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ISSN 1668 4737

Archivos
Departamento
de Antropología Cultural

X - 2012

El árbol de la abundancia
y el origen mítico de las plantas
cultivadas en América del Sur

CIAFIC
ediciones

Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural


de la Asociación Argentina de Cultura
Archivos, Vol. X - 2012
ISSN 1668 4737

Directora:
Dra Ruth Corcuera

Miembros del Consejo Editorial:


Dr. Eduardo Crivelli - Universidad de Buenos Aires, Argentina
Dr. John Palmer - Brookes University, Oxford, Inglaterra
Dr. Tadashi Yanai - Universidad de Tenri, Nara, Japón
Dra. María Cristina Dasso - Universidad de Buenos Aires, Argentina

Archivos es la publicación periódica del Departamento de Antropología


Cultural del Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cul-
tural (CIAFIC), que por este medio busca servir a la tarea del conoci-
miento y la reflexión sobre las culturas. Con esta finalidad, tiene como
cometido difundir las investigaciones del Departamento, publicar cola-
boraciones que versen sobre antropología cultural y rescatar trabajos cuyo
valor se considera meritorio para la disciplina.

8 2013 CIAFIC Ediciones


Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural
Asociación Argentina de Cultura
CONICET
Federico Lacroze 2100 - (1426) Buenos Aires
www.ciafic.edu.ar
e-mail: ciafic@fibertel.com.ar
Dirección: Lila Blanca Archideo

Impreso en Argentina
Printed in Argentina
Homenaje al Dr. Olaf Blixen
El árbol de la abundancia
y el origen mítico de las plantas
cultivadas en América del Sur*
Olaf Blixen**

Introducción
Las interrogantes que plantea al hombre, primitivo o no, el uni-
verso en que vive también fueron enfrentadas y ponderadas por los in-
dígenas americanos. Cuestiones tales como el origen del mundo por
ellos conocido, su estructura y eventual acabamiento; el origen de
hombres, animales, plantas y cuerpos celestes; el mundo sobrenatural
y la acción de sus potencias; la naturaleza del alma, su perdurabilidad
tras la muerte física y su destino final, constituyen un cúmulo de cues-
tiones a las cuales el amerindio trató de contestar, como lo demuestra
el examen de su mitología y de otras fuentes para el conocimiento de
su vida espiritual. Las respuestas no han sido, desde luego, sistemá-
ticas, sino implícitas en el contenido de los relatos que han reflejado
su cosmovisión, y aun la traducen, a pesar de las erosiones, amputa-
ciones y cambios aparejados por el contacto cultural con Occidente.

* Por la ayuda prestada en Alemania para la obtención de materiales bibliográ-


ficos de difícil consulta, el autor deja constancia de su agradecimiento al P. Dr.
Joachim Piepke, Director del Anthropos Institut, Sankt Augustin, y a sus colabo-
radores; al Dr. Siegfried Seyfarth, Director de la Biblioteca del Frobenius Institut,
Frankfurt a.M; al Dr. Richard Haas, de la Abteilung Amerikanische Naturvdlker,
Museum f. Volkerkunde, Berlin; y a sus amigos Sra. Annette Bierbach y Dr. Horst
Cain. Y agradece igualmente a las autoridades de la Sociedad del Verbo Divino,
Sankt Augustin, y al Dr. Willi Ziegler, Director del Forschungsinstitut u. Natur-
museum Senckenberg por el hospedaje que le brindaron en la ocasión dichas ins-
tituciones.
** MOANA, Estudios de Antropología, Vol. IV, N° 3,1993, Montevideo. Dir.
Olaf Blixen.

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En las páginas que siguen pretendemos ocuparnos de las creen-
cias míticas relativas a las plantas cultivadas y útiles de los amerindios
meridionales. Seguramente este es uno de los aspectos más importan-
tes de la mitología del subcontinente, pues atañe a la base de subsis-
tencia del grupo social y de sus integrantes. Pensamos que un
tratamiento conjunto del tema, que introduzca cierto orden crítico en
materiales tan abundantes y esparcidos en región tan dilatada, puede
contribuir al mejor conocimiento de problemas que, por ahora, apenas
han sido desbrozados en estudios regionales. Pues, hasta el momento,
en la mitología sudamericana han preponderado los trabajos de reco-
lección de textos y los estudios monográficos y analíticos, ejecutados,
por otra parte, con grandes diferencias de criterios y de maestría. Y en
cambio han sido escasos los intentos de abarcar los temas míticos en
escala continental, usando las técnicas tradicionales de la investigación
comparativa.

El árbol de la abundancia y sus diferencias con otros árboles mí-


ticos.- En Eurasia las concepciones míticas y religiosas albergadas por
sus pueblos primitivos - extintos o aun existentes- acerca de las relaciones
del hombre con el mundo vegetal han sido estudiadas, en profundidad,
desde hace largo tiempo, con distintos puntos de vista y por diferentes
disciplinas. Tales investigaciones han aportado resultados teóricos im-
portantes y valiosos, aunque, como cabe esperarlo en debates científicos
de larga duración, las conclusiones parciales son objeto de permanentes
modificaciones y retoques. Las similitudes entre ciertas creencias del
Viejo y del Nuevo Mundo son notorias, y estas correspondencias suelen
encontrarse también en aspectos particulares; esto es, en detalles. En
verdad, eso es lo que cabría teóricamente esperar, conocido el origen
fundamentalmente nordasiático de la población americana y habida cuen-
ta de la capacidad de las creencias para difundirse en el espacio y perdurar
en el tiempo. Pero en qué medida sea conveniente usar en América in-
dígena teorías explicativas elaboradas para las culturas eurasiáticas, ba-
sadas en realidades distintas, es otra cuestión. Es bastante natural la ten-
tación de traer a colación, al ámbito sudamericano, interpretaciones acep-
tadas o sostenidas para los mitos clásicos y del Oriente cercano que ex-
plican el nacimiento de la vegetación y su retorno estacional, y aplicarlas
a “iluminar” el sentido de los mitos indígenas transformistas que dan

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cuenta del nacimiento de los cultígenos. O la de trasladar las
concepciones eurosiberianas acerca del árbol cósmico o las ideas de las
altas culturas del Cercano Oriente sobre el árbol de la vida para interpretar,
en el primer caso, el significado del árbol del mundo y, en el segundo,
el del árbol de la abundancia en América del Sur. Pero en esto, a nuestro
juicio, la cautela se impone, pues poco se gana con asimilaciones apre-
suradas, y parece notoriamente más sensato ocuparse, ante todo, de la
descripción y ordenación de los hechos de nuestro continente, y señalar,
en todo caso, las coincidencias extracontinentales en puntos concretos,
cuando ello proceda.
Hay motivo para tales reservas y para usar parsimonia en las
correlaciones. El primer grupo de mitos etiológicos que, en Sud
América, tienen por objeto las plantas cultivadas, es el que aparece
centrado en el árbol de la abundancia (o árbol de los alimentos, o
multifructífero); es decir: el árbol que, en el tiempo primordial,
contenía en sí los frutos de todos los demás, y aun de las plantas
alimenticias. El punto de partida es la creencia en que, en el principio,
los cultígenos no estaban separados en vegetales específicos, cada uno
de los cuales contenía un alimento diferente; sino que todos crecían en
un único y gigantesco ejemplar arbóreo. Este árbol participa, en
verdad, de algunas de las características de los distintos árboles
cósmicos o sagrados que, para el Viejo Mundo, registra Eliade
(1949:233-34); pero no se identifica con ninguno de ellos. Por su
tamaño descomunal, pues puede llegar al cielo, y por la vastedad de su
copa que, a tenor de algún texto, tal vez hiperbólico, se dice que cubría
toda la tierra, parece identificarse con el árbol del mundo. Pero nunca
se le menciona como eje ni centro del universo, ni como sostén del
cielo. No está ligado al ritmo de la muerte y resurrección de la
vegetación, porque ningún relato dice que los alimentos que contenía
mermaran, escasearan o desaparecieran. No puede ser considerado
“imagen del cosmos” ni “símbolo”, al menos a través de las
narraciones que conocemos. Es, pues, un árbol sui generis.
Puede, sí, ser calificado de árbol del mundo el horcón que sirve de eje
cósmico en la mitología maquiritare y que une los distintos estratos o
pisos que componen el universo, concebido como mundos superpues-
tos, o más bien como regiones o comarcas (Barandiarán, 1962:61 ss).

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Pero no sólo esta concepción ha sido recogida de chamanes -lo que
significa un peculiar “canal” interpretativo para la concepción del uni-
verso-[1] sino que, aunque la aceptemos como generalizada a toda la
sociedad maquiritare, no podemos, sin caer en hipótesis arbitraria, su-
ponerla extendida a otros grupos caribes. Es posible que así haya sido,
pero ello deberá probarse en cada caso. Tampoco, a nuestro juicio, po-
demos considerar como sustitutos o sucedáneos implícitos del árbol
del mundo los distintos medios o artificios que nos muestra el mito
para realizar la comunicación entre cielo y tierra: esto es, el árbol que
se estira mágicamente hasta el cielo, la cuerda o escala que desciende,
la cadena de flechas que se incrusta en el firmamento y llega a tierra,
la columna de humo que arrastra al protagonista y otros semejantes.
Pues el único rasgo que poseen en común con el árbol del mundo es
una de sus funciones: servir de vía de comunicación entre los estratos
del cosmos; y, en tal caso, estamos sin duda ante Elementargedanken
que surgen, de modo espontáneo, como soluciones al problema que
plantea semejante traslado. Ello no supone necesariamente una estruc-
tura cósmica como la que se refleja en la concepción del árbol del
mundo. La inferencia sería más bien la contraria: que se recurre a tales
expedientes en defecto de una estructura permanente que permita esas
formas de trashumancia celestial.
Tampoco el árbol del agua, que en las variantes del noroeste de Sud
América sustituye, en la mayoría de los grupos, al árbol de la abundan-
cia, aparece mencionado por Eliade entre los árboles míticos caracte-
rísticos de Eurasia. El líquido interior que, en América, forma, al
desbordarse, la red fluvial o el mar no puede equipararse, sin más, a las
aguas de vida de las moradas celestes, ni al vai ora de la mitología po-
linesia, que se dirigen a otros fines: rejuvenecer o asegurar la inmor-
talidad. En un cotejo con estas funciones trascendentes, el árbol del
agua de los indios del noroeste amazónico tiene un objetivo un tanto
pedestre, aunque, en fin de cuentas, también necesario: apagar la sed.
El árbol de salvación tampoco es, en general, asimilable a un árbol
del mundo. Arboles de salvación encontramos en los mitos sudameri-
canos de inundación o de incendio. Estos árboles sirven de refugio a
los individuos amenazados por las aguas o por el fuego; y, por lo
común, no poseen caracteres especiales que los sindiquen como ejem-

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plares únicos o poseedores de naturaleza potente. Pero hay excepcio-
nes. Una de ellas es el árbol wanámei de los mashcos (v. infra) que es,
sin duda, árbol potente y especial, tanto por su nacimiento como por
sus características. Y también tienen naturaleza potente los entes que,
a lo largo de la región andina, sustituyen como refugio en los mitos
“diluviales” a los árboles de salvación. Nos referimos a los conocidos
cerros flotantes, que van creciendo a medida que suben las aguas, y
permiten, de este modo, que se salven quienes se han refugiado en sus
cumbres.

Dádivas y hurtos de cultígenos.- Otro grupo de mitos etiológicos que


nos enseñan cómo imaginaban los amerindios la aparición de las plan-
tas cultivadas, es el que hace depender esta innovación de la enseñanza
y el don material de un héroe cultural, de una deidad o un ser sobre-
natural, o, sencillamente, de un dador del cual apenas podemos decir
más que lo que atañe al acto que llevó a cabo. Incluso esos dones, en
algunos casos, se deben a animales o seres calificados como tales[2],
que aportaron plantas o semillas y enseñaron su cultivo y siembra. Evi-
dentemente estos personajes repiten, mutatis mutandi, las actuaciones
de los héroes culturales de otras mitologías y, desde luego, también de
los tesmóforos clásicos, fueran éstos Prometeo, Triptólemo o la misma
Deméter.
Pero también otra explicación del origen y primer cultivo de ciertas
plantas refiere que fueron hurtadas de algún poseedor avaro que las
guardaba para sí y no compartía su uso con los demás hombres. Varios
relatos describen cómo se obtuvieron, por primera vez, determinadas
plantas útiles por medio de estas actividades furtivas.

Los orígenes metamórficos de las plantas cultivadas y útiles.- Para


la conciencia mítica no operan las causas de rechazo que obstaculizarían
la aceptación de ciertas transformaciones que contrarían las leyes na-
turales. Los seres que, para la concepción científica, corresponden a uni-
dades taxonómicas diferentes, incluso a reinos distintos, no pueden dis-
tinguirse con la misma nitidez en el campo del mito, porque pueden tener
intención, voluntad y sentimientos, y ser sujetos de procesos psíquicos
con amplitud mucho mayor que las que le reconoce el pensar científico.
Más radical es el reconocimiento de su capacidad de transformar o mudar

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su forma física, si se trata de seres potentes. Un hombre que participaba
de la potencia de los seres de la época primordial era, según la creencia
de los ayoreos, capaz de “deshacerse de (su) persona” y adoptar la forma
y vida de un animal o una planta (Bórmida, 1973-74, passim).También,
desde luego, podía un hombre o animal del tiempo mítico transformarse
en “cosa”; y son innumerables las topogonías, esto es, las explicaciones
míticas del origen de lugares extraordinarios o por alguna razón llama-
tivos, que así lo prueban[3].
La metamorfosis, pues, ha sido una de las explicaciones más comunes
en el ámbito de la conciencia mítica para comprender la aparición de
las plantas cultivadas, y entender por qué presentan determinados ca-
racteres que, por lo regular, se remiten a rasgos que poseía ya el ser ori-
ginario antes de la transformación. Debe tenerse en cuenta además,
que, para la conciencia primitiva, explicar no significa remontarse a
causas primeras; pues, en esa búsqueda, la mentalidad arcaica -para
usar el término de Cazeneuve- no es muy exigente, y suele confor-
marse con determinar hechos y estados inmediatos al suceso que se
quiere explicar. Y, en lo que atañe a la metamorfosis, es menos quis-
quillosa aún en cuanto al cómo de la transformación. Con lo que
prueba, entre otras cosas, hasta qué punto es sabia la ignorancia; pues,
al desdeñar los detalles de esa transformación imaginada, se ahorra la
elaboración de un fárrago de invenciones inútiles, que podrían ser
campo apropiado para la duda o el escepticismo, y ampara el proceso
mismo con el velo de misterio de los acontecimientos sagrados, en los
que la potencia se revela, pero no se exhibe. Para la transformación,
por lo tanto, se elige - elección impremeditada, impuesta por el saber
intuitivo del vulgo- el lugar escondido u oculto. En el caso del origen
metamórfico de los cultígenos ese lugar es el interior de la tierra, y se
asegura aun más ese secreto mediante el alejamiento de quienes pudie-
ran perturbar, con su presencia o su mirada indiscreta, la sacralidad
del proceso. Porque desde el mago de feria, que extiende un lienzo
sobre la galera de la que sacará un conejo u otra alimaña más o menos
sorprendente, hasta la teofanía que cubre con un trozo de tapa el cazo
en que se juntarán, poco a poco, los fragmentos de un cuerpo despe-
dazado, para que se opere su resurrección al culminar la operación má-
gica, todos saben que la metamorfosis potente requiere misterio.

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Notas
[1] Sobre el concepto de canal cf. Bórmida, 1984:18ss.
[2] Zerries (1964:279-81) ha puesto de relieve la importancia que tienen los ani-
males y los señores o dueños de animales en el proceso de adquisición, por los
hombres del tiempo mítico, de las primeras plantas cultivadas. En estos episodios
han actuado, unas veces, como dadores; y, otras, como antiguos poseedores de
las simientes y plantas que los hombres han adquirido para su beneficio.
[3] Así, por ejemplo, en una historia arecuna Macunaima convierte a diversos
hombres, mujeres y animales en rocas; y lo mismo ocurre en un relato taulipang
(Koch-Grünberg, 1981:(2):43-46); unos guerreros caribes son convertidos en
rocas (Roth, 1915:152); cierta islita que está aguas abajo de la cascada de Kaietur
fue una caja que contenía a un viejo, juzgado inútil y arrojado en ese receptáculo
a la corriente (akawoios, Im Thurn, 1883:383); un demonio es transformado en
manantial (campas, Weiss, 1975:319-22); ciertos hombres quedan petrificados
mientras esperan que vuelva a salir el sol, según un relato arinagoto (Frikel,
1961:1-15); dos hermanos son convertidos en rocas por un ser potente para lograr,
por esta vía expeditiva, la desaparición de sus rivales en un matrimonio o con-
cubinato poliándrico (cúbeos, Goldman, 1940:244); igual metamorfosis sufren
dos cormoranes (yámanas, Gusinde, 1986:(3):1191), etc. Casi invariablemente
estas transformaciones dan por resultado la constitución de rocas.

El árbol de la abundancia y su heterogénea parentela

Textos caribes.- La presencia del mito del árbol de la abundancia en


textos de diversas tribus caríbicas había sido señalada ya por Im Thurn,
Ehrenreich, Koch-Grünberg y otros autores; pero quien reunió varios
ejemplos demostrativos de esas concordancias fue el etnólogo sueco
S. Henry Wassén. Lo hizo de un modo más bien incidental, pues sus
observaciones, sin duda importantes, aparecen como comentarios o
notas a una colección de cuentos chocoes recogidos por el barón Er-
land Nordenskiöld, y publicados por el mismo Wassén, en 1933, luego
del fallecimiento de su maestro y amigo.
Las versiones caribes son muy orgánicas y coherentes, lo que nos su-
giere que hayan formado parte del acervo mítico común de estas tribus,
aunque no sepamos desde cuándo. Las historias comienzan mencio-
nando que, en el tiempo de los orígenes, los hombres sólo comen tierra
(Maquiritares (Civrieux, 1970:105)) y viven hambrientos[1]. Pero, en

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medio de esa hambruna general, hay un animal[2] que permanece
gordo, y con aspecto de bien nutrido. Tal individuo es, unas veces, el
tapir (Brett, s/f:104 ss.; Im Thurn, 1883:379; Roth, 1915:147; Gillin,
1936:189); otras, el agutí (Dasyprocta sp. (Im Thurn, Farabee, Koch-
Grünberg) y otras, el acure o apereá (Cavia sp., (Armellada). Como su
aspecto despierta lógicas sospechas, el héroe cultural o la comunidad
encarga a alguien que lo vigile y siga sus pasos, para averiguar dónde
y qué come. Generalmente el primer espía es burlado. El segundo, un
roedor calificado a veces, tal vez impropiamente, de “rata”, tiene más
éxito en su misión y, siguiendo el rastro del tapir, llega al lugar donde
crece el árbol de la abundancia. Se trata de un inmenso vegetal que
llega al cielo, y tiene, en cada una de sus ramas, frutas y legumbres di-
ferentes. El tapir, una vez descubierto, soborna al roedor para que no
cuente la verdad a quienes le han encomendado su tarea de espionaje
y, en pago de su silencio, lo invita a que ambos compartan los frutos
del árbol, abundantemente esparcidos por el suelo. Pero el espía infiel
no puede engañar mucho tiempo a los demás. El héroe Macunaima[3]
abre la boca del animalito cuando duerme, y observa, entre los dientes,
los restos de un alimento desconocido, de olor agradable. El roedor es
obligado ahora a conducir a la gente ante el árbol. Como, por su altura,
no es posible o es muy difícil arrancar los frutos de las ramas altas,
deciden talarlo, para que todas las frutas caigan de una vez al suelo. En
la ejecución de este propósito aparece, en algunas versiones, la pugna
de los gemelos clásicos de la mitología sudamericana que, aunque di-
rigen la tarea conjuntamente, discrepan en su intención de ejecutarla.
Este desacuerdo reaparecerá, a veces con oposición más dramática, en
las versiones recogidas en el oeste de la Amazonia y en el noroeste de
Colombia. Así, cuando uno de los hermanos, Macunaima, empieza a
golpear con su hacha el árbol gigantesco, va pronunciando el nombre
de árboles de madera blanda, como conjuro para que el hacha penetre
fácilmente en el seno del tronco. Simultáneamente el otro hermano,
Zigí, que corta por el lado opuesto, también hace su conjuro, musi-
tando el nombre de árboles de madera dura, para lograr el efecto con-
trario. Por el mayor poder de Macunaima el árbol es, finalmente,
separado de su base. Pero no cae, porque está sostenido por bejucos o
lianas que lo sujetan al cielo (Caribes del Barama (Gillin, 1936:189-
90); maquiritares (Civrieux, 1970:120); arecunas (Koch- Grünberg,

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1981:(2):39-41); o bien, en una versión menos típica, queda enredado
en la cima de un cerro que detiene su caída (Armellada, 1964:54-55).
La ardilla más pequeña se encarga de cortar o desenredar las ramas
que sujetan el árbol para hacerlo caer, después que fracasan otros en
el intento. Los relatos de los grupos caribes difieren un tanto en su des-
enlace y, en ciertos casos, parecería que estuviéramos ante alguna na-
rración trunca. En una de las versiones de Civrieux[4], caído el árbol,
se procede al reparto de ramas con sus frutos y, aparentemente, cada
uno lleva lo suyo para plantar en su conuco o huerta. En la versión de
Gillin (loco cit.), un pájaro explica a los hombres cómo deben plantar
y cultivar los frutos que acaban de obtener, y adquiere inesperada-
mente el rango de tesmóforo. Pero, casi invariablemente, la caída del
gran árbol está ligada, entre los caribes, con el mito de la inundación,
frecuente y erróneamente calificado de “diluvial”. Pues ocurre que el
árbol de la abundancia contiene también el agua del mundo y, cuando
es cortado, comienza a brotar a raudales del tocón una avenida incon-
tenible, que inunda la tierra[5]. Con la característica desproporción,
que es constante en el pensamiento mítico, entre causas y efectos, esta
avenida torrentosa es detenida en un primer momento por el héroe, o
por las gentes, tapando el tocón con una canasta invertida. Pero el
mono es un ser curioso y, además, desconfiado. Suponiendo que la ca-
nasta oculta las mejores frutas, que otro quiere reservar para sí, la le-
vanta; y la fuerza del agua, que vuelve ahora a brotar a torrentes, lo
arrastra, e inunda el país; esto es, el mundo, pues los límites de ambos
se confunden en la conciencia mítica.
Esta inundación obliga a hombres y animales a buscar su salvación en
los árboles, como lo consignan casi todos los relatos. En tal caso, los
refugiados usan el conocido procedimiento de arrojar frutos desde la
altura en que están encaramados para conocer, por el ruido del chapa-
leo, si todavía la tierra sigue inundada; y descienden sólo cuando el ob-
jeto arrojado rebota en tierra seca (akawoyos, pemones). Como es
obvio, este sistema tiene sentido únicamente cuando el mundo circun-
dante, además de inundado, está completamente en tinieblas, lo que es-
pecíficamente se dice en otras versiones de mitos de inundación, pero,
curiosamente, para los caribes sólo se consigna en el texto de Farabee.
Hay que pensar, pues, pese a que ello resulte contradictorio o chocante

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con otros detalles de las versiones del mito, que el proceso, o su parte
final, se cumple en la oscuridad. En el texto de Farabee la oscuridad
se produce por una orden o conjuro que emite el menor de los herma-
nos de la clásica pareja de gemelos.
Si bien en los textos caribes la caída del árbol de la abundancia da ori-
gen a una avenida que produce inundación, esto no se liga con la for-
mación de mares ni de ríos, salvo en el segundo texto (de 1970) de
Civrieux. Este texto, como lo hemos señalado antes (Blixen, 1992:6),
o bien es la exposición de un informante muy aculturado o, de lo con-
trario, muestra retoques formales e interpretativos ajenos a la tradición
expresiva indígena. En cambio, en las versiones del oeste de la Ama-
zonia, a las que nos referiremos más adelante, es bastante constante
que el derribo del árbol gigantesco, de ramazón también desmesurada,
dé origen a un gran río, generalmente el propio Amazonas, e incluso
al mar, y que su ramaje prefigure la disposición de sus afluentes. Esta,
por otra parte, no puede ser la solución caribe, porque en la tradición
de estos grupos el árbol mismo se petrifica, y queda convertido en sie-
rras o cadenas montañosas, mientras que su tocón se perpetúa en uno
de los grandes montes de la Guayana, el Roraima[6]. Además, en los
textos caribes, del agua que mana del tocón salen también los peces
que poblarán los ríos, aparentemente preformados; mientras que en la
Amazonia occidental los peces se forman, la mayoría de las veces, de
las hojas o de las astillas del árbol tronchado. Es muy significativo que
varias de estas ideas reaparezcan en la mitología chaqueña, entre los
matacos.
Los macushis nos han dejado una historia que se aparta algo de las
restantes versiones caribes, a pesar de pertenecer todas ellas a regiones
relativamente cercanas. En esta variante el árbol sólo funciona como
sustentáculo de frutos y alimentos diversos, no como receptáculo de
agua. Los gemelos míticos observan que una vieja tiene en su casa
muchas frutas comestibles que ellos no poseen -o no conocen- y deci-
den espiar sus movimientos para averiguar dónde tiene su roza. Si-
guiéndola, pues, llegan a un gigantesco árbol, lleno de frutos
diferentes. Cuando lo cortan para apoderarse de ellos, el árbol arrastra
en su caída al sol que se hunde en el río y se produce una oscuridad
completa (Soares Diniz, 1971:82).

