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Viviana y Merlín

Benjamín Jarnés

Los enemigos de la gracia se presentan desnudos o embozados. El primero es la fuerza.


Es el dragón que da vueltas alrededor de Andrómeda, de toda belleza encadenada. Hay
que matar al dragón o –como hizo mi Viviana– convertirlo en piedra.
La historia del espíritu es la misma vieja historia del dragón y de Perseo. En los
caminos de la gracia, acechaba el puño tosco y brutal que había de aplastarlo. Unas
veces quemaba bibliotecas, otras quemaba al mismo Perseo.
Nunca pudo la fuerza soportar otro poder sobre la tierra, y en la gracia atisbó
siempre su rival más poderoso. Cuanto la fuerza sólo pudo lograr con el hierro y el
fuego, la gracia lo logró blandiendo un lirio. Ahí tenemos el maravilloso ejemplo de
Jesús ante la mole imperial romana.
La gracia fue siempre vigilada por todas las dictaduras, porque sabían que por
cualquier rendija de la costra de hierro se había de filtrar –sutil, retozona– la
implacable enemiga. Fue siempre vigilada por todos los poderes acartonados del
mundo; ella, toda flexibilidad y voluntad de cambio.
Por eso la altanera y encastillada sabiduría se nos hace insoportable cuando no
viene del brazo con nuestra risueña amiga. Viviana supo arrastrar suavemente a Merlín
fuera del castillo de Arturo y...

(Del libro La gracia)

INTRODUCCIÓN
Contaré sencillamente cómo llegué a conocer a mi heroína. Porque, si a Merlín sólo pude conocerlo
por los libros, a Viviana era preciso conocerla sin dudosos intermediarios, y nunca hubiera escrito la
historia de esta pequeña parte de sus hazañas sin entenderme con ella personalmente. Recelé
siempre de las crónicas y poemas en que tomaba parte mi hada favorita. Fue tan duramente
fustigada por juglares y copistas, que en seguida pensé en alguna profunda y temible verdad
servilmente escamoteada por los guardianes del Museo Mitológico. Porque la tradición gozó
siempre de fámulos bien retribuidos. Cuando entre los pergaminos o capiteles de cualquier época
asoman los cuernecitos de algún diablejo, peor lindo que éste sea, los gordos bedeles del Museo
Mitológico reciben órdenes reservadas. Y los admiradores que allí acuden han de atenerse a
catálogos amañados por escribas maquiavélicos, y los copistas que allí acuden sólo pueden trabajar
en horas determinadas, a una luz especial.
Repito que una de las víctimas de estos hombres a sueldo del pasado fue Viviana. Había que
pintarla a una hora avanzada del al tarde, a una luz muy parecida a la sombra, a la hora de cerrar,
medio en tinieblas. Y nadie consiguió verla a pleno sol, en toda su compleja hermosura y seducción.
Le ocurrió a Viviana lo que al cuadro de Goya, El quitasol, siempre gozado a medias... Por eso
yo conseguí traer a mi intimidad una copia fiel de ese primor goyesco, como ahora intento copiar
por mí mismo el retrato del hada que hechizó a Merlín. Y pienso, a veces, si ese encantador muñeco
de nuestro diabólico aragonés no será la misma Viviana... ¿Por qué no? Todo puede esperarse de
aquel zumbón de Fuendetodos que a tantas hechiceras reales e irreales, de mayor y menor cuantía,
logró inmortalizar. Poniendo a algunas en ridículo. Él conocía bien sus brujas. ¿Y por qué no
derrochar sus especiales caricias pictóricas con la predilecta de Ariel, enamorada de un favorito de
la magia, de un vástago, en fin, del mismo príncipe de las tinieblas?
Encontré a Viviana en un parque, sentada junto a una fuente, leyendo un libro. Comenzaba
octubre, y el sol, el aire, los pájaros y los niños se entendían muy bien en un apacible y jovial
cuarteto en el que nadie pretendía un primer término agresivo. Los niños eran dóciles; el aire se
contentaba con remover dulcemente las hojas; los pájaros no tenían pelitos que resolver; el sol había
adquirido ese tono medio, de tránsito, en que su calor no resulta medicina ni tortura, sino puro
deleite. Y a lo largo del rumoroso cuarteto, la risa de Viviana iba sembrando deliciosos mordentes.
¿Qué estaría leyendo? Cortésmente, como cualquier viejo agregado al séquito de Arturo, me
permití acercarme...
–¿Qué queréis? –me dijo siempre risueña.
–Querría unas migajas de esa risa que con tanta longanimidad distribuís entre los pájaros.
Es que los pájaros son todos excelentes amigos, y de vos nada sé. ¿Quién sois y qué queréis?
–Quisiera ser vuestro rendido amante.
–Eso no es profesión, en un estado de holganza. ¿Sólo esto queréis: holgar conmigo?
–Y trabajar con vos. Si me lo permitís, seré el cronista de este momento delicioso. Comentaré
esas páginas que con tanto os han venido a producir. Por ellas, la mañana adquirió un timbre jovial
–el de vuestra risa–, que ha transfigurado el parque. Los pájaros y los niños, el aire y el sol, toda la
mañana es ya una viva caja de música de la que vos sois la varita mágica, el resorte... Porque, si vos
os callaseis, de seguro la mañana enmudecería el punto sobre el ataúd de su júbilo.
–Os perdono esa galante retórica y admito vuestro amor con tal de que me defendáis, pluma en
ristre, ante el amojamado Tribunal Supremo de la Historia. Soy Viviana.
–¡Tanto horror! Lo sabía. Sois inconfundible.
–No perdáis el tiempo en hacer gestos. He sido muy calumniada. Ahora mismo reía leyendo
una envenenada historieta que de mi intimidad con Merlín se permitió hacer el poeta inglés.
–Atreverse, un compatriota nuestro...
–No os precipitéis. Yo no tengo patria. Soy universal. Pues bien, os ruego que eme ayudéis en
esta apelación. Acercaos.
Me acerqué tímidamente. Puso el libro entre mis manos y, –enérgicamente– añadió:
–Sentaos aquí a mi lado. La hierba ha perdido su humedad, pero ha conservado su blandura.
–Buen amigo del justo medio es hoy el sol.
–No charle tanto y entérese bien del proceso. Ordenaré que esta sinfonía matinal se convierta,
mientras leéis, en un coro de leves suspiros.
Obedecí:
–...Tendida sobre el césped, la falaz Viviana, al parecer con un profundo amor y veneración
profunda, besaba los pies del vidente...
Cuando acabé la lectura, me alcé, irritado, exclamando:
–¡Poeta fementido! Tal villanía...
–No gritéis. Bien se conoce que nacisteis en la patria del gran desfacedor de entuertos. Mi
agravio n ha de producirle contusiones, como no sean las ilusorias de algún malandrín, metido a
juez. Sed, desde ahora, mi fiel abogado defensor. Y, ahora, venid conmigo. Os presentaré a Merlín, a
quien tengo dormido en un tronco de roble tan viejo, tan hueco y tan enorme, que parece una torre
desmoronada. También os presentaré a la reina Mab, a Titania... y a su Platero.
Salimos del parque, seguimos por un tropel de gorriones que intentaban formar nuestro
cortejo. Viviana los despidió con un ademán, y nos quedamos solos, bajo el sol, en una ancha
avenida. Cercano ya al mediodía, sin árboles y sin fuentes, el sol comenzaba a perder la noción del
justo medio. Yo hubiera sentido cansancio, de haber tenido tiempo de pensar en él; pero todos mis
pensamientos, como otra bandada de gorriones, giraba alrededor de los negros rizos de Viviana,
dulcemente derrumbada sobre mi brazo derecho...
Y fue tal mi arrobamiento, que no advertí la presencia de una sombra que, desde muy lejos,
venía amenazándonos. Viviana advirtió rápidamente el peligro, y me dijo:
–Alguien nos vigiló y nos persigue. Tal vez nuestro fiscal. En el reino de las hadas de seguro
conocen ya tu nombramiento. Las amigas del rey Marco, los gnomos desdeñados por Ariel, todo el
séquito innumerable de la calumnia vil, de la ignorancia, nos acecha.
–Blandiré mi pluma...
–Si tú logras realizar mi defensa, nada podrán contigo. Acuérdate de Sheherezada, que salvó
su vida contando, noche tras noche, maravillosas leyendas. Como lo realizó un genial danés, de
quien aprendí esta lección. Sumergido en la faena, nunca podrás advertir la presencia de las
sombras.
–La nuestra, ese impertinente fiscal, se va acercando.
–Sigamos el camino, gozosamente. Síguelo tú, sin fatigas y sin tristezas, aunque todo se
derrumbe sobre ti.
La sombra nos llegó hasta nosotros. Y, desde lejos, pudimos ver cómo se había transformado
en cualquier inofensivo transeúnte. ¡Qué pena! Así, al Caballero de la Mancha se le convertían los
gigantes en molinos de viento, los ejércitos en rebaños, los dragones en pellejos de vino. A la hora
del esfuerzo, en plena faena, cualquier fantasma se convierte en bruma. Que acaba por teñir de oro y
azul nuestro profundo goce.

EL CASTILLO
El castillo del rey Arturo está construido como un organismo humano. Se divide en tres porciones –
con sus tres almas–, cada una tan diferente de las otras como lo son, dentro de la misma piel,
nuestras entrañas.
La planta baja –cocinas, establos, bodegas– rebulle de gente menuda y chismosa que trajina y
brega y murmura. Es la parte del vientre y de las extremidades inferiores que realizan sus faenas sin
conocer la razón de nada. Vida turbia y pintoresca, que sólo enredándose a las volutas de la
anécdota puede alguna vez ser soportada. Como los pies de una mesa abarrotada de sabrosas
baratijas, las gentes de este sector humano se contentan con seguir ladinamente el zigzagueo de los
chapines que corretean por el salón. Contemplan tal o cual aventura de los grandes desde el último
escalón como los limpiabotas.
Se asienta encima el piso principal del castillo, la sala del Consejo, la capilla, el gran salón de
fiestas, donde se departe acerca del amor, de la caza y de la guerra. Un núcleo de caballeros y de
damas se ejercita en espumar de las horas sus momentos más puros: el redondel, el acróstico, el
halcón. Porque en este palacio de Caradigán se practica escrupulosamente, en estos tiempos, la
castidad, el metafísico amor, la cetrería y el éxtasis ante la luz de la luna. Los caballeros de poca
sagacidad juegan a las damas. Los más astutos al ajedrez.
Es la parte del corazón. El terreno donde florece el sus piro y el mandoble. Lanzarote es doctor
en ambas disciplinas. Ginebra –la etérea reina bretona, Beatriz de este círculo tejido de azucenas–
es maestra en artes de amor ultratelúrico, en delicadas tretas por las que un pensamiento puede
convertirse en lindo tropo y en prodigioso fenómeno visible. En la corte del rey Arturo cualquier
dama conoce alguna para la que una metáfora se convierte en hecho. Y para dar fe de esta magia,
ahí está el enano Gobín, gentil mancebo, de privilegiada estatura, que por su descortesía con las
damas comenzó un día a sentir que las mangas le colgaban mucho más allá de los dedos, que sus
pies no llegaban a los estribos, que su escudo crecía, crecía, hasta subirle muy por encima de la
cabeza; que era, en fin, un lamentable enano. Y tuvo que bajar de corcel, estrechar el cinto, cortar
las mangas, subir los estribos... El mismo corcel volvía la cabeza, asombrado ante aquella
disminución de peso, ante aquel cambio de jinete; y menos mal que llegó a reconocerlo, mirándolo
de hito en hito, porque, de otro modo, lo hubiera lanzado por las orejas, como a un pelele. Porque a
un caballo era difícil hacerle comprender tan peregrina transfiguración de un tropo.
¿Infeliz caballero! Se había quedado muy chico dentro del corazón de una dama, y con la
misma estatura quedó fuera. Hasta volver a recuperar su gallardía dentro de algún otro corazón no
podría estirar las correas y bajar los estribos. ¡Qué angustia vivir siempre a merced de un capricho
metafórico!
Los caballeros de la corte del rey Arturo son hoy el ilustre ornamento de toda la cristiandad.
Erec, Percival, Sagramor, Dodinel, Calogrenán... ¡Salud! Ilustres Caballeros de la Mesa Redonda:
Un día os juntasteis doce amigos bajo un roble, no para emprender la caza de la moza más linda del
reino, sino para lanzarse a perseguir el himno tan ardiente, que todos irrumpieron en el bosque,
sedientos de apresar y hacer astillas aquella maga cornamenta. De rama en rama, de calvero en
calvero, refulgía con sarcásticas llamaradas. El ciervo de los cuernos de oro se sumergió en una
fuente, que, al herirla con la punta de la espada, se encrespa y ruge como un tigre azuzado: es la
fuente de las hadas. Brota en los dominios de Ariel. En ella beben Tatania, la reina Mab y Urganda
la Desconocida.
¡Los Caballeros de la Mesa Redonda! Orgullo de la Edad Media. Nunca una falange de tan
insignes varones se apiñó fraternalmente para algo tan insólito como ir en pos de unos cuernos.
Sencillos y puros, eran juguetes de los espíritus diabólicos de los bosques como de las esquivas
doncellas del castillo, sabias en la transfiguración del enemigo. ¡Dichosa edad y dichosos tiempos
aquellos que así hicieron hervir la fantasía de nuestro sin par Don Quijote, haciéndole prorrumpir en
su discurso famoso ante la docta academia manchega! La corte del rey Arturo –como el arte ojival–
es una concentración de energías del alma en pugna con los fieros apetitos de la carne, tradicional
enemiga. En la corte del rey Arturo se doman, como los potros, las pasiones.
Queda el tercer sector. Precisamente hay en él instalada una pila que sacude y empuja este
dinámico grupo de perseguidores de áureos cuernos estáticos amantes de rojos corazones
femeninos. Encima de todo, entre el castillo y las estrellas, se yergue el torreón de Merlín, el
cerebro del palacio. Porque este palacio –repito– está construido como un robusto cuerpo de varón.
Arriba está Merlín, que piensa y avizora, mientras en la gran sala se encienden antorchas cordiales y
en los sótanos rebullen los ruines apetitos. A ellos solían bajar en otros tiempos los señores en busca
de sigilosas confidencias de mesnaderos y de pajes.
No le falta al palacio de Arturo agilidad de movimientos, brasa interior, fría luz de cumbre;
pero todo está confinado exactamente, y en el silencio nocturno no se producen corrientes oscuras
entre los pisos. No ocurre como en el castillo de Tintagil, donde el libertino Marco deja abiertas
todas las tajaderas, suelta a cada instante la jauría de sus más retozones apetitos... En este castillo de
Arturo, donde Ginebra puede ser cantada en tercetos, y Lancerote en escaroladas octavas reales,
todo está medido y murado, como en un silogismo. Sublata mente ad sidera.
La mente de Merlín. De Merlín, que en su atalaya vive distante de toda escaramuza del
corazón, que desdeña conocer. Merlín, el solitario, enfrascado en la lectura de Plotino, del fosco
Plotino, que jamás pensó en conocer el baño y ciertas famosas razones del corazón. Merlín se está
dejando envenenar por ese campeón de alturas metafísicas. Está aprendiendo a no vivir.
Sólo baja al corazón del castillo cuando el rey necesita una idea. Merlín baja a proveer de
pensamientos al férreo y dócil concilio. Le envían un mensajero, y Merlín asiste a la sesión. Arturo
manda traer su cerebro como manda traer la tizona. Merlín piensa y propone; Arturo y la Mesa
ejecutan los designios de Merlín. Los Caballeros de la Mesa Redonda luchan contra vestiglos,
persiguen cuernos, aman plotínicamente, sus piran. Pero no piensan. Sólo piensa el hechicero
Merlín.
Bajo su barba de lino, siempre juvenil como un Hermes disfrazado de Padre Eterno, Merlín –
dicen– ya no tiene corazón. O es un pedernal, porque en él rebotan las miradas encendidas de la
corte de Ginebra. Merlín es inexpugnable. Nada pueden contra él las astutas doncellas, las fórmulas,
los hechizos. Centinela de sí mismo, concentra su energía en descifrar enormes grimorios. Es un
poeta oficial. Es una mente oficial. Es el cráneo del castillo.
Para quienes no conozcan a Merlín, tan familiar a Cervantes, a Ariosto, a Rabelais, será
preciso recordar algunos hechos. Merlín fue engendrado por un demonio en el seno de una aturdida
virgen que cierta noche se olvidó de rezar sus plegarias. Como Lamiel –la turbulenta heroína de
Stendhal–, Merlín tuvo al diablo por padre. Su venida al mundo fue acordada en gran consejo de
ministros infernales.
Ocurrió así. Aquel gran Viernes Santo en que bajo a los sombríos subterráneos Cristo
Redentor, las supremas jerarquías diabólicas se dieron pronto cuenta de que Adán, Abel, Seth,
Jacob, David, Isaías, Eva, Sara, Raquel, Judith, Esther, los más ilustres inquilinos del negro
territorio habían quedado prendidos en la divina redada. El concilio diabólico advirtió que en lo
sucesivo sólo habrían de atenerse a huéspedes indeseables…¿Qué hacer? ¿Sería preciso volver a
declarar la guerra a Jehová? No en los cielos, donde habían sido totalmente derrotados, sino en la
misma tierra; no contra Miguel, el estratega invencible, sino contra angelotes inexpertos, contra los
menudos custodios recién salidos de la Escuela de Policía Angelical. Un juglar acreditado nos repite
estas palabras de un miembro del consejo:
–Si en la tierra apareciese un hombre que, dotado de la ciencia del pretérito, del presente y del
futuro, se aviniese a representar esta asamblea, a ejecutar nuestros planes… Y lo mejor sería
engendrarlo nosotros mismos. Sigamos el ejemplo del enemigo: escojamos una doncella virtuosa,
enviémosle al más astuto de los nuestros, disfrazado de Gabriel…
A lo que Luzbel replicó:
–De ningún modo. Ese cuadro pondría en guardia a la doncella. Es muy conocido para que
nosotros lo repitamos. Hay que pensar en otro.
El gran concilio diabólico retrasó mucho tiempo sus decisiones. Era muy complejo el
problema. La escena de Gabriel estaba en la memoria de todos. Pero llegó una época en que las
claras verdades evangélicas se fueron tiñendo del color del humo. El agua transparente de la verdad
predicada a orillas del Tiberíades se iba quedando turbia. Menudos gnomos satánicos iban dejando
caer en ella brillante polvo extraído de los hornillos mágicos, todo policromado de herejías. Por una
lenta manipulación diabólica se habían entremezclado hechicerías y milagros, profetas y brujos,
ninfas y vírgenes, San Sebastián y Apolo. Al mismo Redentor se le llamaba el Caballero Jesús, y en
el mismo celeste Cáliz se habían vertido unas gotas de vino dionisíaco… Y siglos más tarde este
mismo Cáliz había –¡ay!– de caer desde las manos de un sacerdote a las de un tenor.
Llegó, en fin, el momento de realizar el satánico designio. Pronto se halló una virtuosa
doncella, pobre y huérfana, en quien podía ensayarse la gran parodia. En vez de Gabriel, fue una
astuta vieja quien se acercó a la doncella y le dijo:
–¡Triste vida la tuya sin el amor de un doncel!
Y todo lo demás, según el celestinesco rito. La huérfana rechazó las dulces insinuaciones; pero
aquella noche contempló tristemente sus encantos desnudos, y recordó la vida risueña de su
hermana menor, que diariamente retozaba con mozuelos.
El Maligno asechaba… Cuando la doncella se arrojó llorando en la fría soledad de su lecho, el
Maligno la recibió en sus brazos ardientes e invisibles, se ciñó a aquel talle, se enroscó a aquel
pecho jadeante, encendió aquellas entrañas con una chispa infernal. Y el concilio diabólico celebró
una magna sesión, tan llena de jocundos gritos, que la algazara se oyó en lo más alto del Empíreo.
Meses después nació Merlín. Cuando la doncella, acusada de libertinaje, iba a arder en una
pira, el recién nacido tomó la palabra para defender a su madre. Los circunstantes, aterrados,
corrieron a dar cuenta al juez de que el niño, desde la cuna, había pronunciado un vehemente
discurso en defensa de su madre. Discurso que no tardó en repetir ante el juez. Y las crónicas
añaden que este juez hubiera desdeñado tan milagrosa defensa si a ella no hubiese Merlín añadido
un argumento desconcertante. El juez se vio obligado a rectificar. El argumento se reducía a una
ladina pregunta: ¿Quién era el padre del inflexible juez?
Nadie lo sabía, excepto el niño. El padre del juez era un sacerdote. La otra madre –
consternada– tuvo que confesarlo. Y, entonces, las dos madres quedaron perdonadas, porque la ley
fue siempre amable con quienes la administran. Aunque la piadosa madre de Merlín se retiró a un
monasterio donde llorar su culpa. ¿Se había dado cuenta de la infernal parodia? Seguramente. Pasó
las noches –hasta su muerte– llorando ante un muro donde un monje había pintado la escena de
Gabriel. Y cuentan que fue tenida por santa. Y que, desde el sepulcro, inspiró a Fray Angélico sus
geniales pinturas.
Merlín vivó junto a ella hasta la edad de siete años, sin dar pruebas de su diabólico linaje, para
no ser expulsado de la santa mansión. También en esto su infernal progenitor quería parodiar al
Enemigo.
Una noche Merlín huyó de la comarca. Su pasaporte iba escrito con signos de la Cábala.
Recorrería el mundo predicando el evangelio de la Magia. Pronto se le vio entre los doctores más
ilustres, discutiendo con astrónomos, prendiendo en su fiebre diabólica mentes sencillas, corazones
ingenuos. Leía en el pensamiento, escondía chispas rebeldes en el corazón. Era un encantador. Las
serpientes de la astucia eran hebras de seda entre sus manos. Así pudo tejer la red en que pronto
cayó Arturo y toda la Mesa Redonda. Hablaba en nombre del Señor cuyo nombre escondía.
Aquí está, recatando el poder de sus hechizos. Es un brujo, aunque prefiere actuar como asesor
de estos hombres de hierro, de estas damas de corazón de miel. Se entregó a la lectura de Plotino,
fatigado del comercio amoroso. Ahora la tierra, con sus lagos y frondas y la carne con sus frescos
racimos le son indiferentes. Al risueño amor prefiero hoy el poder. De sus fórmulas mágicas está
haciendo severos artículos de código, duras leyes de táctica guerrera.
¿Ha olvidad ya la misión que le trajo al mundo? Tal vez por miedo a ser clavado a un roble
como el falso profeta, Merlín quiere pasarse al enemigo. Disputa ya con menos ardimiento en la
mesa, donde un frenético peregrino recuerda todos los días la escena de los tres magos. Porque bajo
su esclavina abrumadora de conchas, el peregrino esconde un odio roedor hacia aquel mago de
religión dudosa, que urde normas de destrucción y de muerte. Desde un día que le oyó hablar de
cierta sustancia capaz de proveer desde lejos la muerte, lo creyó un secreto enviado de Satán.
Merlín pronunciaba un vocablo totalmente desconocido en el mundo: pólvora. Sin duda lo había
extraído de la Cábala. Porque sólo el infierno podía ser capaz de inventar la pólvora. Pero nadie
podrá atreverse a intentar nada contra Merlín; lo defiende altos poderes visibles e invisibles. Arturo
le debe sus mejores caballeros, sus mejores espadas, gran parte de sus tesoros. ¿Quién no recuerda
la aventura del Valle de los Peligros, más tarde llamado Valle de Nunca Volverás, donde el hada
Morgana retenía en un baile perpetuo a cuantos intrépidos caminantes acertaban a penetrar allí?
Morgana no daría por terminado el baile hasta encontrar el caballero ideal, el caballero puro,
incapaz de amor falso, que jamás hubiera hecho traición a la mujer amada. Este fue Arturo. Y
Merlín lo condujo a un lugar oculto, donde, en otro tiempo, habían las hadas escondido un tesoro,
que luego –aturdidamente– olvidaron. Allí, al pie de un roble, estaba la anilla. Sin gran fatiga tiraron
de ella, se alzó la piedra y, ¡cómo resplandecía el oro, las esmeraldas, los rubíes! Arturo se
estremeció de júbilo. Ginebra palmoteaba. Y, en toneles, sobre carretas, fue transportada al castillo
tanta riqueza… ¿Quién podría permitirse desde entonces ofender ni aun levemente al hechicero?
Además de sabio era banquero.
Pero el tesoro del Valle Peligroso no se redujo a piedras y lingotes. Al pie del mismo tronco,
más en lo profundo, hallaron un cofre y dentro de él quince primorosas espadas. ¡Cómo
centelleaban al sol! Arturo volvió a temblar de júbilo. Ginebra volvió a palmotear. Y las quince
espadas fueron distribuidas entre los donceles más briosos. Y todos regresaron de los dominios de
Morgana, interrumpiéndose al fin aquel baile que se creía eterno. Y al llegar al castillo, después de
cantar el Te Deum, se entregaron a las delicias de un festín, que duró tres días con sus noches. De
aquel banquete –llamado El festín de las quince espadas– conservaran los caballeros de Arturo
memoria imperecedera. El vino y el amor provocaron una doble embriaguez general. Sólo Merlín
renunció a tan adorable locura y, sin ser advertido por nadie, muy pronto abandonó la mesa y subió,
como todas las noches, a dialogar con las estrellas.
ESTRATAGEMA

