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La desaparición de Honoré Subrac- Apollinaire.

A pesar de las más prolijas investigaciones, la policía no ha podido dilucidar el misterio de la


desaparición de Honoré Subrac.

Subrac había sido amigo mío, y como yo conocía toda la verdad acerca de su caso, me sentí
obligado a poner a la justicia al tanto de todo lo ocurrido. El juez ante el cual presté declaración
empleó conmigo, después de haber escuchado mi relato, un tono de cortesía tan espantado, que
no me cupo la menor duda de que me tomaba por loco. Se lo dije, y desde ese momento fue aún
más amable. Luego, levantándose de su silla, me condujo hasta la puerta y pude ver que su
secretario estaba de pie, con los puños apretados, dispuesto a saltar sobre mí en caso de que me
diera un ataque de locura.

No insistí. El caso de Honoré Subrac era, en efecto, tan extraño, que en verdad parecía increíble. Se
sabía, por las noticias aparecidas en los diarios, que Subrac pasaba por un individuo muy original.
Tanto en invierno como en verano sólo vestía una hopalanda y se calzaba únicamente con
pantuflas. Era muy rico, y como su manera de vestir me asombraba, un día le pregunté qué razón
tenía.

—Es para poder desvestirme con mayor rapidez en caso de necesidad —me respondió—. Por lo
demás, es fácil acostumbrarse a salir con poca ropa, y se puede prescindir muy bien de ropa
interior, medias y sombrero. Vivo así desde los veinticinco años y nunca me enfermé.

Estas palabras, lejos de esclarecerme, agudizaron mi curiosidad.

—¿Por qué razón —pensé—, Honoré Subrac tendrá tanta necesidad de desvestirse con rapidez?

E imaginé toda clase de conjeturas...

Una noche, al volver a casa —seria la una o la una y cuarto—, oí pronunciar mi nombre en voz baja.
Me pareció que esa voz salía de la pared que había rozado. Me detuve desagradablemente
sorprendido.

—¿No hay nadie en la calle? Soy yo, Honoré Subrac.

—¿Dónde está usted? —exclamé mirando a todas partes sin lograr darme una idea del lugar donde
mi amigo estaba escondido.
Descubrí entonces su famosa hopalanda tirada en la acera y al lado sus no menos famosas
pantuflas.

—He aquí un caso —pensé— en que la necesidad ha obligado a Honoré Subrac a desvestirse en un
abrir y cerrar de ojos. Por fin voy a conocer el motivo de este misterio.

Le dije en voz alta:

—La calle está despierta, mi querido amigo; puede usted salir.

Bruscamente, Honoré Subrac se desprendió de la pared, en la que yo no había notado su presencia.


Estaba completamente desnudo y, antes que nada, se apoderó de su hopalanda, se la puso y la
abotonó lo más rápidamente que pudo. En seguida se calzó las pantuflas y resueltamente me
habló, en tanto me acompañaba hasta la puerta de mi casa.

—Usted se habrá asombrado —me dijo—, pero ahora comprenderá la razón por la cual me visto de
forma tan extravagante. Seguramente, usted no ha comprendido cómo pude escapar por completo
a sus miradas. Es muy simple. Sólo se debe ver en eso un fenómeno de mimetismo... La naturaleza
es una buena madre. Ha distribuido entre aquellos de sus hijos amenazados por peligros y que son
débiles para defenderse, el don de confundirse con lo que les rodea... Usted ya conoce todo eso.
Sabe que las mariposas se parecen a las flores, que ciertos insectos, son semejantes a hojas, que el
camaleón puede tomar el color que mejor lo oculte, que la liebre polar se ha vuelto blanca como las
comarcas glaciales en las que, medrosa como la de nuestros campos, escapa sin ser vista.

Es así como esos débiles animales huyen de sus enemigos, por medio de un instintivo artificio que
modifica su aspecto.

Y perseguido por un enemigo sin cesar, yo, que soy pusilánime e incapaz de defenderme en una
pelea, me parezco a esos animales: me confundo a voluntad y por terror, con el medio ambiente.