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Entre los hishkarianas encontramos un relato que, bajo una distinta
apariencia, encubre una interesante deformación de mito del árbol de
la abundancia; lo que explica, al mismo tiempo, por qué no aparece
dicho mito, en su forma típica, en el susodicho grupo caribe. Dicen
los hishkarianas (Soares Diniz, 1971:82) que, en el tiempo de los orí-
genes, la mandioca, conjuntamente con otras plantas alimenticias, es-
taba sobre una isla pedregosa. La gente trató de subir a esa isla, pero
no lo logró, porque era muy peligroso hacerlo. Encargaron a la ardilla
que trajera esos cultígenos, pero la ardilla tampoco se animó a subir.
Mandaron entonces al picaflor que cortara el cordel o hilo que sostenía
estos vegetales. El picaflor fue, y cortó ese cordel, y el conjunto de
plantas, tubérculos y frutos pudo así ser recogido por los hombres, que
hicieron con ello la primera roza.
Esta “isla” es, por lo tanto, un lugar particularmente abrupto, tan
notablemente escarpado como para impedir el ascenso de una ardilla,
lo que lleva a atribuirle una morfología imaginada como poco menos
que columnar, no muy distante de la de un tronco pétreo, desprovisto
de los apoyos de las ramas. La mención de que la ardilla no se anima
a subir, se equipara claramente con los intentos fracasados que, en
otras versiones, realizan las ardillas de mayor tamaño en los textos en
que el éxito sólo lo obtiene la ardilla menor. Pero es detalle aun más
esclarecedor el hecho de que este paquete de plantas con sus frutos y
raíces alimenticias esté colgado de un soporte que no puede ser otro
que el cielo, y que deba ser seccionado por un animalito que oficia de
héroe cultural, tarea que cumple aquí el picaflor. Este último acto,
obviamente, corresponde al corte de los bejucos que permite la caída
del coloso vegetal en la mayoría de los textos relativos al árbol de la
abundancia.
Los wapishanas, grupo arauaco vecino de los macushis, tienen una tra-
dición con rasgos propios, aunque su árbol conserva los dos elementos
que caracterizan a la mayor parte de los textos guayánicos: la propie-
dad de poseer frutas de distintas clases y la acumulación, en su interior,
de aguas ilimitadas, que originan una inundación cuando el árbol es ta-
lado. La versión más extensa y rica en detalles, pero más alejada de lo
que parece ser la tradición común de la región, nos ha sido conservada
por Farabee (1918:110-13). Parte de la existencia de una pareja de so-

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brenaturales masculinos, ligados en una relación de creador-ordenador
(Tuminkar) y ejecutor (Duid). Según el mito, Duid llevaba a los hom-
bres de la época primordial el alimento diario, aunque nunca les decía
dónde lo obtenía. Los hombres observaron que los animales marcha-
ban siempre en determinada dirección y volvían bien alimentados, por
lo que decidieron seguirlos, y encontraron así, por sí mismos, el árbol
de frutos variados. Concluyeron, pues, que la intermediación de Duid
era innecesaria, y que podían prescindir de él y de las órdenes y con-
sejos que les daba. Fueron ante Duid y le dijeron que ya no necesitaba
traerles más el alimento, porque sabían de dónde lo obtenía; y, en ade-
lante, ellos mismos lo irían a buscar. Duid se irritó. Les contestó que
el árbol sería cortado, y que ya no tendrían frutos para recoger. En el
futuro podrían conseguir por sí sus alimentos como querían, pero de-
berían hacerlo con su propio trabajo, plantando, cuidando las semen-
teras y cosechando. Con ello acabó la vida fácil de los primeros
hombres. El corte del gran árbol, que se dice era una bombacácea
(Bombax ceiba) de tronco recto y ramas horizontales de enorme desa-
rrollo, dejó un tocón pétreo, y produjo la inundación de la tierra, con
los episodios comunes en las variantes de la zona. Esta versión de Fa-
rabee tiene visibles connotaciones éticas que parecen revelar una in-
fluencia, directa o indirecta, de las prédicas misioneras. Existe otra
versión publicada por Ogilvie (1940:64-67), con algunos detalles di-
ferentes, en la que la influencia de la catequización es mucho más no-
toria todavía, y que aparece, además, adornada con incidentes.
En cambio, la versión de Wirth (1950:172-73), aunque recogida treinta
años después, está más apegada a la tradición común, porque sustituye
al tesmóforo Duid por un agutí, que conocía la localización del árbol
y la ocultaba a los demás para aprovechar sus frutos él solo, como ocu-
rre en la mayoría de las narraciones, no sólo de las Guayanas, sino
también del noroeste sudamericano y de la Amazonia occidental.
Los guahibos o sikuarús, ubicados entre los cursos medios del Meta y
el Guaviare, conocen igualmente el mito del árbol de frutos variados,
el Kaliawiri (Queixalos, 1979) o Kaliavirnae (Baquero, 1989). Según
el texto de Queixalos (pag.104 ss), en otro tiempo la zarigüeya o co-
madreja americana (Didelphis sp.) descubrió el árbol del ananá que
era, a pesar de recibir este nombre específico, árbol de muchos dife-

118
rentes frutos. En una ocasión los compañeros sacaron de entre los dien-
tes de la dormida comadreja restos de comida de olor agradable, y en-
cargaron al agutí que descubriera dónde comía la zarigüeya. Pero el
agutí se olvidó de su misión y se quedó dormido, por lo que confiaron
a la paca (Cuniculus paca) idéntico cometido. La paca fue más dili-
gente. Siguió desde tierra a la zarigüeya, que se desplazaba por los ár-
boles. Atravesaron el Orinoco, cada uno a su manera, y, por fin, la
zarigüeya llegó a destino, el sitio donde se alzaba el prodigioso árbol.
Empezó a comer los frutos y los trocitos que se le caían, los recogía la
paca. Por su curiosidad por observar lo que hacía la paca, se le cayó a
la comadreja un fruto entero de ananá. La paca lo recogió al vuelo,
huyó corriendo y llegó a la morada de los hombres-animales del
tiempo originario. Cortó el fruto en pedacitos y los repartió. Todos
apreciaron su excelencia. Cuando llegó la zarigüeya, venía furiosa con-
tra la paca, y ambas se dañaron mutuamente; de manera tal, que con-
servaron marca indeleble de su pugna. La paca quedó con sus orificios
infraorbitarios -señales de las quemaduras sufridas- y la Didelphis con
su cola pelada. De todos modos, tuvo que confesar dónde estaba el
árbol cuyo secreto guardaba, y los demás hombres-animales procedie-
ron a talarlo. Como es común en el esquema de este mito, tuvieron
que superar la dificultad de que, durante la noche, el árbol reparara
misteriosamente las ablaciones que el hacha del picapalos le había
practicado de día, de modo tal que, a la mañana siguiente, se erguía in-
tacto. Por la noche las astillas volvían a su sitio, lo que importa forzo-
samente la acción de un ser potente, seguramente el “dueño” o señor
de la especie vegetal, que usaba su poder sobrenatural para curar las
heridas del tronco. Los leñadores tuvieron que recurrir a los servicios
de las hormigas para que se llevaran las astillas y virutas que caían, y
así pudieron completar la tala y recoger los frutos[7]. Aunque el texto
no diga explícitamente que el árbol contenía todos los frutos y plantas
comestibles, las menciones a la difusión de la mandioca y otros ali-
mentos cultivados como consecuencia del derribo del árbol no dejan
duda sobre ello.
Las referencias de Baquero (1989:133-34) a este episodio son sucintas,
pero concordantes y explícitas en cuanto al carácter multifructífero del
árbol. Baquero, que más bien comenta que expone el episodio mítico,

119
habla de la inundación subsiguiente a la tala. Pero la inundación no apa-
rece como consecuencia de una avenida producida por el agua surgida
del tocón o del seno del árbol gigantesco, sino por efecto de plegarias
pronunciadas por un individuo, presuntamente chamán, que hace llover
copiosamente y, de este modo, provoca el desastre. Tampoco se trata
aquí de una creciente que arrase la tierra por acción de una teofanía ai-
rada, sea por la transgresión de un tabú u otra violación del orden tra-
dicional establecido, sea como castigo por quebrantamiento de normas
éticas, como ocurre en los diluvios de inspiración misionera. En el caso
que comentamos, la inundación se produce para hacer concentrar los
animales de caza en lugares altos y así facilitar su captura, objetivo en
verdad anómalo. En los textos guahibos, como en los caribes, el árbol
abatido se petrifica y se convierte en la sierra del Sipapo, en territorio
piaroa (Queixalos). Baquero da una información algo distinta.
La versión que dan del mito los piaroas -geográficamente interpuestos
entre guahibos y maquiritares- es muy congruente con la tradición ca-
ribe, y los apartamentos de ella se deben a obvias aculturaciones, para
adaptar la tradición al arribo de los blancos y a algunas de sus conse-
cuencias. En el tiempo originario el árbol gigante, que se alzaba junto
al Sipapo, tenía encima todas las plantas comestibles: mandioca, maíz,
ñame, ocumo, batata y muchas frutas. Todo lo había creado Wajari,
divinidad fundamental de los piaroas, para que todo el mundo pudiera
aprovechar las frutas[8]. Cuando fue talado, él árbol cayó “para el otro
lado”. Si hubiera caído “para éste”, habría más montañas altas y más
piedras en nuestra selva, dicen los piaroas. Como el follaje del árbol
cayó “para allá”, la tierra es mejor allende, y, de “nuestro lado”, se dan
pocas frutas. Y acota un informante, adaptando el mito a las circuns-
tancias de una historia posterior, que, cuando se hizo el corte, el árbol
tenía cuatro ramas, tres de ellas ocupadas por cada una de las tres tribus
que los piaroas consideran básicas, y, la cuarta, por los españoles (Bo-
glar 1978: 14-18).
Algunas referencias más de la región amazónica pueden considerarse
fragmentarias o residuales; pero tal vez una recolección más cuidadosa,
o con informantes más idóneos, podría haber dado resultados más ricos.
Entre los guarequenas proporciona González (1981:143-44) unos datos
sintéticos sobre el árbol de la vida, que ubica hacia las cabeceras del

120
Sipapo. Es, sin duda, un árbol de la abundancia porque, aunque lo ca-
lifica también de “árbol de yuca”, dice que tenía semillas (sic) de yuca,
plátano, arroz, frijoles, maíz, ají, tomate y otros vegetales. Cuando lo
derriban, unas semillas van a caer en tierra de los blancos, lo cual ex-
plicará por qué éstos poseen ciertos cultígenos que no tienen los gua-
requenas. El tocón correspondería a lo que hoy se conoce como Cerro
Autana. El mito, bastante reducido en su desarrollo, viene integrado
como un episodio dentro de los actos del tesmóforo Napiruli. Un
relato desana (Reichel-Dolmatoff 1968:199), muy pobre, se refiere a
un árbol del cual caían unas pepas que, por sus nombres, evidencian
ser de distinta naturaleza: la kenó, la poé y una tercera de la que se dice
que era “como piña”. Daba también frutas de palmas. Procede asi-
mismo de ese árbol el morrocoy[9], una tortuga terrestre, que es, no
obstante, el único animal al cual se atribuye semejante origen botánico.
De aguas más arriba, del alto Vaupés, procedería el texto que recogió
Brandão de Amorim[10] y que, por su referencia a la teofanía Uansken,
pensamos que pueda atribuirse a los uananaes. La referencia es, en todo
caso, a un grupo tucano. El texto es mucho más explícito que los dos
anteriores, y parecería que la producción del árbol era de frutos y yuca.
La historia se inicia cuando un hombre sorprende en su sembrado a una
rata grande, con la boca perfumada por haber comido del fruto. Le per-
dona la vida a trueque del informe sobre la fuente de ese agradable ali-
mento. El roedor lo lleva hasta el árbol, y le advierte que el acutipuru,
esto es, una ardilla (Sciuridae) está comiendo todos los frutos. Se
junta gente para cortar el árbol, a pesar de que éste pertenece a un so-
brenatural, vale decir, a Uansken. Cuando Uansken escucha el ruido
que hacen las hachas para voltearlo, se enoja, y desea averiguar quién
ha dado a conocer su ubicación. Nota que el acutipuru ha dejado en al-
gunos frutos la huella de sus dientes. Mostrando sobre tales rastros un
conocimiento no inferior al que poseía Sherlock Holmes sobre las co-
lillas de cigarrillos y en vista de esta evidencia circunstancial, acecha
al intruso y, cuando vuelve, lo mata. Su acción antisocial se ha mani-
festado en el hecho de que comía frutos que no habían alcanzado to-
davía su sazón. Como por su acción se han estragado los frutos que eran
para todos, Uansken castiga a su especie con el hambre. El árbol es de-
rribado por los hombres, y sus frutos, de todos modos, se difunden. El
tocón es aún visible en medio de la cascada de Uarakapuri, como una

121
roca grande. Los rasgos caríbicos del texto se explicarían bien por un
origen carijona de la versión, pues es sabido que en la región del Vaupés
y el Caquetá han convergido tribus tucanas, arauacas y caribes. Pero,
por ahora, esto es una suposición especulativa.
Textos cunas.- Por el extremo nordoccidental de Sud América pode-
mos establecer el límite de la expansión del mito en el territorio cuna.
Las versiones cunas publicadas por Wassen en 1934 y 1937 están más
próximas a las de los grupos caribes de las Guayanas que a las de cho-
coes y catíos, de las cuales nos ocuparemos en seguida, porque en
aquéllas aparecen nítidos los dos rasgos del árbol de la abundancia: es
productor de frutos variados y receptáculo de agua.
En cierto sentido los textos cunas se presentan más alejados de lo que
cabe suponer fuera la tradición primitiva, pues exhiben elementos que
provienen de las altas culturas, como las menciones a los metales pre-
ciosos. Cuando la teofanía celeste Ibelele baja a tierra, una mujer le
muestra el árbol de la abundancia, en cuya copa hay tierras, agua dulce
y salada y, además de ello, animales, aves, peces y plantas cultivadas
o silvestres. En realidad, este contenido de la copa más bien refleja un
mundo, un universo dentro del Universo, que una unidad fitográfica,
aun cuando se asigne al término la mayor latitud.
En la versión de 1934 (Wassen 1934: 3-5) aparecen los elementos que
resultan típicos en esta historia: orden de talar el árbol, tarea que no
puede cumplirse en una jornada, y consecuente reparación clandestina
de lo cortado durante la noche. Descubrimiento de que ciertos anima-
les llegan subrepticiamente en las horas nocturnas a restaurar los daños
causados por las hachas y eliminación violenta de esos intrusos. El
árbol, una vez cortado, no cae, porque unas nubecillas a las que está
sujeto no se lo permiten. Interviene, pues, la ardilla más pequeña y
ágil para cortar las ligaduras. La caída produce una avenida que apareja
la formación de los océanos y la diseminación de frutos, animales y
peces. El texto de 1937[11] contiene diferencias de detalle y, además,
nada dice acerca de las consecuencias del derribo, por lo cual debe
considerarse trunco.

122
Notas
[1] Caribes de la Guayana (Roth, 1915:147); caribes centrales (Farabee,
1924:83); pemones (Armellada, 1964:51 ss.); arecunas y taulipang (Koch-Grün-
berg, 1981:(2):39-43). El P. Armellada (p.5) dice que “pemón” es la autodenomi-
nación de una misma tribu (sic) que, hasta la aplicación de ese nombre, había
recibido muchos otros; unos toponímicos, como arinagotos, cachirigotos, kam-
erakotos, y otros “de origen y significación no muy claros” como taurepanes y
arecunas. Esta afirmación no viene acompañada de la documentación probatoria
que podría permitir adoptar ese nombre general en la literatura científica, ni, por
otra parte, la falta de claridad en cuanto al origen y significación de un nombre
es óbice para abandonar su uso, a menos que éste resulte de un error comprobado.
Como los nombres tradicionalmente usados son, además, indiscutiblemente útiles
para atribuir la información recogida a una u otra parcialidad y a uno u otro dia-
lecto -si tales diferencias lingüísticas existen, como parece, en algunos casos-
utilizaremos los nombres que emplee la fuente del dato sin cambio alguno, in-
cluso la designación global “pemones”, cuando la información provenga de Ar-
mellada.
[2] Es corriente que los textos insistan en aclarar que, en ese tiempo originario,
los animales eran como los hombres y, especialmente, que estaban dotados de la
palabra, que, en la conciencia mítica, parece ser más característica de la “huma-
nidad” que el mismo entendimiento.
[3] Nombre de un ser sobrenatural, potente, con características de burlador, que,
según Cámara Cascudo (1972:530) es “entidade divina para os macuxis, acavais,
arecunas e taulipangues”, grupos todos de lengua caríbica. Es gemelo de Pia, en
la pareja clásica de mellizos de la mitología sudamericana y, como tal, vengador
de su madre, muerta por los jaguares, hijos de la rana de la lluvia. Su figura ha
penetrado en el folklore regional.
[4] Maquiritares del Cunucunuma (1959:116).
[5] En algunas versiones la incongruencia de los resultados del corte es verdade-
ramente chocante; por ej., entre los caribes centrales (Farabee, 1924). Pues ex-
plícitamente se dice que, cuando el árbol cae, recogen todas las frutas y semillas
y las plantan; y, al mismo tiempo, se expresa que la tala produce la inundación
que cubre todo el mundo. Por lo cual, mal podían estar recogiendo y plantando
frutos mientras el agua los arrastraba hasta obligarlos a subir a los árboles más
altos. Esa incongruencia sugiere que el mito caribe ha unido, aunque en una aso-
ciación constante, dos mitos que estaban disociados y que no han podido armo-
nizarse lógicamente.
[6] El cerro Roraima, “Dodoima” para los maquiritares, es el tocón que ha que-
dado después de haber sido derribado el gran árbol de la abundancia (Civrieux,
1970:111; Koch-Grünberg, 1981:(2):43). En otras versiones la misma idea se

123
aplica al cerro o sierra Maráhuaka (Civrieux, 1959:116) o a tres montañas que son
sus pedazos (Civrieux, 1970:120).
[7] El tema del derribo del árbol que es restituido a su posición vertical y restau-
rado en su integridad por una fuerza sobrenatural esto es, por acción de una po-
tencia, es muy conocido en la mitología oceánica. Constituye uno de los episodios
más característicos del ciclo del héroe Rata (Lata, Laka) vengador de la muerte
de su padre, quien debe derribar un árbol para construir la canoa que lo llevará a
la isla donde vive el autor del homicidio que debe ser vengado. Pero en el ciclo
de Rata lo común es que el árbol sea verdaderamente derribado después de la pri-
mera jornada de labor del leñador, y restaurado a su posición erecta y curado de
sus heridas durante la noche. En los textos sudamericanos, cuando la acción de
tala se interrumpe por la noche, el árbol no ha sido aún abatido, sino sólo dañado
parcialmente. Pero tanto en América como en Polinesia la fuerza que restituye el
árbol a su integridad y su posición normal es la acción de seres potentes que re-
ponen los trozos cortados en su sitio y curan las heridas. También es un incidente
paralelo el hecho de que, en ciertas narraciones, la restauración del árbol se haga
imposible porque las astillas hayan sido destruidas o hayan caído en sitios de los
cuales no pueden salir (Blixen, 1987:312-14). Fuera de Polinesia, el motivo
aparece en las islas Banks (Codrington, 1891:158-59) dentro del ciclo del tesmó-
foro burlador Qat. En este relato, la labor de Qat no progresa porque, por la noche,
otro espíritu poderoso, la araña, repone las astillas en sus lugares. En Dobu el Dr.
Fortune (1972:307-308) narra un caso que tiene vinculación temática con el mo-
tivo analizado. La corteza de un árbol de mango es cortada durante el día y res-
taurada durante la noche. Como esto se reitera varias veces, es necesario destruir
el árbol por el fuego para que no ocurra. Al igual que en Sud América, la fuerza
resistente, en Polinesia, es la teofanía dueña del árbol, de los árboles o de ciertas
especies. Por lo demás, sin embargo, los contextos narrativos son muy distintos.
[8] Esta idea de filantropía erga omnes atribuida a la divinidad es una acultura-
ción manifiesta.
[9] Probablemente se refiera al gén. Geochelone sp.
[10] Amorim, 1928:269 ss. Las Lendas em Nheengatú e em Portuguez, obra pós-
tuma de Brandão de Amorim, traen, en general, información insuficiente sobre
lugar y época en que fueron recogidos los textos. A ello debe haber contribuido
la circunstancia de que la publicación no haya sido dirigida por su autor, sino
que se haya hecho sobre la base de sus documentos y escritos.
[11] Wassén, 1937:14-16. Este texto es el mismo que publicó Wassén como va-
riante del antes mencionado, en 1934, con el número I.B (versión de Pérez Kan-
tule).

124
La aparición del árbol del agua

Si se comparan las narraciones que hemos resumido hasta ahora, con


éstas de las cuales nos ocuparemos seguidamente, se observa al punto
un esencial cambio temático. La necesidad que aflige a hombres y ani-
males ya no es la falta de alimentos, sino la falta de agua. Por consi-
guiente, los episodios del mito, a pesar de las similitudes estructurales
entre unas y otras narraciones, mostrarán que estas últimas aparecen
desvinculadas del problema del origen de los cultígenos.
Los elementos más comunes del esquema mítico de estos textos pueden
reducirse a los siguientes, aunque no todos estén presentes en todas las
variantes: a) En el mundo primordial hombres y animales padecen sed
porque, aunque existe en algún sitio agua dulce oculta, el secreto de
dónde ella se encuentra sólo lo sabe un poseedor avaro, que se reserva
para sí los beneficios del agua, tanto para beberla como para refres-
carse. Ese poseedor egoísta es unas veces la hormiga; otras la tortuga
terrestre, un anciano u otro personaje, b) El avaro, por su aspecto ex-
terior o por sus actitudes, se hace sospechoso del ocultamiento, y, por
lo tanto, el héroe benefactor acecha, clandestinamente, sus movimien-
tos o envía un espía, bajo la forma de animal inofensivo, picaflor o
murciélago, para que averigüe dónde el avaro oculta el agua. El héroe
benefactor es a veces unipersonal (Caragabí de los catíos, “Dios” de
los chocoes). Otras veces lo sustituye la pareja de mellizos (yaguas) y,
en ciertos casos, la pareja es sustituida por cuatro hermanos, los Ima-
rikakana (ufainas) o los Kaipulakena (yucuna-matapies), c) El espía ob-
serva cómo el avaro o la avara -pues a veces se trata de un personaje
femenino- extrae el agua del interior del tronco de un árbol, que a veces
es sustituido por un poste y, con mayor sofisticación, por cuatro postes
que contienen el líquido. Estos postes aparecen provistos de “ventanas”
o de “llaves” para que pase por ellas el agua, alteraciones obvias de in-
formantes aculturados. El espía comunica su hallazgo a su mandante,
d) En algunos casos (chocoes, catíos) la protagonista avara es castigada
por su egoísmo. Caragabí o “Dios” le aprieta el cuerpo, le produce un
estrangulamiento en medio y la convierte en hormiga, e) El héroe pro-
cede, por sí o con ayuda de otros, al corte del árbol o del poste que con-
tiene el líquido. Esta tarea no es fácil, porque el avaro “dueño” del agua

125
hace lo posible por evitar la tala[1]. f) La tala completa del tronco no
produce, sin embargo, la caída del árbol, porque el gigante forestal
queda prendido del cielo por bejucos o lianas que impiden su caída[2].
Entonces es necesario enviar a los animales más ágiles para que suban
a la copa del coloso y corten las amarras que lo sujetan. El héroe que
lo logra es, en algún caso, el guacamayo; pero generalmente es la ardilla
más pequeña quien lo consigue. En la versión catía la agilidad de los
postulantes es puesta a prueba mediante un procedimiento original: para
ser elegida para tal empresa, la ardilla debe descender de la copa del
árbol más rápidamente que un fruto arrojado desde allí al mismo
tiempo. Y sólo después de obtener esta insólita victoria sobre Newton
la ardilla recibe la riesgosa comisión, que cumple exitosamente. En una
versión (sionas) la ardilla se ve obligada a quedar en el cielo, porque
la caída del árbol, puente entre cielo y tierra, le impide volver a su
mundo, g) El derribo del árbol del agua produce una incontenible ave-
nida que da origen al mar y a la red fluvial conocida por los indígenas.
Los textos señalan unas veces que el tronco del árbol genera el mar, y
sus ramas, la red fluvial, de la cual el Cauca y el Magdalena han sido
formados por las ramas mayores. Pero en los textos de los grupos ci-
sandinos el tronco genera, no el mar, sino el Amazonas o el río mayor
conocido por el grupo, y sus ramas, los afluentes principales. La rama-
zón del árbol prefigura así la red fluvial. En uno de los dos textos ufai-
nas (v. Hildebrand, 1975:337) el poste derribado es, en realidad, una
boa (!) y ello explica que el río que se forma sea tan sinuoso[3].
Siguen lo fundamental de este esquema los relatos recogidos entre cho-
coes (Wassén, 1933:109), catíos (Hermanas Misioneras/1929:87-89)
(hablantes de un dialecto chocó o de una lengua muy afín), chamíes
(Reichel-Dolmatoff, 1953:164), sionas (Chaves, en Niño, 1978:73-74)
(grupo tucano del Putumayo), yaguas (Chaumeil y Chaumeil, 1979:169
ss), ufainas o tariimukas (v. Hildebrand, 1975:337-39 y, parcialmente,
p. 343-45) y, según lo que expresa Herrera Angel (1975b:427 ss), tam-
bién los yucuna-matapíes, cuyo relato correspondería a lo que narran
los ufainas.
Pero hay dos textos que introducen una causa diferente para la tala del
árbol, que no se liga con la sed de los vivientes ni con la avaricia del
“dueño” del vegetal y que, en verdad, nos dejan la duda de si se refie-

126
ren al árbol del agua, al de la abundancia o a uno que posee ambas
cualidades. En el texto recogido a principios del siglo XVII por el P.
Adrián de Santo Tomás, que transcribe Henry Wassén (1933:122-23)
ocurre que el árbol ha crecido tanto que obstaculiza el curso del sol en
el cielo. El propio astro que aparece como creador, ordena a las ardillas
que suban a desembarazarlo, y para seccionar los bejucos que lo suje-
tan. Al caer el árbol en medio del río, detiene la corriente, esto es, la
represa, y genera el mar. Las hojas del gigante abatido se transforman
en peces y los trozos de su corteza en animales varios. En esta visión
más racionalizada -tal vez por obra del recolector- las aguas preexisten
a la caída del árbol, que sólo embalsa su curso. Más al norte aún del
territorio cuna, en el sureste de Costa Rica, los bribris han conservado
una versión aculturada muy interesante del mito, que se corresponde
en un detalle fundamental con la del P. Adrián de Santo Tomás. Según
su relato[4], en otro tiempo el mar era una mujer que tenía cabello hú-
medo y salado. Esta mujer recibió de un médico hechicero un bastón.
Un día la mujer olvidó una advertencia del brujo. El bastón se convirtió
en serpiente y la mordió, La mujer murió y fue enterrada. De su cuerpo
nació un árbol que creció hasta extraordinaria altura. Tanta, que Dios
tuvo temor de que dañara el cielo, “que es el techo de su casa”. Por eso
mandó cortarlo. Los hombres trabajaban de día para derribarlo, pero
de noche el árbol se reparaba misteriosamente. Dios pidió a otro per-
sonaje potente hachas especiales y así logró que sus hombres lo cor-
taran. Cuando el árbol caía, Dios ordenó a dos aves que cogieran su
cima y su raíz y las unieran. Por eso el árbol cayó en círculo (!) y su
materia se convirtió en agua, en el mar. El mar es, pues, salado, por
provenir de la mujer; y redondo, por la forma que le dieron las aves
cuando caía. La tierra es una isla circundada por ese mar.
En este texto, a pesar de sus elementos aberrantes, perduran muchos
motivos familiares en el noroeste de Sudamérica: la restauración noc-
turna del árbol, por una acción potente que anula los efectos de la tala
diurna; la intervención del ave en el momento del derribo, pues, aun-
que no se diga que lo haga para desenredar la copa, llega hasta la cima
para dirigir su caída. Y la conversión del vegetal en mar sucede entre
cunas, chocoes y catíos. Pero está más cerca aun del texto del P.
Adrián, por cuanto este árbol que amenaza la incolumidad del cielo

127
parece ser una versión debilitada - cristianizada- del árbol que traba el
curso del sol; motivo que, más o menos modificado (arrastre del sol al
río, oscurecimiento del suelo terrestre por la dilatada copa del gigante)
aparece en otras partes marginales. El texto bribri señala que el árbol
colosal tiene frutas, pero no nos dice si ellas son de una sola clase o de
varias, pues es obviamente un relicto mitográfico.