Galgos, lebreles saltando alrededor de los siervos. Palafreneros, arqueros, pajes yendo y viniendo
por el patio. Los halcones en sus puños, los yelmos en sus testas, los escudos en sus brazos. Y los
primeros rayos del sol arrancando chispas de las puntas de las lanzas. Gran rebullicio. Ginebra,
Arturo, Lanzarote, todos los caballeros van a salir de caza.
Primero baja la reina, vestida de armiño, seguida de sus pajes. Una mujer enlutada se acurruca
en el patio del castillo. Al ver asomar a la reina, la enlutada se le arroja, sollozando, a los pies.
–¿Quién sois y qué os sucede?
–Señora… Soy una infeliz doncella que perdió a sus padres y toda su fortuna en la guerra
contra el infiel. Quedé sola en el mundo, sin amparo. Desde entonces anduve errante de castillo en
castillo, narrando historias de piedad y de amor puro. Vidas de mártires y ermitaños, de santas
viudas y doncellas… Conozco a toda la Corte Celestial.
–¿Sois juglaresca? ¿Sabéis alguna primorosa leyenda de amantes sin ninguna esperanza?
–Una conozco, mi señora, de tan ardiente y puro amor como el que vos sentís por el gentil
caballero que os precede.
La voz se le apaga, se le anega el llanto. A través del velo cristalino de sus lágrimas ha
contemplado el azoramiento de Ginebra, que corre a poner en contacto sus oídos con la boca de la
astuta, mientras susurra:
–¿De quién habláis cuitada?
–De Galaad.
–¿Cómo lo sabes?
La voz dejó fluir el nombre oculto, para la intimidad, del doncel idolatrado. Un arrullo como
ninguna voz, excepto la voz de Ginebra, podrá nunca armonizar. Una sirena, un querubín.
Empapado en caliente rocío, surca el nombre la minúscula distancia. Ahora es el nombre popular, el
tan traído y llevado por las damas del palacio.
–Lanzarote.
–Empapad vuestra voz, hermosa… Quizá sois una hechicera. Venid. Quiero saber por quién
habéis conocido los dos nombres. Decídmelo.
–Señora…
La lleva aparte. En un ángulo, mientras los caballeros aguardan y los corceles relinchan
impacientes, la juglaresca, ya destocado el rostro, semioculto entre los dedos, deliciosos mameles
que enjaulan su risa retozona, como la ventan ojival contienen el alborozo de esas mañanas de abril
que forcejean por invadir un templo, habla a Ginebra:
–Un día…
Una historia encantadora es urdida entre sollozos. Cierto día, en el bosque, muerta de hambre
y de cansancio, se dejó arrebatar por unos ciervos. Tan miserable y flaca la vieron, que ninguno
pensó en cebar en ella su lujuria, sino ejercitar su piedad. La condujeron al castillo, donde recuperó
las fuerzas y todo el esplendor de su hermosura. Les pagó recitándoles gestas de santos y caudillos.
Pero el ritmo de los versos atrajo al señor del castillo… Una noche asomó a lo lejos, en el umbral de
las cocinas donde se agrupaban los oyentes en torno a ella; aguardó al final del romance, y después
la llamó con voz dulce, cautiva… Se llevó a su cámara a la huérfana.
–Perdonadme, señora. ¿Se había prendado de mí? Yo no lo creo. Quise rechazarlo, y lo logré,
pero salí malherida de sus brazos. Al día siguiente el sol me sorprendió llorando mi terrible
infortunio. Me encerró en una mazmorra… Allí un hada me reveló vuestro patético amor, los dos
nombres de vuestro gentil caballero.
–¡Dime! ¿Quién es el malandrín que os maltrató? ¡Castigaremos su vileza!
–Marco.
–¡Callad! Temo a ese príncipe hechicero que tiene a Viviana consigo. Es el hada más funesta
que padece toda la cristiandad. Pero a nadie contéis lo que a mí. Yo os protegeré.
–Seré una tumba.
–Porque si os oyese el rey, pronto querría vengaros, y la lucha sería más sangrienta que nunca.
Acaso perdiera allí su vida la flor de nuestros caballeros. Porque Viviana es infernal… Y, decidme,
¿qué habéis oído allí? ¿Qué se trama? ¿Qué se piensa de nosotros? Hablad sin temor alguno.
–Señora… Hacen burla de vuestro inmaculado amor. Esta pasión celeste que han de cantar
todas las arpas de la tierra se toma allí a chacota. Mi señor Lanzarote…
–¡Callad! Aquí llega, junto al rey.
Apuesto doncel, aunque flacucho. La pasión le fue arañando toda la pompa retórica del
cuerpo, y sólo queda de él un sutil esquema, tan puro como un terceto. Paladín estilizado, hecho de
marfil y de morenos músculos ceñidos.
A la astuta juglaresca le retoza la alegría por todo el cuerpo. ¡Es él! Lo ve de nuevo saltar por
la pradera, acercarse aturdidamente al lago, inclinarse para atrapar burlones insectos de oro,
ingenuas campanillas azules, con peligro de hundirse para siempre en la mansión de las hadas que
allá, en el fondo, le tienden sus brazos. Porque ¿no fue ella misma quien una mañana, en su palacio
de cristal recogió a Lanzarote, aun muy niño?
¡Qué linda historia la del tierno amante de Ginebra! La inició Merlín, el diabólico, que a la
sazón iba y venía por un castillo, bajo la apariencia de un rubio doncel, de ojos verdes –según el
texto más antiguo–, verdes como la piel de la serpiente edénica, verdes como la llama que en abril
enciende los bosques y tan seductores perfiles de hada aprendió a dibujar. Fue Merlín, vestido
entonces de blanco –la mitad derecha– y de rojo –la mitad del corazón–. ¡Qué lindo, Merlín, con su
cinto de seda bicolor y su limosnera de malla de oro! ¿De dónde había venido? ¿Quién era? Se
celebraba allí una fiesta para obsequiar a un rey joven. El cortejo del rey huésped veía en Merlín un
paje más del castillo; las gentes del castillo veían a Merlín uno más del séquito real. Así comenzó
Merlín sus faenas diabólicas. La de aquella noche fue conducir solapadamente al regio huésped a la
cámara de una doncella hija del señor del castillo, y dejarlo allí entregado a las locuras del amor…
Así fue concebido Lanzarote. En la noche de una fiesta, cuando todos habían caído en las finas
redes de Baco y de Merlín. Meses más tarde…
La juglaresa sigue contemplando a Lanzarote. Lo ve alzar las manitas en la cuna abandonada
al borde del agua. ¡Con qué solicitud lo acarició, con qué alegría llamó a las demás inquilinas del
laga para que danzasen en torno a la cuna! Luego, todas querían llevárselo para allá, en lo más
hondo, bordarle con diminutas esmeraldas una camisa de espuma. Pero ella, la gran señora del lago,
escondiendo en sus brazos al infante, despidió a las danzarinas. Y el niño creció en el bosque, junto
al hada. Quien le trajo una nodriza robusta y, años más tarde, un profesor de esgrima. Porque el
rapaz había de vengar la derrota de su padre, muerto en la pelea; el llanto de su madre, consumida
en un ignorado monasterio.
Un día –ya Lanzarote había cumplido los dieciocho años– la juglaresa recibió un magnífico
presente: el más hermoso ciervo que pudo nunca verse en la Bretaña. Se lo enviaba Lanzarote, que
aquella misma noche abandonó las orillas del lago para entrar en un castillo donde armarse
caballero. El hada no pudo contener un llanto jubiloso al ver tan arrogante al futuro paladín. A
quien, entre sollozos risueños, le dijo:
–Debes tener dos corazones: uno duro, como el diamante, para el vil y el traidor; otro
blando, como la cera caliente, para el generoso y el fiel.
¡Qué lejanos ya aquellos días! Lanzarote fue armado caballero por la reina Ginebra. El castillo
aquel era este mismo castillo de Arturo. Y desde entonces a nadie conoce, porque sus ojos sólo
pueden mirar a la dulce enamorada, a la misma reina que en silencio lo idolatra.
–Señora –susurra la taimada juglaresa–: ¿no es él?
–Él es. Silencio.
–¡Es un arcángel!
Ginebra, en plena zozobra, tapa con sus dedos la boca atolondrada. Mientras se acercan los
ojos del doliente caballero, sus ojos entornados que aun guardan, avarientos, la postrer mirada de
Ginebra. Sus ojos, que sólo se entreabren para cambiar de inefable botín. Ojos inmensos, profundos,
ebrios, insaciados, donde la reina se contempla, encandilada.
–Mi señora…
El saludo es ritual; pero se ve temblar al caballero como un feble arbustillo, en arco ante
Ginebra. Viviana se aparta, llena de respeto y de risa, y deja libres los interminables saludos que
ataja el rey:
–El día avanza.
–Salgamos –añade Ginebra.
–¿Quién es esta mujer? –pregunta Arturo.
–Es una huérfana desvalida, que sabe recitar leyendas de santos. Podría alegrar nuestras
veladas. ¿Queréis, señor, darle albergue?
–Vuestra voluntad es siempre la mía. ¡Cómo os llamáis?
–Angélica, señor, porque en mi boca hay siempre versos alados, puros, que podría repetir un
ángel.
–Sabréis entonces referir el rapto divino del profeta.
–Lo sé. Conozco el Carmelo como si en él me hubieran dado a luz. Conozco también al
discípulo de Elías, y la aventura de los osos. Y la del clavo de Jael, que atravesó la cabeza de su
huésped.
–Quedaos, pues.
–Gracias, señor.
Angélica se inclina ante los reyes, que desfilan hacia el bosque al son de las trompas. Angélica
sigue atisbando en los amantes un chisporroteo de locura tal como hasta hoy sólo pudo sorprender
en Isolda y Tristán, dos de sus víctimas. Y, llena de júbilo, se sumerge en las entrañas del castillo,
penetra en las cocinas y, en nombre de Ginebra, pide a un marmitón carne asada, vino y pan.
Aquella misma noche Angélica refiere lastimosas leyendas de amantes sin fortuna, que
conmueven a los siervos. Van estos, acudiendo, rodean a Angélica, embelesados. Por algunas
mejillas, tostadas al fuego lento del fogón, corren las lágrimas. Pero llega un instante, cuando el aro
de oyentes se espesa, en que Viviana cambia de tono. ¡Basta de sufrir! Y comienza el cuento del
filón de plata, que hace estallar de risa a todo el auditorio. ¡A la alta cima de la sabiduría del vivir,
por los caminos del más risueños! Llena un relato de dolosa picardía…
Un monje, alucinado por el broche de una liga de cortesana que amó en la montaña a un paje,
cree haberse tropezado con un filón de plata. Sueña, desde el ventanillo de su celda, con cavar en el
terruño hasta encontrar espléndidos tesoros. Fundará opulentos monasterios, donde él será siempre
el abad. Al amanecer coge un azadón y se dispones a seguir, a toda costa, el senderillo alucinante, el
rayito de luna del broche… Entonces la cortesana acude, el monje se ve acosado, burlado,
enloquece, quiere asesinar a la hembra diabólica, corre por la montaña blandiendo el azadón, se
vuelve loco…
La gente muda escucha atónita la voz fascinadora. No comprende el sentido del cuento: el
monje fue víctima de una humilde metáfora, vista surgir del cascarón de la anécdota galante. No
comprende los ardides metafóricos, los laboratorios de transformación donde un broche puede
aprisionar estrellas y un flanco de cortesana rolliza puede equivaler a una loma teñida de rubia luz
de amanecer. Pero aplaude al hechizo de aquella garganta primorosa, que sabe urdir al mismo
tiempo los cuentos que arrancan el genio y los que hacen estallar la risa.
Cuando Angélica advierte que entre la gente menuda del castillo se ha infiltrado el capellán,
sin duda con el fin de denunciarla, cambia rápidamente el tono zumbón de su relato y mezcla en él
retazos bíblicos. En entonces cuando –fervorosa– cuenta así el misterio de los tres árboles: el
blanco, el rojo y el verde:
Cuando Eva, la pecadora, tomó del árbol de la ciencia del bien y del mal el fruto
emponzoñado, arrancó también la rama. Adán mordió también el fruto, pero dejó la rama en manos
de Eva. Fue entonces cuando ambos advirtieron que estaban desnudos y se cubrieron, Adán con sus
manos y Eva con la rama. Mientras buscaban el puñado tradicional de anchas hojas de higuera. Pero
su Creador, siempre alerta, les llamó para hacerles oír la primera plática sensacional de que los
hombres tienen noticia. Y fue entonces cuando se promulgó el código del trabajo y el
alumbramiento doloroso. Después de lo cual el matrimonio fue –implacablemente– expulsado de su
feliz mansión. Y Eva, que por todo equipaje se llevó la rama del árbol en recuerdo del Edén, como
no tenía ni cofre ni armario donde guardarla, decidió clavarla en la tierra. Donde súbitamente hecho
raíces, creció, se convirtió en árbol frondoso… Pero –¡oh, prodigio!– todo en él, tronco, ramas,
hojas, las mismas raíces eran blanco, de una blancura de nieve.
¿Qué significaba aquel milagro? Adán lo comprendió al momento: Eva, al clavar la rama en
tierra, era tan pura como el aliento de los ángeles que rodeaban al trono del Altísimo. Adán y Eva
respiraron satisfechos. Aún se obraban milagros en su obsequio. Y pronto arrancaron nuevas ramas
y convirtieron aquel paraje en un bosque lunar, níveo, azucénico.
Hasta que un viernes cierta voz interior les ordenó que cayesen, uno en brazos del otro, y,
humildemente, cumplieron las órdenes de la voz, envueltos en la sombra. Cuando ésta se disipó, el
primer árbol se había teñido de verde, y comenzó a fructificar…
Años más tarde ocurrió la tragedia de Caín y Abel. El segundo se había dormido bajo la verde
fronda milagrosa y allí fue asesinado vilmente por Caín, también un viernes… En recuerdo de tan
gran perfidia, para recobrar eternamente la sangre del justo, el árbol, rápidamente, se tiñó de rojo. Y
cesó de producir flores y frutos.
–¿Y los otros árboles? –pregunta un marmitón.
–Los otros árboles –prosigue Angélica– siguieron blancos los nacidos del aún blanco, y verdes
los nacidos del ya verde. Sólo el rojo no se propagó. Después vino el diluvio…
Luego refiere la historia del arca, de las parejas de animales, de los conflictos de circulación y
convivencia producidos en el interior del arca… Y habla, conmovedora, de la paloma y su ramita. Y
de la inauguración del mosto en la tierra, de Sem, Cam y Jafet y del viejo Noé, que se arriesgó a
suportar las desdichas de la primera embriaguez histórica…
Pero Angélica advierte que el silencioso capellán abandona el aposento. ¿Irá a consultar a San
Jerónimo, a compulsar los más graves comentaristas bíblicos? De seguro teme haber oído alguna
interpretación herética. Teme a los magos como temía a Simón los primeros capellanes.
Angélica no prosigue, se siente cansada, seca la garganta. Y todos agasajan ala huésped. Corre
si fama por las entrañas del castillo. Angélica ha conquistado el vientre del palacio de Arturo… Pero
es preciso llegar al corazón y, desde allí, con una audaz pirueta, brincar hasta el cerebro.

EL RETABLO

Diáfano el aire, caliente el sol, reposando el viento. Es el campo un taller de prodigios que la astuta
juglaresca va revisando, uno por uno. Porque ella es el hada más antigua de los bosques, para quien
nada en ellos queda oculto, ni siquiera el misterioso rebullicio de los gérmenes. Es la misma
Viviana, por quien las rosas cambian de matiz y los pájaros de ritmo. Fluye de sus dedos una
extraña vehemencia que acelera el pulso de un insecto, de una flor. Si ella quiere, el espectáculo
total de una vida de mariposa se desarrolla ante sus ojos en pocos minutos.
Viviana juega transformando todo cuando le sale al encuentro: hombres, pájaros, arbustos. Al
paje Bernardino, de corazón de hielo, le rozó al pasar con los dedos, y el témpano cordial se derritió
en un segundo… Y ahora el doncel va buscando a Viviana para que le devuelva aquella
insobornable fortaleza. Porque Bernardino, que era un altivo roble, se convirtió en un sauce llorón.
Quintañoña se ríe de él; los demás pajes le invitan a escribir tercetos. Le llaman, Orlando, el
apacible, porque su dolor es manso, como la brisa y el cordero.
Ahora Viviana se detiene ante una diminuta fábrica de tejidos. La menuda hilandera va
tendiendo sus hilos con la agilidad de Maquiavelo. Y no nos riamos de esta obrera deforme, sin
garbo ni armonía: el trabajo es siempre fértil a expensas del esfuerzo que rompe cualquier ritmo. La
abultada panza de esta obrera no debe hacernos reír, porque es allí donde se fue almacenando el
producto de la fábrica. Crece desaforadamente, pero el grosor es sobriedad. La hilandera invierte en
él toda su sustancia: los hilos, al tejer la urdimbre, dejaran extenuada a la arañita.
¡Lindo espectáculo ver arrancar de la menuda obrera los hilos tenues que aquí y allá van
engarzándose! Viviana distingue en la faena los hilos secos para formar la trama, los hilos viscosos
para darle consistencia; unos más finos, para tejer un nido; otros más resistentes, para proteger el
capullo, donde los huevecillos se acumulan. Viviana contempla a la hilandera. Concluido el trabajo,
la arañita descansa y espera. Ha tendido su red, una red que es ella misma, y aguarda a los incautos
que han de renovar las provisiones.
Viviana atiendo solícita a las faenas maravillosas de la tierra. Mientras aguarda el regreso de la
corte, se tiende en un ribazo, pega el oído al corazón del bosque y escucha la palpitación tranquila
de los gérmenes. Sigue el curso del día por la floración sucesiva del as hierbas, porque Viviana
conoce que cada botoncillo se abre a hora distinta, como en el cielo asoma a cada hora una estrella
diferente. Ella dictará más tarde a algún botánico el programa de este maravilloso espectáculo; ella
forjará algún día el reloj de Flora.
Viviana acaricia una planta diminuta, el rocío del sol, amiga que crece entre el musgo, a un
tiempo coquetona y púdica. El sol fragua en las hojas un perpetuo rocío, que no puede ya
desvanecerse, porque las menudas hojas rezuman un sudor brillante, una goma, un solapado barniz
para prender insectos. Viviana va siempre buscando esta hojitas diabólicas, como ella misma, que
siembran el campo de trampas invisibles, donde van cayendo los infelices aturdidos. Hay oculto en
la verde epidermis un escuadrón de lanzas microscópicas, en alerta perenne, aguardando el paso del
insecto. Cuando el insecto llega, las lanzas se abaten sobre él y la víctima es sacrificada para nutrir
el rocío del sol.
¡Menudas, deliciosas astucias del campo, que Viviana conoce, como conoce las grandes
astucias del castillo, los mohines cándidos de las damas que van acorralando, entre rosas, a un
incauto corazón! ¡Trampas, en apariencia, de inocente seda, que luego se cierran sobre una vida
como pesadas puertas de roble y de hierro!
El campo está lleno de diabólicas bromas, como el aire y el mar; de caprichos sutiles, que el
juglar no sabe reconocer en sus romances, donde todo es monótona fiebre humana, turbio deseo
disfrazado de culto. Viviana sonríe, pensando en un nuevo y verdadero poema de amor, en un libro
pícaro y risueño, donde se revelaran a las gentes todos estos graciosos misterios de la vida
campestre, todas esta sutiles burlas de una menuda hierba, de un relámpago sonoro de copla, de una
brizna de luz, de una gota de trémulo sudor.
Viviana planea un ataque al cerebro el castillo. El corazón lo tiene ya a sus pies. Todos los
Caballeros de la Mesa Redonda, el mismo Arturo y el sin par Lanzarote, han escuchado ya con la
boca de par en par, los endiablados romances de Angélica, la doncella protegida de la reina. Una
noche refirió los amores de David con la rubia Betsabé, y otra noche los del rey Salomón, con la
morena inmortal. Todas las fogosas enamoradas que la historia exalta o escarnece –según el punto
de vista preferido– encendían en la gran sala abovedada el corazón de los caballeros de Arturo. Y
hacía enrojecer el rostro de las damas el relato de tanta sagrada desnudez: la de Betsabé
sorprendida, de Susana inocente, de Jezabel moribunda entre los dientes de los perros…
Y la desnudez de Magdalena ensayando caricias para quebrantar el duro ceño de los príncipes
de Judá, hasta el día en que derramó sus perfumes en los pies del Nazareno. Y la de aquellas santas
colgadas sobre el brasero, o sumergidas en la tinta de pez hirviente, o estiradas en el potro, y
desprendidas de sus senos, aún floridos, que luego veían marchitarse en un plato. Y aquella
milagrosa –intacta– desnudez de Inés en el prostíbulo imperial, entre soldados trémulos de lujuria…
Viviana fue sembrando entre las gentes de Arturo toda la artera voluptuosidad que hay
escondida en los sagrados libros, y la Mesa Redonda con sus reyes y súbditos, fue cayendo en la
trampa, como los cándidos insectos entre las hojas del rocío del sol. Pero Viviana quiere lograr algo
más alto: quiere conquistar a Merlín, a Merlín desdeñoso, que nunca ha accedido a escuchar a la
doncella desvalida. Viviana quiere cautivar al viejo arisco, que sólo mira a las estrellas.
A las estrellas y a las flores del valle. A veces Merlín desciende de su inaccesible torreón y
pasea por los alrededores, deteniéndose ante algún raro arbusto, ante alguna hierba mágica. Pero es
en vano intentar seguirle, salir a su encuentro. Viviana lo esperó un día, en un recodo; pero el sabio
torció su rumbo, escamoteó su presencia. ¿Teme perder su fértil soledad? ¿Oyó tal vez hablar de la
hermosura de Angélica? Sí, oyó hablar de la huérfana; pero la belleza de las mujeres ya no le
conmueve, porque hace tiempo que conoce la hermosura abstracta de los libros de Plotino.
Desprecia lo perecedero, se venda los ojos ante el hechizo de unos ojos corruptibles. Oyó hablar de
Angélica, la genial narradora; pero él estas narraciones las conoce directamente por los textos:
textos legítimos, sin interpolaciones caprichosas de juglares. Merlín lee en hebreo el cuentecillo de
Ruth, y no quiere oírlo en bretón, quizá impregnado de malicia y picardía.
Viviana ya ha meditado bastante. Esta noche habrá cambio de programa. En lugar de piadosos
romances, presentará a la corte de Arturo un caballero digno de sentarse en la Mesa Redonda. Un
caballero enamorado. Un amor purísimo, según hoy se elaboran en el gran salón abovedado del
castillo de Caradigán.
Al anochecer cesan los perros de ladrar, enmudecen los criados, dejan de cotorrear los pajes y
de cuchichear las dueñas. La Mesa Redonda va tomando asiento a lo largo de los muros. Entra, al
fin, Lazarote, los reyes. Ante la estupefacción de todos, Viviana cuelga en el muro del fondo un
amplio tapiz de color de plata, dispone una cajita, donde se apretujan algunos granos de oro
luminoso, como un racimo de moscatel.
Viviana pasea sus miradas sobre los espectadores y advierte, como siempre, la ausencia de
Merlín. Se resigna otra vez, y sonríe. Después ruega –humildemente– a Arturo que apaguen las
antorchas.
–¿Qué intentas?
–Llevo la luz dentro de esta cajita. La luz y el espectáculo. Hoy el cuento os lo dirá el
claroscuro.
–No comprendo.
–Que apaguen las antorchas y entonces comprenderéis.
–Apagad.
El salón quedó en tinieblas. En el tapiz de plata tiemblan unos álamos, avanzan unas
sombras… Un ¡ah! Muy prolongado acoge la aparición. Viviana manipula en la cajita de grumos de
oro. Los Caballeros de la Mesa Redonda alargan las cabezas. Quintañoña alza escandalizada los
brazos. Ginebra y Lanzarote lanzan un grito dúo, porque comparten todas las vehemencias. Arturo,
sacudido por una emoción violenta, exclama:
–¡El tapiz está embrujado!
–¡El tapiz está embrujado! –repiten al unísono caballeros y damas.
–Callad, señores. Yo conozco bien ese tapiz inofensivo y esta cajita milagrosa. Esperad en
calma. Ved cómo por ese camino avanza un muy gentil caballero.
Avanza el caballero. Es alto, huesudo, esquelético. Trae un bacín por yelmo, un puñado de
hojalatas por armadura, un penco por corcel. La Mesa Redonda contempla despavorida a aquel
intruso. Se rehace. Didonel, el más nervioso, lanza el primer apóstrofe:
–¡Villano! ¡Bufón! ¡Quiere burlarse de nosotros!
–¡Fuera ese truhán! ¡Que azoten a la intrusa!
–¡Abajo el del bacín!
–¡Es un mendigo! ¡Un miserable histrión!
–¡Un espectro!
–¡Un mascarón, racimo de horca!
Los caballeros se levantan indignados. Viviana retira del tapiz el enjuto personaje, y exclama:
–Damas y caballeros. Este que aquí habéis visto es un insigne paladín… ¡Por los santos
apóstoles, no os encolericéis! He aquí un protector de doncellas desamparadas, redentor de
cautivas…
–¡No! ¡No! ¡Es un farsante!
–¡Es un loco disfrazado!
–Calma, señores míos. Es un loco, tal vez; pero un loco enamorado, como todos vosotros. Y
en modo alguno pretende ofenderos. Dejadlo llegar. Tiene su alma cautiva por la sin par Dulcinea.
–¿Quién es esa dama?
–¡Alguna ramera!
–¡Alguna mendiga!
–¿Dónde tiene su castillo?
–Calmaos. Hay en El Toboso, lugar famoso de España, un espléndido palacio, donde mora
esta dama. El caballero se llama Don Quijote de la Mancha, y no es culpa suya si ha enflaquecido
tanto. También, por sus hazañas, es llamado el Caballero de los Leones. Permitidme haceros ver…
El tapiz se ilumina y el penco avanza trabajosamente, seguido del labriego, montado en un
burro.
–¿Quién es ese?
–El escudero.
–¡Fuera! ¡Fuera!
La gritería es espantosa. Silbidos, mueras, cortezas de fruta hienden el espacio. Todos los
pajes, todos los escuderos arremeten contra el infortunado labriego, que se borra del tapiz
precipitadamente. Y todos lo puños se alzan contra Viviana, que intenta huir. En el umbral
blanquean unas barbas solemnes.
–¡Merlín, Merlín!
El hervor se apaga bajo la ducha fría de las barbas.
–¿Qué sucede? –Dice, severamente Merlín–. Oí el tumulto desde mi atril. Cuéntame, Arturo.
–Señor, una burla incalificable.
–¿De quién?
–De Angélica, la juglaresa. Traedla Merlín.
Llega Viviana, oculto el rostro por las manos. Apenas logra contener su regocijo.
–Señor…
Se retiran los reyes, damas y caballeros, dejando solos a Viviana y Merlín.
–Te conozco, diablejo –dice el sabio en voz baja–. Debí figurarme que era tú cuando me
contaron tus hazañas. Has querido burlarte de nosotros, ¿eh? Pues va ha serte muy difícil
conseguirlo… O, ¿cuál es tú propósito?
–Vine en tu busca, Merlín, sabio mío.
–¡Calla insensata! No quiero descubrirte por no suscitar la guerra contra tu amante.
–Sólo te quiero a ti. Eso es todo. Lo demás son despreciables aventuras.
–¡Vete del castillo!
–No; mientras no lo domine por completo. Me fastidia esta sala, corazón plañidero, donde sólo
florece el suspiro y el mandoble. Quiero escalar el torreón donde tú piensas. Quiero posarme en el
cráneo del castillo.
–Nada intentes. Te denunciaría a Arturo, y arrastraríamos la aventura de una guerra con
Marco, el infiel.
–¡Te quiero, Merlín!
–¡Silencio! –y, dirigiéndose a la corte, añade–: Dejad tranquila a Angélica y marchaos ya a
descansar. La juglaresa abandonará pronto el castillo, y en tanto permanezca en él no usará de esta
máquina endiablada, donde tiene encerrados los espectros del hombre del bacín y del labriego. No
podéis aún comprender el espectáculo. Aún no llegó el tiempo en que podamos soportar nuestra
propia caricatura. Idos, dormid tranquilos.
Todos, en silencio, besan la mano del anciano y salen. Viviana aguarda.
–Vete. No te obstines.
–Quiero subir contigo. No perturbaré tus meditaciones. Sólo llenaré el hueco donde podría
enrollarse un dócil y mimoso perrito.
–Enrolla tu tapiz y duerme. Me debo hoy a la Vía Láctea.
Y lentamente abandona el salón. Viviana arroja su maquinita al foso y, acurrucándose en un
sitial, fragua nuevas aventuras.
Cuando todo el castillo enmudece, abandona su refugio y sale, cautelosa, a la gran terraza
almenada, desde donde se domina el campo, los senderos que van a morir a la puerta del recinto. Un
centinela, pegado a su lanza, cubierto de hierro, quiere arrojar de allí a aquella importuna. Cuando
la reconoce, una sonrisa fluye de aquel armatoste crujiente, la lanza vuelve a pegarse, inmóvil, al
guardián.
–¿Eres tú, Angélica? ¿Qué se te ha perdido aquí? Ya escuché el estruendo de tu fiesta… ¿Qué
arrojaste al foso?
–Una maquinita de resucitar la historia.
–No te comprendo.
–Nadie lo ha comprendido. Pero es culpa mía. Porque quise anticipar, no resucitar, la
historia… Algo muy peligroso.
–No te comprendo.
–Lo sé. Tu vida es de radio más corto. Y eso es, tal vez, la felicidad. No sueñas con abarcar el
mundo. Quizá te contentas con tu haber de mensajero.
–Y con el amor de una mujer que me aguarda siempre allí, en aquella hondonada. ¿Ve aquel
puntito rojo entre las sombras de dos árboles? Allí vive. Allí sueña conmigo. Para decírmelo
encendió la hoguera. Ahora sólo desearía saber… Quisiera verla soñar. Tampoco ella desea nada,
excepto mi amor.
–Conozco esas mujeres. Tiene miedo a una vida más alta, se contenta con un amor dócil, bien
pegadito a ella, con una casita y un jardín y unas palomas. El volar les da miedo…
Pero el centinela no escucha a Viviana. Con los ojos clavados en el puntito rojo, continúa
inmóvil, sordo, mudo, absorto. A Viviana se le ocurre una idea diabólica.
–¿Qué harías tú ahora por verla soñar?
–¡Oh! No puedo abandonar mi servicio.
–Te convertiré en pájaro nocturno. Volarás hasta ella. Dame tus hierros y tu lanza, yo vigilaré
por ti. Regresa pronto.
Súbitamente el centinela se convierte en búho. Viviana se encierra en la armadura, empuña la
lanza y queda allí inmóvil, contemplando la hoguera. El búho se pierde en las sombras, recorre la
distancia en pocos instantes, se posa en una rama, desde donde ve el interior e su casita… Sobre un
lecho de pieles su amada retoza un rollizo marmitón. Desde las cocinas de Arturo han viajado hasta
allí trozos de buey asado, frutas, miel…Y un jarro de vino.
–¿La viste soñar? –Dice Viviana, devolviendo poco después su lanza al mesnadero–. Quien
fosco, sombrío, responde:
–Los mataré al amanecer.
–No harás tal. Súfrelo todo en castigo de tu aturdida curiosidad. Quisiste saber, y el saber es
siempre dolor. No pienses en matar, porque yo vigilo y te convertiré e búho cuantas veces empuñes
el arma contra ellos. En un búho que lo sabrá todo, que lo verá todo, aun lo más hondo y oscuro,
pero no podrá realizar nunca sus proyectos de venganza. El símbolo es inactivo.
LA SEDUCCIÓN