Hace ya años que he ejercitado por primera vez esta facultad instintiva. Tenía veinticinco años y, en
general, las mujeres me encontraban agradable y apuesto. Una de ellas, que era casada, me
testimonió tanta amistad que me sentí incapaz de resistir. ¡Fatales relaciones!... Una noche estaba
en su casa. Su supuesto marido había salido de viaje por varios días. Estábamos desnudos como
divinidades, cuando la puerta se abrió de pronto y apareció el marido empuñando un revólver.
Sentí un terror inexpresable y, cobarde como era y como lo soy aún, no tuve más que un deseo:
desaparecer. Adosándome a la pared, anhelé confundirme con ella. Y el hecho imprevisto es
produjo de repente. Tomé el color del empapelado y mis miembros se aplanaron en un
estiramiento voluntario e inconcebible; me pareció que formaba parte de la pared y que, en
adelante, nadie me vería. Era verdad. El marido me buscaba para matarme. Me había visto y era
imposible que hubiese podido escapar. Se puso como loco, y volviendo su ira contra su mujer la
mató salvajemente disparándole seis tiros en la cabeza. Se fue enseguida, llorando
desesperadamente. Cuando hubo salido, instintivamente mi cuerpo recuperó su forma y su color
naturales. Me vestí y logré salir de allí antes de que nadie viniese... Desde entonces he conservado
esta afortunada facultad que se parece al mimetismo. El marido, no habiendo podido matarme
entonces, consagró su existencia al logro de esa tarea. Durante años me persiguió por todo el
mundo, y yo pensé haberle escapado viniendo a vivir a París. Pero unos minutos antes de que usted
pasase volví a verlo. El terror me hizo castañetear los dientes. Apenas tuve tiempo para
desvestirme y confundirme con el muro. Pasó cerca de mí, observando con curiosidad la hopalanda
y las pantuflas abandonadas en la acera. Ya ve usted que me sobra razón para vestirme tan
sumariamente. No podría ejercer mi facultad mimética si estuviese vestido como todo el mundo.
Me sería imposible desvestirme tan rápidamente para escapar a mi verdugo, y lo más importante
es que esté desnudo, para que mis ropas, aplastadas contra la pared, no hagan inútil mi
desaparición defensiva. Felicité a Honoré Subrac por esa facultad suya, de la que tenía pruebas
suficientes, y que por cierto le envidiaba...

Durante los días siguientes sólo pensé en esto. A cada momento me sorprendía a mí mismo
esforzándome por lograr voluntariamente la modificación de mi forma y mi color. Intenté
transformarme en ómnibus, en Torre Eiffel, en académico, en ganador de la lotería. Mis esfuerzos
fueron vanos. No lo lograba. Mi voluntad no era suficientemente fuerte y, además, me faltaba ese
santo terror, ese formidable peligro que había despertado los instintos de Honoré Subrac.

Hacía algún tiempo que no lo veía, cuando un día llegó enloquecido:

—Ese hombre, mi enemigo —me dijo—, me acecha en todas partes. Pude escaparle tres veces
gracias a mi facultad, pero tengo miedo, ¡tengo miedo, mi querido amigo!

Advertí que había enflaquecido, pero me cuidé de decírselo.

—No le queda a usted más que un camino —le dije—. Para escapar a un encarnizado enemigo
como él, debe usted irse. Ocúltese en una aldea. Deje a mi cuidado sus asuntos y diríjase a la
estación más cercana.

Me estrechó la mano diciéndome:

—Acompáñeme usted, se lo suplico; ¡tengo miedo!


*

Ya en la calle, caminamos en silencio. Honoré Subrac volvía continuamente la cabeza, presa de la


inquietud. De pronto lanzó un grito y echó a correr, al tiempo que se desembarazaba de la
hopalanda y las pantuflas. Vi que un hombre venía a la carrera tras de nosotros. Traté de detenerlo,
pero se liberó de mí. Empuñaba un revólver que apuntaba hacia Honoré Subrac. Este había llegado
al paredón de un cuartel, desapareciendo allí como por encanto.

