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La primera historia literaria de Colombia la escribió José María Vergara y

Vergara en 1867. Ese mismo año se publicó María, de Jorge Isaacs, una de las
novelas latinoamericanas más leídas en el siglo XIX. Exactamente cien años
después, en 1967, Gabriel García Márquez publicó Cien años de soledad.
¿Qué significa esto? O a la historia le gustan las casualidades literarias, o en el
hecho de que María (1867) y Cien años de soledad (1967) sean las obras más
famosas del continente debemos ver, en realidad, la importancia que entraña
para el idioma la literatura colombiana. Desde los tiempos remotos de Juan
de Castellanos, en el siglo XVI, hasta los tiempos actuales, la literatura que se
ha escrito en Colombia ha sido un intento de universalización. Lo vemos en la
época colonial: Domínguez Camargo es toda una recreación del gongorismo;
Álvarez de Velasco y Zorrilla, con una poesía visual que se abreva en el
conceptismo de Quevedo, y la Madre Castillo, de las mejores místicas de
nuestra lengua, equiparable y hasta superior a Santa Teresa. Cierto que a
Colombia se le ha llamado país de tradición conservadora, pero ningún país
tuvo poetas tan románticos como José Eusebio Caro y Rafael Pombo. La
constitución que rigió al país entre 1863-1885 fue tan liberal y positivista que
estuvo dedicada a Víctor Hugo (quien la consideró para ángeles). Más tarde,
sí se engendró la constitución más anacrónica de América Latina, con un
sistema cerradamente centralista. Pero los escritores, muy a menudo a
contracorriente de los políticos, se volcaron hacia el modernismo. Así, el
modernismo colombiano obtuvo dos tendencias: uno cosmopolita, la de José
Asunción Silva, con sede en París y en Londres; otro, la de Tomás
Carrasquilla, con sede en las montañas antioqueñas, entre arrieros y
mineros. Se acusa a la literatura colombiana de no manifestar movimientos
de vanguardia, como si eso fuera una necesidad imperiosa. A cambio de
experimentos técnicos, en que otras literaturas han sido pródigas, la
colombiana ha preferido la comunicación directa con el lector. De ahí el éxito
de García Márquez, o de un filósofo aficionado, untado de cultura popular,
como Fernando González. Claro que no ha descuidado la erudición y la alta
cultura, y en el pensador Nicolás Gómez Dávila (adorado por sus escolios),
como en el gran novelista Germán Espinosa, autor de La tejedora de coronas,
ha tenido inmensos exponentes.

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