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EL CUENTO DEL “NIÑO SIN NOMBRE”

Fuensanta Muñoz Clares

Érase una vez un niño pequeño, inteligente y sensible. Era un niño sin nombre, así que le vamos
a llamar simplemente Niño. Niño no sólo no tenía nombre, sino que, en realidad, apenas tenía
nada. Se paseaba solo por el parque y miraba con curiosidad a todos los niños y niñas que allí
jugaban, porque ellos parecían tener de todo: mamá, abuela, juguetes, merienda… Incluso
nombre. De tanto mirarlos empezó a preguntarse algunas cosas, por ejemplo: “¿Cómo me
llamo?”, “¿Dónde está mi mamá?”, “¿Y mi abuela?”… Estas cosas se preguntaba, porque era
pequeño, pero inteligente y sensible. Una tarde se le ocurrió una manera de que alguien le
hiciera caso y contestara a sus preguntas. Se subió a un árbol del parque. Era una hermosa
acacia que estaba en flor. Al trepar por su tronco y encaramarse hasta las ramas más altas,
Niño estornudó varias veces, porque las flores soltaban un polvo amarillo muy perfumado que
le hacía cosquillas en la nariz, pero siguió subiendo con mucho esfuerzo hasta lograr sentarse
en una gruesa rama, en la que también podía tumbarse. Allí en lo alto se estaba bien. Se veía
el parque abajo, con todos los niños y niñas jugando, y las madres y abuelas charlando, el
guardia que daba vueltas por los caminillos con aire muy serio, los jardineros inclinados sobre
los parterres arreglando las flores. “No está mal”, pensó Niño, “al menos ya tengo algo: una
rama de árbol y muy buenas vistas”. Un niño que perseguía a una paloma levantó los ojos y lo
descubrió. Primero se quedó pasmado, pero luego empezó a gritar que en la rama de la acacia
había un monito. “¡Eh, tú, que yo no soy un monito, que soy Niño”, gritó el pequeño encaramado.
“Pues pareces un monito”, le contestó el otro niño. “Eso es porque soy pequeño y negro, pero
no soy un monito, de verdad, soy Niño”. “¿Cómo te llamas? Porque tendrás nombre, digo yo”,
le preguntó el niño de abajo. “No lo sé, por eso me he subido al árbol. Creo que me llamo Niño”,
contestó. El pequeño del parque se echó a reír y le dijo que eso no era un nombre. “Todos los
niños se llaman Niño”, dijo riéndose. Las madres y las abuelas, el guardia, y hasta los jardineros,
miraron entonces también hacia lo alto del árbol. Vieron a Niño subido allí y empezaron a decir
cosas: “Se va a caer y se va a matar” “Habrá que llevarlo al hospital si se rompe algo” “Hay que
bajarlo de ahí” “¿Por qué se ha subido? ¿En qué estará pensando su madre que le ha dejado
subirse al árbol?” “Parece un monito, como es tan negro el pobre” “Tendrá nostalgia de su tierra”
“Será un gamberro vagabundo” Y muchas cosas más, no todas agradables. El guardia le pidió
que bajara. Las madres le pidieron que bajara. Las abuelas también. Los jardineros estaban
divertidos y le decían que bajara. Los niños y niñas decían que ellos también se querían subir
al árbol. Pero Niño dijo que no bajaría hasta que no le dijeran cómo se llamaba, quién era, dónde
estaba su mamá, por qué no iba a la escuela, por qué nadie cuidaba de él, por qué no tenía con
quién jugar ni juguetes y otras preguntas que se le irían ocurriendo. Nadie sabía contestarle y
nadie se atrevía a subir al árbol. “¿Qué comerás cuando tengas hambre?”, le preguntaron las
madres. “Los pajaritos me traerán granos y migajas”, contestó Niño. “¿Cómo dormirás cuando
tengas sueño?”, le preguntaron las abuelas. “Dormiré tumbado en la rama del árbol y él cuidará
de que no me caiga en sueños”. “¿Qué beberás cuando tengas sed?” le preguntaron los
jardineros. “El rocío de las hojas del árbol”, contestó Niño. “¿Con quién jugarás?” le preguntaron
los niños y niñas. “Con las ardillas, con las hojas, con los pájaros, con el aire, pero no me bajaré
mientras no contestéis a mis preguntas”, dijo Niño con mucha firmeza. Entonces el guardia cogió
su teléfono de urgencia y llamó a muchas personas importantes que podrían hacer que Niño
bajara del árbol. Se quedó tan tranquilo y tranquilizó a todos los demás. Primero llegó un señor
vestido de negro con la cara amarillo limón. Abrió los brazos y le dijo a Niño que se tirara a ellos,
que él lo recogería. “Si te bajas y te vienes conmigo, no sólo te llevaré con otros niños como tú,
que tampoco tienen nada, sino que además salvaré tu alma”, le dijo. “Yo no sé lo que es un
alma, y a lo mejor ni tengo. Yo lo que quiero saber es mi nombre, dónde está mi mamá y otras
cosas, porque si no tengo esas cosas, seguramente tampoco tendré eso que dices”. El hombre
vestido de negro no le podía contestar, tampoco le podía decir cómo se llamaba, pero le
