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La última lección
de Michel Foucault

Sección de Obras de Sociología

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Traducción:
Horacio Pons

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Geoffroy de Lagasnerie

La última lección
de Michel Foucault
Sobre el neoliberalismo,
la teoría y la política

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Primera edición en francés, 2012
Primera edición en español, 2015

De Lagasnerie, Geoffroy
La última lección de Michel Foucault : sobre el neoliberalismo, la teoría y
la política. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Fondo de Cultura
Económica, 2015.
116 p. ; 21x14 cm. - (Sociología)

Traducido por: Horacio Pons


ISBN 978-987-719-070-0

1. Sociología. 2. Neoliberalismo. 3. Teoría Política. I. Horacio Pons, trad.


II. Título

CDD 301

Armado y montaje de tapa: Juan Balaguer

Título original: La dernière leçon de Michel Foucault.


Sur le néolibéralisme, la théorie et la politique
ISBN de la edición original: 978-2-213-67141-3
© 2012, Librairie Arthème Fayard

D.R. © 2015, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A.


El Salvador 5665; C1414BQE Buenos Aires, Argentina
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Carr. Picacho Ajusco 227; 14738 México D.F.

ISBN: 978-987-719-070-0

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Impreso en Argentina – Printed in Argentina


Hecho el depósito que marca la ley 11723

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Índice

Palabras preliminares 13

Introducción 17
Una transgresión 17
El neoliberalismo como ideología de derecha 19
Lo que produce el neoliberalismo 22
Las condiciones de la crítica 24

I. El neoliberalismo, una utopía 31

II. El mercado por todas partes 35

III. La justificación “científica” del mercado 39

IV. De la pluralidad 43

V. Sociedad, comunidad, unidad 47

VI. Deshacer la sociedad 55

VII. Ética liberal y ética conservadora 61

VIII. Inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad 67

IX. Escepticismo y política de las singularidades 75

X. No ser gobernado 81

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XI. Política, derecho, soberanía 85

XII. La desobediencia civil en cuestión 93

XIII. No dejar hacer al gobierno 97

XIV. El homo œconomicus, la psicología y la sociedad disciplinaria 103

Índice de nombres 115

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Para D., por supuesto

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Más que de fundar una teoría en el derecho,
por el momento se trata de establecer una posibilidad.

Michel Foucault

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Palabras preliminares

La cuestión del neoliberalismo ocupa un lugar cada vez más central en


el pensamiento contemporáneo. Repetida de libro en libro y de tribuna
en tribuna, la idea de que la apuesta esencial de nuestro tiempo sería de-
nunciar la invasión de las lógicas neoliberales no deja de imponerse. En
efecto, se insiste una y otra vez en que el neoliberalismo transformaría el
funcionamiento de nuestro mundo. Redefiniría, desde luego, las reglas
de la economía. Pero, más grave, estremecería la organización tradicio-
nal de la sociedad. Este irresistible mar de fondo quebrantaría todo el or-
den social, y de resultas se verían afectadas todas las instituciones sobre
las que este se apoya (el Estado, la escuela, la familia, el derecho, etc.). Es-
taría cristalizándose una manera insólita de concebir la articulación en-
tre la política, lo jurídico y lo económico, y de considerar las relaciones
entre lo individual y lo colectivo. Y tocaría a las ciencias humanas la ur-
gente tarea de estudiar esos fenómenos para discernir sus implicaciones,
evaluar los peligros que entrañan y proponer instrumentos para oponer-
les resistencia.
Habría sido lógico esperar que el resultado de tanta atención pres-
tada a un mismo tema fuera una producción particularmente rica e in-
ventiva. Por desgracia, asistimos antes bien a una uniformación y una
limitación de la vida de las ideas. En la casi totalidad de los sectores del
campo intelectual circulan, en efecto, análisis que pueden superponer-
se unos a otros, y que movilizan las mismas percepciones, las mismas
grillas de lectura. En otras palabras: el problema del neoliberalismo ac-
túa hoy como un factor de erradicación de los clivajes teóricos y políticos.

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la última lección de michel foucault

En lugar de desencadenar una multiplicidad de interpretaciones contra-


dictorias, genera sentimientos análogos en personas de las que habría
cabido esperar la adopción de posiciones alejadas y hasta opuestas. Se
observa actualmente en esta cuestión una especie de encogimiento del
espacio de lo pensable y lo decible, un empobrecimiento de las opciones
posibles y disponibles y, para decirlo en una palabra, una crisis general de
la capacidad de imaginación.
Así, como principio de los innumerables textos que se asignan el
proyecto de denunciar el neoliberalismo encontramos, de manera casi
sistemática, este mismo argumento bajo la forma del lamento: hoy, todo
lo que participa de una lógica de “comunidad” sufriría un proceso de ero-
sión en nombre de una lógica de individualidad y particularismo. El neo-
liberalismo instauraría el reino del egoísmo, del repliegue sobre sí mismo.
Pondría en primer plano el interés particular y el “yo” [“je”] en detri-
mento del “nosotros”, de lo “social”, de la “institución común”. Por con-
siguiente, la moral, la religión, la política, el derecho, etc., perderían su
fuerza prescriptiva e integradora; las relaciones de reciprocidad, de don,
de asistencia, se desmoronarían para ser remplazadas poco a poco por
relaciones mercantiles. De ahora en más, los individuos ya no se some-
terían a ningún principio superior ni a ningún valor trascendente, indis-
pensable para “hacer” o “rehacer la sociedad” (las normas o los valores
compartidos, la reciprocidad). Lo cual provocaría a la vez una crisis del
“lazo social” (la desafiliación), del cuidado mutuo y de las solidaridades,
y una multiplicación de los movimientos minoritarios, esos movimientos
dentro de los cuales los individuos reclaman derechos particulares (cosa
que podríamos llamar… democracia), como expresión de su negativa a
someterse al orden simbólico y la ley.
Habría mucho que decir, desde luego, sobre esos discursos, sobre lo
impensado que hay en ellos y sobre sus límites, sobre las pulsiones que
animan a sus locutores. Pero lo que me interesa más particularmente es
su manera de revelar una transformación del pensamiento de izquierda
y, sobre todo, del humor que impera dentro del espacio de la teoría crí-
tica. Esos enunciados dan testimonio, en efecto, del influjo cada vez
más fuerte de un paradigma o, mejor, de un modo de problematización:
se adhieren a un tipo de percepción en la cual lo que se constituye como
negativo sería la anomia, la desregulación, el desorden, etc.; lo que se de-
signa como un revulsivo es la “descomposición” de nuestras sociedades, la

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palabras preliminares

“destrucción” del mundo común, la “dilución” y la “atomización” sociales.


A la inversa, este marco define como una necesidad positiva la restaura-
ción del “vivir juntos”, la ambición de volver a dar “sentido” a la institución
colectiva, reconstruir el “lazo social”, etcétera.
Hay que ser consciente de esto: esos enunciados no describen nada.
No constituyen en ningún caso análisis serios del fenómeno neoliberal
o de las transformaciones actuales de la sociedad. Forman un sistema
de interpretación, una grilla de inteligibilidad que impone una manera de
ver el mundo (de modo que son posibles otras miradas y pueden elabo-
rarse otras representaciones). Y lo que la hegemonía de esta estructura
ideológica pone de relieve es hasta qué punto la izquierda, y sobre todo
la izquierda radical, ha quedado en cierto modo desorientada, paraliza-
da, desamparada a raíz del advenimiento del neoliberalismo. Parece sin
respuestas frente a la irrupción de este nuevo paradigma. Más aún, la
necesidad de luchar contra esta gubernamentalidad ha desembocado en
una parálisis de las facultades intelectuales e incluso en una suerte de an-
tiintelectualismo: el imperativo de denunciar el neoliberalismo aparece
como primordial; las razones por las cuales esa denuncia puede efec-
tuarse no importan, y esto hace imposible la más mínima reflexión de la
teoría crítica sobre sus propios razonamientos.
La consecuencia de una situación semejante ha sido una inversión,
por no decir una transmutación de los valores: la izquierda habla hoy
el lenguaje del orden, del Estado, de la regulación. Presenta el desorden
como un espectro que habría que esforzarse por conjurar; designa como
patologías la individualización y la diferenciación de los modos de vida, la
proliferación de movilizaciones minoritarias siempre renovadas, etcétera.
Esa es la razón por la cual me parece que hoy nos enfrentamos a la
necesidad de reinventar la izquierda. Es imperativo dar la espalda a ta-
les hechizos y renunciar a las fantasías de regulación y ordenamiento
que se expresan a través de ellos. Tenemos que elaborar un nuevo len-
guaje de observación, fabricar una nueva teoría crítica que no funcio-
ne como una máquina de denunciar el materialismo, el consumismo, la
mercantilización, el individualismo e incluso, simplemente, la libertad,
al extremo de hacer el elogio de la norma colectiva y las trascendencias
institucionales.
Es evidente que el proyecto de restablecer lo que Pierre Bourdieu
llamaba “tradición libertaria de la izquierda” no puede llevarse a cabo

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la última lección de michel foucault

únicamente en un plano polémico y estratégico. Este libro no es un pan-


fleto. Las pulsiones autoritarias que se manifestaron y siguen manifes-
tándose en el marco de la lucha contra el neoliberalismo no vienen de la
nada. Revelan una potencialidad inscripta en la conceptualidad misma
de la teoría social y la filosofía política. Por lo demás, acaso hayan sido
modeladas y convocadas por ellas. Lo cierto es que es necesariamente ese
dispositivo el que conviene tomar por objeto: el que debemos examinar,
reelaborar, reformular. He decidido llevar adelante esa empresa por me-
dio de una relectura de los textos que Michel Foucault dedicó al neolibe-
ralismo (y en especial de su curso Nacimiento de la biopolítica, dictado
en el Collège de France), puesto que, como he de mostrarlo, en su caso la
cuestión pasaba entonces por reflexionar sobre un problema idéntico:
¿cómo elaborar una teoría radical, una filosofía crítica y una práctica
emancipadora en la era neoliberal?

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Introducción

una transgresión

De todos los cursos dictados por Michel Foucault en el Collège de France,


Nacimiento de la biopolítica es probablemente el más comentado.1 Pero es
sobre todo, en muchos aspectos, el más polémico. En efecto, el análisis que
Foucault hace del neoliberalismo, la lectura que propone de los principales
teóricos de esa corriente y la interpretación que da de las políticas inspi-
radas en esta doctrina dieron pábulo al desconcierto: ¿no estaba Foucault,
al final de su vida, convirtiéndose en liberal? ¿Ese curso no sería la manifes-
tación de que, desde principios de la década de 1980, comenzaba a ir por mal
camino? Por perturbadora que pueda parecer esta constatación, ¿no habría
que rendirse a la evidencia de que el autor de Vigilar y castigar, ese perso-
naje central, no obstante, de la izquierda radical posterior a mayo del 68,
estaba, en vísperas de su muerte, a punto de acabar mal y derechizarse,
como pasaría, por otra parte, con muchos de sus discípulos de la época?
En respaldo de este tipo de percepción suele mencionarse el hecho
de que en esas clases Foucault no pronuncia la más mínima crítica contra
el neoliberalismo, en tanto que utiliza fórmulas muy severas con respec-
to al marxismo y el socialismo. Comenta los textos de los neoliberales

1
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Galli-
mard y Seuil, col. Hautes Études, 2004 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Co-
llège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007. En adelante,
todos los números entre corchetes indican las páginas de las ediciones en español. (N. del T.)].

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y demuestra que las políticas implementadas en Alemania por Helmut


Schmidt y en Francia por Valéry Giscard d’Estaing se inscriben en ese
marco de pensamiento, pero jamás se lo ve esbozar siquiera una toma de
distancia con esos programas. Para decirlo en pocas palabras, la tonalidad
de la obra no parece crítica. Todo sucede como si Foucault estuviera atra-
pado por su objeto, fascinado por él. Y como si, lejos de forjar instru-
mentos de resistencia contra la revolución neoliberal que comenzaba a
abatirse sobre el mundo, se conformara con describir su advenimiento. Su
silencio traduciría una especie de asentimiento tácito.
En realidad, me parece que la acusación de que es víctima Foucault
debe explicarse de otra manera. Es la resultante de un fenómeno menos
evidente a primera vista, más insidioso y, por lo tanto, tal vez más funda-
mental: el hecho de que, al decidir dictar un curso consagrado a la tra-
dición neoliberal, Foucault comete la transgresión de pasar una frontera
profundamente inscripta en el campo intelectual.
En el transcurso de los últimos sesenta años, en efecto, se construyó
poco a poco una suerte de muro entre el espacio teórico legítimo o domi-
nante, por un lado, y el neoliberalismo, por otro. Se atribuyó a los teóricos
neoliberales la figura de autores infrecuentables, que a nadie se le ocurri-
ría citar y ni siquiera leer en filosofía política o, a fortiori, en el espacio del
pensamiento crítico, a menos que fuera como un revulsivo, es decir, como
aquello contra lo cual uno forma su reflexión, aquello que tiene como pro-
yecto deshacer. Esos autores aparecen como ajenos al campo de las refe-
rencias posibles y concebibles.
La teoría neoliberal, efectivamente, se percibe en muy vasta medida
como peligrosa y reaccionaria. Se describe a sus principales autores con
los rasgos de personajes dudosos, ideólogos nefastos que habrían tenido
un papel determinante en la implementación de políticas de desregulación
y apartamiento del Estado social. La responsabilidad por el advenimiento
de una “sociedad neoliberal” recaería, en última instancia, en la influencia
cada vez más grande de ese pensamiento, señalado por esta razón como el
enemigo filosófico número uno. Así, al romper con la conminación lanzada
a los intelectuales críticos de ignorar esa tradición o denigrarla por prin-
cipio, Foucault puso en cuestión un reflejo vigorosamente arraigado en el
espacio de la izquierda. Por esa razón se concibió que se “derechizaba” o,
en todo caso, se alejaba de esta familia de pensamiento.