El hombre del revólver se detuvo estupefacto, lanzó una airada exclamación y, como para vengarse
del paredón, que parecía haberle arrebatado su víctima, descargó el revólver sobre el lugar donde
había desaparecido Honoré Subrac. Después se alejó corriendo.

La gente se aglomeró en el lugar y acudieron agentes de policía que la obligaron a dispersarse.


Entonces llamé a mi amigo, pero éste no me respondió.

Palpé la pared; todavía estaba tibia, y observé que de las seis balas disparadas tres habían
penetrado a la altura del corazón de un hombre, en tanto que las restantes habían hecho saltar el
revoque algo más arriba, allí donde me pareció distinguir vagamente el contorno de un rostro.

En El Heresiarca y Cía
Traducción: Mauro Fernández Alonso de Armiño
Un bello film
¿Sobre qué conciencia no pesa un crimen? -preguntó el barón d'Ormesan-. Por mi
parte, ya no me tomo la molestia de contarlos. He cometido algunos que me
produjeron dinero, y si hoy no soy millonario, debo culpar más bien a mis apetitos
que a mis escrúpulos.

En 1901, en unión de unos amigos, fundé la Compañía Internacional


Cinematographic, a la que para abreviar llamamos C.I.C. Nuestro propósito era
producir una película de gran interés y pasarla luego en los cinematógrafos de las
principales ciudades de Europa y América. Nuestro programa estaba bien trazado.
Gracias a la indiscreción de uno de los domésticos, pudimos obtener una escena
interesantísima que representaba al presidente de la República, en momentos en
que se levantaba de la cama. Siguiendo idéntico procedimiento, también logramos la
filmación del nacimiento del príncipe de Albania. En otra oportunidad, después de
comprar a precio de oro la complicidad de algunos funcionarios del Sultán, pudimos
fijar para siempre la impresionante tragedia del gran visir MalekPacha, quien,
después de los desgarradores adioses a sus esposas e hijos, bebió, por orden de su
amo y señor, el funesto café en la terraza de su residencia de Pera.

Sólo nos faltaba la representación de un crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil


conocer con anticipación la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen
abiertamente.

Desesperando de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos


organizarlo por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos.
Primeramente habíamos pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen
que nos faltaba, pero, aparte de que con ello hubiésemos engañado a nuestros
futuros espectadores al ofrecerles escenas falsas, habituados como estábamos a no
cinematografiar más que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple juego
teatral por perfecto que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar a suerte, para
establecer quién de entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que
nuestra cámara registraría. Mas ésta fue una perspectiva ingrata para todos. Después
de todo, éramos una sociedad constituida por personas de bien y nadie tomaba a
broma eso de perder el honor ni aun por fines comerciales.
Una noche decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de
la villa que alquiláramos. Éramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó
una pareja: un hombre y una mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos
pareció a propósito para acondicionar los elementos más interesantes de un crimen
pasional. Silenciosos, nos abalanzamos sobre la pareja y amordazándolos los
condujimos a la casa. Allí los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo,
volviendo a nuestra posición. Un señor de patillas blancas vestido con traje de noche
apareció en la calle; salimos a su encuentro y lo arrastramos a la casa a pesar de su
resistencia. El brillo de nuestros revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.

Nuestro fotógrafo preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó


a registrar el crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo
apuntando con las armas a los cautivos.

La joven pareja estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones


conmovedoras: despojé a la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en
mangas de camisa. Dirigiéndome al señor de esmoquin, le dije:

-Señor: ni mis amigos ni yo deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena
de muerte, que asesine, con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta
mujer. Ante todo, usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado que no
lo estrangulen. Como están desarmados, no cabe la menor duda de que usted logrará
su propósito.