Abiertos están –y vacíos– todos los ventanales del palacio. Reyes y caballeros, damas y pajes,
perros y corceles, todos fueron de caza al bosque próximo. El aire y el sol irrumpen alegremente en
las enormes estancias, que sólo pueden calentarse quemando robles enteros. Mudo está el castillo.
Sólo allá en lo más alto, habla Merlín con Apolunio de Tyana, con Plotinio, con Simón, con
Melchor, Gaspar y Baltasar.
Mientras Lanzarote, al lado de Ginebra sigue hablando ingenuamente del modo de adiestrar un
halcón, de cómo ha de preparársele la comida, del arte de cubrirle los ojos… Habla de su halcón
favorito como de un camarada. Pero sus ojos queman a la reina, y la reina se deja lentamente
consumir.
Arturo cabalga junto a Leonor, su prima, la prometida oficial de un ilustre paladín agregado a
la Mesa. Les siguen los demás caballeros, que comentan las escasas virtudes de Angélica, la
hermosa fugitiva que tomó Ginebra a su servicio. Quizá ya amen todos a Viviana; pero en la corte
del rey Arturo el amor se encierra en las conchas más duras, serpea, silencioso, por las médulas.
Podrá, quizá, mover el sol y todas las constelaciones pero no es fácil que mueva indiscretamente un
brazo, ni menos una boca. Como a potros, se doman aquí –ya se dijo– las pasiones.
Sólo los ojos, este pobre y cobarde sentido –el dócil sentido, el de la blanda holgazanería–,
sólo los ojos se mueven lánguidamente, recogiendo copiosos botines de miradas. Trama diáfana de
espíritus que se cruzan en vuelos sumisos, como de una lánguida mirada. Cada noche, de un suspiro
incandescente. Amor que podría cantarse en bien rimados tercetos.
Pero olvidamos a Angélica, a esta Angélica retozona que trajo al castillo de Arturo el filtro
envenenado de Tristán. ¿Dónde está la juglaresa? Aquí está, junto a una acequia, contemplando, al
parecer un acarreo de polen, el tumulto que produjo en el agua la caída de un pajarillo muerto. Pero
algo más hondo la preocupa. Esta adiestrando sus ojos color tabaco en mirar como sólo puede mirar
una sirena, en rizar su pelo negro como sólo puede rizarlo quien lo utiliza como red. Y en afilar el
pulido nácar de sus uñas, como sólo lo afila quien quiere producir a lo largo de la carne ese eléctrico
surco capaz de hacer vibrar, durante horas enteras, un pobre cuerpo hechizado.
Aquí está Viviana, de piel color pan tostado, tejida en el bosque con hebras de sol, a merced
del viento. No quiere ser blanca, de ojos azules, para no imitar a Ginebra. Quiere ser negra como la
esposa del Cantar, aunque no quiere imprimir a sus vehementes madrigales un ritmo de triste
melopea. Ni puro espíritu, ni sola carne quejumbrosa. Colores intermedios, elaborados, cautelosos,
de serpiente, son los que forman hoy su máscara.
Su cuerpo, diestramente insinuado bajo un tenue brial, se ajusta a cánones eternos, pero hay en
toda su estructura esas menudas elipsis por donde suelen asomarse los diablillos de la provocación.
No quiere ahilarse, ni destacar demasiado sus tersas convexidades. Viviana distribuye sus encantos
con la precisa maestría para, delicadamente, ofrecerlos al hirsuto Merlín… Cuando cree bien
templadas sus armas de seducir, abandona el menudo espectáculo del pajarillo difunto y del acarreo
del polen en un rizo del agua, y penetra lentamente en el castillo. No por la puerta principal, como
los amores por contrato, sino por el postiguillo, como los amores por amor. Viborilla que se desliza
por la escalera del torreón del sabio, que entreabre otro postigo, que fisgonea…
Merlín, cerca de un ventanal, está releyendo a Plotino. Aprende a despreciar la belleza –
sombra, estela, vestigio efímero de la única belleza, de la belleza infinita–. Merlín está leyendo:
Es preciso huir hacia el objeto de quien estas bellezas son imágenes…(Y medita unos
momentos en la fábula del hombre atolondrado que pereció sumergido por atrapar en las hondas su
propia imagen). De la misma manera aquel que quiere asir la belleza de los cuerpos, que es
incapaz de desprenderse de ella, se hundirá…
–¡Merlín, Merlín! –susurra el hada.
Merlín se vuelve, colérico, y al ver en el umbral a Viviana, dice bruscamente:
–¡Vete! ¡Me vas a hacer perder la honda emoción de esta frase de Plotino!
Viviana rompe a reír, cierra tras sí la puerta y va hacia el hechicero:
–Vengo a hacerte compañía. Me encantan los librotes. Apenas los leo, porque suelen estar
escritos por gentes vanidosas e insufribles; pero siempre hallo en ellos lo que falta ahí abajo. Arturo,
el pobre, es tonto. Y toda la Mesa Redonda.
–Viviana, te prohibo sembrar la discordia en el palacio. Hablaré de ti la reina y te arrojará a los
perros.
–¡Bah! La sorprendí embelesada bajo los ojos del purísimo Lanzarote. Yo blandiré mi secreto
como una daga si intentáis arrojarme del castillo. Supe atrincherarme, sabio mío.
–Eres perversa.
–Cauta, nada más. Guardo ya muchos de esos secretos. Una fortuna en papeletas de
intimidades; las precisas para sostenerme aquí hasta el día en que tú y yo, Merlín, huyamos juntos.
–¿Estás loca?
–Merlín, Merlín, ¿qué haces aquí con la nariz hundida en el texto de Plotino? ¿Por qué no
sales a cazar con el rey? ¿Por qué no bajas al patio, donde los pajes y las doncellas de Ginebra te
enseñarán –¡oh, huraño maestro!– lecciones de coquetería que no sabes? Archivo ambulante: si no
estudias para vivir más intensamente, ¿por qué estudias?
–Quiero hacer más felices a los hombres.
–Te va a derrengar el pasado. Te arrastra el porvenir. Eres, a un tiempo, guardián y profeta,
historia y futuro, y no sabes erguirte en el umbral de cada día para exprimir el zumo del minuto que
pasa. Estás abarquillado, reseco, porque en ti no hace mella lo que sucede mientras no te ofrezcan
ya momificado. Vives de fiambres, de despojos…¡Eres necio, Merlín! Mi amigo tiene razón: Eres
un pobre bestezuela condenada a rumiar eternamente el mismo pasto. ¡Eres necio, Merlín! A nadie
podrás hacer feliz, ni siquiera a ti mismo… ¿Por qué no intentas buscar tu felicidad en mis brazos,
como en otro tiempo?
Merlín se encoleriza, y Viviana ríe jovialmente. Merlín quiere arrojar por la angosta escalerilla
a la traviesa Viviana, la amenaza con denunciarla al rey; pero el hada comienza a danzar ante el
mago, inventa diabluras nuevas. Ahora cuenta anécdotas del castillo, imita el escorzo angelical del
purísimo Lanzarote cuando contempla a Ginebra, la cara bobalicona de Arturo, el melifludo ademán
de Ginebra cuando recoge las palabras impolutas del sin par caballero Lanzarote. Multiplica sus
travesuras, acentúa su picante gesto de golfillo… Merlín acaba por sonreír. ¿Qué hacer con tal
diablejo? Merlín va desarrugando su hurañía. La retozona gatita va a vencerle. Se le acerca, se le
ciñe, le quema. Él reacciona.
–¡Vete! Mi juventud se extinguió hace ya tiempo, en el bosquecillo de Diana.
–Merlín, Merlín… Quiero ser entre tus manos uno de esos librotes que acaricias con tanto
mimo, uno de esos librotes que abres tembloroso, como se desnuda a una virgen.
–¡Vete! Mi fiebre amorosa se apagó bajo la ducha fría e la luna, cuando correteábamos juntos
en torno a la fuente de las hadas.
–Merlín, Merlín… Quiero ceñir tus sienes con mis dedos rojos de fiebre, tejer para tu cabeza
una eléctrica guirnalda que haga hervir tus pensamientos. Vuelve a tu antigua fiebre, mi amor.
–¡Vete! Mi cabeza es blanca, como una alta cumbre donde ya no pueden amarse los pájaros ni
germinar semillas.
–Merlín, Merlín… Quiero ser una florecilla de granado que sangre en tu boca, que queme tus
labios como la brasa del profeta. Porque tú serás eternamente joven, como la misma sabiduría.
–¡Vete! No mientas. La sabiduría envejece. Sólo la gracia desconoce el invierno. Sólo ella vive
en perpetuo mayo.
–Merlín, Merlín… Quiero ser una mosquita de oro que se prenda dócilmente en el lino
enfurruñado de tu barba. Mi perpetua juventud quiero prenderla, como un manojo de rosas, a tu
cabeza, a tu pecho robusto.
–¡Vete! Las rosas van a helarse en mi cabeza o en mi pecho.
–Merlín, Merlín… Deja que mi voz se filtre por tus oídos, que te arañe en la médula, que
prenda en tus miembros esa inquietud que iban perdiendo en el sitial. ¡Déjame envolverte en mi
red!
–¡Vete! Conozco bien tu magnetismo. Acabarás por enervarme, por dejarme inútil para las
grandes hazañas del pensamiento.
–Merlín, Merlín… No me dejes. No quiero vivir abajo, oyendo contar cómo se caza el jabalí,
cómo se adiestra el halcón. Abajo hay guerreros e ancho pecho y brazo robusto, que han aprendido
la cómoda ciencia de amar sin aventura. Su cerebro eres tú, y yo te quiero a ti, sabio mío. Soy la
tenaz aventurera de los siglos, que cada día sale a caza del espíritu más alto de la tierra. Soy en estos
días la única aventurera, a quien a todas horas amenaza el cuchillo y la pira.
–¡Bah! Tintagil te aguarda. Fuiste la concubina de un rey. Allí te aguardará siempre nuestro
peor enemigo, Marco, el astuto, el mendaz.
–Nadie me aguarda en Tintagil. Allí estuve porque también he querido conocer el reino de la
astucia y de la mentira; pero yo nunca podría enlazarme al rey Marco sino en una noche de cólera,
cuando el mundo me cerrase todos los caminos de la clara verdad, de esa clara verdad que tú creas
desde el atril mirando a las estrellas y a los hombres. Nadie me aguarda en el reino donde tienen su
asiento la angostura de espíritu, la burla maligna, la negación, en suma. Quiero afirmar contigo el
verdadero imperio de la luz. Enlazada a ti, quiero crear un nuevo mundo.
Merlín vacila, se pasa la mano por la frente, quiere preguntar a los astros, consultar a Plotino,
buscar en Heráclito la definitiva respuesta… Balbucea:
–No te comprendo, Viviana.
–Me comprenderás en cuanto recuperes tu plena libertad, en cuanto el palacio se abra para
nosotros y nos dispare hacia el ardiente corazón del mundo. Quiero estar sola contigo, bajo el sol,
junto al agua, en medio del bosque. Quiero llevarte conmigo. ¡Te quiero, Merlín!
¿Dejarse raptar como si Viviana fuera el héroe y él, Merlín, un viejo mago de la tierna
doncella? Merlín sonríe ante estos nuevos modos de entender la galantería. ¡Toda la historia
caballeresca derribada por un capricho de Viviana! ¿A dónde querrá llevarle esta diosa infernal,
después de convertirlo en una voluble Proserpina? ¿A qué guerra de Troya querrá empujarle,
después de hacer de Merlín una Helena casquivana? Hubo unas mujeres fuertes en Siria, en
Germania, en la misma Roma que hacían de su virginidad un broquel y de su palabra viril un dardo.
Se apartaban de amor y se consagraban al combate. Unas fueron jueces; otras generales; otras
diosas de rojos cabellos y de pechos metálicos, donde rebotaban las miradas viriles sin lograr
hacerlos nunca estremecer. Habían endurecido su carne, habían hecho de ella una alta roca
inaccesible y soberbia ante las praderas floridas del autor que desdeñaban. De su pecho nuca fluía la
leche, ni de su boca el néctar que reaviva el corazón de los hombres. Llegaban a amputarse un
pecho, si el pecho era un obstáculo a sus maniobras guerreras. Dispara un dardo fue para ellas más
noble que amamantar a un niño. Derribar un ciervo fue para ellas más gozoso que besar en plena
boca a un doncel…
Estas vigorosas doncellas, en cuyo cuerpo ceñudo se iban lentamente allanando los
voluptuosos aleores, estirando las líneas ondulantes, apagando la lumbre de los ojos, endureciendo
los labios; estas mutiladas doncellas pudieron algún día lanzarse a los bosques y al mar, hacerse
cazadoras y piratas, arrebatar hombres del atril, como aquella por quien el hombre cambió de rumbo
se enrollaba al tronco bíblico, cuyas ramas eran otros tantos folios colmados de ciencia divina,
¿cómo podrá lanzarse a los bosques o al mar llevándose a la grupa, o en el buque fantástico, el
cerebro del castillo de Arturo?
Sigue Viviana enroscándose a los pies del hechicero, adiestrando sus finos dedos en acariciar
las rodillas de Merlín, sus manos, que nunca podrían manejar los remos ni las riendas: manos de
serafín caído, hechas sólo para pasar lentamente las hojas de un gran libro coral, de un grimorio
hermético, donde los nerviosos dedos femeninos forjarían el mejor arabesco, donde la cabecita
diabólica compondría la mejor viñeta.
Sería Viviana –piensa Merlín– un escudero incomparable en estas lentas batallas de la
sabiduría. Un escudero silencioso, capaz de bruñirle el arma de una intuición, de aligerarle todo el
peso del abrumador instrumental para quien la ciencia se adquiere grado a grado, estrella a estrella.
En el frío lecho de este monarca de la sabiduría quiere filtrarse otra vez la juventud de una mujer…
Y hacia él le va empujando lentamente el terrible enemigo. Lento y suave como el ímpetu que
arrastra la savia a lo largo del tronco.
Cuando Merlín llega a este punto, palidece, crispa las manos, tiembla su barba florida. ¡Pensar
en Viviana como se piensa en un acólito! ¡Viviana junto a él, pegada su carne diabólica a la serena
carne del sabio! ¡Ni siquiera junto a él, en pie, ante el gran facisto! ¡Imposible! Vuelve a exclamar:
–¡Vete!
Pero ya con mucha menos energía. Viviana sonríe. Uno a uno, fue leyendo en toda la línea
sinuosa del pensamiento de Merlín. Conoce en qué punto surgió la forma de una manecita rosa
arrastrando el folio, cuándo el pecho desnudo calentó el frío sueño del monarca. Quiere avanzar.
Y tal vez se precipita. Porque Merlín, al sentirse enlazado, al percibir en su mejilla el roce de
los labios en llama, realiza un último, un desesperado esfuerzo, se desembaraza del pérfido
escudero, brinca del lecho, arroja bruscamente de sí todas las imágenes asesinas, empuja, violento, a
Viviana, que cae derrumbada al pie del atril, sin fuerzas para reanudar su ruego, empañadas sus
pupilas, sin resortes sus brazos, helada su boca, vencida.
–¿Vete!
Se levanta, sin mirar a Merlín. Silenciosamente, con un gran júbilo dentro, muy dentro del
pecho, abandona el torreón, baja muy despacio la gran escalinata y, al pasar junto a una ventana, no
puede contener la risa. Allí está inmóvil, contemplando a Viviana con ojos lastimeros, el búho.
–¿Qué hiciste desdichado?
El búho no responde. Inclina la cabeza como pidiendo perdón. Viviana, gravemente, prosigue:
–Voy a devolverte tu figura humana, pero a condición de que nunca has de volver a intentar
vengarte. Si reincides, óyelo bien, serás búho eternamente.
Y reaparece el mesnadero, que quiere besar a Angélica las manos.
–Lo sé todo. Una noche te acercaste a las cocinas decidido a asesinar al marmitón. Llevabas
ya desnudo tu puñal. Pero yo vigilaba. ¿Por qué no los dejas? Su amor traicionero será su propio
castigo. Llegará una noche en que morirá en ellos el deseo y entonces él buscará de nuevo tu
amistad y ella tu amor, que hoy olvidan. No te impacientes. Siéntate –dice un sabio– a la puerta de
la tienda y verás pasar el cadáver de tu enemigo.
–Ella me juró eterno amor.
–Al amor hay que ir haciéndolo revivir cada momento. A la mujer hay que reconquistarla
cada día. Confiaste demasiado en un punto de arranque… No. Hay que ir, hora por hora,
mereciendo el amor.
–Él puede ofrecerle regalos. Yo soy pobre.
–Engrandece tu amor, hazlo rico, sacrificándote. Y no pienses en volver otra vez a mí con esta
súplica. No podré repetir el conjuro. Te quedarás para siempre convertido en pajarraco nocturno. Lo
sabrás todo, pero no podrás remediar nada. Ya te lo dije. Prométeme que no has de volver a
desnudar el acero sino en servicio del rey Arturo o para defender al desvalido o a una dama.
–Lo prometo.