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introducción

el neoliberalismo como ideología de derecha

Históricamente, es indiscutible que la mayoría de los autores neoliberales


exhibieron su proximidad con la derecha, e incluso con su ala más dura.
Numerosos trabajos se aplicaron a mostrar que la “revolución conserva-
dora” que debía abatirse sobre el mundo desde fines de la década de 1970
se había preparado dentro de cenáculos donde se reunían economistas,
intelectuales, ingenieros y hombres de Estado que aspiraban a promover un
neoliberalismo radical. El coloquio Walter Lippmann de 1938 y la Socie-
dad de Mont-Pèlerin creada en 1947 se presentan así como las principales
instancias de elaboración de una ofensiva contra las conquistas del keyne-
sianismo, y de un cuestionamiento, en nombre de la presunta superioridad
moral y económica del libre mercado, de la regulación de la economía y la
intervención del Estado, de la protección social, del derecho al trabajo, de
los sistemas colectivos de asistencia y distribución de la riqueza, etc. Por
otra parte, es innegable que algunos de los teóricos más célebres del neo-
liberalismo, sobre todo Friedrich A. Hayek o Milton Friedman, influyeron
en gobiernos como los de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
La consideración general del neoliberalismo como una doctrina
conservadora, una ideología cuya preocupación esencial sería, bajo una
apariencia erudita o filosófica, ponerse al servicio de una línea políti-
ca reaccionaria, también tiene sus raíces en el hecho de que, a lo largo
del siglo xx, aquel se construyó en el marco de una crítica de todos los
componentes del pensamiento de izquierda, es decir, del marxismo, el
comunismo, el socialismo, el keynesianismo e incluso, en términos más
amplios, del conjunto de las ideologías que reclamaban la implementación
de medidas de inspiración social.
En primer lugar, el pensamiento liberal rechaza categóricamente el
marxismo. Repudia el carácter totalitario de los regímenes comunistas y
afirma sobre todo que, al contrario de lo que consideraba una gran parte
de la izquierda intelectual, hay un vínculo directo entre los totalitarismos
soviético, chino y otros y la teoría marxista. Los liberales siempre recha-
zaron la idea de que esos regímenes podían presentarse como “traiciones”
del marxismo, “desviaciones” o “errores” que no ponían en entredicho ni
la grandeza ni la pertinencia de la hipótesis comunista. Para ellos, dichos
regímenes aplicaron al pie de la letra los dogmas del análisis marxista. Y
el fracaso de esas experiencias históricas signa en consecuencia el fracaso

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no solo del comunismo en cuanto régimen político alternativo al capi-


talismo, sino también del marxismo en cuanto teoría y visión del mundo
articuladas en torno de unos cuantos conceptos (clases sociales, explota-
ción, plusvalía, alienación, etcétera).
Como tal, esta manera de ver no es muy original. No puede explicar
por sí sola el rechazo casi unánime de que es objeto la tradición neoliberal.
Es sabido, en efecto, que esa representación no es privativa de los liberales
y ni siquiera de los autores de derecha, porque se la encuentra por ejemplo
en los socialistas no marxistas e incluso en la tradición anarquista.
En realidad, la especificidad de los neoliberales radica en no haberse
conformado con esos juicios. Sobre la base de su crítica del comunismo
y de su rechazo del marxismo, desarrollaron efectivamente un punto de
vista mucho más radical. Su intención fue partir de los problemas que
planteaban los regímenes comunistas para elaborar un análisis sin con-
cesiones de las democracias occidentales y las tendencias que las animan.
Para ellos, esos regímenes autoritarios y totalitarios, que todo el mundo
coincide en condenar, no pueden percibirse como experiencias excep-
cionales que, en cierta forma, no nos incumban, o que solo nos incum-
ban como objeto de estudio o tema de indignación convencional. Esos
regímenes están mucho más cerca de nosotros de lo que creemos. Deri-
varían lógicamente, en efecto, de un humor ideológico banal y además
de aceptación bastante amplia en las sociedades democráticas, a saber, la
desconfianza hacia el libre mercado: el comunismo solo sería una varian-
te, llevada al extremo, de la ideología consistente en pretender controlar
la producción y la distribución de los bienes, y hasta aumentar, en nom-
bre de valores “morales” (la justicia, la equidad, etc.), la intervención del
Estado en la economía.
La elaboración más nítida de esta concepción, que tiende a presentar
como potencialmente totalitarias todas las medidas encaminadas a una
mayor regulación del mercado y una asignación más justa de los recursos,
está en el célebre texto que el economista austríaco Friedrich Hayek publi-
có en 1944 con el título de Camino de servidumbre. En esta obra fundacio-
nal, la obsesión de Hayek es cuestionar la idea espontáneamente admitida
según la cual lo sucedido en Rusia en los años veinte y en Alemania en los
años treinta (sin que, al igual que en la mayoría de los teóricos liberales, se
trace ninguna distinción fundamental entre el nazismo y el comunismo)
se debería a circunstancias rarísimas que no pueden repetirse. A juicio de

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introducción

Hayek, percibir el comunismo y el nazismo como experiencias aberrantes,


y plantear así la existencia de una especie de inconmensurabilidad entre
el totalitarismo de un lado y las democracias inglesa o estadounidense de
otro, lleva a pasar por alto el hecho de que el estudio de los regímenes au-
toritarios y su advenimiento tiene interés para comprendernos a nosotros
mismos y analizar lo que somos.
Hayek estima necesario partir de la siguiente evidencia: el totalita-
rismo no se impuso en Alemania y Rusia de improviso ni por azar. Fue
el fruto de un lento proceso que puede perfectamente reproducirse entre
nosotros. Si deseamos evitar las mismas tragedias, es preciso entonces
conocer lo que estas nos enseñan. Y afrontar lo que la cuestión totalitaria
nos impone repensar en nuestra manera de llevar adelante nuestra política,
nuestro Estado, nuestro derecho, nuestro sistema económico, etcétera.
La demostración propuesta por Hayek consiste en decir que la raíz del
totalitarismo estaría en un rechazo del liberalismo. La crítica del individua-
lismo, el triunfo de una ética colectivista, la ambición de sustituir el juego
del mercado libre y descentralizado por la autoridad de una instancia que
controle la producción y la distribución de la riqueza son los elementos
que constituyen el punto de partida o, mejor, la base doctrinaria del comu-
nismo y del nacionalsocialismo. Así, cuando estos dogmas comienzan a
difundirse en una nación, cuando los Estados se los apropian, cuando los
intelectuales se deciden a adoptarlos y legitimarlos, el totalitarismo no está
lejos y el país, lenta pero indefectiblemente, y muchas veces sin saberlo, se
interna en el camino de la servidumbre.
En el fondo, el golpe de fuerza de Hayek, y más en general de toda la
corriente neoliberal, ha consistido, por medio de análisis como ese, en ins-
talar la idea —sumamente fuerte y perturbadora— de que entre el comu-
nismo y el nazismo, pero también entre el comunismo y el keynesianismo,
habría algo así como un aire de familia, una comunidad de pensamien-
to, por no hablar de una relación de necesidad. El régimen comunista, el
régimen nazi y los regímenes que promueven las regulaciones sociales
y el Estado de bienestar participarían de un mismo sistema, un mismo
invariante político-económico. Todos partirían de un mismo rechazo del
liberalismo, del individualismo, del mercado libre y descentralizado, etc.,
y, lógicamente articulado con él, de una misma voluntad de utilizar la
coerción para alcanzar objetivos predefinidos en materia de producción o
distribución. Por consiguiente, al contrario de lo que nos imaginamos de

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manera espontánea, el totalitarismo no está detrás de nosotros. Los tota-


litarios están entre nosotros: son quienes instauran un sistema de planifi-
cación o justifican la seguridad social, quienes propician un control de la
economía por el Estado, quienes abogan por una regulación del mercado,
por más impuestos, etcétera.
En realidad, lo que los teóricos del neoliberalismo tratan de efectuar
mediante esos discursos es un doble desplazamiento de los clivajes que
estructuran el espacio político e intelectual. Intentan imponer —en esto,
además, se reconoce una teoría innovadora y original— nuevos sistemas
de clasificación, nuevos principios de visión y división. Como lo muestra
Michel Foucault, los neoliberales se afanaron en criticar la pertinencia de
la distinción tradicional entre “socialismo” y “capitalismo”. Esa distinción
llevaría, en efecto, a poner las políticas keynesianas de regulación del mer-
cado del lado del “capitalismo” (un capitalismo regulado), cuando según
ellos se trata de medidas que participan de la misma intención y la misma
inspiración que el socialismo. Para los liberales, por lo tanto, la verdadera
oposición no es la existente entre “socialistas” y “capitalistas”. Debe es-
tablecerse entre “liberales” y “antiliberales”. De un lado estarían quienes
adhieren a los valores del individualismo y el mercado libre y descentra-
lizado; de otro, todos aquellos que, de los nazis a los comunistas pasando
por los reformistas socialistas y los partidarios del Estado de bienestar,
propician, cada uno a su manera, una ética colectivista.

lo que produce el neoliberalismo

La asociación o, mejor, la reducción que se efectúa de manera bastante


espontánea entre el neoliberalismo y este tipo de análisis extremadamen-
te marcados en términos ideológicos y que traducen una gran violencia
política explica el rechazo de que es objeto esta tradición. Para nuestros
marcos comunes de percepción hay, en efecto, algo incongruente o, para ser
más exactos, algo inaceptable en la idea misma de establecer un vínculo
entre, por un lado, medidas tradicionalmente asociadas al progreso, como
el Estado de bienestar, el seguro de desempleo, las ayudas sociales, los sis-
temas de reparto, y, por otro, los regímenes autoritarios o totalitarios. Esas
tomas de posición estratégicas han contribuido a dar un carácter inaudible
a la doctrina neoliberal en su conjunto.

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introducción

En otras palabras: las afinidades políticas proclamadas por los prin-


cipales autores del neoliberalismo han obstaculizado la recepción de sus
obras y la percepción de las otras potencialidades inscriptas en sus tra-
bajos. En lugar de considerárselos como aportes al debate intelectual,
sus escritos fueron catalogados como meras producciones ideológicas,
animadas por intenciones fundamentalmente reaccionarias, por no decir
extremistas.
La gran audacia de Foucault, y lo que explica la incomprensión que
afecta más que nunca sus textos sobre esta cuestión, es haber roto con
aquella percepción y haber hecho volar en pedazos la barrera simbólica
levantada por la izquierda intelectual, en especial la que se presenta como
radical, contra la tradición neoliberal. Foucault se formó el proyecto de
leer a los principales teóricos de esa corriente, es decir, a quienes dieron
a ese paradigma su radicalidad más intensa (entre ellos, los economistas
Friedrich Hayek, Milton Friedman y Gary Becker). Quiso explorar esa
representación del mundo, reconstruir la lógica de su funcionamiento
y las hipótesis implícitas en las que se basa.
Como es obvio, semejante actitud, en contra de las interpretaciones
que se hicieron espontáneamente de ella, no es sinónimo de una conver-
sión al neoliberalismo: Foucault no da a este sistema el carácter de un
dogma cuyas recomendaciones y programas haya que aceptar y seguir. Su
idea es más sutil: consiste en valerse del neoliberalismo como un test, uti-
lizarlo como un instrumento de crítica de la realidad y el pensamiento. Se
trata de ponerse a la escucha de lo que esa tradición tiene para decirnos,
a fin de emprender un análisis de nosotros mismos. Puesto que enfren-
tarnos a una doctrina concebida como el “negativo” de nuestro espacio
habitual de reflexión equivale, en cierta forma, a enfrentarnos a nuestro
inconsciente, a los límites de nuestra propia reflexión. Esto nos obliga a
interrogarnos sobre lo que tenemos por evidente, aquello que, sin saber-
lo, hacemos a un lado cuando formulamos nuestros problemas. En otras
palabras, Foucault construye aquí una especie de dispositivo experimental:
al sumergirse en ese universo intelectual, pretende vivir y nos invita a
vivir una experiencia de destierro durante la cual se pone a prueba la
posibilidad de pensar de otra manera, de dar a conceptos de la filosofía
política o la teoría crítica tan clásicos como los de Estado, democracia,
mercado, libertad, ley e incluso soberanía significaciones radicalmente
nuevas. Ese retorno de lo reprimido teórico es por eso mismo capaz de

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trastrocar nuestros hábitos e incitarnos a construir nuevos lenguajes de


observación. Brinda a Foucault una oportunidad de imaginar otras for-
mas de mirar la realidad. Casi podríamos decir que funciona como una
especie de higiene mental destinada a someter a una interrogación radical
las categorías de pensamiento y percepción que tenemos en la cabeza sin
darnos cuenta.
En el fondo, quienes presentan como inquietante el proceder de Fou-
cault ignoran la lógica misma de la actitud crítica. Su comportamiento
consiste en postular una definición dogmática y rígida de lo que tiene
que ser la izquierda, y determinar a priori cuáles deben ser los contenidos
o los conceptos de esta tradición: de tal modo, todos los discursos que se
aparten de la norma serán automáticamente señalados como derechistas
o como una traición. Ahora bien, si hubiera que dar una definición de
la izquierda, ¿no sería más bien la que se apoya en la voluntad constante
de repensarse? Si hubiera que caracterizar el gesto crítico, ¿no habría
que invocar la intención de reinterrogar constantemente lo que quiere
decir “crítica”?

las condiciones de la crítica

Dar al neoliberalismo el carácter de un instrumento que abre el camino a


una reflexión sobre nosotros mismos no significa, desde luego, conside-
rarlo como un hecho dado, una evidencia, un fenómeno cuya realidad y
características haya que aceptar pasivamente. Para Foucault, el neolibe-
ralismo no solo representa el punto de partida de una interrogación au-
tocrítica. Como es natural, también es preciso interrogar esta doctrina. Y
por esa razón hay que insistir en el hecho de que una de las apuestas de
Nacimiento de la biopolítica es plantear el problema de las condiciones
de elaboración de un verdadero cuestionamiento de la “gubernamenta-
lidad” neoliberal.
Puesto que uno de los objetivos de Foucault es liberar al pensamiento
de los hechizos, los enunciados en forma de eslóganes utilizados de ma-
nera sempiterna para denunciar las fechorías del neoliberalismo, pero que
ya servían para descalificar el liberalismo clásico y hasta el capitalismo.
Según Foucault, hay en efecto un conjunto de “matrices analíticas” que
se prorrogan “una y otra vez […] desde hace doscientos años, cien años,

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introducción

diez años”:2 esas matrices acusan al capitalismo, al liberalismo y hoy, por


lo tanto, al neoliberalismo de provocar la aparición de una “sociedad de
masas”, una “sociedad de consumo”, una “sociedad del espectáculo” e in-
cluso “una sociedad de la atomización, la uniformación o la masificación”.
En su curso, Foucault se burla de los autores que “prorroga[n] una y otra
vez el mismo tipo de crítica”3 y hablan ese discurso anónimo o, mejor, son
hablados por él. A su entender, esos “lugares comunes de un pensamiento
acerca del cual no se conoce muy bien” cuáles son “su articulación y su es-
queleto” circulan al menos desde comienzos del siglo xx. Y da al respecto
un ejemplo caricaturesco que funciona como un espejo deformante: las
“tesis” formuladas por el sociólogo alemán Werner Sombart entre 1906 y
1934. Foucault resume en estos términos el discurso de Sombart:

¿Qué produjeron la economía y el Estado burgués y capitalista? Una sociedad


en la que los individuos son arrancados de su comunidad natural y se juntan
en una forma, de alguna manera, chata y anónima que es la de la masa. El
capitalismo produce las masas. Y por consiguiente, produce lo que Sombart
no llama exactamente unidimensionalidad, pero da su definición precisa. El
capitalismo y la sociedad burguesa privaron a los individuos de una comuni-
dad directa e inmediata de unos con otros y los forzaron a comunicarse solo
por intermedio de un aparato administrativo y centralizado. Por lo tanto, los
[han] reducido a la condición de átomos, sometidos a una autoridad, una
autoridad abstracta en la que no se reconocen. La sociedad capitalista impuso
asimismo a los individuos un tipo de consumo masivo que tiene funciones
de uniformación y normalización. Por último, esta economía burguesa y ca-
pitalista condenó a los individuos, en el fondo, a no tener entre sí otra comu-
nicación que la que se da a través del juego de los signos y los espectáculos.4

La afirmación de que el capitalismo habría provocado el surgimiento de


un mundo utilitarista, individualista, marcado por el desarrollo de los
fenómenos de masas, de consumo y de uniformación, constituye una
grilla de lectura común y dominante dentro de la izquierda intelectual,
y hasta de cierta fracción de la derecha. Esa caracterización reaparece de

2
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 136 [156].
3
Ibid.
4
Ibid., p. 117 [144 y 145].

