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La moral en el abogado

RESUMEN
La Deontología Jurídica comprende las reglas del deber y, como tal, tiene la
misión de regular el proceder correcto y apropiado del abogado en su ejercicio
profesional. Esta función la realiza desde el ámbito de los llamados Códigos
Deontológicos que regulan toda la actividad de la Abogacía, los que a su vez se
nutren, indiscutiblemente, de la Moral y la Ética. La deontología no es más que la
ética profesional aplicada, donde sus contenidos normativos son de acatamiento
obligatorio para todos los abogados a los cuales se dirigen. Existen muchos
principios rectores de la Deontología Profesional, entre los más impor- tantes
encontramos la justicia, la independencia profesional, la libertad profe- sional, la
ciencia y conciencia, así como la probidad profesional. Estos prin- cipios brindan
contenido y vigencia práctica a la Deontología Jurídica, desde su eminente
carácter preventivo, el cual algunas veces se muestra vulnerado por actuaciones
indebidas de los abogados y surge, irremediablemente, la posi- bilidad extrema de
imponer sanciones disciplinarias a éstos.

La crisis moral es uno de los problemas más delicados que afronta hoy nuestra
sociedad. Todo el país es consciente de ello, aunque no todos lo asumen con
igual sensibilidad y con los mismos criterios. Sus repercusiones llegan a todas las
esferas de la vida colectiva, incluyendo desde luego las actividades profesionales
y específicamente la de los abogados.
Es pertinente ocuparse de reflexionar sobre los problemas éticos de la abogacía,
campo en el que la crisis presenta modalidades peculiares y muy graves para la
sociedad. Pero conviene hacerlo con sentido analítico, examinando los distintos
problemas no con la idea de tirar la primera piedra o de repetir lugares comunes,
sino de crear conciencia acerca de la responsabilidad que tenemos los abogados
frente a nosotros mismos y respecto de los demás.

1. MORAL Inicialmente podríamos decir que la moral es la ciencia del actuar, de


las costumbres y lo vivido por el hombre.(2) Se dice que nuestras acciones tienden
a encauzarse y repetirse en lo que corres- ponde a hábitos y costumbres; por ello,
no es posible pensar en personas amorales, pues no son existen personas sin
ciertas costumbres y hábito.(3)

La moral es "un conjunto de principios, preceptos, mandatos, prohibiciones,


permisos, patrones de conducta, valores e ideales de vida buena que en su
conjunto conforman un sistema más o menos coherente, propio de un colectivo
concreto en una determinada época histórica … la moral es un sistema de
contenidos que refleja una determinada forma de vida".(4)

Se puede definir la moral como el conjunto de convicciones y pautas de conducta


que guían los actos de una persona concreta a la largo de su vida. En este
sentido, estos modos de vida, individuales y filosóficos que en algunas ocasiones
se llaman moral en la medida en que son modos de vida concretos.(5)

La moral se compone de dos aspectos o ámbitos; por un lado, es valorativa y, por


otro, es normativa. Se dice que es valorativa en cuanto establece criterios de
distinción entre lo bueno y lo malo; por su parte, es normativa en cuanto ordena
hacer el bien y no hacer el mal. No corresponde a la moral decidir qué es bueno,
pues el bien tiene carácter ontológico.(6)

En definitiva, podríamos decir que la moral es "un conjunto de principios,


preceptos, mandatos, prohibiciones, permisos, patronos de conducta, valores e
ideales de vida buena que en su conjunto confor- man un sistema más o menos
coherente, propio de un colectivo concreto en una determinada época histórica…
la moral es un sistema de contenidos que refleja una determinada forma de
vida".(7) Como agrega Torre Díaz, "…este modo de vida no coincide plenamente
con las convicciones de todos los miembros. Es un modelo ideal de buena
conducta socialmente establecido"