EL LÁTIGO DE VENUS
Viviana desciende al corazón del castillo. En cada rellano, su frente, no muy ensombrecida por la
repulsa del sabio, va deshaciendo un frunce. Cuando acaba de bajar la escalera, y el paje Bernardino
se le acerca tímidamente pidiéndole sonrisas, Viviana ya ha recuperado toda la jocunda luminosidad
de su rostro, que nunca había perdido su corazón. Y otorga al paje e regalo que pide.
Merlín ha despertado en ella una violenta ambición de nuevas seducciones. Ensayará un tipo
nuevo de sonrisas, las empapará de ingenua picardía, les añadirá un guiño truhán. O inventará un
gesto púdico, una mirada abatida, que al caer sobre su cuerpo como para huir del ave de rapiña que
es toda mirada de varón, para buscar un refugio honesto entre el brial, desgarrará el brial, subrayará
cada ondulación de su carne, conducirá los ojos del hombre al mismo nido de donde las vírgenes
querrían apartarlo. Y los ojos de Viviana, cerrados sobre su cuerpo estremecido, serán los cómplices
ladinos de estos otros ojos encandilados, desmesuradamente abiertos, del doncel que la contempla,
del paje Bernardino.
–¡Angélica!
–¿Qué quieres, buen amigo?
–Fuiste a profanar el recinto del sabio.
–A profanarlo, no. Quise mezclar en él un poco de mi júbilo. Hacerle bajar de la zona de las
nieves perpetuas.
–Merlín no quiere tu alegría.
–¿Por qué?
–Porque la alegría de una mujer suele ser mensajera de las congojas del amor, y Merlín no
gusta ya del amor. Piensa y vigila mientras los amantes sueñan.
–El gran amor es pura exaltación. Vuela por encima de todos los dolores. El gran amor es
risueño. Con la más alta alegría.
–El tuyo, sí. Dámelo. Yo acepto sus congojas. Soy joven.
–Eres un niño. Te arrollaría, como arrolla el turbión a una caña. Sólo quiero a Merlín, porque
Merlín es dura roca y me haría estallar en espuma de siete colores. Mi amor, en su firmeza, se
multiplicaría como las palmas en el techo de un templo y las joyas de sol en un vitral. En tu
fragilidad, mi amor se convertiría en un pajarillo asustado. Eres muy pequeño para resistir un
torrente. Conténtate con mis leyendas y mis versos, lluvia menuda que empapa y estremece, pero no
mata.
–Recita, al menos, para mí solo.
–MI ingenio, como el pan y los peces de Jesús, quiero que sea para todos. Sólo mi amor será
para Merlín.
Avanza por una galería. En un recodo oscuro, el paje, bruscamente, intenta abrazar a Viviana.
Se oye una carcajada. Bernardino, entre sus brazos, sólo encuentra un poco de aire violento, que lo
derriba, que le azota el rostro. Mientras escucha la voz burlona de Angélica:
–¡Pobrecita caña!
–¡Pérfida! ¡Vagabunda! De alguna banda de bufones habrás huido para no caer en las manos
del verdugo que por algún hechizo diabólico irá a llevarte a la hoguera. ¡He de denunciarte!
Llora de rabia, pegado al suelo; recuerda a aquellas volatineras que, entre mendigos, acróbatas
y tañedores de arpa y de lira, recorren los caminos divirtiendo a los señores cuando vuelven de caza.
¡Un salto mortal le hizo brincar de sus brazos! Bien hicieron los concilios en escribir inexorables
preceptos contra estas desdichadas. ¡Cuántas historias contó de ellas un peregrino lleno de conchas
de vino de Palestina! Concurrían al campamento de los reyes, asistían a las coronaciones,
sembraban el impudor en troncos, ferias y mereados. Alguna de ellas consiguió filtrarse en el
ejército de Godofredo, que fue a rescatar el sepulcro de Cristo. Sí, Angélica será alguna de aquellas
vagabundas que seguían a los cruzados por los caminos benditos de Judea, alguna de esas hábiles
soldaduras que ahora remueven el bolsillo y el deseo de los rijosos caballeros andantes. ¿Es
doncella? ¿Es viuda? ¿Es alguna esposa repudiada por esas torpezas de que hablan los fabliaux?
Pero el infeliz Bernardino no consigue arrancar de su mente a la hechicera. Ni de su corazón.
Se incorpora. Flota en el aire un perfume. ¿El perfume de un verso? Bernardino echa a andar.
Desciende a los sótanos del castillo. De pronto, la voz de Angélica le atrae como el cebo atrae al
pez. Rodeada de otros pajes, entre rudos marmitones, dueñas huesudas y fornidos mesnaderos,
Angélica recita la encantadora hazaña de Ruth…Porque de nuevo sorprendió entre los oyentes la
cara astuta del celoso capellán.
¿No oíste nunca –dice– la historia de Ruth, breve como un cuento, sencilla como el amor de
pastores, rebosante de campo y de ternura? Veréis. Se llega a una rica heredad por un sendero
bordeado de nopales y espinos en flor. Lejos, entre cedros altivos, albean los muros de Belén a la
luz de la cruda y cegadora del sol.
Es cercano el mediodía. En el trigal, unos recorren los manojos, otros atan las gavillas; los más
expertos abaten ágiles las espigas de oro, bien tostadas y crujientes. Llamean, como plata bruñida,
entre las mieses maduras, las hoces afiladas donde cabrillea el sol. En el aire dormido flota
lánguidamente la última nota de su cantar…
Desde el alcor moteado de amarillos botoncillos de margaritas aguarda Booz la hora oportuna
para distribuir a los siervos el pan mojado en vinagre, las manzanas olorosas, las tortas de miel…
Pero sus ojos, entornados por la lumbrarada estival, se abren absortos para mejor recorrer en las
pupilas toda la clara y pura luz, toda la gracia armoniosa de una linda doncella. Allí está, curvada
sobre el rastrojo, recogiendo las espigas dispersas, a espaldas de los siervos. A veces, como dolorida
por el penoso esfuerzo, se yergue grácil y bella, como una diosa antigua, y alza al azul sus ojos
turbios por el lento gotea de su frente de nácares.
–Es Ruth, la moabita –responde a la pregunta de Booz el joven que cuida de los segadores.
Todo vibra de gozo juvenil al encantador efluvio de la bella extranjera. Booz sabe con qué
filial, con qué dulce ternura la doncella laboriosa mitigó la amargura de Noemí. Booz comienza a
recoger en su alma el suave perfume de virtudes de aquella otra alma encendida en amor al
desvalido… Booz tal vez medita: He aquí a Ruth, que iluminó estos campos con una lumbre nueva:
como la lámpara del sacrificio por sus hermanos. Esta es la nueva mujer de quien se narra tan dulce
historia de renunciación… Donde tantos escribimos deber, ella escribió amor. Y a su luz las demás
palabras se desvanecieron en la sombra.
Esta es la nueva lámpara de magas refulgencias, precursora de otra más viva y eterna luz. Por
eso creo ver sobre los blondos rizos de la piadosa moabita el dedo luminoso de Jehová… Por eso
ella merece recibir no las espigas dispersas, sino todas las gavillas de mis eras, todas las rojas
granadas de mis huertos, todos los rubios panales de mis colmenas… ¡Y todo el amor de los hijos
de Belén!
Y dice así el Libro Santo: Y como Booz hubo comido y bebido, y su corazón estuvo contento,
retiróse a dormir a un lado del montón. Entonces ella vino calladamente, y descubrió los pies, y se
acostó… Y aconteció que, a la media noche, se estremeció aquel hombre, y palpó: y he aquí, la
mujer que estaba acostada a sus pies… Entonces dijo: ¿Quién eres? Y ella respondió: Yo soy Ruth,
tu sierva…
Obed se llamó el hijo de Ruth y de Booz. Obed fue padre de Isaí. Isaí fue padre de David, rey
y poeta… Siguiendo la cadena patriarcal, hallaríamos al fin al Hijo de María, que fue llamado
Cristo. Jesús fue –ciertamente– esa luz futura de la que Ruth traía al mundo un destello
encantador… Jesús revelaría a las gentes, en toda su maravillosa fascinación, la palabra inefable,
única, redentora: amor.
¿Quién es Noemí? Pues nuestro hermano. Noemí es el hambriento de pan, de cariño, de
verdad. Como Ruth, sigamos a Noemí por los caminos espinosos del dolor. Nuestra patria está
donde ella sufre. Así –sólo así– el Hijo de Booz y de David volcarán sobre nosotros las espigas de
oro de su Gracia, los peregrinos rubíes de su Sangre, las divinas ánforas de su Amor…¡Y ésta es la
sencilla lección que hoy nos enseña Ruth, la gentil espigadora de los trigales de Belén!
En las entrañas del castillo todos los instintos se ha puesto de pie azuzados por Angélica.
¡Cómo los va despertando uno a uno con su látigo florido! Alarga el auditorio las cabezas,
estrechando el cerco. Cuando la domadora los tiene a todos en un haz comienza a jugar con ellos en
la pista. Hace pasar los más audaces por aros de plata, por falsos panderos de papel de seda. Los
hace pasar al reino de lo maravilloso, al país de las leyendas, donde el amor es presa difícil, como
una ciudadela defendida siempre por los ceñudos, por los inexorables concilios.
El paje escucha, embelesado, el romance de El látigo de Venus. Un día, el abad Restituto quiso
rectificar la Naturaleza. Había en el huerto una cascada dividida en dos porciones muy semejantes
a dos piernas transparentes de mujer. Henchíanse al comienzo, se apretaban forjando dos rodillas
perfectas, volvían a henchirse hasta perderse en la corriente. Aquellas dos caderas diáfanas
perturbaban el sueño del abad Restituto, y un día quiso por sus propias manos desviar unas piedras
para juntar en uno aquellos dos voluptuosos manojos de agua. Alzó una mañana el pico; iba a
dejarlo caer furiosamente contra la grupa desnuda; pero una densa rama de fresno le azotó la frente,
le cegó los ojos, le obligó a dejar el pico, ya blandido. Cuantas veces alzó el arma destructora, otras
tantas le azotó la frente el latigazo de una rama. Desistió. Se acogió humildemente a la clemencia
divina y ahí quedó el agua modelando a su gusto los dos preciosos muslos, obra maravillosa de la
Naturaleza, designio inescrutable del poder sumo. Henchíanse al comienzo, se apretaban forjando
dos rodillas perfectas, volvían a hechirse hasta perderse en la espuma como en un lecho de novia.
El abad prohibió a los monjes pasar por allí sin recitar el salmo: ¡Bendice, oh agua, al Señor!
También hizo escribir un poema en dos cantos donde se comparaba las haces del agua a las
columnas del templo de Sión. Pero las gentes profanas que supieron lo ocurrido llamaron muy
pronto a la cascada El látigo de Venus. El abad Pretextato quiso más tarde torcer, desde fuera del
huerto, el curso de las aguas; pero los picos y palas se destrozaban inútilmente sin lograr rectificar
la sabia Naturaleza. Otra vez se desistió. Hasta que un día…
Un novicio cándido, un adolescente, se olvidó, frente a la cascada, de rezar el versículo
sagrado, y fue tal el ardor púdico que irradiaban sus mejillas de niño, que las dos columnas
voluptuosas se fundieron, se soldaron para siempre. Porque sólo aquel novicio, entre todos los
monjes, había visto en la cascada no un cuerpo truncado de mujer, sino el olvido de un versículo. Y
aquellas piernas transparentes no volvieron a abrirse más.
Angélica, previo un mohín candoroso, enmudece. Comienza a hervir el comentario en torno
de la astuta juglaresa. Bernardino avanza, decidido a desenmascara a la vagabunda; pero en aquel
momento Angélica extiende los brazos y reanuda sus leyendas.
–Os contaré ahora el milagro de un cuadro que pudo llamarse La manzana, pero por
misericordia del Altísimo se llamó Fe, Esperanza y Caridad. Una noche…
Alguien abrió la puerta cautelosamente. ¿No es Merlín quien viene a oír a la hechicera? Se
desliza sin ruido; se incorpora, como una sombra, al último aro de oyentes. Como viene embozado
hasta los ojos, nadie, excepto Viviana, ha sorprendido la presencia del mago. Un marmitón le toma
por algún caballero de la Mesa, que desea mantenerse incógnito, y quiere, respetuoso, abrirle acceso
hasta la primera fila de oyentes; pero Merlín con un sobrio ademán, impone silencio y quietud.
Viviana prosigue su relato. Chispean sus ojos de color de tabaco, y sus labios húmedos
moldean sus palabras, tiñéndolas de roja voluptuosidad; tiembla su pulso de alegría, y por las puntas
de nácar de sus dedos fluye la savia eléctrica de sus nervios. Y sigue contando:
El mendigo pintor vino pidiendo albergue y trabajo. Lo encerraron en un aposento donde
había de pintar todas las virtudes, porque allí reposaría luego una doncella, huérfana de reyes, a
punto de llegar al castillo. El mendigo pidió de comer para seis días, y rogó que nadie, durante
aquel tiempo, penetrase en la estancia. Así ocurrió. Pero, finado el plazo, y viendo que el pintor no
daba señal alguna de vida, penetró el señor en la estancia, y allí, entre un olor a azufre, contempló,
lleno de cólera los muros pintados. ¡Estaban llenos de ninfas descocadas, de faunos en celo y de
impúdicas meretrices del Olimpo! Frente al lecho de la virgen, Paris ofreciendo la manzana. Olía a
azufre; la ventana estaba abierta…Las tres diosa lascivas sonreían cínicamente al caballero.
Cuando vino la doncella, ya los muros habían sido recubiertos de espesa cal, y las tres diosas
vestidas púdicamente de Fe, Esperanza y Caridad. ¡Era muy pronto para resucitar los dioses; y sólo
Satán podía ya pensar en traerlos nuevamente al mundo! Paris fue trocado en monje, y en lugar de
la manzana, le fue pintada en la mano una azucena del candor.
Nadie pudo dar con el pintor mendigo. Anduvo, al parecer, recorriendo la comarca, dejando
una estela de lúbricas imágenes. Algún día tomó el cuerpo de mujer. Una mañana despertó con su
canto a todas las gentes de un castillo. Al borde de un foso rompió a reír estrepitosamente. Cuando
fueron a atraparla para meterla en un horno encendido, se convirtió en humo espeso, huyo de sus
perseguidores, dejándoles en las manos un olor insoportable a azufre.
Cuenta después Angélica la leyenda de Blanca, Marcela y Luscinda, tres pastoras de España
que una noche fueron a bañarse en el Jalón, donde continuaban alegremente retozando los gnomos
burlones que allí repetían los epigramas de Marcial. Estos mismos gnomos se acercaron al borde del
agua y robaron a las tres doncellas toda una ropa, que habían colgado de un chopo. Cuando ellas se
dieron cuenta comenzaron a gritar desaforadamente, pero no fueron escuchadas hasta el amanecer.
Un cazador furtivo vio, por fin, las tres cabezas suplicantes y, aunque al principio las tomó por
imágenes diabólicas –porque sólo al diablo se le ocurre enviar a los hombres esta clase de
sorpresas–, acabó por correr a una abadía próxima, donde le facilitaron tres pardos hábitos de
desecho.
De espaldas a la tentación, el cazador furtivo fue entregando a cada doncella un hábito, y
luego pudo ver que Blanca tenía el pelo rubio, Marcela lo tenía rojo y Luscinda negro. Y las tres
infelices tiritaban bajo la estameña harapienta, porque habían pasado toda la noche dentro del agua,
con gran miedo de ser vistas y escarnecidas por algún jovenzuelo del contorno. Pronto vio el
cazador que estaba frente a otras tantas pulmonías fulminantes. Que fueron curadas por la
intercesión del patrón de la abadía, ya que fue preciso socorrer en seguida a las doncellas bajo el
techo conventual.
El abad Pamfilio era un santo; pero ello no impidió que negras nubes de calumnia envolviesen
el sagrado recinto. Decían las gentes –azuzadas por los diabólicos gnomos– que después de una
estrepitosa orgía en la misma sala capitular los monjes, ebrios, habían arrojado al río a Blanca,
Marcela y Luscinda, y ellos se habían disfrazado con las ropas de las tres doncellas. Porque jamás
fue encontrada la pista de los trajes: los gnomos, astutos, los habían, naturalmente, encerrado en las
entrañas de la tierra. Y las infortunadas jóvenes fueron desde entonces señaladas con la marca
infame del deshonor. Tuvieron que huir a la ciudad de León, donde les fue imposible servir ni
siquiera en las cocinas, porque traían la fama salpicada de negro.
¡Desdichadas! Sólo un camino, el más triste, les quedaba: el venderse, y así lo hicieron. Se
entregaron a los más altos caballeros de León y de otras ciudades, siempre llorando por su vida
maltrecha, mientras los diabólicos gnomos reían estrepitosamente a las orillas del río Marcial. Hasta
que ya, muy cerca de la vejez, y en posesión de una fortuna, se retiraron a un monasterio que las
tres fundaron en el mismo lugar en que perdieron sus trajes y la fama. Todo el oro ganado con la
venta de su belleza lo invirtieron en aquel nuevo monasterio, que llegó a ser ejemplar. Y cuentan
que Blanca, la rubia, pagó todo el oro con que fue sobredorado el retablo mayor, y aún se cálculo
hoy por los jóvenes el número de noche de placer que el retablo costó a la donante. Dicen también
que Luscinda, la negra, pagó todo el ébano de las columnas del baldaquino. Y Marcela, la roja, los
tapices de terciopelo grana que decoran el presbiterio y la capilla donde las tres reposan bajo
mármoles primorosamente esculpidos. Y llegaron a ser consideradas como santas, tal como lo
fueron María de Egipto, Pelagia y Margarita de Cortona.
Cuentan que, todas las noches, las tres pastoras siguen llamando a los cazadores furtivos,
pidiéndoles la limosna de un traje. Que su recuerdo enciende la sangre de los jóvenes que por allí
transitan, y que alguno de ellos se arrojó al agua no sé si para calmar su fiebre o para abrazarse a
alguna diabólica imagen suscitada por los gnomos de Marcial, el cínico poeta aragonés, el burlón
impenitente.
Merlín se retuerce dentro de su disfraz. Querría lanzarse contra Viviana y apagar en aquellos
labios encendidos el satánico relato. Cuantas veces invoca Viviana una forma desnuda, una escena
voluptuosa, sus dedos, como sierpes rosadas, trazan líneas ardientes en el aire, llenándolo de curvas
superficiales, de perversas geometrías. La escuchan todos jadeantes, como sumidos también en el
horno encendido, en un aire azuzado por invisibles centellas. Viviana, por fin calla. Teme haber
sacudida con demasiada violencia aquellos cuerpos. Quisiera despedirlos, corre tras de Merlín, que
le lanza su primera mirada de vencido.
Viviana quisiera correr en pos del mago, pero el mago desaparece. Y el auditorio aguarda en
silencio otro romance. En el silencio tan preñado de voluptuosidad, que Viviana teme de pronto
sentir desgarrado su brial y mordida su carne. Teme verse ceñida súbitamente por estos brazos
nervudos que tiemblan de deseo.
Y, sonriendo, se despide y huye, dejando abrasada la noche, rotos los frenos, abiertas todas las
esclusas del deleite. Las entrañas del castillo arderán en el fuego diabólico encendido por Viviana,
hasta el amanecer.
Y, muy temprano, Viviana sale como de costumbre a retozar por la pradera. Quiere situarse
entre Merlín y el sol, porque sabe que desde su torre el hechicero saludará también al nuevo día.
Viviana sube a un montículo, dejando que el viento le ciña el traje a sus delgados miembros. Desde
su torre, Merlín podrá ver claramente aquella fina escultura que parece desdeñar. La verá apenas
velada, porque el tejido, aquella mañana, es transparente. Ariel fue quien lo trajo, como quien trae
una ráfaga. Merlín, si quiere ver el sol, tendrá que verlo a través del ágil cuerpo estremecido, hecho
dorada y pura llama.

EL RAPTO
Cuatro días después Viviana penetra de puntillas, sin interrumpir al mago, que sigue meditando
sobre el atril. Viviana dejó en el umbral todas sus travesuras; su misma irrefrenable alegría la ha
colgado del dintel, como un pandero.
Ensaya una faz de pajarillo asustado. Roza el pavimento un jirón de gasa, que hace volver los
ojos a Merlín. El mago sonríe irónicamente al verla –perrillo medroso– acurrucarse bajo el atril.
Así, acurrucada bajo un álamo, la vio por primera vez una mañana tan llena de luz verde, que el
cuerpo desnudo de Viviana parecía envuelto en gasas. ¡Recuerdo encantador! La ve en otros
tiempos, cuando aun, adolescente, vivía al borde del lago con Dyonas, bajo las caricias de la blanca
diosa de los bosques.
Porque ella es nieta de Diana. Retozaba entonces bajo los serenos ojos de su abuela; pero se
encogía bajo la ardiente mirada de Apolo. Cuando Merlín, que paseaba por el bosque, llegó a aquel
paraje, Viviana habría apenas salido de su niñez, y su hermosura el más primoroso juguete de las
hadas, presididas por la luna. Merlín, de frío corazón, de ojos nunca turbios por la voluptuosidad,
flaqueo al ver a Viviana, porque estaba escrito que un día la graciosa nieta de los dioses había de
romper aquel hielo obstinado.
Estaría loco –pensaba aquel día Merlín– si me dejase arrastrar por una frágil belleza de
muchacha…E intentó pasar sin saludarla; pero Viviana, que ya sentía espesarse alrededor de sus
gráciles encantos la luz que criptaza unos álamos, se adelantó a Merlín, dándole la bienvenida.
–Tú, ¿quién eres? –dijo el sabio.
–Una de las favoritas de Diana. Mi madre me concibió soñando. Nací con el primer brote de
una primavera –nadie sabe cuál–, porque todas son una y la misma. Pero ¿por qué lo preguntas?
¿No lo adivinas todo?
Poco después ya jugueteaban al borde del lago, como chiquillos traviesos. Y Merlín, por
complacer a Viviana, trazó con su varita mágica tres grandes círculos concéntricos, dentro de los
cuales susurró palabras misteriosas. Debió de invitarla a una danza a seres invisibles, porque muy
pronto salieron de detrás de los árboles, del fondo del lago, muchachas y donceles, gallardamente
vestidos, que empezaron a bailar al son de una música de flautas y tamboriles. Y la fiesta duró hasta
que el cansancio rindió a unos y a otros. Cuando Viviana cerró los ojos, todo se desvaneció. Al
abrirlos de nuevo, Merlín la contemplaba amorosamente. Y fue entonces cuando Merlín pensó hacer
de Viviana una maestra en artes de embrujar, a cambio de su amor.
–Te enseñaré mi ciencia si me quieres.
Pero aquel día nada le enseñó. Ella quiso aprender al menos el conjuro por el cual la selva se
poblaba de músicos y danzarines; pero Merlín aplazó sus lecciones. Sólo más tarde le enseñó a
torcer el curso de los ríos y a convertir en esmeraldas las gotas de lluvia que quedaban colgadas de
las hojas. También le enseñó cómo las arañas tejen su red y las abejas funden en el panal las más
ricas esencias de las flores.
Todas las menudas historias de los pájaros que se esconden entre las ramas y de los gusanillos
que se esconden bajo las piedras las fue conociendo Viviana. El bosque y el lago ya no tenían
secretos para ella; pero, ante todo, quería saber que hilillos mueven al hombre, cuáles eran los
verdaderos resorte del amor y del odio, de la desesperación y de la fe. No le bastaba conocer la vida
de los campos y de los ríos, el ir y venir de los gérmenes por el aire, de las venas de agua por las
entrañas del bosque; quería escudriñar en las del hombre, conocer los terribles conjuros que lo
paralizan o lo mueven, que lo convierten en frío autómata o en febriles ascuas. Quería aprender el
conjuro que hace dormir a los hombres, que los convierte en juguete de las hadas.
–¿Cómo podría adormecer a un hombre hasta que yo misma fuese a despertarlo? Porque de
este modo –proseguía la astuta– mi padre no advertiría tu presencia cuando entrases a verme.
Pero Merlín se resistió a revelar el conjuro, porque de sobra conocía sus peligros. Hasta que
una tarde se despidieron tristemente. Viviana, enfurruñada, le había negado sus besos; él, con
esfuerzos heroicos, había mantenido su decisión de no revelarle sino los secretos del agua y del aire,
de las raíces y de los gérmenes. Y ya no volvió más al lago aquel donde con tanto ardor lo aguardó
siempre Viviana. Fue desde entonces cuando empezó a evitar la cercanía de la mujer y se encerró en
lo más alto del castillo, rodeado de viejos y momificados camaradas. Allí sólo recibió las serenas
caricias del viento y de la lluvia, nunca los ardientes mimos, que aturden y agotan.
Pero Viviana siguió soñando con Merlín. A todo trance había de arrancarle aquella fórmula por
la que el doncel más vivaracho se convierte en un leño. A toda costa habría de conseguir la receta
del adormecer a los hombres.
Ahora, la astuta, contempla embelesada al mago. ¿Por qué estará ya mirando al cielo, si aún
no está abierto el enorme grimorio astral, donde Merlín va deletreando la historia futura?... Viviana,
en silencio, comienza –¡oh, taimada!– a sonreír.
Merlín, Merlín… ¿Por qué contemplar ahora el cielo si por él sólo cruzan nubes –nubes
corinto, nubes malva, nubes de color de sangre–, jirones de gasa de alguna aérea Viviana, quizá de
esta misma –perrillo medroso, que se acurruca bajo el atril–, que afila sus uñas para caer sobre la
presa? ¿Vas a buscarle el contorno a una nube? ¿Por qué sigues la vaga estela de ese pájaro, el
nerviosismo inútil de esa rama? ¿Vas a formular una ley o a forjar un hexámetro?
En silencio, centelleantes las pupilas, asiste Viviana a la contemplación del mago. Ve retornar
a sus cuencas las miradas fugitivas de Merlín; las ve encogerse en su reducto, erizadas de angustia;
las ve caer al suelo, fulminadas por un pensamiento asesino. Porque Viviana oyó la explosión.
Viviana oyó engarzarse, fundirse en el cerebro de Merlín las fatales palabras:
Una palabra de ella tenía ya más sentido que las frases de todos los filósofos del mundo.
Y Merlín quiere huir de ese pensamiento que, dentro de él, todo lo va desmoronando. ¡Huir,
huir!... Ya su vida, ante la callada invasión, sólo podría tener este sentido: el de una perenne huída.
Pero huir, ¿de qué? Y ¿dónde ocultarse? Alternativamente, Merlín siente vehementes deseos de
escuchar otra vez a la enemiga, de verla desaparecer para siempre, de verla de nuevo saltar, brincar,
retozar, traviesa, loca. Y Viviana, astuta, continúa sumergida en su muda y febril expectación.
Inclina Merlín la cabeza. La yergue, triunfal, Viviana. Merlín intenta articular alguna frase;
pero su voz describe absurdas espirales dentro de la garganta. Viviana refrena, al mismo tiempo, el
ímpetu de su claro alborozo. ¡Qué cerca está la victoria! Aun reparte Merlín sus miradas por los
abarquillados infolios, buscando en ellos alguna fórmula para desviar el terrible acoso; pero todos
estos volúmenes son ya secas virutas que comienzan a arder entre las manos temblorosas del mago.
Ya piensa Merlín en otro libro ardiente –más verdadero que el de Ovidio–, donde el amor pudiera
explicar bien sus lecciones. Probablemente se compondría de frenadas congojas, de sabias
interjecciones, porque ningún idioma es capaz de llegar a lo más hondo de esta divina locura. ¡De
qué poco nos sirve este o aquel idioma cuando queremos transformar la cósmica violencia del
amor! El más astuto ingeniero no sabría encontrar ese fino cable eléctrico que hiciese arder las
palabras, que las tiñese del matiz preciso. ¿Cómo hallar un transformador para tan alta energía?
Ciegas formas universales, ¿Cómo encontraros un cauce individual, bordeado de claras imágenes?
Merlín, ya en franca retirada, aparta los ojos de los libros y se esconde dentro de sí mismo,
concentra su mirada en su propio cuerpo olvidado. ¿Por qué, al fin, se acuerda de él? Le invade un
enorme desaliento. Un cuerpo ya sin gracia, sin belleza; una tan gastada envoltura del espíritu –
eterno niño– comienza a dolerse de su cárcel. ¿Por qué no habrá vivido, por qué ha de seguir
viviendo al mismo compás? Al iniciarse el descenso por la rampa de la vida debió pensar que el
espíritu continuaba, siempre joven, en la cumbre.
Me hizo traición este cuerpo –piensa Merlín–. Si él no responde a mi afán de perenne
juventud, ¿qué podrá hacer de mis sueños, de mi energía espiritual intacta?
Viviana lee gozosamente en los ojos de Merlín. Porque ella conoce los secretos del
rejuvenecimiento: los aprendió al borde del lago; fue Ogrin, su maestro, el viejo ermitaño,
confidente de Isolda y de su triste amigo.
Pero Merlín sigue meditando:
Cuerpo mío, adversario cruel…Inútil es que huya de ti. Acabarás por ahogarme entre tus
resquebrajados muros. Nunca te tuve en gran estima: por eso aborrecí los espejos o los tomé
siempre a pura broma. Ante ellos nunca me quise ver tal cual soy: me daba miedo. Y para desfigurar
mi rostro, le sacaba la lengua, me burlaba de él, de todo mi cuerpo, de todo mi yo visible. Me has
llegado a parecer una cosa despreciable, cuando no indiferente… Pero un día llegó en que te querría
el más garboso de la tierra. No por envanecerme yo de ti, sino porque ella se envanesie de subrayar
con júbilo mi presencia.
Viviana apenas si ya puede resisto su gozo. Le brota por los ojos, por las puntas de los dedos,
como un surtidor de gracia inagotable. Merlín vuelve a ser suyo, como en aquel tiempo, junto al
lago divino. Pero él sigue tan atolondrado, que ha perdido su don de adivinar el pensamiento. Y
sigue aferrado a su monólogo:
Porque en algún instante creeré vislumbrar que su amor se detiene en mi lamentable
superficie, en vez de hundirse en lo profundo, y entonces, entonces, ¡qué terrible miedo a perder el
encanto de su voz, de sus manos, de su frente! Me aniquilará un terrible miedo…¡Por ti, miserable
cuerpo mío, por tu falta de gentileza, perderé al fin su amor! ¿Qué vale, que puede valer su espíritu
vigilante, un alma encendida, la más intensa vibración cordial, la agudeza más punzante, dentro de
esa deleznable envoltura? Por eso te desprecio como nunca, cuerpo mío sin gracia. Desprecio tus
arrebatos, aun los más vivaces, porque no son producto de vehemencias deliciosamente
armonizadas. Artificialmente quise dividirte en zonas, y tú, zona desdeñada, te llenaste de salvaje
maleza, de primitivos ímpetus. Volviste a la edad de las cavernas, mientras el resto pensaba en su
amor rimado en preciosos alejandrinos.
Viviana se acerca en silencio, poco a poco, a recoger las últimas zozobras del sabio. Quiere
ponerles un remate encantador, acerca su boca a la de él para prender entre ambas, golosamente, la
última incertidumbre fugitiva. Merlín, tenazmente, prosigue:
Este mármol juvenil, convertido en arcilla, a punto siempre del desmoronamiento… No
moriré, pero ya siempre mis barbas seguirán nevadas, como los Alpes, y mi piel llena de grietas,
como el rastrojo. Puedo convertirme en niño, como alguna vez lo hice, por broma, entre los
ingenuos caballeros; pero ¿podré convertirme en doncel, por el amor, ante Viviana? Cuerpo mío…
No te mimé, nunca te atendí, y ahora te vengas. No podré embellecerle, lamentable cuerpo mío.
Siempre me has de ser infiel, escollo perenne de la juventud inmarcesible de mi espíritu.
Viviana acercó tanto su boca a la del sabio que, entre las dos, no podrían volar las mariposas.
¡Merlín, Merlín! ¿Por qué no estudias ya en el sublime pergamino astral, que solemnemente se va
desarrollando, ya barrido, al pasar, el frágil escenario de la tarde? ¿Vas a formular una ley o a forjar
un hexámetro?
Una mano, la piña ardiente de unos dedos entre otras manos temblorosas. Una mano que va
lentamente subiendo hasta una boca. Estalla la roja chispa que rompe tanta eléctrica tortura.
Una mano de Viviana, que asciende hasta la boca de Merlín, como el manojo de jazmines del
Cantar. Una mano que acaricia y, sin dejar de acariciar, empuja. Viviana sale del torreón,
arrastrando dulcemente a Merlín, como se arrastra a un niño.
Viviana lleva en alto una lámpara. Cruzan un largo corredor, bajan al patio. Todos duermen ya,
menos el centinela, que se inclina, absorto, al pasar el mago. Baja, apenas rechinante, el puente
levadizo.
Ya están en el campo. Viviana –vencedora al fin– arroja al foso la lámpara y se cuelga a
Merlín, toda temblando. Se le ciñe voluptuosamente; le susurra:
–Te llevaré al fondo de mi fuente encantada, donde hay para nosotros un lecho de coral. Nos
llevará un monstruo, obediente a mi voz, que conoce todos los caminos de Bretaña.
–¿Un monstruo? ¿Algún dragón? Conozco el de Andrómeda… Conozco muchos, pero suelen
ser indómitos.
Viviana sonríe.
–Creíste que mis manos nunca podrían domar un potro, como las walkyrias; ni disparar un
arco, como las amazonas; ni remar sobre la tempestad; como las euménides? Me creíste frágil
porque me viste subrayar, tal vez demasiado, mis dones de felino…
–Perdón, Viviana.
–Eres un niño, Merlín. No sabes que poseo unos ojos capaces de seducir al hierro, de
domesticar al rayo, de hacer pasar las fuerzas desconocidas de la tierra por los nervios de este
dragón inmóvil; por unas entrañas duras, inertes, que al sentirse fecundadas por un rocío que tú no
conoces, que yo –mujer de todos los siglos– ya conozco, comienza a vibrar con tal ímpetu, que toda
la máquina rompa a andar más rápida que un corcel, más ágil que una nave, con la vehemencia de
un pájaro… Merlín, ven conmigo. Su lomo se hiende, sumiso, para que nosotros podamos
injertarnos en él, vibrar con él, rasgar con él los espacios.
–Soy tu víctima, Viviana.
–Mi juguete quizá, pero sólo unos momentos. Después, en el reposo, seré un cojín para tu
pulso en fiebre.