-Señor -repuso cortésmente el futuro asesino- no tengo más remedio que ceder ante
la violencia. Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo
modificar una decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una
gracia, sólo una: permítame cubrirme el rostro.

Nos consultamos y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros.
Coloqué sobre la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos
abierto dos orificios en el lugar de los ojos, y el individuo comenzó su tarea.

Golpeó al joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar,


registrando esta lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su
víctima. Ésta se puso rápidamente de pie, saltando, con una fuerza duplicada por el
espanto, sobre la espalda de su agresor. La muchacha volvió en sí de su
desvanecimiento y acudió en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en
el corazón. Luego la escena se concentró en el joven, que se abatió de una herida en
la garganta. El asesino hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había
movido durante la lucha, y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara
funcionó.

-¿Están ustedes conformes? -nos preguntó-. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?

Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje.
Inmediatamente, la cámara se detuvo.

***

El asesino esperó a que termináramos de hacer desaparecer los rastros de nuestro


paso por el lugar, porque la policía no dejaría de ir allí al día siguiente Salimos todos
juntos. Se despidió de nosotros como un perfecto hombre de mundo, y se dirigió
rápidamente a su club donde, seguramente, no habría de ganar esa noche una suma
fabulosa, después de semejante aventura. Saludamos muy reconocidos a ese jugador
y nos fuimos a acostar. Ya teníamos nuestro crimen sensacional, que provocaría un
alboroto enorme, pues las víctimas eran la mujer del ministro de un pequeño estado
de los Balcanes y su amante, hijo del pretendiente a la corona de un principado de
Alemania del norte.

La casa había sido alquilada bajo nombre falso, y el administrador, para evitar
complicaciones, declaró reconocer al inquilino en el joven príncipe. La policía estuvo
atareada en el asunto durante dos meses. Los diarios publicaron ediciones especiales
y, como nosotros comenzamos en ese momento nuestra gira, es de imaginar el éxito
que tuvimos. La policía no sospechó ni un instante que ofrecíamos la realidad del
asesinato del día. Sin embargo, nosotros lo anunciábamos con toda claridad. El
público no se engañó: nos acogió de una forma entusiasta, y tanto en Europa como
en América ganamos, al término de seis meses de exhibiciones, trescientos cuarenta
y dos mil francos, que repartimos entre los miembros de nuestra asociación.

El crimen había suscitado demasiado revuelo como para permanecer impune, y la


policía terminó por detener a un levantino que no pudo presentar una coartada
admisible para la noche del crimen. A pesar de sus protestas de inocencia, fue
condenado a muerte y ejecutado. Tuvimos, además, mucha suerte. Nuestro
fotógrafo pudo, por un feliz azar, asistir a la ejecución, con lo que nuestro
espectáculo se cerraba con una nueva escena, hecha a medida para atraer a las
multitudes.

Cuando al término de diez años, por causas sobre las que no me extenderé, nuestra
asociación se disolvió, yo había cobrado por mi parte más de un millón, que perdí en
las carreras al año siguiente.
Adiós
Guy de Maupassant
Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el bulevar muy
animado. Les acariciaban los rostros esas ráfagas tibias que circulan por las calles de
Paris en las apacibles noches de verano y obligan a los transeúntes a erguir la cabeza,
incitándolos a salir, a irse lejos, a cualquier parte en donde haya frondosidad,
quietud, verdor… y hacen soñar en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y
en ruiseñores.

Uno de los dos -Enrique Simón- dijo, suspirando profundamente:

-¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me parecía
pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento desilusiones y
cansancio. ¡Es muy corta la vida!

Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y cinco años,
aproximadamente. Su acompañante -Pedro Carnier- algo más viejo, pero también
más ágil y decidido, respondió:

-Para mi, amigo mío, la vejez llegó sin avisarme; no lo noté siquiera. Yo vivía siempre
alegre; siempre fui vigoroso, divertido, emprendedor, y continúo siéndolo. Como nos
miramos al espejo todos los días, no advertimos los estragos de la edad, porque su
obra es lenta, incesante, acompasada, y modifica el rostro de una manera tan suave,
tan continua, que resulta para cada cual imperceptible; no hay en su labor
transiciones apreciables. Por eso no morimos de pena, como sin duda moriríamos
advirtiendo en un instante los desmoches que sufre nuestra naturaleza en dos o tres
años solamente. No podemos apreciarlos. Para que uno se diese cuenta de lo que
pierde, seria necesario que pasara sin mirarse al espejo seis meses. ¡Oh! ¡ Qué
sorpresa tan desoladora recibiría!

“¿Y las mujeres, amigo mío? Son más dignas de compasión que nosotros. Yo
compadezco mucho, con toda mi alma, compadezco sinceramente a esas pobres
criaturas llamadas mujeres. Toda su dicha, todo su poder, toda su gloria, todo su
orgullo, toda su vida se reducen a su belleza, que dura diez años.

“Yo envejecí sin darme cuenta, me creía un adolescente aún, mientras andaba ya
rondando la cincuentena. No padeciendo ningún achaque, ninguna dolencia, ninguna
debilidad, vivía como siempre, dichoso y tranquilo.
“La revelación de mi vejez se me ofreció de una manera sencilla y terrible, que me
dejó anonadado, aturdido, macilento durante una temporada. Luego, acabé
resignándome, y aquí me tienes otra vez tan fresco.

“Como nos acontece a todos, los amores turbaron con frecuencia mi tranquilidad,
pero un amor, uno principalmente, me llegó a lo vivo.. ¡Qué mujer aquella! La conocí
a la orilla del mar, en Etretat, un verano, hará doce años aproximadamente, poco
después de terminada la guerra. Nada tan delicioso como aquella playa, tempranito,
a la hora del baño. Es pequeña, redonda como una herradura; la rodean altas costas
blanquecinas horadadas por los rudos embates de las olas, formando esas aberturas
extrañas que se llaman las Puertas: una, enorme, avanzando en el mar su estructura
gigantesca; la otra, enfrente, achatada, como si se hubiese acurrucado.

“Numerosas mujeres, formando espléndida muchedumbre, se reúnen y se apiñan


sobre la estrecha extensión pedregosa que cubren de vestidos claros, convirtiéndola
en un jardín cercado por altas peñas. El sol cae de lleno sobre las costas, sobre las
sombrillas de brillantes matices, sobre el mar de un azul verdoso; y todo aquello es
alegre, vivo, encantador; todo sonríe a los ojos.

“Plácidamente sentadas junto al agua, vemos a las bañistas. Bajan envueltas en sus
peinadores de franela, que abandonan con airoso y resuelto ademán, en cuanto
llegan a la franja espumosa de las olas tranquilas. Entran en el mar, avanzando
rápidamente, hasta que un estremecimiento frío y delicioso las detiene y las turba un
instante, produciéndoles una breve sofocación.

“Pocas bellezas resisten al examen que permite un baño. Allí se las juzga, se las
analiza desde los pies hasta el pelo. Sobre todo, la salida es terrible, porque descubre
todas las imperfecciones, aun cuando el agua de mar es un poderoso remedio para
las carnes lacias.

“La primera mañana que vi en el baño a la mujer que debía enamorarme como
ninguna, me dejó ya encantado y seducido. Sus líneas eran perfectas y sus formas
bien pronunciadas y firmes. Además, hay rostros cuyo encanto nos penetra y nos
domina bruscamente, invadiéndonos, conquistándonos de pronto. Imaginamos que
aquella mujer es la que debe hacernos felices, que sólo nacimos para quererla y
adorarla. En aquel momento sentí esa extraña sensación, esa violenta sacudida que
nos dice: «Aquí está la única, la deseada.»
“Me hice presentar a ella, y bien pronto me hallé apasionado como nunca -ni hasta
entonces, ni después- lo estuve. Sus encantos me abrasaban el corazón.

