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MI PERSONAJE INOLVIDABLE

Por Eduardo Arias Suárez

Casi todo el mundo está en la creencia de que un cojo es un hombre que tiene una pierna más
corta que la otra. Esto puede ser cierto cuando el hombre ha sufrido alguna lesión que le haya
reducido la longitud de dicho miembro. Pero si se trata de un cojo de nacimiento: ¿quién
podría asegurar que tiene una pierna más corta o una pierna más larga? EI hombre usa un
tacón más alto que el otro para compensar la mayor longitud del lado opuesto; pero lo hace,
sencillamente, porque esto es mucho más simple que recortarle a la pierna larga...

Y a propósito: conocí yo un cojo de nacimiento que tenía, evidentemente, una pierna más
larga que la otra. Fue en la escuela primaria de mi pueblo nativo, hace ya tantos años! Un
chiquillo campesino cuyo nombre de pila ya he olvidado, poseía este grave defecto. A simple
vista se notaba que su piernita izquierda era más larga, por tratarse a todas luces de un
miembro degenerado: más delgada, como nudosa en la rodilla y como retorcida y
blandengue. La otra era fuerte y derecha, y en ella se sostenía, estirado la pierna larga
oblicuamente, como si se apoyara en un bastón.

Tendría unos nueve años este chiquillo que no se ha borrado de mi recuerdo. Lo llamábamos
simplemente Cojeme como para decirle cojo sin decírselo, con lo cual subrayábamos su
cojera agregándole el matiz del ridículo. Pero Cojeme no parecía inmutarse por el apodo y
entendía por él como si fuera su propio nombre. Era un alma de Dios, sencillo, humilde y
sufrido; tan humilde y sufrido, como no he podido encontrar en la vida otro ser que pudiera
igualársele: ni el burro ni los bueyes. Noble, obsequioso, callado, servicial, el alma dulce de
aquel muchacho merecía la envoltura carnal de un Niño—Dios. Es sus claros ojos tranquilos
reposaba serena la belleza inefable del resplandor espiritual.

Sin darme de ello la menor cuenta, obrando por instinto, porque sí, yo hice de Cojeme mi
protegido. Cuando me entraron a la escuela, yo estaba ya grandecito, pero en casa mi madre
me había enseñado a leer y escribir y algo de números, hasta multiplicar, y un poquito de
división. Era muy despierto, estaba bien nutrido y poseía —y aun poseo—una buena
musculatura. De modo que cuando me di cuenta de que en la desvalida persona de Cojeme
todos los niños ejercitaban su instinto de dominio, befándolo, maltratándolo, reaccioné por
instinto y lo defendí a puño limpio contra quien tratara de causarle el menor daño o hacerle
objeto de burla. Y habían pasado muy pocos días cuando me impuse sobre todos, logrando
fácilmente que al pobrecito lo dejaran tranquilo y hasta lo respetaran como una prolongación
de mi persona.

Pintar la gratitud del inválido para conmigo, sería siempre un esbozo. Asombrado,
maravillado, se queda mirándome como a un ser irreal.

— Pero, ¿por qué me miras tanto, Cojeme? — Le pregunté cierto día—


— Es que usted no tiene fin— respondióme, sin comprender lo que decía ni dejar de
mirarme—, Sólo ahora me explico su respuesta. Lo que no tenía fin era su asombro, su
gratitud. Que hubiera un muchacho en la escuela que no sólo no lo ultrajara, sino que lo
tratará amistosamente y que, además lo defendiera de la traílla, quitándole de encima la
permanente carga de oprobios!

Se convirtió en mi sombra. En las excursiones o los recreos, si yo estaba de pies, de pies


estaba él a mi lado; si me sentaba, encogido se sentaba a mi vera, y si andaba corriendo, se
le veía movilizarse a trancos para estar lo más cerca posible de mi persona. No comía nada
que no quisiera compartirlo conmigo; no había juguete o fruta en sus manos que no los
pusiera entre las mías; no había frase o palabra que yo dijera, que no despertara en Cojeme
la admiración.

Claro está que yo entonces le cobré más cariño, y hasta un día lo llevé a casa para que lo
conocieran mis padres.

—Es mi amiguito— les dije orgullosamente—. Lo abracé y lo hice que se sentara. Recuerdo
la extrañeza que me produjo el ver que mis padres se sonreían al contemplar la apariencia de
mi amiguito. Debieron acogerlo con más calor, más efusivamente, es claro.

Pero mi corazón y mis músculos nada podían ante el corazón y los músculos de don Manuel,
el maestro de escuela. Me maravillaba y me sigue maravillando que la casi paterna y de cierto
modo sagrada persona o todo un institutor, alimentara exactamente los mismos malvados
sentimientos de los muchachos. Y es que la proverbial perversidad de los niños no desaparece
en el hombre, como se cree, sino que se acentúa notablemente. Lo que ocurre es que el niño
tiene el alma desnuda, en tanto que los hombres la encubrimos con el ropaje de la educación
y la falsía.