Notas
[1] Así, por ejemplo, entre los chocoes la rana, o mejor dicho el hombre-rana, Po-
coró, se acerca, aparentemente para cooperar en la labor de tala, pero, en realidad,
para impedirla. Porque, cada vez que el hombre-rana toca la muesca tallada en
el tronco, la herida causada por las hachas queda reparada y el árbol se restituye
a su integridad. Así pues, la tala progresa durante el día; pero, por la noche, queda
de nuevo intacto. Cuando Dios observa el engaño, pisotea al saboteador y lo con-
vierte en rana.
[2] En el relato yagua (Chaumeil y Chaumeil, v. infra) ello ocurre porque el po-
seedor del agua, un viejo avaro, sostiene el árbol erecto, pisando una cuerda. Hay
que entender tal acción como dotada de potencia sobrenatural, para hacer con-
gruente la inanidad de la fuerza resistente con su prodigioso efecto. Para lograr
que el viejo quite el pie y permita abatir el árbol ya talado, el mellizo segundo-
génito se transforma en alacrán y pica al viejo en el pie, con lo cual el anciano
encoge el miembro y el árbol se viene al suelo.
[3] Este texto, evidentemente sincrético, mezcla dos concepciones distintas sobre
el origen de los ríos. Una, la que liga la formación de la red fluvial con el árbol
del agua, cuyo tronco y ramas forman el esqueleto de aquélla; la otra, la que ex-
plica la formación de los ríos por los desplazamientos de un ser que, mientras
marcha o repta, va generando la corriente o su lecho, por donde pasa. En muchos
ejemplos de la Amazonia este ser es una serpiente, la anaconda ancestral, que a
veces genera de su cuerpo tribus, fratrías y otras divisiones tradicionales de las
sociedades indígenas, como sucede entre los tucanos (Correa, 1982). Al mismo
origen -desplazamiento de una culebra monstruosa- atribuyen los guahibos la
formación del Vichada, el Meta y el Guaviare (Baquero, 1989:131-32); los suyaes
la del Paranajuba (Frikel, 1990:18-19) y los apinayés la del Tocantins y el Ara-
guaya (Nimuendajú, en Wilbert y Simoneau, 1978:120). Entre los culiñas la cu-
lebra que se desplaza es sustituida por un delfínido (Adams, 1962:111- 117). Las
curvas que el ofidio va formando al reptar son la explicación de los meandros,
propios de ríos de llanura, de escaso declive. La idea de que el río es formado di-
námicamente por un ser, animal o humano, que va generando o conduciendo las
aguas a su paso, tiene en América del Sur una amplia difusión, que merece un es-
tudio particular, como lo demuestran, entre otros ejemplos, los textos camayuraes

128
que explican la génesis de los formadores del Xingú (Villas Boas, 1972:139 ss.)
y, desde luego, los relatos matacos sobre la formación del Pilcomayo (v. infra).
Esta idea no es incompatible con la que afirma que el desborde de las aguas pro-
cede de la quebradura o rotura del recipiente que originariamente las contenía
(árbol, olla, calabaza u otros), porque una cosa es la fuente de la cual emanan y
otra la tarea de conducir la corriente y dirigirla en sus desplazamientos.
[4] Wilson,1974:420-21.

Los árboles aberrantes

Los textos uitotos.- Las narraciones míticas de los uitotos son muy
particulares, pues, en esencia, contienen los dos temas básicos de la
tradición que calificamos como caríbica: la presencia del árbol de fru-
tos variados y la inundación consiguiente a su derribo, que, entre los
uitotos, da origen a los ríos de la región. Los uitotos están bastante ale-
jados geográficamente del foco caribe, por lo cual esta corresponden-
cia es llamativa, y sugiere interrogantes que, por ahora, es aventurado
responder. Al mismo tiempo, las versiones uitotas, en especial la de
Preuss (1921:(1):170 ss), mucho más rica, detallada y fiel a lo narrado
por los informantes que las otras, que son meros esbozos de relatos,
contienen todas apartamientos muy grandes del esquema de la tradi-
ción caribe, en sus incidentes y detalles. Por ello, si se hace hincapié
en ese ropaje accesorio, el relato de Preuss impresiona como muy abe-
rrante frente a los textos de las Guayanas. En mi opinión, esto resul-
taría del hecho de que la tradición del árbol de la abundancia se ha
mezclado entre los uitotos con otros temas. En primer término, con el
de la conjunción carnal de una doncella con un hombre-serpiente o
serpiente humana, tema que tiene su difusión propia. Tanto entre los
chocoes, según textos de Nordenskiöld publicados por Wassén
(1933:117), como entre los chacobos (Balzano 1983:49), el motivo se
da con rasgos muy afines a los que presenta en la versión de Preuss,
por el carácter clandestino de la relación y la posición asumida durante
la conjunción carnal. El tema, con toda probabilidad, debe haber estado
bien difundido en el área intermedia. En segundo lugar, el mito uitoto
ha incorporado la idea del vegetal nacido de los restos o del cuerpo
transformado de un ser humano, motivo de amplia difusión en Amé-
rica, cuestión de la cual nos ocuparemos más adelante.

129
En la narración de Preuss el nacimiento del árbol plurifructífero y su
aprovechamiento por los hombres constituyen los episodios centrales,
mientras que la falta de agua no juega papel alguno. Cierta doncella,
Hitirugisa[1], hija de un jefe, se mostraba esquiva a varios pretendien-
tes, a los que rechazaba. Para vengarse de los desdenes de la mucha-
cha, uno de los desairados ofreció a los buineisai[2] jugo de tabaco a
trueque de que uno de ellos dejara embarazada a la joven. La mucha-
cha era notablemente reservada y apenas salía de su casa. El buineima
llegó hasta ella, sea reptando, sea a través de una grieta del suelo, y le
introdujo el miembro, desgarrándole el himen. La mujer se conmovió,
pero no logró determinar la causa de este accidente, pues no llegó a ver
al agente, que parece haber desaparecido misteriosamente. Quedó grá-
vida enseguida, y por ello mereció las acerbas reprimendas de sus pa-
dres y los comentarios burlones de todos los que habían sufrido sus
repulsas. Un día, cuando avanzaba su estado de gravidez, tuvo una
aparición y, algo más tarde, se le presentó el buineima que la había
preñado. Le explicó que lo había hecho pretio pacto (!) y la instruyó
para que, cuando tuviera el hijo, lo llevara a la orilla de un arroyo en
una marmita húmeda, que debía dejar tapada. A nadie podía informar
del parto, ni tampoco debía mirar al recién nacido[3]. La muchacha
siguió estas duras instrucciones. Apenas producido el alumbramiento,
llevó a su hijo en un recipiente a la orilla del río, y lo cubrió sin mi-
rarlo. Algún tiempo después llegó al sitio, y no encontró allí al vástago
esperado, ni restos aparentes de él. Pero en el lugar se alzaba un gran
árbol cuyas raíces, ya voluminosas, enturbiaban el agua y exhalaban
un perfume agradable. Comprendió que ese era el hijo que había pa-
rido, una conclusión a la cual una mujer de Occidente no habría lle-
gado con igual prontitud. Pronto la familia de la muchacha empezó a
consumir las raíces de este maravilloso vástago, y luego también lo
hicieron las demás familias de la aldea. Aunque el producto que pri-
mero llamó la atención de todos fue la yuca dulce, explícitamente dice
el relato (p. 200) que el árbol tenía en su copa toda clase de frutas ma-
duras, incluso raíces y otros vegetales: keine Frucht blieb übrig, die
der Baum nicht trug. El árbol fue más tarde tronchado para aprovechar
todos sus frutos. Los episodios incidentales que se ligan con esta tala
-búsqueda de hacha apropiada para cortarlo y lucha por la posesión
del potente artefacto- son una muestra de la excepcionalidad del texto,

130
propia de una elaboración presuntamente marginal. También sugiere lo
mismo el hecho de que la avenida o inundación (Flut) con que termina
el episodio no sea presentada como una consecuencia directa de la tala
del árbol o de su caída -agua que mana del tocón o del tronco y su ra-
mazón- sino como resultado del cataclismo que originan los rayos que
lanza Nofuyeni[4], la teofanía dueña del hacha, durante la lucha por re-
cuperarla.
El texto obtenido por Plácido de Calella de los uitotos de Santa Clara
(1944:38-39), a pesar de la modernización y simplificación que ha su-
frido, confirma el esquema de Preuss. El buineima se ha transformado
en un amante que, en forma de culebra, venía a visitar periódicamente
a la moza, y le traía alimentos desconocidos, por aquel entonces, para
la gente. La madre descubrió un día la culebra debajo de la choza y la
mató, arrojándole agua hirviendo. La muchacha, expulsada de su casa,
dio a luz un hijo varón que, plantado en tierra, (!) creció como árbol y
dio toda clase de frutos. Estaba, además, lleno de agua, y, cuando lo
tumbaron, dio origen a la red fluvial conocida. El texto publicado por
Jacinto Ma. de Quito (1944:48-49), aunque describe el episodio con
tales reticencias que lo volverían incomprensible a quien no lo cono-
ciera, trata esencialmente de lo mismo. Girard (1963:64-65) trae otra
referencia sintética al mismo mito uitoto.
Textos ticunas.- Entre los ticunas encontramos el tema en estudio en
dos relatos diferentes, recogidos por Curt Nimuendajú. En uno de ellos
(1952:130-31), se dice que una vieja observa cómo las hormigas car-
gadoras acarrean una sustancia blanca. Les quita un trozo; es decir,
una carga de hormiga. Huele agradablemente, lo que dice mucho sobre
la agudeza olfativa de la anciana, habida cuenta de la pequeñez de la
fuente de la que emana el perfume. Sigue, pues, la ruta de las hormi-
gas, y llega a un arroyuelo donde hay un gran árbol con frutos de man-
dioca dulce. Prepara este alimento en su casa, cocinándolo a
escondidas, pues tiene consigo al bacurao[5] que expele fuego de su
pico. Los hombres se enteran de que la vieja come un alimento nuevo
y valioso. Descubren el árbol, y le sacan todos sus frutos, pues, a la
sazón, los tubérculos de mandioca crecían como frutos en las ramas del
árbol. Un ciervo -que cabe identificar como hombre- ciervo por su ac-
tuar humanizado- vigila a los hombres, corta las ramas del árbol, come

131
sus frutos y deposita el sobrante en una cesta. Estos restos son, a su
vez, hurtados al ciervo por Dioi[6]. Como el texto califica ese rema-
nente, objeto del hurto, como “tubérculos de mandioca dulce, ñames,
batatas y semillas de todas las plantas cultivadas”, se advierte que, a
pesar de que la primera referencia a los productos del árbol sólo habla
de yuca dulce, el árbol en cuestión es realmente un vegetal de produc-
ción variada, esto es, un árbol de la abundancia. El hombre-ciervo, que
revela ser un hortelano práctico más avezado que Dioi, amén de gene-
roso donante, le da las instrucciones para plantar y cultivar estos pro-
ductos y así llegan a difundirse entre los indígenas. Hay que convenir
en que la narración está recargada de incidentes y detalles ajenos a la
tradición más difundida en lo que atañe al árbol de la abundancia. La
presencia de las hormigas cargadoras apunta hacia el oeste; y la refe-
rencia al ave que escupe fuego y la intervención del ciervo horticultor
parecen agregados locales.
En el otro texto de Nimuendajú (1952:123-24) las referencias son más
bien a un árbol cósmico que a un árbol nutricio, pues, de sus frutos,
nada se dice. Pero en el episodio juegan detalles que, en una amplia re-
gión de Sud América, se aplican al árbol de la abundancia. Antes -dice
el mito- había oscuridad permanente, porque una gran sumauma
(Ceiba pentandra) cubría todo el cielo con su follaje, y no dejaba pasar
la luz. Dioi ideó un instrumento para lanzar vainas contra aquel techo
de hojas y lo fue horadando y, con ello, hizo aparecer luces (¿estre-
llas?). Con ayuda de su hermano Epi, de hormigas y de termes cortó
el árbol, pero éste no caía. Envió a averiguar la causa a la ardilla grande
(Sciurus sp.) que no se animó a llegar a la copa. Pero la más pequeña
alcanzó la cima y observó que el perezoso (Choloepus sp.) era quien
sostenía al árbol erguido. La ardillita echó al perezoso hormigas en los
ojos y el susodicho mamífero tuvo que soltar el árbol, que se vino al
suelo. Como puede verse, el motivo que impulsa a talar este árbol co-
losal aparece desligado de toda consideración alimentaria.
Casi cuarenta años después publicó Niño (1978:43 ss) otro relato ti-
cuna en el cual el motivo del árbol que oscurece la tierra aparece ligado
a la formación de los ríos. El comienzo es una variante del segundo de
los textos de Nimuendajú que hemos resumido. Ante la presencia de
un árbol enorme, que cubre toda la tierra, Yoi, “nuestro primer padre”,

132
que es el mayor de la clásica pareja de gemelos, dice a su hermano Ipe
que lo tumbarán para que se pueda ver el cielo. Para lograrlo tratan de
propiciar la buena voluntad del sapo-abuelo. Sin embargo, el sapo an-
cestral acepta las ofrendas, pero hace sus conjuros para engañarlos: su
palabra potente dice alternativamente “abre” y “cierra”, con lo cual el
árbol, a ratos, es horadado y a ratos restaña sus heridas. Los hermanos
buscan la ayuda de los demás animales para tumbar al gigante, y lo-
gran que pierda su sostén. No cae, porque, en este ejemplo, lo sujeta
del cielo un loro, y es necesario que suba hasta allí un ágil animalillo
a echarle ají en la cara y en el cuerpo, para que suelte sus amarras. De-
rribado el árbol, sobreviene la inundación, en la cual se intercala la fi-
gura bíblica de Noel (sic). Este personaje se salvará en la canoa que
construye por mandato de Yoi. Este pseudo-diluvio se genera cuando
Noel empieza a desbastar el árbol derribado, y lo que va talando se
transforma en agua. Así nace un arroyuelo que crece incesantemente.
Por último, del tronco se forma el Amazonas y de sus ramas, sus
afluentes, Es patente que con esta metamorfosis de madera en agua la
explicación se hace más artificiosa, y Noel se convierte en promotor
del diluvio por su actividad de leñador. Los ríos, además, se pueblan
de peces porque Noel, trabajando, se embarra. Entra en el agua a la-
varse la suciedad y las gotas que salpica se transforman en peces, que
después se multiplican. La narración prosigue con las desavenencias
entre los hermanos Yoi e Ipe por causa de la posesión de la única
mujer, y termina con la separación de los gemelos.
Esta aparición del mito del árbol de la abundancia parece señalar -
hasta el momento- el límite meridional de su ocurrencia en Sud Amé-
rica, aunque la idea del árbol de frutos diferentes, despojada de un
contexto narrativo mítico estable, esté presente mucho más al sur,
como veremos pronto. En los textos ticunas confluyen, según parece,
dos tradiciones. Pues al motivo del árbol multifructífero se agrega el
del árbol oscurecedor; y con ello nos introducimos en un tema mítico
complejo y rico en variantes, el del mundo sumido en tinieblas, que
aparece corrientemente en los mitos de inundación y en algunos otros
ejemplos que veremos luego.

133
Notas
[1] Hitirugisa, “la negra”, es hija del jefe Hitiruni, “el negro”. El acto de preñez
de la muchacha es ejecutado por el buineima Sikire, “bambú” (Preuss, p. 53) per-
sonificación que parece apropiada para el acto de ruptura del himen. El sentido
de estos nombres está ligado, según Preuss, con una interpretación lunar de todo
el mito, interesante, pero discutible, porque se basa en diversas identificaciones
y equivalencias que resultan también motivo de debate. En general, puede decirse
que el problema de las interpretaciones astrales de la mitología sudamericana es
una cuestión abierta, cuyo tratamiento ha quedado en estos tiempos fuera de
moda, pero que sigue mereciendo análisis a la luz de toda la documentación pos-
teriormente acumulada.
[2] bu(i)neima, pl. bu(i)neisai; según Preuss estos términos designan genérica-
mente a los peces representados en forma humanizada, así como a ciertos vege-
tales y a las serpientes acuáticas y otros seres aún. Al menos algunos de éstos
son obviamente poseedores de potencia.
[3] La advertencia de que no debe mirar al recién nacido es una aplicación evi-
dente de la idea de que la ejecución de un proceso mágico debe realizarse en se-
creto, para lo cual debe quedar aislado de miradas que perturben las fases de su
desarrollo. La violación de esta norma malogra el resultado, pues, en general, lo
suspende definitivamente.
[4] Jefe ancestral de una de las tribus antiguas, dotado de poderes sobrenaturales,
especialmente de la capacidad de la percepción de lo oculto o lo desconocido
mediante el sueño.
[5] Ave nocturna, Caprimulgus sp.
[6] Dioi, Dyoi: este ser sobrenatural, creador de la humanidad, e instaurador de
normas y costumbres tribales, dio a los ticunas la mayor parte de sus elementos
de cultura material. Nació de la rodilla derecha de su padre Ngútapa, mientras que
su hermano Epi nació de la rodilla izquierda. Estas grafías, adoptadas por Ni-
muendajú, corresponden respectivamente a Yoi, Ipe, usadas en el texto de Niño.

El árbol de salvación

Un texto conibo.- Volvemos a encontrar, más lejos todavía, el motivo


del árbol de producción variada en un relato mítico conibo (?) esto es,
dentro de un grupo pano de la montaña peruana[1]. La mención se in-
serta en un mito diluvial, con alguna influencia catequística, en el cual
la causa de las lluvias, que son provocadas por la figura mítica del
Inca, es el tratamiento brutal infligido al hijo de este hombre-dios por

134
un individuo que, de algún modo, representa a la humanidad. El chico
es enterrado vivo en el barro por dicho sujeto. Llora, y otro hombre es-
cucha su llanto, que brota de la tierra, y extrae al niño de su encierro.
El chico, agradecido, le advierte que su padre, el Inca, castigará a la
gente por lo que le han hecho y les enviará lluvia e inundación para
ahogarlos, y también oscuridad. El hombre deberá buscar su salvación
en un árbol de uito (Genipa americana) que tenga muchos frutos y sea
muy alto, para no ser alcanzado por las aguas. Este árbol es, pues, un
típico árbol de salvación (Baum der Rettung) como los que encontra-
mos habitualmente en los mitos de inundación y, en ocasiones, en los
de incendio. Cuando llega la gran crecida de las aguas que hace perecer
ahogadas a las gentes, el bienhechor del hijo del Inca se refugia en el
uito. En él encuentra frutos ahumados, patarashcas[2], pescado cocido
y otras cosas que el árbol antes no había tenido. Aunque el relato diga
que esto era proporcionado por el Inca, parece que estamos ante una
aplicación, un tanto deformada, de la idea del árbol de la abundancia,
en una zona marginal.
Textos mashcos.- Los mashcos poseen una importante y compleja tra-
dición acerca de un árbol con peculiares características, que también
debe ser calificado como árbol de salvación. Califano (1983) ha estudiado
varios textos relativos a este mito, recogidos entre huachipaires, ama-
racaires y zapiteris. Según estos materiales, en el mundo del tiempo ori-
ginario se ha producido un gran incendio que parece propagarse con
cierta parsimonia, porque da tiempo a que hombres, animales y hasta
ríos (Califano, 1983:762 (huachipaires); 759 (amaracaires)) se
desplacen. La salvación frente a ese incendio está en subir al árbol Wa-
námei, y guarecerse en sus ramas hasta que la conflagración ceda y des-
aparezca[3]. Este árbol es un ser potente que será generado por un pro-
cedimiento completamente inusual, cuyo significado no parece plena-
mente claro a la luz de los textos. Un pájaro -un loro- lleva una semilla
que debe colocar en la vagina de una doncella para que en ella germine
y crezca el árbol (Califano, op. cit., amaracaires, p. 759-60; huachipaires,
p. 762; zapiteris, p. 766-68). La planta crece enseguida, y la moza, en
cuyo cuerpo se desarrolla, desaparece silenciosamente de la historia[4].
En unas variantes, el árbol es muy alto; en otras, no. Pero tiene ramas
dilatadas, pues en ellas se asientan hombres y animales: en cada rama,

135
un grupo humano, o una especie animal (Huachipaire p. 763). Este mismo
texto dice que en el árbol tienen agua y “toda clase de comida” lo que
quizás apunta a la producción de una variedad de frutos, más que a un
acopio de distintos alimentos almacenados en el árbol por los
refugiados. Si la interpretación es la justa, ello configuraría el elemento
esencial del árbol de la abundancia. Por otra parte, del árbol Wanámei
se desprenden hojas que dan origen a los pájaros, lo que ostensiblemente
se corresponde con la explicación reiterada en los textos sobre el árbol
de las aguas, en los cuales, de las hojas caídas o arrojadas a las corrientes
se forman los peces del Amazonas y sus afluentes.
Debajo del árbol, la tierra hierve como agua, según explica el mismo
texto huachipaire. Otros relatos no lo dicen con esas palabras, pero
dan a entender lo mismo, pues los refugiados arrojan palitos para co-
nocer si éstos se hunden o no, lo que supone una masa líquida bajo el
árbol. Aquí cabe señalar que el texto maneja elementos muy conocidos
en los mitos sudamericanos de inundación, en los cuales se da la cir-
cunstancia de que quienes se han refugiado en los árboles para escapar
de morir ahogados por la creciente arrojan, de tanto en tanto, palos o
frutos para conocer, por el ruido, si la tierra sigue anegada o ya está
seca. En esos mitos de inundación tal detalle implica necesariamente
-aunque los textos muchas veces omitan decirlo- que el mundo está
sumido en la oscuridad; pues, existiendo la natural alternancia de
noche y día, carecería de todo sentido recurrir al oído para averiguar
lo que puede percibirse por los ojos. Esto es lo que ocurre en los rela-
tos mashcos, pues en el mundo reina, durante el incendio, el estado de
eshigon, la oscuridad total. Los textos, unas veces, no nos dicen en
qué momento comienza el eshigon, o sea si precede o sucede al as-
censo al árbol; pero, en algún caso se especifica que oscureció cuando
todos ya habían subido (Amaracaires, p. 759-60) y, en otros, el oscu-
recimiento se presenta como hecho anterior, incluso a la germinación
del árbol (Zapiteris, p. 766). El episodio termina cuando reaparece la
luz, atraída o conducida por el canto del sapito sesek, que croa al ama-
necer, con lo cual finaliza el eshigon, y cuando el suelo se seca lo bas-
tante como para permitir que los hombres desciendan a tierra y
reasuman sus vidas normales. En cuanto al árbol prodigioso, desapa-
rece de modo que refleja su naturaleza potente, pues se hunde súbita-