“Es a un tiempo delicioso y terrible verse de tal modo poseído, dominado por una
mujer. Es casi un suplicio, y asimismo es una dicha incomparable. Su mirada, su
sonrisa, los cabellos de su nuca oscilando traviesos, los menores detalles de su rostro,
sus gustos más insignificantes me desconcertaban, me arrebataban, me enardecían.
Ella era mí dueña, mi voluntad era suya y suyo todo mi ser; me atraía,
esclavizándome, con sus palabras, con sus ojos, con sus ademanes, hasta con sus
vestidos y con sus adornos; todo lo que la hermoseaba, ejercía sobre mí una
influencia diabólica.

“Me hacia suspirar su velillo puesto sobre un mueble, me desconcertaban sus


guantes abandonados sobre un sillón. La hechura y la elegancia de sus vestidos me
parecían inimitables. Ninguna mujer llevaba sombreros como los suyos.

“Era una mujer casada. Su marido iba todos los sábados a verla para volverse los
lunes. Aquellas visitas no me apuraron: vi siempre al marido con la mayor
indiferencia. No me daba celos. Ignoro el motivo; pero jamás hombre alguno de los
que traté influyó tan poco, tuvo tan poca importancia en mi vida, ni ocupó menos mi
atención.

“¡Cuánto la quería! ¡Qué apasionado estaba yo por aquella mujer! Y ¡qué bonita era!
¡Qué graciosa! ¡Qué joven! Era la juventud, la elegancia, la frescura misma. Nunca
pude convencerme, como entonces, de que la mujer es una criatura deliciosa, fina,
elegante, delicada, hecha con todos los encantos y todos los primores. Nunca pude
convencerme, como entonces, de la belleza seductora encerrada en la curva de una
mejilla, en el mohín de unos labios, en los repliegues de una oreja, en la forma del
órgano estúpido que se llama nariz.
Aquello duró tres meses, al cabo de los cuales me fui a los Estados Unidos con el
corazón traspasado. Su recuerdo no me abandonaba, persistente y triunfante.

“Aquella mujer me poseía de lejos como de cerca me había poseído. Pasaron los
años, pero no la olvidé. Su encantadora imagen se ofrecía constantemente a mis
ojos, no se borraba ni un solo instante de mi pensamiento. Aquel amor inextinguible
me dominaba; era un cariño constante y fiel, una ternura tranquila, como la memoria
venerada y dulce de lo más hermoso, de lo más encantador que había conocido yo en
mi vida.
*

“¡Doce años representan muy poco en la existencia de un hombre! Tanto es así, que
apenas podemos darnos cuenta de que pasan. Uno tras otro, los años transcurren a
la vez apacible y atropelladamente, lentos y precipitados; parecen interminables y se
acaban en seguida. Se van sumando con tanta rapidez, se empujan y suceden de tal
modo, que no dejan casi un rastro perceptible. Desvanecidos a la sombra de nuestros
deseos, de nuestros afanes, pasan de continuo. Y si queremos volver atrás los ojos
para discurrir acerca del tiempo que ha pasado, no podemos darnos clara explicación
de cómo envejecimos. La vejez sorprende al hombre un día, y el hombre se pregunta
de dónde sale aquella triste compañera, que no le abandonó un solo instante.

“Al cabó de doce años, me pareció que habían pasado sólo algunos meses desde
aquel verano delicioso en la encantadora playa de Etretat. De regreso en Paris, un día
de la última primavera, me fui a Malsons-Laffitte, para comer con unos amigos. En la
estación, casi al momento de ponerse en marcha el tren, subió al vagón una señora
obesa, escoltada por cuatro niñas. Apenas me digné mirar a la madre llueca, tan
abultada, tan redonda, tan mofletuda, tan poco interesante, que remolcaba con
dificultad su respetable mole y su numerosa descendencia.

“Respiró agitada, como si estuviese ahogándose, fatigada por la prisa que se dio para
llegar a tiempo. Las niñas comenzaron a charlar. Yo, desdoblando un periódico,
empecé a leer.

