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Ralph Waldo Emerson - Lengua

La lengua es un tercer uso con el que la naturaleza ayuda al hombre. La


naturaleza es el vehículo del pensamiento, en primer, segundo y tercer
grado.
1. Las palabras son signos de hechos naturales.
2. Los hechos naturales y particulares son símbolos de los hechos
espirituales y particulares.
3. La naturaleza es el símbolo del espíritu.

1. Las palabras son signos de hechos naturales. Usar la historia natural


nos ayuda a entender la historia sobrenatural: el uso de la creación exterior
nos proporciona la lengua de los seres y cambios de la creación interior.
Cada palabra que se usa para expresar un hecho intelectual o moral,
llevada a su raíz, resulta el préstamo de una apariencia
material. Correcto significa recto; erróneo significa torcido. Espíritu signifi
ca, en primer lugar, viento; transgresión, el cruce de
una línea; arrogante es enarcar las cejas. Decimos corazón para expresar
emoción, cabeza para denotar el pensamiento,
y pensamiento y emoción son palabras prestadas de cosas sensibles y
apropiadas a la naturaleza espiritual. La mayor parte del proceso con que
se llevó a cabo esta transformación queda oculto para nosotros en la
época remota en que se forjó la lengua; sin embargo, a diario puede
observarse la misma tendencia en los niños. Los niños y los salvajes usan
sólo sustantivos o nombres de cosas que convierten en verbos y aplican a
actos mentales análogos.

2. Pero el origen de todas las palabras que transmiten una importancia


espiritual —un hecho conspicuo en la historia de la lengua— es nuestra
menor deuda con la naturaleza. No sólo son emblemáticas las palabras;
las cosas son emblemáticas. Todo hecho natural es un símbolo de un
hecho espiritual. Toda apariencia en la naturaleza corresponde a un
estado de ánimo, y el estado de ánimo sólo puede describirse al presentar
esa apariencia natural como su imagen. El hombre enfurecido es un león,
el astuto, un zorro, el constante, una roca; el hombre culto es una antorcha.
El cordero es inocente; la serpiente despierta una sutil ojeriza; las flores
nos expresan afectos delicados. La luz y la oscuridad son las expresiones
familiares del conocimiento y la ignorancia; y el calor, la del amor. La
distancia visible delante y detrás de nosotros es, respectivamente, nuestra
imagen de la memoria y la esperanza.

Quien mira meditabundo un río, ¿acaso no se acuerda del flujo de las


cosas? Lanzad una piedra a un estanque y los círculos que se propagan
serán el bello tipo de toda influencia. El hombre es consciente de un alma
universal dentro de su vida individual, o tras ella; un alma de la que, como
un firmamento, salen y brillan las naturalezas de la justicia, la verdad, el
amor, la libertad. Al alma universal la llama razón: no es mía o tuya o suya,
sino que nosotros somos suyos; somos su propiedad y sus hombres. Y el
cielo azul en que se hunde la tierra privada, el cielo con su eterna cama y
lleno de orbes eternos es el tipo de la razón. A lo que intelectualmente
llamamos razón, lo llamamos espíritu por su relación con la naturaleza. El
espíritu es el creador. El espíritu tiene vida propia. Un hombre, en todas
las épocas y países, lo encama en su lengua, como el padre.

Entendemos fácilmente que no hay nada fortuito o caprichoso en estas


analogías, sino que son constantes e impregnan la naturaleza. No se trata
de sueños de poetas aquí y allá, sino que el hombre es un forjador de
analogías y estudia las relaciones en todos los objetos. Se halla en el
centro de los seres, y el rayo de la relación pasa de cualquier objeto a él.
No puede comprenderse al hombre sin los objetos, ni a los objetos sin el
hombre. En sí mismos, los hechos de la historia natural carecen de valor,
son estériles, como un solo sexo. Casadlos con la historia humana y se
llenarán de vida. Todas las Floras, los volúmenes de Lineo y Buffon, son
secos catálogos de hechos, pero el hecho más trivial, el hábito de una
planta, los órganos o la actividad o el ruido de un insecto, aplicados a la
ilustración de un hecho en la historia intelectual, o asociados de cualquier
manera a la naturaleza humana, nos afectan de la manera más viva y
agradable. La semilla de una planta —qué emotivas analogías con la
naturaleza humana sugiere ese pequeño fruto en todos los discursos,
hasta en la voz de Pablo, que llama al cadáver humano una semilla— «se
siembra como un cuerpo animal y resucita un cuerpo espiritual». El
movimiento de la tierra en tomo a su eje, y alrededor del sol, produce el
día y el año. Son ciertas cantidades de luz y calor en estado bruto, pero
¿no resulta una analogía entre la vida del hombre y las estaciones? ¿Y no
adquieren grandeza y patetismo las estaciones según esa analogía? Los
instintos de la hormiga son muy insignificantes, limitados a ella; pero en el
momento en que el rayo de la relación alcanza al hombre y la diminuta
obrera resulta instructiva, un cuerpo pequeño con un corazón poderoso,
entonces todos sus hábitos, incluso los recientemente observados, como
el de que nunca duerme, se vuelven sublimes.

