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Agua muerta, de Pablo De Santis

EPISODIO I
Un trabajo para la Corporación Treviso

Miguel Comte, un joven biólogo, acude al llamado de una misteriosa compañía. Tiene
esperanzas de escapar de la soledad y conseguir un buen trabajo. Pero, ¿qué se
esconde detrás de las oficinas sórdidas de la Corporación Treviso?

Con una cuarta parte de sus últimos ahorros, Miguel Comte compró un contestador telefónico. A
partir de ese momento, vivió pendiente de los posibles llamados. Ya en el viaje en el ascensor,
su mano imaginaba el momento de entrar en el departamento y encontrar el número cuatro o el
cinco brillando en la oscuridad. Pero la mayoría de las veces lo recibía el cero, que Comte sentía
como una calificación al modo como estaba llevando su vida.
Tenía dos clases de esperanzas: laborales y sentimentales. Las primeras estaban justificadas, ya
que Comte leía con paciencia los diarios y enviaba cartas a las empresas que ponían avisos.
Gracias a una carta había conseguido trabajo por cinco meses; gracias a otras había conocido
buena parte de la ciudad. En cuanto a los llamados sentimentales, sabía que no tenía motivo
alguno para esperarlos. ¿Qué chica lo llamaría, si en los últimos meses no había hecho ningún
intento por conocer a nadie? A veces, tenía la sensación de que debía de haber algún sitio
secreto donde la gente se cruzaba y se conocía, y así se armaban parejas, y el género humano
se perpetuaba.
Una noche, al volver a su casa, encontró siete mensajes en el contestador automático. Los tres
primeros eran mensajes mudos (Miguel los detestaba, porque lo llenaban de dudas y se pasaba
horas pensando en quién podría haberlo llamado). Los cuatro siguientes eran de la Corporación
Treviso. Una secretaria le pedía que se comunicara en forma urgente con la compañía.
Miguel había respondido siete meses atrás a un aviso de la empresa, pero no había recibido
ninguna respuesta. Le extrañaba que después de una demora tan larga, lo llamaran con
semejante insistencia.
Mientras estaba tendido en su cama, imaginaba una posible razón de tal urgencia: su carta
original —en la que Miguel había escrito sobre sí mismo tres carillas, tal como lo pedía el aviso—
se había extraviado, y recién ahora, al mover unos papeles, la encontraron. Entonces, las
autoridades de la Corporación Treviso se lamentaban de haber perdido la oportunidad de
contratar a alguien como él, y ordenaban a una pobre secretaria que llamara una y otra vez,
para reparar desesperadamente el error.

Miguel Comte puso el despertador a las siete de la mañana y a las ocho llamó a la Corporación
Treviso. Reconoció la voz de la secretaria que había dejado los mensajes.
—Venga cuanto antes. Lo necesitamos en Crates.
Mientras planchaba los pantalones de un traje azul que no se ponía desde hacía meses, Miguel
recordó que aquel viejo aviso de la empresa exigía a los postulantes “disponibilidad para
traslados”. Crates debía ser el nombre de un pueblo donde la empresa tenía centros de
investigación o de producción.
En los cinco años que habían durado sus estudios de biología en la universidad, Miguel nunca
había oído hablar de la Corporación Treviso; sospechaba que se trataba de una empresa
destinada a las investigaciones secretas, y que por eso prefería la reserva a la publicidad.
Fue al quinto piso de un edificio ruinoso. Las oficinas de la Corporación Treviso no eran tan
modernas como había imaginado... El empapelado que cubría las paredes empezaba a
desprenderse y el único sillón dejaba escapar resortes por varias heridas. Sobre un escritorio,
una revista de crucigramas exhibía tachaduras y borrones.
Miguel esperó unos segundos; luego tosió y comenzó a caminar por la oficina, haciendo sonar
sus tacos contra el piso. Nadie apareció. Esperó unos minutos más y golpeó una de las puertas.
—Pase —dijo una voz.
En una diminuta oficina, un hombre gordo estudiaba un grueso bibliorato. Miguel dijo
tímidamente su nombre. El hombre reaccionó de inmediato, poniéndose de pie para tenderle
una mano blanda que no se correspondía con el enérgico movimiento que la había llevado hasta
allí.
—Lo estábamos esperando. Siéntese, por favor. ¿Sigue disponible?
—En este momento, sí. Estuve trabajando hasta ayer, en una pasantía. Miguel no sabía mentir,
y su voz sonó apagada, como si el contacto con el aire deshiciera por completo sus palabras.
Temía que el otro le preguntara por su anterior trabajo, pero el hombre hizo un gesto con la
mano, como si intentara apartar todo el pasado de Comte; como si allí, en esa oficina decrépita,
comenzara una nueva vida.
—Yo soy el contador Ruger y, por el momento, estoy al mando de esta compañía. Quizás le
parezca un poco decadente esto que ve; pero es que nos hemos concentrado tanto en el
verdadero trabajo, que dejamos de lado lo superficial. ¡Cuántas oficinas habrá conocido llenas
de muebles modernos y carísimos y secretarias espléndidas y, sin embargo, vacías de toda
estrategia y de todo futuro! El mundo está lleno de decorados y empresas de utilería; a menudo,
son los papeles tirados en el piso y el desorden de los escritorios los que hablan de la verdad de
una organización. Nuestra propuesta, en concreto, es que viaje a Laguna Crates a reemplazar al
ingeniero Fridman. Era nuestro hombre allí, hasta hace tres semanas.
—¿Abandonó el trabajo?
—Sí, lo abandonó definitivamente. ¿Conoce Laguna Crates? Es un pueblo que está junto a una
laguna. No hay peces ni vida de ninguna clase en sus aguas. La Corporación Treviso recibe
fondos del gobierno provincial con el fin de investigar posibles utilizaciones de ese espejo
lacustre. Usos medicinales, industriales, posibilidad de instalar criaderos de truchas. Lo
fundamental ahora es que presentemos informes, para agilizar los pagos. Si hay algún error, no
importa; después lo corregimos.
El contador Ruger puso una carpeta azul sobre el escritorio.
—Aquí está el contrato, junto con nuestra propuesta económica. Si está de acuerdo con todo,
deberá viajar la semana que viene. ¿Tiene inconvenientes? ¿Esposa o novia, que puedan
oponerse?
Miguel negó con la cabeza.
—Mejor así. A las mujeres las inquietan los traslados. O los detestan o se entusiasman en
exceso. Con ellas no hay términos medios. Nosotros, los hombres, en cambio, sabemos
administrar nuestro entusiasmo.
Una mujer abrió la puerta con brusquedad. El vestido de flores eléctricas y el peinado construido
con spray parecían de muchos años atrás. Tiró una carpeta sobre el escritorio de Ruger.
—Obra literaria o científica de corta extensión. Ocho letras.
—Opúsculo —respondió Ruger—. Miguel Comte, le presento a Elena, mi secretaria. Elena, ¿qué
me trajo aquí?
—El certificado de defunción del ingeniero —dijo la mujer.
—No es el momento. Qué falta de sentido de la oportunidad.
La secretaria no llegó a oír a Ruger, porque ya estaba cerrando la puerta.
—Ese es otro de los puntos de los que quería hablarle. Su antecesor, Fridman, falleció. No
quiero que esto lo desaliente, pero necesitaría que usted reuniera algunos datos sobre las
circunstancias de la muerte. Fridman tenía una ex esposa que llama todos los días para ver si
averiguamos algo. Necesitamos darle algún dato. Si es un papel oficial, mejor.
—¿Cómo murió?
—Un accidente extraño, pero accidente al fin. Lo encontraron en las afueras del pueblo, junto a
una bicicleta. No se sabe adónde iba a esa hora de la noche, pero un conductor lo atropelló y
escapó. Espero que no le preocupe hacer algunos trámites ante las autoridades de allá.
Miguel sintió de pronto que la oficina se volvía asfixiante. El polvo de los rincones, los papeles
del escritorio, la cara de Ruger tan cerca de la suya y las estrechas paredes parecían
comprimirlo hasta impedirle todo movimiento. Pensó que lo mejor era huir y no volver nunca
más. Adiós trabajo, adiós Corporación Treviso, adiós ingeniero Fridman.
Como si adivinara sus pensamientos, Ruger dio un golpecito con el dedo sobre la carpeta azul.
Tenía la sonrisa del hombre acostumbrado a comprar aun lo que no está en venta.
—Pagamos bien. Es por eso que me atrevo a pedirle estas cosas.
EPISODIO II
Bienvenido a Laguna Crates

Contratado por la misteriosa Corporación Treviso, Miguel Comte llega a un pueblo llamado
Laguna Crates. Su misión: preparar informes sobre el agua de la laguna. Pero otra investigación
lo reclama con más urgencia que el agua: la muerte del ingeniero Fridman, su antecesor en el
trabajo.
Cinco días después de haber firmado el contrato que lo unía por todo el invierno a la
Corporación Treviso, Miguel Comte preparó su equipaje. Tenía una sola valija, la misma que
había usado, a los dieciocho años, para irse a vivir a Buenos Aires. Había nacido en San Javier,
un pueblo cuyo único rasgo distintivo era "La carrera del túnel", una competencia de ciclismo
que se celebraba todos los años. Debía el nombre a su tramo final, donde los competidores
recorrían varios kilómetros de tubería abandonada en medio del campo. A pesar de ser un buen
ciclista, Miguel nunca logró terminar la carrera: al llegar al túnel, sus fuerzas desaparecían. La
única vez que lo intentó, la oscuridad del túnel (herida sólo de vez en cuando por hilos de luz
que atravesaban el metal corroído) lo paralizó. Aunque había pasado el tiempo, la pesadilla
volvía: pedaleaba y pedaleaba sin encontrar jamás la luz del otro lado, mientras oía a sus pies el
chillido de las ratas.
Su primer hogar en Buenos Aires fue un departamento que compartía con uno de sus primos
más grandes, un ambiente cuya única ventana daba a un pozo de aire y luz. Desde entonces, se
había mudado varias veces (departamentos prestados, casas de familiares de vacaciones,
hoteles, pensiones), y como no podía reconocer a ningún sitio como propio, había elegido a la
valija como una especie de hogar portátil. En la valija entraba todo lo que tenía, todo lo que
importaba.
Cuando tenía quince años, con motivo de un campamento, su madre le había hecho una lista
con las cosas imprescindibles, y desde entonces, ante cada viaje, largo o corto, pedía ayuda a
aquel catálogo minucioso. Era más que una lista de equipaje: era una reflexión sobre la vida;
una reflexión que constaba sólo de objetos, a través de los cuales podían extraerse con claridad
dos enseñanzas. La primera: cualquier cosa puede pasar en cualquier momento, y la segunda:
hay que estar preparado para todo. La lista incluía elementos que jamás había usado, como una
linterna, o un costurero de bolsillo, o un minúsculo botiquín, pero se sentía incapaz de viajar sin
esos detalles dispuestos por su madre diez años atrás. Eran un talismán contra lo inesperado.
El ómnibus partió de Retiro a las ocho de la noche. Estaba casi vacío. Miguel leyó una revista de
historietas hasta que apagaron la luz. Uno de los choferes puso una película en la video, pero la
cinta se trabó; luego de probar un par de veces, el hombre desistió. Miguel se sirvió un café que
no pudo tragar y se abandonó a sus pensamientos. Pensó en el ingeniero Fridman: meses atrás
había hecho el mismo viaje, quizás en aquel mismo micro. Pensó en el hombre solo, trabajando
entre desconocidos. Pensó en el paseo final, la bicicleta solitaria, los faros que se acercaban, la
muerte. Intentó imaginarle una cara al ingeniero Fridman: probó con actores famosos, con
mezclas de rostros. Se oyó la bocina del micro y Miguel vio, al costado de la ruta, a un ciclista
que se afanaba por mantener el ritmo en una suave pendiente. Ese era el mejor retrato del
ingeniero: un ciclista tragado por la oscuridad.
Luego de recorrer trescientos kilómetros, entrar en pueblos apartados, rodear idénticas plazas
para llegar a idénticas estaciones donde el aburrimiento gobernaba como un rey inmemorial, el
ómnibus finalmente se detuvo en Crates. Era de noche, y Miguel fue el único pasajero que se
bajó en la estación oscura. Cuatro perros dormían junto a una columna.
Al darse cuenta de que no había nadie, intentó preguntarle por el hotel al chofer del micro, pero
las puertas se cerraron de inmediato y Miguel quedó solo en la estación desierta.
Una calle ancha y polvorienta conducía hacia unas pocas luces. Se dejó guiar por los faroles de
mercurio mientras arrastraba su valija negra. Pasó junto a un taller mecánico, una escuela de la
que colgaba una bandera hecha jirones, un modesto parque de diversiones abandonado.
Una estatua de mármol erigida en medio de una plazoleta señalaba el comienzo del pueblo. Era
un hombre de barba, casi esquelético, pero enérgico e inclinado hacia adelante, como dispuesto
a atacar. Una placa de bronce informaba que el homenajeado era el doctor Andreas Crates,
fundador del pueblo, gran científico y candidato al Premio Nobel por sus investigaciones sobre la
lepra.
La estatua de Crates sostenía en una mano un bisturí gigantesco y en la otra, un libro abierto. El
escultor no se había animado a tallar en mármol un instrumento tan delicado, de manera que
decidió otorgarle al fundador del pueblo un descomunal bisturí de hierro, una mezcla de cuchilla
de carnicero y pieza quirúrgica.
En el libro de mármol se leía una única frase: "Bienvenido a Crates. Que nadie entre en este
pueblo si no está dispuesto a dejar lo mejor de sí".