Allí aguarda el monstruo, dando resoplidos. Se le encienden bruscamente los ojos enormes de
dragón. Viviana y Merlín se sumen en un vientre, donde la voz se ahoga y las entrañas acarician…
Un crujido férreo del monstruo, un ronco alarido y, de pronto, el paisaje rasga en dos para abrir paso
a los enamorados.
Viviana y Merlín se lanzan aturdidos en busca del lago de su infancia. Merlín va viendo
desfilar atropelladamente, por las mejillas de Viviana, tropeles de fantasmas. Árboles, muros,
colinas proyectan ellos su perfiles inconcretos, precipitados. En este pequeño ruedo, que tantas
veces se disputan dos emociones hostiles, se entabla hoy una escaramuza, en la que luchan,
embozados, todos los elementos del paisaje. El campo inicia una infernal zarabanda, que deja
atónito a Merlín. Teme ser víctima de algún poder diabólico, y, azorado, pregunta con los ojos a
Viviana.
–No, no es un diabólico artilugio –le contesta ella–. Es un hallazgo del hombre que nos e
contó entre tus profecías, Merlín.
Porque Viviana no tiene edad ninguna y escoge de cualquier época sus medios de seducción y
de transporte.
–Mira esa rueda. Con ella –añade– se tortura el espacio. Este maravilloso tormento de la rueda
nunca lo vi en nuestros libros, mi amor.
Merlín ya está sosegado. Siente frío, se apretuja contra Viviana, que le va arrancando sombras
de la frente. Y otra vez la mano de Viviana se alza como una flor. Los trémulos dedos –pilluelos
ateridos– se acurrucan de nuevo en el quicio de una boca. Y los nervios de Merlín van subiendo,
reacios, torpemente, los yertos posos del ayer, fríos cadáveres de emociones, que se derraman
hechos ceniza, dejando libre el pecho para instalarse en él un nuevo encantamiento.
Siguen yendo y viniendo sombras por el rostro, por las manos de Viviana: palomas que repiten
su vuelo, alborozadas, hacia el nido caliente de unos labios. El paisaje, también en fiebre, multiplica
sus primorosos brincos.
Merlín, Merlín… ¿Qué fue de aquella frase de Plotino, de aquella austera frase que hizo
añicos Viviana? No juntarás ya los pedazos, porque de pronto se te hizo visible esta otra verdad:
Una palabra de ella tenía ya más sentido que las frases de todos los filósofos del mundo.
ISOLDA Y TRISTÁN

Buen hallazgo. En una colina se yergue el ermitaño Ogri, que, siempre sentencioso, dispara los
viajeros su monótona plática.
–Hermanos míos… ¿Por qué el ímpetu de vuestro amor os arrastra así de miseria? ¿Hasta
cuándo durará vuestra locura? Un tizón satánico ha encendido vuestro pecho… ¡Ea, valor!
¡Arrepentíos! De otro modo, ¡el infierno os arrastra a su seno ardiente!
Es el San Juan de Brocelianda. A todas las parejas de amantes les repite la metáfora del tizón.
Isolda y Tristán pasaron huyendo por aquí, Ogrin repitió su amenaza. Pero nadie le hace caso.
Excepto la vehemente Isolda, que, sollozando, contestó:
–No puedo arrepentirme de haber amado ni de seguir amando. Aquí estoy, junto a ti, ahora y
siempre –añadió, enlazada a Tristán–, ¡Pero nuestros cuerpos, señor, nunca han llagado al supremo
abrazo! ¡Yo os juro!
Y entonces, Ogrin, el huraño inquilino de las selvas, lloró. Y Tristán con él. E Isolda con Ogrin
y Tristán. Y una bandada de pájaros con Ogrin, Tristán e Isolda. Eran los precursores de una época
toda de sollozos. Sí se inició el Romanticismo.
Merlín nada oyó, porque los brazos de Viviana le tenían sumergido en un mundo delicioso
donde nada se oye ni ve. Viviana, siempre alerta, presiente, al ver al ermitaño, que no andará muy
lejos Isolda y Tristán. ¿Habrán cumplido su juramento histórico? ¿O todo fue una argucia para
poder contar con la santa complicidad de Ogrin? Cuando ya el importuna nos pierde de vista de
Viviana dice:
–Merlín, sabio mío: hemos llegado a la colina de la Cruz Bermeja. ¿Sabías que entre unos
álamos, sobre un lecho de hojas secas, están ahora durmiendo Isolda y Tristán?
–¿Qué intentas ahora?
–Llegar hasta su lecho con el primer rayo de sol; ver cómo se enlazan bajo el orvallo de ámbar
y miel. ¿Sabías que yo fui quien elaboró el filtro que hace arder perennemente sus entrañas?
–¿Qué les hiciste, perversa?
–Inmortales.
–A costa de un lento morir.
–Morir de sentirse vivir intensamente. Morir del deleite más profundo: sentirse, gota a gota,
fluir la vida. Verás cómo sonríen cuando dulcemente les hiera el sol.
–¡Eres diabólica!
–El diablo cuentan que tiene tú como padre, ídolo mío.
–¡Es falso! Yo soy hijo de toda la antigüedad.
–Pedante alcurnia, hecha de virutas de pergamino. Pero yo convertiré ese pergamino yerto en
epidermis viva. Quiero, hiedra mía, que aprendas el arte de enroscar tus miembros a mi fiebre, el de
fundir nuestras bocas. Ven aquí, viejo mío. Isolda y Tristán son dos buenos maestros.
–Tus mejores discípulos.
–Son los dos enamorados más ilustres de toda nuestra enorme Edad, que ellos, por la virtud de
mi filtro, Merlín, por la virtud de mi filtro, hecho de savia femenina, sabrán hacer delicada. Vamos
a ver cómo duermen y cómo despiertan.
Se internan en el bosque. Van apartando ramas, asomándose por entre ellas, en silencio, como
rapaces que buscan solamente un nido.
–¡Aquí, aquí están! –susurra Viviana.
Bajo un frondoso baldaquino, hecho de bruñidos troncos y anchas hojas verdes, reposan los
dos enamorados. Tristán anduvo todo el día persiguiendo un ciervo; Isolda se fatigó más que nunca
recomponiendo su brial. Duermen profundamente, juntas las cabezas, cogidas las manos, ocultos
bajo brazadas de heno.
–Mira sus ojos, agrandados por la fiebre. Y sus manos delgadas, y sus mejillas, consumidas
por la brasa de un filtro. ¡Eres diabólica, Viviana! Los cuitados seguramente han roto el pacto.
–¿Qué pacto?
–El que hicieron con Ogrin. Lo sé todo. Conozco el juramento de Isolda. También sé, que
vosotras presididas por el revoltoso Ariel, habíais decidido sacrificar a los amantes, haciéndoles
quebrantar sus promesas. ¿Por qué lo hicisteis?
–Por amor al arte. Un siglo ha de venir en que la muerte de Isolda se convierta en un capítulo
glorioso, en que este amor, que hoy es tortura y muerte, se convierta en goce y en vida intensos.
¡Déjame hacer, Merlín! Tu sabiduría es dolor, nuestra gracia es alegría. Ariel, que presidió nuestra
asamblea, nos lo dijo. Y habló de ti con gran respeto. Sin él –así hablaba–, sin a sabiduría y el
dolor, la gracia y el placer serían irresistibles. Nosotros, sin él, nada tenemos que hacer en la
tierra. Y la reina Mab y el hada Morgana aplaudieron estrepitosamente. Pero ahora, para evita runa
catástrofe inmediata, quiero gastar una broma a los dos enamorados. Nunca podrá perjudicar a su
historia un nuevo capítulo.
–¡Eres diabólica, ídolo mío!
La hierba comienza a chispear alrededor del tálamo. Al través de la techumbre una hebra
rubia, encendida, comienza a electrizar las hojas, resbala por los troncos, baja a anillarse con las
hebras de Isolda, esparcidas por la hierba, sus hermanas; tropieza y juguetea con unos dedos
pálidos, hundidos en el pecho de Tristán.
–Mira –susurra Viviana– el anillo de esmeraldas del rey Marco. Va a perderlo. Tanto
enflaqueció el amor a la cuitada, que acabará por desprendérsele el anillo… Merlín, Merlín,
debemos evitar que siga enflaqueciendo.
–Déjame. ¿No nos basta con haberlos sorprendidos en su tierna conjunción?
–Merlín, Merlín, ¡qué niño eres! Eres un infantil como todos los sabios. ¡Cuánta falta estaba
yo haciendo en tu vida, viejo mío! ¿Pensabas que nuestro viaje aquí sólo tenía por objeto una
contemplación inútil? ¿Cómo podía yo pasar por aquí sin dejar rastro?
–¿Qué intentas?
–Ahora verás. Por dondequiera que tú y yo vayamos, nuestra Edad, diabólicamente, es decir,
bajo los signos de la gracia y de la sabiduría, debe quedarse transfigurada. Dame ese aburrido acero
que escondes bajo tu hopalanda. ¡Quieta!
Viviana llega hasta los dos amantes, aparta el haz de heno y sonríe al contemplar el
espectáculo escondido bajo el haz. Ordena, maternal, las ropas, abre una púdica zanja entre los
cuerpos y en ella instala solemnemente la espada de Merlín. Así, desnuda, solemne, categórica, la
espada de Merlín garantizará en aquel amanecer la pureza de Isolda y de Tristán.
Ni un rizo de viento. Ya ni las hojas se besan. El bandaquino verde y oro se convierte en altar.
Ginebra y Lanzarote podrían aquí aprender una celeste lección de amor. Amor purísimo, como el
famoso aliento del querube. Viviana sonríe ante las miradas asombradas del sabio. Cuando termina
de componer el escenario se prende del brazo de Merlín.
–Viejo niño, vamos ya a buscar nuestro dosel. En las fuentes de las hadas hay lechos
maravillosos. ¿Lo quieres al gusto clásico o hecho de pieles, al gusto primitivo? De lino, o de paja,
como en los mitos cristianos? ¿Quieres por techumbre las estrellas o un tropel de estalagmitas? ¿O
quieres que yo invente un arte nuevo, por ejemplo, el barroco, para decorar nuestro aposento?
–No te burles, Viviana. Yo soy viejo. ¿Para qué yacer contigo?
–Cuanto yo toco rejuvenece. No reconozco edad. Bajo techos de cualquier estilo o de ninguno,
bajo las estrellas, haré de ti una brasa.
–Pondré mi espada entre los dos.
–Niño, niño mío…¿Para qué piensas que vine yo aquí sino para despojarte de ese inútil
símbolo? Ahí quedará entre nuestros dos amigos.
–No resisto más tu burla, Viviana. Voy a recuperarla.
–¡Quieto! Marco va a venir, y es preciso salvarlos.
–Quiero salvarme yo.
–La castidad no salva a nadie. Tiene, eso sí, la virtud de enmohecer la vida. ¡Vamos, Merlín!
Se oye un murmullo sospechoso, como de chasquidos de armas, de voces que ordenan con
imperio. Merlín aguza los oídos.
–Alguien viene y muy precipitado.
–¡Es el rey! Vamos a escondernos, Merlín en ese roble. Ha llegado la hora en que Marco debe
sorprender dormidos a Isolda y Tristán. La escena va a ser divertidísima.
–Me resigno. Lo contaré después todo a los juglares.
–¡Pobrecillos! Ellos no dirán nunca la verdad. Contarán la verdad que acaricie los oídos de
quien mejor les pague.
–Creo en la tradición. ¿Para qué descifro yo mis pergaminos?
–Te diviertes así, viejo mío. Es un juego.
–Una ciencia.
–Un lento juego inútil. Porque la tradición se te escapa; el tiempo viejo –donde estás siempre
sepultado– se te borra. Sólo yo, sólo quien vive intensamente el día de hoy, podrá interpretar
fielmente los signos del pasado. Y ser de alguna utilidad en los siglos venideros.
Suben a una rama. La barba flotante de Merlín se enreda en la hojarasca. Desde su escondite
contempla al rey Marco, que baja del corcel. Un guarda le sostiene el estribo y ata las riendas del
caballo a una rama de encina. Merlín comienza a temblar.
–¡Vamos a presenciar un doble asesinato!
–Merlín, Merlín, ¿para qué estoy yo aquí, en mi atalaya, dirigiendo este capítulo de nuestra
gloriosa Edad?
–¿Historia o leyenda?
–¿Quién es capaz de separarlas? Ni tú ni nadie.
–Tiemblo a pesar de todo.
–El rey no matará a nadie. Míralo.
Marco desenvaina su espada y se encamina hacia los dos amantes dormidos. Aparta las hojas
cómplices, asoma la cabeza entre los troncos; luego irrumpe todo él bajo el casto baldaquino,
blandiendo la espada. ¡Qué sorpresa! Merlín sigue asustado; Viviana no puede contener la risa, pero
Marco nada advierte. Toma la risa por un susurro. Y se desprende de su pesado manto: la cadenilla
de bronce tintinea contra las ramas. El rey se desprende asimismo de su enojo; su cólera se le
desliza, nervio a nervio, hasta sumirse en tierra. Viviana ha cortado la corriente.
–Merlín, no tiembles por los enamorados. El rey ha visto la espada. Oye a Marco: verás qué
divertido es un esposo que tiene fe.
Marco, absorto, contempla la centelleante muralla divisoria, el sacro muro infranqueable. Dos
gorriones, que asisten a la escena, bosquejan tímidamente un trino. Va a estallar el pecho del rey. Se
anuncia el aria con una doble y patética exclamación que ha de repetirse exactamente en todos los
folletines de la cultura occidental:
–¡Cielos! ¿Qué veo?
Los gorriones contienen su chiar. Viviana abre una pausa en su risa retozona. Merlín, tal es su
inquietud, que está a punto de caerse del roble. El rey prosigue:
–¿Voy a matarlos? ¡Tanto tiempo viviendo juntos en el bosque sin sucumbir a su deseo! Si en
ellos anidase la perfidia, ¿hubiera colocado esa espada entre los dos? ¡Oh, esposa mía, atormentada
y fiel! Porque tú sabes que esa espada desnuda, al separar los cuerpos, asegura también las almas
contra todo deseo impuro. Si ellos se hubieran amado frenéticamente, ¿hubieran desafiado la cólera
divina desnudando así el acero? ¿Reposarían con tan casta inocencia? ¡No! ¡No seré yo quien
destruya esta paz angelical! ¡No seré yo quien los mate! Sería un crimen sacrílego derramar esta
sangre; sería pisotear villanamente una sagrada tradición. Si ellos muriesen a mis manos, por todos
los siglos, yo, ilustre representante de mi Edad, me vería escarnecido; por todos los castillos los
juglares publicarían mi vileza. Yo…Yo…Yo…
Se pasa la mano por la frente. Parece haber olvidado alguna cosa. Los dos gorriones repiten
oficiosamente el trino, como para alentarle. Viviana da con el codo a Merlín.
–El pobre ha perdido la memoria. No recuerda su papel.
Por fin, Marco prosigue:
–Yo quiero, eso sí, hacerle presente que anduve muy cerca de ellos, que quise su muerte y
vigilé y admiré su castidad… ¡Y Dios tenga lástima de todos!
–¡Muy bien! –susurra Viviana, mientras respira satisfecho Merlín.
El sol cae de lleno sobre la frente de Isolda. El rey se arranca sus guantes de armiño y cierra
con ellos las rendijas por donde se filtra el haz de rubio. Después toma el anillo de su esposa –
fácilmente, porque el dedo está esquelético– y en su lugar coloca el rey aquel otro anillo que un día
fue regalado por Isolda. Luego toma la espada de Merlín y la cambia por su real acero. Contempla
meditabundo a los amantes tiernamente y suspira:
–¡Qué escena para un bello romance!
Y se va.
–¿Lo ves? –dice Viviana–. Se ha portado muy bien el pobre Marco.
–¡Si no acertamos a venir!
–Le creías tan fiero y ya ves… Aparte del monólogo, un poco pedante, el rey ha estado
discreto. Vamos. Que ellos continúen su historia, como nosotros vamos a continuar la nuestra.
–¿Y mi espada?
–No te hace falta. Si quieres armas yo te regalaré mi cofrecillo de flechitas de oro con la punta
mojada en mi filtro.
–Siempre tu filtro. ¡Tu humorismo!
–Pero mi filtro no mata. Azuza, estimula, hacer vivir con más intensidad. Estos desdichados
me deben su amor, que es toda su vida, como el rey Marco me debe su preciosa cornamenta de oro.
Es el ciervo más decorativo de toda nuestra enorme Edad.
–Eres cruel, Viviana.
–Traviesa nada más. Y ahora vámonos, viejo mío. Nos aguarda el dragón de entrañas de
hierro, que ya tiene apagado los ojos. Antes de que el sol nos queme arderán juntas nuestras bocas.
–¡Mi espada!
–Entre nosotros dos sólo podrá ya un ramo de mirtos.
Se van. Los dos gorriones bajan cantando hasta posarse en el pomo cincelado de la espada. Lo
picotean creyéndolo forjado de luminosos granitos de trigo. Se detiene ante dos menudas
esmeraldas, vivaces ojillos de reptil que asustan a los pájaros. En su vuelo rozan la frente de Isolda,
que se despierta azorada.
–Tristán, amor mío.
–¿Qué? ¿Qué pasa?
–Un pájaro vino a despertarme. Vamos a continuar nuestra leyenda. Somos lo enamorados más
ilustres de la época, y es preciso inventar algo interesante. Piensa en nuestros altos destinos.
–Altos y tristes. Porque, ¿no somos la representación del amor imposible?
–No hay amor imposible. Si existe, claro es que fue posible.
–¡Bah!
–Confunde el amor con el logro de eso mismo que suele acarrear la muerte del amor.
Tristán abre desmesuradamente los ojos. Isolda prosigue su discurso implacablemente:
–Precisamente, el amor vive y crece… en el camino, no en la estación de término.
–No sutilices en vano. Está hablando como un libro, no como una mujer. Los libros disecan la
pasión más viva.
–Perdóname. Eran frases de Ogrín. Repito una lección del ermitaño.
–Lo presumía. ¿Qué va a decir él? Es un profesor de abstinencias… Me fastidia.
Tristán malhumorado, se incorpora; su brazo tropieza con la espada del rey.
–¡Estamos perdidos, Isolda! ¡Nos ha sorprendido el rey! ¡Huyamos!
Contemplan atónitos la espada. Por fin, Isolda añade solemnemente:
–Recuerda, amor mío, que nuestra pasión pertenece a la posteridad. Aun en medio de la mayor
congoja no pierdas nunca la gallardía, ni en el gesto ni en la frase. Desde todos los pueblos del
mundo millares de ojos arrasados en lágrimas nos contemplan.