En un célebre texto se refería San Pablo a los carismas, esto es, a las distintas
cualidades que la Providencia ha distribu ído entre los hombres y que éstos deben
cultivar al servicio de los designios de aquélla.
Hay qué preguntarse por los carismas de los abogados, vale decir, por las
cualidades que éstos deben desarrollar para que el derecho cumpla los fines
éticos que le corresponden en la vida social.
Ante todo hay qué observar que el abogado se realiza de muchas maneras: como
juez, como litigante, como consultor, como maestro y como legislador.
Cada uno de estos aspectos conduce al cultivo de virtudes diferentes. Conviene
referirse a los tres primeros. Al juez le toca cultivar el equilibrio y la ponderación.
Lo mismo ha de hacer el consultor, que es una especie de juez interno en la
administración pública y la privada. En cambio, del litigante se espera que sea
aguerrido, recursivo y diligente.
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Es común que se crea que el juez está obligado a explorar la verdad jurídica, en
tanto que los consultores deben encontrar argumentos para defender alguna
posición interesada y los litigantes deben tener el poder de convicción para que los
jueces tomen esos argumentos como válidos.
Pero si se vuelve sobre los principios, estas posiciones, en lo que respecta a los
consultores y a los litigantes, deben ser abandonadas. Todos los abogados tienen
el deber de velar por la verdad jurídica, esto es, porque el derecho se aplique justa
y racionalmente. El consultor y el litigante no pueden, éticamente hablando,
aconsejar ni defender causas contrarias al derecho.
Pero, desde luego, sus deberes difieren en razón de sus respectivas posiciones.
Así, al consultor le toca, generalmente en forma abstracta, conceptuar sobre
distintas situaciones y las alternativas posibles desde el punto de vista jurídico. Un
deber elemental con su cliente lo obliga a exponerle con claridad los riesgos que
corre con cada solución y a no coartar su libertad para asumirlos.
El litigante defiende una posición o trata de obtener un resultado favorable para su
cliente. Para él son imperativos la elección de medios eficaces, la diligencia y la
lealtad para con su cliente. Pero estos deberes no excluyen la lealtad con la
contraparte y con el juez, así como el respeto por el orden jurídico y la prudencia
en las actuaciones.
Cualquiera sea la función que cumple el abogado dentro de estos distintos
aspectos de su ejercicio profesional, una conciencia ilustrada y recta constituye el
supuesto necesario para realizarlo dentro de los cánones que impone la ética.
El estudio de la legislación en general y de los pormenores propios de cada caso
es una obligación ética del abogado.
Conceptuar, actuar y decidir a la ligera, sin mayor examen de las circunstancias de
hecho y de derecho, constituyen muchas ve
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ces la fuente de daños irreparables. Además, quien actúa as( se priva de uno de
los encantos que brinda el derecho, que es su valor intelectual.
Por la versación del abogado poco vale si no va acompañada de la rectitud. Hay
abogados con mucha preparación intelectual puesta al servicio de causas innobles
y que, aún pudiendo obrar dentro del marco de la legalidad, suelen ejercitar su
destreza en andar por los desechos.
La crisis moral es, en el fondo, la quiebra de la rectitud. Cuando no se distingue lo
bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo correcto de lo incorrecto y se carece de
escrúpulos y de remordimientos de conciencia, el orden ético tiene qué
desmoronarse necesariamen te.
Esto tiene qué ver con un valor al que cada vez se le presta menor atención: la
delicadeza. Para algunos se trata más de una virtud estética que ética y suele
creerse que tiene que ver más con las apariencias que con el fondo de las cosas.
Se la fundamenta en el dicho célebre de que "la mujer del César no sólo debe ser
honesta sino parecerlo".
La delicadeza tiene, sin embargo, un sentido muy hondo, que es el respeto por sí
mismos y por los demás. Ella impide abusar del cliente e irrespetar la