El letrero luminoso encendía y apagaba unas pocas letras de todas las que formaban el nombre
del hotel. Adentro todo estaba oscuro, excepto cuando el cartel luminoso echaba un poco de luz
roja sobre los sillones y el televisor de la recepción. Miguel probó dos veces con el timbre. El día
anterior había hecho una llamada telefónica para anunciar su llegada. Le respondieron que no se
preocupara por la hora: estaban acostumbrados a recibir pasajeros en mitad de la noche.
Un hombre canoso, de unos sesenta años, envuelto en una bata gastada, se acercó a abrir. Miró
a Comte con desconfianza, hasta que el visitante dijo su nombre.
—Pase, por favor, ingeniero. Le reservamos el mejor cuarto del hotel.
En los últimos metros de caminata, la valija se había convertido en un bloque de cemento.
Miguel sintió alivio cuando el hombre se la quitó de las manos y la levantó como si no pesara
nada.
—Soy Daunes, el dueño del hotel. Debe estar cansado, así que dejamos el libro de registro para
mañana. Ahora, a dormir. ¿Tiene inconveniente?
—Ninguno en absoluto.
Daunes subía la escalera con agilidad. Al llegar al primer piso, eligió la puerta 105.
—Es la mejor habitación del hotel, la más grande y la más cómoda. Además, la única donde se
puede trabajar. Abrió la puerta de la habitación y encendió la luz. Los muebles antiguos y
sólidos y las cortinas blancas daban al cuarto un aire de casa de familia.
La cama era gigantesca, y sobre el escritorio había una máquina de escribir.
—Como le dije, computadora no tenemos, pero esa Olivetti es un fierro. Se la compré cuando
abrimos el hotel a un viajante que recorría estos lares en una camioneta llena de máquinas. Seis
meses después, volcó en la ruta. Se salvó, pero nunca volvió, y las Olivetti, junto a su
camioneta destartalada, quedaron a la intemperie por años, oxidadas y rotas. Si usted toma la
ruta rumbo al sur, al costado del camino verá todavía alguna máquina entre el pasto.
Daunes le preguntó a qué hora quería que lo despertaran, prometió esperarlo con un desayuno
ejemplar y le deseó buenas noches.
Una vez solo, Miguel Comte abrió la valija y sacó un traje y un par de pantalones y camisas para
colgarlos en el ropero. Era un armario enorme de madera oscura. Al abrirlo, encontró, en la
parte inferior, una valija negra muy parecida a la suya, aunque quizás un poco más gastada por
los años y los viajes. De la valija colgaba una etiqueta amarilla que decía S. Fridman.
El cuarto, antes acogedor, se convirtió en una habitación helada y sombría, como si tramoyistas
escondidos hubieran dispuesto un súbito cambio de escena. Miguel se desvistió, se puso un viejo
piyama, y entró en las sábanas frías con desasosiego y cansancio. No sería fácil encontrar la
puerta del sueño, ahora que sabía que aquella cama había pertenecido, durante los últimos
meses, al difunto ingeniero Fridman.
Miguel había pedido que lo despertaran a las nueve, pero a las ocho sonó el teléfono. Era el
contador Ruger.
—Recuerde enviarme un informe cuanto antes.
—Acabo de llegar. Todavía no me levanté de la cama.
—Revise si Fridman dejó papeles y redacte un estado de la cuestión. Prometo que después de
este primer informe, lo voy a dejar unos días en paz.
Miguel respondió, con fastidio, que haría lo posible y se dio la satisfacción de cortar en medio del
saludo de Ruger.
Se duchó y bajó a desayunar. En el pequeño salón había dos mesas ocupadas por hombres
solos. Hojeaban un diario; simulaban que la soledad no les importaba. Eran viajantes de
comercio; a veces, pasaban días enteros sin hablar con nadie. Vivían en hoteles y tenían hábitos
minuciosos, quizás para aportar algo de orden a la continua transformación de su existencia.
Quién sabe qué historias se cuentan a sí mismos para aguantar esta vida, pensó Miguel. A lo
mejor piensan que están protagonizando una aventura, que viven libres, sin ataduras, y que en
el camino se aprenden las grandes verdades que la vida sedentaria ignora. Mientras los miraba,
Miguel se dio cuenta de que ahora era igual a ellos. Con una diferencia, pensó: yo todavía no sé
cuál es la mercadería que tengo que vender.
Atendía las mesas una muchacha de veinte años. Miguel se sentó junto a una ventana. Dejó el
pesado llavero sobre el mantel. La muchacha se acercó para servirle café.
—Dígame cuándo basta —dijo la muchacha. Vio el llavero sobre la mesa, con el número 105—.
Ah, es usted. Tengo que pedirle disculpas.
—¿A mí?
—Ya sabe, por la valija. Teníamos que haberla llevado al sótano, pero me olvidé. Ahora mismo
la saco.
—Prefiero que me la deje un día más. Necesito unos papeles que tal vez estén allí.
—Nadie se atrevió todavía a mirar la valija. No sabemos a quién pertenece. Nadie la reclamó.
—Yo me voy a ocupar de hacérsela llegar a la familia. ¿Usted lo conoció?
—Claro. Yo fui la última en verlo con vida. Lo crucé en la entrada, cuando ya era de noche. Le
pregunté adónde iba, pero no me oyó. Vestía una campera amarilla y un jean gastado. Tomó
por la calle principal, pedaleando despacio. Recién salía y ya parecía cansado, como un ciclista al
final de una carrera que ha durado muchas horas.
Uno de los viajantes pidió más café.
—Disculpe —dijo la muchacha—, tengo que atender. Llámeme si me necesita. Mi nombre es
Nieves.
De nuevo en su cuarto, Miguel tomó coraje para abrir la valija negra. La ropa estaba
cuidadosamente doblada, como lo hubiera hecho una mujer. Había además dos best sellers
escritos en inglés, un pequeño diccionario inglés-español, y una serie de apuntes escritos en
hojas sueltas. Delante de cada anotación había una fecha: era una especie de diario personal.
También había una lista minuciosa que incluía una serie de gastos, desde que Fridman había
pisado Crates hasta la tarde de su muerte. Miguel repasó la lista: cinta para máquina de
escribir, una resma de papel, gastos de comida (aparecían los nombres de los dos restaurantes
de Crates: El Jabalí y La Casa de Fuentes), pilas, cigarrillos. Nada que llamara la atención,
excepto dos cosas: las anotaciones "regalo para N." y "una caja de balas c.22".
Miguel sabía que en el cuerpo no se había encontrado ninguna pistola. Revisó bien: tampoco
estaba en la valija. De pronto, sintió repulsión por todas las cosas de Fridman, como si esos
objetos estuvieran contaminados por alguna enfermedad. Dejemos a los muertos en paz, pensó.
Yo estoy vivo, dijo en voz alta, como si quisiera convencer a alguien escondido en algún rincón
de la habitación.

EPISODIO III

El otro lado de la laguna

Desde la otra orilla de la laguna, el hospital abandonado tienta a Miguel. ¿Vive alguien en el
edificio en ruinas? Las anotaciones secretas de Fridman, escritas casi en clave, prueban que hizo
un descubrimiento antes de morir.

Miguel llegó al final de su primer día en Laguna Crates con la sensación de haber pasado una
larga temporada. Los días de la rutina son breves, y se parecen tanto unos a otros que, en el
recuerdo, se convierten en una sola jornada repetida. Durante los viajes, en cambio, las
experiencias se acumulan y estiran las horas, y llenan de cosas el día, como si fuera una valija
donde siempre queda lugar.

Miguel trató de leer un libro antes de dormir: uno de los best sellers que había encontrado en la
valija del ingeniero Fridman. Según la contratapa, contaba la historia de un asesino serial que
mataba a sus víctimas en los alrededores de un museo dedicado a la cultura azteca. Las
víctimas aparecían sin cabeza, como si un sacerdote las hubiera sacrificado a sus dioses. Miguel
no llegó al final de la primera página, y se quedó profundamente dormido.
En el desayuno le pidió a Nieves instrucciones para visitar la laguna.

—Tiene que seguir derecho por la calle principal, y cuando llega a la estatua de Crates, dobla a
la derecha. A quinientos metros está la laguna. ¿Va a ir ahora?

—Tendría que trabajar un poco. Quizás a la tarde.

Nieves inclinó un poco la cabeza hacia él.

—Es mejor que vaya de día. Es un lugar muy solitario.

Nieves le trajo otras dos medialunas. Miguel miró por la ventana la calle vacía. Una camioneta
destartalada levantó una nube de polvo. Nieves se sentó junto a él, y casi a su oído, susurró:

—El hospital me da un poco de miedo, con todas sus ventanas rotas, la mampostería que se cae
a pedazos, el moho que trepa por las paredes.

—¿Qué clase de hospital es?

—Era un leprosario. Cerró hace más de treinta años y desde entonces el edificio quedó
abandonado. Dicen que se ven luces en las ventanas. En los pueblos todos tenemos nuestras
historias de aparecidos.

—¿Y cuál es el fantasma local? ¿Crates, el de la estatua?

—No, él murió fuera del pueblo, en un hospital de Córdoba. La gente cree en otros fantasmas:
los pacientes, los enfermos que llegaron hasta aquí y murieron derrotados por la lepra, antes de
que este pueblo existiera.

Nieves recogió la taza vacía.

—¿Va a salir a caminar?

—Quisiera. Pero tengo que redactar un informe. Mejor hacerlo a esta hora que durante la siesta,
¿no?

—Sí, la siesta es sagrada. Si nos despierta con la máquina, lo echamos del pueblo.

Miguel subió desganado a la habitación. Consultó los informes previos de Fridman, que llevaba
con él, y leyó luego los papeles que había encontrado en la valija, y que estaban escritos a
mano. La caligrafía del ingeniero —pequeña y concentrada— era difícil de descifrar. Al parecer,
Fridman comenzó el trabajo con entusiasmo y recogió, en distintas zonas de la laguna y a
diferente profundidad, muestras del agua. En algunos casos, estudió las muestras con su propio
microscopio y, en otros, las envió a la capital, para un análisis más completo. Era evidente que
después se había dado cuenta de que algo fallaba: que sus informes no eran estudiados con
seriedad, sino que eran apenas engranajes de una maquinaria destinada a extraer fondos del
gobierno provincial. La sospecha sobre la inutilidad de su trabajo se infiltró en sus resultados.
Así, las conjeturas de Fridman sobre las posibilidades de dar vida a la laguna se convirtieron en
un juego: el ingeniero imaginaba, sucesivamente, orientar el sitio hacia la cría del pejerrey, la
explotación de algas con propiedades curativas, los deportes náuticos.

Aunque a Miguel le gustaban las máquinas de escribir, lamentó no tener una computadora. Las
teclas de la Olivetti se trababan continuamente, de tal manera que, al liberarlas, le quedaban los
dedos negros. Cada hoja que escribía llevaba sus huellas dactilares, como una firma irreversible,
y una confesión, para el día futuro en que la justicia se ocupara de juzgar los turbios asuntos de
la Corporación Treviso.

Después del almuerzo caminó por la avenida polvorienta hasta la estatua de Crates. Giró hacia
la derecha, pasó junto a una casa en estado de abandono, un terreno vacío donde un cartel
oxidado anunciaba un circo y siguió hasta una arboleda. Unos metros más adelante encontró la
laguna. El agua, quieta y oscura, tenía la consistencia del mercurio. Por encima flotaban algas
parduscas, algunas resecas por el sol. La leve brisa que llegaba desde el agua traía el olor
amargo y dulce a la vez de las algas en putrefacción. Las algas formaban una red tan sólida que
a Miguel le recordaron unas ilustraciones que había visto, de navíos atrapados en el Mar de los
Sargazos.

Del otro lado del agua, las ventanas rotas miraban a la laguna. Las aberturas y las manchas de
moho colaboraban en el dibujo de un rostro vagamente humano, carcomido por los años y la
soledad. Junto al edificio había un pequeño muelle de madera podrida. Atado a un poste, un
bote permanecía semihundido entre las algas.

Una voz a sus espaldas lo sobresaltó.

—¿Le gusta el paisaje? Se me ocurre un modo de transformarlo: dinamita.

Miguel se dio vuelta. Un hombre gordo se acercaba hasta él con la mano extendida. A pesar del
frío, vestía sólo una camisa, sobre la que llevaba una corbata negra, finita. El brillo del sol
impedía verle la cara.

—Soy Micheli; nos cruzamos hoy a la mañana en la recepción del hotel. Pensaba irme de Crates,
pero se me quedó el auto. Lo dejé en el taller. Estaban buscando un repuesto. Los viajantes
somos esclavos de nuestros autos y, por lo tanto, de los mecánicos. ¿Y usted tiene alguna
buena razón para estar aquí?

Miguel explicó con pocas palabras su trabajo. Micheli se acercó al agua, tomó un puñado de
algas y las olió.

—Lo único bueno que se puede hacer con este lugar es huir. ¿Sabe por qué los de Crates nos
odian a nosotros, los forasteros? Porque nosotros podemos irnos y ellos no se atreven.

Micheli se sentó en el terreno de pedregullo que llegaba hasta el agua.

Miraba el edificio muerto.

—¿Me acompaña al otro lado cuando me arreglen el coche?

—¿Para qué quiere ir?

—Es un edificio abandonado. Siempre hay cosas. En el campo encuentro muchas veces
construcciones vacías. Voy con un destornillador y con una tenaza y trato de recuperar herrajes,
grifería, molduras. Acá no valen nada, pero en la ciudad pagan fortunas.

—¿Y si lo descubren?

—Nadie se anima a acercarse a ese edificio. Acompáñeme: seguro que va a encontrar un lindo
recuerdo para llevarle a su mujer. Hacemos un kilómetro de ruta y llegamos con el auto hasta la
puerta del hospital. ¿Tiene miedo?
Micheli sonrió, en espera de que la provocación hiciera efecto. Miguel respondió con calma:

—Voy a pasar un tiempo trabajando en Crates. Creo que no sería bueno que me vieran
desmantelando su único edificio histórico.

—Les hará un favor. A los de Crates no les gusta que les recuerden que en el origen del pueblo
hubo un leprosario, y que los primeros habitantes fueron los médicos, las enfermeras, los
familiares de los pacientes. Prefieren pensar que todo comenzó con el casco de una estancia, y
que son herederos de terratenientes.

Micheli levantó una piedra y la tiró tan lejos como pudo. Cerca del sitio donde cayó la piedra
había un pájaro muerto, quizás una paloma, de la que sólo quedaban huesos y plumas. Las
algas impedían que el cuerpo reseco se hundiera.

—Todo lo que nos rodea ha echado sus raíces en la lepra. No se asuste ni se avergüence de
venir conmigo. Nada que podamos arrancar, nada que podamos romper tiene, para los del
pueblo, valor. Miguel sintió un brusco impulso de alejarse del viajante.

—Discúlpeme —dijo—. Tengo que trabajar.

Micheli aceptó resignado su derrota. Se acomodó la corbata negra, finita, y se puso el saco, que
había dejado sobre una roca.

—Quedarme aquí clavado por un maldito repuesto. Dicen que nuestro destino depende de las
estrellas. Pero no: depende de piecitas minúsculas que hay adentro de los motores. Espero
poder llevarme un buen recuerdo del hospital, para compensar este contratiempo.

De los dos restaurantes de Crates, El Jabalí era el más discreto, y La Casa de Fuentes el más
ostentoso. El Jabalí se anunciaba como parrilla y se arriesgaba con algunos platos de pasta. La
Casa de Fuentes, en cambio, proclamaba su cocina como internacional, e incluía largas listas de
platos inexistentes. Aunque prefería El Jabalí, Miguel se propuso alternar noche a noche los
restaurantes, para crearle a su vida alguna ilusión de variedad. Ocupó en El Jabalí una mesa
junto a la ventana y se entregó a la lectura de la novela que había encontrado entre las cosas de
Fridman. Pasó con velocidad las páginas para acercarse al final. Su inglés deficiente le hacía
perder algunos detalles, pero se concentró en los personajes fundamentales. Sin darse cuenta,
había empezado a traducir en voz alta y el mozo lo miraba con curiosidad. Al llegar al final,
descubrió anotaciones en lápiz. Fridman había usado las páginas en blanco para tomar notas tan
leves que eran casi ilegibles.

30/4

Sulfuros. ¿Magnesio?

Escribo complicado, dicen los de la Corporación.

Quieren metáforas en lugar de fórmulas.

1/5

Oscilarias en superficie.
Tan firmes que uno se siente tentado a caminar sobre las aguas.

El comisario ganó otra vez al billar.

Me dice: "El dolor de cabeza guía mis manos".

5/5

Envié a Treviso las nuevas conclusiones.

No les gustó mi idea de convencer a la gente de que las aguas son milagrosas.

Los milagros son muy difíciles de hacer, me dicen. Al contrario, respondo: nada más fácil que
hacer milagros.

7/5

Quisiera mudarme de hotel, pero no hay otro, y a Daunes le gusta tenerme aquí, bajo control.

Carta de Beatriz. Habla de cualquier cosa, excepto de ella (y de mí).

El agua responde a las pruebas de Hirsch.

10/5

Navego por las aguas muertas.

Me paso las algas por la cara. Una máscara.

El olor a podrido me marea.

Burbujas enormes suben de la profundidad.

Todos aquí piensan que estoy loco.

Oscilarias, sí, pero también masnatis.

Si me vieran masticar y tragar las algas, me encerrarían con chaleco de fuerza en el leprosario.

Las anotaciones se volvían luego indescifrables. Sólo se podían leer palabras aisladas. Hacia
fines de mayo volvían a hacerse legibles.

26/5

Todo esto es un experimento sobre el aburrimiento.


Yo soy el conejillo de Indias.

Y el 27 de mayo, dos días antes de su muerte, una única y última anotación, en mayúsculas. El
lápiz había marcado el papel hasta casi perforarlo.

Miguel pensó que era el modo en que alguien anotaría el día de un descubrimiento, de una
revelación.

Había una sola palabra: ARCIMBOLDO.

EPISODIO IV

Interrogatorio en la oscuridad

El comisario de Crates tiene interés en conocer a Miguel Comte. Si la muerte de Fridman estuvo
vinculada con su trabajo, entonces él quizás sea la próxima víctima.