EL CONSEJO
Gran conflicto. Al amanecer, la luna de cobre que cuelga en medio del patio de Caradigán deja
escapar tres gemidos. Un paje la golpea, llamando a consejo. Doblan las campanadas como para un
funeral. Todo el palacio de Arturo se agita confusamente, sin que nadie sepa con certeza lo que
ocurre. Lo que ocurre es que ha perdido la cabeza. Ha perdido ha Merlín.
Escuderos, marmitones, pajes, dueñas, hombres de armas, paladines, reyes, todos van de un
lado a otro en angustiosa convulsión. En la angustiosa convulsión de un cuerpo decapitado que
sigue rebullendo unos instantes.
Poco después, en la sala de consejo, aun no dorada por el sol, que hoy no madruga, Ginebra y
Arturo declaran abierta la sesión. Todos se miran consternados. El sillón de la derecha del rey está
vacío. Está vacío, pues, todo el consejo. La Mesa Redonda se mira los brazos, ya inútiles, sin
cerebro que enfile los golpes; se mira los pies, ya sin sentido, porque han perdido la brújula. Sólo el
capellán, interiormente, da gracias al cielo por la ausencia del mago. Aunque presenta los demás un
rostro compungido. También Lanzarote del Lago está a punto de llorar. Ginebra llora,
efectivamente.
Comienza el consejo con una insensatez que será famosa. ¿No fue entonces cuando Arturo
inició su discurso con las famosas palabras:
–Nosotros, los caballeros de la Edad Media…
Arturo se detiene, azorado, ¿cómo seguir tan lamentable preludio? Los caballeros cuchichean.
Lanzarote mira al techo en espera de uno de esos celestes ababoles, que en los días de gran
espectáculo, suelen bajar a arder sobre las frentes ilusionadas. El consejo es apenas un sordo rumor
en torno a un sillón vacío. Sólo un milagro puede salvar al rey, definitivamente anclado en su
pomposa frase.
Sólo el paje Bernardino, enamorado locamente de Angélica, piensa en el hada traviesa. La
busca por todas partes, entre las dueñas, entre los mesnaderos, entre los marmitones. Baja a las
cocinas, a los sótanos; sube a la gran sala abovedada; tímidamente pregunta a un escudero:
–¿Viste a Angélica?
–Dos días ha que no la veo. Anoche nada nos recitó.
–Sufría un fuerte dolor al costado. Y le traje hierbas para hacerle un cocimiento… Tenía
calentura.
El escudero contempla en silencio a Bernardino. Después sonríe y le susurra al oído:
–También tú tiene calentura. Cuando hablas de Angélica tus ojos fosforecen como tizones del
infierno. Andas atolondrado, descuidas tu faena… Yo sé qué te ocurre. He seguido tus pasos.
Bernardino inclina la cabeza, consternado. Ya conocen su secreto. El amor en el castillo de
Arturo ha de ser invisible, recatado hasta la mudez y la tortura.
–Cállate.
–Callo. Pero quiero decirte que evites la mirada de Angélica. Hay en ella tal alegría, que no
parece de este mundo. Hay en ella tal malicia, que ese otro mundo no será precisamente el de los
ángeles.
–Mientes.
–Te perdono porque siempre suelen ir juntos demencia y amor, y tú estás, hasta la enajenación,
enamorado de Angélica. Pero ella bien poco se cuida de ti. Te abandona.
–La encontraré, aunque se esconda en el mismo Tabernáculo.
–No blasfemes y busca mejor.
Bernardino sigue buscando. Cuando todas las entrañas del castillo le han ya defraudado piensa
en acometer la atrevida empresa de hurgar en el cerebro. ¿Qué importa, si ya Merlín no ha de
asustarle con sus barbas arriscadas y su varita mágica, que puede convertir a un paje en un ratón? El
amor es más fuerte que cualquier brujería. Bernardino entreabre la puerta de la cámara prohibida.
Nadie. Recorre el interior. Nada. Contempla el atril. Hay allí un grimorio abierto, un pergamino
prendido del grimorio. En el pergamino, unas letras de fuego…Bernardino lee:
Os robo a Merlín, porque sois indigno de tenerlo por cabeza, infelices esclavos del corazón:
Tú, pobre Arturo, cuya frente no acaba de retoñar; vosotros, Ginebra y Lanzarote, cuyo amor es tan
inmaculado como necio. Os robo a Merlín, cuya sabiduría es inútil entre gentes cobardes, que
voluntariamente se mutilan. Cuando lleguéis a contemplaros y la frente predestinada
definitivamente retoñe, mientras el verdadero amor retoña. Quizá os restituya el pensamiento.
Entretanto, infelices, seguid en vuestro mezquino y puro arrobo. Caballeros de la Mesa Redonda; no
salgáis en mi busca. No soy una tímida gacela, ni un medroso ciervo. No soy Angélica; soy Viviana,
que, risueñamente, os desdeña.
Bernardino está a punto de desmayarse. Desprende el pergamino y baja a ponerlo en manos de
su señor, el caballero Franconio, quien lo lee atropelladamente, mientras su rostro se esconde bajo
oleadas de púrpura, bajo oleadas verduzcas, alternativamente.
–Señor, Angélica nos ha engañado.
–Callad, paje. Destruyamos este horrible pergamino. Si lo leyésemos ante el consejo, ¡qué
espantosa catástrofe! Yo diré en voz alta la verdad acerca de la Pérfida. Llevadlo, hacedlo trizas y
arrojadlo al foso.
Bernardino corre a destruir aquella burla, y Franconio corre a la sala del consejo y desde la
puerta grita:
–Señor, acabo de saber la verdad: Merlín huyó con Viviana.
–¿Cómo pudo llegar hasta aquí la hechicera? –claman desde todos los ángulos del recinto.
–Viviana legó al castillo bajo el disfraz de una cuitada juglaresa, de Angélica. En su boca
florecía siempre la leyenda dorada, pero en su pecho se fraguó siempre nuestra negra ruina.
–¿Cómo lo sabéis Franconio?
–MI paje los vio cruzar el puente levadizo.
–¿Cómo los centinelas pudieron darles paso? ¿Cómo estos villanos de nada dieron cuenta?
–Señor…Olvidáis que Viviana es hechicera, y seguramente la guardia, bajo el filtro satánico,
se convirtió en un inofensivo y grotesco piquete de sonámbulos.
Todo el consejo enmudece. La verdad les abruma. Rebulle un poco entre la niebla de su propia
indecisión, hasta que Didonel, el rubicundo Didonel, de áureas guedejas y corazón intrépido, dice
en voz alta:
–¡Busquemos a Merlín!
Júbilo, algazara. Arturo humilla su cabeza en la actitud de pensar. Aunque no piensa, porque le
falta cerebro.
De pronto una pregunta helada:
–¡Dónde?
Porque si a Merlín se lo llevó Viviana, la concubina de Marco, ¿no estarán ya los dos en
Tintagil? Y si así aconteció, ¿no habrá que declarar al rey la guerra? Lanzarote insinúa:
–¿Se habrán refugiado en Tintagil?
–¡Guerra al impúdico Marco! –claman todos los caballeros enamorados.
La Mesa Redonda hierve de impaciencia. Crujen los hierros, rechinan los dientes, golpean el
pavimento los recios espadones. Arturo respira satisfecho por haber salido del atasco. El capellán
sonríe, no puede ya contener su alborozo.
–¡Guerra a Marco, el obsceno!
–¡A Tintagil!
Pero Ginebra –mujer al fin– alza su voz.
–Viviana no roba a Merlín para llevarlo al castillo del fementido príncipe. Se lo lleva para
esconderse juntos en algún palacio encantado, oculto en las entrañas del bosque.
–¡Al bosque! –Dice Didonel–. ¡Al corazón del bosque!
–¿Y cómo topar con la argolla?
–¿Qué argolla?
–La de la piedra de entrada al subterráneo.
–Andaremos a gatas por entre los árboles hasta topar con ella.
–¿Y si encontramos muchas? El bosque está lleno de espíritus diabólicos.
–Iremos probando una por una.
–¿Y el conjuro?
Todos callan aterrados. Falta la fórmula. El sésamo. Y el archivo de las fórmulas es Merlín.
Han dado la vuelta al círculo de su ignorancia. Arturo sigue en la actitud de pensar, pero su mente
vacía no logra fraguar un pensamiento.
Lanzarote se encierra en una dolorosa mudez; pero en su ardiente imaginación –allí donde se
forjan las hiperbóreas maravillas que luego adjudica a la reina– principia a rebullir su propia
infancia. ¡Viviana! ¡El lago! ¡Un niño que corretea a orillas de un quieto espejo verde, seguido por
los ojos amantes de una mujer!
Es ella misma. Ahora recuerda la ironía con que la astuta Angélica lo contempló una tarde, al
volver de una escaramuza. Era ella misma, la dama del lago, la graciosa inquilina de la fuente de
las hadas. ¿Cómo no reconoció en ella a la dulce amiga de su infancia? Mientras permaneció junto a
ella conoció los menudos secretos de las arañas, de los pájaros, de la espuma verde que cada abril
vuelve a inventar en el bosque. Y, uno por uno, todos los colores del amanecer y del ocaso.
También, alguna vez, los pensamientos oscuros que bajan a ennegrecer el corazón de los hombres.
¿No adivinó el de Lionel, que una tarde cabalgaba junto a Lanzarote, desde entonces el mejor
discípulo de las hadas?
Era un niño Lanzarote y ya ceñía espada, una pequeña espada que Viviana hizo forjar a los
gnomos artífices del fondo del lago. Tenía grabado en la empuñadura el nombre de Viviana…Y el
de Galaad…
Lanzarote inclina la cabeza, abrumado bajo el peso de su terrible inquietud. ¿Cómo salir al
encuentro de su maestra, de su hada madrina? Fingirá una jaqueca, se quedará en el castillo para
proteger a la reina, junto a la cual todos los recuerdos se convierten en pavesas. Juntas las manos,
Ginebra y Lanzarote rogarán al Altísimo por el feliz éxito de la expedición. Porque nadie quede
prendido en las redes asesinas de algún espíritu burlón. Porque vuelvan a Merlín al cráneo del
castillo y Viviana continúe recogiendo infantes al borde del lago, en su verdadero papel de hada
madrina.
¿Qué empujó ala hechicera a arrastrar a Merlín? ¿Cómo el sabio pudo, ya nevada su cabeza,
dejarse llevar por la eterna juventud de Viviana? Acaso el amor nunca se da por vencido, acaso
prosigue enturbiando nuestra mente hasta la decrepitud…Se lo dirá a Ginebra aquella noche.
Te amaré –piensa decir– aunque mi cuerpo se desmorone y mis ojos apenas gocen ya tu
hermosura. La nieve de mi invierno se convertirá en ascuas al llegar a mi pecho…
Ya Lanzarote ve en Merlín no al cerebro del castillo, sino al corazón. Y fue Viviana la genial
recreadora. Es maestra del amor. El mismo Lanzarote ¿no aprendió de ella a amar
desafortunadamente a su alta dama? ¡Cómo le acongoja pensar en esta ofensiva a la escuela del
amor y del saber! Y de nuevo el niño Galaad torna a correr por el mismo borde del lago…
–¡Caballeros de la Mesa Redonda! –Vuelve a gritar el rubicundo Didonel–. Vayamos por
parejas al bosque. ¡Busquemos, investiguemos!
–¿Al azar?
–Al azar. Y el cielo nos proteja.
Se levanta la sesión y se disponen a salir. Partirán sin rumbo fijo, después de oír las preces del
capellán.
Ginebra aconseja proceder con astucia. Teme las armas de Viviana; teme la risa, su acerba
ironía. Viviana guarda en su carcajada un manojo de secretos que, al dispararlos sobre la hostil
mesnada, enrojecerían los rostros de los más gélidos paladines. No olvidar nunca que la Mesa
Redonda inauguró sus hazañas persiguiendo unos cuernos de oro.
Entretanto, Bernardino llega hasta una ventana abierta sobre el foso. Saca del pecho el
pergamino y se dispone a destruirlo y arrojarlo; pero antes lo lleva amorosamente a su pecho, lo
acaricia, busca el nombre idolatrado, lo besa, aun a riesgo de quemarse la boca… Comienza a
romperlo; pero recorta cuidadosamente el trozo donde esta escrito Viviana. El resto lo va arrojando
al foso.
Un centinela grita:
–¿Qué arrojas ahí?
–Un secreto de Estado. Es orden de mi señor Franconio. Pero los trozos no llegan al suelo. Los
arrastra el viento unos instantes, el mismo viento los agrupa y recompone. Bernardino advierte
aterrorizado que alguien le arranca del corazón el trozo oculto. Es el mismo viento quien lo conduce
a los otros, quien lo incrusta en su exacto hueco. Y, ya reconstruido, el pergamino caracolea un
momento en el aire, toma bien la dirección del sabio. Se introduce, diabólico, silbando
irónicamente, en el vacío y mudo cráneo del castillo.

EL HECHIZO
Entretanto Viviana se sienta en las rodillas de Merlín, y forja con los dedos un peinecillo de nácares,
que recorre amorosamente la barba del mago. Descansan bajo un roble, junto a la fuente de las
hadas.
Un poco de tul subraya los finos relieves de Viviana, su tez suave, amasada con el sol y
espuma verde de los bosques. ¿Por qué el implacable Tensión la llamó siempre falaz y taimada?
¿Por qué prodigó tanto el tremendo y teológico vocablo sierpe? Sí, en efecto. Viviana es la viborilla
de los capiteles románticos, que crece y se refina en artes de fascinar, a lo largo de los claustros
ojivales. Es la temible –y adorable– sierpe de toda serenidad paradisíaca, con Adán o con Arturo. Es
la mensajera de la torturada inteligencia; es decir, de Luzbel. La inteligencia es el mismo demonio.
Viviana es también el mismo demonio.
–Cuéntame el viaje de Diana, mi blanca abuelita –susurra Viviana–Quiero oírtela a ti, sabio
mío, porque en tu boca la historia más descolorida se llena de luz.
Merlín cuenta el viaje de Diana a estas frondas bretonas. De todos los bosques, prefería el de
Brocelianda, donde los ciervos solían tener cornamenta luminosa, como de plata encendida. En
tiempos de Virgilio, poco antes de la llegada de Jesús, Diana cazó en estos bosques durante algunos
años y, al borde de este lago, se hizo construir por los sufridos proletarios de la mitología, por los
gnomos, una quinta de mármol, donde venía a descansar de sus largas excursiones.
La acompañaban dos ninfas, que le llevaban el aro y las flechas; pero una noche en que las
ninfas quedaron muy atrás, cayó de un roble, riendo como un loco, un doncel –hijo del rey de este
país– que había seguido los pasos de la divina cazadora. Diana se lo llevó a la quinta y, aquel
mismo día, le hizo jurar que renunciaría a su trono por seguir a la amada. Así lo hizo el aturdido
joven, y entonces ella lo llamó Fauno, sin importarle mucho el alto linaje del mancebo. Durante dos
años la divina noctámbula pasó los días con el doncel, ebrio de júbilo, porque la blancura de Diana
aturde como aturde el rojo vino. Pero, transcurrido ese tiempo, Diana se enamoró de otro doncel,
caído de un álamo cuando, en pleno éxtasis, contemplaba a la divina huésped de las sombras. El
nuevo amante se llamaba Félix y era de baja condición, pero Diana quería ignorar siempre estas
menudas circunstancias de los hombres. Y entonces Félix sintió celos de Fauno, y dijo a la
Encantadora:
–O Fauno desaparece, o desaparezco yo de tu lado. Tan profundo es su amor, que jamás ha de
dejarnos tranquilos.
Y resolvió Diana hacer morir a Fauno. Un día el hijo del rey, herido por una flecha, llegó
tambaleándose a este lugar donde corría un manantial que tenía el poder de curar súbitamente. Pero
halló seco el manantial. Una de las ciervas de Diana lo había herido; la otra ninfa había secado el
manantial. A las quejas de Fauno, acudió la Encantadora, diciendo:
–Se secó el manantial, pero puedes curarte de este modo: Tiéndete aquí, en el cauce seco, y
procura dormir. Yo te cubriré con hierbas medicinales, olorosas.
Fauno se tendió, y entonces Diana dejó caer una gran piedra que fue la lápida de Fauno. Por
las junturas derramó plomo derretido, hasta consumir rápidamente el cuerpo del galán. Entonces fue
al encuentro de Félix y le contó lo ocurrido; pero él, temblando de cólera, gritó:
–¡Pérfida! ¿Quién podría quererte después de tan villana acción?
Y, agarrándola por las trenzas, le cortó la cabeza. Se oyó una estrepitosa carcajada. Se vio huir
el cuerpo de Diana, seguido de sus ninfas, todo blanco y retozón. Por la gran herida del cuello
brotaba un surtidor de nieve y azucenas.
Todo el bosque retembló con la huída, y ya nunca volvió Diana a corretear por él. La bruma
envolvía todo el campo. Sólo algunas noches pasaban por las cimas de los árboles, salpicándolos de
blanco rocío, la huésped inasible… Y Félix se volvió loco. Mucho tiempo anduvo mirando hacia lo
alto, recibiendo en plena frente las gotas de lo que él creía sangre de su víctima. De una de sus hijas
naciste tú. Y el sepulcro del Fauno está ahí. Léelo:
Aquí yace Fauno, amigo de Diana. Ella lo amo con gran ternura, pero le hizo morir
cruelmente.
–Siempre mi abuelita fue muy aturdida.
–Como su nieta.
Viviana se acurruca bajo la hopalanda de Merlín. El pecho del mago retiembla al sentir
enroscársele la irresistible viborilla. Merlín es hoy un nido, un regazo. ¡El que fue siempre atalaya,
telescopio! Los rizos sombríos de Viviana dibujan en la honda blanca que fluye de las mejillas de
Merlín menudos guiños irónicos. Son como vivarachos trinos en una grave página de canto
gregoriano.
La seducción está cumplida. Merlín ha inclinado la cabeza; sus labios se posan en los ojos
penetrantes de Viviana. Dentro del hechizo van saltando todas las espirales que le mantenían rígido,
inflexible, ante la frágil belleza. Adoraba el concepto puro; pero Viviana hizo trizas el concepto y se
instala en su lugar, delicioso campeón de lo concreto. Merlín adora ya a Viviana. El hada se
desprende de los brazos trémulos del sabio y comienza a triscar sobre la hierba. Canta y danza
alegremente. Corona de amapolas y violetas a Merlín. Repite una canción de Lanzarote, donde se
habla de la incertidumbre del amor. Habla a su amante de las bromas de la gloria, de la dulzura de
morir amando.
Nada hay ya firme dentro de Merlín. Comienza a dudar. De sí mismo, de su sabiduría, de todo
lo que no sea su vehemente deseo de hoy. Ya mira recelosamente a la posteridad, que no sabrá
juzgarle. Dentro de Merlín se van desmoronando las ideas anquilosas que en él fue amontonando el
facistol. Porque Viviana lo ha subido a un alambre, donde Merlín comienza a baliar nerviosamente.
El grave sitial se ha convertido en un trapecio. La sala capitular, en una pista.
Merlín, Merlín… Estás a punto de adiar a Plotino –tu hosco y sucio camarada–; estás a punto
de proclamar lo ingrave como único de toda firme y viva arquitectura. Estás a punto de declarar a tu
cuerpo –ese cuerpo que te enseñó a odiar Plotino– rey y señor de todo el pequeño mundo humano.
Tu cuerpo en total armonía, no como el castillo de Arturo, donde cada porción está en pugna
con el resto. Tu cuerpo en ritmo perfecto de ademanes e impulsos con la cúpula del cráneo, bajo el
cual zigzaguea el pensamiento, y esa eterna, esa nerviosa viborilla de la duda, Viviana sagaz, a un
tiempo delicia y tortura. Con el pecho abombado por un tropel de emociones, que se ensancha a
cada estímulo que viene a dar en él con el cuento de la lanza. Con tus pies y tus manos, que realizan
o vacilan, que se adelantan o retroceden, que se deciden, al fin, por obedecer al ukase de la graciosa
dictadora. Tu cuerpo en total armonía, no como en el inhumano retablo medieval, donde la mitad
inferior es desdeñada o hundida en tinas de hirviente pez, donde los Lanzarotes y Ginebras se
enfrascan en un amor que sabe a culto, donde la mujer sabe a concepto puro, es decir, a nada.
Viviana vigila a Merlín, lee en si frente. ¿Qué se está fraguando allá dentro? Hoy no puede ser
una teoría filosófica, sino un puñado de versos. A las preguntas de Viviana, contesta el mago:
–Estaba departiendo con mi peor enemigo, con el insaciable Cronos. Me estaba burlando de él.
Escucha:

Ya no te tengo miedo, viejo glotón, aunque devores mi caudal e minutos o de siglos, mi vida a
flor de piel, que tú en vano marchitas.

Asistiré desde lejos al banquete; me reiré de ti, de tus dientes voraces, que en vano intentan
clavarse en la verdad de mi vida.

Porque, ya, ¡qué alta valla entre tus dientes y mi vida! ¡Qué muro transparente!

Tú ahí, detrás, creyendo que me engulles; yo aquí contemplándote desde el suave recinto de
estos brazos.

Desde el claro de luna de esta frente, desde el menudo cráter de tus besos.

Desde estos otros dientes –deliciosos– que, en vez de triturarme, me construyen.

Estarán siempre abiertas sus pupilas para avisarme de tu brinco, de tu zarpa traicionera.
¿Cómo, así, tener miedo, fosco anciano de barba ensangrentada?
Te cedo mis instantes huecos, fríos, mientras yo aquí, al borde de estos ojos, fabrico un nuevo
tiempo inaccesible.

Porque de cualquier día lejos de ella quedará apenas un instante, pero del minuto inagotable
en que ardan juntas nuestras vidas haré un día sin noche, sin cansancio.

Me mirará ese día años eternos, y borrará de mi íntimo almanaque el resto inútil de horas, de
centurias.

No cuentes con nosotros; mi reloj no quiere obedecerte desde que un día te sorprendió
desconcertado, ¡porque no sabes, no, medir el éxtasis!

Ebria mañana en que rompimos, locos de júbilo, tus leyes; en que ella quebrantó los viejos
códigos y se arrojó, vibrante, a mis alturas.

¡A esa llama, a esa cumbre donde tú ya no riges, no muerdes, no transcurres!

Alta pira, inaccesible, indócil siempre a norma, a ritmo de aquí abajo que ella misma no
invente y vivifique.

Huraño Cronos de la barba lauda: engulle neciamente nuestros días sin tuétano, nuestras
horas sin médula; puedes devorar nuestros despojos.

Nunca podrás llegar hasta la cumbre, blanca de luz de estrellas, donde la gracia y el saber se
funden.
Torreón de cristal, de ti lejano, en un hoy, en un siempre gozoso, hora presente y única, viva
llama que nace de estas dos puras fiebres enroscadas.