independencia del juez; da, además, ejemplo y eso solo ya conduce a elevar el
nivel ético de la profesión.
Como la delicadeza generalmente se ha asociado a virtudes tradicionales como el
señorio y la hidalguía, muchos piensan que es poco lo que tiene qué ver en una
sociedad en la que los de abajo están asomándose a las ventanas del poder. De
ahí tantos abusos y excesos en que se incurre por parte de quienes piensan que
"el poder es para poder" y que la eficacia es la virtud suprema.
El imperativo de la delicadeza se relaciona muy estrechamente con los aspectos
pecuniarios de la profesión, en los que frecuentemente se plantean problemas
éticos muy delicados. En una época como la que vivimos en la que el
enriquecimiento rápido es un ideal, a la vez que las exigencias económicas para
mantener un status social decoroso se han hecho más apremiantes, resulta dificil
sentar reglas precisas acerca de la remuneración de los servicios jurídicos.
Desde luego que a los asalariados podra decírseles que deben contentarse con
sus salarios y prestaciones, ya que las dádivas, cualquiera sea el nombre y la
modalidad que se les dé, son por lo menos contrarias a la delicadeza, ponen en
peligro su independen· cia para actuar y decidir, y no pocas veces configuran
hechos delictivos.
Algo que está arruinando no sólo la economía sino la moral del país es el imperio
de la comisión. Muchos de los que tienen poder, por íntimo que sea, pretenden
sacarle partido y convertirlo si no en factor de enriquecimiento, por lo menos sí en
fuente de provecho personal. Los efectos que desde el punto de vista ético tiene
esta costumbre son desastrosos, pues los ciudadanos pierden la confianza y el
respeto por las autoridades y éstas instauran odiosas desigualdades entre los que
pueden pagar y se atreven a hacerlo y los que no lo pueden o quieren mantenerse
dignos.
La remuneración de los servicios de los profesionales independientes da lugar a
otras consideraciones. Los Colegios de Abogados han fijado tablas de tarifas de
honorarios profesionales que desafortunadamente no siempre son precisas ni
contemplan con claridad las distintas situaciones que pueden presentarse. Hay
que tener en cuenta además que el servicio profesional no se presta de modo
genérico, vale decir, que para el cliente no es importante cualquier abogado sino
precisamente aquél que le merece confianza por su prestigio, por su experiencia o
por sus cualidades profesionales. Por otra parte, cada caso puede presentar
modalidades especiales que hagan aconsejable apartarse de las tarifas oficiales.
Estas, sin embargo, deben ser tenidas en cuenta por regla general, porque le
brindan seguridad al cliente y además por su sentido elemental de lealtad para con
los colegas de profesión.
Es muy discutible el valor ético del cobro de honorarios que se hace en función de
la riqueza del cliente, a menos que éste considere que por ello puede darse el lujo
de pagar bien y, por consiguiente, de exigir un servicio especial.
El valor económico de la reclamación tampoco puede ser un criterio decisivo. Por
ejemplo, la costumbre que se está generalizando de cobrar el 1 O o/o 6 el 20 o/o
por obtener el recaudo de una suma que se debe, por virtud del envío de una
simple carta, de una llamada telefónica o del mero ejercicio de unas medidas
preventivas, le hace grave daño a la economía privada, especialmente en épocas
de crisis como la presente.
La moderación es una virtud sobre la que nunca se insistirá lo suficiente.
La pobreza y las dificultades económicas de quien solicite los servicios del
abogado merecen especial consideración de parte de éste. No solamente hay
deberes de caridad qué cumplir en estos casos. La cuestión es más honda: la
injusticia se ceba en la; débiles, de modo que la lucha por la justicia, que es el
deber fundamental del abogado, generalmente exige que éste se ponga al lado de
los oprimidos.
El Cristianismo ha dejado una lección muy importante: hay que condenar el
pecado, no al pecador, pues éste merece la misericordia. Esto indica que la
calidad personal del cliente no es un motivo ético para censurar al abogado.
Ética y Derecho:

