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La noche del naufragio

Se cerró la puerta de un portazo. Detrás quedó el pasado, la pesadilla. Ahora


a correr. Mamá, rápido, le digo, mientras su camisón asoma por debajo del
vestido puesto con tanta prisa. La angustia nos empuja, corremos hasta el
final del portal, por la tráquea del gigante acostado, por ese pasillo interior
oscuro y largo, con sus luces de emergencia en cada uno de sus tres portales
a la derecha. Uno, dos y tres. No hemos encendido las luces en todo el
recorrido. En la calle, una bocanada de aire aumenta la ansiedad, un aire
cargado de contaminación, del gasoil de los camiones que frenan para entrar
en la pronunciada curva de nuestra calle. Aun así corremos hacia la parada
de taxis de la Alameda, por el asfalto gris y todavía blando. Vamos, no
pienses, no llores y corre, le voy diciendo a cada tanto. Ya llegamos.
Cruzamos el puente sobre el río, fétido, en el que flota un burro hinchado
entre algas sucias. Ya no queda nada, no te preocupes, vamos a pedir ayuda.
Ella va muda, solo se le oye un hipo entrecortado. Giramos y seguimos por
la margen derecha del rio y por la acera desconchada, voy contando los
árboles por los que pasamos, al ritmo de mis palpitaciones, bum, bum, bum.
Al paso por el antiguo mercado le repito, ya queda menos. Entre los olores
de verdura abandonada y aplastada por los coches aparcados en batería, giro
la cabeza y se me queda la imagen de un carro de supermercado que asoma
entre verdines. Por fin doblamos la esquina y en la parada, aún en la
oscuridad de la noche que aguanta y no quiere ceder, hay al menos un coche
parado, en el que se vislumbra el cuerpo de un hombre grande abrazado a su
volante. Despierte, le agarro la camisa por la ventanilla izquierda, qué es una
urgencia. Rápido. Me veo cogiendo a mi madre por la ropa, y de un empujón
la hago entrar. Una vez dentro salió de mi boca la palabra mágica: A
Carranque. Bajé la ventanilla y al cruzar el Puente de la Prolongación, el aire
del puerto llenó aún la oscuridad, con una mezcla de olores a redes revueltas
y combustible de barcos. Acaricié la cara de mi madre, le agarré la mano y
le fui diciendo al oído todo lo que se me iba ocurriendo sobre la marcha, para
ir ganando tiempo, tenía que pensar en voz alta, oírme, adelantarme a lo que
iba a ocurrir. Qué íbamos a decir al llegar, me preguntaba ella con su cabeza
girada y mirándome con ojos aún de espanto. Me imaginaba la escena.
Llamar a la puerta, esperar hasta que abriera mi tío, el mago de la familia,
el que todo lo arreglaba. Lo había aprendido desde pequeña, era al único al
que podíamos acudir, él que no fallaba, el que siempre nos ayudaba. Mi pelo
suelto me daba algo de calor en los hombros y en la espalda, lo sentía pegado
por el sudor del trayecto y me veía mis piernas con el pijama corto, aun de
verano. Hacía nada que había saltado de la litera de arriba al sentir que los
ruidos revueltos del dormitorio de mis padres iban subiendo de tono, no me