Viviana sigue leyendo en la frente de Merlín. Y de pronto recuerda que el amante oculta un
hechizo por el cual los hombres se convierten en inmóviles estatuas. Y entre zalmonerías pide al
mago aquel hechizo.
Hay un libro, apenas de veinte páginas, y aunque éstas con márgenes muy anchas, donde –así
lo cuentan los juglares– aprendió Merlín aquel secreto. Cada página tiene en el centro un pedacito
de texto no mayor que un borroncillo, y en cada borroncillo se esconde un tremendo conjuro escrito
en un idioma hace tiempo extinguido. Las márgenes están llenas de garabatos, de renglones
apretados, cruzados por otros también muy juntos. Aquí está la exposición del texto y la
condenación de cada hechizo. Todo oscuro, embrollado. Pero Merlín pasó largas vigilias
descifrando los márgenes. Nadie, ni aun Merlín, puede leer el texto; sólo Merlín puede leer el
comentario.
Viviana redoble sus mimos. Merlín se niega a revelar su secreto, cada vez más débilmente…
Pero, al fin, sucumbe bajo una lluvia de caricias. De pronto, Viviana se lanza de las rodillas del
mago blandiendo un arma nueva. La paga con un beso largo, interminable, y loca de júbilo se
dispone a esgrimirla, brincando, como David, ante el primer vestiglo que asome por el bosque.
Entretanto, Sagramor y Didonel, con sus escuderos, recorren el bosque preguntando por
Merlín. La Mesa Redonda repartió sus caballeros por toda la comarca. A los cuatro jinetes precede
Ogrin, el ermitaño Ogrin, que sigue la pista a todos los amantes, hoy más que nunca frenético,
encolerizado por las hirientes bromas de Viviana, por la que siente un odio negro, como lo siente
por el mismo Satanás, de quien la cree mensajera. El ermitaño Ogrin, que recorre la selva
comiendo, como el Bautista, langosta y miel silvestre, vestido de esparto, bebiendo el agua en el
hueco de sus manos, se adelanta a los dos caballeros, diciendo:
–Quiero hacer la señal de la cruz ante la hechicera. Cuando haya abatido su poder, acercaos. El
diablo –padre de Merlín– nada podrá contra vosotros. Seréis inexpugnables.
Ruido de armas, de corceles, de ramas sacudidas al pasar. Voces enfurecidas. Viviana se
adelanta, con la sonrisa en los labios, en dirección de Ogrin. Es un puro embeleso este cuerpo
flexible, hecho de juncos, de nácares, de pámpanos verdes. Cuando Ogrin va a trazar sobre el hada
el signo de la cruz ella rompe a reír alegremente. Se filtra un rayo de luna por las ramas de los
fresnos, desciende hasta Ogrin, lo envuelve en un tenue cendal blanco… Es Diana, que se precipitó
a ayudar a su nieta. El conjuro detiene la mano de Ogrin en su punto más alto, cuando comenzaba a
trazar el signo de la cruz. Y allí queda el intrépido bretón, con todos sus harapos, en la actitud del
Bautista maldiciendo a la madre de Salomé. Todo de mármol, rígido para siempre, sobre una peña,
al borde del camino. Mientras los caballeros, llenos de pánico, retroceden.
Viviana sale al encuentro del rubio Didonel, que la rechaza, agresivo.
–¡Nada queremos contigo! Venimos en busca de Merlín. ¡Noble maestro! –prosigue en alta
voz–. Al fin te encontramos. El castillo de Arturo está decapitado. ¡Vuelve con nosotros!
Viviana se interpone, no deja hablar a Merlín, dice tímidamente a los recién llegados:
–Os llevaréis a Merlín; pero antes quiero obsequiaros con mi vino y con mis danzas.
–¡Aparta, maldita!
Van a prorrumpir en insultos; pero los contiene la barba de lino. Azorados, dejan obrar a
Viviana, que comienza a girar en torno a ellos, repitiendo las palabras del hechizo. Cuando Merlín
se da cuenta ya el hechizo comienza a producir sus frutos, y los dos caballeros, poco a poco, se van
endureciendo, acartonando, petrificando. Los escuderos, llenos de terror, corren a dar la noticia.
–¿Qué has hecho, desdichada?
–Verás, Merlín. Los pondremos uno a cada lado de la fuente para que asusten a los pájaros. No
me riñas. Sólo eran dos armaduras, y eso lo siguen siendo. Lo seguirán siendo eternamente. El
hechizo no pudo paralizarles el espíritu, porque apenas lo tuvieron. Son eso que ves: un duro
caparazón. Nada han perdido. He realizado su deseo: convertirlos en estatuas, detenerlos en su gesto
más ufano. En una galería del Museo Mitológico los pondremos de centinelas.
Merlín quiere romper el hechizo, volver al torreón, huir de los brazos de Viviana. Es en vano.
La hechicera ciñe con sus brazos desnudos la cintura de Merlín, y el pobre cuerpo, encendido, se
doblega, se relaja, se rinde.
–Ven, viejo mío. Volveremos al palacio de Arturo, aun palacio de Arturo que yo voy a
construir. Quiero ofrecerte un peregrino espectáculo. Soy dueña de tu hechizo, como tú lo eres de
los míos, y puedo también ser, como tú, profeta. Quiero que asistas a uno de los trances más
famosos de la historia que comienza. Hablo –naturalmente– de la historia del espíritu, no de la que
puedan continuar esos fantasmones de hierro que pululan por la corte del pobre rey Arturo. Es un
espectáculo nacido de mi misma travesura. Una vez más asómate a la fuente de las hadas.

ALTISIDORA

Amanece. Lo anuncian los pájaros, lo subrayan las hojas. Porque desde los rizos del agua viene
triscando un fresco y retozón airecillo. Del pecho de Merlín han desaparecido las negras guedejas,
el pícaro rostro de Viviana, que había allí reposado toda la noche.
Se levanta, sobresaltada. ¿Dónde estará Viviana? ¿Qué nueva travesura andará urdiendo?
¿Habrá salido al camino a conversar con los labriegos, transformada en vieja mendiga, como ayer?
¡Cómo le divierte conocer así las noticias de la corte! Loa campesinos deforman las noticias,
cambian los nombres a los héroes, atribuyen hazañas de uno al otro. Picotean en el honor de las
damas, inventan orgías, ritos diabólicos, escenas de sangre y de lujuria. Al desparramarse por el
campo, la vida de los castillos se nutre de anécdotas que harían sonrojar a un verdugo, se salpica de
cieno. O, al contrario, si se trata de algún santo varón su vida se va enriqueciendo y elevando a lo
sublime. En el campo todo pierde sus verdaderos límites. El vicio desciende a la extrema abyección,
la santidad sube a las más altas zonas de la gloria. Y el amor sólo puede ser de barro o de diamante,
bestial o angélico. El de Viviana ha sido inscrito en la tabla de los más viles. Y Merlín aparece ya
como una víctima de cierta diabólica trama, urdida en los infiernos para destruir el reino de Arturo y
ensanchar los dominios de Marco el infiel. Porque los juglares se precipitaron a divulgar por las
cabañas y cenobios la gran noticia. ¡Triste epopeya la de Merlín, arrancando a sus estrellas por una
legión de negros demonios presididos por Viviana, disfrazada de ángel y poeta! Viviana trajo al
bosque algunos versos:

Sus alas son de murciélago,


Huelen a betún y a azufre.
Sobre la selva, azorada,
Forman una negra nube.
Las puertas abre Viviana
A la infernal muchedumbre.
Al torreón del castillo
Todos en silencio suben…

Al recordar los versos Merlín no puede contener una carcajada. Viviana, desde lejos grita:
–¡Viejo mío!
Allí está, sentada bajo un chopo, a orillas del lago, contemplando el ir y venir de los insectos.
Merlín se acerca y le pregunta:
–¿Dónde estabas? ¿Qué hacías?
–Estuve serenando el agua. El aturdido Ariel nos había enviado una brisa impertinente. Pero
ya he logrado que todo se serene, para ver juntos, viejo mío, lo que ocurre aquí dentro. Mira. Ya el
agua es transparente, como el aire. ¿Qué ves en el fondo?
–Un hombre inmóvil.
–Bajo esta lente mágica quiero que vibren los hombres y los siglos. Dejemos por hoy a los
aturdidos juglares que no nos comprenden. ¿Qué ves ahí?
–Veo el patio de un castillo.
También tú estás ofuscado. No es castillo, es una venta. Es el corral de una humilde
hospedería del Sur.
–Veo una lanza.
¡Prodigiosa transformación! De pronto, en el corral, brota una lanza, un retoño en medio de la
paz aldeana. Es un puntero enfilado hacia los dos, hacia la enorme pizarra donde cada guarismo es
un orbe maravillo. Porque allá adentro abre la noche sus abanicos de estrellas. Que giran en torno a
un pozo, a un caballero esquelético, aun bacín. Y esta lanza es la perpendicular trazada desde un
astro al plano monótono de la tierra. Eje estremecido de todo un orbe espiritual nuevo. Delgado
puente tendido entre dos mundos. Tallo enjuto que arranca de una tierra esquilmada y se hunde en la
sombra, vibrante por la savia que recorre el brazo de un loco. Trémulo pararrayos que hace besarse
dos fluidos, el sublime patetismo que rezuman las nubes y la carcajada risueña de la razón que se ríe
de sí misma.
–Quiero –dice Viviana– provocar en la punta de esa lanza un ozono, una temperatura
enrarecida que no puedan resistir todos nuestros guerreros petrificados. Yo arrancaré de esa punta de
hierro chispas geniales.
–¿Qué intentas?
–Merlín, Merlín… Ahora me toca a mí profetizar. Calla y mira… ¿Ves a ese muchacho
asomado a la ventana? No puede dormir. Pasó la jornada acurrucado en una carreta que le dejó
tullidos los huesos. Oye, Merlín, los ruidos de la ventana. Hombres, pájaros, mulos, perros… Y las
risas destempladas de dos prostitutas que luchan con los arrieros por algún maravedí. Vagos
gemidos de catres agobiados por cabriolas placenteras. El rapaz abandonó su montoncillo de paja y
contempla la noche colmada de luceros. Esta noche de tus tiempos, Merlín. La noche en que tus
tiempos van a desvanecerse bajo la sal del genio.
Se van apagando los candiles, con todos sus nimbos de borrosas caras, de mohines pícaros.
Sólo quedan las estrellas jugando al escondite entre las nubes, retozando tras los aros de sus órbitas,
que parece van a romperse en un choque con los ebrios cometas, con esas estrellas aturdidas,
disparadas por algún serafín mal entrenado.
–Ese hombre está contando las estrellas.
–Sí.
–¿Pretende sorprendes la luminosa telegrafía que gobierna en silencio los mundos? ¿El divino
idioma incomprensible?
–No. Es un loco. Sólo pretenderá lo que yo quiera, Merlín. Es Lanzarote, que sueña con la
reina.
–¿Cómo?
–Ya verás. Mira cómo avanza de puntillas las dos mozas. Vienen desgreñadas, húmedos los
ojos, con restos de vino en el pecho, medio desnudas. Quieren ofrecer al loco una virginidad ya
muchas veces revendida. Son las dos primeras mozas que vienen a reírse de ti.
–¿De mí?
–De ti, de nuestros caballeros de hojalata, de nuestros guerreros de piedra, de tus libros
cabalísticos, de toda tu Edad, de todo tu mundo. Y ya las ves, son dos infelices en venta. Después
vendrán duquesas, doncellas andantes, damas doloridas, burguesitas acongojadas por
contradicciones. Pero había que comenzar por el peldaño más bajo…
Las doncellas y el rapaz, de pechos en el alféizar, siguen contemplando, escruta el nuevo
fenómeno venteril. No gusta de que le interrumpan. Las mozas conocen los arrebatos del loco, que
acaba de poner a un arriero en trance de morir, y enmudecen. El loco nada ve, porque los tres
rostros están sumergidos en la sombra que proyecta el alero. Cansado de atisbar, suspira
profundamente, piensa en alguna travesura de Viviana, piensa en Merlín, en Arturo, en la Mesa
Redonda. Hunde los ojos e el pozo, de donde espera ver surgir una forma de mujer: ¿Ginebra o
Beatriz?
El loco no se aparta del brocal, ventana abierta hacia la intimidad de la tierra, por donde se
vislumbran, allá abajo, esos ojos azules, tan serenos, del agua que amamanta las raíces. Al brocal
abre un sendero hacia el país de los fecundos silencios. Por él se va a la ciudad encantada. Por él se
va hacia el perenne regocijo creador. En la caliente entraña de la tierra se dan cita los gérmenes para
lanzar, jubilosos, contra la dura epidermis, su lluvia de flechas verdes. Pero el loco nada sabe de
esas cosas y sigue pensando en vagos esquemas de mujeres. Y las mozas, al oír suspirar al huésped,
suspiran también cómicamente. Va abriendo el loco ondas risueñas que rebasan el corral, que saltan
al campo, que inundan los caminos, que van mudando el paisaje espiritual del orbe.
Este loco es un signo de admiración, es una firme antena, es, además, una columna de
escarnio. Bosqueja el gesto soberano de la fuerza –capaz de mantener enhiesto un símbolo–. Va a
ingresar en una Orden nueva de Caballería, donde él será el gran maestre y el caballero único.
–¡Qué mentecato! –dice Merlín–. Ya te conozco. Eres el mismo hombre del estuche de luz.
¡Un comediante! ¿Dónde aprisionaste ese fantasma?
–Es un muñeco genial. Ahora mismo va a ser armado caballero. En el castillo de Arturo no me
dejaron comenzar la ceremonia.
–¡Una farsa!
–Serénate, Merlín. Contempla el severo ritual…
Brota de los establos una tímida luciérnaga. Es el ventero, con un cabo de una vela en una
mano y un libro en la otra. Les hace señas a las mozas y al chicuelo… Acuden todos. El muchacho
sostiene el cabo de la vela y el ventero busca una fórmula entre las cuentas del pienso: la oración
ritual por la que un hidalgo español loco ha de convertirse en genial caballero del mundo. De aquel
librote, lleno de raterías, va a salir la palabra mágica. De allí, de allí, mejor que de ningún tieso
antifonario. Quien toma bacines por yelmos, pencos por alazanes, meretrices por vírgenes y
truhanes por caballeros, bien puede tomar el libro de la cebada por la Biblia. Muchos ideales
menesteres le han sido confiados a este loco. La ceremonia –esa momia rígida, helada que queda de
las religiones cuando de ellas se ha exprimido la médula– es esta noche puesta en la picota.
A Merlín le acomete un furibundo deseo de lanzarse ala agua, de destrozar al fantasma.
–¡Quieto, Merlín! Sigue contemplando al loco. Ahora el libro comienza a hervir de signos
mágicos, como el tuyo. El ventero está mascullando alguna deuda fielmente anotada. Dos piensos,
tres piensos no cobrados…
Los números más viles vuelven hoy a ser aquellas antiguas cápsulas repletas de sentido. Se ve
temblar la llama entre los dedos del muchacho. Se ve a las dos meretrices ceñir al loco la espada,
calzarle las espuelas…Se mofan de su propia virginidad alquilada, que el huésped cree intacta,
como el libro del pienso, se mofan de los Santos Evangelios, y el cabo de la vela, de las siete
lámparas, y las bárbaras frases del ventero, de todas las fórmulas de Merlín, ¡de todos los hechizos
por los que se crean los reyes, los pontífices, los dioses! En esta noche, ¿no se resquebrajan, no se
derrumban todos esos espectros que suele apuntalar la lanza? Este falso caballero es el eje de una
espléndida mascarada. Viviana y Merlín ¿no están contemplando, en plena noche de los tiempos, la
transmutación de todos los valores?
Todo se sumerge y se deshace en medio de una danza jovial. ¿Quién inventó el humorismo
que nunca podrá ninguna Mesa Redonda comprender? ¿Quién inventó esa lanza que ahora está
apuntando a las estrellas, presta a hundirse en el vientre de cualquier malandrín?
–Yo inventé ese brocal abierto hacia las fértiles entrañas de la tierra –dice Viviana–. Yo
inventé ese camino hacia el febril latido de los gérmenes incansables que hoy producen una espiga y
mañana un genio.
–Déjame, Viviana.
–No, sigue mirando…¿Reconoces esa figura esquelética, enlutada, que se acerca sentada en
una carroza?
–¡Esto es una farza de villanos! ¡Han querido burlarse de mí!
Merlín se encrespa. Allí está su propia caricatura, a los pies de una ninfa envuelta en mil velos
de seda de plata. Suavemente llega a los oídos de Merlín una música de chirimías, de arpas, de
laúdes. Y la figura se alza, se descubre, dejando ver la mesma figura de la muerte, descarnada y fea.
Merlín, convulso, dice a Viviana.
–¿Quién es el audaz que así se burla de mí?
–Te cegó la cólera, Merlín. ¿Dónde está tu poder de adivinar? Es un poeta quien así te dejó en
los huesos. Pero aun no acabaste de sufrir. Has de escuchar tu propia voz. Mírate bien… Vas a
recitar unos versos. No te asustes. No son tan malos. No siempre de tu boca han de salir fórmulas
cabalísticas.
–Tú me has transfigurado. Recitar versos, como en un torneo banal de poesía y de amor…
¡Qué decadencia!
E inclina, abrumado, la cabeza. De lo profundo van saliendo los versos cervantinos:

Yo soy Merlín, aquel que las historias


Dicen que tuve por mi padre al diablo
(Mentira autorizada de los tiempos),
Príncipe de la Mágica y monarca
Y archivo de la ciencia zoroástrica,
Enluto a las edades y a los siglos
Que solapar pretenden las hazañas
De los amantes bravos caballeros,
A quien yo tuve y tengo gran cariño.
De los magos o mágicos contino
Dura la condición, áspera y fuerte,
La mía es tierna, blanda y amorosa,
Y amiga de hacer bien a todas gentes. En las cavernas lóbregas de Dite,
Donde estaba mi alma entretenida
En formar ciertos rombos y caráteres,
Llegó la voz doliente de la bella
Y sin par Dulcinea del Toboso…

Merlín no puede resistir más. Se tapa los oídos, se aparta bruscamente del agua. Viviana corre
tras él, diciendo:
–¿No quieres asistir al desfile?
–No. Es demasiada burla. Renuncio a contemplar en esos espejos deformados. ¿Esto es el
futuro? Lo más sublime puesto en manos de farsantes. ¡No! Prefiero volver al castillos de Arturo,
sufrir al capellán, padecer un rey bobalicón, una reina infiel, unos pajes insolentes.
–Verás a Altisidora burlarse, como yo, de Lanzarote.
–No, no. Eso es cruel.
–Lo fue siempre la vida con cuanto quiere huir de ella.
–No puedo seguir tus travesuras. Tú no tiene edad; yo soy de estos siglos. Sólo mis nietos
podrán caer en tus brazos, Viviana.
–Descansa en mi seno, hazte niño en mi regazo.
–Quisiera volver al castillo, derrumbarme con él. Soy su cerebro.
–Tu puesto son mis brazos, no el sitial del castillo de Arturo. Allí piensas, pero no dominas.
Aquí, mis travesuras son tus dóciles siervas; sólo tu pensamiento es el rey.
–Y, ¿cuándo, en dónde, podrá ser el rey el pensamiento?
EL BALADRO

Merlín recorre el bosque del brazo de Viviana. Al pasar los amantes, las ramas se inclinan, los
arroyos acrecen su caudal, los troncos rebrillan más tersos, los pájaros multiplican sus primores.
Pero Merlín avanza cabizbajo, silencioso.
–Ríe conmigo, Merlín. Olvida al Caballero de la Triste Figura. Alza esa frente, que yo voy a
desarrugar con mis besos. Quiero presentarte a mis dóciles gnomos, que usan barba florida como tú.
Y a Mab, la diminuta. Y a un silfo, que tañe el laúd hecho de juncos. Titania, mi gran amiga, te
contará sus divertidos sueños.
Merlín nada responde.
–Quiero presentarte las maravillas de mi reino. Mira esta gruta, siéntate en esta silla de
troncos. Hace siglos hubo cerca de aquí un monasterio. En esta silla se sentaba un juglar, a quien los
monjes hospedaban a cambio de himnos para las fiestas de los santos, que el juglar componía con
facilidad y galanura. Pero un día los monjes sorprendieron aquí sentado al diablo. El poeta había
compuesto un licencioso epitalamio para las bodas de una alta princesa. Antes de acabar de leerlo,
el padre, ofendido, lo arrojó de la mesa del festín y, por temor al abad, no mató al atrevido.
Mientras el poeta acudía al banquete, el diablo ocupaba la silla. Por toda la comarca circularon
coplas de aquel apitalamio, hasta enfurecer al príncipe, que delató al juglar. Fue el insolente
condenado al tormento de la gota de agua en esta misma silla, y aquí murió repitiendo obscenos
endecasílabos y blasfemias… ¿No me escuchas?
–Sí. Todo el bosque esta embrujado.
–También cuentan que Juno, arrojada otra vez del Olimpo, vino a pedir albergue al
monasterio, disfrazada de azafata. Mintió que le había despedido de la corte por intrigas del bufón,
y el abad lo creyó todo. Le hizo sentar en el césped, le trajo de comer y allí quedó dormida. Al día
siguiente el mismo abad le condujo a esta gruta, donde Juno, mientras dormía, despertó los apetitos
del abad. El abad quiso besarla, pero Juno despertó y, llena de olímpica soberbia, dio al monje una
ruidosa bofetada, que fue reproduciéndose por el contorno. Porque Juno, sabio mío, no quería
abades, sino dioses y subdioses. El abad se colocó un pañuelo, como si le hubiera atacado un
terrible dolor de muelas; pero durante un año no se le desinflamó la mejilla. Tuvo que ir a
confesarse con el Papa, y al volver de Roma levantó aquí un baldaquino a la Virgen Madre, que
después destruyeron mis gnomos. Pero las gentes llamaron a este lugar La siesta de Juno… ¿Qué
tienes viejo mío?
–Nada. Pensaba en ese infeliz monje.
–Otros dicen que ella no era Juno, sino cierta altiva castellana, fugitiva de un caballero que la
sorprendió en brazos de un juglar. Lo cierto es que desapareció de esta comarca sin dejar más huella
que una tremenda hinchazón en la mejilla del abad…¿Crees tú en la vuelta de los dioses?
–Querrás decir en la reaparición de. Porque están siempre entre nosotros, eso sí, bien
escondidos.
–¿Cuándo asomarán definitivamente la cabeza?
–Cuando Viviana los llame. Eres diabólica.
–Te quiero, Merlín. No quisiera aburrirte mucho con las leyendas de mi bosque. Pero hacía
falta en tu cerebro un poco de bruma de poeta. Cegar los ángulos de esa pura geometría de tu razón
con lindos arabescos. ¿Te dejas definitivamente engañar, sabio mío?
Flota la barba de Merlín, según el capricho del viento, y sus deseos, según e capricho de la
amante. Lejos del atril, de su anteojo y sus pergaminos, siente que se le va haciendo visible el
sentido profundo de la vida. Por cada estrella que se le huye, rozan sus dedos la epidermis satinada
de un flor; por cada yerto símbolo que se borra, acaricia sus pies el lomo curvo de una vida
palpitante. Merlín va asistiendo a una lenta resurrección de las cosas. El brazo de Viviana le pone en
ardiente contacto con la misteriosa electricidad de la tierra.
–Tenía el orbe encasillado, Merlín; eras el mejor entomólogo del orbe, viejo mío; pero el orbe
se te iba helando entre los dedos, se te iba petrificando allá, en tu torreón. Creías tocar una vida y
sólo tocabas un esquema. De las cosas sólo te llegaba su irradiación abstracta. Vivías en un mundo
categórico…
–Pero me fatiga perder mi pensamiento a tanta cosa voluble y caediza. Tu inquieto mundo
abre ante mí, cada minuto, una encantadora rosa de los vientos. Comienza a ser víctima d eun
aterrible dispersión.
–Merlín, viejo mío… Antes podías formular una ley; pero ¿no es mucho más humano formular
una duda?
–Eres cruel, Viviana. De la roca firme, en efecto, me has lanzado a una lancha que perenne
zozobra.
–Te has incorporado a la verdadera vida. Ahora –lejos de tus abarquillados pergaminos– tu
ritmo es el mismo ritmo de estos árboles, de estos insectos, de esas nubes.
–¡Yo que sólo miraba hacia los astros!
–De los astros sólo baja la fría luz de una norma. De la tierra sube siempre el cálido jadeo de
una fecundación.
–¡Yo, que sólo contemplaba el cielo!
–El cielo es una cosa que nosotros mismos creamos contemplándola. La tierra es algo que, al
contemplarla nos crea.
–¡Yo, que sólo sabía la ciencia de los números exactos!
–Pero olvidabas la ciencia de las cosas humildes. Eras altanero como uno de esos dioses que
no aceptan la duda. Era preciso que yo prendiese en ti mi incurable fiebre. Dame un beso.
De pronto, un estruendo. Los Caballeros de la Mesa Redonda van juntando sus parejas,
avanzan ya en escuadrón por lo más espeso del bosque. Cuando tropiezan con el rubicundo
Didonel, hecho inmóvil estatua, prorrumpen en alaridos, en maldiciones, en blasfemias. Algunos,
medrosos, retroceden. Otros más audaces, prefieren seguir la pista de los encantadores, arrostran
locamente el peligro de ser incorporados al reino mineral.
–Nos buscan, Viviana.
–Poblaremos el bosque de estatuas.
–¿Son amigos de Arturo o esbirros de Marco?
El rey Marco no piensa ya en nosotros. Recuperó a Isolda, la de los rubios cabellos, y todo lo
demás le deja indiferente.
–¿Cómo lo sabes?
–Titania, mi amiga, me lo contó esta noche. Marco no ha advertido nuestra burla. En cambio,
Arturo ha leído mi mensaje.
–¿Qué mensaje?
–Lo escribí mientras dormías y lo clavé en tu facistol.
–¿Un reto?
–Una broma.
–Quiero volver a mi ciencia, que calma; descansar de tus nervios, Viviana. Me fatiga tanta
inquietud. ¡Déjame!
–Descansa aquí, viejo mío, en la hornacina de este tronco.
–¿Por qué no salir al encuentro de las buenas gentes de Arturo? Al fin, son mis amigos.
–Querrían llevarte enseguida a tu inmóvil sitial y tú perteneces a la vida libre.
–A la vida nerviosa, abrumadora, querrás decir.
–No hay otra. Sólo la muerte no desmorona mi fatiga. Y yo no quiero que mueras. Descansa
aquí, viejo mío, en el hueco de este roble. Duérmete al abrigo del aire y del sol, mientras yo salgo al
encuentro de la Mesa Redonda, que pretende arrebatarnos. Los convertiré a todos en piedra. De toda
la corte de Arturo haré un ejército de estatuas. Quiero que, en largas filas uniformadas, adornen las
avenidas del mundo para que las institutrices enseñen mas cómodamente la historia a los niños.
Merlín, abrumado, meditabundo, se deja conducir por Viviana, penetra con ella en el interior
del árbol, se sienta allí, en silencio. Viviana le da un beso en la frente y, de puntillas, comienza a
girar alrededor del tronco. Las palabras del conjuro son apenas una leve palpitación en sus labios.
Pero a la tercera vuelta Merlín lo adivina todo y prorrumpe en su famoso, en su formidable grito:
–¡Viviana! ¿Qué has hecho? ¡¡Viviana!!
–Duérmete ya, viejo mío, hasta que definitivamente podamos los dos, fundidos en uno,
dominar la tierra. Descansa ahí mientras yo enfurezco y petrifico a estos hombres de hierro y de
cuero. Yo volveré por ti cuando de todos ellos sólo quede su sentido decorativo.
Y Viviana se hunde, saltando, en lo más espeso del bosque en busca de la Mesa Redonda. Los
árboles se retiran a su paso, como las aguas del mar ante los favoritos de los dioses. Su alegría se va
prendiendo a las ramas, que estallan en vivaces retoños. Va dejando una estela de pájaros, su
guardia de honor.
Ladinamente, sin ser vista, va girando Viviana alrededor de sus perseguidos. De su boca,
eternamente lozana, sigue fluyendo el terrible conjuro. Y cuando los caballeros advierten la
presencia de su mortal enemiga es ya tarde para atravesarla con sus flechas. Una argolla de nieve
oprime sus gargantas; desde los pies al cráneo, toda su carne se les va pavorosamente endureciendo,
hasta cambiarse en piedra.
Toda la Mesa Redonda está ya paralítica; se convierte en ornamente escultórico del bosque. En
los calveros, en la encrucijadas, se yerguen, alta la frente enfurruñada, asustando a los pájaros, los
famosos paladines de Caradigán… Excepto Arturo y Lanzarote, que en la gran sala abovedada, uno
a cada lado de la reina, ensartan frases sin sentido, comentando la tardanza de sus infortunadas
huestes. Excepto Arturo, Lanzarote y Ginebra, cuya parálisis es de otro linaje. Porque es el alma lo
que tienen paralítico: el amor ha petrificado dentro de ellos los resortes, las palancas, los espirales
de la acción. Aunque, como sus caballeros, son también un ilustre ornamento de toda la cristiandad.
¡Blanco triángulo amoroso, incapaz de hacer retoñar nada! ¡Conflicto puro! Viviana repite una
delgada melodía que acaba de enseñarle un jilguero. Después, acude otra vez al árbol, se ciñe a
Merlín, aparta de los labios inmóviles los suyos retozones e increpa en voz sonora al marmóreo
ejército:
–Yo, cuando me plazca, volveré a estos miembros queridos la vibración que hoy les robo; pero
vosotros, soldados, cuyas ideas son tan romas como aguda es vuestra espada, continuaréis siempre
ahí, todo de piedra, cerebro y corazón. Yo, cuando me plazca, haré que arda otra vez esta máquina
yerta, y de la brasa surgirá siempre un Merlín nuevo capaz de arder sin consumirse; pero en
vosotros nada puede arder ni renacer, hombres indecisos entre el miedo –sabiduría vergonzante– y
la violencia –falso dinamismo–. Siempre será joven la tierra mientras estalle un beso en nuestras
bocas, niño mío, mientras se enlacen nuestros miembros forjando un tronco robusto. Pero la tierra
seguirá rápidamente envejeciendo en manos de esos hombres cuya ley es desmoronar, aniquilar
todo lo vivo. ¡Ahí quedad, hombres duros, cuyo cerebro está aquí entre mis manos, ceñido con la
diadema de mis guedejas! ¡Nunca volverá a vosotros esta preciosa ebullición por quien el mundo es
habitable y adorable!
Estampa un beso mucho más apasionado y lento en la boca de Merlín, y en voz alta prosigue:
–Hombres de hierro y de piedra, vanos hombres paralíticos, que en todas las avenidas del
mundo hacéis ondear al viento vuestros inútiles penachos: ¡os desprecio!
Y se asoma a los ojos profundos de Merlín, se tiende junto a él, allí se queda embelesada,
cautiva.
Los tiesos guerreros siguen petrificados. En sus hombros comienzan a posarse los gorriones.
Y así sigue. Aun siguen…