“Acabábamos de pasar la estación de Asnières, cuando mi compañera de viaje me


interrogó de pronto:

“-Dispense usted la pregunta, caballero: ¿No es usted el señor Carnier?

“-Sí, señora.

“Entonces ella soltó la risa; una risa franca de mujer tranquila y modesta. Pero noté
en su acento un asomo de triste desencanto, al preguntarme:

“-¿No me conoce usted?

“Dudé de contestar. En efecto, creí haber visto en alguna parte aquella cara: sus
facciones me recordaban algo, alguien… Pero ¿quién? ¿Dónde? ¿Cuándo las había
visto?
“Y respondí:

“-Efectivamente… Creo…, si… no… Yo la conozco a usted; no hay duda… Si me diera


usted su nombre…

“Ella, ruborizándose un poco, pronunció:

“-Julia Lefévre.

“Nunca he recibido impresión tan violenta. Me pareció que todo acababa para mí en
un segundo, como si de pronto se hubiera desgarrado ante mis ojos un velo tras el
cual se me revelarían desventuras amenazadoras y terribles.

“¡Era ella! Una señora obesa y vulgar, ¡ella! Y habla lanzado al mundo aquella nidada,
¡cuatro niñas!, durante mi ausencia. Las criaturas me asombraban tanto como su
madre. Obra suya; eran los retoños de su vida. Crecieron y ocupaban ya un lugar en
el mundo; mientras la deliciosa hermosura, la maravilla de gracia y belleza que yo
conocí, se había desvanecido, ya no inspiraba ningún entusiasmo. ¿Cómo se realiza
una transformación tan espantosa en tan breve tiempo? En un día…, porque hubiera
jurado que horas antes la vi como era… ¡y la encontraba de pronto cambiada! ¿Es
posible? Un sufrimiento, una congoja me oprimía el corazón, y también una protesta
indignada, rebelándome contra la Naturaleza, contra esa obra infame de brutal
destrucción.

“La contemplé angustiado. Luego, al oprimir su mano, acudieron lágrimas a mis ojos.
Lloré su juventud perdida; lloré su muerte. Había muerto la que yo conocí, la señora
mofletuda y abultada que se me presentó era otra; ¡yo no la conocía!

“También ella, emocionándose, balbució:

“-He cambiado mucho, ¿no es verdad? Así es el mundo; ¡todo pasa! Ya lo ve usted;
ahora soy una madre solamente, una madre cariñosa, una madre buena. Lo demás,
pasó, acabó, no volverá. ¡Oh! Ya supuse que usted no me reconocería si por
casualidad nos encontráramos, como ha sucedido. También usted ha cambiado
bastante. Tuve que fijarme bien, que reflexionar mucho, que discurrir algo, para estar
segura de no engañarme. Tiene usted ya el pelo blanco. Naturalmente. ¡Hace mucho
tiempo! Mi niña mayor, tiene diez años. ¡Hace ya doce años!

“Miré a la niña y descubrí en ella un encanto semejante al que tuvo su mamá en otro
tiempo; las facciones, las formas de la criatura, recordando las de su madre, aún eran
de contornos indecisos, de una expresión vaga, pero anunciaban un delicioso
porvenir.

“Y la vida se me apareció rápida, como un viaje en ferrocarril.

“Llegamos a Maisons-Laffitte. Besé la mano de mi amiga. En mi conversación con ella,


sólo se me habían ocurrido vulgaridades; no encontré ni una frase feliz. Estaba
demasiado aturdido para reflexionar.

“Por la noche, y aprovechando un cuarto de hora que mis amigos me dejaron solo,
contemplé detenidamente mi rostro en un espejo. Y acabé recordando mi fisonomía
como era en otro tiempo; imaginé mis bigotazos y mis cabellos negros, mis facciones
juveniles, mis ojos penetrantes…

“Ya todo había cambiado. Me hallé viejo.

“¡Adiós!”

FIN

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