prometió que él le daría un nombre por un encantamiento que él sabía y que no le haría falta su
mamá si se iba con él. Niño dijo que no se bajaba del árbol. Luego llegó un señor bastante gordo
fumando un puro muy grande. Le dijo que lo veía muy mayor ya y que estaba fuerte. Que había
demostrado ser valiente y emprendedor, y que si se bajaba del árbol le daría todo lo que
necesitara y además un buen trabajo en sus talleres. Sólo trabajaría diez horas cada día y los
domingos no trabajaría. Tres días y medio de vacaciones al año; eso era tiempo para jugar y
aprender. El guardia afirmó que era una oferta que no se podía rechazar. Pero Niño dijo que él
nunca había trabajado y que no estaba dispuesto a bajar del árbol de ningún modo si no le
daban las respuestas que buscaba. El señor gordo se fue rezongando que el mundo estaba
lleno de vagos sin nombre. Las madres y las abuelas sonrieron aliviadas. También acudió un
señor muy delgado con el pelo rubio y una gruesa cadena de oro al cuello. Parecía divertido y
Niño sonrió un poco al verlo. “Oye, Niño, tú no sabes lo que te estás perdiendo por estar subido
en el árbol. Si bajas y te vienes conmigo te daré un nombre artístico, te daré veinticinco mamás
y serás el rey de todas las fiestas. Conmigo lo pasarás bien, de verdad”, le dijo con voz de flauta.
Las madres y las abuelas se levantaron de sus bancos y echaron al hombrecillo a empujones.
“¡Qué sinvergüenza! Querer aprovecharse de un pobre niño sin nombre… ¿Quién lo ha
llamado?”, decían mirando con sospecha al guardia, el cual se puso colorado. El desfile no se
terminaba. Vino el concejal de Niños sin Nombre, vino el Alcalde de la ciudad, vino el jefe de
bomberos, sección “Niños y gatitos encaramados en árboles”. Vinieron los periodistas, pero
Niño no quiso saber nada de ellos, porque decía que tampoco podían ayudarle con sus
preguntas. Niño no quería bajar. El jefe de los bomberos dijo que bajaría quisiera o no en cuanto
él llamara a sus unidades especiales con escaleras largas y chiquitas para subir al cielo. El
Alcalde estuvo de acuerdo y llamó al Concejal para que fuera preparando una plaza en un centro
de Niños sin Nombre. Niño empezó a llorar, porque ya se veía perdido y sin respuestas a sus
preguntas. Y entonces se oyó una vocecita al fondo del parque: “Dejadlo tranquilo, dejadlo en
su árbol hasta que encuentre lo que busca”. Era una señora que todas las tardes iba a echarle
de comer a las palomas, siempre sola. Sonreía, pero nadie le devolvía la sonrisa. Hablaba, pero
nadie le contestaba. Niño la vio venir y empezó a sonreír. Era la primera persona que le daba
confianza. La vieja se acercó sonriendo. “No bajes si no quieres, Niño”, le dijo. “No bajaré hasta
que no me digáis lo que quiero saber”, contestó Niño. “Yo no sé las respuestas, si las supiera
te las diría, de verdad, pero puedo ayudarte a buscarlas, si tú quieres”, le dijo la anciana. El
guardia se puso a vociferar que aquella mujer era una loca y que Niño no se podía ir con ella de
ningún modo. Se tuvo que callar porque todos los demás callaban. “Yo estoy sola y no tengo
nada que hacer. Puedo emplear mi tiempo en buscar a tu mamá, a tu abuela, averiguar tu
nombre… incluso puedo cuidarte, llevarte a la escuela, jugar contigo y construirte juguetes. Eso
sólo puedo hacer. No es mucho, pero es todo lo que tengo, un poco de tiempo para ti”. Niño se
quedó pensativo un momento. “Hay algo más que me gustaría tener. Pero no me atrevo a
decirlo”, dijo con un suspiro. Vaciló un poco, se secó la última lágrima que le quedaba y dijo:
“Me gustaría que alguien me contara algún cuento”. La anciana empezó a reírse. “¡Se me había
olvidado! Esa es mi mejor especialidad. Yo antes, cuando tenía niños, solía contarles cuentos.
Hace mucho tiempo que no los cuento, pero los tengo guardados en un cofrecillo de oro. Ya
creía que nunca tendría ocasión de sacarlos y quitarles el polvo. Te los contaré todos uno a
uno”. Niño entonces bajó del árbol con cuidado de no caerse, porque ahora estaba contento y
quería oír todos aquellos cuentos que su nueva amiga le había prometido. Así fue cómo Niño
se fue con la anciana a buscar su nombre, su mamá, su abuela, su escuela y sus juegos, y un
montón de cuentos, mientras las madres, las abuelas y los demás niños aplaudían, el guardia
rezongaba que aquella mujer estaba loca y el jefe de bomberos comentaba que todo aquello
eran tonterías, que lo mejor era una buena escalera. Otros pensaban otras cosas, pero Niño
estaba feliz cogido de la mano de aquella vieja mujer que tenía tiempo para él.

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