
la producción realizada. La mejor protección se inicia con un extenso y amplio
conocimiento de aquello que se ha habitado. Dado que lo que se pretende proteger es
algo que existe, la primera labor de todo equipo de investigación es descubrir aquellas
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obras que siguen en pie y en qué estado se encuentran. Por lo tanto, el primero de los
trabajos que se ha de acometer para decidir qué puede ser protegido es inventariar –al
máximo posible– el patrimonio arquitectónico moderno. Debe, pues, elaborarse un
listado exhaustivo. El inventario es siempre de los ‘objetos’ o ‘cosas’ que existen.
Inventario es una palabra sugerente que alude a ‘colección de inventos’, una extraña
colección. Sin embargo, el diccionario lo define como el “asiento de los bienes y
demás cosas pertenecientes a una persona o comunidad, hecho con orden y
precisión”. E invento viene definido como “acción y efecto de inventar”, lo cual no es
otra cosa (ni más ni menos) que “hallar o descubrir algo nuevo o desconocido”. Las
tres acepciones unidas casi definen el objeto de nuestro primer trabajo: realizar el
inventario del patrimonio de la arquitectura moderna. Inventario como la colección
exhaustiva de obras descubiertas que constituyen los bienes de una comunidad y las
huellas de su cultura.
Las guías, como su significado etimológico indica, se elaboran con el fin de conducir
intencionadamente la mirada y el conocimiento. Es decir: se conciben “como un
mapa: un nuevo dibujo orientativo para explorar y reformular un determinado paisaje
físico y cultural” (Gausa 2001). Se ha de estar atento a las particularidades de los
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