Y cuenta un juglar que el paje Bernardino anduvo buscando a Viviana, sin comer ni dormir,
durante dos días con sus noches. Sin miedo al terrible conjuro, recorría el bosque llamando a gritos
a su amada, que, en su embeleso, nada oyó hasta llegar el tercer día. Empujado por el frenético
amor, se iba acercando el doncel a la fuente de las hadas, y Viviana, desde lejos, leyó su propio
nombre escrito en letras de fuego en aquel angustiado corazón. Sintió lastima del paje. Lo vio a
punto de rasgarse el pecho con un puñal: tales eran sus congojas, y fue entonces cuando contestó a
las insistentes llamadas.
–¿Qué quieres, Bernardino?
–Quiero tu amor.
–No lo querrías si me vieses. Los gnomos han arado mi rostro, negruzco ya por el sol. Mi
cuerpo ha perdido sus hechizos. Mis miembros, lentamente, se van petrificando. Sólo me queda la
voz. Cuando tú quieras te hablaré desde muy lejos. No quiero hacerte sufrir mi desencanto.
–¡Maquinaciones tuyas! Quiero verte. Este puñal ha de clavarse en mi corazón, que arde por
ti, si lo desdeñas.
–No, no es burla. ¡Aléjate! Conserva de mí la primitiva imagen. Hoy, todos mis años se
asoman ya por los surcos de mi carne, como roedores que agujerean un muro. ¡Huirás de mí si te
acercas! ¿Ignorabas que yo era tan vieja como el pensamiento humano?
Pero Bernardino ya nada escucha y se precipita al claro del bosque donde aguarda Viviana. Al
verla lanza un gemido angustioso, intenta clavarse el puñal…¡Tiene delante a una viejecita, en
curva, casi juntándose las rodillas con la punta de la nariz, resquebrajada, de color de ceniza, con un
resto de luz en los ojos, con su cristalina voz por todo encanto! Viviana lucha con él, le arranca el
puñal, que arroja al lago. Pudo convertir en piedra a Bernardino, pero siente por él una gran piedad.
Y lo despide con estas palabras:
–Te mando que vivas. Busca la choza del ermitaño Ogrin y allí encontrarás buen albergue,
libros y frutas. Cultiva el huerto y lee en el libro de la sabiduría. Necesitamos cronistas que pongan
en claro nuestra Edad para que las generaciones futuras nos comprendan y admiren.
Bernardino, demacrado, extinto, inclina la cabeza por miedo a tropezar de nuevo con aquellos
ojos que un día lo abrasaron, abandona en silencio el claro del bosque sin volver la cabeza. Viviana,
lentamente, se va irguiendo hasta recuperar su estatura juvenil; se le van cayendo del rostro el polvo
y la ceniza de los siglos; su piel queda tersa, fragante, olorosa; de sus ojos brota nuevamente la luz
que sedujo a Merlín. Y se restituye al tronco de roble, susurrando:
–¡Merlín, viejo mío! ¿Cómo podía conmoverme la fiebre de un niño? LE libré de la
petrificación. Será un discípulo tuyo por amor mío. ¡Merlín, mi eterno amor! ¡Aquí estoy, junto a ti,
ahora y siempre!
APOTEOSIS

Viviana –embelesada– sigue contemplando a Merlín, dormido. La flotante barba de lino reposa,
hecha fibras de alabastro, sobre el inmóvil corazón del hechicero.
Pero ocurre entonces –nadie sabe cuándo– que la piedra quiere ensayar en esta barba sus
proyectos de evasión, quiere dejar de ser masa abrumadora y convertirse en ágil instrumento del
espíritu. Ocurre entonces que en este mármol quiere pasar del reino inerte mineral al reino vivo de
los símbolos. Romper su cárcel y alzarse a las nubes, atrevida como un surtidor, exacta como un
dardo.
La piedra siente correr por su red arterial un zumo extraño. En lo profundo de ella nunca había
dejado de latir un corazón. En la barba de lino se ensayan proyectos de cardina, de macolla, de
gablete. Y Viviana asiste a los ensayos de la piedra. Anuda, destrenza, retuerce las fibras de
alabastro, crea maravillosas tracerías.
Viviana está mirando de hito en hito a Merlín, y como en sueños, sigue repitiendo el conjuro,
el terrible conjuro por el cual la vida se convierte en piedra… Y, entonces, súbitamente se da cuenta
del poder de su hechizo: ¡Hacer vivir a la piedra, hacerla entrar en la zona del espíritu, castigarla,
domeñarla como un cuerpo asceta, para hacerla dócil instrumento de una idea! Si la vida puede
trocarse en piedra, ¿por qué la piedra, al mismo conjuro, no podrá vivificarse?
Con un dulce salmo, con un versillo insinuante del Cantar, Viviana repite rítmicamente su
conjuro. Y todo en torno se va transfigurando. Los cobija una inmensa glorieta, los defendían del
sol ramas entremezcladas, los aislaban del mundo enormes troncos; pero todo va rectificando sus
perfiles, su color, su pompa inútil.
De pronto, la glorieta va adquiriendo una clara expresión de eternidad. Las árboles estrían sus
troncos, las ramas se lanzan con más ímpetus al encuentro de otro empuje semejante. Ya no quedan
troncos, sino fustes. Ya no quedan ramas, sino ojivas. Ya no quedan hojas, sino la bóveda apretada.
Ya no quedan redondeles de sol, sino florones de oro.
Y cuando alguna rama rebelde no acierta a encajarse dentro de los haces interiores, brinca a la
intemperie y allí fragua un caprichoso botarel. Y todos los pequeños monstruos que voltijeaban por
el bosque van huyendo de la cárcel de piedra, y al querer lanzarse al aire libre quedan presos en la
maravillosa arquitectura, ya convertidos en gárgolas.
¡Divino conjuro! La piedra ya no es ese pobre cuerpo pesado que tiende a hundirse en el
polvo, sino un ímpetu sabio y gracioso que tiende a rasgar el cielo. ¡Gracia y sabiduría! El conjuro
de los dos amantes ha creado un mundo nuevo de formas. Deja inerte a la fuerza bruta, pero empapa
de agilidad a la fuerza eterna. ¿Viviana y Merlín han inventado un arte!
El álamo se ha convertido en palmera; la algarabía, en armonía. La luz se ha tamizado, se ha
hecho trigo rubio y sutil. Los florones del sol se han extinguido, son como joyas mates, gigantescas,
donde se besan los remates de las palmas.
La luz está gozando de una voluptuosidad trnasfigurada, porque de pronto se rasgan los
muros, comienzan a penetrar en el recinto paisajes enteros luminosos, todas las leyendas de Viviana
se van escribiendo en imágenes centelleantes, verdes y rojas, violetas y malvas, amarillas y
azules… El lecho de Merlín se alarga, se cubre de un tapiz de alabastro como el de un devoto
fundador, como el del sabio fundador de un arte peregrino. Viviana se tiende junto a él, con un dedo
en los labios, inclinada hacia el corazón inmóvil.
Y los mismos pliegues del brial de Viviana se van quedando rígidos, inmóviles. Pierde su
fresco verdor, se va tiñendo de blanco. Un tenue soplo frío le va acariciando las manos, las mejillas,
la frente. Su piel va apretando los poros…Cae en un profundo sopor. El milagro ojival le ha
devuelto su conjuro en oleadas fascinadoras. Su misma creación la ha deslumbrado. Lentamente se
le van endureciendo los pies, le trepa el hielo por los francos, por el vientre, le llega al corazón…
Viviana ha quedado también dormida.
Como la piedra es ya, aquí, todo espíritu, los dos amantes se han incorporado a la maravillosa
fábrica donde se acaba de resolver el gran problema: armonizar la fuerza con la gracia y la
sabiduría. Que los nervios sean a un mismo tiempo canal de energías y abanico de filigranas,
robusto esqueleto y primoroso relieve.
Como la piedra es ya, aquí, todo vehemencia, vida en plenitud, los dos amantes se funden en
su propia maravilla. La piedra sacude sus grillos, es tan libre, es tan audaz como la fantasía.
Coquetea como una mujer, se disfraza con arreos de fragilidad, de sutileza. Piensa en esconder toda
robustez como un pecado, en sólo ofrecer a los ojos gracia luminosa, vibración inerme, carne en
vivo, perfil desnudo.
Los dóciles gnomos se apretujan en el corazón de los fustes. En los ventanales, un tropel de
obreros sigue ejecutando diestramente los proyectos de la reina Mab. Titania se arranca un sueño de
la frente y con él forja un primoroso retablo. Fino encaje, patéticas escenas dibujadas. Lo forja tan
alto que araña la bóveda, pero un nuevo empuje alza la construcción hasta las nubes. La techumbre
desaparece, sólo quedan allá arriba besos de palmas que se cruzan, antiguas savias vegetales
convertidas en fe, hechas claro, flexibles, palpitante misticismo.
Viviana y Merlín duermen. ¿Pasaron meses? ¿Años? ¿Siglos?
Ya no hay pájaros ni céfiros, pero una mañana rompe el silencio un turbión de arpegios, que
brota de un bosquecillo de tubos de metal, de un haz de gargantas infantiles…
La primera en despertarse es Viviana. Cuando abre los ojos, al verse tallada en alabastro,
sonríe. Porque ella sabe que no tardará en convertirse en músculos rojos, flexibles, juguetones,
ondulantes. Aun contempla unos momentos a Merlín, tendido en su lecho de santo fundador…
Risueña, tan vivaz como nunca, deshace el conjuro. Merlín se pasa la mano por los ojos.
–¡Merlín! ¡Santo mío!
–¡Viviana! ¡Mi amor!
–Es preciso abandonar esta glorieta que nuestro conjuro ha convertido en nave. ¡Ya ves qué
maravillas ha podido crear un beso nuestro!
Merlín se incorpora, mira alrededor, aguza los oídos.
–¿Qué es esto?
–Piedra que quiere vivir. Se ha vengado de mis burlas, Merlín. Sobre nuestro lecho de amor
vivía con más ímpetu que nosotros.
–¡Pero esto es imposible!
–Puesto que es, es posible.
–No sutilices, Viviana. Este bosque se ha vuelto loco. Esta enorme fábrica está enferma, es un
producto de la fiebre, padece delirio de grandezas.
–Es vehemencia pura. Lo más hermoso de la tierra.
–Pero la vehemencia no puede resistir así mucho tiempo. Es un estado de tránsito, de extrema
tensión.
–Tránsito –dicen– que es toda la vida. Merlín. Vivir intensamente, eso es vivir. Puesto que el
milagro se obró, sólo nos resta admirarlo. Al fin, es obra nuestra.
–¿Y esa música?
–Son unos niños que vinieron relevar a los pájaros.
–Aguarda. Quiero oírlos.
–Nos queda mucho por hacer en el mundo. Vámonos.
Merlín la sigue, en silencio. Ya en el campo, dice Viviana:
–Merlín, ¿te acuerdas del caballero que velaba las armas en la venta? Pronto va a comenzar su
historia. Vete a la cueva de Montesinos y allí prepárale una sabrosa aventura.
–No conozco esa cueva.
–La hallarás en España.
–¿En la tierra de Rodrigo, ese célebre aventurero?
–Rodrigo pelea por Cristo y pelea por Mahoma. Pero el pueblo y sus juglares sólo reparan en
el ímpetu de ese brazo. No ve movedizas intenciones, sino ruidosas hazañas.
–No me gusta Rodrigo. Hay en él una sequedad y una violencia insoportables. A penas me
gusta lo que se cuenta de España. Todo allí parece reseco o enfático. Un día leí las aventuras de
Florinda, la hija famosa del exarca Julián, con otro Rodirgo, con el rey de Toledo… ¡Es
insoportable! Sin delicadeza, sin ternura alguna. Todo crespo, enjuto, hostil. Erizado de anatemas.
Sensualidad requemada, desnuda, brutal, que implacablemente se espía: eso es hoy toda España.
–¡Creías que todo iba a suceder como en el castillo de Arturo, donde la única misión del
capellán apenas es bendecir los platos? En cambio, en la corte del rey don Rodrigo un monje
cualquiera obliga al rey a meterse en una tinaja llena de serpientes… De unas serpientes que
comienzan por comerse al rey, ¿tú sabes por dónde?
–No te burles, Viviana. Y déjame aquí, entre nuestros juglares. Nuestra vida es muy dulce.
Tenemos piedad del mismo Judas. Una vez San Brandán fue a visitar al infeliz.
–Lo sé. Está en el Polo subido a una roca. Allí –solitario– padece su infierno.
–Al Polo va San Brandán, una vez a la semana, a consolar al ex apóstol. Le lleva refrescos.
¡Qué ternura!
–Merlín, Merlín, ¿a quién puede ocurrírsele instalar en el Polo una sucursal del infierno?
¡Refrescos al Polo!
–Es verdad– ¡Qué humorismo! Veo en ello tu mano.
–Ternura y humorismo son mis dos alas, viejo mío. Quisiera volar con ellas sobre España.
–Va a serte difícil. La dulzura celta está muy lejos de la adustez castellana. Repito que no veo
ni una sola sonrisa en toda la vida de ningún Rodrigo. Sensualidad brutal y penitencia brutal…
Florinda, después de sus hipotéticos deleites, y como signo de la desfloración, envía a su padre un
huevo corrompido.
–No es acritud y hurañía e la patria de los Rodrigos. Hay allí continuadores de Séneca, pero
también de Marcial. Sé que en alguna parte he de encontrar poetas enamorados del vino y del amor.
No todos los clérigos son como el del castillo de Arturo, pero tampoco los penitentes andariegos son
todos como el fresco Ogrin, ya convertido por nosotros en tiesa figura de retablo. Mab, la menuda
amiga de Ariel, me habló una noche de sus viajes a España. Había tropezado en Castilla con un
arcipreste encantador. Rimaba sus ímpetus como un juglar de juventud en ascuas. Y puedo decirte
que MAb acabó por hacer traición a Ariel, se prendó del arcipreste y le arrancó un encendido loor
de la mujer chiquita.
–MAb es una insensata.
–El arte le seduce. Y aquel arcipreste tañía maravillosamente la flauta de Virgilio. Son frías
como la nieve, e arden como el fuego –dice la mujer pequeña–. Son frías de fuera, con el amor
ardientes… Y las compara al grano de la buena pimienta y el terroncillo de azúcar, a la pepita de oro
y al menudo ruiseñor, a la rosa chiquita y al frasquito de perfume. Sabor, gracia, donaire. Solaz e
alegría –dice–, placer e bendición. Aunque el muy truhán dice también: Del mal tomar lo menos…
Y acaba: Por ende de las mujeres la mejor es la menor.
–Es buen técnico el arcipreste.
–Pues ganas me dan de achicar mi estatura y buscarlo.
–Lo tendrá preso el arzobispo.
– Me filtraré en la cárcel y le seguiré dictando rimas para que llene a España de sana
jovialidad. Hace falta sacudrla un poco. Aunque MAb no me lo perdone, iré en busca del poeta de
las menudas amantes.
–¡Tú! ¿Para qué?
–No te opongas, Merlín. Quisiera suavizar la hosquedad de esas vidas. Prepararé
continuamente burlas… ¿Quieres que pida albergue en el castillo donde fraguarn tu lamentable
caricatura?
–El capellán no es menos huraño que Ogrin, el harapiento. Saldrá a tu encuentro. No te
recibirán.
–Me cambiaré todo el nombre. Como siempre. Es mi destino ir siempre embozada por el
mundo. Tú sabes por qué, mejor que nadie, sabio mío. Allí me haré llamar Altisidora. Ya tengo
elegido mi poeta. Tú, entretanto, ve a Andalucía. Hay allí un vino de oro que te ha de rejuvenecer. Y,
de paso, desenmascara a un falso hechicero que recorre Granada y Cádiz haciéndose pasar por
Apolunio de Tryana, resucitado. Creo que su verdadero nombre es Artafio. Vende talismanes y
pretende adivinar el futuro por el canto de los pájaros. Yo, en cuanto al Caballero de la Triste Figura
termine su aventura conmigo, iré a buscarte a la cueva.
–Pero no juegues con esa fórmula en España. Te quemarán si te descubren.
–Cuídate bien la barba, mi amor; yo me cuidaré del conjuro. Sé bien dónde esconderme.
Al ir a abandonar el bosque petrificado, Viviana rompe a reír, más jovial que nunca. Ha visto
en el sepulcro de alabastro, a los pies de la estatua ya erguida de Merlín, un búho. El búho de
siempre.
–¿De qué te ríes?
–De este pobre mesnadero… Ya te contaré. Le quemaba una pasión, no pudo resistirla y yo
acabé por salvarlo, convirtiéndolo en símbolo. Siglos enteros ha dormido a tus pies, sabio mío. Ya te
acompañará siempre.
– ¿Qué quieres decir, Viviana?
–Es una de mis hazañas. Ya la conocerás durante el viaje. Vámonos.
Se besan apasionadamente; el dragón de ojos de llama abre su lomo, y los amantes,
incrustados en él, se lanzan alegremente al espacio en dirección a España. Mientras un rollizo
clérigo, en la capilla gótica, comprueba –todo asustado– la fuga de dos estatuas.

EXHORTACIÓN

El juglar se adelanta hacia el público.


Con un gesto detiene a los impacientes
Que se iban a marchar, y dice:

Damas y caballeros: La leyenda ha terminado. Ya conocéis la ciudadela que, según los viejos
expositores, pretendió desmantelar Viviana. ¿Desmantelar? No. El juglar de estos días opina de otro
modo: Viviana intentó convertirla en una estructura armoniosa, hacerla vivir, crecer, desmoronarse
–a su tiempo–, morir. Viviana intentó establecer vivas corrientes entre los tres pisos. Quiso hacerla
flexible, graciosa, más amable.
Desdivinizarla quizá un poco. La Edad Media tuvo su relicario en el castillo de Arturo.
Viviana hubiera querido zarandear alegremente el ceñudo relicario. Viviana acudió a luchar contra
una Edad Media acartonada. Porque ella es la otra Edad Media. LA verdadera, hecha carne, de
sangre y de espíritu.
Como Afrodita brotó de la espuma blanca del mar, Viviana ha brotado de la espuma verde de
los bosques. Es la alegría de la tierra, que va de castillo en castillo sin lograr en ninguno no hacer
asiento. Es la Travesura, aunque muchos la llaman Rebeldía.
Podréis verla siempre: en cualquier coro catedralicio asoma la puntita de la lengua. Desde
algún respaldo enmarañado, desde cualquier hornacina os hará mohines jocundos, agazapada a los
pies de un angelote. Su perfume –provisional– fue el incienso; su refugio, el capitel y el
bajorrelieve.
Es allí donde entonces se escondió. Por eso jamás fue procesada y tostada por los venerables
inquisidores.
Tres gracias contó la antigüedad ; tres gracias luminosas que se extinguen a la sombra de un
patíbulo porque este patíbulo proclama la única gracia: la gracia que nace de la espuma de los
cielos. La tierra y el mar son desdeñados en nombre del aire azul, telón de boca del gran teatro
donde termina la melíflua y única representación…
Pero las fuerzas elementales de la vida le oponen tenazmente otra gracia, que desde el patíbulo
es llamada siempre delito. Y toda la Edad Media es un hondo conflicto entre dos gracias, entre dos
sentidos de la vida: el de tránsito y el de permanencia gozosa, aunque fugaz. Se niega a la vida otro
sentido que no se el de viaje, pero la misma vida afirmará siempre su derecho a ser considerada
como fin.
Pavoroso conflicto. Las tres gracias antiguas se nos convierten en dos, y en dos rivales que
aspiran, como siempre, a la ideal manzana. ¿Por qué no reducirlas a una sola, a la única gracia
verdadera, a la que surge de la armoniosa plenitud de las fuerzas humanas? Esta gracia podría
representarla fielmente Viviana, nuestra encantadora amiga de hoy –y este encantadora no es aquí
ningún piropo, es una definición.
Damas y caballeros: Aplaudid si me di maña para abrirles el vientre a estos dos muñecos;
silbad si realicé con poca destreza tan arriesgada autopsia.
Y, ahora, oíd:
Que en todos nuestros actos nunca olvidemos lo que hay de más humilde –lo que es zócalo y
basamento– en nuestra vida: la raíz vegetal, el turbio instinto. Que lleguemos a dominar el
pensamiento después de atravesar y conocer nuestras zonas más oscuras.
Sólo así podremos conocer y amar el humorismo, la alegría del conocer y comprender ese producto
vital, no fruto de biblioteca, savia humana que de lo más bajo del hombre puede subir a alas
estrellas. Que sólo se burle de las torpes falsificaciones del amor, del heroísmo, del saber y del
sentir.
No lo comparéis con sus muchas imitaciones: el humorismo es incomparable. Porque es un
producto claro y limpio del alambique espiritual, con sabor a toda la fábrica humana: sexo, corazón
y mente.
Por eso el humorista es el poeta verdadero, quien sólo puede manejar totalmente esa magnífica lira
que vibra entre la tierra y el sol: el hombre. Del símbolo más ceñudo es capaz de construir un
ruiseñor balón para que lo zarandee un niño. Desde lo más infantil es capaz de hacer llegar a lo más
profundo.
El terreno donde opera es ilimitado; pero nunca se desvía por laberintos de perversa razón. Si
Viviana busca a Merlín es porque Merlín es un niño que juega con sus grimorios y catalejos, como
el niño juega con sus menudos orbes de papel.
Gracia, verdad, bondad y poesía: he aquí los cuatro puntos cardinales del humor. Nunca en la sabia
mezcla de estos componentes podrá entrar la acritud. El humor es un producto sano. Su única
efervescencia es la risa. La del niño, o la del hombre que sabe convertirse en niño.
A quien el alegre espectáculo del mundo o la felicidad de alguno de sus hombres contriste, el
humorismo nunca podrá servir de estimulante, sino de tóxico. Envenena a quien no puede bien
asimilarlo.
No lo tomen los enfermos del espíritu. Téngalo siempre a mano –ya hay magníficos almacenes en el
gran arte de estos tiempos– el sano del espíritu, el limpio de corazón.
Y aquí termino.
Que en todos nuestros actos, aun en los más menudos, vayamos siempre del brazo con la pareja más
encantadora de toda la Edad Media y de todas las edades. Con la gracia y la sabiduría. Con Viviana
y Merlín.

GRATIAE ET SAPIENTIAE LAUS

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