El teléfono sonó un largo rato. Antes de atenderlo, Miguel se sintió infinitamente desgraciado:
había una sola persona en el mundo que a esa hora pensaba en él, y esa persona era el
contador Ruger. Miguel evocó la minúscula oficina abarrotada de papeles, la minuciosa
decadencia, la secretaria que preguntaba por alguna palabra de siete u ocho letras.

—¿Cómo le va a nuestro hombre en Crates? —saludó, con falsa jovialidad, el contador Ruger.

—Ayer dejé mi informe en la terminal. ¿Lo recibió?

—Todo está en orden. Lo estoy retocando un poco y mañana mismo lo envío al gobierno
provincial. Con un informe semanal, estamos hechos. Lo llamaba por otro motivo.

Se hizo un largo silencio del otro lado de la línea. Y luego:

—Beatriz, la ex esposa de Fridman, pidió que le hicieran una segunda autopsia al cuerpo. Los
resultados se conocieron ayer. Fridman murió de un golpe, que quizás haya sido producido por
un auto, pero su cuerpo no estaba destrozado por perros salvajes, como decía el primer
informe. Usaron un cuchillo. El comisario Espinosa ya está al tanto. Quizás lo llame. Por eso
quería advertirle, para que no lo tomara por sorpresa.

El silencio volvió a instalarse en la línea. Era un silencio levemente eléctrico, atravesado por
susurros, como si Miguel y Ruger hubieran decidido comunicarse con ondas telepáticas, cadenas
infinitas de signos de interrogación.

—¿Sabe si Fridman andaba metido en algo? —preguntó Ruger—. ¿Una mujer, tal vez?

Miguel recordó la minuciosa lista de gastos del ingeniero. "Regalo para N". Quizás el ingeniero
había encontrado el modo de escapar al aburrimiento de las siestas. Quizás Nieves tenía un
novio celoso. Pensó en la posibilidad más inquietante: que la muerte de Fridman estuviera
relacionada con su trabajo. Y así como había heredado el cargo, heredaba el riesgo solitario, los
enemigos ocultos.

Las preguntas resonaron en la cabeza de Miguel, pero no dijo nada.


¿Estarían escuchando sus llamadas desde la centralita telefónica del hotel? Para cambiar de
tema, le recordó a Ruger que aún no le había mandado el primer giro, tal como lo habían
acordado.

—Ya le llegará el dinero; confíe en nosotros. Además, en Laguna Crates no debe de haber
muchas oportunidades de gastarlo, ¿no? ¿Podemos ayudar en algo más?

—No —respondió Miguel. Pero se corrigió—: Sí. Averígüeme qué o quién es Arcimboldo.

—¿Arcimboldo, el pintor? ¿Se va a dedicar a la pintura?

—Encontré esa palabra en los apuntes de Fridman.

—El ingeniero sabía mucho de pintura. A menudo conversábamos sobre nuestros pintores
favoritos. Fridman conocía de arte moderno, pero esas cosas conmigo no van. Si le interesa
Arcimboldo, le mando una fotocopia de la enciclopedia. Me parece bien que una mente científica
como la suya se interese por el arte. ¡Qué gran maestro es el aburrimiento! Nos enseña cosas
de nosotros mismos que antes ignorábamos.

Miguel caminó por la orilla de la laguna, recogiendo distintos tipos de algas. Probablemente los
análisis de Fridman eran correctos y estaba haciendo un trabajo innecesario. Pero quizás el
ingeniero había pasado por alto algún elemento. En un cuaderno de tapas negras anotó cada
uno de sus pasos. Si algo no había encontrado entre los papeles eran notas sobre el origen de la
laguna. Se preguntaba si la instalación del pueblo había cambiado en algo el paisaje. En alguna
parte debía de haber un archivo con datos sobre la historia de Laguna Crates.

Todavía no había terminado cuando notó que un policía lo observaba. Se había sacado la gorra y
lo miraba trabajar sin apuro. Cuando Miguel lo saludó con un gesto, el otro le preguntó:

—¿Comte, Miguel? El comisario lo manda buscar.

—¿Tiene que ser ahora?

—Ahorita mismo, sí.

Miguel se secó las manos con una toalla blanca, que quedó manchada de negro, y guardó en su
maletín las muestras. El policía caminaba delante de él sin ningún apuro, como si tratara de que
el paseo completara buena parte del vacío del día.

—¿Queda cerca la comisaría? —preguntó Miguel.

—Sí, pero no vamos ahí, sino a la casa del comisario. Está enfermo.

Caminaron en silencio hasta el extremo del pueblo. La casa parecía construida en el borde de la
nada. En la pared estaba escrito El confín. En el jardín había crecido la maleza; entre los pastos
altos asomaba un pinocho de yeso. El policía lo invitó a cruzar la verja, y después empujó la
puerta de entrada, que estaba adornada por una corona de navidad descolorida. En el felpudo
se leía la palabra Bienvenidos.

Desde el interior, desde la oscuridad, graznó una voz:

—¿Es usted, ingeniero? Pase, por favor. Como en su casa.


Miguel iba a responder que no era ingeniero, pero no se animó. El policía que lo había
acompañado ya se despedía, impaciente por alejarse del comisario. Miguel caminó solo hacia
una pálida luz que se encendió en el fondo.

—Disculpe que no pueda levantarme a recibirlo. Este dolor de cabeza me está matando.

Caminó por un pasillo angosto. En las paredes colgaban fotografías enmarcadas; en alguna
creyó distinguir el hospital de Crates. Había también armas: una espada herrumbrada, una
bayoneta, dos escopetas. Miguel se agachó para pasar bajo una enramada amenazante: era la
cabeza de un ciervo. Entró en el dormitorio. El hombre era un bulto en la oscuridad. Sostenía
una linterna que dio a Miguel en los ojos. Después alumbró una silla.

—Hubiera preferido recibirlo como se debe, pero me han vuelto los dolores de cabeza. No puedo
soportar la luz. De todos modos, es mejor que hablemos aquí, en vez de en la comisaría, para
que todo parezca más informal. Hoy recibí el informe de la segunda autopsia. Me llamaron del
juzgado para que me ponga a investigar. No creo que haya nada para investigar, pero de todas
maneras quería preguntarle si sabe algo que me pueda ayudar.

Miguel se movió incómodo en la silla.

—No conocía al ingeniero Fridman.

—Pero esa investigación de ustedes, ¿es peligrosa? ¿Puede molestar a alguien?

—Al contrario. Si da algún resultado, traerá beneficios para el pueblo.

—¿Alguna idea? ¿Algo que haya sabido de la Corporación Treviso?

Miguel puso la mano frente a la cara para defenderse de la luz, que había vuelto a señalarlo.

—Soy un empleado nuevo y sé poco de la Corporación Treviso. Pero si alguien mató a Fridman,
ha de ser por motivos personales.

—Un asunto amoroso. Sí, es lo que uno siempre piensa primero. —Se llevó una píldora a la boca
—. ¿Le duele la cabeza, ingeniero?

—De vez en cuando.

—Somos las personas obsesivas las que tenemos este mal. Primero los ojos que lagrimean, la
tensión en los hombros, el dolor en la cuenca de los ojos. Y se abre una flor maligna. Fridman,
su colega, también sufría de jaquecas.

Miguel recordaba que Fridman había anotado en el diario que jugaba al billar con el comisario
Espinosa. Instintivamente, ocultó ese conocimiento:

—¿Habló con él alguna vez?

—Nos veíamos en el bar de Franze. El ingeniero hacía demasiados cálculos antes de pegarle a la
bola. La geometría no sirve para el billar, como la aritmética no sirve en la ruleta. Al verlo jugar
la primera vez, adiviné de inmediato: un obsesivo. Le pregunté por los dolores de cabeza. Día
por medio, me respondió.

Los ojos de Miguel se acostumbraron a la oscuridad. La habitación estaba completamente


desordenada, la ropa tirada en las sillas, botellas en el suelo. El comisario tenía ojos grandes,
rasgados, un bigote descuidado, la cara sin afeitar.
—¿Le llama la atención el desorden? Hace cuatro, no, cinco meses murió mi esposa y yo no
tengo ánimo para ocuparme. Me tendría que volver a casar, para que me limpien un poco la
casa. Hubiera querido atenderlo mejor. Lo compensaré con una ginebra en el bar de Franze. El
interrogatorio terminó. En el fondo, sólo quería conocerlo, hacerle saber que si necesita algo,
aquí estoy.

Miguel se puso de pie. No sabía si tender la mano al comisario.

—No vaya a la laguna de noche. Hay cazadores furtivos. Quizás fueron ellos los que se cargaron
al ingeniero. Hago lo posible por espantarlos, pero siempre vuelven. Y, sobre todo, no se
acerque al hospital.

—Es un edificio vacío. El único peligro es que se le caiga al intruso un poco de revoque en la
cabeza.

—¿Cómo sabemos que está vacío? Yo mismo he visto a veces una luz encendida. Por las dudas,
no se acerque.

—Usted es el comisario. Debería asegurarse de que no hubiera ningún peligro.

La luz se clavó en la cara de Miguel.

—Mi autoridad no llega hasta allí.

El comisario apagó la linterna.

Cuando pasó frente al parque de diversiones abandonado, un bocinazo lo sobresaltó.

Micheli conducía en primera un Torino blanco. Se detuvo a su lado.

—¿Cómo le va, Comte? Terminaron de arreglarme el auto recién ahora.

—¿Ya se va? ¿No duerme en el hotel?

—Me gusta manejar de noche. Además, a la mañana tengo que estar en Rosario. Y así me
ahorro una noche de hotel. Me cobran veinte por noche, nada más, pero igual no me molesta
ahorrarlos. ¿Sube?

—Voy para el otro lado. Vuelvo al hotel.

—Pensaba darme una vuelta por el viejo hospital. ¿No quiere acompañarme? Llévele un
recuerdo a su esposa.

Miguel movió la cabeza.

—No estoy casado.

—Para alguna novia, o alguna futura novia. Necesito un ayudante, por si hay que tirar una
puerta abajo. ¿Va a dejarme ir solo? Tómelo como una experiencia cultural, una expedición
arqueológica.

Miguel se encogió de hombros y lo saludó con la mano.

El Torino desapareció en una nube de polvo.


EPISODIO V

Laguna Estigia

Miguel decide partir en expedición al otro lado de la laguna. En el archivo del hospital lo esperan
secretos sobre el origen del pueblo.

El contador Ruger cumplió: envió un giro con la suma pactada, que Miguel depositó de
inmediato en el banco provincial. Ruger tenía razón: en Crates había poco en qué gastar y
Miguel, por primera vez en su vida, consideró al ahorro como una meta posible.

Ruger también cumplió con el envío de material sobre Arcimboldo. Le hizo llegar un artículo
sobre la vida del pintor. La nota incluía, como ilustración, cinco cuadros. Pájaros, criaturas del
mar, libros, verduras o animales de caza se amontonaban sin orden aparente hasta que el
espectador advertía que formaban un rostro. Había algo vagamente horroroso en aquel juego de
hacer caras con cosas muertas. Miguel no se sentía capaz de vincular nada de ese material con
Laguna Crates. El artículo decía lo siguiente:

Arcimboldo en el Gabinete de las Maravillas

Los estudiosos de la obra del pintor milanés Giuseppe Arcimboldo difieren en sus opiniones
sobre el origen de sus fantasmagóricos retratos. La pasión por las ciencias naturales, los
terrores infantiles y su amor por las máscaras (Arcimboldo era el encargado de diseñar los
disfraces de la corte) son algunos de los motivos que se expusieron a lo largo de los años para
explicar esos rostros formados por la acumulación de libros, moluscos, animales de caza, ramas
y raíces o pájaros muertos.

Giorgio Bassi —el tercer biógrafo de Arcimboldo— encontró en los archivos de la catedral de
Milán el relato de un discípulo del pintor, que confirmaría que la inspiración de Arcimboldo fue el
Gabinete de las Maravillas del emperador Fernando I. Tal gabinete existía desde muchos años
antes de que el italiano lo visitara y era la principal atracción de su palacio.

En 1562, Arcimboldo viajó a Praga contratado, como retratista de la corte, por el emperador
Fernando I. Apenas llegó al palacio, el antiguo retratista —un alemán a quien la llegada de
Arcimboldo relegaba a un segundo lugar— se ofreció a enseñarle al italiano el Gabinete de las
Maravillas del emperador.

El gabinete estaba formado por varias salas de difícil acceso —algunas subterráneas— que el
emperador mostraba sólo a sus mejores invitados. Periódicamente Fernando I enviaba
expedicionarios para que trajeran rarezas desde los confines de la Tierra.

Cuando llegaron a la puerta del gabinete, el retratista alemán le dio un empujón a Arcimboldo y
lo dejó encerrado en el intrincado museo. Era de noche: la luz de la luna, al atravesar los
dragones, las letras y las sirenas de los vitrales, dibujaba formas caprichosas sobre los objetos
exhibidos.

No sabemos qué sintió Arcimboldo al pasar una noche entera encerrado en un lugar semejante.
No dejó una sola línea escrita sobre su experiencia, pero conocemos, por los catálogos del
museo, que esa noche lo acompañaron pájaros disecados, máquinas de movimiento perpetuo,
peces espada, un demonio en un frasco de vidrio, un cordero con dos cabezas, cadáveres
convertidos en piedra por la erupción de un volcán. Nada dijo Arcimboldo al Emperador sobre
esa noche transcurrida entre horrores. Pero, a la mañana siguiente, comenzó a pintar rostros
formados por otras cosas, como si el horror le hubiera dictado un secreto al oído. Un cuarto de
siglo después de su llegada a Praga Arcimboldo regresó a Milán, donde vivió hasta su muerte.
Cuando cayó enfermo, uno de sus discípulos le preguntó qué había sentido esa mañana al
abandonar el Gabinete de las Maravillas. En un susurro, Arcimboldo respondió: "Es un error. Yo
nunca abandoné el Gabinete de las Maravillas del emperador".

Apenas recibió el giro, Miguel se sintió más comprometido con su trabajo, como si el dinero
fuera la prueba de la absoluta honestidad de la compañía Treviso. Un poco inspirado por ese
entusiasmo, otro poco por el desafío de Micheli, que no había aceptado, y por la sospecha de su
propia cobardía, se propuso cruzar las aguas y enfrentarse al edificio decrépito.

Cuando llegó al hotel, buscó a Nieves para proponerle la excursión. En la recepción, encontró a
su padre, que intentaba poner en marcha un gigantesco reloj cucú.

—Nieves fue a hacer unas compras —dijo Daunes—. ¿Para qué la necesita?

Miguel creyó prudente pasar por alto la verdad.

—Prometió hablarme de la historia del pueblo.

—Yo la conozco mejor que ella. ¿No quiere que nos sentemos a conversar? Lo invito con un
aperitivo y unas aceitunas.

—Ahora tendría que trabajar un poco. Quizás más tarde...

Daunes miraba interrogante al pájaro de madera del cucú, como si se negara a revelar un
secreto: la falla que había dejado al reloj fuera del tiempo.

—Este reloj funciona cuando quiere. Ya no hay quien repare máquinas así. Se lo compré a un
turco que a su vez lo había ganado cuando los bienes del hospital fueron a remate.

—¿Quiere decir que perteneció al leprosario?

—No lo llamamos así. Lo llamamos hospital.

Miguel se apuró hacia las escaleras, pero la voz de Daunes lo alcanzó.

—Espere un segundo. Hoy lo llamaron por teléfono desde la capital.

—¿Ruger?

—No, era una mujer. Beatriz.

En la vida de Miguel no había ninguna Beatriz. Pero sabía quién era: la ex esposa de Fridman.

—¿Me dejó algún mensaje?

—Dijo que volvería a llamar. Me tomé el atrevimiento de decirle que a la noche seguro lo
encontraría. ¿Dónde más podría estar?
Miguel subió hasta su cuarto. Lo que más le gustaba era que bastaba con salir unos momentos
de la habitación para que la cama apareciera hecha y el cuarto ordenado. Los hoteles, pensó,
son como casas encantadas, pero habitadas por fantasmas benignos.