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había puesto nada encima, pero sentía tensión en todo mi cuerpo, no tenía
frío, estaba totalmente en tensión, alerta. Alguien tenía que estarlo. Había
que resolver, romper la situación. Desde la ventanilla veía a mi izquierda el
parque de los ficus centenarios, árboles desmelenados que echaban raíces
aéreas que tejían con su sabia su propia maraña. Y qué decimos, me
preguntaba mi madre con los ojos muy abiertos, que vergüenza y tan
temprano despertar a la familia. Dije, coja la desviación por la calle
Cardenal Herrera Oria y bajé la ventanilla. Se me iba secando el pelo y el
sudor mientras el coche iba aminorando y el olor de los jazmines nos recibía,
aún vigilante, en la noche. Empezaba a clarear mientras nos abrieron la
puerta de la casa mata del nº 8. A partir de ahí mis recuerdos se aceleran
hasta el vértigo. Mientras mi tía le ponía paños de agua fría en la frente a mi
madre, la abrazaba fuerte y yo, sentada en un sillón de la entrada, sentía la
tensión en mis mandíbulas encajadas, y, desde ahí, podía observar a mi tío
con el pelo revuelto, con su camiseta interior que apretaba su abultado
estómago, como se movía de acá para allá, se rascaba la cabeza y hacia
llamadas, parecía que daba órdenes, pero también que suplicaba. Despertó a
sus dos hijos mayores y rápidamente se pusieron en marcha. En el viaje de
vuelta, ya todos juntos en el Simca 1000 de mi tío, las imágenes congeladas
en mi casa se me venían como fotogramas rápidos. Mi tío no paró de hablar.
Pues la gata ha parido ya, son siete los gatillos y qué vamos a hacer con ellos,
pues como siempre, a repartirlos. Mudas, extasiadas, centradas en el
momento de la vuelta. En casa habían quedado los gritos en la noche. La
noche del naufragio. Mis tres hermanos mayores y mi madre en una
habitación que ya había dejado de ser un dormitorio para convertirse en el
camarote de un barco a punto de hundirse en un mar oscuro y revuelto. Los
dos chicos de pie, sujetando a nuestro padre, que intentaba zafarse,
quitárselos de encima, como en un cuadrilátero de boxeo y que, con una
fuerza superior y desconocida, con los ojos muy abiertos y sin mirar a
ninguna parte, les hacía dar vueltas, agachados, para evitar los puñetazos,
mientras decía cosas disparatadas con una voz desconocida, que le salía del
más adentro. Mi capitán Benítez, emboscada, todos al suelo. Tenía una
fuerza inusual, todos sus músculos en tensión. Se había estado entrenando y
no habíamos sido conscientes. Mi hermana gemía pegada a la pared. Mi
madre le daba órdenes inútiles a su marido, que se estuviera quieto, que
parara, que eran sus hijos. En ese momento él, que se había estado
entrenando para la ficticia emboscada en esa su Batalla del Ebro, acertó un
puñetazo a uno de mis hermanos, que cayó al suelo, mientras de su boca salía
un gemido y sangre. Ahora todos gritábamos a la vez y se mezclaban los
No, papá, para, con los Sí, mi capitán. A la orden. Hacía ya mucho tiempo
que él había dejado atrás su papel de marido y padre. Pero esto era diferente.
Había caído en el abismo. Él ya estaba en otra parte, en la otra. Detrás
quedaban las noches de sueño intermitente. De día, con los efectos de la

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medicación y el cansancio, sus movimientos eran más tranquilos. De noche
esos movimientos mecánicos se hacían más rápidos, pero eran los mismos.
Una especie de ritual que consistía en una seudo gimnasia que lo entrenaba,
que lo retroalimentaba. No éramos conscientes de eso. Tumbado en la cama,
levantaba una pierna y la dejaba en el aire, luego la otra y así se incorporaba,
haciendo unos verdaderos abdominales y al mover la manta con sigilo, para
hacer el amago de salir de la cama, mi madre le chistaba o el que estuviera
de guardia a su lado y entonces volvía a tumbarse, para volver a empezar.
En el rato que estaba quieto, que cada vez era menor, se pellizcaba en brazos
y piernas y se daba manotazos sobre las chinches imaginarias de su trinchera.
Algo balbuceaba que no se entendía bien pero que eran frases que venían del
pasado, de épocas de frío y terror. Cuando llegamos la ambulancia estaba en
la puerta y papá entraba en ella, envuelto en una sábana blanca, sin brazos
ya para defenderse, como una momia, con los ojos desorbitados. Era
conducido por dos hombres grandes, vestidos también de blanco, mientras
gritaba frases sobre traición y muerte al traidor y, mis primos y mis hermanos
se metían en el coche de tito Antonio, mamá y yo corríamos por el pasillo
interminable del portal y cuando por fin, llamamos a la puerta de casa, nos
abrazábamos a mi hermana que, como una superviviente, nos mostró el
escenario del naufragio.

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