136
mente en tierra y arrastra, según cabe presumir, a quienes todavía no
han podido descender de sus ramas.
Vinculaciones de los textos mashcos. A pesar de su aparente excep-
cionalidad, este relato mashco está menos aislado de lo que parece.
Un fragmento de un mito andoque, integrado en el ciclo de Huevo de
Chupaflor (Landaburu y Pineda, 1984:73 ss), nos cuenta cómo dos
huérfanos reciben de su padre muerto, el aviso sobrenatural de que
vendrá una gran inundación y se quemará toda la tierra. Que ellos, sin
embargo, se van a salvar, gracias a la semilla de cierto árbol. Cuando
caiga, deberán recogerla entre los dedos del pie. Allí germinará y cre-
cerá el árbol, y los huérfanos subirán por él[5]. La inundación ocurre
como resultado de un proceso retributivo: los huerfanitos quiebran un
tabú, el de no chupar los huesos de un pájaro cuyo interior, por un fe-
nómeno de potencia sobrenatural, produce una afluencia de agua en
cantidad ilimitada e ininterrumpida. Se trata, bajo una forma ligera-
mente distinta, del motivo de la fuente inagotable de líquido que mana
de un recipiente limitado y pequeño. La quiebra de este tabú apareja
también el advenimiento de una total oscuridad, y los hermanos suben
al árbol y ocupan cada uno una rama distinta. Los huérfanos comen lo
que les viene del cielo, “donde está su mamá”, solución que puede
vincularse con la del texto conibo, también con intervención sobrena-
tural -del Inca- para alimentar a los huéspedes del árbol. En el relato
andoque la aparición de la luz solar, que en los textos mashcos es pro-
vocada por el canto del sapito sesek, es causada o inducida por un
hecho que equivale al canto de cierta pava, que augura el amanecer: la
pava colorada (pava de la aurora). Aunque lo que en realidad se escu-
cha sea el ruido que producen las semillas del árbol al caer en la su-
perficie del agua, la equivalencia mágica o simbólica de este sonido
con el canto de las aves tempraneras está establecida en el propio texto
andoque, por lo que debe aceptarse como dato, esto es, como hecho de
conciencia andoque.
También encontramos elementos afines a los del mito del árbol Waná-
mei en un relato de los ipurinaes, grupo arauaco del cual Ehrenreich
(1948:129) nos ha conservado algunas valiosas informaciones. En el
mito ipuriná se dice que, en el tiempo originario, había en el sol una
gran olla con agua hirviendo, que contenía alimentos de los cuales se

137
nutrían ciertas cigüeñas. La olla se cayó o se volcó; el líquido se de-
rramó en la tierra[6], y quemó todo, bosque y agua (sic!). Sólo sobre-
vivieron algunos hombres y el árbol marimari (Cassia sp.). El
antepasado de los ipurinaes era el perezoso (Bradypusl). Los hombres
no tenían qué comer. La tierra estaba entonces oscura (=eshigon). El
sol y la luna estaban escondidos. El perezoso, refugiado sobre el ma-
rimari, arrancó frutos y tiró los carozos. El primer carozo cayó sobre
tierra dura; el segundo, sobre agua; el tercero, sobre agua profunda.
Aquí observamos que, en el texto, el orden en que aparecen estos re-
sultados es inverso al que encontramos en todos los relatos de inunda-
ción, en los cuales se arrojan frutos desde lo alto del árbol de salvación
para saber si las aguas han descendido; y cabe suponer que esta se-
cuencia invertida sea error del informante o del propio recolector, en
vista de las presuntas dificultades idiomáticas. En cualquier caso, el re-
sultado de estos actos es particularmente notable: al tirar el primer ca-
rozo, reapareció el sol, pero todavía chiquito; apenas de una pulgada
de diámetro (?!). Al segundo carozo, ya quedó más grande; al tercero,
alcanzó un palmo de largo y siguió creciendo hasta llegar a su dimen-
sión “actual”[7].
El relato andoque antes comentado nos permite esclarecer la relación
entre la caída de los frutos y la reaparición de la luz. Aunque no lo
diga este texto ipuriná, obviamente escueto, el sonido de las frutas que
caen se equipara al canto de algún ave tempranera que, en la concien-
cia mítica, provoca o induce (y no anuncia) la salida del sol, y con ello
termina el eshigon. La referencia textual a que el perezoso pide al jefe
o “dueño” de las cigüeñas semillas de plantas comestibles, que luego
empieza a dar o distribuir a los hombres para que planten, indica una
donación de cultígenos (v. infra) y no una relación con el árbol de la
abundancia, puesto que las simientes no están primitivamente en el
árbol, sino que se reciben graciosamente. La colación de estos textos
nos acercaría tal vez a una tradición arauaca marginal propia de los
arauacos occidentales; lo que es muy interesante en vista de la penuria
de informaciones mitológicas sobre este importante grupo lingüístico.
En todo caso, estos árboles de salvación parecen marcar el límite me-
ridional en el que ya desaparecen las concepciones típicas del árbol
de la abundancia y del árbol del agua, pues en éstas el árbol es causa

138
o fundamento de la difusión de alimentos y de las crecidas catastrófi-
cas; mientras que la aparición del Baum der Rettung es una consecuen-
cia destinada a contrarrestar la catástrofe prevista, y anticipada en las
advertencias dirigidas a los que están destinados a salvarse. El árbol de
la abundancia reaparece más al sur, como se verá seguidamente; pero
parcialmente transformado y desprovisto de avenidas y crecientes, en
un contexto mítico distinto.
El árbol de la abundancia entre los chaqueños.- El tema del árbol
de la abundancia reaparece en el Chaco, y también es conocido por al-
gunos grupos guaraníes. Ciertas etnías chaqueñas conservan, además,
la tradición mítica de que las aguas estaban primitivamente encerradas
en un árbol, el palo borracho o yuchán (Chorisia insignis) y narran
que, cuando se derramaron de su receptáculo natural, se produjo una
gran inundación. Pero las dos tradiciones aparecen disociadas, esto es,
integradas en complejos míticos diferentes.
La creencia en que, en la época primordial, existió un árbol portador
de frutos de diferentes clases aparece entre matacos y tobas. Figura en
un mito importante, el de la destrucción del mundo por el fuego; pero
juega en él un papel episódico. Según puede colegirse de las varias ver-
siones matacas de este mito, los hombres -en ese tiempo animales hu-
manizados[8]- fueron a donde residía el dueño del fuego, Itoj ahlá. La
visita obedecía a razones fundamentalmente gastronómicas, ya fuera
porque Itoj ahlá tenía mucha comida (Mashnsnek 1973:138-140), ya
porque recogía mucha miel; pues, como señor del fuego, producía humo
para ahuyentar las avispas (Barabas y Bartolomé 1979:126-28). A la
partida de hombres-animales se unió el hornero, Taatsí (Furnarius rufus)
cuya compañía los demás no deseaban, porque era individuo muy tentado
a la risa y a la chacota, y temían que se riera de Itoj ahlá y lo enfureciera.
Había motivo para ello, porque Itoj ahlá extraía el fuego de su propio
ano, para lo cual se agachaba y expelía las llamas en postura nada aca-
démica. El hornero prometió a sus compañeros guardar seriedad. Pero
llegados a la morada de Itoj ahlá, cuando el dueño del fuego utilizó su
sistema peculiar para encender y reavivar las llamas sobre las cuales
preparaba la comida, el hornero no pudo reprimir la carcajada. Itoj ahlá
se enfureció y lanzó sus llamas sobre los visitantes, que emprendieron
la fuga precipitadamente, mientras el fuego los acosaba y se extendía

139
por el mundo. Sólo pudieron salvarse la chuña[9], gracias a la rapidez
de su carrera; tapiatzol, el icancho[10], que se refugió con otros en una
cueva bajo tierra, y unos pocos más. El mundo quedó completamente
devastado; toda la vida animal y vegetal fue abrasada. En esa desola-
ción, los vegetales renacen gracias al icancho. Este pajarito encuentra,
bajo tierra, un pedacito de carbón y empieza su canto, acompañado, en
unas variantes, por el sonido de un improvisado tambor. El carbón emite
un brote, que crece a medida que el icancho prosigue su canto
potente. Nace un árbol, algarrobo o quebracho, según las variantes, cuyas
ramas son de todas las clases[11]. Las ramas crecen y, de sus esquejes
o semillas, según los casos, vuelven a reproducirse los árboles del bosque
precedente y otras plantas (Mashnshnek, 1975a:18-19; Barabas y
Bartolomé, 1979:126-28). Sin embargo, varias versiones omiten toda
referencia al árbol de frutos diferentes y, sencillamente, dan a entender
que, por la acción del jilguerillo tapiatzol, los árboles volvieron a crecer
en la variedad que antes tenían (Métraux, 1939:10-11; Palavecino,
1964:286, 288, 289; Arancibia, 1973:45-46).
En el grupo toba un texto, muy resumido, de Palavecino expresa que,
en el tiempo originario “había un solo árbol”, pero con muchas ramas;
cada rama, una clase...” (1971:183). Otro relato recogido por Tomasini
entre los tobas occidentales (1981:66) señala que, luego del incendio,
sólo quedó un único pajarillo, “coloradito y chiquito”, el wesalá, y que
quedó una sola planta chica, maheik, que tenía gajos distintos, de todas
clases: de chañar, algarrobo, mistol, tusca y otros[12]. El pájaro venía
todas las mañanas. Se posaba en el arbolito y cantaba. Los gajos dis-
tintos brotaron, crecieron, y de sus semillas renació el monte con plan-
tas muy variadas.
Las versiones del gran incendio recogidas entre los tobas por Métraux
(1946:33-34) son completamente distintas. La catástrofe, según esos
textos, ocurrió cuando la luna fue atacada y herida por algún monstruo.
Los fragmentos de Luna que cayeron ensangrentados en tierra produ-
jeron el incendio, que causó una quemazón general. Pero nada se dice
acerca de una posible reposición de las especies preexistentes. Ante
estas diferencias tan conspicuas, cabe preguntarse si los tobas occi-
dentales no habrían recibido sus versiones del gran incendio de sus
vecinos matacos.

140
Nordenskiöld (1912:260 ss.) recogió ente los chanés del río Parapití un
interesante texto, en el que se acumulan temas diversos. Como él
mismo lo señalaba a propósito de dos versiones diferentes del mito de
creación, ello no debe asombrar porque, ya a principios de siglo, los
chanés eran un grupo destrozado (zersprengter Stamm) que no poseía
más una cultura propia independiente (p. 254). Según el relato, al prin-
cipio la tierra estaba desprovista de todo, pelada; pero Tunpa, el crea-
dor, puso allí todas las frutas para que comieran los pobres[13]. Había
entonces un algarrobo, la “madre de todos los árboles”. En este árbol
había frutas de distintas clases (warenallerlei Früchte). El árbol cundió
por todo el mundo; pero vino Tunpa y se lo llevó (¿cómo?) y dejó los
retoños. La vizcacha vieja quedó cuidando esos retoños, para que nadie
quitase cosa alguna. Años después Aguaratunpa, el dios-zorro, logró
hurtar una semilla, introduciéndola en un diente hueco, donde quedó
tan bien prendida como para no ser arrastrada mediante los buches que
le obligó a hacer la desconfiada vieja. Ésta, si bien daba de comer, es-
cudriñaba celosamente la boca de cada comensal para asegurarse de
que no se llevara ninguna semilla en su interior. Pero la semilla que ex-
trajo Aguaratunpa fue la de un algarrobo común, ancestro de los actua-
les, y no de la originaria Mutter der Baume. La historia prosigue con
las vicisitudes posteriores del algarrobo, árbol fundamental en la ali-
mentación chaqueña tradicional[14].
Referencias guaraníes.- Fuera del Chaco, en las regiones selváticas
habitadas por los guaraníes, poseemos varias referencias al árbol de los
frutos variados, algunas integradas en contextos míticos. Cadogan
(1973:21), hablando del kurundi’y (Trema micrantfw) dice que, cuando
la tierra fue destruida por el fuego, Sol envió al ave Peritau para des-
cubrir si había quedado algo con vida. Encontró un resto de tierra en
la cual había germinado una planta de ka’a-e e-‘i. El ave comió sus fru-
tos y, de las semillas contenidas en su excremento, germinó el ku-
rundi’y. A su vez, de las semillas de este árbol brotó un ygary o cedro
(sic). De cada una de las ramas de este árbol, obviamente especial,
brotó una planta útil al hombre y el mundo pudo volver a poblarse.
En un texto recogido por Baldus (1952:483) entre los guaraníes del
Guarita, texto que acusa influencia misionera, se narra que, durante el
proceso de la creación, Ñande Ru Papa Tenondé, “nuestro primer

141
padre”, pensó en hacer un bosque e hizo primero un solo árbol, cuyas
ramas eran, cada una, de distinta clase o calidad. En ese árbol estaban
todos los demás árboles del mundo. Con la rapidez propia de un ser po-
tente, creció, floreció y dio frutos, de los cuales, prontamente, nacieron
los demás árboles. No parece referirse a plantas cultivadas, pues
agrega que el primero que trabajó con semillas fue Tupã, que tenía
toda clase de ellas, y mandó hacer a los antepasados de los actuales in-
dios sementeras y les dio simientes, que demoraban tres días en fruc-
tificar. Samaniego (1968:377) tiene una mera referencia a un árbol
para’yry “árbol del mar”, cuyas ramas son de diferentes clases de ár-
boles y plantas y agrega, a vía de ejemplo, que entre ellas están el ka-
rati o ñame comestible, el banano, la hierbamate y “todas las demás”.
Por último, digamos que el P. Alvarez (1939:156), hablando de la mi-
tología guaraya, nos dice que, en el principio, había un solo árbol fru-
tal, el ishimata, voz que significaría, según dice, “muchas bebidas”.
Este árbol tenía muchas ramas y, en cada una, distinta clase de frutas,
de cuyas semillas proceden todos los demás frutales que conocemos.
Las referencias de los grupos guaraníes, por consiguiente, aunque par-
cas en sus desarrollos, son muy concordantes.
El desborde de las aguas en la región chaqueña.- Queda dicho antes
que, entre los chaqueños, el mito del árbol de frutos múltiples aparece
desligado del tema de la inundación y de la formación de los cursos de
agua. El desborde de las aguas y el origen de los ríos -en este caso, del
Pilcomayo- tienen su causa en la acción imprudente de un héroe cul-
tural que es, al mismo tiempo, tesmóforo y trickster, que ambos roles
desempeña Tokjuaj entre los matacos. Las variantes de la historia de
estos sucesos míticos son numerosas, porque se han recogido múltiples
versiones; pero el esquema de los hechos es bastante constante. De la
tradición mataca Métraux (1939:38-39, 39-40) y Palavecino (1939:38-
39, 39-40) registraron varios textos; sobre todo este último, quien de-
dicó a Tokjuaj el primer estudio importante aparecido sobre esta
interesante teofanía. Posteriormente se han publicado versiones de tal
historia por Califano (1973:163 ss.), Mashnshnek (1973:135-37;
1978:10), Arancibia (1973:46-47), Braunstein (1974:12 ss., Fock (en
Wilbert y Simoneau 1982:143 ss.; 152-153) y Alvarsson (1984:192-
97). Seguiremos la versión de Califano, detallada y explícita. Según el

142
primer texto de este distinguido investigador los wichí (los hombres,
los matacos) no comían originariamente carne ni pescado. El dueño o
lewuk de los peces era Chilaj, teofanía que reside en el interior del
monte. Chilaj manda a un hijo chico que se acerque a donde están tra-
bajando las indígenas y busque a una mujer joven. Procura, con ello,
que los zuichí conozcan el pescado, aprendan a obtenerlo y lo consu-
man. El niño elige a una joven a la que se acerca llamándola “mamá”.
Aunque al principio ella lo rechaza, luego lo acepta, y el niño lleva
pescado para que lo prueben. La comunidad gusta del alimento y
aprende a cogerlo, con arco y flecha, del interior de un yuchán o palo
borracho que es receptáculo de agua dulce y de peces de todas clases.
Chilaj, el señor de las especies en cuestión, les advierte que se absten-
gan de flechar al dorado, porque ése es el jefe de los peces y, si lo
hacen, pueden provocar la ruptura del recipiente que contiene las
aguas, vale decir, del yuchán.
El burlador Tokjuaj, que se presenta en el grupo, también quiere ir a
pescar al palo borracho. La gente se lo quiere impedir, porque Tokjuaj
es pícaro y está siempre dispuesto a jugar malas pasadas. A pesar del
aviso, Tokjuaj flecha al dorado grande. El pez se agita, rompe las pa-
redes del árbol, y el agua, con los peces en su seno, empieza a manar
en abundancia e incesantemente. El lewuk tiene, sin embargo, el poder
de detener las aguas a su arbitrio, pues es el “dueño” de ellas. Manda
a Tokjuaj que camine delante de las aguas, que van formando corriente.
Podrá detener el curso de ésta haciendo un gesto potente con una va-
rilla que clavará en el suelo, y con ello marcará el límite de las aguas.
Pero Tokjuaj se cansa; Chilaj se enoja y hace brujería para que la co-
rriente no se detenga ante los gestos rituales del burlador. Para no morir
ahogado, Tokjuaj trepa a un árbol, mas la corriente sube sin pausa y lo
alcanza también allí. Se transforma en diversos animales para volar o
nadar, pero finalmente muere. El hijo de Chilaj termina de formar el
Pilcomayo. Como ocurre en otras aventuras del tesmóforo, Tokjuaj re-
sucita. De las partes de su cuerpo, que se han desprendido durante su
desgraciada y forzosa peregrinación, se forman plantas (bejucos, lia-
nas) y animales y de su estómago, un nido de avispas. La similitud
entre esta concepción y la caríbica, que hace nacer las aguas y los
peces del tronco de un árbol talado, es notable, incluso en el papel
asignado al burlador en el desborde del líquido.

143
La misma historia, con variaciones locales y, en general, menos rica en
detalles y menos constante en cuanto a sus protagonistas, es conocida
por los chorotes (Mashnshnek, 1972:140; Cordeu, Siffredi y Verna, en
Wilbert y Simoneau, 1985:(C) 71-75; (S) 76; 81-86, 90-91; (V) 92). En
ella el papel de trickster lo desempeña, casi siempre, Woiki, el zorro.
Palavecino (1971:182) registró entre los tobas otro ejemplo de este re-
lato, en el que Lapichí es el dueño de las aguas y Nowaikalachiguí es
el burlador. La acción, en este caso, termina con la muerte del burlador
y el texto no habla de la formación del río. El mito es conocido asi-
mismo por los chamacocos (ishir de Puerto Diana), entre los cuales el
burlador es Uatzatzá, también personaje con figura de zorro que, en la
historia, abre descuidadamente el tronco del árbol que oficia de reci-
piente y provoca la dispersión de aguas y peces (Cordeu 1974:99). To-
davía en una región lejana del hábitat chamacoco, entre los umutinas
o “barbados”, que habitaban las orillas del Seputubá, recogió Schultz
(1961-62:242-243) dos versiones de un relato que parece vinculado
con éstos. Un hombre va a las cabeceras del río Paraguay a pescar con
arco y flecha. Se le aparece un bicho d’agua -un ser mítico- y, como
el monstruo lo ataca, el hombre lo flecha. Enseguida el río empieza a
crecer, se produce una gran inundación, los indios emigran y el río los
sigue. Cuando acampan, brota el agua debajo de ellos y tienen que
volver a marchar. En otra variante, el ser flechado es un pez (traira,
Hoplias malabaricus) y también el pescador, cuando lo hiere, desoye
las advertencias para que no haga tal cosa. A pesar de que ha desapa-
recido un elemento característico del mito, a saber, la presencia inicial
del agua dentro del yuchán, subsisten muchos elementos comunes: pez
herido a pesar de las admoniciones para abstenerse de hacerlo, inunda-
ción general como consecuencia de la infracción y persecución del
transgresor por las aguas.
La misma idea, con forma algo diferente, se repite más al norte, a lo
largo de la región intermedia; pues entre los camayuraes y jurunas
(Villas Boas, 1972:138-39,199), suyaes (Frikei, 1990:18-19) y shipa-
yas (Nimuendajú, 1919-20:1016 ss.) los diferentes ríos formadores del
Xingú y de su afluente, el Iriri, son creados, según el mito, por la rotura
intencional de las ollas que contienen el agua de los mismos; agua en-
cerrada, pues, en un recipiente mágicamente inagotable. También en

144
estos casos los ríos son encaminados o dirigidos por diversos “con-
ductores” que presiden su marcha. La idea puede rastrearse a una an-
tigüedad histórica bastante mayor, puesto que informa un texto de la
primera recolección de mitos hecha en América, la de Pané, compa-
ñero de Colón, entre los tainos[15], si bien en este caso lo que se crea
es un mar y no un río, solución natural en vista del breve curso que tie-
nen las corrientes en las islas del Caribe. De todos modos, como se
aprecia enseguida, en estos ejemplos las aguas manan de recipientes
cerrados y separados (ollas, cajas, calabazas) mientras que entre cari-
bes y matacos el agua está almacenada en el interior del árbol.

Notas
[1] Bardales Rodríguez, 1979:43-44. Por desgracia esta meritoria publicación no
aclara en forma alguna, para quien no esté familiarizado con la lengua de conibos,
setebos y shipibos a qué grupo pertenece cada texto. Suponemos que el texto sea
conibo porque el autor es, según se dice en el Prólogo, “fundador y curaca de la
comunidad conibo de Otocuro, sobre el Ucayali”.
[2] Sistema típico de la selva del Oriente peruano para cocinar ciertos alimentos
(pescado, pollo u otros) que se envuelven en hojas y se colocan directamente
sobre las brasas, de manera de trasmitirles sabor especial (Jordana Laguna).
[3] Sin embargo, el árbol todavía no existe. Como es común en el curso de los
sucesos míticos, el tiempo tiene la característica que a veces hemos calificado de
elasticidad: transcurre lentamente para ciertos acontecimientos o desarrollos y rá-
pidamente para otros. El árbol, pues, llegará a ser y se constituirá en lugar de sal-
vación para protegerse de un incendio que ya se ha declarado o que avanza.
[4] El papel de esta doncella mashco puede compararse con el de Hitirugisa, la
heroína uitota de la historia de Preuss. Ambas desempeñan la función de dar a luz
un árbol, mediante una concepción inusual. El árbol, en un caso, ofrecerá refugio;
en otro, proporcionará alimentos.
[5] La conciencia racionalista encontraría ciertos inconvenientes prácticos en la
tarea de trepar a un árbol que crece y enraiza en el propio pie, pero tales dificul-
tades no inquietan en el ámbito de la conciencia mítica.
[6] Nuevamente encontramos la antigua idea, común a los pueblos arauacos, de
que la inundación es producida por el derramamiento de un pequeño recipiente,
de volumen aparentemente limitado, pero de contenido inagotable, como en el
ejemplo taino registrado por Pané (1984:28-30).
[7] Parece que estamos aquí ante una superposición confusa de diámetros reales
y aparentes, que quizás el informante intentaba ilustrar con gestos manuales.

145
[8] Como sucede frecuentemente en los relatos que describen sucesos del tiempo
mítico, los informantes asignan papeles de protagonistas a diversos animales, a
los cuales imputan acciones sociales y culturales que hoy sólo efectúan los seres
humanos; y, al mismo tiempo, les atribuyen, alternativamente, y sin inquietarse
por la contradicción, actos que suponen, unas veces, una morfología animal; y,
otras, humana.
[9] Por la localización geográfica se trataría de la Chunga burmeisteri más bien
que de la Cariama cristata.
[10] Zonotrichia capensis, según Arandbia, 1973:105. Se trata, pues, del chin-
golo.
[11] Por cierto que, con la variedad de ramas y de frutos atribuidos al susodicho
árbol ¡no es de extrañar la incertidumbre taxonómica!
[12] Como puede verse, este árbol de frutos variados parece más bien referirse a
las especies del bosque indígena, pues no hay mención específica de ninguna
planta alimenticia cultivada. La idea se relaciona sobre todo con la actividad eco-
nómica recolectora de matacos y tobas.
[13] Tanto la figura del creador como esta preocupación filantrópica parece que
deban atribuirse a las influencias misioneras.
[14] En el texto chané el tema del árbol multifructífero se liga bastante artificial-
mente con el de la obtención de un objeto deseado mediante la captura del ave
carroñera a la cual se exige la entrega del bien apetecido en trueque de su libertad.
En las narraciones míticas de otros pueblos indígenas el héroe que apresa al ave
carroñera quiere conseguir, unas veces, el sol, como ocurre entre carayaes
(Krause, 1911:345-46; Baldus, 1937:191; Aytai, 1979:7-12) y bacairíes (von den
Steinen, 1894:375-76) y, otras, el fuego, como sucede en abundantes ejemplos de
grupos tupi-guaraníes (Blixen, 1992 b:24-26). Cuando el motivo aparece en di-
versos grupos de la franja septentrional de Sud-América (caríbicos, arauacos,
sionas) la estratagema es invariablemente usada para capturar una hembra de
urubú, que se convertirá en mujer y pareja del protagonista (van Coll, 1908:482;
Simpson, 1944:268-69; Armellada, 1964:93-94; Chaves, en Niño, 1978:92-94;
Koch-Grünberg, 1981:(2):76-85). En el texto chañé, indudablemente aberrante,
lo que Aguaratunpa pretende, haciéndose pasar por cadáver, es que el cóndor
blanco que viene a devorarlo le traiga, en pago de su libertad, una pelota de goma
blanca para jugar a cierto juego indígena, popular entre los nativos. Tanto por su
color como por su forma, cabe pensar que esta pelota blanca sustituye al sol de
otros relatos.
[15] Pané, 1984:29-30. La rotura de la calabaza por los cuatro mellizos produce
una avenida que inunda la tierra y da origen al mar y sus peces.

