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Matthieu Ricardo es un biólogo molecular que desde hace treinta años decidió
convertirse al budismo y actualmente es el asesor personal del dalái Lama.
Este hombre de 61 años, que vive en un pequeño cuarto en Nepal con las
mismas comodidades, es considerado por los científicos de la Universidad de
Wisconsin el hombre más feliz de la Tierra. Los puntajes de “felicidad”
obtenidos por él a través de los métodos más modernos de la neurociencia y
en sesiones continuas superaron todas las expectativas. En una calificación
posible que iba de 0.3 (muy infeliz) Y -0.3 (muy feliz), Richard logró un
sostenido -0.45, un record imposible de imaginar. Además, una medida
combinada de todas las sensaciones mostró que sus emociones positivas
sobrepasan plenamente las emociones negativas. La impresión que queda
después de leerlo y escucharlo es que estamos ante un hombre sin apegos y
profundamente comprometido con su causa espiritual. Quizás Crates tenía
razón cuando redactó su testamento: aquellos que logran transitar el camino de
la sabiduría, sea por la vía de la filosofía o por cualquier otro medio, no
necesitan de nada más, incluyendo el dinero.
Los maestros antiguos tenían claro que hay muchos tipos de esclavitud, pero
destacaban como muy nociva aquella que se origina en la mente y que es
mantenida por el autoengaño. De todas estas, las que generan señales ficticias
de seguridad son las más peligrosas y difíciles de erradicar como, por ejemplo,
la fama, el dinero, el poder, la posición o al prestigio. ¿No es estúpido y poco
funcional pensar que soy la suma de todos mis bienes? Entre otras cosas,
porque sería muy fácil para los otros destruirme: bastaría con que alguien
dañara o se apropiara de “mis cosas”. Recuerda una vez que presencié un
choque entre un elegante automóvil con una motocicleta. El de la motoquedo
golpeado en la mitad de la calle, y el otro, totalmente desencajado, miraba el
mayor de la puerta y repetía: “¡Dios mío, mi auto, mi auto…! ¿Por qué a mí, por
que a mí?”. No digo que nos pongamos contentos si el auto se estrella, pero
de ahí a generar una crisis existencial, ya es mucho.
QUINTO PRINCIPIO
Los filósofos antiguos definían la virtud como una fuerza o una disposición que
nos permite desarrollar lo que somos de la mejor manera. Por ejemplo,
consideraban que la virtud del perro es ser un buen guardián; la del cuchillo,
cortar bien; y la de un medicamento, curar las enfermedades. La virtud
perfecciona cada cosa haciéndola ser lo que debe ser y de la mejor manera
posible. Si, por poner un caso, consideramos que la esencia del hombre está
formada por la conjunción de la razón y el amor, entonces, vivir de acuerdo con
su naturaleza y llevar su ser al máximo potencial, seria desarrollar el buen juicio
y amar sanamente: un buen “pensador” y un buen “amador”. Vivirá según la
naturaleza es apropiarse de lo que nos define, conciliarse con ello, asumirlo,
cuidarlo y actualizarlo. La sensación que tendrás será la de estar haciendo
bien las cosas, de fluir con la vida, en vez de llevarla a cuestas.
SOBRE LO GENUINO
Sin ser un fanàtico por la naturaleza, debo reconoce que entre beber agua
“purificada” de las botellas de plástico y beberla de un manantial que destila la
montaña, hay muchas diferencia. En ambas, la sed se calma, pero en la
segunda saboreamos otro placer: el sabor de lo que no es artificial. Una vez, en
la Patagonia, tuve la oportunidad de internarme en un es peso bosque de
arrayanes, un tipo de árbol no muy delgado, de color rojizo y con manchas
blancas distribuidas a lo largo del tronco. Estaba solo y mientras caminaba
sobre las hojas que cubrían el suelo, debía sortear diminuto arroyos de agua
transparente que bajaban desde los cerros hacia una desembocadura. ¡Había
tanta bondad en aquel lugar! No sé con exactitud en qué tipo de bosque
estuve, pero mi experiencia emocional fue primar, mi sensación fue la de haber
estado muy cerca de mis orígenes. Me sentía tremendamente sereno y
protegiendo por el lugar, como si la penumbra tenue del bosque me
acompañara. Fue un encuentro con lo genuino, con algo incorrupto y allí
estuvo mi mente para alegrarse y tocar la paz que se insinuó por unos
instantes. La apreciación que tuve, si la puedo llamar así, fue que todo estaba
exactamente donde debía estar y cumpliendo una función.
Para los epicúreos, el siguiente ejercicio era una especie de meditación que
pretendía abarcar el infinito y perderse en él. La práctica consisten en que darte
quieto, si pensar en nada, sin definir si algo es bello, feo, oscuro, claro, grande
o pequeño. Solo debes dejar que la mirada se extienda y se extravié en la
inmensidad. Sentase a mirar el cielo, de día o de noche; sumergirse en la
observación de un amanecer o un atardecer y abrazar la naturaleza. Media
hora, diez minutos al día bastan para sentirse invadidos por “un entretenimiento
de placer divino”. Discurrir por el universo, vagar, y tomar conciencia del que
lugar que habitamos solamente es uno de los infinitos mundos, percibir que el
cosmos se dilatan nosotros con él. Y, entonces, sobreviene la certeza intima
de que no estamos solos. Igualase al todo: “Ya no ser hombre, sino
naturaleza”, decía Seneca, y festejarlo. Tomar conciencia de tu ser incrustado
en el universo.