A causa de esta correspondencia radical entre las cosas visibles y los


pensamientos humanos, los salvajes, que sólo poseen lo necesario, se
convierten en cifras. Cuando retrocedemos en la historia, la lengua se
vuelve más pintoresca, hasta su infancia, en que es toda poesía; todos los
hechos espirituales se representan con símbolos naturales. Los mismos
símbolos constituyen los elementos originales de todas las lenguas.
Además, se ha observado que las expresiones de todas las lenguas se
aproximan en los pasajes de mayor elocuencia y poder. Lo mismo que
ocurre con la primera lengua, ocurre con la última. Esta inmediata
dependencia de la lengua respecto a la naturaleza, esta conversión de un
fenómeno exterior en algo típico de la vida humana, no deja de afectamos.
Esto es lo que confiere ese sabor picante a la conversación del rudo
granjero o del leñador, que deleita a cualquiera.

El poder de un hombre para conectar su pensamiento con su símbolo


apropiado y expresarlo depende de la sencillez de su carácter, es decir,
de su amor a la verdad y su deseo de comunicarla sin pérdida. La
corrupción de la lengua sigue a la corrupción del hombre. Si la sencillez
del carácter y la soberanía de las ideas se quiebran por el predominio de
los deseos secundarios, el deseo de riquezas, de placer, de poder, de
alabanza, y si la duplicidad y la falsedad ocupan el lugar de la sencillez y
la verdad, se pierde hasta cierto punto el poder sobre la naturaleza como
intérprete de la voluntad; dejan de crearse nuevas imágenes y se
pervierten las palabras antiguas al representar cosas que no existen; se
usa papel moneda cuando no hay oro en depósito. A su debido tiempo, el
fraude se manifiesta y las palabras pierden todo poder para estimular el
entendimiento o los afectos. En toda nación civilizada hay centenares de
escritores que, durante un breve intervalo, creen y hacen creer a los demás
que ven y expresan verdades, incapaces de vestir un pensamiento por sí
mismos con su ropa natural, alimentados inconscientemente con la lengua
creada por los primeros escritores del país, los que se aferran
primariamente a la naturaleza.

Pero los sabios traspasan esa dicción podrida y sujetan de nuevo las
palabras a las cosas visibles, de modo que la lengua pintoresca certifica
de pronto que aquél que la emplea es un hombre aliado con la verdad y
con Dios. En el momento en que el discurso se eleva sobre la línea de los
hechos familiares y se inflama con la pasión y se exalta con el
pensamiento, se viste con imágenes. El hombre que conversa en serio, si
observa sus procesos intelectuales, descubre que surge en él una imagen
material, más o menos luminosa, contemporánea de cualquier
pensamiento, que suministra la vestimenta del pensamiento. De ahí que la
buena escritura y el discurso brillante sean alegorías perpetuas. La imagen
es espontánea. Es la mezcla de la experiencia y la acción actual del
espíritu. Es la creación apropiada. Es la actividad de la causa original
mediante los instrumentos que ya ha creado.
Esos hechos pueden sugerir la ventaja que la vida campestre tiene
para un espíritu poderoso frente a la vida artificial y reducida de las
ciudades. Sabemos más de la naturaleza de lo que podemos comunicar a
voluntad. Su luz fluye siempre hacia nosotros, y olvidamos su presencia.
El poeta, el orador crecido en los bosques, cuyos sentidos se han
alimentado de sus bellos y apaciguadores cambios, año tras año, sin plan
ni atención, no olvidarán del todo su lección, a pesar del rugido urbano y
la pelea política. Mucho después, entre la agitación y el terror de las
reuniones nacionales —en la hora de la revolución—, estas solemnes
imágenes reaparecerán con su lustre matutino, como símbolos y palabras
apropiadas de los pensamientos que despierten los sucesos pasajeros.
Con la llamada de un sentimiento noble, los bosques se ondulan de nuevo,
los pinos murmuran, el río fluye y brilla, y el ganado muge en las montañas,
tal como fueron vistos y oídos en la infancia. Esas formas pondrán en sus
manos los hechizos de la persuasión, las llaves del poder.