Trató de trabajar y se quedó dormido. La costumbre de la siesta, hasta ese momento ajena,
estaba empezando a apoderarse de su alma. Lo despertaron los golpes en la puerta, muy
débiles.

No tuvo necesidad de responder porque la puerta se abrió. Nieves llevaba un vestido blanco y el
pelo atado con una cinta azul. Se sentó a los pies de la cama, muda.

—Voy a ir al hospital —dijo Miguel.

—¿Está enfermo?

—Al hospital de Crates.

—¿Para qué?

—Quiero conocer la historia del pueblo. Ahí empezó todo. Quizás haya información sobre los
tiempos en que se levantó el edificio.

Por primera vez Nieves lo tuteó:

—¿Sabés lo que me decía el ingeniero? Que ésta es la laguna Estigia, la laguna del infierno, y
que los que van al otro lado no vuelven.

—Nosotros vamos a volver.

—¿Nosotros?

—Claro. ¿No pensabas que iba a ir solo? El edificio me da miedo. Además necesito una guía que
me explique las bellezas geográficas del lugar.

Nieves se levantó con brusquedad, como si de pronto descubriera que era impropio estar
sentada a los pies de la cama.

—¿Le dijiste a mi padre lo que pensabas hacer?

—No. ¿Por qué?

—Porque es mejor que no lo sepa. Los habitantes más viejos de Crates son muy celosos con su
hospital. No quieren que nadie ponga el pie en sus ruinas.

Nieves fue hasta la puerta, como si temiera que afuera hubiera alguien escuchando. Antes de
dejar la habitación, preguntó:

—¿Salimos mañana a las diez?

No esperó respuesta.
Después de la cena y del vino tinto, y cuando ya lo había ganado un sueño pesado, sonó el
teléfono. La voz malhumorada de Daunes le pasó la llamada. Oyó el nombre de la mujer, pero
tardó en comprender quién era.

—El contador Ruger me aconsejó que hablara con usted.

—¿En qué puedo ayudarla? —Miguel oyó su propia voz, distorsionada por el sueño, como si
fuera la de otro.

—Voy a viajar a Crates. Quería avisarle primero.

—¿Para qué va a venir?

—La policía esconde lo que sabe. El comisario de Crates envió unos informes confusos e
incompletos. Todo está preparado para que la investigación no avance. ¿Puedo contar con su
ayuda?

—Por supuesto.

La mujer lo saludó y colgó. Miguel se durmió sin darse cuenta, y soñó que la conversación
proseguía. Pero ya no era él quien hablaba: escuchaba una conversación ligada, las voces de
Fridman y de su ex esposa, que hablaban en susurros, y repetían la palabra Arcimboldo.

Para evitar salir juntos desde el hotel, Nieves y Miguel se encontraron en la orilla de la laguna.
Nieves había cumplido con lo que había prometido en el desayuno: llevaba una vianda en el
bolso. Miguel había puesto en su pequeño maletín una linterna y un cortaplumas, elementos
básicos de la lista confeccionada en el pasado por su madre.

—¿Vamos caminando? —preguntó Miguel.

—Mejor ir en bote. Aquí cerca, en el muelle viejo, hay uno que todavía queda en pie.

Caminaron trescientos metros por la orilla. Casi escondido entre los árboles, un bote vagamente
azul esperaba a sus pasajeros. Tenía agua en el fondo. Nieves subió de un salto ágil, mientras
Miguel probó una zancada torpe, que estuvo a punto de hacerlo caer.

Había una lata oxidada, que usaron para achicar el agua. El bote recuperó estabilidad. Miguel
desató el cabo y clavó un remo en el limo del fondo para alejarse de la orilla.

Tomaron un remo cada uno, más por juego que por eficacia. Como Miguel hacía más fuerza, el
bote giraba en redondo. Las algas envolvían las paletas de los remos y demoraban los
movimientos. A pesar de los impulsos irregulares, lograron avanzar hasta la mitad de la laguna.
Pasaron junto a un banco de algas extremadamente compacto.

—Da la impresión de que se puede caminar sobre él —dijo Miguel.

—Hacé la prueba.

—La próxima vez. No hay que gastar todas las experiencias posibles en un solo paseo.

A medida que se acercaban al edificio, el hospital se desprendía de la imagen sombría que tenía
de lejos. El frente ya no parecía una cara, sino el de un simple edificio gastado por el tiempo y la
indiferencia. Miguel sintió un poco de decepción.

—De cerca asusta menos.


—¿Y quién quiere asustarse?

Frente al edificio, un muelle semihundido dejaba asomar la proa amarillenta de un bote. Miguel
ató el cabo a la madera hinchada, ennegrecida y resbalosa del muelle. Probó si los escalones
torcidos soportaban su peso y dio un paso. Pero el escalón cedió un poco y quedó con un pie en
el muelle y otro en el bote, sin saber si avanzar o retroceder.

—Saltá —ordenó Nieves.

Y Miguel obedeció. Apenas se afirmó, la ayudó a subir.

—Ahora nuestro bote se hundirá como el otro —dijo Nieves—. Y ya no tendremos forma de
volver. —Se acercó al oído para susurrarle—: Acabamos de cruzar la laguna Estigia. Entramos
en la tierra de los muertos.

EPISODIO VI

Picnic junto al cementerio

Miguel continúa junto a Nieves su expedición al hospital abandonado de Crates. Busca archivos
sobre el origen del pueblo. El edificio los recibe con señales de todas las vidas que pasaron por
allí. Y en el cementerio los espera una tumba diferente de las otras.

Miguel y Nieves rodearon el edificio principal del hospital. La mayoría de las ventanas estaban
protegidas por celosías de metal; pero unas pocas habían quedado abiertas, y los vidrios rotos,
con sus astillas amenazantes como dientes, profundizaban la imagen de deterioro. Nieves, en
broma, golpeó la puerta.

—¿Y si nos respondieran? —preguntó Miguel—. ¿Qué haríamos?

—Nadie responde. ¿Ves? Podemos abrir. La casa es nuestra. Empujaron la puerta, que al
principio resistió, como si estuviera cerrada con llave. Los goznes chirriaron. Oyeron, desde un
rincón profundo, un batir de alas.

En el hall en penumbras se mezclaban papeles deshechos por la humedad y restos de revoque.


La lluvia, que había entrado durante años por una de las ventanas que daban a la laguna, había
podrido la madera del suelo.

Nieves trató de abrir los postigos, pero el óxido los había sellado para siempre. Miguel encendió
la linterna. Sintió un poco de alegría al poder encontrarle una utilidad, después de tantos años
de llevarla a todas partes. Subieron por las escaleras hasta un largo pasillo. Iban juntos, casi
rozándose; sentían ese miedo leve que es una forma de la curiosidad, y que tan poco se parece
al miedo absoluto y verdadero.

Llegaron a un baño inmenso. La bañera estaba llena de agua estancada. Miguel comprobó que la
grifería estaba intacta.

—Micheli no se animó —dijo para sí.

—¿Qué iba a hacer Micheli aquí?

Miguel le habló de los planes del viajante.


—Es un fanfarrón —contestó Nieves—. Jamás se animaría a venir solo. Él sabe que si los del
pueblo se enteran de que entró a robar, lo matan.

—Si a tu padre y a los demás les interesa tanto el hospital, ¿por qué no lo cuidan?

—Dicen que se cuida solo. Para ellos es como un santuario. No se animan a visitarlo, pero lo
veneran desde lejos.

El lugar empezaba a asfixiarlos y decidieron hacer un picnic afuera. El sol se animaba a salir por
momentos, y en sus apariciones disolvía el aspecto lóbrego del edificio y acallaba las voces que
venían del pasado. Pero apenas se escondía detrás de las nubes, el hospital volvía a desplegar
sus señales a través de los cuartos vacíos y las ventanas ciegas.

Nieves había llevado sándwiches y bebida. Obligó a Miguel a lavarse las manos con agua
mineral, antes de darle de comer.

—¿Siempre vas a vivir aquí?

—Estoy ahorrando para irme. Mi padre no quiere que me vaya; me dice que me tengo que hacer
cargo del hotel. No va mal el hotel, siempre hay viajantes que paran por una noche. Además de
los ilustres científicos de la Corporación Treviso. Pero es como una vida prestada. Quiero una
casa que sea solamente mía, adonde no lleguen extraños en medio de la noche.

Miguel se aproximó más a Nieves mientras se preguntaba si estaba a punto de hacer una
tontería. La besó casi distraído, y ella lo aceptó durante algunos segundos, hasta que se puso de
pie con brusquedad.

—Ahora no —dijo Nieves—. Este lugar me asusta.

—¿Qué tiene este lugar? Estamos lejos del edificio. Nieves lo llevó de la mano hasta una pared
cubierta por los pastos altos y la hiedra. Ahí empezaba un pequeño cementerio. Todas las
tumbas estaban abandonadas. Algunas lápidas y cruces habían empezado a hundirse en la
tierra.

Miguel rodeó el muro hasta encontrar la reja de la entrada. La maleza se enredaba en las cruces
y tapaba las placas de mármol y cemento con los nombres de los muertos.

—Son los pacientes del hospital —dijo Nieves—. Mi padre me contó que hace años se temía
tanto a la lepra que en los cementerios comunes exigían ataúdes de metal, herméticos, para
recibir a los muertos de los leprosarios. Por eso algunos leprosarios tenían sus propios
cementerios. Eran una sociedad cerrada, completamente desconectada del exterior, hasta para
morir.

En el centro, se levantaba un único monumento fúnebre, un ángel de alas enormes y


escamosas. Con una mano sostenía una espada quebrada; con la otra señalaba hacia el
hospital, lugar de origen de todos los huéspedes del cementerio.

—¿Y esa tumba? —preguntó Miguel.

Avanzó a través de las otras lápidas hacia el único espacio libre de vegetación. Había
descubierto una tumba limpia de malezas. La cruz de mármol parecía haber sido lustrada hacía
minutos. Y en un florero de vidrio había un ramillete de flores recién cortadas.

Nieves leyó el nombre:

—Lidia Dávila.
—Todos olvidados. Todos profunda y absolutamente olvidados. Pero a ella alguien la recuerda
todavía.

Nieves quería volver a Crates, pero Miguel se negó.

—En ese edificio tiene que haber alguna información sobre los orígenes del pueblo. Dame media
hora. Buscamos los archivos y nos vamos. Antes de que oscurezca, te prometo que estamos en
Crates. —Agregó, en broma—: Acordate, vos viniste a pasear, pero yo a trabajar.

Nieves aceptó.

Todavía había camas en los cuartos, y lámparas, y todo aquello que no se había podido vender.
La ansiedad de Nieves por dejar el lugar comenzó a convertirse en una molestia, y Miguel se
alejó de ella en cuanto pudo. Caminó de una punta a la otra del primer piso, tratando de
formarse una idea de la organización del lugar que le permitiera encontrar las oficinas. Después
de vencer una puerta cuyos goznes habían sido endurecidos por años de abandono, encontró un
cuarto diminuto con un archivador de metal. Los cajones rechinaron al abrirse. Bajo la telaraña
había papeles amarillentos, correspondencia del hospital. Pasó las hojas sin interés. Muchas
estaban comidas por las polillas. En cada papel se leía: Casa de salud del Doctor Andreas
Crates.

Los otros cajones estaban destinados a las historias clínicas. Buscó a Lidia Dávila: no la
encontró. O bien no había sido paciente del hospital, o bien se habían llevado la historia clínica.
Leyó sin interés el nombre de los pacientes hasta que sus ojos se clavaron en un Gregorio
Daunes. Se preguntó si sería familiar del dueño del hotel. Un súbito destello de inquietud lo llevó
a buscar el apellido del comisario. También estaba allí. Y Goiti, el de la inmobiliaria. Y después
buscó al dueño del restaurante El Jabalí. Lo encontró. Comprendió en un segundo que los más
viejos habitantes del pueblo habían sido pacientes del hospital. Habían sobrevivido a la lepra, se
habían curado, y lo ocultaban. Ése era el secreto del pueblo. ¿Habrían matado a Fridman para
conservar ese secreto?

Aquellas hojas amarillentas se volvían ahora peligrosas; deseó no haber hecho la expedición, no
haber buscado los papeles, no conocer el secreto.

Oyó la voz de Nieves y salió a su encuentro, para que ella no viera el archivo.

—¿Tu padre fue paciente del hospital?

—¿Mi padre? ¿Por qué se te ocurrió eso? No, la familia llegó después, cuando el hospital estaba
cerrado. ¿Por qué no salimos? El encierro te está provocando alucinaciones.

Una telaraña había coronado la cabeza de Nieves. Miguel la apartó con delicadeza. Sin pensarlo
demasiado la tomó de los hombros y la besó con levedad. Sintió que aquel beso era también
una forma de pedirle silencio. Silencio sobre la expedición, silencio sobre los papeles
amarillentos que ella todavía no había visto.

Algo los interrumpió, algo casi imperceptible (un crujido de madera, el desplazamiento de un
escarabajo, el roce de las alas de los pájaros escondidos o de los murciélagos que dormían),
algo que parecía formar parte del murmullo constante que habita los rincones abandonados y
las casas desiertas. Iba a besarla de nuevo pero entonces oyó un ruido fuerte, un paso que sonó
con potencia, sobre la madera que crujía. ¿Cómo explicar con insectos, con golondrinas, con
murciélagos, los pasos en el piso de arriba, los pasos que los buscaban o que huían?

Miguel quiso preguntar si había alguien, pero no tenía voz. En el fondo había una escalera: no
tenía más que subir y todas sus preguntas encontrarían una respuesta. La vergüenza, durante
algunos momentos, pudo más que el temor. Caminó hasta la escalera del fondo.
Muchos años atrás había participado, en su pueblo, en la Carrera del Túnel, una competencia de
ciclismo. Corría sin problemas, y estaba entre los mejores, pero al llegar a la tubería oscura se
detenía. ¿Qué importaba que fuera el mejor ciclista hasta antes del túnel? Ahí empezaba la
verdadera carrera. Al escapar de su pueblo había escapado también de la carrera en la
oscuridad. Pero fuera donde fuera, siempre lo encontraría otro túnel, para proponerle el mismo
tramo de encierro y oscuridad.

Nieves lo esperaba en la otra punta del pasillo. Miguel ya estaba subiendo la escalera cuando vio
algo en el quinto escalón. Lo levantó con la esperanza de que fuera la señal de una explicación:
llaves.

Buscó el haz de luz que se filtraba a través de las celosías. Eran llaves de un auto. De un Torino.
Del único Torino que había pasado por Crates: el de Micheli.

Y estaban manchadas de sangre seca.

EPISODIO VII

Paseo nocturno

Nieves y Miguel escapan del hospital. De la excursión, les quedan las llaves de un Torino y la
certeza de que un habitante acecha el leprosario abandonado. Miguel comienza a ser un
huésped incómodo.

Las llaves del Torino estaban en una bolsita de nailon, sobre el escritorio del comisario Espinosa.
Parecían una cosa más entre las otras que cubrían la mesa: el suplemento deportivo de un
diario, una carpeta celeste, desteñida, con un número de expediente, una caja de balas calibre
38, páginas de fax que el tiempo borraba de a poco. Desde su mortaja de nailon, las llaves
ejercían un dominio secreto sobre los otros objetos: ni Miguel ni Nieves ni el comisario les
quitaban la vista de encima, como si temieran que fueran a saltar y perderse de vista.

El comisario había escuchado con atención la historia del hallazgo. Miguel dijo poco y nada de lo
que había ocurrido después: los pasos que se acercaban a la escalera, haciendo rechinar las
tablas podridas del piso, el grito de Nieves, su súbito ataque de pánico. Le costaba decir que no
se había quedado para ver quién era el habitante del hospital; que el miedo lo había empujado
al bote, a los remos, a las algas que frenaban el avance de la vieja embarcación.

—¿Están seguros de que había alguien? Los edificios viejos tienen su música. Cañerías rotas y
pisos que se hunden.

