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Pero los sabios traspasan esa dicción podrida y sujetan de nuevo las
palabras a las cosas visibles, de modo que la lengua pintoresca certifica
de pronto que aquél que la emplea es un hombre aliado con la verdad y
con Dios. En el momento en que el discurso se eleva sobre la línea de los
hechos familiares y se inflama con la pasión y se exalta con el
pensamiento, se viste con imágenes. El hombre que conversa en serio, si
observa sus procesos intelectuales, descubre que surge en él una imagen
material, más o menos luminosa, contemporánea de cualquier
pensamiento, que suministra la vestimenta del pensamiento. De ahí que la
buena escritura y el discurso brillante sean alegorías perpetuas. La imagen
es espontánea. Es la mezcla de la experiencia y la acción actual del
espíritu. Es la creación apropiada. Es la actividad de la causa original
mediante los instrumentos que ya ha creado.
Esos hechos pueden sugerir la ventaja que la vida campestre tiene
para un espíritu poderoso frente a la vida artificial y reducida de las
ciudades. Sabemos más de la naturaleza de lo que podemos comunicar a
voluntad. Su luz fluye siempre hacia nosotros, y olvidamos su presencia.
El poeta, el orador crecido en los bosques, cuyos sentidos se han
alimentado de sus bellos y apaciguadores cambios, año tras año, sin plan
ni atención, no olvidarán del todo su lección, a pesar del rugido urbano y
la pelea política. Mucho después, entre la agitación y el terror de las
reuniones nacionales —en la hora de la revolución—, estas solemnes
imágenes reaparecerán con su lustre matutino, como símbolos y palabras
apropiadas de los pensamientos que despierten los sucesos pasajeros.
Con la llamada de un sentimiento noble, los bosques se ondulan de nuevo,
los pinos murmuran, el río fluye y brilla, y el ganado muge en las montañas,
tal como fueron vistos y oídos en la infancia. Esas formas pondrán en sus
manos los hechizos de la persuasión, las llaves del poder.