Empecé también a notar que el maestro— que era un hombre adusto y terrible— por
cualquier nadería castigaba a Cojeme con despiadada brutalidad. Lo sacaba del banco, asido
por un abrazo, lo llevaba al espacio que había frente a la cátedra, tomaba una disciplina de
dos ramales y le daba tan violentamente azotes al desgraciado, que no sé todavía cómo no lo
mató. Aún me parece verlo asido por el brazo derecho, levantado, casi en el aire o voltejeando
sobre su piernecita más larga, como sobre flébil pivote, mientras recibía sobre espalda y
piernas los frenéticos latigazos, que levantaban nubecitas de polvo de sus ropas humildes. Y
todavía me extraña que Cojeme no exhalara una sola queja. Creo ahora que su estoico silencio
de muñeco, era un mudo reproche que exacerbaba a Don Manuel, porque a medida que lo
azotaba, lo miraba de sesgo y se iba poniendo rojo para redoblar con mayores bríos su
inhumana tortura.
Aparte de su palidez y su expresión de horror en los ojos, Cojeme no daba muestras de estar
sufriendo. No se le oía ni una sola palabra, ni un quejido; no se le veía esquivar el cuerpo ni
verter una sola lágrima de sus ojos traslúcidos. Al fin el maestro volvía en sí de su ataque de
rabia, carraspeaba, y muchas veces tenía que conducir él mismo a su banco al desdichado,
que por su propia cuenta no hubiera podido movilizarse.

Era lo que se dice el “trompo pagador” de las faltas ocultas. Si sonaba algún ruido extraño
que turbara el silencio sepulcral de la clase, resultaba Cojeme el responsable; si una mala
palabra aparecía en el tablero, Cojeme era sin duda el furtivo calígrafo. Una cáscara de
banano en la clase, un tintero regado o alguna pizarra rota, eran otros tantos que tenía el
maestro en la escuela, le originó a Cojeme la más fiera paliza… La mirla estaba enferma, era
cierto, pero no así como para morirse de improviso. A Cojeme lo habían visto rondando por
la jaula con una flecha y, naturalmente…

Hay que decir que ni de niños fui yo persona revoltosa o bromista y que mi conducta en la
escuela era casi ejemplar. Y que aunque para el maestro yo era intocable, pues era el hijo del
fundador del pueblito y propietario del local de la escuela, no por eso dejaba de tenerle un
miedo horrible. Me comportaba bien, y además las materias que se enseñaban en aquella
escuelita eran para mi cosa fácil. Pero “hay días en que somos”…también perversos. Cierta
vez en mi casa forraron unos asientos de vaqueta, claveteándolos con esas tachuelas de gran
cabeza dorada que llamaban estoperoles. Pero como compraron en exceso y eran muy
bonitas, yo me eché unas cuantas docenas a los bolsillos y me fui con ellas para la escuela.

Llegué el primero, y a poco vino a aparecerse mi sombra: el inválido. Nos paseábamos por
la clase, y, no sé por qué, al mostrarle a Cojeme las tachuelas, se me ocurrió hacerle con ellas
una mala pasada a don Manuel. Sobre el asiento de cuero crudo de la cátedra, coloqué
cuidadosamente como una docena de estoperoles, reposado en su gran cabeza y con el clavo
para arriba… Cojeme se sonreía al mirar mi maniobra, que yo practicaba tranquilamente,
seguro como estaba de que el noble amiguito por nada de este mundo sería capaz de
delatarme. Abandonamos el salón y nos fuimos al patio, como si nada hubiera ocurrido.

Llegó al fin el maestro, hizo sonar la campanilla y entramos. Don Manuel se dirigió
directamente a su cátedra, y antes de sentarse nos hizo persignar y rezar la oración
acostumbrada. Dio un reglazo en la mesa para indicar que nos sentáramos, y él mismo se
sentó. Se sentó, claro está, sobre la docena de estoperoles, con la sencilla naturalidad de un
faquir. Pero reaccionó de manera muy diferente. Dio un salto extraño, abrió la boca, se puso
en pie, volvió a mirar el asiento, vio las tachuelas abandonadas, se arrancó a tientas las que
se le quedaron prendidas y, ante nosotros, quedó pálido, desconcertado, sin saber qué decir.

Yo temblaba de miedo, pero me tranquilizaba la certeza de que sólo Cojeme me había visto.
Algo inusitado sospecharon los otros, porque la clase se quedó como muerta y hubiera podido
oírse el zumbar de una mosca.
De pronto el maestro enmarcó las cejas y cambió de color, quedando ahora purpúreo.

— ¡Manos arriba! – Vociferó militarmente—. Y se quedó mirándonos con fiereza.


Obedecimos automáticamente, levantando los brazos como tropa rendida.

— ¡Ahora, —Volvió a decir— Voy a esculcarlos uno por uno, y a todo aquel que tenga un
solo estoperol en el bolsillo, lo mato a palo y lo expulso muerto en seguida!