3. Los objetos naturales nos ayudan así a expresar significados


particulares. ¡Una gran lengua para trasmitir informaciones minúsculas!
¿Eran necesarias las nobles razas de estas criaturas, esa profusión de
formas, esa hueste de orbes en el cielo, para suministrar al hombre el
diccionario y la gramática de su expresión municipal? Mientras usamos
esta gran cifra para despachar los asuntos de la cazuela y la marmita,
sentimos que aún no la hemos usado debidamente ni somos capaces de
ello. Somos como viajeros que emplean las cenizas de un volcán para freír
sus huevos. Aunque veamos que siempre es posible vestir lo que decimos,
no podemos evitar la pregunta de si los caracteres son significativos por sí
mismos. ¿No tienen las montañas y las olas y el cielo significado alguno,
salvo el que conscientemente les damos cuando los usamos como
emblemas del pensamiento? El mundo es emblemático. Parte del discurso
es metafórico, porque la naturaleza, en conjunto, es una metáfora del ser
humano. Las leyes de la naturaleza moral responden a las de la materia
como un rostro se responde a sí mismo en el espejo. «El mundo visible y
la relación de sus partes son el disco esférico de lo invisible». Los axiomas
de la física traducen las leyes de la ética. Así, «el todo es mayor que la
parte», «la reacción es igual a la acción»; «el peso menor puede sostener
el mayor si el tiempo compensa la diferencia de peso»; éstas y otras
proposiciones similares tienen un sentido tanto ético como físico. Esas
proposiciones tienen un sentido más extenso y universal si se aplican a la
vida humana en lugar de limitarse al uso técnico.

De manera similar, las palabras memorables de la historia y los


proverbios de las naciones consisten habitualmente en un hecho natural,
seleccionado como un cuadro o parábola de una verdad moral. Así, piedra
movediza, el musgo no la cobija; más vale pájaro en mano que ciento
volando; la ocasión la pintan calva; por el camino recto gana el cojo al
deshonesto; es difícil mantener la copa llena; el vinagre es hijo del vino;
tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe; los árboles longevos
arraigaron primero, etcétera. En su sentido literal, se trata de hechos
triviales, pero los repetimos por el valor de su importancia analógica. Lo
que es cierto de los proverbios, lo es de todas las fábulas, parábolas y
alegorías.
Esta relación entre materia y espíritu no ha sido obra de poeta alguno,
sino que reside en la voluntad de Dios, y así todos los hombres la conocen
libremente. Se les presenta a los hombres, o no. Cuando en horas
afortunadas consideramos este milagro, el sabio duda de si el resto del
tiempo no está ciego o sordo:

¿Pueden existir estas cosas


Y superamos como una nube estival
Sin que nos maravillemos?

El universo se vuelve transparente y la luz de leyes superiores a la suya


brilla a través de él. Es el problema permanente que ha suscitado las
preguntas y el estudio de todo genio desde que fuera creado el mundo;
desde la época de los egipcios y los brahmanes hasta la de Pitágoras,
Platón, Bacon, Leibniz y Swedenborg. Allí se sienta la esfinge en la cuneta
y, de época en época, el profeta se acerca a probar fortuna leyendo su
acertijo. El espíritu parece tener la necesidad de manifestarse en formas
materiales; día y noche, río y tormenta, bestia y pájaro, ácido y alcalino
preexisten como ideas necesarias en Dios y son lo que son en virtud de
afectos precedentes en el mundo del espíritu. Un hecho es el fin u objetivo
último del espíritu. La creación visible es el término o la circunferencia del
mundo invisible. «Los objetos materiales —decía un filósofo francés— son
necesariamente tipos de scoriae de los pensamientos sustanciales del
creador, que deben siempre conservar la relación con su origen primero;
en otras palabras, la naturaleza visible debe tener un aspecto espiritual y
moral»[2].
Esta doctrina es abstrusa y, aunque las imágenes de
«vestido», scoriae, «espejo» y otras estimulen la fantasía, debemos
solicitar la ayuda de expositores más sutiles y vitales para aclararla. La ley
fundamental de la crítica es que «toda escritura debe interpretarse con el
mismo espíritu que la ha producido»[3]. Una vida en armonía con la
naturaleza, el amor a la verdad y la virtud purgarán la mirada para
comprender su texto. Gradualmente llegaremos a conocer el sentido
primitivo de los objetos permanentes de la naturaleza, de modo que el
mundo será para nosotros un libro abierto y toda forma tendrá el
significado de su vida oculta y causa final.

Un nuevo interés nos sorprende cuando, con la perspectiva sugerida,


contemplamos la temible extensión y multitud de objetos, ya que «todo
objeto entendido correctamente libera una nueva facultad del alma»[4]. Lo
que era una verdad inconsciente se convierte, interpretada y definida en
un objeto, en una parte del dominio del conocimiento, una nueva arma en
el almacén del poder.

[1] Cita de Macbeth, III, iv, 110-112


[2] Emerson cita a C. Oegger, The True Messiah, or the Old and New
Testaments, Examined According to the Principles of the Language of
Nature, traducido por E. P. Peabody en 1842.
[3] Emerson cita a George Fox según lo recoge William Sewell, The
History of the Rise, Increase, and Progress Called Quakers (1823).
[4] Emerson cita a Coleridge, Aids to Reflection, en la edición de James
Marsh (1829)

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