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lluvia
Cuentan que hace mucho, muchísimo tiempo, una gota de agua se cansó de estar en el mismo
lugar, y quiso navegar por los aires como los pájaros, para conocer el mundo y visitar otras
tierras.
Tanto fue el deseo de la gotica de agua, que un día le pidió al Sol que le ayudara: “Astro rey,
ayúdame a elevarme hasta el cielo para conocer mejor el mundo”. Y así lo hizo el Sol. Calentó
la gotica con sus rayos, hasta que poco a poco, se fue convirtiendo en un vapor de agua.
Cuando se quedó como un gas, la gotica de agua se elevó al cielo lentamente.
Desde arriba, pudo ver el lugar donde vivía, incluso más allá, puedo ver otros rincones del
mundo, otros mares y otras montañas. Anduvo un tiempo la gotica de agua allá en lo alto.
Visitó lugares desconocidos, hizo amistades con los pájaros y de vez en cuando algún viento
la ponía a danzar por todo el cielo azul.
Sin embargo, a los pocos días, la gotica comenzó a sentirse sola. A pesar de contar con la
compañía de los pájaros, y la belleza de la tierra vista desde lo alto, nuestra amiga quiso que
otras goticas de agua le acompañaran en su aventura, así que decidió bajar a buscarlas y
compartir con ellas todo lo que había vivido.
“Viento, ayúdame a bajar del cielo para ir a buscar a mis amigas” Y el viento así lo hizo.
Sopló y sopló un aire frío que congeló la gotica hasta volverse más pesada que el aire, tan
pesada, que pronto comenzó a descender desde las alturas.
Al aterrizar en la tierra, lo hizo sobre un campo de trigo, donde había muchas goticas que
recién despertaban hechas rocío mañanero. “Queridas amigas, acompáñenme hasta el cielo”
gritó la gotica y todas estuvieron de acuerdo. Entonces, el Sol las elevó hasta lo alto donde
se convirtieron en una hermosa nube, pero al pasar el tiempo, las goticas quisieron bajar
nuevamente a contarles a otras goticas sobre lo que habían visto.
Y desde entonces, siempre que llueve, significa que cada gota de agua ha venido a buscar a
su amiga para jugar y bailar en el cielo.
Cuento con moraleja: El cedro vanidoso
Al llegar la primavera, los árboles comenzaron a dar hermosas frutas. Deliciosas manzanas
tuvo el manzano, relucientes cerezas aportó el cerezo, y el peral brindó gordas y jugosas
peras.
Mientras tanto, el cedro, que no podía dar frutos, se lamentaba angustiado: “Mi belleza no
estará completa hasta que mis ramas no tengan frutos hermosos como yo”. Entonces, se
dedicó a observar a los demás árboles y a imitarlos en todo lo que hicieran para tener frutos.
Finalmente, el cedro tuvo lo que pidió, y en lo alto de sus ramas, asomó un precioso fruto.
“Le daré de comer día y noche para que sea el más grande y hermoso de todos los frutos”
exclamaba el cerro orgulloso de su creación. Sin embargo, de tanto que llegó a crecer aquel
fruto, no hizo más que torcer poco a poco la copa de aquel cedro. Con el paso de los días, el
fruto maduró y se hizo más pesado cada vez, hasta que el cedro no pudo sostenerlo y su copa
terminó completamente quebrada y arruinada.
Algunas personas son como los cedros, que su ambición es tan grande que les lleva a perder
todo cuanto tuvieron, pues no hay nada tan fatal como la vanidad, y debemos evitar ser
engreídos con las personas que nos rodean.
Érase una vez un zapatero al que no le iban muy bien las cosas y
ya no sabía qué hacer para salir de la pobreza.
Con lo que ganó compró piel para fabricar cuatro pares y como
cada noche, la dejó sobre la mesa del taller. Una vez más, por la
mañana, los cuatro pares aparecieron bien colocaditos y
perfectamente hechos.
Y así día tras día, noche tras noche, hasta el punto que el zapatero
comenzó a salir de la miseria y a ganar mucho dinero. En su casa
ya no se pasaban necesidades y tanto él como su esposa
comenzaron sentir que la suerte estaba de su parte ¡Por fin la vida
les había dado una oportunidad!
El flautista de Hamelin
Poco a poco se alejó sin dejar de tocar y todos los niños fueron
tras él. Atravesaron las montañas y al llegar a una cueva llena de
dulces y golosinas, el flautista les encerró dentro. Cuando los
padres se dieron cuenta de que no se oían las risas de los
pequeños en las calles salieron de sus hogares a ver qué sucedía,
pero ya era demasiado tarde. Los niños habían desaparecido sin
dejar rastro.
Érase una vez un hombre que tenía dos hijos totalmente distintos.
Pedro, el mayor, era un chico listo y responsable, pero muy
miedoso. En cambio su hermano pequeño, Juan, jamás tenía
miedo a nada, así que en la comarca todos le llamaba Juan sin
miedo.
Una mañana llegó a la capital del reino y vagó por sus calles hasta
llegar a la plaza principal, donde colgaba un enorme cartel
firmado por el rey que decía:
Juan sin miedo pensó que era una oportunidad ideal para él. Sin
pensárselo dos veces, se fue al palacio real y pidió ser recibido
por el mismísimo rey en persona. Cuando estuvo frente a él, le
dijo:
Juan sin miedo, escoltado por los soldados del rey, se dirigió al
tenebroso castillo que estaba en lo alto de una montaña
escarpada. Hacía años que nadie lo habitaba y su aspecto era
realmente lúgubre.
Tras otro día en el castillo bastante aburrido para Juan sin miedo,
llegó la noche. Hizo como de costumbre una hoguera para
calentarse y se tumbó a descansar. No había pasado demasiado
tiempo cuando una ráfaga de aire caliente le despertó. Abrió los
ojos y frente a él vio un temible dragón que lanzaba llamaradas
por su enorme boca. Juan sin miedo se levantó y le lanzó una silla
a la cabeza. El dragón aulló de forma lastimera y salió corriendo
por donde había venido.
Pasados los tres días con sus tres noches, el rey fue a comprobar
que Juan seguía sano y salvo en el castillo. Cuando le vio tan
tranquilo y sin un solo rasguño, le invitó a su palacio y le presentó
a su preciosa hija. Esmeralda, cuando le vio, alabó su valentía y
aceptó casarse con él. Juan se sintió feliz, aunque en el fondo,
estaba un poco decepcionado.
La ratita presumida
Érase una vez una linda ratita llamada Florinda que vivía en la
ciudad. Como era muy hacendosa y trabajadora, su casa siempre
estaba limpia y ordenada. Cada mañana la decoraba con flores
frescas que desprendían un delicioso perfume y siempre
reservaba una margarita para su pelo, pues era una ratita muy
coqueta.
– ¡Pero bueno, Florinda! ¿Qué te has hecho hoy que estás tan
guapa? Me encantaría que fueras mi esposa… ¿Quieres casarte
conmigo?
– ¡Buenos días, ratita guapa! – le dijo – Todos los días estás bella
pero hoy… ¡Hoy estás impresionante! Me preguntaba si querrías
casarte conmigo.
– Hola, Florinda – dijo con una voz tan melosa que parecía un
actor de cine – Hoy estás más deslumbrante que nunca y eres la
envidia del pueblo. Sería un placer si quisieras ser mi esposa. Te
trataría como a una reina.