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la última lección de michel foucault

manera casi obsesiva. Vemos además que la situación prácticamente no ha


cambiado: aun en nuestros días, la casi totalidad de los discursos hostiles
al neoliberalismo deplora esas mismas cosas.
Según Foucault, es urgente deshacernos de esas matrices analíticas
“con las cuales suele abordarse el problema del neoliberalismo”,5 pues-
to que solo son críticas en apariencia. Llegan a ser incluso, en el fondo,
proclamaciones vacías. Están despojadas de toda eficacia y toda efecti-
vidad. ¿Por qué razón? Porque ignoran la “singularidad” del neolibera-
lismo. Esos discursos tradicionales asimilan, como si fueran la misma
cosa, el neoliberalismo al liberalismo clásico, el liberalismo clásico al
capitalismo, el capitalismo a la dominación de la burguesía, etc. Fabri-
can un gran relato unificador, homogéneo, en el cual nunca hay lugar
para la novedad. “Reduc[en] el presente a una forma reconocida en el
pasado” y consideran el primero como una simple “repetición” del se-
gundo.6 Trasponen matrices históricas antiguas a la situación actual y
dan a entender que “lo que era entonces es lo que es hoy”. Por consi-
guiente, se condenan necesariamente a errar el blanco: enmascaran la
realidad presente en vez de proponer herramientas para comprenderla
y, por lo tanto, ponerla en cuestión.
Precisamente para escapar a esos sesgos Foucault juzga indispensable
leer a los teóricos neoliberales y comprender lo que trataron de hacer. El
punto de partida de un análisis crítico del neoliberalismo debe consistir
en discernir ese fenómeno en su singularidad: “Me gustaría mostrarles
que el neoliberalismo es, justamente, otra cosa. Gran cosa o no, no sé,
pero sin duda es algo. Y lo que querría tratar de aprehender es ese algo
en su singularidad”.7
De tal modo, Nacimiento de la biopolítica puede leerse como una
meditación sobre la crítica, sobre lo que quiere decir y supone ser crítico:
la condición de la formulación de una práctica de resistencia al neolibe-
ralismo radica en poner de manifiesto la especificidad de este fenómeno.
Pero ¿por qué, a partir de ahí, tendríamos que interrogarnos sobre noso-
tros mismos? ¿Por qué razones Foucault va más lejos y propone hacer de
la teoría neoliberal el instrumento de una renovación de la teoría? Porque,

5
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, op. cit., p. 136 [156].
6
Ibid. [157].
7
Ibid. [156 y 157].

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introducción

a su entender, solo esta actitud permite concebir una recusación del neoli-
beralismo que escape a la nostalgia y no le oponga lo que él ha deshecho.
Damos aquí con un problema central con el que se enfrentaron todos
los grandes autores radicales: ¿cómo desactivar la potencialidad pasatista
o reaccionaria necesariamente inscripta en el corazón de todo proyecto
crítico? ¿Cómo poner en entredicho un orden presente sin desembocar,
casi automáticamente, en una adhesión al orden antiguo o en la percep-
ción de este como un momento que no puede sino añorarse? Y en con-
secuencia, de manera más específica: ¿cómo concebir una investigación
crítica del neoliberalismo que no presente como algo valioso lo que este
deshace y no se aferre, consciente o inconscientemente, a los valores
preliberales?
Para escapar a esas dificultades, Foucault propone pensar la ruptura
histórica generada por el surgimiento de esa gubernamentalidad en tér-
minos de “singularidad”, innovación, es decir, de “positividad”: hay que
poner de relieve la novedad del neoliberalismo. Hay que romper con la
problemática de la “pérdida”, de la “destrucción”, del “duelo” que estruc-
tura la escritura tradicional de la historia del neoliberalismo. No hay que
preguntarse qué “deshacen” las lógicas liberales ni proponerse poner en
evidencia lo que ellas “destruyen”; hay que preguntarse, al contrario, lo
que producen. No hay que lamentar lo que se elabora a través del neoli-
beralismo sino, a la inversa, partir de lo que este es para preguntarse lo
que nos impone reconsiderar.
La intención de Foucault es, con ello, renovar la teoría dándole los
instrumentos para conciliar una percepción positiva de la invención neoli-
beral y una perspectiva de crítica radical. En ese sentido, no es inútil seña-
lar que su gesto es bastante similar al que realizaba Marx en 1875 cuando
la emprendía contra la relación de los socialistas alemanes con el capita-
lismo.8 Uno de los puntos centrales en su Crítica del programa de Gotha
es, en efecto, el reproche planteado a los socialdemócratas por concebir
a la burguesía como un elemento entre otros dentro de una gran clase
“reaccionaria” —en la cual se incluirían tanto miembros de la clase media
como “feudales”— a la que deberían oponerse los “obreros”. Según Marx,

8
Karl Marx, Critique du programme de Gotha, trad. de Sonia Dayan-Herzbrun, París,
La Dispute y Éditions Sociales, 2008 [trad. esp.: Crítica del programa de Gotha, Madrid,
Ricardo Aguilera, 1971].

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la última lección de michel foucault

ese diagnóstico es absurdo. Pasa completamente por alto la singularidad


de la situación económica y social de fines del siglo xix. A su juicio, cap-
tar la “positividad” del capitalismo es comprender y aceptar que la clase
burguesa es una clase auténticamente revolucionaria: ha transformado las
relaciones económicas y emancipado a los individuos de las pertenencias
tradicionales, y ha sustituido las relaciones feudales de sujeción por rela-
ciones jurídicas entre hombres dotados de derechos formalmente “iguales”
y que intercambian unos con otros bienes y servicios por medio de me-
canismos de mercado. Para Marx, el problema de la burguesía no puede
abordarse en términos negativos, sobre todo si se trata, a continuación,
de combatirla. De hacerlo, uno se condena, como los socialdemócratas, a
confundir revolución y reacción, es decir, a presentar como revoluciona-
ria una política que tiende a restaurar y restablecer realidades deshechas
y superadas por la burguesía: esto es, a volver atrás. Eso es lo que Marx
llama “crítica precapitalista del capitalismo”.
Para evitar tales callejones sin salida, Marx afirma la necesidad de
abordar la burguesía y el capitalismo como fenómenos revolucionarios.
Hay que discernir de manera positiva sus aportes: ¿qué produjeron? ¿Qué
inventaron en materia de nuevos derechos, nuevas libertades, nuevas
emancipaciones? ¿Impusieron la existencia de qué realidades inéditas?
En cierto sentido, el comunismo tal como Marx lo define en algunos de sus
textos podría aparecer como una manera de realizar una serie de ideales
emancipadores prometidos y afirmados por la revolución burguesa, pero
que esta no logró poner en vigencia y cuyo advenimiento ella misma im-
pidió al reinstaurar a través del mercado un sistema de explotación y de-
terminación colectivas (las relaciones de clase). La revolución comunista
no se define como reacción a la revolución burguesa. En cierta forma, se
inscribe en su herencia y se esfuerza incluso por radicalizarla, o sea, partir
de lo inventado por ella para reactivarlo, regenerarlo y, en consecuencia,
transformarlo por completo.
Con idéntica intención Foucault aborda, y nos invita a abordar, el
neoliberalismo. Plantea los mismos principios de análisis, los mismos mo-
dos de problematización. También el autor de La voluntad de saber afirma
que la escritura de una historia crítica del fenómeno neoliberal debe poner
de relieve lo que se inventa por su intermedio y los nuevos tipos de orde-
namientos político-económicos, de conceptos, de representaciones, que
impone tomar en cuenta. El neoliberalismo construye nuevas percepciones

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introducción

del Estado, del mercado, de la propiedad de uno mismo o de su cuerpo.


Provoca la aparición de nuevas exigencias democráticas, sociales o cultu-
rales, nuevas relaciones con la violencia, la moral, la diversidad. Cuestiona
la legitimidad de muchos marcos tradicionales de regulación y control.
Ponerse en contacto con lo que esta tradición renueva es, de tal modo,
darse los medios de revelar al mismo tiempo, y en un mismo movimiento,
las promesas de emancipación encarnadas por el neoliberalismo y las ra-
zones por las cuales este no puede cumplirlas. Y eso, con el fin de buscar
en las contradicciones internas que lo atraviesan y lo socavan los puntos
de apoyo de una acción que apunte a transformarlo, sin dejar de sostener
y retomar sus exigencias más valiosas y legítimas. Actitud que se sitúa en
la vereda opuesta a los discursos que, al focalizarse en los peligros que
entrañaría el advenimiento de esta nueva situación, terminan por no
ofrecer como horizonte concebible otra cosa que el retorno al pasado.

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I. El neoliberalismo, una utopía

Solo podremos comprender el interés de Foucault por el neoliberalismo,


cercano a veces a la fascinación, si cumplimos con una condición: rom-
per con el hábito consistente en hacer de él una ideología conservadora
o reaccionaria. En la literatura mediática, política o intelectual hay, en
efecto, una tendencia sumamente marcada a describirlo bajo los rasgos
de una doctrina que, entre sus características esenciales, tendría la de
ser parte integral de la perpetuación del orden. Se trataría de una con-
cepción que se opone de manera permanente al cambio. Y que trabaja,
en lo fundamental, en la preservación de la situación presente.
Esta acción conservadora del neoliberalismo se dejaría ver en la crí-
tica que sus partidarios hacen de las utopías que propugnan el estable-
cimiento de organizaciones alternativas a la economía de mercado. Al
denunciar el socialismo, el comunismo, etc., esos críticos cerrarían el
camino a la posibilidad de imaginar otros modelos de sociedad. No in-
citarían a la rebelión sino a la resignación, a la aceptación de la situación
presente. Más grave aún, los dogmas neoliberales constituirían un obs-
táculo a todo lo que pueda provocar un cambio radical en el funciona-
miento establecido de la economía de mercado; pondrían en entredicho
la validez de cualquier medida, por mínima que sea, capaz de facilitar
por ejemplo una mayor redistribución. En otras palabras, el neoliberalis-
mo se situaría resueltamente del lado del statu quo. Encarnaría una de las
principales fuerzas de resistencia al cambio. Representaría la ideología
de la clase dominante, es decir, de la clase de los individuos que tienen
interés en perpetuar la situación tal y como es.

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la última lección de michel foucault

Esta percepción del neoliberalismo como conservadurismo está sóli-


damente anclada en las mentes, y estructura una buena parte de la retórica
utilizada para descalificarlo. Sin embargo, se funda en un desconoci-
miento profundo de esta tradición. Y hasta representa un gran obstáculo
a su comprensión real, ya que la neutraliza, la asimila a lo ya conocido, la
pone en el nivel de una evidencia, de lo que es fácil combatir y denunciar,
en vez de enfrentar su especificidad.
En efecto, a partir de la Segunda Guerra Mundial, y de manera parti-
cularmente marcada durante la década de 1960, una de las preocupacio-
nes esenciales de los neoliberales fue distinguirse del conservadurismo.
Es cierto, en el pasado liberales y conservadores establecieron alianzas y
pueden a veces coincidir en posturas idénticas. Pero esto solo se debería
a que comparten enemigos comunes (los socialistas, los partidarios del
Estado social). Como escribe Friedrich Hayek en un célebre artículo titu-
lado “Por qué no soy conservador”:

En una época en la que casi todos los movimientos reputados de “pro-


gresistas” recomiendan nuevas intromisiones en la libertad individual,
quienes aman la libertad consagran, como es lógico, sus energías a opo-
nérseles. En esa actitud, están casi siempre en el mismo campo que quie-
nes suelen resistirse a los cambios. En los asuntos de la política cotidiana,
prácticamente no tienen hoy otra opción que apoyar a los partidos con-
servadores.1

Pero, según Hayek (y muchos otros autores sostendrán la misma idea),


la proximidad entre liberales y conservadores no pasa de allí. Es pura-
mente política o, mejor, estratégica y coyuntural. Tiene sus raíces en una
intención compartida de poner un dique a los movimientos que se de-
finen como progresistas. Se trata de una alianza negativa y no debe, en
especial, enmascarar las profundas oposiciones que separan neolibera-
lismo y conservadurismo.

1
Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, en La Constitution de la li-
berté, trad. de Raoul Audouin y Jaques Garello, con la colaboración de Guy Millière, París,
Litec, 1994, p. 401 [trad. esp.: “Por qué no soy conservador”, en Los fundamentos de la liber-
tad, Madrid, Unión, 1991].

32

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el neoliberalismo, una utopía

Esta toma de posición es muy importante en la historia de las ideas,


porque constituye tal vez el elemento esencial de la ruptura entre el neo-
liberalismo y el liberalismo clásico. Es el acta de nacimiento del neoli-
beralismo como doctrina por derecho propio, singular, irreductible a lo
que la precedió.
Los neoliberales no cesarán, en efecto, de afirmarlo y denunciarlo: sus
predecesores se dejaron corromper por el conservadurismo. Se acercaron
en demasía a la derecha conservadora e incluso a la derecha reacciona-
ria, al extremo de diferenciarse solo marginalmente de ellas.2 Satisfechos
desde mediados del siglo xix con el triunfo de algunos de sus ideales, se
replegaron poco a poco sobre sí mismos. Y, por consiguiente, se conten-
taron con defender el orden existente. De ese modo, el liberalismo dejó
gradualmente de ser un movimiento radical hasta transformarse en una
máquina de preservación del statu quo. Se puso del lado del orden y los
poderes constituidos. Y, al oponerse a las doctrinas revolucionarias y las
aspiraciones al cambio, asumió el papel de garante del realismo y “lo ra-
zonable en política”.3
Pero al adoptar esa postura los liberales se traicionaron a sí mismos.
Y, sobre todo, debilitaron sustancialmente su posición, dejando la puer-
ta abierta de par en par al éxito de sus enemigos socialistas: al abando-
nar el terreno de la especulación intelectual y la imaginación política, el
liberalismo clásico ya no fue capaz de suscitar entusiasmo y de aparecer
como proponente de ideales por los cuales mereciera la pena combatir.
Por eso mismo, los socialistas tuvieron la oportunidad de presentarse
como los únicos rebeldes, los únicos auténticos contestatarios. Propo-
nían otro camino, otro programa, otra visión. Esa fue la razón por la
cual se granjearon la adhesión de la mayoría, sobre todo en los medios
intelectuales y estudiantiles: “Durante alrededor de medio siglo, solo
los socialistas propusieron un programa explícito de evolución social,

2
Sobre esta cuestión remito al libro muy informado y útil de Sébastien Caré, La Pensée
libertarienne. Genèse, fondements et horizons d’une utopie libérale, París, Presses Universi-
taires de France, 2009, en especial pp. 8-18.
3
Friedrich Hayek, “Les intellectuels et le socialisme”, en Essais de philosophie, de science
politique et d’économie, trad. de Christophe Piton, París, Les Belles Lettres, 2007, p. 288
[trad. esp.: “Los intelectuales y el socialismo”, en Estudios de filosofía, política y economía,
Madrid, Unión, 2007].