—Había alguien —dijo Nieves—. Nos vio desde una ventana mientras nos íbamos. No llegué a
verle la cara.

—Y las llaves —agregó Miguel—. El viajante me había dicho que iba a visitar el edificio. Cuando
lo mataron, se le cayeron las llaves.

—Las llaves pueden ser del Torino de Micheli tanto como de cualquier Torino —dijo Espinosa.

—Difícil de encontrar otro por aquí.

—No crea. Juárez, el del aserradero, tuvo un Torino hasta hace poco. No lo vi más, pero capaz
que lo tiene por ahí, abandonado.
—¿Y las manchas de sangre?

—No sabemos si es sangre.

El comisario buscó una cajita de fósforos en el escritorio y encendió una salamandra de hierro.
La estufa hizo un pequeño estampido que sobresaltó a Miguel.

—No sé qué estaban haciendo ustedes allí.

—No está prohibido ir. No hay ningún cartel.

—Siempre estuvo prohibido ir. Aunque no haya ningún cartel. Y desde ahora, está todavía más
prohibido.

El comisario se calentó las manos en la estufa.

—Comte, sé que usted está impresionado por lo que le pasó al ingeniero Fridman y que busca
señales de que no fue un accidente. Pero no puedo hacer nada a partir de un llavero.

—Un llavero con manchas de sangre.

El comisario levantó la bolsita. Hizo tintinear las llaves.

—Puede ser sangre, o no. Y si es sangre, puede ser humana, o no. Además, si Micheli hubiera
muerto, el auto estaría por allí. ¿Encontraron un Torino cerca del hospital?

—No había nada.

El comisario los acompañó hasta la puerta.

—Entonces no alarmen a la gente. No queremos que todo esto se llene de periodistas. Ya siento
el dolor de cabeza que se aproxima. Mire las lágrimas en mis ojos.

El comisario se sirvió un vaso de una botella de gaseosa llena de agua, y tragó cuatro aspirinas.
—Todos tenemos algo que perder. También tu padre, Nieves, tiene mucho que perder.

—¿Mi padre?

—¿No te dijo nada Miguel? Sé que anduvo revisando papeles y que encontró en alguna parte el
nombre de tu padre. Pero no confió en vos. Como sos de Crates, prefirió no decirte nada. Hizo
bien.

Nieves lo miró. El comisario ya había logrado poner entre ellos la mejor separación, la más
eficaz: un secreto.

—No vi ningún papel —dijo Miguel.

El comisario no se molestó en discutir.

—Si dice a alguien lo que vio, me ocuparé personalmente de echarlo del pueblo. Y a pie. Y de
madrugada. ¿Sabe qué feo es caminar por la ruta, con este frío? Mi amigo Daunes perderá un
huésped, pero sabrá disculparme. Vuelva a sus experimentos y a sus giros bancarios. Quién
sabe, Comte, por ahí de tanto estudiar el agua de la laguna se gana el Premio Nobel.

Cuando salieron de la comisaría, Miguel se preparó para responder a las preguntas de Nieves.
¿Iba a decirle la verdad, que había visto las historias clínicas, que su padre había sido un
paciente del leprosario? Pero Nieves apenas murmuró un saludo, miró el reloj, como si la
reclamara algún asunto urgente, y se alejó por una calle que no llevaba a ninguna parte,
excepto lejos de Miguel.

En el hall del hotel, Daunes conversaba con un hombre alto, vestido con un traje arrugado y una
corbata floreada. La corbata cargaba con el peso de demostrar optimismo: un entusiasmo que
ya había abandonado por completo la cara del hombre, el traje, aun su voz. Daunes abrió
ceremoniosamente el libro de registro para que el hombre firmara y luego le entregó la llave. El
pasajero miró satisfecho el número del cuarto.

—Muy bien. La habitación de siempre. Usted me cumple, Daunes.

Partió con su valija hacia la escalera. Daunes lo señaló, mientras se alejaba:

—Los viajantes están llenos de pequeñas manías, ritos que tienen que cumplirse sí o sí. Si en un
viaje les fue bien, quieren tener siempre la misma habitación. Como cambian de sitio todo el
tiempo, les gusta establecer familiaridad con los lugares por donde pasan.

—¿Micheli tenía manías? —preguntó Miguel.

Daunes cerró el libro de registro de pasajeros. Una nube de polvo salió de las páginas. Ya no era
el centro de ninguna ceremonia: era un viejo libro donde quedaban anotados los nombres de
pasajeros que habían pasado y se habían perdido.

—A él le viene bien cualquier cuarto. Lo único que pelea es el precio. Siempre está esperando
una rebaja. La última vez quería un cinco por ciento por debajo del precio que habitualmente le
hacemos, y la próxima querrá el diez.

—No se preocupe por eso. No habrá una próxima vez.

Daunes fue hasta el bar. Botellas viejas y llenas de polvo se amontonaban en las repisas. Las
etiquetas anunciaban marcas que ya no existían, licores espesos de naranja, menta o café que
el tiempo había evaporado. Daunes sirvió una ginebra en un vaso grande y se la alcanzó a
Miguel.

—Beba —dijo.

—No me gusta la ginebra.

—El whisky que tengo es malo, y ofrecerle una gaseosa sería insultarlo. Insisto.

Miguel tomó un trago.

—Me dijo el comisario que usted anda asustando a mi hija. Que la ha convencido de que a
Micheli lo mataron. —Daunes se sirvió ginebra en un vaso—. Pero no es eso lo que me
preocupa. Ella anda noviando con un muchacho que ahora estudia en La Plata. Va a venir en
pocos días. Siempre viene a visitar a su familia. Y es una buena familia. No quiero que usted y
Nieves se vean, excepto en el desayuno. Ahora se divierte con ella, pero dentro de un mes se
irá. ¿Y entonces? Además ese muchacho, Gonzalo, es muy celoso. Por eso le aconsejo apartarse
de ella. Por Nieves, por el novio, por mí, por todos.

—¿Por todos?

—Por Crates.
Miguel terminó de beber la ginebra. No le gustaba, pero le parecía que había en el vaso un
desafío, y ya lo había aceptado. La garganta le ardía y necesitaba agua. No quiso pedírsela a
Daunes.

—Gracias por la ginebra y más por los consejos —le dijo. Dejó el vaso en el estaño del bar.
Daunes comprobó que estaba vacío.

Miguel subió los primeros escalones con aplomo; los últimos, con vacilación.

Una llamada lo despertó de la siesta. Observó con alarma que el día ya se apagaba. El alcohol lo
había hecho dormir más de la cuenta. La voz del contador Ruger sonaba tan cercana como si le
estuviera hablando desde el cuarto contiguo.

—No se duerma en los laureles, amigo Comte. ¡Más informes!

—Mañana le envío un par de páginas.

—Que sea temprano. Quiero que me lleguen antes de que me vaya de la oficina. ¿Piensa que
podrá alcanzar el micro de las seis de la mañana?

—Tendría que ponerme a escribir ahora.

—¿Y qué espera? ¿O hay mucha vida social en Crates?

Una camioneta propaladora atronó la calle con el anuncio de un circo. Miguel dejó de hablar
mientras esperaba que el ruido se alejara. La voz estridente anunciaba leones, malabaristas, el
trapecio de la muerte, cuchillos lanzados a ciegas y perros que sabían aritmética.

—¿Qué fue ese ruido? —preguntó Ruger.

—Publicidad local —respondió Miguel, sin ganas de explicar—. Me llamó la viuda de Fridman.
¿Sabe si va a venir?

—Quizás llegue mañana. Quise detenerla, pero es testaruda. Trátela bien y colabore con ella.
Que no se meta en líos con el comisario.

Miguel cortó y fue hacia la máquina de escribir. Redactó, sin interés ni coherencia, su informe.
Nadie lo leería jamás. No era un científico, era un impostor. Un impostor que suplantaba a otro
impostor.

Las teclas resonaban en su cabeza, como si, mientras escribía, las mismas letras fueran
trasmitiendo otro mensaje distinto.

Cenó en El Jabalí sin vino, sin postre y sin alegría. Hubiera querido invitar a Nieves, pero no era
el día indicado para movimientos temerarios. Tuvo ganas de volver a Buenos Aires. Ahora
Crates era omnipresente, estaba en el centro de sus preocupaciones, aun de su deseo y de su
miedo. Pero bastaba tomar el micro para que el temor que le tenía al comisario se apagara, y el
horror que le inspiraba el leprosario, también; quizás, hasta las ganas de estar con Nieves. A los
pocos kilómetros, Crates parecería todavía importante; un poco más allá sería un pueblo de la
zona; varios kilómetros más y sería un sitio que alguien alguna vez oyó nombrar, y después,
finalmente, nada: un pueblo perdido, un nombre sin significado.
El mozo incorporó a su trato descolorido alguna frase de confianza, opinó sobre el resultado de
un partido de fútbol que acababa de ver por televisión y le sugirió el plato del día. Miguel, por
cortesía o porque la elección del plato le era una decisión demasiado complicada, aceptó la
sugerencia: pejerrey.

Había olvidado llevarse un libro; sin nada para leer, su soledad se acentuaba. Recordaba el
terror que sentía en cierta época por los minutos previos al comienzo de una película: estar solo
en una butaca, con una pantalla vacía por delante, una pantalla en la que se reflejaban su
propio aburrimiento y su vacío.

Terminó la cena tan rápido como pudo y echó a caminar hacia el hotel. Ya era tarde, y Crates
estaba desierto. Volver a su habitación le parecía un poco deprimente; la larga siesta lo había
despojado del consuelo del sueño. Caminó para el lado de la estación. En postes y paredes,
unos afiches amarillos anunciaban la llegada del circo de los hermanos Codda.

Estaba tan distraído que casi lo embiste un auto. La frenada levantó una nube de polvo. Esperó
un insulto o una disculpa. Nada, salvo el silencio, que era un insulto o una disculpa. El coche que
había estado a punto de atropellarlo era un viejo Fairlane. El conductor encendió las luces
largas; Miguel, enceguecido, no pudo distinguir quién iba al volante. Se hizo a un lado para
dejar el paso libre al auto. Al salir del encandilamiento, distinguió que viajaban cuatro personas.
Al volante, el comisario. Atrás iba Daunes. El dueño del hotel Imperio giró la cabeza hacia el
otro lado, para que Miguel no lo reconociera. Junto a él iba Franze, el dueño del bar, que hundió
el cuello en su abrigo. No alcanzó a ver quién viajaba en el asiento del acompañante.

Viajaban callados y serios y quizás tristes. Nadie hizo ningún gesto de reconocimiento.

El Fairlane se alejó por el camino que llevaba hacia la ruta.

El camino que rodeaba la laguna.

El camino que conducía al hospital.

EPISODIO VIII

Los zapatos verdes

La trama de secretos que rodea a Crates amenaza con expulsar a Miguel. Sólo tiene una buena
razón para quedarse: Nieves. Mientras Miguel busca en torno a la laguna pruebas de que a
Micheli lo mataron, se anuncian dos visitas: cada una con su equipaje de peligro.

Mientras caminaba hacia el hotel, Miguel sólo pensaba en la gravedad de los cuatro hombres;
en el pacto incómodo y secreto que los había unido esa noche y quizás otras noches y quizás
siempre. Tomó la llave de la conserjería y subió sin ganas los escalones. En el hotel no se oía
nada. Si había pasajeros, ya estaban dormidos.

En la máquina de escribir había quedado una página a medio terminar. Era tan sencillo escribir
esas informaciones falsas, y sin embargo tan difícil. La mentira es una lengua extranjera que
hay que manejar con cuidado, para no cometer un error de traducción y que aparezca, de
pronto, la verdad. El contador Ruger tendría que esperar un poco más para recibir su informe.

Quizás se lo lleve personalmente, pensó Miguel. La atmósfera asfixiante del hospital había
invadido el pueblo, la laguna, y ahora percibía que todo Crates era una extensión del viejo
leprosario. Las paredes del hotel, los cuadros que colgaban torcidos y polvorientos, los muebles
pesados y las cortinas sucias parecían haber sido alcanzados, también, por el mismo veneno.
Pensó, con esperanza y urgencia, en la fuga. Decidió esperar a la mañana. Había un micro a las
seis y otro a las doce. Como si temiera arrepentirse, comenzó con apuro innecesario a preparar
la valija.

Entonces golpearon a la puerta.

Entró Nieves. Tenía el pelo mojado y una remera blanca. Lo abrazó con fuerza. Después, la
muchacha miró la valija a medio preparar y la empujó fuera de la cama. Las prendas, los
papeles y los libros cayeron sobre el piso. Miguel supo que el viaje inminente había quedado
cancelado.

Cuando despertó, Nieves ya se había ido. Miguel puso la mano sobre el hueco que había dejado
el cuerpo de la muchacha, como para comprobar si sus recuerdos eran ciertos: todavía estaba
caliente. Quizás en ese mismo momento Nieves caminaba por los pasillos en busca de su cuarto.
Leyó en el reloj de la mesita de luz las tres de la mañana y algunos minutos. Oyó, frente al
hotel, el ruido del motor del Fairlane, que se detuvo unos instantes, para dejar bajar a su
pasajero.

Miguel abrió la puerta de su habitación y desde allí intentó oír los movimientos del hotel. ¿Habría
llegado Nieves a su cuarto antes de que su padre la descubriera? Padre e hija, cada uno había
tenido su excursión nocturna, su paseo secreto.

Miguel miró su ropa tirada, los restos de su fuga imposible. Recogió un pantalón, una camisa,
algunos papeles, pero no los volvió a poner en la valija, sino en el armario. Crates lo estaba
atrapando, Crates no quería que se fuera.

Daunes le sirvió el desayuno con brusquedad. Un poco de café se derramó sobre el plato.

—Sé que preferiría que mi hija lo atendiera. Pero esta mañana no está disponible.

Miguel tomó un pequeño sorbo del café. Se preguntó si no lo estarían envenenando.

—Lo vi ayer con el comisario y con Franze. No sabía que Crates tenía vida nocturna en días de
semana.

—De vez en cuando nos hacemos una escapada al casino de Los Sauces.

—¿Ganaron?

—Yo salí hecho. Los otros, no sé. Esas cosas no se cuentan: o es jactancia o es llanto.

—¿Y el cuarto hombre, el que viajaba con el comisario?

—Un veterinario que estaba de paso por Crates, y al que alcanzamos hasta Los Sauces. No es
de nuestro grupo. ¿Por qué tantas preguntas? ¿Le interesa venir con nosotros? Una noche de
estas lo pasamos a buscar.

Mientras subía las escaleras oyó la voz de Daunes.

—Tal vez Nieves no tenga mucho tiempo para usted. Gonzalo, su novio, llegó hoy a la
madrugada.
Dedicó dos horas a terminar el informe. De vez en cuando, abría ligeramente la puerta para
escuchar los ruidos del hotel. Trataba de detectar, en los sonidos leves y distantes, la voz de la
muchacha, o el eco de sus pasos, pero por más que esforzaba su imaginación, nada le devolvía
imagen alguna de Nieves. Cuanto más intentaba él, más ausente parecía ella. Para distenderse,
salió a caminar. Y aunque al acercarse a la laguna todavía creía que su paseo estaba motivado
por un interés puramente científico, se dio cuenta de que buscaba otra cosa: las huellas del auto
de Micheli. Si habían asesinado al viajante y se habían deshecho de su auto, no había mejor
lugar que la laguna.

Recorrió la orilla este hasta que unos arbustos le cortaron el camino. El atardecer lo incomodaba
con su silencio frío; el hospital, a lo lejos, parecía agigantarse, como si las sombras fueran su
alimento. Al día siguiente continuaría su investigación.

Volvió cansado. Buscó las llaves en su casillero; no las encontró. Subió apurado la escalera:
Nieves estaría esperándolo en su cuarto. De algún modo se había sacado a su novio de encima y
ahora, ya casi sin luz, ya de nuevo en la hora de los secretos, sería toda para él. Abrió la puerta
con una esperanza que empezaba a incomodarlo.