Yo era el primero de la clase, iba a empezar por mí. Y me quedaba varias docenas de
estoperoles en los bolsillos…

Adelantó unos pasos el hombre y se dirigió resueltamente a mi banco. Era lo irremediable, y


lo irremediable no tiene remedio.

Cuando de pronto, en los bancos de atrás, sonó una vocecita clara y distinta que dijo con
nitidez:

— ¡Maestro! ¡Fui yo, fui yo el que puse los estoperoles en el asiento!

Todos volvimos a mirar y pudimos ver a Cojeme que, renqueando, se salía de su banco y,
tranquilamente, heroicamente, se iba al encuentro de su empedernido victimario.

El maestro quedó en suspenso, y cuando tuvo a Cojeme a un paso de distancia, se le vio


vacilar; pero urgido acaso por el imperativo ejemplarizante, hizo un ademán decisivo, tomó
al inválido por el brazo derecho, levantó en alto el látigo…

Si de algo me enorgullezco en esta vida, es de haber tenido en aquel momento el coraje y la


dignidad de todo un hombre.

— ¡Maestro! — grité a mi vez a garganta herida— ¡No fue Cojeme! ¡Es mentira suya! ¡Fui
yo! Escúlquelo y verá que no tiene estoperoles. ¡Y mire todos los que yo tengo!

Me metí las manos a los bolsillos, las saqué llenas y, teniéndolas entreabiertas, le mostraba
al maestro las doradas tachuelas.

Como el maestro se mostrare confuso, yo aproveché su desconcierto y seguí diciendo:

—Es que usted siempre le pega injustamente a Cojeme. Porque el que regó la tinta fue el pote
Aguirre. El que puso carajo en el tablero fue Fosforito. La mirla se murió sola. Y el de los
estoperoles fui yo.

Pienso ahora que el estado de alma en que pusimos a don Manuel, el inválido y yo, fue
bastante complejo. No poder castigar a su víctima acostumbrada; sentir en pleno rostro el
reproche infantil de que lo castigaba e iba a castigarlo con injusticia; tener que vapularme a
mí, el intocable, que hubiera sido acabar con la escuela; sentir sus impulsos feroces
refrenados por dos mocosos; experimentar la inminencia de su acción inmediata bajo la
mirada implacable de sus jueces, los niños…

Lentamente bajó el látigo don Manuel, se puso las manos en los bolsillos del pantalón, miró
vagamente a la clase como si viera turbio, y ordenó al cabo, sencillamente: — ¡Váyanse!

Nadie se movió, sin embargo.

¡Qué se vayan! Les doy libre el día entero. Pero se me quedan ustedes dos —agregó,
dirigiéndose a Cojeme y a mí—

En contados minutos quedó la sala vacía. El maestro se había puesto a leer distraídamente en
un libro, y Cojeme, y yo estábamos de pies, esperando nuestra sentencia. Cuando hubo salido
el último muchacho, el maestro se levantó y cerró por dentro la puerta. Se sentó nuevamente,
y me dijo: — Arias, ¿por qué hizo usted eso?

Nada le respondí.

¿Pero por qué? Que lo hagan estas cabras salvajes, es explicable; ¡pero usted, el hijo de don
Jesús y de doña Sara!... Si no lo mato a palo, no es ciertamente por miedo. Yo no conozco el
miedo— Ni me importa tampoco el pueblo, pues mañana mismo me voy a largar de aquí. El
que me importa es usted. Porque usted es la escuela, lo único que vale en estos raiceros, y yo
le había entregado mi corazón y vivía orgulloso de su conducta y su talento. ¿Por qué, pues,
me viene a pagar así? Dígalo francamente.

Yo no sabía, francamente, por qué.

—Por nada, don Manuel. Perdóneme, se lo ruego. Dije y sentí ganas de llorar.

—Ya le había perdonado. Todos tenemos nuestro mal cuarto de hora. Además me han dado
ustedes dos una lección inolvidable.

Se quedó como pensativo, reanudando:

—Ahora, Jiménez, me va a perdonar usted a mí. He sido para con usted un canalla. Tome
este látigo y deme con él un fuetazo en la cara.

Le alargó el látigo por el mango, que Cojeme se negaba a tomar.

— ¡Tómelo! — le gritó.

Lo tomó, azarado, el inválido, y se le veía temblar ahora. Pero no se movía.

— ¡Deme ahora con él, o le quiebro esta regla en la cabeza! — Y lo amenazaba con la regla
en lo alto—
El muchacho seguía temblando, temblando, hasta que se le aflojó la piernita sana y se fue al
suelo.

Don Manuel acudió en su ayuda, lo levantó con entrambos brazos, acunándolo entre ellos,
como a un enfermo.

—Perdóneme. Perdóneme, Jiménez — Le susurraba—. Noble niño, dulce criatura del


Señor…

Y yo observé que sobre la palidez del inválido rodaba una gruesa lágrima de su viejo verdugo.

Al día siguiente la escuela estuvo cerrada y nadie volvió a ver más a don Manuel en el pueblo.

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