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la última lección de michel foucault

cierta imagen de la sociedad futura por la cual trabajaban y un conjunto


de principios generales para guiar la reflexión sobre puntos precisos”.4
La pretensión de los pensadores neoliberales es pues deshacer esa di-
visión, ese clivaje establecido entre el liberalismo conservador, por un lado,
y el socialismo renovador, por otro; entre el partido del inmovilismo y el
partido del movimiento. A la inversa de los liberales clásicos, discuten al
socialismo su monopolio de la producción de utopías políticas y filosóficas.
Quieren hacer de su doctrina una doctrina radical: revolucionaria. En ese
sentido, no es un azar que uno de los libros fundamentales de la tradición
neoliberal en su versión más extrema, publicado por Robert Nozick en
1974, y cuya aspiración era devolver al liberalismo su poder de desestabi-
lización original, se titule Anarquía, Estado y utopía. De la misma manera,
Hayek hablaba en 1949 de la necesidad de construir lo que llamaba una
“utopía liberal”, por lo cual entendía un “programa que no sea ni una mera
defensa del orden establecido, ni una especie de socialismo diluido, sino
un verdadero radicalismo liberal que no tema herir las susceptibilidades
de los poderosos (sindicatos incluidos), que no sea demasiado secamente
práctico y que no se limite a lo que hoy parece políticamente posible”.5
Comprender el neoliberalismo no es, por lo tanto, comprender una
realidad económica y social que esté dotada de una materialidad y una ob-
jetividad. Es discernir un proyecto, una ambición jamás consumada y que
necesita reactivarse perpetuamente. Es tener que aprehender algo que es
del orden de la “aspiración”. Foucault va incluso más lejos al definir el libe-
ralismo como una suerte de ética, “de reivindicación global, multiforme,
ambigua, con anclaje a derecha e izquierda”.6 No es algo constituido, que
funcione como una alternativa política a la cual se puede asociar un pro-
grama bien definido o un plan determinado. Constituye algo más difuso:
un humor, un “foco utópico”, un “estilo general de pensamiento, análisis
e imaginación”.7

4
Friedrich Hayek, “Les intellectuels et le socialisme”, op. cit., p. 286.
5
Ibid., p. 292.
6
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París,
Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 224 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica.
Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2007, p. 254].
7
Ibid., p. 225.

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II. El mercado por todas partes

¿Cuál es la naturaleza de la utopía neoliberal? ¿Qué acción transfor-


madora pretenden llevar a cabo sus autores? ¿Qué visión de la sociedad
promueven? A primera vista, todo esto es bastante simple de enunciar:
lo esencial del proyecto neoliberal consiste en establecer una verdadera
mercantilización de la sociedad. Para esos teóricos, el objetivo es claro:
hay que construir una nueva sociedad donde impere la competencia. La
única forma de organización social válida es el mercado. El contrato y el
intercambio interindividual deben valorarse contra todos los demás ti-
pos de relaciones humanas y contra los modos alternativos de asignación
de los recursos.
Esta utopía mercantil, esta ambición de difundir el mercado por to-
das partes, constituye una de las razones por las cuales las relaciones entre
el liberalismo clásico (Smith, Ricardo, Say) y el neoliberalismo no pueden
pensarse en términos de continuidad y linealidad. En efecto, entre estas
dos tradiciones hay, en relación con ese punto, ruptura y discontinuidad:
cada una de ellas promueve concepciones distintas del mercado, de su
lugar en la sociedad y, más importante aún, de la relación entre la racio-
nalidad económica y el Estado.1
El liberalismo clásico del siglo xviii, uno de cuyos principales repre-
sentantes fue Adam Smith, se desplegaba, en efecto, bajo la consigna

1
Véase Wendy Brown, Les Habits neufs de la politique mondiale. Néolibéralisme et néo-
conservatisme, trad. de Christine Vivier con la colaboración de Philippe Mangeot e Isabelle
Saint-Säens, París, Les Prairies Ordinaires, 2007.

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la última lección de michel foucault

del laissez-faire. Se trataba de restringir la intervención del Estado, de


fijarle una serie de límites para despejar un espacio “libre” donde los
mecanismos del mercado pudieran actuar sin coacciones externas. En la
gubernamentalidad liberal encontramos así, por un lado, el mercado y
la racionalidad económica, y por otro, el Estado y la racionalidad polí-
tica, y toda la apuesta consiste en decir al Estado: “A partir de tal límite,
cuando se trate de tal o cual cuestión y cruzadas las fronteras de tal do-
minio, no intervendrás más”.2
El neoliberalismo, por su parte, es muy diferente, y su proyecto es
mucho más radical. Para discernir sus características, Foucault se apoya
en dos tradiciones: el ordoliberalismo alemán de la posguerra, reunido en
torno de la revista Ordo (Walter Eucken, Franz Böhm), y los economis-
tas de la Escuela de Chicago (Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Gary
Becker). A su entender, esta concepción no pretende en absoluto disponer
un espacio específico y propio para el mercado, que coexista además con
otras racionalidades y sobre todo con la razón de Estado. Al contrario,
aquí se trata de difundir el mercado por todas partes. Los mecanismos
competitivos no deben quedar circunscriptos a ciertos sectores. Deben
extenderse a toda la sociedad; deben cumplir su papel regulador lo más
ampliamente posible, en la mayor cantidad de sectores del mundo social.
La utopía neoliberal es incorporar el máximo de realidades a un entra-
mado mercantil.
Esta ambición de erigir en ley la ley del mercado y someter a ella el
conjunto de los aspectos de la vida en sociedad explica por qué el neo-
liberalismo no se reconoce en la doctrina clásica del laissez-faire. Puesto
que, para realizarse, la utopía neoliberal supone el establecimiento de un
verdadero intervencionismo político y jurídico, que por otra parte no es,
insiste Foucault, “menos dens[o], menos frecuente, menos activ[o], me-
nos continu[o] que en otro sistema”.3 Pero ese intervencionismo tiene de
específico el hecho de no apuntar en absoluto a “corregir” el mercado,
oponer a la racionalidad económica una racionalidad social o política,

2
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París,
Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 120 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica.
Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007,
pp. 148 y 149].
3
Ibid., p. 151 [179].

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el mercado por todas partes

obstaculizar el funcionamiento normal de la competencia mediante la


invocación de exigencias éticas, morales o de justicia social. Al contra-
rio, su meta es ponerse al servicio de la forma mercado, trabajar en su
desarrollo y su institución generalizada. El neoliberalismo querría trans-
formar la sociedad por medio de una verdadera “política de la compe-
tencia” destinada a la propagación integral de la forma mercado:

[El gobierno neoliberal] debe intervenir sobre la sociedad misma en su tra-


ma y su espesor. En el fondo —y es aquí que su intervención va a permitirle
alcanzar su objetivo, a saber, la constitución de un regulador de mercado
general sobre la sociedad—, tiene que intervenir sobre esa sociedad para
que los mecanismos competitivos, a cada instante y en cada punto del espe-
sor social, puedan cumplir el papel de reguladores.4

Esta acción afecta, como es obvio, todos los sectores del mundo social,
en primera fila de los cuales está el Estado. El liberalismo clásico man-
tenía una frontera entre lo económico y lo político y autorizaba debido
a ello una forma de coexistencia pacífica entre la racionalidad mercan-
til y la racionalidad política (con tal de que cada una se quedara en su
lugar). El neoliberalismo, a la inversa, pretende subordinar la raciona-
lidad política (y todos los demás dominios de la sociedad) a la racio-
nalidad económica. El Estado se pone bajo la vigilancia del mercado;
debe gobernar no solo para el mercado, sino asimismo en función de lo
que impone la lógica mercantil:

Para el neoliberalismo, el problema no era para nada saber —como en el


liberalismo del tipo de Adam Smith, el liberalismo del siglo xviii— cómo
podía recortarse, disponerse dentro de una sociedad política dada, un espa-
cio libre que sería el del mercado. El problema del neoliberalismo, al con-
trario, pasa por saber cómo se puede ajustar el ejercicio global del poder
político a los principios de una economía de mercado. En consecuencia, no
se trata de liberar un lugar vacío sino de remitir, referir, proyectar en un arte
general de gobernar los principios formales de una economía de mercado.5

4
Ibid. [179].
5
Ibid., p. 137 [157].

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la última lección de michel foucault

Según Foucault, ese sistema es absolutamente específico porque, en este


caso, la legitimidad del Estado y sus actos no deriva de un principio autó-
nomo y propio. Es la economía la que funda la política y determina las
formas y la naturaleza de la intervención pública.

38

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III. La justificación “científica” del mercado

En muchos aspectos, una de las principales explicaciones de la hostilidad


suscitada por la corriente neoliberal radica en esa adhesión a la forma
mercado y en su voluntad de difundirla, instituirla y aplicarla a todos los
dominios; para decirlo en pocas palabras, en su idea un poco loca de pen-
sar una sociedad donde imperen la lógica competitiva y la racionalidad
mercantil. A menudo basta con mencionar este aspecto para provocar de
inmediato una especie de pavor y la expresión de reacciones indignadas.
En efecto, existe —y de manera sumamente extendida— una forma
de hostilidad al “mercado”. En el inconsciente colectivo, y sobre todo a
la izquierda del espacio intelectual, el “mercado” es un término intensa-
mente desvalorizado. A tal punto que, en el debate, uno de los instrumen-
tos polémicos de más amplia utilización para desacreditar o descalificar
una idea, una reivindicación, una reforma, etc., consiste en afirmar que
se inscribe en la “lógica del mercado”, es decir, en una lógica liberal, sin
que se entienda muy bien por qué la “lógica del mercado” ha de encarnar
una realidad tan negativa.
Pensar la positividad del neoliberalismo exige liberarse de ese tipo
de reflejos. Hay que interrogarse de manera más sutil sobre las razones
por las cuales los intelectuales neoliberales adhieren con tanto vigor a la
forma mercado: ¿por qué hacen de este modo particular de organización
el único posible e incluso, para decirlo con más exactitud, el único vale-
dero? ¿Qué es, a sus ojos, lo tan precioso e irremplazable en el mercado,
para ver en él un dispositivo que sería menester extender a toda la socie-
dad y todos los sectores posibles?

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la última lección de michel foucault

Es cierto, podemos deshacernos con facilidad de tales problemas si


afirmamos que el mercado es el instrumento de la explotación económi-
ca, de la que los neoliberales serían partidarios. En esta óptica, la teoría
neoliberal no sería otra cosa que la ideología de la clase dominante y, en
definitiva, defendería el mercado a fin de defender —y hasta de incre-
mentar— los privilegios adquiridos por quienes tienen interés en la per-
petuación del sistema actual.
Esta representación no me parece muy interesante. En primer lugar
porque reduce de manera demasiado brutal la teoría neoliberal a objeti-
vos económicos y sociales. De ese modo, propone una interpretación re-
ductiva (y banal) de una tradición que también es, no hay que olvidarlo,
una gran tradición intelectual, una contribución al debate en el campo
de la sociología, la economía, la filosofía, etc. Cuando se describe al neo-
liberalismo con los rasgos de una pequeña doctrina económica de clase,
desaparece toda su dimensión conceptual.
Pero, en especial, presentar el mercado como la ideología de la cla-
se dominante es leer a los teóricos neoliberales en función de un siste-
ma teórico contra el cual ellos se definen. Es mirarlos desde un punto de
vista exterior. Es aplicarles categorías que ellos pretenden deshacer. Está
claro que, a priori, una actitud como esa no es ilegítima. No obstante, ha
impedido comprender la singularidad de ese paradigma, los nuevos tipos
de problemas planteados por él y las nuevas maneras de plantearlos. La
ambición de Foucault sería antes bien esforzarse por ponerse en el lugar
de esos autores para captar su visión del mundo.
Foucault menciona desde luego, puesto que es indispensable, el ar-
gumento más difundido y conocido que los neoliberales utilizan para
justificar el mercado y la idea de que los mecanismos competitivos de-
berían estar inscriptos en el centro mismo del funcionamiento de la
sociedad. Con mucha frecuencia, su argumento principal se presenta
como de naturaleza técnica. Lo han formulado diferentes escuelas: la es-
cuela austríaca, de Carl Menger y Ludwig von Mises a Friedrich Hayek,
pero también la escuela marginalista (Walras, Jevons, Marshall, etc.).
Dicho argumento se apoya en el razonamiento económico para afirmar
que ese modo específico de asignación de los recursos sería el que exhi-
be la mayor eficacia. A corto o mediano plazo, cualquier otro modelo de
organización de la producción y el reparto de las riquezas se revelaría
menos productivo: el comunismo, el intervencionismo, el dirigismo, el

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la justificación “científica” del mercado

monopolio; todos estos sistemas, que tienen por característica común la


de poner trabas al juego descentralizado de los mecanismos mercantiles
y el ajuste libre de los precios en función de las variaciones de la ofer-
ta y la demanda, llevarían necesariamente a una “pérdida de eficiencia”,
una “destrucción de riqueza colectiva”, una baja del bienestar privado o
social, en comparación con lo que permitiría obtener el equilibrio com-
petitivo (al margen de algunos casos excepcionales y locales). En con-
secuencia, el mercado aparece aquí como una técnica de coordinación
entre otras, pero que tendría la característica de ser la más eficiente. En
la síntesis que propone de la obra de Hayek, Catherine Audard escribe,
por ejemplo:

Hayek es sin lugar a dudas el pensador moderno que mejor comprendió


que la incapacidad del comunismo para rivalizar con el capitalismo no se
debe a que sea moralmente inferior, sino a que es ineficaz porque no en-
tiende la naturaleza de los procesos económicos. No es el planificador sino
el empresario quien está mejor situado para discernir los procesos econó-
micos, porque los comprende “desde adentro” y recibe permanentemente la
información necesaria por intermedio del mercado y el sistema de precios.1

Resulta fácil, a no dudar, comprender por qué los neoliberales hacen hin-
capié en este tipo de argumento: pueden dar así a su política una autori-
dad científica. Todo sucede aquí como si la discusión sobre el mercado
fuera de orden puramente técnico. Se trataría simplemente de evaluar de
manera objetiva la eficacia relativa de los diferentes sistemas económicos
posibles. Por lo tanto, y en contra de las apariencias o de lo que suele de-
cirse de él, el neoliberalismo no sería una ideología. Contaría con funda-
mentos científicos y solo restaría inclinarse frente a la lógica implacable
del razonamiento matemático.
En muchos aspectos, entonces, esta forma de adosar el discurso neo-
liberal a una retórica y una argumentación científicas se emparienta, en
los teóricos de esta corriente, con una operación estratégica. Se trata de
ejercer efectos de intimidación: esta doctrina tendría la ciencia de su

1
Catherine Audard, Qu’est-ce que le libéralisme? Éthique, politique, société, París, Ga-
llimard, 2009, pp. 374 y 375. Véase también Roger Guesnerie, L’Économie de marché, ed.
actualizada y aumentada, París, Le Pommier, 2006.