146
El cultivo y sus técnicas
como don de las potencias bienhechoras

La idea de que las plantas cultivadas, o algunas de ellas, sean don


recibido de una teofanía, de un héroe cultural o de algún animal que
asuma tal función está ampliamente difundida. Es, seguramente una
de las explicaciones más generalizadas, si no la más común de
todas; porque, en verdad, es conducta que cabe esperar de seres
sobrenaturales solícitos hacia los hombres que los reverencian, los
adoran o les manifiestan reconocimiento en diversas formas.
El don de los cultígenos es un caso más, aunque muy relevante, del
funcionamiento del molde mítico la cultura como don (Blixen
1987: 118); pues, por entrega graciosa, demostración demiúrgica o
regulación tesmofórica se adquieren bienes naturales o fabricados,
técnicas de producción, e instituciones sociales, religiosas o políti-
cas. La creencia en que los bienes que el grupo etnográfico posee
sean resultado de experiencias sociales alcanzadas mediante pro-
cesos de invención humana y de sucesivos y acumulativos perfec-
cionamientos empíricos es, en principio, ajena a la conciencia
mítica. Puede, desde luego, conocerse el origen empírico de un bien
cultural, tanto por adquisición histórica, préstamo concreto o ha-
llazgo afortunado cuando se trata de bienes, elementos o aun insti-
tutos de introducción reciente. Pero la tradición y el curso de los
años se encargan de proyectar el hecho en su época y espacio apro-
piados y de atribuirlos a seres del tiempo de los orígenes o de la
historia tradicional, mediante un renovado proceso de mitificación,
si es que el hecho no se hunde en el olvido. La concepción habitual
en la conciencia mítica es la de que los bienes culturales han sido
recibidos de dioses o héroes, o han sido hurtados a quienes los po-
seían, y es muy raro que la especulación se empeñe en traspasar
este límite inmediato, y se pregunte por qué razón y de qué manera
estos anteriores poseedores habían conseguido esos bienes. Las
plantas cultivadas y las técnicas para hacerlas reproducir y prospe-
rar son entonces, por una parte, bienes recibidos en don; y, por la
otra, saber adquirido por enseñanza y aprendizaje, también actos

147
cumplidos o provocados por el héroe cultural que ha puesto los
bienes materiales a disposición del grupo.
Como el acto de dación o don es, en principio, acción sencilla y
poco distintiva, el motivo no se presta mucho como rasgo guía para
poner de manifiesto vinculaciones entre los acervos míticos de gru-
pos diferentes, a menos que aparezca integrado en contextos algo
más complejos. Esto también ocurre a veces, sea porque ciertos
mitos han sido elaborados con mayor detalle o revestidos de más
acentuada riqueza temática, sea porque han sido recogidos con más
cuidado y dedicación, sin la prisa o el desdén que se trasluce tantas
veces en ciertos recolectores que, practicando arbitrarias podas, re-
cogen de las creencias y relatos lo que reputan esencial y desechan
lo que juzgan inútil, accesorio o inservible.
La explicación del origen de las plantas alimenticias como donativo
divino o sobrenatural es, en principio, excluyente de la presencia del
mito del árbol de la abundancia, puesto que se trata de explicaciones
distintas del mismo fenómeno. Por lo tanto, aparte del valor que
cualquier relato de donación, más o menos genérica, de cultígenos
posea para acercarnos a la comprensión de la cosmovisión de un
grupo determinado, su registro sirve para delimitar la expansión de
otros temas que, como el mencionado o los motivos transformistas,
constituyen explicaciones disyuntivas.
Queda dicho que los relatos explican, unas veces, la aparición de
todos los cultígenos o de la mayoría de ellos; y, en otros casos, se
ciñen a dar razón de alguno o de pocos productos vegetales. Entre
los grupos que reconocen haber recibido el conjunto de sus plantas
de cultivo de algún donante del tiempo originario podemos señalar
a los guaraos (Barral, en Wilbert, 1970:183), yaruros[1], yupas
(Wilbert, 1974:84-85, 131), teneteharas (Wagley y Galvao,
1961:137), cúbeos (Goldman, 1940:244), ocainas (Wavrin,
1932:144), cágabas o kogis (Chaves, 1947:494, 497), machiguen-
gas (Pereira, 1942:240 ss.), chamas[2], ciertos grupos cayapoes
(Lukesch, 1959:71 y en Wilbert y SImoneau, 1978:221-23;
Métraux, 1960:17), jurunas[3], chimanes[4], y nivaclés (=ashluslay,

148
chulupíes) (Chase Sardi, 1984: 64-67). Lo mismo puede decirse de
los tacanas, para los cultígenos más importantes (Hissink y Hahn,
1961:(1):46), de los matacos (Califano, 1973:162; Mashnshnek,
1975a:29; Fock en Wilbert y Simoneau, 1982:110-11) y chorotes
(Siffredi, En Wilbert y Simoneau, 1985:23). Esta lista puede prolon-
garse mucho, pero los ejemplos citados son suficientes para señalar
la importancia que reviste este género de explicación dentro de la
mitología sudamericana.
Los dones de la mujer estrella y del marido astro.- Ya en una
ocasión anterior nos hemos ocupado del mito de la mujer estrella en
Sud América; de su difusión, variantes- y significado, así como de
su relación con el mito del marido-astro que aparece difundido entre
carayaes, tapirapés, caduveos y umutinas. La historia de la mujer es-
trella presenta a esta figura sobrenatural con caracteres que, en
parte, difieren a través del conjunto de etnías en las cuales ha sido
registrado el mito. Como lo hemos señalado anteriormente (Blixen.
1991:3-7, 23), la mujer astral sólo aparece como heroína cultural
entre timbiras y cayapoes, en cuyos grupos trae del cielo o produce
por su poder simientes y plantas alimenticias que enseña a cultivar.
En otros grupos que conocen el mito, aunque la mujer estrella llega
a producir alimentos vegetales para la familia o la comunidad en
cuyo seno transitoriamente vive, tal don o favor ocurre como solu-
ción de coyuntura, para proporcionar satisfacción inmediata a ne-
cesidades alimentarias, porque la finalidad de su visita a la tierra
ha sido otra.
En el esquema timbira-cayapó del mito se cuenta que un mozo feo
y de color oscuro siempre duerme solo en la plaza de la aldea, por-
que ninguna mujer lo acepta como compañero. Contemplando el
cielo nocturno, ve una estrella grande que le gusta, y piensa que
sería bueno que ella bajara y se casara con él; para entender lo cual
cabe recordar que, entre estos grupos, las estrellas son concebidas
como seres femeninos, como mujeres. La estrella conoce su deseo,
desciende, asume forma humana, se acerca al mozo en la noche y
yacen juntos. En la mayoría de las versiones el muchacho, en cuanto
aclara, mete a su compañera dentro de una calabaza con tapa, que

149
guarda con cuidado, porque la mujer estrella no quiere ser vista. La
estrella permanece encerrada en la calabaza durante el día y, por la
noche, sale a yacer con su marido. Pero no pasa mucho tiempo antes
que sea descubierta, y pasa entonces a vivir públicamente con él.
Como la comida de la aldea es muy desagradable para la estrella,
en lo que no le falta razón, pues ella consiste, habitualmente, en
madera podrida, barro o larvas de insectos, pide a su marido que
prepare una roza y vuelve al cielo a buscar simientes de distintos
cultígenos que están en uso en el mundo superior. Con las plantas,
semillas o brotes que trae, enseña a cultivar y a preparar comidas
que luego serán el sustento diario de la comunidad, y se transforma
en heroína cultural de la sociedad ge. El matrimonio se rompe, sin
embargo, por diversas causas que no hace al caso recordar aquí (Bli-
xen op.cit.p.5). Siguen este esquema, en lo esencial, los relatos de
los distintos grupos timbiras (Oliveira, 1930:86-88; Nimuendajú,
1946:245 y en Wilbert y Simoneau, 1978:215 ss.; Schultz, 1950:
75-85) y cayapoes (Banner, 1957:40; Vidal. 1977:233-34;
Nimuendajú, en Wilbert y Simoneau, 1984:183-84). Algunos gru-
pos cayapoes, sin embargo, sustituyen a la mujer estrella como do-
nante por la hija de la lluvia, personaje que se casa con un indígena
y, durante un período de hambruna, trae del cielo diversos cultíge-
nos que, desde entonces, son alimento de los hombres (Lukesch,
1959:71; Métraux, 1960:17).
Entre carayaes y tapirapés la estrella es un mozo que contempla
desde la altura a una muchacha y desciende a vivir con ella. La
moza tiene una hermana. Como el astro se ha presentado a las mu-
chachas bajo la forma de un viejo, una de las mozas rechaza el ma-
trimonio, mientras la otra lo acepta. El supuesto viejo se dirige a
preparar su roza, y recomienda a la que lo ha aceptado por marido
que aguarde su vuelta; pero, como tarda mucho en regresar del tra-
bajo, la novel esposa decide ir a buscarlo, y tiene la agradable sor-
presa de encontrar en el sembrado, no al marido envejecido, sino a
uno joven y gallardo. Con la alegría del caso, lleva a la casa al re-
mozado consorte. Ante la novedad, la otra hermana quiere rever su
anterior decisión, pero ya es tarde y su precedente desprecio recibe

150
su castigo. El astro retorna después al cielo, pero antes deja para
los hombres los cultivos que ha introducido para mejorar su dieta,
además de otros bienes (Krause, 1911:346-47; Botelho de Magal-
háes, 1942:354-56; Baldus, 1970:359). Las historias de caduveos
(Ribeiro, 1950:162 ss.) y umutinas (Schultz, 1961-62:246-47,247-
48) son bastante distintas y, en ellas, el protagonista astral no actúa
como héroe cultural.
Los dones de la teofanía telúrica.- Otro mito que explica la intro-
ducción del cultivo de plantas alimenticias como don sobrenatural
es el que relatan los tres grupos jíbaros: shuares, huambisas y agua-
runas. El mito es esencialmente el mismo en los tres grupos y, como
los textos ya mencionados de la mujer estrella y del hombre astro,
se inserta en el molde de la cultura como don. Al mismo tiempo, el
mito esclarece por qué los hombres están condenados al trabajo del
campo y demás tareas de subsistencia; esto es, a hacer producir con
su pena y esfuerzo las plantas alimenticias. Los hombres según re-
sulta del mito, tuvieron la oportunidad de vivir por siempre una
edad de oro, en la cual los bienes se habrían obtenido sin trabajo,
pues recibieron para su crianza -y aprovechamiento económico- a
una dadora de bienes que, por gracia de sus poderes, hacía aparecer
las plantas y alimentos apetecidos, sin tardanza ni pena. Pero el mal
trato que le dispensaron malogró esa oportunidad. La heroína cul-
tural se retiró al interior de la tierra aunque, generosamente, dejó
plantas alimenticias e instrucciones para cultivarlas. Las limitacio-
nes de los beneficios sobrenaturales y la condena al sufrimiento que
representa la tarea cotidiana de procurarse los medios de subsisten-
cia y preparar los alimentos encuentran así su fundamento moral
en el principio retributivo, que sanciona la culpa humana. Como es
común en el ámbito de la conciencia mítica, los principios de soli-
daridad y de ejemplaridad que informan la conducta social justifi-
can que el mal trato brindado a la teofanía por un integrante del
grupo sea juzgado como actitud del grupo; y que lo ocurrido en esa
ocasión, convertida en paradigmática, fije el porvenir de la comu-
nidad de los hombres.

151
Según el mito, en los primeros tiempos los hombres pasaban ham-
bre: comían hojas, frutas silvestres o corteza de los árboles. Una
mujer fue al río a buscar ese magro sustento y vio pasar, arrastrados
por la corriente, restos de alimentos, para ella desconocidos, ya fue-
ran cáscaras de plátanos o camotes, ya de mandioca u otros tubér-
culos comestibles. Siguió aguas arriba la margen del río para
conocer la procedencia de estos alimentos, y se encontró con una
nunkui (o con un grupo de ellas, según otras variantes)[5]. Le pidió
que le diera para comer cierta cantidad de los alimentos que había
visto en las aguas, pero la nunkui no quiso hacerlo. Sin embargo,
ofreció entregarle una niñita nunkui que ya había adquirido el don
potente de hacer producir los bienes deseados, para que se la lle-
vara, cuidara de ella y le pidiera lo que fuera necesitando. Hízole la
advertencia de que debía tratarla bien, pues la niña era tímida y
dócil. La mujer partió, pues, con la pequeña a su choza y, de inme-
diato, le pidió que hiciera aparecer diversos alimentos vegetales,
así como ollas de masato[6]. Los poderes de la niña producían sin
demora ni dificultad lo que le solicitaban, incluso los alimentos
elaborados y los utensilios domésticos necesarios para aprovechar-
los. Esto pareció augurar una era de feliz abundancia para la comu-
nidad: en la roza prosperaban las plantas sin otra labor que la de
recoger sus frutos. Pero, en una ocasión, mientras la mujer mar-
chaba a la roza para su tarea[7], la niña quedó en compañía de un
muchacho alocado e imprudente. No satisfecho con los alimentos
y otros bienes que la niña producía o presentaba, quiso el jovencito
que trajera a su presencia seres peligrosos y sobre todo, iwanches,
esto es, espectros de individuos fallecidos[8]. La niña se resistió a
hacerlo, alegando que estos seres demoníacos vendrían, pero no
sería fácil hacer que se retiraran. El muchacho siguió insistiendo en
su exigencia; pero, cuando la niña hizo comparecer a los iwanches,
el mozalbete se asustó y reclamó que los quitara de allí. Como la
niña no podía hacerlo, el insensato le arrojó ceniza caliente en los
ojos. La pequeña nunkui se echó a llorar, y trató de huir del lugar
para volver a su mundo. Para esto, trepó al techo de la choza. Ape-
nas hubo ocurrido el incidente, las plantas cultivadas de la roza per-

152
dieron su lozano aspecto y retornaron a su naturaleza silvestre o se
marchitaron. La mujer, que estaba en la roza, notó que algo grave
había ocurrido en su choza y volvió a escape. Quiso detener a la
niña e impedir que los abandonara, pero todo fue inútil. La chica
hizo aparecer un guayaquil, que en ese tiempo no tenía nudos, y,
por el interior de la caña, fue volviendo a la tierra, al mundo subte-
rráneo. La mujer trató de frustrar el intento, golpeando y cortando
el bambú que, desde entonces, tiene nudos, cicatrices de las heridas
que sufrió la planta en los sitios donde la cortó el machete. La pe-
queña nunkui desapareció[9]. No obstante ello, la nunkui adulta
apareció en sueños a la mujer y le manifestó que ella había querido
que los hombres y mujeres tuvieran una vida fácil y placentera,
exenta de penurias para procurarse el sustento; pero eso sería ahora
imposible. Quien no hiciera su chacra, habría de sufrir hambre. Des-
pués le indicó las clases de plantas que debería cultivar, y le señaló
sus nombres. A este esquema se adecuan, con diferencias de detalles
que no alteran la esencia de los hechos descritos, los textos publi-
cados por Wavrin (1932:121-22), Guallart (1958:88-91), Forno
(1970:46), Jordana Laguna (1974:32-37), Chumap Lucía y García
Rendueles (1979:377-95 y 397-415), Berlin (1979:188-89), y
Rueda (1987:80 ss.). Los textos publicados por Karsten (En 1919:6-
8 y en 1935:514-16) tienen alguna diferencia mayor. En uno de
ellos es la propia mujer que ha recibido en custodia a la pequeña
nunkui quien provoca la huida de la niña. Esta, a pedido de la mujer,
hace aparecer, por sus poderes mágicos, trozos de las diversas car-
nes de animales silvestres que cazan y consumen los jíbaros; pero
la mujer quiere que le traiga también las cabezas, y esto no lo puede
hacer la niña. La insensata mujer frota los ojos de la chica con ce-
niza, y la criatura huye prontamente a la tierra, al seno materno. La
otra versión, más semejante a las reseñadas, da como motivo de la
actitud del muchacho que daña a la nunkui los celos que le ha sus-
citado la presencia de la niña en la casa.
La beneficencia del roedor y otras generosidades.- A veces la ac-
tividad del héroe cultural se limita a entregar a los hombres un de-
terminado cultígeno. A pesar de la preeminencia que tiene como

153
Distribución de los relatos míticos acerca del origen de las plantas cultivadas en Sud
América.
Arbol de la abundancia: 1. Caribes del Barama y el Pomerún. 2. Akawoios. 3.
Taulipang. 4. Arecunas. 5. Maquiritares. 6. Macushis. 7. Wapishanas. 8. Hishkarianas.
9. Piaroas. 10. Guahibos. 11. Guarequenas. 12. Desanas. 13. Uananaes (?) 14. Uitotos.
15. Ticunas. 16. Cunas. 26. Guarayos. 27. Chañes. 28. Mbiaes. 29. Mbiá-guaraníes
del Guanta. 30. Matacos. 31. Chorotes. 32. Tobas occidentales.
Arbol del agua: 17. Chocoes, catíos y chamíes. 18. Sionas. 19. Ufainas y yucuna-
matapíes. 20. Yaguas.
Arbol oscurecedon 21. Bribris. Cunas (P. Adrián). Ticunas (Niño).
Arbol de salvación: 22. Conibos. 23. Mashcos. 24. Ipurinaes. 25. Andoques.
Don de divinidad celeste: 33. Canelas. 34. Krahoes. 35. Apinayés. 36. Xicrines. 37.
Pau d’arco. 38. Gorotires. 39. Kuben kran kegn. 40 Carayaes. 41. Tapirapés.
Don de divinidades telúricas: 42. Aguarunas. 43. Huambisas. 44. Shuares.
Metamorfosis del niño de la roza y variantes: 45. Mundurucúes. 46. Nambicuaras. 47.
Iranches. 48. Paresíes. 49 Umutinas. 50 Caingangues de Paraná. 51. Culiñas. 52. Su-
yaes.

154
alimento en la América tropical la mandioca sobre otras plantas, la
planta alimenticia donada más frecuentemente a los humanos es el
maíz. Entre los ges septentrionales, mientras los cultígenos en ge-
neral son un don de la mujer estrella o, a veces, de la hija de la llu-
via, el maíz tiene su donante peculiar. Al oeste, desde los llanos de
Venezuela hasta la cuenca del Paraná y en buena parte de la Ama-
zonia occidental, el don del maíz aparece registrado en muchos gru-
pos. El tabaco también es mencionado a menudo como don
sobrenatural, pero son más llamativos los mitos que lo ligan con un
acto de venganza o represalia que da por resultado que la planta
surja del cadáver incinerado de una ogra o un demonio (v. infra). La
mandioca, aunque es a veces mencionada como don específico, fi-
gura más comúnmente entre otras plantas alimenticias donadas en
conjunto y, sobre todo, en mitos, no de donación, sino de hurto y
transformación (v. infra).
Recordemos, por lo tanto, que los yanomamos deben el maíz y otros
cultígenos, como el ocumo, las batatas y el algodón, a algunos de
los seres del mundo primordial conocidos como no-patabi[10] antes
de que éstos se transformaran en diversos animales; ya sea en ba-
chaco (cierta hormiga muy dañina, Atta sex dens), en morrocoy o
tortuga terrestre y en chácharo, Dicotyles torquatus (Cocco,
1972:111-12, 131, 183-85). Los yupas dicen haber recibido el maíz
como don de Ose’ema, una teofanía benefactora que les dejó, ade-
más, camotes y bananas, y que todavía es reverenciada con actos ri-
tuales en ocasión de proceder a la cosecha (Wilbert, 1974:127-30).
Según una historia chocó (Wassén, 1933:107-08) el maíz fue traído
del mundo subterráneo por una muchacha que se unió con un indí-
gena terrícola. El mal trato que recibió de su suegra la hizo regresar
al mundo inferior, pero quedaron de su visita simientes de maíz de
varias clases. Los teneteharas, grupo tupí, tienen por donante del
maíz a un hombre gavilán que convivía con una moza, y que efec-
tuó su dádiva por el nada usual expediente de indicarle que le ex-
trajera de la planta del pie unas espinas, que debía después plantar
en la roza. De ellas nacieron dichos cultígenos (Wagley y Galváo,
1961:149-50). Los wauraes, de las cabeceras del Xingú, obtuvieron

155
el maíz de un modo que tampoco podremos considerar común, pues
lo recibieron de una comunidad de seres celestes, los amuiatí[11],
pero, en trueque de ello, entregaron a su vez brotes de mandioca,
que ya conocían los indios (Schultz, 1965-66:94-95).
Una tradición tapieté recogida por Nordenskiöld (1912:312-13) re-
fiere que el maíz fue aportado a la tribu por una pareja de papaga-
yos, cuyo origen, rápido desarrollo y demás actos los revelan como
seres potentes y benefactores. También los papagayos aportan el
maíz a los chanés chiriguanizados, aunque sea en definitiva el dios-
zorro, Aguaratunpa, quien traiga las semillas del cultígeno del lugar
donde crecen (Nordenskiöld, op. cit. p. 270-71). Esto último es, por
otra parte, lo que informa del Campana para los chiriguanos, a quie-
nes el dios-zorro enseña a preparar la roza y a cultivar y recoger los
productos (1902:94-95).
Más peculiar y característico es el mito que refieren los ges septen-
trionales acerca del origen del maíz, mito que parece típico del
grupo, aunque no parece hallarse entre los timbiras orientales. El es-
quema de esta narración es como sigue: una anciana va con su
nieto[12] a la orilla del río para bañar al niño o cumplir otra de sus
actividades habituales. Mientras está dedicada a la tarea, se le acerca
insistentemente -a veces le salta encima- un roedor[13] definido va-
riamente como “rata”, “ratón” o “ardilla”. La mujer lo rechaza,
hasta que el animalito, que en la versión cherente llega a asumir
forma humana, le muestra un árbol grande que crece junto al agua,’
y le da a conocer las bondades del alimento que el árbol tiene y que
los humanos desprecian. En algún relato el roedor llega a explicar
a la mujer cómo moler con el pilón el maíz y cómo preparar las tor-
tas, con lo que hace gala de estimables conocimientos culinarios. La
vieja, por lo tanto, recoge semillas y prepara tortas. El alimento es
inmediatamente aceptado y se expande su cultivo. En ciertas versio-
nes (pau d’arco, kuben kran kegn) el árbol del maíz es talado y de-
rribado para obtener las mazorcas, lo que explica que ahora crezca
en plantas pequeñas. Con sus variantes tribales e individuales, el
mito aparece entre cayapoes (Métraux, 1960:13; Vidal, 1977:236-

156
37; Nimuendajú, en Wilbert y Simoneau, 1984:155-56), cherentes
(Nimuendajú, 1944:184-85), suyaes (Frikel, 1990: (2):41-42) y cha-
vantes (Giaccaria y Heide, en Wilbert y Simoneau, 1984:137-45);
en este último caso con diferencias formales apreciables, porque la
intervención del roedor desaparece y es sustituida por la actividad
de los loros, que son quienes llaman la atención de la mujer sobre
las semillas del maíz. Un texto cayapó de Lukesch (Lukesch,
1976:93-94), muy aberrante, y que parece collage reciente, muestra
de todos modos, elementos de esta historia: cuando el árbol es de-
rribado, se encuentra dentro de él una rata que los hombres matan,
y de cuyo estómago extraen semillas de maíz y de otras plantas cul-
tivables. La solución es por demás artificiosa.
En una variante apinayé (Nimuendajú. en Wilbert y Simoneau.
1978:215 ss.) del relato de la mujer estrella se inserta, como parte
integrante de la misma, una versión de la precedente historia. Es
una inhábil adecuación del motivo del roedor benéfico al mito de la
estrella benefactora. En esta adaptación la estrella, que se ha casado
con el mozo huérfano de amores, acompaña a su suegra a bañarse
en el río, y sustituye, de este modo, al “niño” de la narración típica.
Llegada al lugar, se transforma en comadreja americana o zarigüeya
(Didelphis sp.) y salta sobre el hombro de la suegra para llamarle
la atención acerca del gran árbol que crece en la ribera de la co-
rriente. Bajo su forma de zarigüeya sube al árbol y hace caer al
suelo cantidad de mazorcas que la suegra recoge y lleva a la aldea,
con lo que se da a conocer la utilidad alimenticia del maíz. Se trata
de un injerto mal cosido, pues ya la mujer estrella, en la misma ver-
sión, como es habitual en los textos timbiras, ha bajado del cielo
con sus cultígenos que, en el caso habían sido batatas (Batatas edu-
lis) y ñames (Dioscorea sp.). En la versión apinayé de la historia
de la mujer-estrella publicada por Esteváo de Oliveira (1930:86-
88) este incidente intrusivo no aparece. Por el contrario: la estrella
trae del cielo maíz, arroz, porotos, maní, batatas, ñames, plátanos;
y, naturalmente, no se habla en ella de roedores y menos de didél-
fidos. El elemento incorporado a la versión de Nimuendajú es, ob-
viamente, un préstamo recibido por los apinayés (o por su

157
informante) de los vecinos cayapoes, para los cuales la intervención
del roedor en la adquisición del maíz por los hombres es un episodio
normal.
El tabaco.- El tabaco es, a menudo, recibido como don, y sus an-
teriores dueños o tenedores son tan diversos como insólitos. Entre
los iranches, lo poseían los urubúes, en dos variedades: suave y
fuerte (De Moura, 1960:53). Los camayuraes dicen haberlo recibido
del benteveo {Pitangiis sulphuratus) según la información recogida
por Oberg (Oberg, 1953:25). Refieren los culiñas que los tapires
mascaban sus hojas, y que fue su chamán (!) quien lo entregó al
chamán de los hombres (Adams, 1962:108). Entre los arecunas, el
tabaco es don de Piaimá, personaje ambivalente, unas veces bené-
volo, otras maligno, que preside las iniciaciones de los piaches
(Koch-Grünberg, 1981:(2):63-66). También era don de un demiurgo
entre los cariris, a estar al testimonio de Martín de Nantes (Fide
Lévi Strauss, 1968:104-105). Pero parece más congruente con su
acción de agente utilizado en las sesiones chamánicas para provocar
los estados de trance y otros afines, que el tabaco aparezca como
consecuencia de un episodio dramático, de una venganza que dé
como resultado la quema de uno o de varios seres de naturaleza ma-
ligna, de cuyos restos brota la primera planta (v. infra).
La mandioca.- En el contexto de ciertas versiones tupíes del mito
de los mellizos, la mandioca aparece como don del padre de los ge-
melos, Maíra. Según cuentan los teneteharas (Wagley y Galváo,
1961:47), cuando Maíra la trajo, se plantaba por sí misma, crecía en
un día y era recogida sin trabajo; ventajas todas que desaparecieron
porque la segunda mujer de este dios benefactor no creyó en sus
poderes, y el dios se irritó e impuso a las generaciones futuras, en
castigo, todas las labores y dilaciones que requiere el cultivo de las
plantas. En la versión tembé (Nimuendajú, 1915:282) Maíra da es-
quejes de mandioca a un hombre que se refiere a él con respeto,
aunque no conoce su identidad. Pero después, cuando le dice que
vaya a recoger las raíces de los brotes que acaba de plantar, el hom-
bre replica que no pueden haber crecido en tan poco tiempo. Y su

158
incredulidad ante los poderes de Maíra le cuesta que, efectivamente,
éste disponga que sea preciso esperar un año para cosechar los tu-
bérculos. En la versión de los guaraníes apapocuvas (Nimuendajú,
1914:317-18), la planta que crece ligero es el maíz, no la mandioca.
Ñandesy[14] no cree que estén crecidas las espigas cuando Ñande-
ruvusú la manda al sembrado a traer choclos para comer. La mujer
contesta con la conocida frase provocativa que desencadena el
drama -negando que Ñanderuvusú sea padre de los hijos que lleva
en el vientre[15]- y el dios la abandona, y luego desvía u oculta sus
rastros en el cruce de los caminos, lo que lleva a la infortunada
mujer a la morada de los tigres.
Los camayuraes tienen dos tradiciones diferentes acerca del origen
de la mandioca amarga, pero en ambas el cultígeno es un don de un
héroe cultural, ya sea el transformador Mavutsinim (Oberg,
1953:19), ya el hombre-gaviota, Pakué, que la trae del mundo sub-
acuático (Agostinho, 1974:107-108). Podríamos citar muchos otros
ejemplos de donación específica de la mandioca, tanto en la una
como en la otra variedad, pero ello parece innecesario para los fines
de este estudio.
Otras plantas alimenticias y vegetales útiles.- Desde luego son muy
abundantes los donativos de otras plantas alimenticias y de vegeta-
les útiles que han recibido los hombres de sus héroes y heroínas
culturales, pero la exposición por extenso de estos mitos no tendría
justificación en un artículo que sólo busca trazar líneas generales en
un tema específico de la mitología sudamericana[16].