Había una mujer sentada en la cama, pero no era Nieves. Mostraba tal seguridad en su postura
que Miguel creyó, primero, que se había equivocado de cuarto, y luego, que lo habían echado
sin avisarle para darle la habitación a otra pasajera. Descubrió que sus cosas estaban allí y que
la mujer, a pesar del gesto tranquilo con el que enfrentaba la situación, era la intrusa.

Miguel esperaba una explicación, pero recibió una orden:

—Cierre la puerta. No quiero que nos vean juntos.

—¿Beatriz? —La mujer le tendió la mano.

—¿Quién le abrió?

—Robé la llave. No había nadie en la recepción. Perdón por aparecerme así, pero no me
quedaba otro camino. Hoy me entrevisté con el comisario sobre la muerte de mi ex marido.
Necesitaba algunos papeles. Por suerte, los conseguí.

Señaló, sobre la cama, un gran sobre de color madera.

—¿Qué hay allí?

—Fotografías, informes, memos internos. Todas las cosas que el comisario quería esconder.

—¿Y se las dio?

—No. Las robé de su oficina. Me hicieron esperar una hora y aproveché el tiempo. Ésa es mi
especialidad: ahorrar tiempo.

La mujer se desperezó. Miguel la miró incómodo, con la sospecha de que la cita involuntaria
incluía algo más.

—No se asuste, no voy a pasar aquí la noche. Tengo que tomar el ómnibus de las 12. Para
entonces, el comisario ya sabrá que le robé los papeles y va a estar esperando en la estación.
No dejará que me lleve nada.

—¿Y qué quiere que haga yo?


—Que conserve los papeles y se los envíe al contador Ruger. A nadie le llamará la atención que
usted envíe sus informes. Y tengo que pedirle otro favor. ¿Me dejará estar aquí hasta la hora de
salir? Es un rato, nada más. Puede despertarme en una hora.

Beatriz se sacó los zapatos y se quedó dormida. Los zapatos cayeron a los pies de la cama: eran
verdes, de taco; parecían, a los ojos inexpertos de Miguel, muy caros. Ahora los cubría el polvo
de Crates. Lejos de vulgarizarlos, el polvo parecía concederles cierta dignidad, como si se tratara
de un tesoro enterrado. Miguel contempló a la mujer con una mezcla de zozobra y deseo; y
envidió su sueño tranquilo, en el que la mujer ligeramente sonreía. No hay nada más remoto,
más perfectamente desconocido, pensó, que el sueño de quien duerme a nuestro lado.

Golpearon levemente a la puerta. Miguel se levantó de un salto, como si se hubiera tratado de


un estruendo. Abrió sin hacer ruido. Ahí estaba Nieves, un poco despeinada, como si hubiera
arrastrado, durante todo el día, las huellas de la noche anterior. Miguel cubría el umbral con su
cuerpo, pero su gesto era tan explícito que mostraba aún más de lo que tenía para ocultar.

—¿No me vas a dejar pasar?

No pudo dar ninguna explicación, porque a Nieves le bastó asomarse para ver los zapatos
verdes en el suelo. Se alejó antes de que Miguel pudiera decir nada. La siguió por el pasillo,
pero oyó la voz de Daunes, abajo, y prefirió la seguridad de su cuarto. Mejor esperar a cuando
llegara el aburrido, el inútil tiempo de las explicaciones, el ritual donde las respuestas llegan
cuando las preguntas se olvidan.

Cuando entró a la habitación, Beatriz estaba sentada en la cama.

—¿Por qué esa cara? ¿Vino el comisario?

Miguel negó con la cabeza.

—Ya no lo molesto más. Me voy a la estación. Le pido que compruebe que no haya nadie en el
camino.

Mientras Beatriz se lavaba la cara y protestaba porque no había llevado crema, Miguel cuidó que
no quedara nadie en las escaleras ni en los pasillos. Bajaron velozmente y llegaron hasta la
recepción sin cruzarse con extraños. Se oía una canilla abierta en la cocina. Beatriz ya estaba
afuera cuando Daunes, que se secaba las manos con un repasador, salió a ver quién había
abierto la puerta. Miguel le hizo un saludo con la mano.

Se alejaron del hotel a paso veloz. En un descampado, dos peones levantaban con esfuerzo la
carpa de los hermanos Codda. Un león dormía en una jaula sobre ruedas; cinco perros,
integrantes del grupo Los perros aritméticos, se perseguían entre ladridos que quizás sumaban
estrellas, autos o postes de teléfono. Beatriz lo tomó del brazo.

—No llegue hasta la estación. Quédese a distancia y observe. Si ve que el comisario me impide
subir al ómnibus, llame a mi abogado. Aquí tiene mi tarjeta, ahí mismo anoté el número. Y
mañana, a primera hora, envíe el sobre que le di.

Beatriz le dio un beso en la mejilla y partió rumbo a la estación. Apoyado contra el tronco de un
árbol, miró desde lejos la escena. La estación, iluminada en medio de la noche, parecía un
escenario donde se reunían actores furtivos para representar personajes secundarios. Cuando
Beatriz estaba por subir, el comisario la detuvo. Miguel los vio discutir: el comisario abrió la
cartera, no encontró nada y se la devolvió. La discusión duró cinco o quizás diez minutos. Los
dos choferes del micro trataban de apurar la salida: se turnaban para hablar, pero nadie los
escuchaba.

Durante un segundo le pareció que el comisario lo había descubierto. Pero no hizo ninguna
señal, ningún movimiento. Beatriz subió al ómnibus y tras ella las puertas se cerraron. El micro
maniobró, lento y pesado, en busca de la ruta. El comisario había perdido toda agresividad:
ahora encendía un cigarrillo y se frotaba las sienes. Hizo un vago saludo, dirigido a los choferes,
o a Beatriz, o al mismo Miguel: los saludos que se hacen de noche y a lo lejos están destinados
a todos y a nadie.

EPISODIO IX

La fiera escondida

El peligro aumenta a medida que Miguel se acerca al secreto que guarda el hospital. Un auto
bajo el agua, un novio celoso, un león suelto, un comisario dispuesto a hacerlo callar. Y una
última visita al edificio en ruinas.

Miguel despertó a la mañana con la sensación de que alguien había entrado en el cuarto y se
había llevado los papeles. Pero el sobre estaba allí, intacto. Agregó al material que le había
entregado la viuda de Fridman su propio informe sobre las aguas de Crates y una nota a mano
donde le explicaba al contador Ruger la naturaleza de su envío. Caminó apurado hasta la
terminal, con una ansiedad que lo obligaba a girar la cabeza en busca de posibles seguidores.

El empleado de la empresa de micros le hizo algún comentario levemente familiar, como


dándole a entender que ya estaba incorporado al folclore del lugar. Pagó y volvió apresurado al
hotel, en busca del desayuno. Alguien le había dicho alguna vez que el desayuno era el mejor
momento del día; después todo empeoraba.

Una hora más tarde, mientras caminaba hacia la laguna, oyó su propia voz, que, con fingida
firmeza, declaraba:

—Apenas encuentre el auto de Micheli, me voy.

Recorrió el lado este del lago, y fue más minucioso que la vez anterior. Avanzaba lentamente, a
veces caminando descalzo por el agua, con las zapatillas atadas entre sí y colgando del hombro.
A las dos de la tarde se detuvo para comer un sándwich y tomar un poco de agua; extrañó la
vianda de Nieves, y su compañía. Estar solo en un pueblo extraño, no tener a nadie con quien
conversar, era un modo de enloquecer. Cerca de las cinco, y cuando el cielo ya empezaba a
oscurecer, encontró, detrás de unas ramas espinosas de las que colgaban algas resecas, una
minúscula playa de pedregullo, invadida de botellas rotas y bolsas de nailon. Piedras blancas,
arcillosas, rodeaban la playa.

Sacó una lupa de su maletín y estudió el suelo en busca de huellas de neumáticos. Notó que
habían removido las piedras para borrar toda señal. Era el indicio que buscaba: ahora había
llegado el momento de entrar en el agua.

Llevaba un short de baño bajo el pantalón. Se desvistió y caminó vacilante por el limo.

El agua estaba helada y, a medida que avanzaba, las algas se pegaban a su cuerpo en un
abrazo repulsivo. Cuando el agua le llegó hasta el pecho, tropezó y estuvo a punto de caer. Su
mano reconoció la superficie de metal. Hasta este momento había soportado el frío y el miedo,
pero ya le eran intolerables. Salió espantado del agua, y empezó a secarse con frenesí. ¿Por qué
había ido hasta allí? ¿Por qué no se había conformado con pensar que Micheli había seguido su
viaje, y que ahora recorría los pueblos del sur de la provincia vendiendo maquinaria y pidiendo
rebajas en los hoteles? ¿Por qué había cruzado la línea que separaba los temores de la
confirmación? Se ató las zapatillas con tal apuro y torpeza que se desataron de inmediato.
Recordó las advertencias de su madre sobre los peligros inconmensurables que acechaban a
quienes iban por el mundo con los cordones sueltos. Y aunque no llegó a pisarse los cordones ni
a tropezar, le pareció que alguna conexión había entre su descuido y el golpe en la nuca, la
caída de cara contra las piedras, el gusto a tierra que le llenaba la boca.

El dolor le había hecho cerrar los ojos. Cuando los abra, pensó, veré la cara del asesino.

El otro tenía botas, un jean, una camisa blanca, una campera azul. Desde el suelo parecía
gigante, pero no es una buena perspectiva para juzgar. Usaba lentes negros. Miguel no lo había
visto nunca.

—No quiero que vuelva a ver a Nieves.

Miguel se puso de pie. La caída le había lastimado la boca. Sus cosas estaban desparramadas
por el piso. Había algo de humillante en juntar las cosas caídas delante de otro. En lugar de
hacerlo rápidamente y con disimulo, prefirió exagerar la lentitud, como si fuera una ceremonia,
y un simulacro de serenidad.

—No nos presentaron —dijo Miguel, aunque ya sabía quién era el otro.

—Soy Gonzalo Jarman, novio de Nieves. Y usted ya sé quién es: alguien que está a punto de
irse del pueblo.

—¿Quién le dijo que yo estuve con Nieves?

Gonzalo no respondió. Miguel se alejó unos pasos. Sacó el pañuelo para limpiarse la sangre de
la boca. A sus pies cayó una piedra, y luego otra.

—No quiero que se acerque a ella. ¿Entiende?

Miguel trató de no hacer ningún movimiento brusco que provocara a su rival. A medida que se
alejaba, las piedras eran lanzadas con mayor violencia pero con menos dirección. Cuando ya
creía que no habría más piedras, sintió el golpe sobre el hombro izquierdo. Dio un grito de dolor
y miró hacia atrás. No había nadie. Gonzalo Jarman se había escondido.

Pasaron cinco minutos hasta que oyó el grito. Al principio pensó que era una trampa, que el otro
simulaba estar herido para que él fuera corriendo hacia la trampa, para que el otro lo atrapara
en la red de sus celos y su odio inútil. Pero el grito se repitió, cansado, casi un quejido.

Miguel quedó congelado unos segundos. Los árboles de la orilla tapaban todo. Sin pensar,
empezó a correr.

Llegó al hotel agotado, empapado en sudor. Al enfrentarse a la escalera, sintió que ya no tendría
fuerzas para subirla.

Pero Nieves bajaba con prisa los escalones, hacia su encuentro.

—¿Te encontró Gonzalo?


—Sí. No me dejó hablar.

—Es una bestia. Voy a ir ahora mismo a decirle...

Miguel habló del golpe, y luego del alarido. Daunes había aparecido detrás del escritorio de la
recepción, con un vaso en la mano.

—Voy a avisarle al comisario —dijo Nieves.

—Buscalo en lo de Franze.

Antes de irse, Nieves reservó una mirada llena de rencor hacia Miguel, como si hubiera sido su
tarea cuidar del otro.

—Tómese algo fuerte —dijo Daunes—. Parece enfermo.

—¿Usted le dijo?

—Era hora de terminar con todo esto. Pensé que Gonzalo encontraría el modo de convencerlo.

—Casi me mata. Ése fue el modo.

—Lo hice para salvarlo.

—¿Para salvarme?

—Usted no me entiende. Cree que todos estamos contra usted. La salvación viene a veces de
quien uno menos se lo espera.

A las doce de la noche, nadie dormía en Crates. Las ventanas estaban iluminadas, la gente
caminaba con linternas. Los hombres que tenían armas se habían organizado en grupos de
rastrillaje. El comisario había llevado a Miguel a una mesa en el bar de Franze, que había
quedado desierto.

—¿No debería estar con ellos, buscando a Jarman? —preguntó Miguel.

—A Jarman y al león.

—¿Qué león?

—Un león que escapó del circo. Estos circos de mala muerte no cuidan la seguridad. Tal vez fue
eso lo que mató al chico de los Jarman, si es que está muerto.

—¿Cuándo escapó el león?

—Hace unas horas.

—¿Cuando yo traje la noticia del ataque?

—Poco después, sí.

—Un león explicaría la muerte de Gonzalo Jarman.

—Y toda otra muerte que eventualmente pudiera ocurrir.


El comisario echó un chorro de soda en su vaso de vermouth.

—¿Por qué me trajo aquí?

—Estamos esperando a alguien.

—¿Para jugar al billar?

—No. No se puede jugar después de las doce. Orden municipal.

No le habían gustado los movimientos de esa noche. El hecho de que el comisario lo hubiera
llevado al bar desierto. Esa espera tensa de alguien que todavía no tenía nombre.

—La viuda de Fridman no se fue sin los papeles, comisario. Yo mismo se los envié al contador
Ruger. Ya deben estar en manos del abogado de la mujer. Si algo me pasa, se acordarán de la
muerte del ingeniero, y de las maniobras de ustedes para ocultar información.

—No creo que esos papeles hayan llegado a buen puerto, Comte. Es más, creo que ya están de
nuevo entre nosotros.

El contador Ruger entró en el bar. Dejó un bolso en el suelo y le tendió la mano al comisario y
luego a él. Era una mano blanda, sin fuerzas.

—La noche que nos vio, el contador Ruger también estaba con nosotros, en el Fairlane. ¿Sabe la
verdad? Ruger es un viejo amigo.

El Fairlane avanzó por una calle secundaria. Iba con las luces apagadas. Manejaba el comisario.
A su lado iba Daunes. Detrás viajaba Miguel, entre Franze y el contador Ruger.

—Todos nos conocimos en el hospital, Miguel. Todos fuimos salvados por el doctor Crates, y así
pudimos empezar una nueva vida —dijo el contador Ruger—. Al doctor Crates se lo debemos
todo.

Parecían tranquilos, como si realmente fueran a un casino en un pueblo vecino, excepto Daunes.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó el dueño del hotel.

—Vamos a dejarlo a las puertas del hospital. Tendrá que irse por sus propios medios. Ya
bastante ha molestado.

—¿Y si lo dejamos en la terminal? No hablará con nadie ¿Qué podría decir?

—Que Crates elija. Si lo quiere en libertad, que le dé la libertad.

Miguel viajaba en silencio. El miedo lo había paralizado. Nadie lo había visto partir. El Fairlane se
había detenido frente al bar y el comisario lo había invitado a entrar, sin siquiera necesidad de
amenazarlo. Todavía tenía la esperanza de que todo fuera un simulacro destinado a asustarlo. Al
fondo del camino, apareció el hospital.

El coche se detuvo a cincuenta metros del edificio. El comisario encendió un cigarrillo y le dio un
empujón en el hombro a Miguel. Caminaron lentamente hacia el hospital. Iban todos en silencio,
hacia la mole sombría. El contador Ruger abrió la puerta:

—Miguel: lamento comunicarle que su relación laboral con la Corporación Treviso ha terminado.
Franze lo empujó al interior del edificio y cerró la puerta a sus espaldas. Oyó el ruido de una
cadena y el clic de un candado.