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la última lección de michel foucault

lado, y las teorías alternativas deberían resolverse a aceptar la evidencia


de las cifras. Tal vez se trate también de desdramatizar la reflexión sobre
el mercado, escapar a las fantasías que suscita, haciendo como si solo
fuera cuestión de comparar tranquilamente la optimalidad relativa de los
diferentes mecanismos de asignación de los recursos, de modo que la
violencia que provocan los escritos neoliberales no tendría razón de ser.
En Nacimiento de la biopolítica, Foucault no da mucha cabida a ese
aspecto del razonamiento neoliberal. Se interesa más en la manera como
la reflexión sobre la forma mercado entra en resonancia con toda una
serie de apuestas políticas, éticas, filosóficas, etc. Precisemos no obstan-
te que no se trata aquí de oponer las consideraciones “técnicas” o “eco-
nómicas” a las preocupaciones “teóricas”. Una de las especificidades del
neoliberalismo es, en efecto, hacer que esas dimensiones sean insepara-
bles y estén ineludiblemente ligadas una a otra: muchas veces, al plan-
tear problemas técnicos esos autores se ven en la necesidad de ocuparse
de problemas políticos, sociales, éticos, etc. Hay algo así como una lógi-
ca productora del razonamiento económico que lleva a quienes la ma-
nejan a salir de la economía. Por consiguiente, desde el punto de vista
de la teoría social o la filosofía política, lo que está en juego en el neoli-
beralismo se inscribe en un mismo sistema, un mismo dispositivo que lo
que está en juego en él desde un punto de vista económico o “científico”.
Estamos ante las dos caras de una misma actividad. De modo que no es
una casualidad que en los escritos del autor que probablemente haya ido
más lejos que nadie en la defensa del neoliberalismo como técnica social
dotada de la mayor eficacia, Friedrich Hayek, encontremos los avances
teóricos más profundos y radicales acerca de lo que puede significar el
pensamiento neoliberal, y podríamos hacer una observación análoga res-
pecto del economista Gary Becker.

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IV. De la pluralidad

La representación tradicional de la filosofía neoliberal se apoya en la


idea de que se trataría de una doctrina que pone en su centro el valor de
la libertad y, asociados a él, los valores de la propiedad privada y los de-
rechos naturales. La preocupación de esta corriente sería defender la so-
beranía de cada individuo sobre su cuerpo y su propiedad. Esta defensa
puede asumir, por supuesto, diferentes formas. Se la ejerce de manera
más o menos radical, más o menos vigorosa. Pero todas las versiones
se inscribirían, no obstante, en un dispositivo conceptual común que
plantea ante todo el principio de una legitimidad plena y cabal de cada
quien para utilizar lo que posee como mejor le parezca, y que descalifica
a continuación como ilegítimas e injustificables las acciones tendientes a
restringir ese uso. El liberalismo y el neoliberalismo configurarían así el
concepto de “libertad” como el instrumento privilegiado de su crítica
radical de las instancias que, según ellos, tienden a violar los derechos
de propiedad de los individuos; entre esas instancias está en primer lu-
gar el Estado, cuyo intervencionismo económico y social desembocaría
necesariamente en la multiplicación de mecanismos coercitivos (el im-
puesto, la regulación, etc.). La defensa del mercado se inscribiría pues en
un marco más general de defensa de la libertad: es indiscutible, además,
que los neoliberales siempre presentaron la libertad económica como
una libertad política tan importante como las demás.1

1
Véase por ejemplo Milton Friedman, “Liberté économique et liberté politique”, en Ca-
pitalisme et liberté, trad. de A. M. Charno, París, Robert Laffont, 1971, pp. 21-37 [trad. esp.:

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la última lección de michel foucault

En apoyo de esta representación podemos mencionar el hecho de


que la mayoría de los grandes libros de esta tradición se afirman en su
título mismo como meditaciones sobre el concepto de libertad, desde
De la libertad de John Stuart Mill hasta los Cuatro ensayos sobre la liber-
tad, recopilación de los principales ensayos de Isaiah Berlin, pasando
por Los fundamentos de la libertad de Hayek y La ética de la libertad de
Murray Rothbard, uno de los teóricos de la doctrina libertaria y anar-
cocapitalista.
El gesto de Foucault va a consistir en recusar esa representación,
relativizar el lugar que ocupa el concepto de libertad —y por ende, tam-
bién el de “derecho natural”— en el pensamiento neoliberal, y proponer
una visión alternativa de esta tradición. Foucault sostiene, en efecto, que
el concepto central del enfoque neoliberal no es el de libertad sino el de
pluralidad. El valor de libertad cumple desde luego un papel importan-
te, pero a menudo subordinado, secundario en relación con la noción de
pluralidad: con frecuencia, la función de aquella es servir a esta. En otras
palabras, el neoliberalismo debe concebirse como una meditación sobre
la multiplicidad, una reflexión sobre la sociedad que sitúa en su centro el
tema de la pluralidad. La especificidad de ese paradigma estriba en que
nos fuerza a preguntarnos lo que implica y quiere decir vivir en una so-
ciedad compuesta de individuos o grupos que experimentan modos de
existencia diversos.
En ese marco hay que comprender el lugar asignado a la forma mer-
cado. Según los neoliberales, esta constituye en efecto el único modo de
regulación adaptado a una característica esencial de las sociedades con-
temporáneas, que es la diversidad fundamental de los sectores de acti-
vidad y la pluralidad de las formas de existencia. Más aún: una vez que
nos situamos del lado de la diversidad, de la pluralidad, de la innova-
ción social, no podemos sino abogar por un desarrollo de la lógica mer-
cantil contra todas las otras modalidades de organización, en primera
fila de las cuales está la lógica de Estado.
Entre quienes defendieron esta concepción está Friedrich Hayek.
Para él, la característica fundamental de la sociedad moderna es su hetero-
geneidad. La industrialización generó un movimiento masivo de división

“La relación entre libertad económica y libertad política”, en Capitalismo y libertad, Ma-
drid, Rialp, 1966].

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de la pluralidad

del trabajo. La especialización produjo una proliferación de los sectores


de actividad. El mundo contemporáneo está más diferenciado que el
mundo antiguo. Y la consecuencia de esa situación sería la imposibili-
dad de una administración centralizada de la economía:

El control y el dirigismo no presentan dificultades en una situación lo bas-


tante simple para permitir a un solo hombre o un solo consejo abarcar to-
dos los sucesos. Pero cuando los factores que deben considerarse se tornan
tan numerosos que es imposible tener una visión sinóptica de ellos, entonces
—pero solo entonces— se impone la descentralización.2

El Estado y la administración pretenden sustituir al mercado en nombre


del interés general, el bien común, el bienestar social… Pero ¿qué sentido
tienen esos valores en un mundo diverso? ¿Cómo concebir un plan “co-
lectivo” en el cual se reconozcan todos los individuos? ¿Cómo pretender
poseer un código moral completo y universalmente válido o seguir una
dirección en la cual todo el mundo quiera ir? “Ninguna mente podría
abarcar la infinita variedad de necesidades diversas de individuos diver-
sos que se disputan los recursos disponibles y atribuyen una importancia
determinada a cada uno de ellos.”3 Es esta imposibilidad fundamental de
fabricar un conocimiento “total”, de construir una visión unificadora
de la sociedad, la que explica por qué la única actitud concebible sería el
rechazo de todo control centralizado y la promoción de la lógica mer-
cantil, que deje a los individuos libres en su accionar y no los dirija. La
filosofía neoliberal, concluye pues Hayek, parte del

hecho indiscutible de que los límites de nuestra facultad de imaginación no


permiten incluir en nuestra escala de valores más de un sector de las ne-
cesidades de la sociedad entera y, como las escalas de valores, en sentido
estricto, no pueden existir más que en la mente de los individuos, solo hay
escalas de valores parciales, escalas inevitablemente diversas y a menudo
incompatibles.

2
Friedrich Hayek, La Route de la servitude, trad. de Georges Blumberg, París, Presses
Universitaires de France, 1985, p. 42 [trad. esp.: Camino de servidumbre, Madrid, Alianza,
2000].
3
Ibid., p. 49.

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Por esta razón, es preciso “dejar que el individuo, dentro de determi-


nados límites, tenga la libertad de ajustarse a sus propios valores y no a
los de otro, y que sus fines sean todopoderosos y escapen a la dictadura
de los otros”.4

4
Friedrich Hayek, La Route de la servitude, op. cit., p. 49.

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V. Sociedad, comunidad, unidad

Al imponer la idea de que la reflexión sobre la sociedad debe poner


en primer plano las nociones de “diversidad” y “multiplicidad” y fijarse
como meta la invención de dispositivos que permitan proteger y hacer
proliferar las diferencias, el neoliberalismo persigue un objetivo teórico
bien preciso. Pretende encarnar una ruptura con el conjunto de las co-
rrientes intelectuales que se afanan en construir una visión “monista” del
mundo social. En ese sentido, el enemigo principal del neoliberalismo no
ha sido, como se cree con demasiada frecuencia, el socialismo o el mar-
xismo o, en términos más generales, los programas dirigistas y colectivis-
tas. Es cierto, estas doctrinas fueron a menudo los blancos de sus ataques
más violentos. Pero la polémica incesante contra las corrientes anticapi-
talistas fue un obstáculo para la comprensión del pensamiento neoliberal.
El objeto de la oposición incesante del neoliberalismo, aquello con-
tra lo cual este se levantó con más fuerza y constancia, es una actitud fi-
losófica más general, que vemos plasmada en escuelas, países o períodos
distintos, pero que, según sus defensores, tiene su verdadero nacimiento
en el pensamiento de la Ilustración: la actitud consistente en promover
una percepción unificante o unificadora de la sociedad a través de la
valoración de todo lo que concierne a lo “común”, lo “colectivo”, lo “ge-
neral”, en detrimento de lo que está en la órbita de lo individual, lo par-
ticular, lo local.
Para los neoliberales, una pulsión autoritaria y conservadora ani-
ma la filosofía política tradicional. Esta construye en forma sistemáti-
ca una teoría de la soberanía política y del derecho en el marco de una

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la última lección de michel foucault

fijación obstinada con la pluralidad y la diversidad. Como si, para que la


sociedad sea “posible”, para constituir un “cuerpo político” digno de ese
nombre, siempre fuera necesario inventar dispositivos que regulen y en-
marquen la pluralidad social, a fin de limitar la multiplicidad de modos
de existencia y lograr, con ello, producir orden, unidad y colectividad. En
resumen, según los neoliberales, la teoría social siempre es totalizadora. Y
es incapaz de imaginar lo que sería una sociedad auténticamente plural.
Paradójicamente, serían las filosofías del contrato las que mejor ilus-
tran esta postura, de Rousseau a Rawls pasando por Kant. Estos autores
habrían impuesto una manera bien específica de plantear el “problema”
del orden social o, mejor, de constituir justamente el orden social como
un “problema”: se postula en primer lugar la existencia de individuos di-
ferentes, con vidas separadas e intereses potencialmente contradictorios.
Y no bien se empiezan a sacar conclusiones de ello aparece un dilema:
¿cómo hacer posible la cooperación social? ¿Cómo instituir algo que sea
la “sociedad” y esté dotado de cierta coherencia? “Contrato social” es el
nombre dado a esta institución a la que se atribuye unificar la sociedad y
hacer surgir de lo “general” un marco reconocido por todos e irreductible
a los intereses “particulares”.
En ese sentido, hay que insistir en el hecho de que los teóricos neo-
liberales formulan una reinterpretación de la filosofía del contrato y la
Ilustración. En efecto, a menudo se asocia esta tradición a la lucha contra
el particularismo étnico, racial o cultural. Ella afirmaría la superioridad
del universalismo contra el influjo de las pertenencias locales en nom-
bre de los valores de la autonomía personal, la libertad individual y la
igualdad formal. Ahora bien, en realidad los neoliberales ven en el pen-
samiento de la Ilustración otra manera de instituir la comunidad. Ese
pensamiento liberaría a los individuos de las comunidades naturales para
mejor someterlos a un nuevo tipo de colectivo: la comunidad política.
Para mostrarlo, los neoliberales llevan a cabo una deconstrucción
del concepto central de ese paradigma, el de autonomía: en efecto, ¿qué
significa para la Ilustración, sobre todo en Rousseau o en Kant, ser au-
tónomo? No es ser independiente o estar libre de trabas (conforme a la
definición que Isaiah Berlin da de la representación liberal de la libertad
como mera no interferencia o “libertad negativa”). Ser autónomo es no
querer obedecer a las propias pulsiones, pasiones, inclinaciones natura-
les. La autonomía es el “apartamiento exitoso respecto […] de las fuerzas

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sociedad, comunidad, unidad

de las que yo mismo no sea responsable”. En ese marco, la “libertad” se


concibe como el acto consistente en “darme a mí mismo órdenes a las
que obedezco porque soy libre de actuar como quiera”.1 En otras pala-
bras, al sujeto de la Ilustración no le gusta elegir por elegir, no le gusta
la elección como tal: siempre está a la búsqueda de la buena elección. Es
libre si y solo si se da por ley su ley “verdadera”, su “verdadera voluntad”
(esta es la concepción de la “libertad positiva”).2 Ahora bien, es precisa-
mente la comunidad política la que va a concebirse en este caso como la
instancia de elaboración de esa ley superior que, según se supone, todo
ser racional debe querer y reconocer como suya. Tal como escribe Isaiah
Berlin, “la autodeterminación individual se convierte ahora en la au-
torrealización colectiva, y la nación, en una comunidad de voluntades
unidas en busca de la verdad moral”.3 Sin duda hay por lo tanto una afi-
nidad de principios entre el pensamiento de la Ilustración y la noción de
comunidad, porque, a través del concepto de autonomía, la libertad se
concebirá como sometimiento a la voluntad de la nación.
Los análisis de Rousseau en El contrato social son célebres. Rousseau
supone un estado en el cual los hombres deben enfrentar obstáculos per-
judiciales para su conservación: el estado primitivo, el estado de natu-
raleza, en el que los individuos evolucionan de manera separada, ya no
es viable. Pone en peligro la especie y la supervivencia de cada cual. Por
esa razón, los hombres están obligados a unirse. Es preciso pues instituir
un pueblo, lo cual supone, según Rousseau, salir del estado de indivi-
duos tomados en forma aislada para dar nacimiento a una “comunidad”.
Y toda la apuesta del contrato social es “demostrar” que la condición de
constitución de dicha comunidad política es un acto de represión de las
“divergencias”. El contrato social no es, en sentido estricto, un contrato:
es el nombre dado por Rousseau a un momento en que los individuos

1
Isaiah Berlin, En toutes libertés. Entretiens avec Ramin Jahanbegloo, trad. de Gérard
Lorimy, París, Le Félin, 2006, p. 114 [trad. esp.: Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbe-
gloo, Madrid, Anaya y Mario Muchnik, 1993]. Sobre la oposición entre “libertad negativa”
y “libertad positiva”, véase, del mismo autor, Liberty. Incorporating Four Essays on Liberty,
Oxford, Oxford University Press, 2002 [trad. esp.: Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid,
Alianza, 1998]. El lector también puede remitirse a los trabajos de Quentin Skinner, en es-
pecial La Liberté avant le libéralisme, trad. de Muriel Zagha, París, Seuil, 2000 [trad. esp.:
La libertad antes del liberalismo, México, cide y Taurus, 2006].
2
Isaiah Berlin, En toutes libertés, op. cit., p. 60.
3
Ibid., p. 125.