Notas
[1] Estos atribuyen a la pareja de divinidades tesmofóricas, Kuma y Poana, la
creación de los alimentos que se recogen, la enseñanza de la horticultura a los
hombres y el don de las simientes (Leeds, 1960:4).
[2] Nombre aplicado colectivamente por Tessmann a shipibos, conibos y setebos.
Cf. Steward y Métraux, 1948:(3):593-94, según datos de Tessman, 1930.
[3] Los jurunas, en realidad, obtuvieron los primeros cultígenos aprovechando las
simientes que brotaron del cuerpo de la sucurí quemada (V.infra) pero deben la
enseñanza de la utilidad de cada planta, sus nombres, y las formas de cultivo a

159
un pajarillo (Villas Boas, 1972:207-08).
[4] Nordenskiöld, 1924:143. A Dohit o Duhit atribuyen los chimanes haber de-
jado varias plantas cultivadas, como maíz, mandioca y otras en los lugares donde
se establecía, mientras era perseguido por Sonyó; motivo que tiene puntos de
contacto con el mito campa de Kiri (cf. Weiss, 1975:328 ss.).
[5] Las nunkui son, según Chumap Lucía y García Rendueles (1979:779) “diosas
del subsuelo” que tienen el poder de hacer comparecer, mediante la palabra, toda
clase de animales y plantas comestibles. Son también “dueñas de animales” que,
de cuando en cuando, sueltan en grupos sobre la superficie de la tierra. Dan vigor
a las plantas y controlan el cumplimiento de las técnicas tradicionales de la hor-
ticultura, que ellas han enseñado a las mujeres jíbaras.
[6] Bebida típica de la Amazonia, de uso muy general, preparada sobre la base
de mandioca cocida y macerada, que se hace fermentar mascando una pequeña
porción que se mezcla con la saliva, y se vuelve a echar en el resto de la pasta a
esos efectos. Se le agrega agua en cantidad variable, según el gusto.
[7] La conciencia racionalista se plantearía, sin duda, qué finalidad podría tener
preparar una roza y laborarla si la niña era capaz de hacer producir en el acto los
alimentos requeridos, incluso elaborados. Pero tales interrogantes no surgen, por
lo común, en el plano de la conciencia mítica, ni afloran como elementos dubi-
tativos en el desarrollo del relato.
[8] Guallart y Jordana Laguna los consideran como demonios, diablos, espíritus.
Según García Rendueles, para los aguarunas los iwanches son las almas cuya
muerte no ha sido vengada y, por lo tanto, se dedican a presionar a los miembros
de su familia para que lo hagan, mediante encuentros peligrosos, amenazas y
otras formas análogas de intimidación. El concepto, sin embargo, parece más
amplio y englobaría a otros sobrenaturales dañinos y malignos.
[9] Los textos intercalan aquí un episodio incidental relativo al origen de las ven-
tosidades intestinales que, aunque reiterado en varios relatos, no parece tener re-
lación necesaria con el mito en análisis.
[10] Los no patabi son ancestros de los actuales yanomamos, que vivieron en el
tiempo primordial.
[11] Del texto postumo de Schultz surge que se trata de una tribu mítica de seres
que habitan en el cielo. Estos amuiatí enseñaron a Kamakamá a pescar y trocaron
con él maíz por mandioca. En el texto no es claro si “kamakamá” es un nombre
tribal (¿local o mítico?) o un nombre personal. En cualquier caso, por su inter-
medio el cultivo del maíz se extendió entre los wauraes y otros grupos.
[12] Tal parentesco se da en las versiones cayapoes. Entre cherentes y suyaes los
protagonistas son una madre y su hijo.
[13] En la versión xicrin sustituido por un marsupial, Chironectes sp., Didelphi-
dae.

160
[14] Ñanderuvusú “nuestro gran padre”, es el dios creador de los guaraníes apa-
pocuvas. Ñanderú Mbaecuaá “nuestro padre que conoce las cosas” es el ayudante
que encuentra a su lado, sin que el mito explique cómo. Ñandesy es la mujer de
ambos, que crea Ñanderuvusú. Para ello hace un recipiente, lo tapa y ordena luego
a su compañero que vaya a mirar en su interior. El otro encuentra allí ya formada
a la mujer.
[15] De los cuales, pues se trata de gemelos, uno es hijo del mismo Ñanderuvusú,
pero el otro lo es de su compañero y ayudante, Ñanderú Mbaecuaá.
[16] Así, por ejemplo, las explicaciones de los suraras sobre los plátanos (Becher,
1959:105); de los yucunas sobre mandioca brava y ñame (Herrera Angel,
1975a:402-04); de los guaraos sobre la palma moriche (Mauritia flexuosa) en di-
versas versiones (Barral, en Wilbert, 1970:328-330); de los chorotes sobre cala-
bazas, melones de agua y sachasandias (Siffredi, en Wilbert y Simoneau,
1985:53-55, 63-64) y de los terenas y matacos sobre los algarrobos (Baldus,
1937:273; Mashnshnek, 1973:141-42; 1975a:19).

El hurto de los cultígenos

A veces los cultígenos y otras plantas útiles han sido adquiridas por los
hombres mediante el hurto. Bajo cierto aspecto don y hurto se equipa-
ran, porque ambos reconocen implícitamente la incapacidad humana
para descubrir la utilidad de una planta o para dominar el arte de cul-
tivarla, resultados que otros seres lograron antes. Por lo tanto, la inne-
gable experiencia hortícola de los hombres no juega ningún papel
relevante en la adquisición de los cultígenos, aunque la realidad his-
tórica haya sido muy diferente. Pero don y hurto difieren radicalmente
en el animus de los protagonistas y en la estructura formal del mito.
Por ello el donante del bien suele ser una teofanía o un héroe cultural
al cual se guarda agradecimiento e incluso, en algunos casos, venera-
ción ceremonial. El avaro, en cambio, es un personaje contemplado
con burla o desprecio por la torpeza o inhabilidad de que ha hecho
gala en el incidente en que ha sido víctima del engaño mediante el cual
se le desposeyó del bien que, egoístamente, guardaba para sí. Lo
común en estas historias de hurtos es que se parta de una situación que
el indígena vive como socialmente injusta, en la cual algún ser -casi
siempre un animal humanizado- niega u oculta a los demás cierto cul-
tígeno que aprovecha en su exclusivo beneficio, tal como ocurre en

161
las historias del árbol de la abundancia y del árbol del agua. En estos
casos es corriente que, mediante una acción clandestina, el ladrón
aproveche un descuido del poseedor del bien para cogerlo. Por lo tanto,
el sistema es más usado para obtener plantas que se reproduzcan me-
diante semillas más o menos pequeñas, que puedan ocultarse incluso
en alguna cavidad corporal. El maíz es una planta cuya adquisición ha
sido proclive a este género de explicaciones, como lo muestran algu-
nos ejemplos.
En una historia taulipang (Koch-Grünberg, 1981:(2):76-85) el prota-
gonista, un indígena que ha sido conducido al mundo celeste de los
zamuros por su mujer y sus cuñados buitres, cuando regresa de las al-
turas, trae escondido entre los dientes un grano de maíz, del cual pro-
viene el que conocen y cultivan los indígenas. Un relato chamí
(Chaves, 1945:150), variante de un tema órfico, cuenta que dos muje-
res bajan del cielo, a donde habían ascendido en busca del marido de
una de ellas, muerto poco antes. Las conduce de regreso un ave blanca,
y cada una trae, escondidas en la boca, semillas de maíz y chontaduro.
Entre los nambicuaras el maíz tampoco ha sido obtenido por vía gra-
ciosa, sino por hurto. Una ardilla (Sciurus sp.) quitó una espiga al es-
píritu maligno que poseía la planta, con el resultado deplorable de que,
en adelante, el tal espíritu se ha dedicado a matar y devorar a todo con-
génere de la susodicha ardilla cada vez que lo encuentra (Holanda
Pereira, 1983:20-21). Según cuentan los bacairíes, la forma más po-
tente de tabaco, usada en las prácticas brujeriles y chamánicas para
matar o resucitar, fue obtenida por el mellizo primogénito, Keri, quien
se la hurtó a su antiguo poseedor, un prociónido, gén. Potos (Von den
Steinen, 1894:380-81)[1].
La historia maquiritare del origen de la mandioca, que reproduce Ci-
vrieux (1970:105 ss), es, sin duda, interesante, a pesar de sus sospecho-
sos adornos. Según ese texto, al principio la mandioca estaba en el
cielo, y Yamánkave, su dueña, mandaba casabe para los maquiritares
mediante un damodede[2], y una hormiga les llevaba agua. Pero des-
pués cesaron esos envíos por las maldades de Odosha[3], espíritu del
mal, en esta versión en que la acentuada dicotomía entre bien y mal pa-
rece reflejar la influencia de la catequesis. Los maquiritares se vieron
reducidos a comer tierra. Entonces alguien subió hasta el cielo y trajo

162
agua, que hurtó del Akuena[4], el lago celeste, ubicado, según las tra-
diciones, en el cuarto cielo. Otro personaje, Kuchi, tomando la forma
de un cuchicuchi u osito trepador (Potos flavus) trepó al cielo por el
gran árbol del mundo, localizó la descomunal Nanawa[5], con man-
dioca y frutas de todas clases, y se puso a comer a escondidas. Descu-
bierto infraganti, fue castigado duramente: la dueña del árbol lo desolló
vivo. Fue, empero, perdonado más tarde; se le devolvió su piel y se le
permitió regresar a tierra. Como no había perdido sus mañas, escondió
bajo una uña una astilla del árbol, que plantó en suelo terrestre, y de
ella creció el inmenso árbol que, andando el tiempo, se convirtió en el
cerro Roraima. Así llegó la mandioca a nuestro mundo.
A veces, desde luego, el héroe cultural se vuelve más agresivo y su
acción, en vez de clandestina, es abierta y cumplida con el uso de la
coacción o la fuerza física; esto es, el hurto pasa técnicamente a robo
o rapiña. Así ocurre con la historia que contaban los bacairíes acerca
de la obtención de la mandioca, que aglutinaba donaciones y desapo-
deramiento violento (Von den Steinen, 1894:381-82). La corzuela
(Mazama sp., probablemente M. simplicicornis, el guazubirá) obtuvo
la mandioca de un pez agradecido, porque la corzuela lo había resti-
tuido al agua para impedir que muriera en una hoya desecada. Pero a
su vez Keri, uno de los mellizos, quitó la mandioca al animal después
de que éste le negó los brotes; se los entregó a las mujeres bacairíes y
les explicó el modo de eliminar el veneno de las raíces.

Notas
[1] La determinación zoológica es poco clara.
[2] Nombre aplicado a las encarnaciones del dios Wanadi en sus estadías en el
mundo terrenal. Civrieux traduce el término como “avatares” y dice que estos
damodede descienden a la tierra y actúan como personajes en el mundo visible
(1970:21-22).
[3] Espíritu o sobrenatural dañino a quien se atribuye la introducción del mal en
el mundo, las enfermedades, la muerte y las guerras. Había nacido de una pla-
centa enterrada en lugar equivocado, en sitio donde se pudrió y la comieron los
gusanos. Salió de ella una criatura fea, maligna y velluda, Odosha o Kahú (Ci-
vrieux; 1970:41-42).
[4] Según Barandiarán (1962) el mundo superior yecuana o maquiritare tiene
ocho cielos. Cada uno de ellos se caracteriza por ciertas particularidades y está

163
habitado por almas, chamanes y otros seres celestes; y, el octavo y más alto, por
Wanadi, el Ser Supremo. Los distintos cielos o planos intermedios están atrave-
sados por el gran poste u horcón central que los une y sostiene el techo celeste.
Ese horcón -árbol del mundo- es modelo ideal del poste central de la vivienda ci-
lindro-cónica de los yecuanas. El akuena/akuhena, el lago cuyas aguas rejuvene-
cen, está en el cuarto cielo. En la concepción maquiritare que ha recogido
Barandiarán que, en este aspecto, parece ser sincretismo de las ideas tradicionales
de la etnía con influencias del cristianismo misionero (inmortalidad, resurrección,
Ser Supremo) el baño de las almas en esas aguas les da vida perenne.
[5] El término parece maquiritare; no conozco a qué especie botánica se aplica.

Los mitos de transformación

La mayor parte de las explicaciones míticas en Sudamérica, por lo


menos de acuerdo con los materiales publicados, hace surgir las plan-
tas cultivadas o silvestres del cuerpo de algún hombre o animal, o de
partes de él, mediante un proceso de metamorfosis, mecanismo que,
por otra parte, nunca se detalla. El origen humano es mucho más fre-
cuente que el animal. Los textos señalan, a menudo, la corresponden-
cia entre las plantas así generadas y las diferentes partes del cuerpo
humano que les han dado origen. En esos casos, casi siempre es visible
el motivo de la relación, fundada, por lo común, en similitud de forma,
color u otros rasgos físicos y, a veces, también en rasgos morales. Esto
último se aprecia sobre todo en la etiología de las plantas que tienen
efectos nocivos o que son francamente venenosas, característica que
suele ser relacionada con la malignidad de las personas que las han
originado.
La transformación se realiza muy a menudo a partir de un cadáver o
del cuerpo de un moribundo y, en la mayoría de estos casos, la muerte
ha sido causada por un acto de represalia o venganza; es decir, por un
acto que pretende resarcir de un agravio o de un daño real o supuesto.
Sin embargo, el mito de metamorfosis más notable e importante de
todos cae fuera de este conjunto mayoritario, pues el móvil de la trans-
formación que sufre el protagonista obedece a motivos éticos de signo
muy diferente. El suicidio del niño o de la anciana de la roza es un
acto de inmolación, de autosacrificio que busca asegurar mediante la

164
pérdida de la propia vida, la subsistencia del grupo, gracias a las plan-
tas alimenticias que van a nacer de las entrañas transfiguradas del pro-
tagonista.
El niño de la roza y sus variantes.- En la que hemos denominado
(Blixen, 1991:13) media regio, cuya individualidad se va ratificando
progresivamente mediante el análisis de su acervo mítico, encontramos
que esta idea transformista ha asumido una concreción peculiar y ca-
racterística. Aunque el esquema del mito presenta, según los ejemplos,
ciertas diferencias en sus detalles, mantiene rasgos comunes que no
nos dejan dudas en cuanto a su unidad de origen. Tomaremos como
ejemplo una narración iranche, y señalaremos seguidamente las dife-
rencias más notables con otras versiones afines. Según el relato iranche
(De Moura, 1960:51-52) el hijo pequeño del jefe de la aldea sale con
su madre al bosque. En cierto momento el chico pide a la madre que
lo deje en ese lugar; que lo entierre de bruces en el suelo, porque allí
es muy hermoso: mato bonito perto. Que le deje fuera la cabeza y que
allí quedará solo. La madre llora; el niño la consuela e insiste en su pe-
dido. La madre, por fin, cumple con el deseo. El niño dice que cuando
vuelva traiga o fabrique una serie de utensilios para transportar, pre-
parar o cocer alimentos: cesto, cedazo, ollita. El pequeño queda solo,
y en el intervalo numinoso que transcurre entre la partida de la madre
y el regreso de sus parientes a ese lugar, se transforma en plantas co-
mestibles, que el texto califica genéricamente de roça. El relato espe-
cifica la correspondencia de cada cultígeno que nace en el lugar con
una parte del cuerpo del niño: la uña se transforma en maní; las costi-
llas, en porotos chicos; el estómago, en poroto grande; la cabeza, en ca-
labaza; el hígado, en ñame grande; el brazo, en tubérculo de mandioca;
la rodilla, en porongo chico; la canilla, en mandioca amarga; el miem-
bro viril en araruta (Maranta arundinacea L.) y el intestino en batatas.
Cuando la madre cuenta a su marido lo ocurrido, éste se enoja y llora
porque ha enterrado a su hijo. La mujer arguye que obedeció porque
el hijo se quejaba de que el padre era malo con él. Por lo demás, cuan-
do las gentes de la aldea llegan al sitio, encuentran que las plantas ya
han crecido; arrancan los tubérculos y preparan las nuevas comidas. La
versión iranche termina con un detalle que resulta ser puramente local.
Otra mujer, enterada de cómo la pareja ha conseguido hacer producir

165
plantas nutricias a su roza, entierra también a su propio hijo, para con-
seguir comida; pero, como éste no es “hijo de jefe”, sólo brota de sus
restos un ñame amargo, no comestible (Holanda Pereira, 1985:28-31).
Este mito está extendido también entre los mundurucúes (Kempf,
1945:266 ss.; Kruse, 1946-49:619-621 y 1951:919-20; Murphy,
1958:91-92), nambicuaras (Aytai, 1978:4-9; Holanda Pereira, 1983:14
ss.), paresíes (Roquette-Pinto, 1938:134-35; Silva Rondon, en Baldus,
1946:65 y Holanda Pereira, 1986:120-28)[1], macushis (Soares Diniz,
1971:97, en texto muy aculturado), suyaes (Seeger, en Wilbert y
Simoneau, 1984:152-54), umutinas (Schultz, 1961-62:152, 238-39) y
caingangues (Ambrosettí, 1894:337-38; Borba, 1908 apud Baldus,
1946:66-67). También puede considerarse variante de esta historia un
texto culiña (Adams, 1962:143-45,148-49), con diferencias importan-
tes, pues la inmolada es la esposa que, finalmente, decide no regresar
del más allá porque siente celos de las relaciones de su marido supérs-
tite y su hermana, La vinculación con el tema incano registrado por Ca-
lancha (v.infra) es más lejana; pero, de todos modos, las plantas
cultivadas surgen de los restos despedazados del niño, muerto por su
celoso medio hermano, Pachacamac. Los dientes del niño trucidado
generan el maíz; las costillas y huesos, la mandioca; su carne, la cala-
baza y frutos varios.
Otros relatos presentan ciertas diferencias. Algunas veces la persona
del niño es sustituida por una anciana o un anciano que se ofrece en sa-
crificio para alcanzar el fin buscado, producir plantas para la comuni-
dad. Ello ocurre en las narraciones de mundurucúes, paresíes y
caingangues. En algunas ocasiones se señala que el cuerpo es arras-
trado por el campo de la futura roza de modo de rodearlo, acción que,
sin duda, tiene el significado de traspasar a la tierra, circundada en los
límites así determinados, la potencia de la víctima del sacrificio para
lograr el efecto potente, vale decir, la transformación (nambicuaras).
En algunos textos la víctima, antes de morir, da instrucciones acerca
de cómo deben ser cuidadas la roza y las sementeras, o bien su alma
regresa del más allá para hacerlo (Nambicuaras y bacairíes; cf. Oberg,
1948:319). Detalle significativo de estos relatos es la advertencia que
hace la víctima para que la madre se abstenga de mirar para atrás

166
cuando se retire, y para que nadie regrese al lugar antes de un término
establecido. Ello seguramente interrumpiría el proceso de transforma-
ción, que tiene carácter potente. Precisamente por eso varios textos
atribuyen a la violación de este tabú el hecho de que ciertas plantas no
hayan crecido más, de acuerdo con lo que preveía o deseaba la poten-
cia transformadora. Esto, como queda dicho antes, es aplicación de la
idea general que acompaña los procesos mágicos: éstos deben ejecu-
tarse en secreto, al abrigo de las miradas indiscretas o profanas.
El maíz metamórfico.- En la región intermedia encontramos mitos
acerca del origen del maíz que se apartan de toda idea de don y que,
aunque suponen una metamorfosis a partir de un cuerpo humano o ani-
mal, casi siempre incinerado, no suponen necesariamente acciones de
contrapaso, sino que suelen hacer jugar, como móviles, otros senti-
mientos.
Una narración bastante singular en cuanto al origen del maíz liga la in-
troducción del cereal a un mito notable y de bastante dispersión en
América cisandina, el de la serpiente uterina. En algunas de las ver-
siones el maíz es el único producto que surge de la transformación de
los restos de la serpiente. En otros, es sólo uno de los cultígenos que
llegan a conocimiento de los hombres como consecuencia del episo-
dio. Buen ejemplo de este mito lo brinda el texto umutina de Schultz
(1961-62:236-37). Comienza recordando que “antes no había maíz”.
En una ocasión, empero, una mujer fue a pescar al río y encontró (en
la orilla) un huevo de sucurí (Eunectes murinus) que creyó sería de
mutum[2], y se lo llevó. Después pescó un bagre grande y lo metió en
la bolsa. El espolón del bagre perforó la cáscara del huevo de sucurí
y, cuando la mujer se puso la bolsa sobre la espalda, el líquido del
huevo corrió, bajó entre las nalgas y llegó a la vulva; penetró en los ór-
ganos genitales y la mujer quedó grávida. Cada vez se notaba más la
hinchazón del vientre. A veces la serpiente se asomaba fuera del cuerpo
materno y volvía luego a meterse en el abdomen. La gente pensaba
que la mujer iba a morir, por el tamaño de su vientre pero “era sólo que
la cobra había crecido”. Un día la mujer fue a buscar cocos de burití[3]
con sus hijos. En cierto momento sintió que iba a parir. Se apoyó en
una palma burití y la sucurí salió de su vientre, subió a la palmera y
cortó los cocos que quería su madre. Cuando cayeron los frutos, otro