El auto se alejó del edificio.

Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Trató de distinguir una ventana desde la que pudiera
escapar. Recorrió la planta baja tratando de no hacer ruido.

Desde el otro extremo de la casa le llegó una voz:

—Siempre tengo que salir a cazar. Es la primera vez que me traen la presa.

Miguel preguntó quién hablaba.

—El dueño de casa. El hijo del dueño, en realidad. Bienvenido.

EPISODIO X

El hijo de Crates

El comisario y sus cómplices, todos ex pacientes del hospital Crates, han condenado a Miguel
Comte a enfrentarse solo con el corazón mismo de la pesadilla. Cuando Miguel queda encerrado
en la oscuridad del edificio, oye la voz del dueño de casa. Los enigmas encuentran su respuesta,
y el mal, su nombre.

Miguel sintió que la voz que le hablaba —serena, educada, pero con una dicción apenas más
lenta que lo normal, como si su dueño tuviera que elegir cada palabra— era la voz del edificio
mismo. Las palabras estaban conectadas a las cañerías rotas, a la mampostería caída y a las
maderas podridas de los pisos.

Escapó de la luz remota que llegaba a través de una ventana y buscó el rincón más oscuro.
Sentía que huía de la voz, que buscaba una sombra donde la voz no lo alcanzara. No veía a su
enemigo; a pesar de su escondite, su enemigo lo vio.

—No se asuste. Todavía no he decidido qué hacer con usted. Además estoy agotado. Cada
intervención me deja extenuado. Soy el médico y tengo el cansancio del médico, pero también
soy el paciente, y sufro el cansancio posoperatorio del paciente. Además, no debería tenerme
miedo. Yo lo salvé del que lo atacaba.

—Hay gente afuera, con linternas y armas. Buscan a Jarman.

—Y lo van a encontrar. El comisario siempre encuentra todo lo que busca.

El otro estaba cerca. Había estado en lo alto de la escalera, pero ahora bajaba despacio. Quizás
realmente estaba agotado, quizás era el momento de atacarlo o de intentar escapar.

Miguel se acercó a la escalera. Quería verlo, quería saber a quién se enfrentaba.

—Siempre tuve facilidad para ver en la oscuridad. Es algo que se pierde con los años, pero yo, a
pesar de mi edad, no lo he perdido. Debe ser porque no uso otra luz que la del día; cuando se
apaga, dejo que las sombras me guíen por mi casa. ¿Quiere verme? ¿Está seguro de que quiere
verme? Tenga en cuenta que todavía no estoy listo. Soy apenas un borrador de lo que seré.

Miguel alcanzó a ver el arma en la mano izquierda. Podía ser un cuchillo, o quizás un bisturí
antiguo, gigantesco, de la época en que no existía material descartable y las piezas quirúrgicas
eran de acero alemán. Los pasos vacilantes del otro invitaban al ataque: parecía un enfermo
probando su primer paseo después de días de cama, los pies tanteando la dudosa solidez del
suelo.

Pero no pudo saltar sobre él. La luz de la luna iluminó vagamente el rostro. Miguel vio la extraña
máscara que no era una máscara, la piel de distintos animales que le cubría la cara y el cuello y
que sólo en ciertos puntos parecía ser humana. Un hombre hecho de remiendos. Supo por qué
Fridman había anotado la palabra Arcimboldo: por las cosas muertas, heterogéneas, que se
reunían para formar, a través del horror y la superposición, un rostro. Las piernas le fallaron y
fue resbalando contra la pared. Recordó la carrera del túnel en su pueblo natal, su miedo a
entrar con la bicicleta en la oscuridad, por temor a que su faro se apagara, pero también por
temor a lo que el faro pudiera iluminar. Siempre había habido posibilidad de retroceder, de
fracasar. Ahora no había modo: el mundo entero era el túnel.

—Todavía doy miedo. Pero eso pronto pasará. Ya encontré el camino. Desde que tengo un
propósito en la vida, veo las cosas con mayor claridad.

Si hubiera podido hablar, Miguel le habría preguntado por el propósito. Pero no fue necesario,
porque de inmediato comprendió.

Desde un rincón del edificio llegó un grito de mujer, pidiendo ayuda. Era la voz de Nieves, que
estaba prisionera. El hospital era el castillo, Nieves la princesa, y a él le había tocado el papel
del caballero encargado del rescate. Nada coincidía exactamente con su rol en la fábula, excepto
Crates: para el papel de monstruo, de ogro, de dragón, se había conseguido un monstruo de
verdad.

—Sé que usted es biólogo. Me gustaría hablar de científico a científico. Los otros, los
sobrevivientes, los pacientes de mi padre, no son más que unos ignorantes. Todos ellos: el
comisario, Daunes, Franze, el mismo Ruger, a quien la gran ciudad no cambió nada. Vienen a
buscar mi sangre, me dejan alimentos a cambio, pero apenas hablan. Yo todavía les doy miedo.
Después de tantos años, todavía los aterrorizo.

El dueño de casa lo había invitado a subir las escaleras y después a sentarse en el elástico de
una cama, en una gran sala. No había encendido ninguna luz, ni tampoco se había acercado.
Miguel lo había obedecido sin resistencia.

—¿Usted es el hijo de Andreas Crates?

—Soy Víctor Crates.

—¿Y su enfermedad?

—¿Cree que estoy enfermo? Al contrario. Es la salud lo que me obliga a estar encerrado aquí. Un
exceso de salud.

Sentado en el borde de metal, con los músculos tensos, preparados para un eventual ataque,
Miguel oyó la risa, que fue el prólogo de la historia.

—Cuando murió mi madre, mi padre me trajo a vivir aquí. Era débil, siempre había sido débil, y
no tardé en contagiarme la enfermedad. Mi padre consideró mi mal primero como una culpa que
jamás podría expiar, y luego como una señal del cielo. Durante años había buscado una cura
contra la lepra: ahora que su mismo hijo había sido atrapado, no tenía otro camino que
encontrarla. Pronto la investigación se llevó todo su tiempo. La institución decayó; los enfermos,
lejos de sus cuidados, empezaron a morir o a marcharse a los leprosarios de las islas. Mi padre
pasaba día y noche en su laboratorio subterráneo. En mí, la enfermedad avanzó de un modo
inusualmente rápido. La piel caía así. —Crates arrancó con la mano un pedazo de mampostería
—. Entonces mi padre decidió probar primero conmigo. Y funcionó.

Miguel lo miró con sorpresa. ¿Qué era lo que había funcionado? ¿Acaso había, en la historia de
la medicina, algún fracaso más absoluto que el que tenía delante de los ojos, y que la oscuridad
disimulaba? El motor de un auto, a lo lejos, lo distrajo, y lo distrajo aún más la esperanza de
que el ruido se hiciera más audible y se acercara. El auto pasó de largo.

—Lo que inventó mi padre era un sistema para que los tejidos se regeneraran con rapidez
anormal. Consiguió que mi piel se adaptara a cualquier tejido, no hacía falta que fuera piel
humana. Podía recibir injertos de cualquier animal. No había rechazo a los injertos.

Miguel asistió con horror al relato de la curación incesante e imposible. Cuanto más oía, menos
fuerzas tenía para escapar. Supo de los injertos progresivos con piel de cerdo, la más parecida a
la humana; en los fondos del hospital se había instalado un corral, y día por medio los cerdos
eran ejecutados para servir en la operación. "Eran tantos, que siempre estábamos comiendo
cerdo, en el almuerzo y en la cena, un sabor que no puedo soportar ni en el recuerdo". Oyó
luego el descubrimiento que hizo el padre: a través de su hijo podía salvar a los demás, pero no
a su propio hijo. Por último, supo del pacto, que explicaba la visita nocturna, los hombres en el
Fairlane, el silencio incómodo y culpable.

—Mi padre logró salvar a cinco. Uno ya murió: quedaron en el pueblo cuatro. Cuando enfermó y
supo que iba a morir, mi padre los convocó para que me cuidaran, para que me permitieran
vivir aquí y alejaran a los intrusos. Yo iba recubriendo mi piel con los animales que cazaba; mi
piel puede aceptar cualquier tejido. Ellos se ocupan de traer alimentos y yo a cambio les doy mi
sangre.

—¿Por qué su sangre?

—Mi padre los convenció, y también me convenció a mí, de que mi sangre los mantendría
alejados de la enfermedad. Ya no creo que sea cierto, pero es el acuerdo que nos ha unido. Mi
padre lo hizo para que no me mataran o me dejaran solo. Hasta ahora, su plan dio resultado.

—¿Y Nieves? ¿Para qué la tiene aquí?

—Es por ella que decidí cambiar las cosas. Me recuerda a una muchacha a la que quise hace
muchos años, y que está allí, atrás, en el cementerio. Cuando vi a Nieves, decidí que se merecía
más que un monstruo hecho de remiendos. Merecía un hombre de verdadera piel humana.

Bastó la mención de Nieves para que Crates sintiera urgencia de verla, y arrastró a Miguel;
había encontrado por fin alguien a quien mostrar su tesoro. Caminaron por pasillos que
progresivamente se iban llenando de camillas, armarios, tubos de oxígeno, según un orden que
antes le hubiera parecido a Miguel casual, pero que ahora descubría dispuesto por la mentalidad
de otro. El hospital no era uniformemente un mismo sitio abandonado; había zonas que eran el
Exterior y zonas que eran el Interior, el corazón de la construcción, la residencia secreta de su
dueño. Y Nieves estaba encerrada en lo más profundo y más íntimo, en el punto inaccesible que
el ogro había elegido como hogar.

El cuarto subterráneo había sido el estudio del doctor Andreas Crates. Torcidos, con el vidrio
astillado, colgaban sus diplomas. Aquí y allá columnas de libros en inglés, francés y alemán
hablaban de la enfermedad. Contra la pared, una cama en la que Nieves estaba sentada, las
muñecas atadas con largas tiras de tela blanca a los barrotes de metal. Al verlo, dio un grito de
sorpresa, como si despertara de un sueño, pero su cara se transformó al ver que Miguel no
venía solo.

—No puede imaginar mi cansancio. Acostumbrado a vivir aquí, sin que nadie me moleste, de
pronto siento este impulso de ir a conocer el mundo y de conquistar. Todo por culpa de esta
mujer. Antes de que yo la viera, el mundo era perfecto. Pero ella apareció por aquí, con ese
ingeniero. Hasta ese entonces no me había dado cuenta de que las paredes se venían abajo. Por
culpa de ella descubrí las grietas, los yuyos creciendo en las grietas, las ratas, el óxido. Descubrí
que era un monstruo. Nunca había entendido los espejos: me hablaban una lengua desconocida,
a la que nunca había prestado atención, y de pronto, como en una revelación, comprendí. La vi
a ella, y nada de mi mundo quedó en pie. Ojalá hubiera nacido ciego.

EPISODIO XI

El traje del monstruo

El hospital se ha convertido para Miguel en un laberinto; en el centro acecha Víctor Crates. Pero
afuera, en la oscuridad, están los otros enemigos, los ex pacientes que quieren continuar con el
ritual que los ha mantenido con vida todos estos años.

El pelo de Nieves caía hacia adelante, una sombra más oscura que la sombra, y aunque Miguel
no alcanzaba a verle la cara, supo, por su voz, que había estado llorando hasta el agotamiento.
En voz baja, en un tono casi impersonal, como si repitiera un texto aprendido de memoria,
Nieves le dijo a Crates que ya la estarían buscando, que su padre estaba afuera, que pronto
entraría. Convocó, sin esperanza, las leyes que regían la vida de los hombres del otro lado de
aquellas paredes, a pesar de que sabía que ahí adentro comenzaba un nuevo gobierno.

Víctor Crates la escuchó con paciencia, como un maestro que espera que su alumno acabe de
recitar las mismas excusas que ya oyó mil veces.

—¿Por qué se quiere ir? —preguntó Crates—. Este lugar es también su casa. Aquí empezó el
pueblo. El hospital es la casa de todos. Y no confíe en que su padre la saque de mi lado. Él
siempre me protegió. Es igual a los otros. Se aseguró de que tuviera alimento, de que
continuara vivo.

—Mentira. Ni siquiera sabe que usted existe.

—Cada dos semanas, Daunes viene aquí, junto con los otros. Cuando llegan, ya está listo lo que
necesitan. Uso una copa grande de cristal de Bohemia, un recuerdo de mi madre. Me extraigo
unos diez centímetros de sangre y ellos la beben, hasta la última gota.

Nieves se estremeció y encogió las piernas, como si quisiera encerrarse dentro de su cuerpo.
Había descubierto una repulsión nueva, no sólo hacia el monstruo y hacia la máscara que no era
una máscara, sino hacia todo lo que la rodeaba; todo el edificio invadido, infectado.

—No me mire así. Yo soy el salvador de su padre. Y si él no se hubiera curado, usted no habría
nacido. Todas las cosas tienen un origen oscuro, al que nos tenemos que acostumbrar.
Un golpe feroz en la puerta resonó en todo el edificio. ¿Era un martillo, un hacha? Miguel
imaginó la patrulla de rescate que pondría fin al mundo de los monstruos. Crates se había
quedado quieto, atento a los golpes, como si se tratara de un mensaje en clave. Después de
tantos años de soledad, demasiadas visitas para un anfitrión improvisado.

Miguel aprovechó la confusión para empujarlo y correr hacia la puerta.

Crates no hizo ningún esfuerzo por retenerlo. Sólo miraba a Nieves, como si creyera que era su
mirada lo que la retenía prisionera, y no las largas tiras de tela que la ataban con mil vueltas a
los barrotes de la cama.

El hacha golpeaba con furia la puerta. Había hecho ya un agujero en la hoja, pero buscaba otra
cosa: arrancar el picaporte con la cadena y el candado. Era un hacha de mango largo, que
Daunes sostenía con las dos manos. Descargaba con cada golpe el peso de su cuerpo. La había
comprado años atrás en el almacén de ramos generales, para cumplir con una ordenanza
municipal contra incendios. El hacha había dormido durante años en una caja de vidrio, junto a
una manguera enrollada de boca de bronce y un balde de metal lleno de arena. Ahora le había
llegado su día, el momento de probar si la hoja servía, sin con ella se podía tirar una puerta
abajo, romper una cadena, matar a un hombre.

Una vez que estuvo adentro del edificio, el impulso de Daunes pareció disminuir, como si no
supiera cuál era el siguiente paso. Intentó acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Miguel lo vio
venir, con el hacha levantada, preparado para asestar el golpe.

—Soy yo, Comte —dijo Miguel, sin saber si el otro lo atacaba porque no lo distinguía en la
oscuridad, o porque lo había reconocido. El hacha bajó lentamente.

—¿Dónde está mi hija?

—En el fondo. La tiene Crates.

Daunes sacó de su bolsillo una pequeña pistola. Era plateada y parecía de juguete.

—Era de Fridman. Yo se la robé. Ojalá no lo hubiera hecho.

—¿Qué quiere que haga con esto? —preguntó Miguel. Le parecía extravagante la presencia del
arma en su propia mano.

—Vaya a buscar a mi hija.

Miguel había esperado huir, dejar que otros terminaran la historia. Ahora lo empujaban a un
puesto de héroe que no había elegido. Y Daunes, ¿qué pensaría hacer? ¿Quedarse en la puerta,
a esperar que todo encontrara su fin, a que él volviera a la guarida del monstruo a cortarle la
cabeza?

—Venga conmigo. Solo no puedo.

—¿No entiende? Ellos vienen por mí. Están afuera. Son más peligrosos que Crates. Si nos
encuentran, nos matarán a todos. Apúrese.

Miguel tardó en comprender de qué hablaba Daunes, hasta que oyó el motor del auto que se
acercaba. El Fairlane avanzaba lentamente hacia el hospital, con su cargamento de hombres
solos, silenciosos y tristes.
El coche se detuvo, pero los hombres no bajaron de inmediato. A través de la puerta rota,
Miguel vio el auto inmóvil, los faros todavía encendidos, y creyó que no iba a pasar nada.
Daunes estaba quieto, el edificio mudo, el coche con el motor apagado, la luz de los faros
atravesando el rocío y atrapando a las mariposas de noche.