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la última lección de michel foucault

renuncian a lo que los define como particulares y parciales —es decir,


a lo que los separa y los distingue a los unos de los otros— para cons-
tituirse como individuos “morales”, “comunitarios”, que se asignan como
voluntad la voluntad “general”. En consecuencia, un cuerpo social solo
es aquí posible y hasta pensable a partir del momento en que un marco
viene a sustituir la ley de la individualidad por la de la comunidad. El
surgimiento de un pueblo supone un acto de fundación por medio del
cual el interés y la voluntad “generales” destruyen el juego de los intere-
ses particulares:4

Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es de su esencia, encontra-


remos que queda reducido a los términos siguientes: “Cada uno pone en
común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad
general; y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisi-
ble del todo”. Este acto de asociación convierte al instante la persona parti-
cular de cada contratante en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de
tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo
acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que
se constituye así, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo
el nombre de Ciudad y hoy el de República o cuerpo político, al que sus
miembros denominan Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo,
Potencia en comparación con sus semejantes. En cuanto a los asociados,
toman colectivamente el nombre de Pueblo y particularmente el de ciuda-
danos como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos por estar some-
tidos a las leyes del Estado.5

En este pasaje se advertirá con claridad que el tema de la unidad, la co-


munidad, la generalidad, contra la diversidad y la particularidad, es un

4
Véase Louis Althusser, Politique et histoire, de Machiavel à Marx. Cours à l’École
Normale Supérieure. 1955-1972, París, Seuil, 2006 [trad. esp.: Política e historia: de Maquia-
velo a Marx. Cursos en la Escuela Normal Superior, 1955-1972, Buenos Aires, Katz, 2007].
5
Jean-Jacques Rousseau, Du Contrat social, París, Flammarion, 1992, pp. 39 y 40 [trad.
esp.: El contrato social, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1984, pp. 21 y
22 (trad. modificada)]. Véase también Ernst Cassirer, Le Problème Jean-Jacques Rousseau,
trad. de Marc Buhot de Launay, París, Hachette Littératures, 2006 [trad. esp.: “El problema
de Jean-Jacques Rousseau”, en Rousseau, Kant, Goethe. Filosofía y cultura en la Europa del
Siglo de las Luces, México, Fondo de Cultura Económica, 2007].

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sociedad, comunidad, unidad

aspecto insistente de la retórica de Rousseau y su concepción del orden


político social y de lo que hace que una sociedad merezca llamarse tal.
Esta concepción de la sociedad como cuerpo cuya formación su-
pone “la unanimidad al menos una vez”, es decir, el acuerdo y el con-
senso, y que se presenta como entidad supraindividual destinada a
unificar las conciencias particulares, vuelve a encontrarse en términos
casi idénticos en Kant. En efecto, en la Fundamentación de la metafísica
de las costumbres este enuncia la idea de que la construcción de un “pue-
blo” supone la instauración de una “constitución” destinada a “reunir” la
“multitud” de los hombres. La cosa pública, en consecuencia, se piensa
una vez más como una instancia de unificación destinada a instaurar
el reino del “interés común de los hombres” contra su particularidad:
“Un Estado es la unificación de una multitud de hombres bajo leyes
jurídicas”,6 escribe así Kant, que en un pasaje también especialmente
explícito agrega:

El conjunto de las leyes que es necesario promulgar universalmente para


producir un estado jurídico es el derecho público. Se trata pues de un sis-
tema de leyes para uso de un pueblo, es decir, de una multitud de hombres
o de una multitud de pueblos que, al mantener relaciones de influencia re-
cíproca, requieren, para ser partícipes de lo que es de derecho, un estado
jurídico obediente a una voluntad que los unifique: una constitución. Este
estado de relación mutua en que se encuentran los individuos en el pueblo
se denomina estado civil, y su todo, en la relación que mantiene con sus
propios miembros, se llama Estado. Este, en razón de su forma o, en otras
palabras, en cuanto su vínculo es el interés común que todos tienen en per-
manecer en estado jurídico, se llama cosa pública.7

La política es la acción consistente en “ordenar” una “muchedumbre de


seres racionales”.8

6
Immanuel Kant, Métaphyisique des mœurs, en Œuvres philosophiques, vol. 3, París,
Gallimard, col. Bibliothèque de la Pléiade, 1986, pp. 577 y 578 [trad. esp.: Fundamentación
de la metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 2005].
7
Ibid., p. 575.
8
Véase Hannah Arendt, Juger. Sur la philosophie politique de Kant, trad. de Myriam
Revault d’Allones, París, Seuil, 1991, p. 36 [trad. esp.: Conferencias sobre la filosofía política
de Kant, Barcelona, Paidós, 2003].

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la última lección de michel foucault

Para terminar esta presentación y esta genealogía de la idea de la política


como ordenamiento, podemos recordar que uno de los últimos represen-
tantes de esta escuela de pensamiento es John Rawls.9 Esta observación
permite además destacar hasta qué punto la tradición “social liberal”
elaborada por el propio Rawls o por Amartya Sen es antagónica con la
doctrina neoliberal, a la vez menos radical y menos interesante que esta.
Puesto que para esos dos autores se trata siempre de preguntarse cómo
conciliar los principios liberales con las exigencias de la cohesión social y
la preservación de la autoridad de la comunidad política. En otras pala-
bras, la posición de Rawls o de Sen podría describirse como un nacional-
liberalismo, porque se funda en la idea de que es necesario poner fin a
la aplicación de los valores liberales en el momento en que estos amena-
cen perjudicar el imperativo de unidad de la nación. En tanto que, para
los neoliberales, esos valores se tornan interesantes precisamente cuando
inducen a poner en cuestión los conceptos de sociedad, unidad, comu-
nidad política (o nacional), y a indagar en la visión sobre la que dichos
conceptos se fundan.
En el autor de Teoría de la justicia encontramos un gesto y una ma-
nera de plantear los problemas que son análogos a los de Rousseau y
Kant. Es cierto, Rawls afirma que el pluralismo constituye el punto de
partida de un análisis liberal. Pero, justamente, es el punto de partida y
no de llegada. En otras palabras, es lo que, a continuación, toda la teo-
ría de la justicia como equidad va a tener que contener, a la búsqueda de
un dispositivo que, a pesar de ese pluralismo, permita unificar y ordenar
la sociedad: lo que Rawls llama una “estructura básica” o un “consenso
mínimo”. En consecuencia, una vez más, el problema del orden social
y político termina por ser aquí el de saber cómo “agrupar” a individuos
profundamente divididos, cómo encontrar una base de “consenso” a des-
pecho de la diversidad de intereses y creencias: “El liberalismo político se
pregunta cómo es posible una sociedad estable y justa cuyos ciudadanos

9
Como es obvio, también podríamos haber mencionado a Jürgen Habermas, quien,
por ejemplo en Droit et démocratie. Entre faits et normes, trad. de Rainer Rochlitz y Chris-
tian Bouchindhomme, París, Gallimard, 1997 [trad. esp.: Facticidad y validez. Sobre el dere-
cho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Madrid, Trotta,
1998], presenta el derecho como una instancia de integración y cohesión, de construcción
procedimental de la “reciprocidad” en un mundo diferenciado.

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sociedad, comunidad, unidad

libres e iguales están, no obstante, profundamente divididos”.10 Y Rawls


habla a continuación el lenguaje del orden y la unidad, característico de
ese modo de análisis y esa episteme. Querría, en efecto, determinar

cómo puede la sociedad democrática bien ordenada por la teoría de la jus-


ticia como equidad establecer y preservar su unidad y su estabilidad, ha-
bida cuenta del pluralismo razonable que la caracteriza. En una sociedad
semejante, una sola doctrina general razonable no puede garantizar la base
de la unidad social y proporcionar el contenido de la razón pública para
las cuestiones políticas fundamentales. Así, si queremos comprender cómo
puede unificarse una sociedad bien ordenada, debemos introducir otra idea
básica del liberalismo político para acompañar la idea de una concepción
política de la justicia, a saber, la idea de un consenso traslapado de doctrinas
generales razonables.11

10
John Rawls, Libéralisme politique, trad. de Catherine Audard, París, Presses Universi-
taires de France, col. Quadrige, 1995, p. 171 [trad. esp.: Liberalismo político, México, Fondo
de Cultura Económica, 1995].
11
Ibid. Es sorprendente comprobar que incluso un autor como Will Kymlicka, a pesar
de abogar por una nueva concepción de la ciudadanía en la era multicultural, que abra el
camino al establecimiento de derechos particulares para las minorías, no deja de insistir en
que ese dispositivo no sería una amenaza para la “unidad nacional”. Por inscribir su pro-
yecto en la filosofía del contrato y el derecho, Kymlicka se condena a concebir su trabajo
como una reflexión sobre los “lazos que unen”, sobre la “autoridad de la comunidad políti-
ca” y sobre el sentimiento de pertenencia a una “cultura común” (son sus expresiones). Y, a
su juicio, es justamente la redefinición de la ciudadanía que él propone la que podría reno-
var la función “integradora” de esta. Véase Will Kymlicka, La Citoyenneté multiculturelle.
Une théorie libérale du droit des minorités, trad. de Patrick Savidan, París, La Découverte,
2001 [trad. esp.: Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías,
Barcelona, Paidós, 1996].

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VI. Deshacer la sociedad

No cabe duda de que a esa genealogía podría objetársele que los análisis
de Rousseau, Kant, Rawls o Habermas son muy diferentes unos de otros,
que sus conceptos de derecho, Estado, soberanía y pueblo no se pueden
superponer y que hablar a su respecto de familia de pensamiento supon-
dría una simplificación abusiva o cierta descontextualización de las obras.
Pero, para los neoliberales, esas distinciones de contenido no tie-
nen gran importancia. No son pertinentes. Para ellos, lo esencial está en
otra parte. Se trata de situarse en otro nivel, más elevado, y cuestionar lo
que podríamos designar como un programa de percepción, una manera
de conceptualizar la política y problematizar el concepto de sociedad. A
partir de Rousseau y Kant, lo que los neoliberales pretenden examinar
es una actitud, una manera de plantear las cuestiones. A su entender, la
filosofía de la Ilustración se caracteriza ante todo por una fijación obsti-
nada con la pluralidad y la diversidad. La multitud y la individualidad se
conciben en esa filosofía como los aspectos contra los cuales habría que
pensar necesariamente mecanismos, dispositivos o instituciones desti-
nados a producir la unidad, la coherencia, lo común. La filosofía ilumi-
nista sostiene sistemáticamente que la constitución de un “pueblo”, una
“soberanía” o un cuerpo político debe exigir una represión de lo “par-
ticular” por medio de la fabricación de un marco “general” al que los su-
jetos tengan que someterse.
Los teóricos del contrato habrían instalado en el pensamiento con-
temporáneo una obsesión por la unidad y el orden. La voluntad cons-
tante de dar “cohesión” al mundo representaría una de las inspiraciones

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esenciales de la teoría política y social moderna. La encontraríamos en


una serie de discursos de muy diferente naturaleza: ideológicos, tecno-
cráticos, etc. Y la prueba de la influencia ejercida por ese modo de pen-
samiento sería que, aun cuando se construyan contra la filosofía de la
Ilustración, muchas corrientes reconocen no obstante su pertinencia y
lo hacen suyo. Así sucede con la tradición socialista y sociológica, de
Saint-Simon y Durkheim, por ejemplo. Como es evidente, estos autores
tienen pocos puntos en común con Rousseau o Kant, no se representan
de la misma manera la cuestión del sujeto, el derecho, la política, etc.
Pero también en ellos la elaboración del concepto de “sociedad” se afe-
rra a una visión unificadora. Se la pone bajo el signo de la búsqueda de
la integración, la cohesión, la producción del consenso: la colectividad
debe afirmar su influjo regulador contra los fermentos de disolución del
lazo social que encarnarían el individualismo, los movimientos sociales
y la competencia de los intereses particulares.1 Por lo demás, la lectura de
los textos donde Durkheim comenta a Hobbes o Rousseau es particular-
mente instructiva. Es notable constatar que en ellos el autor de El suicidio
acepta y se apropia de la problemática y el marco de análisis plantea-
dos por los filósofos: ¿cómo concebir la solidaridad, los fines comunes e
impersonales, contra las pasiones egoístas y antisociales? Solo difiere la
solución propuesta, porque, para el sociólogo, la sociedad como comu-
nidad no procede de un acto político artificial: es una realidad natural,
sui géneris, que resulta del fenómeno de la asociación entre los hombres.2
La intención de los intelectuales neoliberales es cuestionar ese modo
de análisis. El objetivo que se fijan es indagar en la obsesión por la cons-
trucción de algo que sea del orden de la “comunidad”. Les es comple-
tamente ajena, y hasta peligrosa, la idea de que pensar la sociedad o la
política impone pensar la construcción de una entidad supraindividual,
e implica así, de algún modo, la necesidad de dar existencia a un marco

1
Sobre las afinidades entre las filosofías del contrato y el durkheimismo, véase Didier
Eribon, D’une révolution conservatrice et de ses effets sur la gauche française, París, Léo
Scheer, 2007.
2
Véanse por ejemplo Émile Durkheim, Hobbes à l’agrégation. Un cours de Émile Durkheim
suivi par Marcel Mauss, París, Éditions de l’ehess, 2011 [trad. esp.: Hobbes entre líneas, Buenos
Aires, Interzona, 2014], y, del mismo autor, Le Contrat social de Rousseau, París, Kimé, 2008
[trad. esp.: “El contrato social de Rousseau”, en Montesquieu y Rousseau. Precursores de la
sociología, Madrid, Miño y Dávila, 2001].