167
hijo de la mujer, ya mozo crecido, vio la sucurí, la atacó y la cortó en
trozos “porque no sabía que era su hermano”. Antes de morir, la sucurí
pidió a su madre que limpiara un pedazo de terreno y la sepultara allí.
Así lo hizo la mujer. Al poco tiempo nació maíz en ese sitio. De esas
mazorcas se multiplicó el maíz entre los umutinas[4]. Los bororos, ve-
cinos de los umutinas por el oeste, tienen un relato que, en lo esencial,
es similar a éste (Colbacchini y Albisetti, 1942:197-99). Cuando la
mujer embarazada, que lleva en su seno el feto de sucurí, se detiene
frente a una genipa y pregunta en alta voz quién recogerá para ella sus
frutos, la sucurí en gestación sale del seno materno, sube al árbol y
arranca los frutos para su madre. Ella quiere huir de ese hijo inesperado
que ha engendrado, pero el extraño vástago no le da tiempo a ello, por-
que la sigue rápidamente y penetra de nuevo en su vientre. La mujer
advierte a sus hermanos mayores que ha generado un aroe[5], y ellos,
para matar el hijo monstruoso que, por lo que resulta, tiene bastante
mejor corazón que su madre y sus tíos, preparan lo que, en definitiva,
será una trampa. Cuando la mujer vuelve a detenerse ante una genipa,
y expresa otra vez su deseo de comer sus frutos, el hijo solícito sale del
vientre a buscarlos; la mujer huye y los hermanos matan al desgraciado
vástago y lo queman. De sus cenizas nacen plantas de maíz, tabaco y
algodón y árboles de urucú y resina, con lo cual se da inicio al cultivo
de esos bienes[6].
En otras narraciones, que debemos a los shipayas y a los jurunas, y
que, por lo demás, son muy diferentes de la que precede, los indios
también reciben el maíz y otros muchos cultígenos (mandioca, batatas,
etc.) de los restos quemados de una gran serpiente (Nimuendajú, 1919-
20:1033-34; Villas Boas, 1972:207-08). Y mucho más al norte, en las
regiones meridionales de la Guayana Británica, los tarumaes contaban
que habían obtenido semillas de cultígenos cuando la mujer de uno de
los héroes culturales de la tribu, hija de una anaconda, cortó a su padre
la punta de la cola, de la que cayeron semillas y frutos de plantas de
todas clases (Farabee, 1918:147-48). Esta sorprendente asociación
entre extremo de la cola y semillas de cultígenos se hace específica
para el maíz en un relato que encontramos en el Chaco, entre los ma-
tacos (Métraux, 1939:18-19). Algunas clases de maíz provienen, según

168
esta narración, de las placas de apariencia granulosa que forman el
apéndice caudal del armadillo. Tokjuaj, el tesmóforo mataco, obtiene
cierta cantidad de estas placas mediante un canje con el armadillo, y
después distribuye estas simientes entre los hombres.
Digamos, por último, que también en el ámbito de la media regio, pero
en una zona geográficamente más restringida, se da una explicación
acerca del origen del maíz basada igualmente en la metamorfosis de
cuerpos humanos abrasados, que presenta como carácter común la in-
cineración colectiva y voluntaria de un grupo de hermanos o de pa-
rientes. Este motivo ha sido registrado al menos entre wauraes (Schultz
y Chiara, 1971:125-27), bacairíes (Oberg, 1948:319; 1953:77), y bo-
roros (Colbacchini y Albisetti, 1942:213-14) que, escalonados de norte
a sur, ocupan regiones bastante próximas. Lo característico de estas
historias es que los susodichos hermanos[7], profundamente abatidos
por un acto que les ha causado tristeza, vergüenza o deshonor, se arro-
jan sobre las llamas y mueren quemados[8]. De sus cenizas surgen
maíz y otros vegetales tales como achiote o urucú (Bixa orellana), al-
godonero y calabacitas (Albisetti y Venturelli, 1969:544-45).
Origen de la coca.- Varios textos, sobre todo de la Amazonia occi-
dental, se ocupan del origen de la coca (Erythroxylon coca) que surge
asimismo de un proceso metamórfico. Tal ocurre entre los yucuna-ma-
tapíes (Herrera Angel, 1975a:407-15) y los cágabas (Chaves,
1947:492-93). Según un mito andoque, un hombre que acostumbraba
permanecer pensativo y llevar vida contemplativa recibía, por esta ac-
titud, las reprimendas de su mujer. El hombre se disgustó; decidió
abandonar el mundo y desapareció bajo tierra. Después reapareció bajo
la forma de la primera planta de coca. Se transformó en ella para ex-
plicar y enseñar a sus hijos y a la comunidad el saber que puede lo-
grarse mediante los estados hipnóticos. El padre muerto se apareció,
entonces, a uno de sus hijos, le dijo dónde debía hacer el mambeadero,
le dio diversas indicaciones (sobre el cultivo?) y le hizo conocer suce-
sos futuros de los que los hombres deberían precaverse, en especial
una próxima inundación; con lo que fundamentó, seguramente, las vir-
tudes premonitorias del trance alucinógeno (Landaburu y Pineda,
1984:73-74).

169
Crímenes, castigos y metamorfosis.- A diferencia de lo que ocurría
en los mitos que acabamos de exponer o de traer a colación, las trans-
formaciones de las cuales nos ocuparemos ahora están insertas en epi-
sodios de agravios y venganzas o, al menos, de imprudencias y
consiguientes daños. La venganza es la forma más frecuente bajo la
cual aparece reflejado en el mito el principio de retribución o recipro-
cidad, norma fundamental de la vida social, como lo señaló claramente
Kelsen (1953). En el caso que nos interesa ocurre que la necesidad de
vengar una muerte injusta, causada o infligida a uno o más miembros
del grupo, generalmente por seres malignos, monstruosos o demonía-
cos, arrastra al grupo a procurar la aniquilación de los ofensores. Casi
siempre el procedimiento usado para ello es la incineración, método
preferido para exterminar, del modo más efectivo, a los seres de natu-
raleza perversa, aun cuando posean rasgos de potencia, condición que,
por cierto, no es incompatible con la de mortal.
Hay una historia especialmente difundida en la región chaqueña, la de
la ogra que devora los loros crudos, que entronca con las explicaciones
fitogenéticas de la mitología sudamericana. Es, desde luego, común
que los episodios de venganza se agoten en la adopción de las medidas
que retribuyan el daño sufrido, esto es, en un castigo que satisfaga el
ansia de revancha de los agraviados. Pero, en el caso del relato de ma-
rras, un fin frecuente o previsible del truculento episodio es el surgi-
miento de la planta de tabaco, que nace de los restos calcinados del
monstruo. Es probable que, en la especie, estemos ante dos historias
diferentes que se hayan contaminado por las similitudes de su trama.
Ambas, en esencia, describen cómo una mujer se convierte en ogra,
criatura demoníaca, antropófaga. Producida su transformación, el
monstruo devora a su marido y a sus propios hijos y a los extraños que
caen en su poder. Es finalmente muerta y, posteriormente, reducida a
cenizas. Los elementos distintivos de estas historias se encuentran al
comienzo y al final de las mismas. En el principio, en cuanto la mujer
empieza a revelar su estado demoníaco devorando crudos animales
pequeños. En el final, cuando se declara que, de sus restos incinerados,
surgen ciertos cultígenos. Veamos un ejemplo chorote de esta historia
en su primera variante, pues carece del aludido comienzo (Verna, en
Wilbert y Simoneau, 1985:121-22).

170
Tsexmataki era una mujer monstruo, grande y barrigona, que ambulaba
por las aldeas derribando chozas a pechazos. La gente le huía, porque
era caníbal. Dejó de plantar sus rozas y huyó a los bosques. Sólo quedó
en el lugar un viejo que permaneció en su choza con una chica. El
viejo puso troncos de quebracho alrededor de la casa para que la mujer
monstruosa no la volteara. Cuando Tsexmataki llegó, arremetió contra
la choza, pero no la pudo derribar. Pidió permiso para entrar, pero el
viejo no consintió en ello. Por el contrario: puso grasa o cera caliente
en la punta de sus flechas y le disparó a los ojos. Como la cera es abra-
siva y quema los ojos (sic) la mujer caníbal murió. El viejo envió un
perrito fuera de la choza para averiguar si el monstruo había muerto
realmente y el animal, obviamente humanizado, comprobó que era así.
El viejo cortó la cola roja que tenía la ogra, y se la colocó al perro
como collar. Con ese ornamento, a guisa de testimonio probatorio, el
perro fue a buscar a los que habían huido. Trasmitido su mensaje tran-
quilizador, los fugitivos volvieron. El cadáver de Tsexmataki fue cu-
bierto de leña y quemado. En el sitio donde quedaron sus cenizas nació
la primera planta de tabaco. Con las variantes que cabe esperar de dis-
tintos relatores y de diferentes grupos, esta historia ha sido registrada
entre los chorotes por Tomasini (1971:441-42), Mashnshnek
(1972:141-42), Siffredi (en Wilbert y Simoneau, 1985:110-13, 116-18
y 124-26) y por la misma Verna (Op. cit., p. 123).
A su vez, un ejemplo, también chorote, de la historia de la comedora
de loros crudos, puede brindárnoslo un texto de Cordeu (en Wilbert y
Simoneau, 1985:221-24). Una mujer preñada invita al marido a ir a
buscar pichones de loro para comer. Se dirigen al bosque. Localizado
un árbol en el cual se ve un nido de loros, el marido trepa hasta el sitio
y empieza a arrojar los pichones a su mujer. Ella, disimuladamente,
pero sin demora, los va devorando crudos. Cuando él se da cuenta de
lo que hace su mujer, ya no quiere bajar, pues comprende que se ha
vuelto ser monstruoso y peligroso. Le arroja el hacha, pero sólo la
hiere ligeramente. La mujer lame la sangre del artefacto, Cuando el
hombre finalmente desciende, se le echa encima y se lo come. Le
arranca los testículos, los guarda, los lleva a la choza y los sirve en la
comida a la gente (!). Los comensales se dan cuenta de lo ocurrido, y
huyen del sitio. Quedan solos la madre, transformada en ogra, y sus

171
cuatro hijos, dos varones y dos niñas. Como ella tiene hambre y sed
irresistible, arranca y devora los ojos de sus hijas. Los varones, que
no parecen estar enterados del complejo de Edipo, planean matar a su
progenitora mediante una trampa de lazo, que prepara el zorro. Cuando
la ogra pasa por el lugar, queda colgada, y los chicos la van hiriendo
con el hacha, incluso en la cabeza. Esto no parece hacerle mucha
mella, pero ella misma confiesa que su corazón está en el pie. Cuando
la hieren allí grita hasta morir, y es, finalmente, quemada. En este
texto, sin duda truculento, pero no más que otras variantes, son rasgos
atípicos, tal vez adiciones locales o del informante, el hacha que arroja
el marido, el uso de una trampa de lazo, la ingestión de los ojos y el
motivo del corazón dislocado, bastante frecuente en otros relatos mí-
ticos sudamericanos. El texto chorote de Siffredi (En Wilbert y
Simoneau, 1985:219-20) puede considerarse una variante del resu-
mido; y lo mismo puede decirse, aunque las diferencias de detalle se
acrecientan, del texto mataco de Mashnshnek (1975a:17). En esencia
tratan de la misma historia un relato chulupí, publicado por Mas-
hnshnek (1975b:174-75), y otro sanapaná registrado por Cordeu
(1973:230); y parece ser también la misma historia, que ha sufrido la
poda de sus detalles característicos, una narración mataca de Del Cam-
pana (1913:320). Todos estos textos, pues, terminan con la aplicación
del principio retributivo y con la destrucción del monstruo, que hace
cesar el peligro.
Pero, como queda dicho, ciertas narraciones aglutinan los rasgos fun-
damentales de lo que hemos presentado -hipotéticamente- como dos
historias, y hacen de la devoradora de loros crudos la materia prima
de la planta del tabaco. Esto queda patente en un texto, aparentemente
toba, recogido por Métraux (1946:60-61). La mujer va con su marido
a la recolección de los pichones de loro (Myopsitta monachus).
Cuando, desde el árbol, el hombre ve lo que hace su mujer, trata de es-
cabullirse. Para ello le arroja un pichón más grande, para que se aleje
a perseguirlo y le dé tiempo a bajar del árbol y a huir. Pero la ogra lo
persigue, lo alcanza y lo devora. El remanente de esta insólita colación
-la cabeza sangrante- es guardado en una bolsa. De vuelta a la choza,
la mujer caníbal advierte a sus hijos que no toquen la bolsa, porque
ella tiene sed e irá a beber al pozo, que está algo alejado. Pero los

172
niños, curiosos, husmean en el interior de la yica, reconocen la cabeza
del padre y se aterrorizan. Cuentan a otros el horrendo hallazgo. La
gente huye. La ogra los persigue y va matando y devorando a los que
captura. Los chicos consiguen hacerla caer en una trampa de pozo,
pero la madre se escapa y los persigue hasta la choza del carancho
(Polyborus plancus), personaje que, en la mitología chaqueña, repre-
senta muy a menudo el papel de héroe benefactor. La mujer monstruo
clava las garras tan hondamente en la puerta, que no las puede sacar.
Carancho se las corta, y luego la decapita. El final es similar al del pri-
mer texto. Del cadáver incinerado brota una planta de tabaco, mientras
el perro mensajero, con un collar confeccionado con las garras del
monstruo, avisa a los escapados que pueden regresar a la aldea. En
otro texto publicado por Métraux (1946:62-63) falta la mención espe-
cífica de la metamorfosis en planta de tabaco, no así en las versiones
chulupí de Chase Sardi (1984:36-41) y chamacoca de Cordeu
(1974:103-105) en la cual ocurre que la mujer caníbal se convierte en
jaguar antes de sufrir su metamorfosis definitiva. Un relato de los len-
guas, desgraciadamente muy resumido, conservado por Alarcón y Ca-
ñedo y Pittini (s/f:82), parece referirse al mismo episodio con sexos
cambiados. Otro relato terena (Baldus, 1950:221 ss) tiene una filiación
más segura, porque el marido perseguido retrasa la captura arrojando
a la mujer monstruo, a intervalos, loritos, y luego la ogra cae en una
trampa fabricada para animales, en donde muere y sufre su metamor-
fosis vegetal[9].
La quema del árbol de los demonios.- En diversos grupos sudame-
ricanos encontramos un tema más elemental, también informado por
el principio de retribución o reciprocidad, y que, en algunos casos,
sirve de explicación para el surgimiento de diversas plantas. Con
mayor frecuencia, sin embargo, el argumento de esta historia se reduce
a la narración de un crimen y la correspondiente venganza que resti-
tuye el equilibrio de los actos antagonísticos, sin que los cuerpos de los
trucidados lleguen a convertirse en sustancias originarias de nuevas
especies vegetales.
En síntesis, estas historias tratan de uno o más seres demoníacos que
pueden presentar morfologías diversas y que son calificados, según

173
los textos, como “demonios”, “espíritus malignos”, “espectros”,
“ogros” y hasta “monos aulladores”. Estos seres peligrosos acostum-
bran atacar, matar y devorar a sus víctimas. Los ataques se producen,
invariablemente, cuando las víctimas están solas o carentes de ade-
cuada defensa. Los homicidas dejan, sin embargo, rastros del camino
que han seguido al retirarse del lugar del crimen o son seguidos por al-
guien que ha visto los hechos. De este modo se descubre el escondite
de estos seres dañinos, que es un árbol hueco o, bastante más rara-
mente, una cueva o grieta en la roca. Los parientes y compañeros de
las víctimas llegan hasta el lugar; acumulan al pie del árbol o a la en-
trada de la gruta troncos, ramas, hojarasca u otros materiales combus-
tibles y les prenden fuego. Como resultado de esto, los demonios
mueren incinerados o son flechados o abatidos por las mazas cuando
intentan escapar. En algunos casos, el texto expresa que, de las cenizas
o de los cuerpos muertos brotan plantas cultivables o silvestres, lo que
debemos interpretar como fundamentaciones etiológicas de la apari-
ción de esos vegetales. Así se explica el origen de gran número de cul-
tígenos entre los guaraos (Mandioca dulce y amarga, tabaco, banano,
caña de azúcar, camote, mapuey (Osborn y Barral, en Wilbert,
1970:156-57 y 158-59 respectivamente), arauacos (Banano, ananás,
cocotero y demás árboles frutales (Roth, 1915:146-47); plantas
tuberosas útiles para la fabricación de hechizos (De Goeje, 1943:113),
caribes de la isla Dominica (Arrurruz y calabazas comestibles (Taylor,
1952:278-79) con texto folklorizado), puiñaves (Moriche (Mauritia
flexuosa) y otras palmas, macanilla, seje (Oenocarpus sp.) según Rozo
(1945:245-46), shuares (Calabazas (Rueda, 1987:226-29), piros (Di-
versas plantas útiles: Alvarez, 1960:64-69) y carijonas[10]. En otros
casos la narración finaliza con la venganza del grupo contra los de-
monios, ogros u otros seres malévolos, sin ninguna mención a la apa-
rición de plantas que nazcan de sus restos[11]. Una ojeada a un mapa
etnológico de Sud América muestra la dispersión predominantemente
septentrional del tema. Tal comprobación, empero, debe tomarse con
cautela, porque los elementos constitutivos del relato son muy gene-
rales y, por consiguiente, no hay razones para no admitir que reapa-
rezca muchas veces independientemente. Se trata de una cuestión
probabilística, que deberá plantearse en cada caso concreto.

174
El origen del verbasco.- El tema de la transformación aparece tam-
bién para explicar el origen de los diferentes verbascos americanos,
conocidos en el Brasil como timbó[12], nombre tomado de la lingua
geral, y en las Guayanas como haiari. El mito es igualmente una his-
toria de venganzas, pero tiene características muy específicas. Un viejo
texto de Brett (S/f:172) relativo a los indios de las Guayanas, sin otras
especificaciones, y que padece todos los defectos que su autor acumu-
laba en su obra, lo que no es decir poco, nos cuenta, de todos modos,
que cierto pescador notó que, cuando iba al río acompañado de su hijo
niño y éste se lanzaba al agua a nadar, los peces morían, y podían ser
recogidos fácilmente y ser consumidos sin inconveniente alguno. Una
vez comprobada su observación, hizo cuestión de que el chico viniera
a bañarse cotidianamente. En consecuencia, cada día se producía una
mortandad de peces, y el pescador obtenía pingüe botín. Pero los peces
decidieron acabar con esto, y un día, después que el muchacho se hubo
bañado, como solía, y se echó a descansar al sol, le saltaron encima va-
rios peces provistos de apéndices espinosos, y la herida de la raya le
resultó fatal. Pero, antes de expirar, dijo el chico a su padre que obser-
vara que en la tierra donde habían caído gotas de su sangre habría de
brotar cierta planta que cumpliría la tarea de vengar su muerte. El
padre enterró a su hijo y, en el sitio donde se había desangrado, nació
el haiari (Lonchocarpus sp.) (cf. igualmente Im Thurn, 1883:383;
Roth, 1915:234).
Este mito está difundido en la región guayánica pero, como veremos,
se le encuentra; un tanto modificado, más al sur. En la Guayana vene-
zolana fue recogido por Koch-Grünberg (1981:(2):66-72) y Armellada
(1964:107 ss.), en versiones muy similares, a pesar de casi medio siglo
de separación. El episodio aparece integrado en una historia mucho
más compleja que el esquemático relato de Brett. En la versión arecuna
que publicó Koch-Grünberg, se cuenta que una mujer tenía un hijo pe-
queño muy llorón; y, fastidiada porque no podía lograr que callara, lo
sacó fuera de la choza y llamó a gritos a la zorra para que se lo llevara.
Al rato, como no oía más llantos, salió para entrar de nuevo al niño.
Pero el chico ya no estaba porque, efectivamente, la zorra se lo había
llevado. A la zorra se lo quitó prontamente un tapir hembra, que lo
crió. La intención de la danta no era desinteresada, porque no tenía

175
pareja, y pensaba hacerlo su compañero cuando creciera, lo que pare-
cería indicar una filosófica paciencia para esperar el cumplimiento de
esa condición. Creció el mocito, y quedó como marido del tapir hem-
bra. Un día quiso ir a visitar a su familia biológica, y la danta no se
opuso, pero le requirió que no dijera palabra alguna acerca de ella. En
la aldea, sin embargo, le hicieron contar su historia y salió a luz su re-
lación sodomítica y el hecho de que su mujer-tapir estaba preñada de
él. La gente encontró rastros de tapir y quiso capturar tal presa. El des-
agradecido marido no opuso resistencia; sólo requirió que no se hiriera
a su “mujer” en el vientre, para no dañar al hijo, sino en la cabeza.
Muerta la bestia, extrajeron al chico, ya viable, Cada vez que lo baña-
ban, morían muchos peces, y la familia comía pescado abundante-
mente.
Las aves conocieron esa condición notable del pequeño, y pidieron
permiso al padre para bañarlo en un pozo ubicado junto a un salto,
donde había muchos peces. El padre no quería otorgarlo, porque era
peligroso, pero al fin accedió. En el lugar el chico no quería bañarse,
pero el padre le ordenó hacerlo, y el niño, enojado, se tiró a las aguas.
Pronto empezaron a morir los peces y a ser cogidos por las aves. El
padre quería ahora que el chico saliera del agua, pero el pequeño estaba
irritado. Se acostó sobre una roca que se erguía en el agua, y allí quedó,
muerto. Lo había flechado Keyeme[13], la serpiente del arco iris, so-
brenatural acuático, obviamente dueño de los peces del lugar. Cuando
el padre comprendió lo ocurrido, culpó a las aves por haber provocado
esa muerte, y les reclamó ayuda para vengarse de Keyeme. Esto no
era fácil, porque la serpiente yacía en el fondo de las aguas, pero las
aves más buceadoras[14] pudieron alcanzarla y flecharla. El cuerpo
del niño se pudrió, y de su carne descompuesta y de su sangre nació
el timbó ineg, fuerte tóxico para envenenar peces. Los órganos geni-
tales del chico quedaron en la orilla del río, y dieron origen a una va-
riedad más débil de timbó.
El texto macushi publicado por Soares Diniz (1971:86-87) es un es-
quema que recoge sólo lo esencial del mito[15]. Más al sur, encontra-
mos todavía este motivo, bastante alterado y reducido, aunque cabe
suponer que tenga dispersión mayor. Los paresíes (Holanda Pereira,
1986:145-49) derivan la aparición del verbasco del cadáver de un

176
joven pescador, muerto por los peces. De sus restos, enterrados por el
padre, nacen el timbó-enredadera (cipó timbó) que proviene de sus
venas; el timbó de hoja[16], que procede de su médula, y el timbó pe-
queño[17] que tiene origen en sus dientes, y son todos intoxicantes
para los peces. La historia, empero, tiene muchas diferencias con las
anteriores, puesto que el baño en las aguas no juega papel alguno y, en
cambio, el muchacho pescador captura sus presas con arco y flecha,
otro procedimiento común en la selva matogrosense.
En segundo lugar cabe recordar que, entre los mbiá, ya en el Paraguay,
recogió Cadogan (1960:81-82) un relato en el cual aparece el mismo
tema, pero con diferencias importantes, e inserto en una versión abe-
rrante del mito de los gemelos. Según el texto recogido por Cadogan,
Pa’í, o, mejor, Pa’í Reté Kuaray (el mellizo[18] que se convertirá en
Sol) hacía que un hijo pequeño se lavara los pies cuando quería pes-
cado. Al hacer esto, morían todos los peces cercanos al sitio, y él los
recogía y los comía. Pero vino Charia, personaje definido harto vaga-
mente como “enemigo del padre de la raza”, vale decir, de Pa’í Reté
Kuaray (Cadogan op.cit., p.193), y le pidió que le prestara al niño para
poder comer pescado. Lo llevó por el bosque, le golpeó la cabeza y lo
arrastró hasta el río. Tales golpes fueron como los que recibe el timbó
para que salgan más fácilmente sus sustancias tóxicas. Con ello mató
al niño y provocó la ira de Pa’í. Pa’í y Charia lucharon, pero ninguno
de ambos pudo vencer al otro. El texto concluye diciendo que estas
luchas explican los eclipses de sol, pero no relaciona explícitamente el
cuerpo del niño con la aparición del timbó y, a falta de mejor documen-
tación, estamos en la duda de si tal relación genética susbsiste o no en
las creencias mbiaes.
Origen de diversas palmas.- En la mitología es muy frecuente que las
palmas tengan origen metamórfico. Muy conocido es el caso del co-
cotero en el Océano Pacífico, en donde la asociación de su fruto con
una cabeza humana o, más frecuentemente, con una cabeza de anguila,
se extiende desde la Polinesia oriental hasta Madagascar; esto es,
ocupa todo el dominio austronesio con ejemplos en Polinesia, Mela-
nesia, Micronesia, Nueva Guinea e Indonesia (Blixen, 1987:166-67).
En América del Sur varias historias tacanas publicadas por Hissink y
Hahn refieren el origen de distintas especies de palmas y las hacen

177
proceder del entierro y transformación de seres humanos. Esta acción
es a veces voluntaria, y la transfiguración se produce por deseo del
protagonista (Hissink y Hahn, 1961:(1):61). Pero, en otros casos, la
transformación opera sobre individuos muertos por el rayo o por la ac-
ción de enemigos, humanos o no. Entonces el motivo suele entroncarse
con la historia del cráneo o la cabeza rodante, motivo de gran disper-
sión en las dos Américas. De la cabeza cercenada surgen, después de
variadas vicisitudes, las palmas conocidas como chontas o chimas[19].
El pihuayo, que sería la Guilielma speciosa Mart., con cuyos frutos se
prepara la cerveza que consumen los campas, procede de los restos de
Kiri, nieto del héroe cultural Ariveri. Kiri, cansado de la persecución
que le hacían sus parientes, se hace clavar y matar por éstos (Weiss,
1975:328-339).
La palma paxiuba (Iriartea exorrhiza Mart.) tiene un origen mítico
particularmente interesante, puesto que aparece ligado a las flautas sa-
gradas, cuya fabricación, uso y posesión ha dado motivo a uno de los
mitos más importantes y conocidos de la Amazonia. Según un texto re-
cogido por el P. Saake (1958:85 ss.; 1968:263-68) entre los baniwas -
grupo arauaco- la paxiuba nació del cuerpo incinerado de
Yurupari[20]. Este personaje es concebido por una vía manística -me-
diante un sueño- y nace dotado de mucha potencia, pero puesta al ser-
vicio de acciones antisociales, como su propia antropofagia. Por ello
es arrojado al fuego por orden de su mismo padre. De sus cenizas surge
no sólo la palma paxiuba, de la cual se fabrican las flautas sagradas,
cuya vista está tabuida a las mujeres, sino que también nacen el árbol
jebarú (Eperua sp.) cuya corteza se usa para cubrir la madera de la
paxiuba, y un bejuco usado para atarla.
Más al oeste, hallamos que los yahunas del río Apaporis, en Colombia,
tenían un mito según el cual la paxiuba, usada con el mismo objeto
que en el caso anterior, procede del cadáver quemado de Milomaki, un
mozo sobrenatural que cantaba magníficamente. Las gentes venían a
oírlo pero, cuando volvían a sus casas, comían pescado y morían. Los
parientes de los muertos lo consideraron peligroso y maligno y, por
ello, lo eliminaron. Las flautas usadas en las fiestas en honor de Milo-
maki reproducen -según es creencia- las melodías que cantaba este
héroe cultural (Koch-Grünberg, 1923:386-87).