Daunes habló por última vez:

—Vaya ahora. ¿Sabe manejar un arma? Está cargada y ya le quité el seguro. No haga cosas
raras. Espere a que esté bien cerca y le dispara al pecho. No confíe en su puntería, puede herir
a mi hija. —Y señalando hacia afuera, como disculpando a los hombres que iban a entrar a
matarlo, dijo—: Es la sangre, ¿sabe? La sangre maldita que los ha enloquecido.

Daunes lo empujó. Fue un empujón suave, casi paternal.

Miguel corrió por el pasillo con el arma en la mano. Y mientras corría, pensaba con estupor que
él, al fin de cuentas, no era más que un universitario que había venido a hacer un informe sobre
un poco de agua muerta. Un informe que había quedado interrumpido, la última página todavía
en la máquina del Hotel Imperio.

Cuando oyó el ruido de las puertas del auto al cerrarse con fuerza, Miguel se asomó a una
ventana enrejada.

El comisario y Franze habían bajado del Fairlane. Llevaban armas largas. Miraban impacientes el
auto, hasta que Ruger bajó tembloroso por la puerta de atrás.

Tenía también un rifle en las manos, pero, a diferencia de los otros, parecía no saber muy bien
qué hacer con él.

—Vamos —ordenó el comisario.

—No puedo —dijo Ruger—. Nunca en mi vida usé un arma.

—Daunes va a matar a Víctor. Si eso sucede, todos volveremos a enfermar.

—Conozco a Daunes de toda la vida. No puedo.

Ruger dejó el arma en el suelo y empezó a correr en dirección a los árboles que ocultaban el
cementerio. El comisario apuntó hacia la negrura, pero no llegó a disparar.

—¿Lo sigo? —preguntó Franze.

—No. Cuando todo haya terminado, entenderá. En el momento de las cosas difíciles, siempre
nos dejan solos a nosotros dos, ¿no, Franze?

Franze sonrió. Había orgullo en su sonrisa. Le gustaba seguir al comisario, que siempre sabía
qué hacer, adónde ir, incluso en esa noche final, en la que todo era confusión y extravío.

Con las armas apuntando hacia la puerta, avanzaron hacia el hospital.


Miguel oyó un crujido muy cerca, y se apartó de la ventana. Un murciélago pasó sobre su
cabeza. Crates podía estar en cualquier habitación, detrás de las montañas de mesas, camillas y
sillas rotas, en los roperos grandes como habitaciones. Desde cualquier hueco podía irrumpir el
antiguo bisturí. La pistola, encerrada en su mano húmeda, le parecía menos una defensa que un
peligro adicional.

Recordó la única vez que había disparado un arma en su vida. Cuando tenía diecisiete años, y
vivía todavía en el pueblo, uno de sus amigos había conseguido una carabina y había propuesto
a los otros tirarles a los pájaros, cazar un jilguero, un gorrión, cualquier cosa. Él se había
opuesto y convenció a los otros de usar como blanco una lata oxidada. Todos tiraron, con mayor
o menor suerte; de vez en cuando, la lata volaba por los aires. A Miguel le tocó el último turno.
Tardó en disparar. Apuntaba, se movía, volvía a apuntar, mientras oía las burlas de los otros. La
lata parecía estar cada vez más lejos. Cuando disparó, un pájaro, hasta entonces invisible, cayó
destrozado a los pies del árbol.

Pensó con horror que si fallaba ahora, también él acabaría formando parte del traje del
monstruo.

Miguel oyó a lo lejos los golpes, el horrible chillido de Franze, que tardó en morir, los disparos a
ciegas, que buscaron el cuerpo y lo encontraron. En ese momento sólo pudo adivinar, pero
luego, cuando todo ya había terminado, supo que las cosas habían ocurrido así:

Daunes había esperado en la oscuridad que sus viejos amigos se asomaran. Durante años había
jugado con el comisario al truco, al billar y, con menos frecuencia, al ajedrez. Siempre —excepto
en el truco, donde cada uno dependía del azar y de los cambiantes compañeros de partida— el
comisario ganaba. Y mientras sostenía el hacha en la oscuridad, Daunes sospechó que en esa
última partida el triunfo también se lo llevaría el comisario. Los otros eran dos, estaban
armados, y él era apenas el dueño de un hotel para viajantes, cuya única aventura en los
últimos años había consistido en echar a un corredor de productos químicos que en una
borrachera había iniciado la demolición del hotel. Esa vez lo habían ayudado el comisario y
Franze; se habían llevado al borracho, que nunca había vuelto a aparecer por allí. Cuando la
cabeza de Franze asomó por el hueco, Daunes descargó el hacha. Confiaba en matarlo de un
golpe, pero Franze gritó; un alarido espantoso, el chillido que había oído muchos años atrás, en
ese mismo hospital, cuando degollaban a los cerdos. La mano de Franze, quizás no su voluntad,
hizo fuego, y la bala atravesó una ventana. Daunes sintió urgencia por acallar el grito agudo,
como si temiera que alguien dormido pudiera despertarse. Mientras descargaba el hacha por
segunda vez contra la cabeza de Franze, supo que ése había sido un error, porque ya el
comisario estaba en el hueco de la puerta, iluminando con fogonazos la oscuridad. La tercera
bala llegó al corazón de Daunes.

El comisario alumbró con su linterna los cadáveres. La luz agudizó su dolor de cabeza, y sintió
las puntadas en las sienes, en el fondo de las órbitas. Del bolsillo derecho de su camisa sacó dos
aspirinas y las tragó sin agua. Apagó la linterna y echó a caminar hacia el cuarto de Crates, el
corazón secreto del edificio.

Caminaba tranquilo. Había perdido a su mujer unos meses atrás y a todos sus amigos esa
noche. Le quedaba poco por perder. Se movía cómodo en la sombra. La luz era un martirio, y la
oscuridad una bendición.

EPISODIO XII
Ceremonia final

Miguel Comte desciende a los sótanos del hospital para rescatar a Nieves. Tras sus pasos está el
comisario Espinosa, que trata de salvar al monstruo. A la luz de las velas, Miguel se enfrenta por
última vez al secreto del hospital. ¿Llegarán a su fin los crímenes de Laguna Crates?

Miguel caminaba con el arma apuntando al suelo. A los lados había camillas rotas montadas
unas sobre otras, pilas de ropa podrida por la humedad, hornos de esterilización. Cada forma
había sido marcada por el mal, y nada, ni el abandono de una silla quebrada en el suelo, parecía
casual, sino el signo deliberado de una voluntad secreta. Todo olía a humedad, a desinfectante,
a encierro. Viejos camisones de los enfermos colgaban de perchas, fantasmas invitados para
asistir al final de la función.

Llegó hasta un ascensor largo y angosto, donde había quedado abandonada una camilla. Junto
al hueco negro, cerrado por la puerta de reja, había una escalera que bajaba hacia un vago
resplandor. Desde lo profundo, llegó el grito de Nieves, que no era exactamente eso, sino el
resto, la huella de un grito.

Miguel habría querido no hacer ruido, llegar y luego irse sin que nadie lo advirtiera, pero el
hospital entero, con sus maderas chirriantes, era un perfeccionado sistema de alarma, y los
escalones de metal que tenía bajo los pies funcionaban como el más sensible de sus
mecanismos.

La espiral lo condujo a una sala de techo bajo; medio centenar de velas iluminaban el sótano.
En el fondo había grandes piletas y, a un lado, una heladera gigantesca con seis puertas.
Cuando el hospital aún vivía, la sala subterránea había funcionado como morgue. Ahora era el
lugar de la ceremonia.

Crates tenía a Nieves de la mano. La muchacha parecía hipnotizada: miraba un punto más allá
del sótano, como si temiera fijar la vista en las cosas próximas, por miedo a volverlas reales.
Crates sostenía una copa de cristal tallado. En el fondo de la copa, había un líquido oscuro. La
llama de las velas arrancaba a la copa destellos rojizos. Atento sólo a la muchacha, Crates no
había notado al recién llegado. La mecánica del amor lo había capturado por completo, sólo
tenía ojos y oídos para Nieves.

Víctor Crates acercaba la copa a los labios helados de la muchacha, mientras explicaba,
razonable y convincente:

—Tiene que beber. En este mundo no hay ningún sacerdote, ningún juez. Es la única ceremonia
que conozco: que otros beban la sangre que los salva.

Miguel comprendió que era una boda, a la que él llegaba con apuro y brusquedad, como un
antiguo novio dispuesto a interrumpir el rito con sus celos y su impaciencia.

Cuando Miguel se acercó, Crates lo miró con curiosidad. Había guardado el bisturí y no se
preocupó en ese momento por buscarlo. Su único impulso fue tomar a la muchacha del brazo,
para que no abandonara la boda.

Siguiendo las instrucciones de Daunes, Miguel se acercó cuanto pudo a Víctor Crates. Apuntó al
pecho y se quedó así, congelado, incapaz de apretar el gatillo, incapaz de hablar. Por su cabeza
desfilaban amenazas y advertencias para que el otro no se moviera, para que los dejara
escapar, pero no pronunció ninguna.
Trató de que la voz saliera grave, pero fue un hilo agudo, quebrado.

—Suéltela.

—Prefiero morir con ella de la mano.

—No lo voy a matar, si nos deja salir.

—Vino a matarme. Aunque todavía no esté decidido, aunque la mano le tiemble, va a disparar.
Usted no lo sabe, pero su mano lo sabe.

Crates sostenía con fuerza a la muchacha; en los días siguientes, Nieves no hizo más que
lavarse la mano derecha, una y otra vez, como una maniática, para sacar de su piel aquellas
huellas amarillentas. Y aun cuando desaparecieron, cuando nadie era capaz de ver nada, ella
distinguía con claridad la marca de los dedos. Insistió, durante meses, en usar unos guantes de
hilo azules, hasta que quedaron abandonados en un banco de estación.

Víctor Crates levantó el bisturí hacia lo alto, dispuesto a atacar. La pose le resultó familiar a
Miguel; descubrió que era la postura que tenía la estatua de Andreas Crates. Miguel reconoció
que su enemigo tenía razón: su mano disparó antes de que él decidiera hacerlo. Le pareció
mentira que la pistola, casi un juguete, pudiera hacer tanto ruido.

Sin soltar la mano de Nieves, Crates se derrumbó.

El disparo guió al comisario por los pasillos oscuros hacia el sótano. Mientras bajaba los
escalones, vio a Crates caído, a la chica todavía prisionera, a Miguel apuntando hacia él. La
mano temblaba, como las llamas de las velas.

El comisario se acercó con una sonrisa a aquel mundo vacilante. Llevaba el fusil apoyado en la
cadera. No hizo ningún gesto amenazador hasta que llegó junto a los otros.

Miguel había quedado impresionado por el primer disparo, y ya no era capaz de hacerlo de
nuevo. En el fondo, esperaba con impaciencia que lo liberaran del peso de la pistola, que ya le
quemaba la mano.

El comisario le sacó el arma sin esfuerzo, de un golpe. La culata del fusil se estrelló contra la
mano de Miguel. La pistola que había pertenecido al ingeniero Fridman se perdió bajo las
camillas.

—Este maldito dolor de cabeza. Hasta la luz de las velas es excesiva para mí. Las apagaría una
por una, hasta quedarme en completa oscuridad.

El policía se inclinó sobre Crates, le abrió la camisa y vio la herida oscura, en el medio del
pecho. Víctor Crates respiraba con dificultad. Espinosa le habló a Miguel, sin mirarlo, en un
susurro.

—¿Sabe lo que hizo, imbécil? ¿Sabe qué clase de sangre es la que derramó?

Nieves salió de su estado hipnótico:

—Si lo sacamos de acá, puede salvarse.


—Muy bien. Lo salvamos y luego lo entregamos al circo, a cambio de su león perdido. Que lo
exhiban por pueblos y ciudades, así por fin van a poder llevar más de diez personas a cada
función.

El comisario descubrió la copa, intacta sobre la mesada de mármol.

—A través de esta copa el doctor Crates nos ha tenido prisioneros todos estos años. Ahora soy
libre: libre de enfermarme y de morir.

Llevó la copa a sus labios. Bebió hasta la última gota.

Miguel y Nieves no esperaron a que terminara y corrieron hacia la salida. Ya subían la escalera
cuando oyeron el ruido. Miguel la había arrastrado de la mano, sin mirar hacia atrás, mientras
imaginaba el inminente disparo que lo hundiría en el sótano para siempre.

Pero no oyó un estampido, sino el ruido del cristal al estallar. El comisario había arrojado la copa
contra la pared.

Ya no había necesidad de ningún cáliz. No había cómo llenarlo.

En la entrada había poca luz, y Nieves no llegó a ver que uno de los cadáveres era el de su
padre. Escaparon del hospital, corrieron en medio de la noche, y no pararon hasta que les faltó
el aire. Cayeron sobre la tierra de rodillas, y apenas se recuperaron volvieron a caminar.

De vez en cuando miraban hacia atrás, con temor de que el comisario apareciera, pero el
camino estaba vacío.

Llegaron al pueblo como sonámbulos, la ropa rota, las largas tiras de tela todavía colgando de
las muñecas de Nieves. Pasaron junto a la estatua de Andreas Crates. Vieron, al pie de ella, una
forma enorme y oscura. Bajo la silueta de bronce que lo protegía con la cuchilla, ajeno a los
grupos que lo buscaban en los alrededores del pueblo con linternas y con armas, había un león
dormido.

Cuando cinco meses después Miguel volvió a Crates, los afiches que anunciaban el circo Codda
seguían pegados a los muros, pero desteñidos e ilegibles. El bar de Franze permanecía cerrado
desde entonces, y a través de los vidrios sucios se podían ver en la oscuridad las mesas de
billar, las sillas patas arriba, las botellas envueltas en telaraña.

Nieves había vendido el hotel para irse del pueblo. Ahora se llamaba Nuevo Imperio, y tenía un
cartel luminoso. Durante semanas, Miguel insistió en telefonear al hotel para preguntar por la
muchacha, hasta que el nuevo dueño le avisó que Nieves tenía una cita con el escribano de
Crates. Le faltaba firmar los últimos papeles.

La decoración del hotel había cambiado: plantas enormes hacían equilibrio sobre columnas de
yeso. Cuando Miguel dijo su nombre, el conserje lo reconoció.

—Me dijeron que usted vivió un tiempo en la 105. ¿Quiere su antiguo cuarto?

—No —dijo Miguel—. Cualquiera menos ese. ¿Sabe algo del comisario Espinosa?
—Estuvieron buscando en el hospital, pero no lo encontraron. Tampoco al otro. Pero a veces, le
juro, bien de noche, si uno se acerca a la orilla, ve una ventana iluminada. El conserje arrastró
una valija y la puso a sus pies. —Encontramos esto en la 105. Debe ser suyo, ¿no?

Era la valija de Fridman.

—No. No es mía. Ya estaba cuando tomé ese cuarto.

A la mañana, Miguel se apuró por ir a la estación antes de que llegara el primer micro de la
capital. Bajaron varios pasajeros; la última fue Nieves. Miraba a su alrededor, como quien duda
de haber elegido la estación correcta. El pelo recogido y los guantes azules le daban un aire
anticuado. No hizo ningún gesto de sorpresa al ver a Miguel. Ni siquiera se resistió cuando le
arrancó los guantes azules y los dejó caer en el banco de madera. Las manos eran tan blancas
que parecían de papel.

Los guantes quedaron abandonados en el banco. Miguel y Nieves caminaron hacia el hotel, en
silencio. Los dos se apretaban la mano con fuerza, como si todavía siguieran huyendo de
alguien.

Buscaban algo para decirse, pero les costaba: era como recordar una palabra en un idioma
extranjero. Caminaban lentamente: sabían que si no se apuraban, las palabras terminarían por
alcanzarlos.

FIN

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