Los juristas romanos no dejaron de percatarse de la importancia de la éticas y


sus implicancias del Derecho.

Ya en el Digesto, Ulpiano al referirse a las instituciones dice: “conviene que el


que haya de estudiar derecho conozca primero de dónde viene la palabra ius.
Llámase así de iusticia , que Celso llama: el arte de lo bueno y de lo equitativo”
“por cuyo motivo alguien nos llama sacerdotes, pues cultivamos la justicia,
profesamos el culto de lo bueno y de lo equitativo, separando lo justo de lo injusto,
discerniendo lo lícito de lo ilícito…buscando con ansia la verdadera filosofía, no la
aparente”. (Viñas pág. 4).

No hace falta explayarse demasiado sobre la discordancia de este concepto de


Ulpiano, con lo que piensa actualmente la gente acerca de nuestra profesión, y
con lo que pensamos los propios abogados al respecto. Aunque, para ser justos,
tampoco es una cuestión de fin de siglo o de milenio, sino que se remonta a los
tiempos en que escribió.
No resultaría pertinente y hasta casi se podría decir que no resultaría ético,
repetir o intentar emular en este pequeño escrito lo dicho por grandes autores
respecto a la ética del derecho. Para ello nada mejor que remitirse directamente a
las obras de ellos.

Tampoco es el propósito del presente efectuar, como ya se dijo, un análisis


exegético de los distintos códigos de ética y de conducta profesional. O analizar la
jurisprudencia y doctrina de tribunales disciplinarios de colegios y asociaciones
profesionales de todo el mundo.

Sin perjuicio de ello, me parece pertinente recordar los diez mandamientos del
abogado, magistralmente expuestos por Eduardo J. Couture:

1º ESTUDIA. - El derecho se trasforma constantemente. Si no sigues sus pasos,


serás cada día un poco menos abogado. 2º. PIENSA. - El derecho se aprende
estudiando, pero se ejerce pensando. 3º TRABAJA. - La abogacía es una ardua
fatiga puesta al servicio de la justicia. 4º LUCHA. - Tu deber es luchar por el
derecho; pero el día que encuentres en conflicto el derecho con la justicia, lucha
por la justicia. 5º SÉ LEAL. - Leal para con tu cliente, al que no debes abandonar
hasta que comprendas que es indigno de ti. Leal para con el adversario, aun
cuando él sea desleal contigo. Leal para con el juez, que ignora los hechos y debe
confiar en lo
que tú le dices; y que, en cuanto al derecho, alguna que otra vez, debe confiar en
el que tú le invocas. 6º TOLERA. - Tolera la verdad ajena en la misma medida en
que quieres que sea tolerada la tuya. 7º TEN PACIENCIA. - El tiempo se venga de
las cosas que se hacen sin su colaboración. 8º TEN FE. - Ten fe en el derecho,
como el mejor instrumento para la convivencia humana; en la justicia, como
destino normal del derecho; en la paz, como sustitutivo bondadoso de la justicia; y
sobre todo, ten fe en la libertad, sin la cual no hay derecho, ni justicia, ni paz. 9º
OLVIDA. - La abogacía es una lucha de pasiones. Si en cada batalla fueras
cargando tu alma de rencor, llegará un día en que la vida será imposible para ti.
Concluido el combate, olvida tan pronto tu victoria como tu derrota. 10º AMA A TU
PROFESIÓN. - Trata de considerar la abogacía de tal manera que el día en que tu
hijo te pida consejo sobre su destino, consideres un honor para ti proponerle que
se haga abogado.

A su vez, Angel Ossorio y Gallardo establece diez máximas para los abogados:

1.-No pases por encima de un estado de tu conciencia 2.- No afectes una


convicción que no tengas 3.- No te rindas ante la popularidad ni adules a la tiranía
4.- Piensa siempre que tu eres para tu cliente y no el cliente para ti 5.- No procures
nunca en los Tribunales ser mas que los Magistrados, pero no consientas ser
menos 6.- Ten fe en la razón que es lo que en general prevalece 7.- Pon la moral
por encima de las leyes 8.- Aprecia como el mejor de los textos el sentido común
9.- Procura la paz como el mayor de los triunfos 10.- Busca siempre la justicia por
el camino de la sinceridad y sin otras armas que las de tu saber.
En estos dos decálogos, de diferentes estilos, están contenidos los principios
rectores para el desempeño de los abogados y, resulta difícil poder abundar en lo
allí expuesto sin desacreditar la perfecta síntesis lograda en los mismos.