178
Origen del pequi.- El origen de esta planta, al menos en ciertos grupos
de la media regio, está ligado con un acto sexual irregular que es re-
primido o castigado cruelmente. Según un texto paresí (Holanda
Pereira, 1986:79) el pequi do mato (Caryocar brasiliensis) ha nacido
de dos árboles enlazados, originados en los cuerpos de dos niños, her-
manos de distinto sexo, sorprendidos por su padre en acceso carnal, y
clavados ipso facto con un palo aguzado por su progenitor enfurecido.
Pero, en el alto Xingú, el árbol se origina de las cenizas de un yacaré
(u hombre-yacaré) sorprendido en relaciones adulterinas con una
mujer casada y muerto por el marido iracundo (Wauraes: Schultz y
Chiara, 1971:128-33; camayuraes: Villas Boas, 1972:169; Agostinho,
1974:109-11). En esta historia, que tiene bastante difusión, también
ocurre que el seductor sea el tapir y que dé origen a otro árbol o vegetal
(Albisetti y Venturelli, 1969:139 ss); pero a menudo la narración no
está relacionada con la aparición de planta alguna, sino que el episodio
se agota en los actos recíprocos de venganza que se van sucediendo a
partir de la transgresión sexual de la mujer, que origina la primera re-
presalia.
Origen de las plantas colorantes.- Los orígenes míticos de los vege-
tales cuyos frutos proporcionan las sustancias tintóreas más usadas,
en América tropical, como colorantes corporales y de objetos diversos,
son variados. Pero entre los distintos grupos jíbaros la Genipa ameri-
cana, de color negro o negro-azulado, y la Bixa orellana, que da el co-
lorante rojizo conocido como bija, achiote, onoto o urucú, tienen una
historia bastante constante. Arbol y arbusto eran en su vida precedente
dos coquetas inútiles, llamadas Suwa e Ipak, que buscaban un marido
que las mantuviera; hasta que, por fin, y después de varias decepciones
que no podrían calificarse de “amorosas” por el carácter cínicamente
utilitario de las relaciones que procuraban, decidieron transformarse en
vegetales. Como en el momento de metamorfosearse Suwa estaba de
pie e Ipak, sentada, el uito es más alto que el achiote (!) (Guallart,
1958:93-98; Jordana Laguna, 1974:65-74; Chumap Lucía y García
Rendueles, 1979:457- 63; Rueda, 1987:116-22,123-27).
Origen de los bejucos.- Diversos textos, sobre todo chaqueños, hacen
derivar los bejucos y enredaderas de los intestinos de un personaje mí-
tico, que es, generalmente, un burlador, aunque en el caso aparezca

179
como burlador burlado. Entre los matacos es constante la creencia en
que los bejucos provienen de los intestinos de Tokjuaj. La explicación
figura en un conocido cuento de tonto. Según esta historia, Tokjuaj en-
cuentra un lagarto que practica un juego que consiste en bajar deslizán-
dose por el tronco de un palo borracho o yuchán, cuya corteza está
munida de duras espinas. Tokjuaj quiere hacer lo mismo y, al inten-
tarlo, se abre el vientre, y sus intestinos quedan colgados en el árbol,
así como su hígado. Entonces enlaza sus tripas en los árboles, y, con
ello, da origen a bejucos y enredaderas. Con su hígado, su estómago,
pulmones y otros órganos, que entierra, da origen a otras plantas (Pa-
lavecino, 1940:264; Heredia y Magnani, 1980:52. Cf. también
Métraux, 1939:19). En una versión toba, publicada por Métraux
(1946:127) y en otra, publicada por Tomasini (1981:65), el protago-
nista de la historia es el zorro, Wuaiagalachiguí, que quiere imitar a la
lagartija. El motivo ha sido encontrado por Nordenskiöld (1912:291-
292) entre los chiriguanos, en una aventura entre la tortuga (burladora)
y el tigre; pero, aunque los intestinos de este último queda colgados,
no se los vincula específicamente con el origen de los bejucos.
Los chorotes cuentan una historia distinta, pero que llega a un fin se-
mejante. El gigante Kíshwet, a veces burlador, a veces burlado, es
abandonado por su mujer y los demás miembros de su familia. Parte
en busca de los suyos preguntando su paradero a diversos objetos que,
en variadas formas, se burlan de él. Por último, la chuña le contesta que
ahora es tarde para buscar a su mujer, porque ya ha cohabitado con su
hermano. Kishwet los alcanza y pelean, pero el hermano le abre el
vientre y los intestinos afloran, y cada trozo que cae regenera un nuevo
Kíshwet. Por eso su adversario coloca las tripas del gigante en los ár-
boles, para que no renazcan bajo la forma de nuevos contrincantes. De
estos restos así colgados nacen las enredaderas y bejucos (Mashnsh-
nek, 1972:134; Siffredi, en Wilbert y Simoneau, 1985:51).
Este origen de los bejucos está confirmado para los matacos en algunas
variantes de uno de sus más importantes mitos de creación, el que ex-
plica el nacimiento del Pilcomayo. En este mito, al cual sólo podemos
aludir parcialmente para ocuparnos de aquello que hace a nuestro pro-
pósito, cuando el tesmóforo-burlador Tokjuaj flecha el dorado prohi-
bido dentro del gran yuchán que contiene el agua del mundo, el árbol

180
se rompe por los movimientos violentos del pez herido, y el agua se
desborda. El dueño (lewuk) del agua ordena a Tokjuaj que vaya delante
de la corriente que fluye, provisto de una vara para hacerla detener
cuando fuere necesario. Pero como el lewuk está irritado con Tokjuaj
por lo que ha hecho, enerva la eficacia mágica de la vara y permite
que las aguas arrastren al burlador que, después de metamorfosearse
en distintos animales y objetos para poder susbsistir en medio de se-
mejante avalancha, muere ahogado. Su cuerpo queda destrozado; y de
sus tripas, desprendidas y arrojadas contra algún árbol, se forman,
según las variantes, los bejucos y plantas trepadoras (Califano,
1973;169 ss.; Fock, en Wilbert y Simoneau, 1982:153). La asociación
de intestinos y lianas debe tener todavía una extensión bastante mayor,
pues mucho más al noroeste, entre los tacanas, se dice que de las tripas
de un yacaré hembra que, a su vez, es una muchacha transformada en
saurio, se generan, al morir la bestia, bejucos para verbasquear (His-
sink y Hahn, 1961:(1):65).

Notas
[1] En cambio son diferentes los textos de pp. 195-204, en los que la muerte de
los protagonistas aparece como castigo de un acto reprobable.
[2] Ave gallinácea, gén. Crax, con diversas especies.
[3] El nombre se da a diversas palmas del gén. Mauritia; M.flexuosa y otras.
[4] Cf. también Oberg, 1953:108. En los textos umutinas, a diferencia de lo que
ocurre en los relatos bororos, la madre quiere a su hijo-serpiente, lo oculta en su
vientre voluntariamente, y, para salvarlo, procura evitar, en lo posible, que lo
vean sus hermanos, que quieren matarlo.
[5] Término polisémico de la lengua borora que designa una cosa leve (como
pluma), el alma, un espíritu o fantasma, un cadáver, un antepasado y aun otros
significados. En este caso se trata de un “espíritu”, de los que se distinguen di-
versas clases, y, por añadidura, temible (cf. Albisetti y Venturelli, 1962:(1):102
ss.).
[6] El interesante mito de la serpiente uterina tiene bastante dispersión en Amé-
rica del Sur; pero, en los demás ejemplos que conozco, no aparece ligado con el
nacimiento de cultígenos u otras plantas. La excepción es una leyenda acaboclada
del alto Vaupés, publicada por Barbosa Rodrigues en lingua geral, en la cual, de
los cuerpos quemados de quienes violaron el tabú que protege el secreto de las
flautas sagradas, salen plantas venenosas (Barbosa Rodrigues, 1890:105-18).
[7] En los textos bacairíes de Oberg sustituidos por “parientes”.

181
[8] En la versión borora parecería que la transfomación fitogónica se ciñe más
bien a lo corporal; pues, si de las cenizas surgen ciertas plantas, también se dice
que los hermanos se transforman en diversas aves.
[9] Los guarashugwas (Riester, 1972:438-39) también narran una historia de me-
tamorfosis para explicar el origen del tabaco, pero tiene con la precedente radi-
cales diferencias: un marido desamorado quiere librarse de su mujer y la lleva a
la selva, supuestamente para cazar. Cuando ella prepara un fuego, la arroja a las
llamas y la mata. La suegra del homicida encuentra las cenizas de la hoguera y
oye la voz de la hija, que le cuenta lo ocurrido, y le dice que quiere vengarse. Allí
brotará una planta de cuyas hojas deberá formar un cigarro y dárselo al yerno y
a otros hombres. Estos no podrán dejar la costumbre de fumar y, de este modo,
estarán siempre dependientes de su cuerpo (de ella). El motivo “adicción al ta-
baco” parece sospechosamente moderno.
[10] Achiote (Bixa orellana). En este caso, parece que sin incineración (Schindler,
1979:89 ss.)
[11] Son ejemplo de ello los relatos recogidos entre los guaraos (Barral, en Wil-
bert, 1970:466-68), caribes (Roth, 1915:231), apinayés (Oliveira, 1930:91-92),
chamíes (Chaves, 1945:155-56), uitotos (Preuss, 1921:(1):350 ss) uananas (?)
(Amorim, 1928:37 ss.), shuares (Pellizzaro, s/f:(12):102-25) y cashibos (Estrella
Odicio, 1977:30-31).
[12] El nombre se aplica a diversas especies de los gén. Tephrosia (T. toxicaria
y otras) y Lonchocarpus (cf. Sampaio, 1934:63; y también Oberg, 1953:26).
[13] Keyeme, el arco iris, es considerado como una gran culebra multicolor que
vive en las cataratas altas. Supone Koch-Grünberg que esta idea provenga de las
franjas de luz refractada que suelen producirse en el vapor de agua que se levanta
en esos lugares. Cuando Keyeme se despoja de su piel de culebra aparece como
hombre, y su carácter es malévolo; pero se le tiene por padre o dueño de los ani-
males y, como tal, los protege contra la depredación.
[14] El mito también dice que el cuerpo de la serpiente arco iris fue extraído del
agua, y su piel cortada en trozos y repartida entre las aves, que deben a ella los
colores de su plumaje. También se repartieron “flautas” que, en el caso, significan
las distintas voces que para el canto reciben los pájaros.
[15] Una referencia bastante escueta de Nimuendajú en el Handbook
(1948:(3):253) basada en un texto de Nunes Pereira que no hemos podido con-
sultar, dice que, según un mito maué, grupo tupí del bajo Tapajoz, el timbó se ori-
ginó de las piernas del cadáver enterrado de un niño, que había sido muerto por
un conjuro pronunciado por un pez. Haciendo abstracción del medio usado para
matar, no muy congruente con lo que cabría esperar de un pez, la vinculación
entre pez y niño parece indicar que se trataría de una versión, quizás algo hete-
rodoxa, del mismo mito.

182
[16] “Timbó de folha”, Tephrosia toxicaría, según Holanda Pereira.
[17] “Timbó mirim”, Indigofera lespezoides, según Holanda Pereira.
[18] Señala Cadogan (1960:70-71) que Pa’í no es mellizo de su compañero
Jachyra, que se convertirá después en Luna, puesto que lo crea él mismo; y que
los mbiaes no sólo aborrecen a los gemelos, sino que, según informes reservados,
los destruyen, por considerarlos criaturas creadas con la intervención de Mba’e
Pochy, quien hace encarnar espíritus malignos en las criaturas por nacer. Cita
además, con respecto a esta práctica, lo que informa el padre Müller (1989:33,
nota 116). Pero uso el término con sentido histórico; pues, en el desarrollo dia-
crónico del mito en Sud América y en el conjunto de sus variantes, no existe
duda de que ambos sean considerados gemelos, a pesar de las transgresiones que
ciertas versiones introduzcan en los conocimientos científicos acerca de la ges-
tación de mellizos.
[19] Guilielma gasipes, cf. Hissink y Hahn, op. cit., pp. 62, 68-73.
[20] Kuai es el término baniwa; yurupari es palabra de la lingua geral.

Algunas conexiones mesoamericanas

La elucidación de las relaciones que se puedan establecer entre los


temas analizados y otros similares registrados fuera del subcontinente
sudamericano queda más allá del objeto de este estudio. Pero no po-
demos pasar en silencio algunas correspondencias muy claras entre
los mitos que hemos reseñado y ciertas narraciones de las altas culturas
de Mesoamérica; correspondencias que, por ahora, no son pasibles de
interpretaciones seguras, pero que admiten, al menos, la formulación
de hipótesis de trabajo.
En 1906 el Dr. Walter Lehmann (Lehmann, 1906:239-97) publicó un
fragmento del manuscrito nahuatl que denomina Historia de Colhua-
cán y de México. Dicho texto trae una versión del origen de ciertos
cultígenos alimenticios que parecen tener relación con el tema del
árbol de la abundancia.
Según el relato mencionado, el dios Quetzalcóatl trajo del mundo in-
ferior, donde están los muertos, los huesos de algunos individuos para
recrear con ellos una nueva humanidad. Después de haber frustrado
los intentos del dios infernal para impedirlo, renacen de esos despojos
nuevos hombres, regados con la sangre del Dios; y las divinidades se

183
preguntan de qué se alimentarán los hombres así creados. Mientras ca-
vilan sobre esto, la hormiga roja va a recoger maíz desgranado que
hay dentro del cerro de la subsistencia. Quetzalcóatl encuentra al in-
secto y le pregunta de dónde ha extraído ese alimento. La hormiga no
quiere contestar sus reiteradas preguntas; al fin señala el sitio. Quet-
zalcóatl se transforma en hormiga negra y se dirige al lugar, con la
hormiga roja. Entre ambos se llevan buena cantidad de granos. Des-
pués Quetzalcóatl quiere llevarse consigo el cerro de la subsistencia.
Lo ata con cuerdas; intenta colocarlo a cuestas, pero no lo consigue.
Llaman entonces al dios buboso, Nanáhuatl, para que destroce el cerro
con el rayo. Nanáhuatl así lo hace y, enseguida, los dioses de la lluvia
arrebatan el alimento que contenía el cerro: maíz blanco, negro, ama-
rillo, frijoles, bledos, salvia y otros productos nutricios.
Esta historia parece contener, en forma velada, algunos elementos que
conocemos de las narraciones acerca del árbol de la abundancia y del
árbol del agua, tales como aparecen en el norte de Sud América. La in-
tervención de la hormiga como dueña avara de los alimentos se equi-
para a la de la hormiga Gentserá en las narraciones de los chocoes y
los catíos o a la de otros animales avaros que guardan el secreto de la
fuente de alimentos. Hemos visto que la transformación del árbol en
lugar pedregoso y escarpado se da entre los hishkarianas (v. supra).
Los intentos de Quetzalcóatl para llevarse el cerro parecen correspon-
der a las tentativas frustradas para derribar el árbol que, en las versio-
nes sudamericanas, son un elemento conspicuo y constante del mito.
Faltan, sin duda, ciertos elementos característicos de la historia: la li-
gadura del árbol al cielo y la salida de las aguas que caracterizan las
versiones sudamericanas. Si la versión mejicana es la que ha sufrido
mayor transformación, como es de suponer por su artificiosidad sen-
siblemente más acentuada, sería del caso inferir que, al transformarse
el árbol en cerro, ha desaparecido toda razón para ligarlo material-
mente al cielo mediante bejucos u otra clase de ataduras que fijen
ramas que ya no existen. Del mismo modo, la sustitución del árbol por
el cerro explicaría la desaparición del motivo conexo que hallamos en
América del Sur: la formación de ríos o la inundación consiguiente al
corte del vegetal. Naturalmente todo esto es hipótesis, porque los ele-
mentos probatorios son parcos, aunque sugestivos.

184
En un conocido mito azteca consignado en la anónima Histoire du Me-
chique traduite de Spannol, versión francesa realizada por Thévet de
un original castellano incierto[1] tenemos un ejemplo del motivo de la
transformación. Según el texto, los dioses Quetzalcóatl y Tezcatlipoca
trajeron del cielo a la futura diosa de la tierra, Tlalteutli, munida de
muchas bocas con las cuales mordía; y, al llegar abajo, notaron que no
parecía tierra alguna, sino sólo agua, sobre la cual la diosa marchaba
sin dificultad. Se dijeron entonces que era preciso hacer la tierra y, ti-
rando de los miembros de la diosa, la partieron en dos, y de una mitad
hicieron el cielo y de la otra la tierra. Pero los demás dioses, para com-
pensar a la tierra del daño que le habían infligido Quetzalcóatl y Tez-
catlipoca y para consolarla (!)[2] decidieron que de la segunda mitad
salieran todos los frutos necesarios para la vida de los hombres, e hi-
cieron, de sus cabellos, árboles, flores y hierbas; de su piel, hierbas
más pequeñas y florecillas; de sus ojos, pozos, fuentes y cuevas peque-
ñas; de la boca, ríos y cavernas grandes; de la nariz, valles de montañas
y de los hombros, montañas. Este texto artificioso parece producto de
ideas que no se han ensamblado completamente. La transformación
de la divinidad en frutos vegetales es enunciada como motivo del epi-
sodio; esto es, hacer brotar los frutos necesarios para la vida de los
hombres. Pero, al mismo tiempo, el texto advierte que la producción
de frutos requiere un sustentáculo terrestre, y es necesario formar ese
hábitat. Por ello, del cuerpo de la deidad surgen, en una mezcla no
muy congruente, al par que los vegetales, pozos, fuentes, cavernas,
ríos y otros accidentes geográficos que no muestran mayor relación
con las partes anatómicas que los originan. El mito ha refundido dos
aspectos antagónicos del ciclo biológico. Por una parte, la tierra misma
es dadora del sustento, resultado que el mito logra transfigurando al
protagonista de las historias de transformación (niño, anciana, animal
u otro) en una divinidad especialmente identificada con lo telúrico. De
ese modo el protagonista del mito deja de ser un huésped de la tierra
para convertirse en la tierra misma. Por la otra, recoge la idea de la tie-
rra como devoradora de los seres vivientes, pues, en definitiva, todos
van a concluir en su seno; y por consiguiente, la representa con sus
bocas múltiples, hambrientas de cuerpos y sedientas de sangre.
En cambio un texto procedente de la provincia de Chalco, también inserto
en el mismo manuscrito (De Jonghe, 1905: 31-32), nos dice que los dioses

185
bajaron a una caverna donde uno de ellos, Pieciutentli (=Piltzinteutli)
se ayuntó con la diosa Choquijceli, de cuya unión nació el dios Ciutentl
(=Tzentéotl) el dios del maíz. Este se metió bajo tierra, se transformó,
y de sus cabellos salió el algodón; de cada uno de sus ojos, una semilla;
de su nariz, la semilla de la planta chian, una oleaginosa; de los dedos,
los camotes; de las uñas, cierta clase de maíz y, del resto del cuerpo,
frutos varios. El cultígeno principal en esta transformación es, sin duda,
el maíz; y el texto está mucho más cerca de los que hallamos en América
cisandina, pues en esta transformación no intervienen los accidentes ge-
ográficos y la transformación se presenta como un acto voluntario, como
en la historia del niño de la roza. Agreguemos que el agave, la planta
con la cual se prepara el pulque, la bebida nacional de los antiguos me-
jicanos, también surge de los despojos óseos de una virgen devorada
por un grupo de dioses caníbales, restos que Ehecatl o Quetzalcóatl recoge
y entierra (De Jonghe, op. cit., p. 27-28).
Por otra parte el P. Antonio de la Calancha[3] nos ha dejado otro im-
portante texto que contiene una versión incaica de la metamorfosis
que da origen a los cultígenos, mito que seguramente recoge tradicio-
nes anteriores a los tiempos del incanato. En el principio del mundo el
dios Pachacamac había creado una pareja humana, pero no existían
alimentos para ellos, y el hombre murió de hambre. La mujer supérs-
tite, desesperada, se quejó al creador de su rigor, pues les había dado
vida y los dejaba morir de hambre. Estas quejas iban dirigidas al sol,
padre de Pachacamac. El sol se compadeció de esta justa queja, y
anunció a la mujer un pronto término de sus males[4], y por la acción
potente de sus rayos produjo a la mujer un embarazo, cuya consecuen-
cia fue el nacimiento de un hijo al cuarto día de preñez[5]. Pero la ale-
gría de la mujer duró muy poco, porque este nacimiento causó furor en
Pachacamac, también hijo del sol, que se sintió desplazado en la ado-
ración que se le debía y mató y despedazó a la criatura, ante los gritos
desesperados de la madre. Sembró los restos del cadáver del niño y, de
sus dientes, nació el maíz; de sus costillas y otros huesos, las yucas y
varias raíces. La carne de la criatura dio origen a los pepinos, pacayes
y otros frutos comestibles. La historia prosigue con los intentos de
venganza de la madre del despedazado. Pide al sol satisfacción de ta-
maño agravio y el astro, del cordón umbilical del niño muerto crea

186
otro hijo que, andando el tiempo, busca venganza y provoca el retiro
de Pachacamac, que se marcha mar afuera[6].
Las historias mesoamericanas poseen -y ello era de esperarse, por co-
rresponder a culturas sensiblemente más elaboradas y complejas que
las de América cisandina- una estructura comparativamente más re-
buscada, que revela el retoque del esquema mítico, lo que se lleva a
cabo en las situaciones, en el entorno dramático y en los detalles. Pen-
samos que las altas culturas han heredado o recogido estos temas y los
han reelaborado, sea a partir de esquemas más sencillos provenientes
de sus ancestros, sea de los pueblos dominados que han absorbido en
el curso de la constitución de las sociedades complejas que organiza-
ron los imperios históricamente conocidos, y en cuyo seno estos do-
cumentos fueron recogidos, naturalmente cuando ya comenzaba su
desintegración. Por lo que ya conocimos de la América cisandina y
por estos ejemplos adicionales, podemos concluir que estos motivos
eran patrimonio de un número indeterminable, pero importante, de
pueblos indoamericanos y hemos tratado de establecer, provisoria-
mente, sus áreas de difusión.

Notas
[1] De Jonghe, 1905:28-29. De Jonghe supone que el manuscrito de Thévet es la
traducción del tratado de Antigüedades Mexicanas del padre franciscano Andrés
de Olmos, obra perdida.
[2] Si se considera que la Tierra, con sus bocas múltiples, intenta incesantemente
morder; y si se tiene en cuenta que, en otro pasaje se dice que solía llorar de
noche porque quería comer corazones humanos y no se callaba hasta que se los
daban, ni quería dar frutos si no la rociaban con sangre humana, no se puede en-
tender que el otorgamiento de un beneficio a estos seres que tanto detestaba pu-
diera resultarle un consuelo. Es claro que el texto y la interpretación interpolada
del anónimo compilador van por caminos independientes.
[3] Me baso en la transcripción de Krickeberg, 1971: 167-70 y sus comentarios;
pues la editio princeps de Calancha (Barcelona, 1638) me resulta inaccesible.
[4] En lo cual, como se verá, se equivocó muy mucho a pesar de su condición di-
vina.
[5] El cuatro es número potente en Mesoamérica.
[6] Por otra parte, ciertas fuentes presentan al dios Con, hijo del Sol, como do-
nante de plantas alimenticias y de otros bienes a los hombres, antes de que lo
desplazara Pachacamac (Gómara, 1954:233; Zárate, 1968:48-49).

187
Epílogo

En las páginas precedentes hemos tratado de establecer, en


primer término, los esquemas de algunos mitos sudamericanos de
especial importancia en lo que atañe al origen de los cultígenos y de
algunas plantas útiles. Al hacerlo hemos prescindido de la aplica-
ción rígida de criterios cuantitativos, aunque ellos se han tenido en
cuenta. En segundo lugar, hemos ensayado una delimitación apro-
ximada de sus áreas de distribución (v. mapa) y, cuando esto parece
aun prematuro, señalamos una localización que ayudará a determi-
narla, a medida que nuevos aportes de información lo permitan.
Parece innecesario aclarar que los resultados reseñados son
provisorios y sujetos a revisiones, rectificaciones, complementos y
a todo género de enmiendas. No obstante, se trata de una tarea que,
a nuestro juicio, debe ser hecha y completada progresivamente,
pues la determinación de los principales temas míticos de Sudamé-
rica indígena, su estructuración en contextos, su distribución en el
espacio y el tiempo y sus relaciones extracontinentales figuran entre
las cuestiones prioritarias de la investigación mitográfíca. Los es-
tudios que, en años recientes, hemos publicado acerca de otros
mitos amerindios, y el presente artículo, tienden a ese objetivo.

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