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trascendente con respecto a la pluralidad y el juego de los intereses par-


ticulares. En ese sentido, no es exagerado afirmar que estos autores se
esfuerzan de hecho por deconstruir e incluso destruir la noción misma
de “sociedad”, entendida como instancia que reúna a las personas más
allá de su diferencia. (Conviene señalar, claro está, que toda la apuesta con-
siste aquí en mostrar que lo “común” y lo “general” son nociones vacías
de sentido. No se trata en ningún caso de elegir privilegiar lo “particular”
sobre lo “general”, lo “local” sobre lo “global”. Los neoliberales no invierten
los valores, sino que refutan ese sistema de oposición como tal, su perti-
nencia misma o el hecho de que designe una realidad cualquiera. Preten-
den deconstruir ese marco de pensamiento a fin de poner de relieve el
carácter extremadamente problemático de las visiones que instaura y los
peligros que comporta, sobre todo desde un punto de vista político.)
Esto aparece en los textos de Isaiah Berlin consagrados a lo que él
llamaba la “Contrailustración”, es decir, los autores que se definieron
contra los teóricos de la Ilustración y sus herederos. Todo el envite de la
reflexión de Berlin es mostrar hasta qué punto el pensamiento de la Ilus-
tración está obsesionado con una fantasía de “totalidad armoniosa” y la
ambición de establecer una sociedad de seres racionales que persiguen
fines colectivos y comulgan así en una especie de unanimidad. La premisa
fundamental de esta corriente sería que

los hombres están hechos (esto es un axioma, a la vez psicológico y socio-


lógico) para buscar la paz y no la guerra, la armonía y no la discordia, la
unidad y no la pluralidad. Los disensos, los conflictos, la competencia en-
tre seres humanos son en esencia procesos patológicos: puede ser que estas
tendencias sean inevitables en determinada etapa de su desarrollo, pero no
dejan de ser anormales porque no realizan los fines que todos los hombres,
como hombres, tienen forzosamente en común: las metas permanentes y
compartidas que los hacen humanos.3

Según Berlin, el gesto realizado por los autores incluidos bajo el rótulo
de antiiluministas —y a quienes, por esta razón, se calificó de manera

3
Isaiah Berlin, Le Sens des réalités, trad. de Gil Delannoi y Alexis Butin, París, Les Be-
lles Lettres, 2011, p. 166 [trad. esp.: El sentido de la realidad. Sobre las ideas y su historia,
Madrid, Taurus, 2000].

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casi generalizada como conservadores o reaccionarios— consistió en su-


blevarse contra esa obsesión por la unidad, contra esa voluntad de dar
siempre coherencia a la sociedad. Para ellos, la pluralidad del mundo
social y cultural es irreductible; debe constituir un punto de llegada y
no el punto de partida contra el cual deba necesariamente definirse una
teoría política. El “mundo común”, lo “colectivo”, la “voluntad general”,
la búsqueda perpetua de algo que sea del orden de lo “universal” son
mitos, y mitos peligrosos.
Berlin cita en especial a Johann Gottfried von Herder y a Edmund
Burke. Estos se levantaron contra el “monismo” de la Ilustración porque,
a su entender, esta visión presupone por fuerza la posibilidad de encon-
trar una solución única, final, universal a los problemas humanos. Ahora
bien, para los antiiluministas “hay varios ideales que vale la pena perse-
guir, algunos incompatibles con otros”. En ese sentido, la idea de una “so-
lución de conjunto a todos los problemas humanos, que, si tropieza con
resistencias demasiado grandes, puede exigir el recurso a la fuerza para
protegerla, esta misma idea, lleva al derramamiento de sangre y a la in-
tensificación del sufrimiento humano”.4
Así, en Herder encontramos la siguiente afirmación: nunca hay una
única respuesta válida a las grandes preguntas que se hace la huma-
nidad; “las diferentes civilizaciones persiguen objetivos diferentes” y
es “legítimo que lo hagan”.5 Por consiguiente, la reflexión política debe
tomar nota de esa diversidad en lugar de pretender reducirla por me-
dio de sistemas unificadores. “Herder imaginaba diferentes entornos,
diferentes orígenes, diferentes lenguajes, diferentes gustos y diferentes
aspiraciones. Si usted admite que puede haber más de una respues-
ta válida a un problema, esa admisión es en sí misma un gran descu-
brimiento, que conduce al liberalismo y la tolerancia.”6 En el caso de
Burke, la misma intención pluralista desembocó en la puesta en entre-
dicho de la idea de “naturaleza humana universal”. No hay un “hombre
natural” o un “hombre racional” que sea idéntico en todas partes. Hay

4
Isaiah Berlin, En toutes libertés. Entretiens avec Ramin Jahanbegloo, trad. de Gérard
Lorimy, París, Le Félin, 2006, p. 68 [trad. esp.: Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbegloo,
Madrid, Anaya y Mario Muchnik, 1993].
5
Ibid., p. 92.
6
Ibid., p. 96.

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hombres diferentes desde siempre, por sus artes, sus culturas, sus cos-
tumbres, sus gustos, sus caracteres, etcétera.7
Más allá de la polémica específica entre los filósofos iluministas y
los filósofos antiiluministas, Berlin trata de poner de manifiesto el he-
cho de que el espacio intelectual, político e ideológico es el ámbito de
un enfrentamiento entre dos temperamentos, dos actitudes, dos maneras
irreductibles de problematizar lo que significa la noción de sociedad y
comprender la naturaleza de las relaciones interhumanas.

La historia del pensamiento político ha sido, en vasta medida, un duelo en-


tre dos grandes concepciones antagónicas de la sociedad. Por un lado se
encuentran los defensores del pluralismo, de la variedad, de un mercado
abierto a las ideas, un orden de cosas que implica conflictos y la necesidad
constante de conciliación, un orden que está siempre en una situación de
equilibrio imperfecto […]. Por otro lado se encuentran quienes creen que
esta situación precaria es una forma de enfermedad crónica y provisoria,
porque la salud consiste en la unidad, la paz, la supresión de la posibilidad
misma de desacuerdo, el reconocimiento de un solo fin o de una serie de
fines no conflictivos, los únicos racionales, con el corolario de que el de-
sacuerdo racional no puede sino afectar los medios.8

Los representantes de esta segunda tradición son Platón, Spinoza, Hel-


vétius, Rousseau, Fichte e incluso Hegel. Y, según Berlin, Marx también
fue uno de los miembros de esta familia de pensamiento. En contra de
las apariencias, el comunismo no es un pensamiento del conflicto y la
pluralidad; es una de las últimas encarnaciones del monismo en política:
las observaciones de Marx sobre “las contradicciones y los conflictos
inherentes al progreso social son simples variaciones sobre el tema del
progreso ininterrumpido de los seres humanos y el de su síntesis en virtud
de la comprensión y el control de su entorno y de ellos mismos”.9

7
Ibid., p. 97.
8
Isaiah Berlin, Le Sens des réalités, op. cit., p. 168.
9
Ibid.

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VII. Ética liberal y ética conservadora

De hecho, el autor en el cual más se apoya Foucault para reflexionar


sobre el problema de las relaciones entre sociedad, totalización y multi-
plicidad es Friedrich Hayek. El economista austríaco fue, en efecto, uno
de los principales artífices de la deconstrucción neoliberal de los con-
ceptos de la filosofía política, las nociones de “mundo común”, “bien pú-
blico” o “voluntad general”. En su opinión, los discursos que utilizan esas
expresiones están siempre y necesariamente azuzados por pulsiones de
orden y control, una voluntad de orientar las conductas individuales y
una intención de limitar la diversidad de los planes de vida en nombre de
exigencias instituidas como “superiores”.
Hayek dedicó en particular un célebre artículo al uso del término
“social”: en el espacio político o ideológico es habitual valorar y dar realce
a los comportamientos “sociales”, es decir, las conductas en pos del in-
terés general más que del interés particular, y que convergen en el bien
del “pueblo”, la “nación” o la “sociedad”. Ahora bien, según Hayek hay
que desconfiar de esas conminaciones, porque presuponen, de manera
implícita o explícita, la “existencia de metas colectivas” y “colectivamente
reconocidas”:1 en ellas, por lo tanto, la sociedad se piensa como un “todo”.
Más grave aún, esta representación daría origen, por fuerza, a un “deseo”

1
Friedrich Hayek, “Social? Qu’est-ce que ça veut dire?”, en Essais de philosophie, de
science politique et d’économie, trad. de Christophe Piton, París, Les Belles Lettres, 2007,
p. 360 [trad. esp.: “¿Qué es lo ‘social’? ¿Qué significa?”, en Estudios de filosofía, política y eco-
nomía, Madrid, Unión, 2007].

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profundamente autoritario: el de “orientar la acción individual hacia me-


tas y actividades subordinadas a los intereses de la ‘comunidad’”.2 En este
aspecto, esas doctrinas son cualquier cosa salvo neutrales. No valoran lo
universal contra lo local; se hacen cómplices de mecanismos de domina-
ción política e imposición social, al otorgar la “precedencia a ciertos valo-
res” particulares.3 Puesto que lo que llamamos “intereses de la sociedad”
son, casi siempre, los “intereses de la mayoría”.4
Así como Berlin opone dos grandes concepciones antagónicas de la
sociedad, Hayek distingue, a partir de allí, dos grandes éticas políticas.
Y es notable advertir que lo hace desde el punto de vista de su relación
con el orden o el desorden. Está, por un lado, la actitud conservadora,
que caracteriza a los “conservadores” en el sentido tradicional, pero asi-
mismo, dice Hayek, a los socialistas. En este aspecto, Hayek hace además
una observación interesante: en la historia de las ideas es sumamente fre-
cuente ver a los socialistas, con el transcurso de los años, terminar por
ser conservadores y convertirse al conservadurismo. Mucho más escasos
son los que se convierten en liberales. Ahora bien, en su opinión, el he-
cho de que el “socialista arrepentido” encuentre la mayoría de las veces
un “nuevo remanso de paz mental e intelectual en el regazo conserva-
dor”, y no en el “regazo liberal”, no debe nada al azar. Es la demostración
de que existe una afinidad profunda entre el conservadurismo y el socia-
lismo, mientras que el liberalismo obedece a un sistema de valores com-
pletamente distinto.5
En lo esencial, el conservador y el socialista compartirían pulsio-
nes de orden, tendencias al paternalismo y la adoración del poder. Esto
se traduciría sobre todo en su miedo a la novedad, a la innovación so-
cial, a lo inédito: “Uno de los rasgos fundamentales de la actitud con-
servadora es el miedo al cambio, la desconfianza hacia la novedad
como tal, en tanto que la actitud liberal está impregnada de audacia y
confianza, dispuesta a dejar que las evoluciones sigan su curso aunque

2
Friedrich Hayek, “Social? Qu’est-ce que ça veut dire?”, op. cit., p. 357.
3
Ibid., p. 361.
4
Ibid., p. 360.
5
Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, en La Constitution de la liber-
té, trad. de Raoul Audouin y Jaques Garello, con la colaboración de Guy Millière, París,
Litec, 1994 [trad. esp.: “Por qué no soy conservador”, en Los fundamentos de la libertad,
Madrid, Unión, 1991].

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ética liberal y ética conservadora

no pueda preverse a dónde llevarán”. Una de las características esen-


ciales del conservadurismo sería, por consiguiente, una predilección
por la autoridad, pero que adoptará formas diferentes según las tradi-
ciones: los conservadores hacen el elogio de la nación y el nacionalis-
mo, los filósofos de la Ilustración convocan a la subordinación de las
voluntades particulares a la voluntad general, los socialistas pretenden
volver a dar sentido a lo “colectivo” o al “mundo común” contra el in-
dividualismo, etc. Pero lo que se trasluciría en cada uno de esos casos
es una misma fijación obstinada con lo espontáneo, lo que escapa a un
poder regulador; en pocas palabras, una misma intención de contro-
lar la diversidad social e instaurar un punto de vista superior: “El con-
servador no se tranquilizará ni se dará por satisfecho hasta que una
sabiduría superior vigile y supervise los cambios, y él sepa que una au-
toridad está encargada de garantizar que dichos cambios se produzcan
‘en orden’”.6
La ética neoliberal se presenta en oposición a esa inclinación al or-
den. Propone liberar a la teoría y la filosofía políticas de las pulsiones
autoritarias que las atraviesan y que son una exigencia lógica de la vi-
sión unificadora y monista de la sociedad construida por ellas. El neo-
liberalismo se pone del lado del desorden, de la inmanencia, y por lo
tanto del pluralismo. Un mundo neoliberal jamás podrá estar unificado,
totalizado. No se construye en el horizonte de un “lo común” por venir;
se concibe esencialmente plural y por consiguiente animado por lógicas
contradictorias entre sí e irreconciliables:

Cuando digo que el conservador carece de principios, no quiero decir que


esté despojado de convicciones morales. El conservador común y corriente
es, sin disputa, un hombre de convicciones morales muy fuertes. Lo que
quiero decir es que no tiene principios políticos que le permitan trabajar
con personas cuyos valores morales difieren de los suyos en procura de la
elaboración de un orden político donde los unos y los otros puedan obede-
cer a sus convicciones respectivas. Ahora bien, solo la aceptación de prin-
cipios que permitan la coexistencia de diferentes grupos de valores hace
posible la construcción de una sociedad apacible en la que el recurso a la
fuerza sea mínimo. Aceptar esos principios implica que consintamos en

6
Ibid., p. 397.

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tolerar muchas cosas que no nos gustan. Hay unos cuantos valores de los
conservadores que me agradan más que los de los socialistas; pero, a los
ojos de un liberal, la importancia que atribuye personalmente a ciertos ob-
jetivos no es una justificación suficiente para obligar a otro a que también
los persiga.7

Toda la teoría social del neoliberalismo apunta así a desmentir la idea


de la presunta necesidad de un “plan” superior que instaure el “consen-
so” entre los individuos, o un “contrato” fundado en la represión de los
intereses particulares en nombre de exigencias más generales. Es muy
posible imaginar un mundo fundamentalmente plural, que deje expre-
sarse a los diversos modos de existencia y las contradicciones, en lugar
de pretender reprimirlos. Y precisamente en esta perspectiva se inscribe
la utopía de una “mercantilización” de la sociedad: el mercado, en efecto,
se concibe aquí como la instancia que permite el desarrollo de un “orden
espontáneo que deja a los individuos la libertad de utilizar su propio co-
nocimiento en beneficio de sus propias metas”.8 El mercado no es una
organización. No se funda en una idea de armonía, unidad, coherencia.
Está abierto a la heterogeneidad:

En contraste con una organización, un orden espontáneo no necesita ni una


meta ni la aprobación de los resultados concretos que produzca para que
haya un acuerdo sobre su carácter deseable. Como es independiente de toda
meta particular, se lo puede utilizar en la búsqueda de numerosísimas metas
individuales divergentes y hasta opuestas, y nos asistirá en nuestros esfuerzos
en procura de esos fines. Así, el orden del mercado, en particular, no se apoya
en metas comunes.9

Y, según Hayek, es además esta propiedad del mercado de facilitar la


aparición de realidades contradictorias de manera espontánea, incon-
trolable e imprevisible la que explica la resistencia de que es objeto:

7
Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, op. cit., p. 398.
8
Friedrich Hayek, “Les principes d’un ordre social libéral”, en Essais de philosophie…,
op. cit., p. 250 [trad. esp.: “Principios de un orden social liberal”, en Estudios de filosofía…,
op. cit.].
9
Ibid., p. 251; el énfasis nos pertenece.