Como se puede observar, en ninguno de los dos se establecen reglas fijas o


absolutas, sino que se trata de pautas de comportamiento y de compromiso del
abogado consigo mismo y con los que lo rodean.

Asimismo, me parece pertinente destacar algunas afirmaciones rescatadas de


algunos autores acerca del papel de los abogados y las conductas éticas en la
aceptación o no de un cliente:

“Para qué estamos los abogados, para que prospere la razón de quien nos paga
o para procurar que haya justicia?. Estamos para lo segundo: somos ministros de
la justicia a través del interés particular; no tenemos el derecho de poner nuestras
aptitudes, nuestras facultades al servicio de la injusticia o del error,
conscientemente; eso no es lícito” (Ossorio).

“Tomar un caso en que como juez eventual no diera una sentencia favorable, es
más que un error, un delito de conciencia” (Alfredo Colmo).

“El abogado ha de ser, en materia civil, el juez de instrucción de sus clientes; su


utilidad social es tanto mayor cuanto más numerosas sean las sentencias de no ha
lugar a proceder que se pronuncien en su estudio” (Calamandrei).

“No es cierto, como he oído decir a algún profesional sin escrúpulos, que la
cuestión jurídica sea de la competencia del abogado y la cuestión moral de la
competencia del cliente. Creo mas bien, que es oficio nobilísimo del abogado
precisamente, el de llamar la atención del cliente antes sobre la cuestión de
moralidad que sobre la de derecho y hacerle entender que los artículos de los
códigos no son como dos biombos fabricados para ocultar suciedades”
(Calamandrei).

Creo que estos ejemplos son lo suficientemente claros como para servir de guía
a un abogado acerca de qué casos puede éticamente tomar o no, sin que existan
reglas fijas que digan qué casos se pueden tomar y cuales no.

Este grado de restricción de las facultades de aceptación de causas, en materia


civil, obviamente es distinto en la aceptación de causas penales, en donde se
puede defender aún convencido de la culpabilidad del cliente. Esto no vulnera la
función social de auxiliar de la justicia que tiene la abogacía, sino por el contrario,
cumple cabalmente su función social, salvaguardando a inocentes de sospecha
infundadas y a culpables de condenas excesivas.

También me parece importante citar dos párrafos de Calamandrei respecto a la


importancia que tiene la moral en la función de los jueces:
“Más que en los virtuosismos cerebrales de la dialéctica, los buenos jueces
confían en su pura sensibilidad moral; y cuando después se ven obligados a llenar
con argumentaciones jurídicas las motivaciones de sus sentencias, consideran
esta fatiga como un lujo de intelectuales desocupados, convencidos como están
de que una vez que aquella íntima voz ha pronunciado interiormente su dictamen,
no habría necesidad de tales pruebas racionales”.

“Creo que la angustia más obsesionante para un juez escrupuloso ha de ser


precisamente ésta: sentir sugerida por la conciencia, cuál es la decisión justa, y no
conseguir encontrar los argumentos para demostrarlo según la lógica”.

Por último, y aunque no tenga que ver directamente con el tema de esta
propuesta, me parece necesario citar otro apunte de Calamandrei, que tiene
importancia porque hace a la noción de justicia que debe imperar en la
administración de la misma, y que no hay que descuidar.

“La fe que ciertos clientes, especialmente gente humilde e ignorante, tienen en las
virtudes de los abogados y en la infalibilidad de los jueces, es a veces tan ciega y
absoluta, que causa al mismo tiempo espanto y ternura.Cuando ante las honestas
dudas que expreso sobre el resultado de una causa, el cliente dice: “abogado, si
usted quiere, claro que el Tribunal me dará la razón”, me vendrían ganas de abrir
los ojos a ese iluso que no sabe de cuantos riesgos está sembrado el camino de
los abogados. Pero después pienso que ese sentimiento de la justicia como un
numen omnipotente a quien no se invoca en vano, es posiblemente la conquista
más alta de la civilización, y ciertamente el aglutinante que da su mejor cohesión a
la sociedad humana. Yo no me animo a decepcionar a ese hombre”. (el subrayado
es mío).

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