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ética liberal y ética conservadora

Tomado por sí solo, no hay probablemente ningún factor que contribuya


tanto a la repugnancia de la gente a dejar que el mercado funcione libre-
mente como su incapacidad para comprender que el equilibrio entre oferta
y demanda, exportaciones e importaciones u otros parámetros análogos, se
producirá sin una intervención deliberada.10

10
Friedrich Hayek, “Pourquoi je ne suis pas conservateur”, op. cit.

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VIII. Inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

Deconstruir el conjunto de las visiones totalizadoras del mundo social:


tal es la tarea que se asignan los pensadores neoliberales. Para decirlo
de otra manera, su gran contribución a la historia intelectual consistió
en deshacer uno de los fundamentos implícitos de las teorías sociales y
las filosofías políticas tradicionales, el de dar a la pluralidad y la hetero-
geneidad la figura de una polaridad negativa contra la cual habría que
constituir necesariamente la “soberanía”, la “sociedad”, lo “político”, etc.
La forma mercado brinda la posibilidad de quitar de la reflexión sobre
el mundo toda invocación de una instancia trascendente (ya tome una
forma política, jurídica, sociológica o cualquier otra) que supuestamen-
te unifica y organiza la diversidad social. El neoliberalismo impone la
imagen de un mundo desorganizado por esencia, un mundo sin centro,
sin unidad, sin coherencia, sin sentido.1 Con ello desbarata lo que Didier
Eribon llama “concepciones hegelianas y sintéticas” de la realidad, las
grillas de lectura que no logran pensar la pluralidad y la heterogeneidad
porque siempre buscan alcanzar la “convergencia” o la “alianza”.2

1
En cierta forma, aquí se trata de aplicar al espacio de las conductas la concepción del
mercado libre de las ideas que vale para el espacio de las opiniones, conceptualizado como
una instancia puramente formal abierta a la disputa. Véase Marcela Iacub, De la pornogra-
phie en Amérique. La liberté d’expression à l’âge de la démocratie délibérative, París, Fayard,
2010, p. 102.
2
Didier Eribon, “Réponses et principes”, en French Cultural Studies, vol. 23, núm. 2,
mayo de 2012. Véase también “Les Frontières et le temps de la politique”, intervención en el

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la última lección de michel foucault

En muchos aspectos, es esta empresa de descalificación de los mar-


cos de análisis unificadores lo que sedujo a Michel Foucault. En efecto,
este no deja de insistir, en Nacimiento de la biopolítica, en el hecho de
que la teoría neoliberal anula la posibilidad misma de una mirada “cen-
tral, totalizadora y dominante”.3 Y escribe:

El homo œconomicus es el único oasis de racionalidad posible dentro de un


proceso económico cuya naturaleza incontrolable no impugna la racionalidad
del comportamiento atomístico del homo œconomicus; al contrario, la funda.
Así, el mundo económico es opaco por naturaleza. Es imposible de totalizar
por naturaleza. Está originaria y definitivamente constituido por puntos de
vista cuya multiplicidad es tanto más irreductible cuanto que ella misma ase-
gura al fin y al cabo y de manera espontánea su convergencia. La economía es
una disciplina atea; es una disciplina sin Dios; es una disciplina sin totalidad;
es una disciplina que comienza a poner de manifiesto no solo la inutilidad,
sino también la imposibilidad de un punto de vista soberano, de un punto de
vista del soberano sobre la totalidad del Estado que él debe gobernar.

Y concluye: “El liberalismo, en su consistencia moderna, se inició pre-


cisamente cuando se formuló esa incompatibilidad esencial entre, por
una parte, la multiplicidad no totalizable característica de los sujetos de
interés, los sujetos económicos, y, por otra, la unidad totalizadora del so-
berano jurídico”.4
La manera un poco exaltada como Foucault retoma aquí el tema
neoliberal de la “multiplicidad”, y muestra cómo desemboca en una
concepción de la sociedad liberada de toda trascendencia (la economía
como disciplina atea, sin Dios, sin totalidad, etc.), no puede interpretar-
se como una adhesión tácita del autor de Vigilar y castigar al paradigma
neoliberal.

“Concluding Panel” del coloquio “Sexual nationalisms”, Ámsterdam, 26 a 28 de enero de


2011 (disponible en el sitio de Internet del autor: <http://didiereribon.blogspot.com>).
3
Michel Foucault, Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-1979,
ed. de Michel Senellart bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París,
Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 2004, p. 296 [trad. esp.: Nacimiento de la biopolítica.
Curso en el Collège de France (1978-1979), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2007, p. 332].
4
Ibid., pp. 285 y 286 [325 y 326]; el énfasis nos pertenece.

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inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

En realidad, lo que le interesa es una idea muy fuerte, según la cual


siempre hay una voluntad de control en el fundamento de los discur-
sos totalizadores. Las teorías unificadoras están necesariamente atrave-
sadas por pulsiones de orden. Por su forma misma, reproducen efectos
de poder, de dominación, al convocar por ejemplo a la constitución de
instancias trascendentes. En síntesis, son pensamientos cómplices de la
soberanía.
Si este tema fue tan importante para Foucault, es porque representó
uno de los grandes ejes de su crítica del marxismo (y asimismo, por otra
parte, del psicoanálisis), llevada adelante desde mediados de la década
de 1970. Aquí nos situamos, pues, en el marco de una reflexión sobre el
problema de la resistencia, una interrogación sobre las condiciones de la
elaboración de una crítica radical del funcionamiento del orden social:
¿qué teoría es la más capaz de producir efectos de emancipación? ¿Qué
analítica brinda la posibilidad de comprender de la manera más adecua-
da la mecánica del poder, permitiendo desestabilizarla y frenarla?
La intuición fundamental de Foucault es que el marxismo es una
doctrina insuficiente, por ser insuficientemente crítica. Es cierto, a pri-
mera vista se presenta como una teoría que pone en cuestión los fun-
damentos del orden económico y social y que da instrumentos para
desestabilizarlo, abolirlo y hasta superarlo. Pero el problema esencial del
marxismo es no haber indagado en la forma totalización: hizo suya en
su integridad la ambición de construir una visión unificadora de la reali-
dad, es decir, de reducir lo que pasa en la sociedad a unos cuantos prin-
cipios elementales y predeterminados. Al hacerlo, en el momento mismo
en que esta doctrina pretende suministrar armas contra la dominación,
ejerce a su vez efectos de poder, de autoridad, de censura. Por un lado
porque, por el hecho mismo de adoptar un punto de vista englobador,
es incapaz de cuestionar la idea de soberanía y representa incluso una
de las modalidades posibles del ejercicio de esta. Por otro, porque, al so-
meter la reflexión sobre la sociedad a nuevos “trascendentales”, oculta
necesariamente luchas parciales y realidades minoritarias presentes o ve-
nideras que escapan o escaparán a su grilla de lectura.
Es en su curso del Collège de France de 1976, publicado con el títu-
lo de Defender la sociedad, donde Foucault plantea esta crítica del mar-
xismo y, en términos más generales, de todas las teorías “englobadoras”
(una de cuyas encarnaciones es el psicoanálisis, que, además, es tal vez

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la última lección de michel foucault

la hoy dominante a escala internacional).5 A su entender, uno de los fe-


nómenos más importantes desde los años sesenta —y sobre todo en el
momento de 1968— fue la aparición de una multitud de ofensivas “dis-
persas”, “discontinuas”, “particulares”, “locales”, que apuntaban al fun-
cionamiento de la institución psiquiátrica, la moral o la jerarquía sexual
tradicionales, el aparato judicial y penal, etc.6 Y lo que impresiona a Fou-
cault es la extrema productividad de esos discursos regionales. Menciona
entonces la “sorprendente eficacia de las críticas discontinuas y particu-
lares”. La proliferación de las luchas parciales permitió poner en eviden-
cia “una especie de desmenuzamiento general de los suelos, incluso y
sobre todo de los más conocidos, sólidos y próximos a nosotros, a nues-
tro cuerpo, a nuestros gestos de todos los días”.7
Como es obvio, el autor de Vigilar y castigar no se detiene en esa
constatación. Puesto que en lo que quiere insistir es en el hecho de que
esas críticas locales solo pudieron salir a la luz en el marco de un cues-
tionamiento de las teorías totalizadoras: esas luchas sectoriales surgieron
a través de un combate contra los paradigmas centralizadores. Consis-
tieron en la reaparición de “saberes sometidos” y contenidos históricos
“marginados”, “descalificados”, “sepultados, enmascarados en coheren-
cias funcionales o sistematizaciones formales”: “Los saberes sometidos
son esos bloques de saberes históricos que estaban presentes y enmas-
carados dentro de los conjuntos funcionales y sistemáticos, y que la crí-
tica pudo hacer reaparecer”.8 Foucault se refiere al ejemplo del saber del
psiquiatrizado, el enfermo, el enfermero, el delincuente; en síntesis, ese
“saber de la gente” olvidado por el marxismo y que no es en absolu-
to, aclara, un saber “común, un buen sentido sino, al contrario, un sa-
ber particular, un saber local, regional, un saber diferencial, incapaz de
unanimidad”.9 En otras palabras, todo el desafío radica aquí en poner

5
Michel Foucault, “Il faut défendre la société”. Cours au Collège de France, 1975-1976,
ed. de Mauro Bertani y Alessandro Fontana, bajo la dirección de François Ewald y Alessan-
dro Fontana, París, Gallimard y Seuil, col. Hautes Études, 1997 [trad. esp.: Defender la
sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 2000].
6
Ibid., pp. 6 y 7 [18 y 19].
7
Ibid., p. 7 [20].
8
Ibid. [21].
9
Ibid., p. 9; el énfasis nos pertenece.

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inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

en juego “saberes locales, discontinuos, descalificados, no legitimados,


contra la instancia teórica unitaria que pretende filtrarlos, jerarquizarlos,
ordenarlos”.10
De tal modo, Michel Foucault opone en ese texto dos modos de
producción de la crítica: están, por una parte, los discursos que se efec-
túan en los “términos mismos de la totalidad”, y por otra, las ofensivas
dispersas, no centralizadas, que, para establecer su validez, no necesi-
tan “el visado de un régimen común”.11 Ahora bien, la genealogía y la
arqueología del poder en las sociedades contemporáneas solo pueden
llevarse a cabo y desplegarse en toda su amplitud con la condición de
suprimir la “tiranía de los discursos englobadores”:12 las teorías “tota-
litarias” (la palabra es de Foucault), como el marxismo y el psicoanáli-
sis, tienen un efecto fundamentalmente “inhibidor”. Llevan “de hecho,
[a] un efecto de frenado”. A veces pueden, es cierto, proporcionar ins-
trumentos utilizables en un nivel local, pero justamente a condición de
que la “unidad teórica del discurso qued[e] como suspendida o, en todo
caso, recortada, tironeada, hecha añicos, invertida, desplazada, caricatu-
rizada, representada, teatralizada, etcétera”.13
En el fondo, la idea esencial defendida por Foucault es que, a su vez
y muy a menudo a su pesar, los discursos totalizadores producen necesa-
riamente efectos de sujeción y jerarquización. “Minorizan” a los sujetos
de la experiencia. Ahora bien, la genealogía siempre se situará del otro
lado. Procurará sacar a la luz el reverso de los procesos de totalización.
Se define como una empresa para “romper el sometimiento de los sabe-
res históricos y liberarlos, es decir, hacerlos capaces de oposición y lucha
contra la coerción de un discurso teórico unitario, formal y científico”.14
La elaboración de un pensamiento crítico requiere de tal modo dar-
se los medios de estar a la escucha de las diversas luchas que surgen en
el espacio social, acompañar su irrupción y, por ende, discernirlas en su
singularidad. Hay que adoptar una actitud de apertura a lo inédito y, por
consiguiente, renunciar a las grillas de lectura que inmovilizan la per-
cepción y fijan o predeterminan la mirada que se puede posar sobre el

10
Ibid. [22].
11
Ibid., p. 8 [20].
12
Ibid., p. 9 [22].
13
Ibid., pp. 7 y 8 [20].
14
Ibid., p. 11 [23 y 24].

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la última lección de michel foucault

mundo. Puesto que esas grillas generan efectos de dominación y oculta-


ción; participan del ejercicio del poder en vez de permitir revelar su me-
cánica. Una teoría crítica debe liberarse de la tentación de la totalización.
Debe renunciar a construir paradigmas destinados a otorgar una cohe-
rencia “general” a lo que sucede en el nivel “local”.

Como se recordará, la deconstrucción neoliberal de las concepciones


“monistas” y de los paradigmas unificadores desembocaba en una va-
loración de las nociones de inmanencia, pluralidad y multiplicidad (la
forma mercado representaba la instancia que brindaba la posibilidad de
imaginar una sociedad incoherente, heterogénea, por encima de la cual
no se cernía ningún horizonte unificador). “Inmanencia”, “pluralidad”,
“multiplicidad”: tales son los conceptos que Michel Foucault pone en el
centro de su teoría del poder.
Foucault desarrolla ese punto en la sección de La voluntad de sa-
ber dedicada a la elaboración de su “método” (esta es la palabra que él
utiliza) de análisis del poder. ¿Por qué le parece necesaria esa cuestión
de método? Porque la palabra “poder”, que utiliza a lo largo de todo su
trabajo, “corre el riesgo de inducir varios malentendidos. Malentendidos
acerca de su identidad, su forma, su unidad”.15 Y Foucault acomete con-
tra las teorías que tienden a fabricar una imagen demasiado unificadora,
demasiado centralizadora del poder: las que hablan del “Poder” como
un “conjunto de instituciones y aparatos que garantizan la sujeción de
los ciudadanos en un Estado dado” (las teorías del contrato social) o las
que designan con ello un “sistema general de dominación ejercido por
un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos, por derivaciones
sucesivas, atravesarían todo el cuerpo social” (las teorías sociológicas o
marxistas).16 A esos paradigmas, que construyen trascendentales y pien-
san en términos de unidad y totalidad, Foucault opone otra concepción,
habitada por las nociones de inmanencia y multiplicidad: “Me parece
que por poder hay que entender en primer lugar la multiplicidad de las

15
Michel Foucault, Histoire de la sexualité, vol. 1: La Volonté de savoir, París, Galli-
mard, 1976, p. 121 [trad. esp.: Historia de la sexualidad, vol. 1: La voluntad de saber, México,
Siglo xxi, 1985].
16
Ibid.

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inmanencia, heterogeneidad y multiplicidad

relaciones de fuerza que son inmanentes al dominio donde se ejercen, y


que son constitutivas de su organización”.17
Hacer inteligible el ejercicio del poder hasta en sus “efectos más ‘pe-
riféricos’” impone fabricar un punto de vista que no confine el “poder”
en un lugar específico, que no suponga la existencia de un “punto cen-
tral”, un “foco único” a partir de los cuales se propaguen los mecanismos
de control: “La condición de posibilidad del poder […] es el basamen-
to móvil de las relaciones de fuerza que, debido a su desigualdad, indu-
cen sin cesar estados de poder, pero siempre locales e inestables”. Hay en
consecuencia una “omnipresencia del poder: no porque tenga el privile-
gio de agruparlo todo bajo su invencible unidad, sino porque se produce
a cada instante, en todos los puntos o, mejor, en todas las relaciones de
un punto con otro. El poder está en todas partes; no es que lo englobe
todo, es que viene de todos lados”.18

17
Ibid., pp. 121 y 122.
18
Ibid.

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