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G.

GURDJIEFF

RELATOS DE BELCEBU A SU NIETO

CRITICA OBJETIVAMENTE IMPARCIAL


DE LA VIDA DE LOS HOMBRES

DEL TODO y DE TODO


Diez libros en tres series

El conjunto, expuesto según principios enteramente nuevos de razonamiento lógico, tiende a


realizar tres tareas fundamentales:

PRIMERA SERIE
extirpar del pensar y del sentimiento del lector, despiadadamente y sin la menor componenda, las
creencias y opiniones, arraiga- das desde hace siglos en el psiquismo de los hombres, acerca de todo
cuanto existe en el mundo.

SEGUNDA SERIE
hacer conocer e] material necesario a una reedificación, y probar su calidad y solidez.

TERCERA SERIE
favorecer la eclosión en el pensar y en el sentimiento del lector de una representación justa, no
fantasiosa, del mundo real, en lugar del mundo ilusorio que él percibe.
RECOMENDACION BENEVOLA
improvisada por el autor
al remitir este libro al impresor

Las múltiples deducciones y conclusiones a las cuales me han conducido mis


investigaciones experimentales sobre el beneficio que los hombres contemporáneos pueden sacar de
las impresiones nuevas, debidas a lo que leen u oyen, traen a mi memoria una sentencia popular,
venida del fondo de las edades, que afirma:

"Toda oración puede ser oída por las fuerzas superiores y ser concedida, a condición de que
sea dicha tres veces:
La primera vez por el bien o el descanso del alma de nuestros padres;
La segunda vez por el bien de nuestro prójimo;
Y la tercera vez solamente, por nuestro propio bien".
Y considero necesario, desde la primera página de este primer libro listo para ser publicado,
dar el consejo siguiente:
"Lean tres veces cada una de mis obras:
La primera vez, al menos como ustedes están mecanizados a leer todos sus libros y
periódicos;
La segunda vez, como si ustedes las leyeran a un oyente extraño;
Y la tercera vez, tratando de penetrar la esencia misma de lo que escribo".

Solamente entonces, estarán ustedes en condiciones de formarse un juicio imparcial, propio sólo de
ustedes, sobre mis escritos. Y sólo entonces, se realizará mi esperanza de que ustedes reciban, de
acuerdo con su comprensión, el beneficio determinado que tengo en vista para ustedes y que les
deseo con todo mí ser.
LIBRO PRIMERO

CAPITULO I
DESPERTAR DEL PENSAR

ENTRE todas las convicciones que se han formado en mi "presencia integral" en el curso de
mi vida responsable, ordenada de modo bien singular, hay una, inquebrantable, según la cual todos
los hombres -sea cual fuere el grado de desarrollo de su comprensión, y sean cuales fueren las
formas de manifestación de los factores que suscitan en su individualidad ideales de todo género-
sienten, siempre y en todas partes en la tierra, la necesidad imperiosa de pronunciar en voz alta, o
cuando menos mentalmente, cada vez que emprenden alguna cosa nueva, una invocación,
comprensible a toda persona, aun a la más ignorante -invocación cuyos términos han variado según
las épocas, y que se expresa hoy con estas palabras: "En el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo, Amén".
Por eso, al abordar esta aventura tan nueva para mí -escribir libros- comienzo yo también
con esa invocación, que profiero en voz alta, claramente, y hasta, como decían los antiguos
Tulusitas, con una "entonación plenamente manifestada"; esto, por supuesto, en la medida en que lo
permiten los datos formados ya en mi presencia integral y fuertemente arraigados en ella, quiero
decir esos datos que se constituyen en la naturaleza del hombre durante su edad preparatoria, los
cuales determinan más tarde, en el curso de su vida responsable, el carácter y la fuerza vivificadora
de esa entonación.
Habiendo iniciado así, puedo estar completamente tranquilo, y además debo estar , según los
conceptos que nuestros contemporáneos se forman de la "moral religiosa", plenamente seguro de
que en lo sucesivo "todo irá como sobre ruedas" en mi nueva ocupación.
En resumen, así comienzo; en cuanto al resto, no me queda más que repetir con el ciego:
"¡Ya veremos !"
Antes que nada, pongo mi propia mano, y lo que es mejor, la derecha -ella fue dañada
ligeramente, hace tiempo, en un accidente, pero, en cambio, es muy mía y en toda mi vida jamás me
ha traicionado- la pongo sobre mi corazón, mi propio corazón también (no considero necesario
extenderme aquí sobre la constancia o inconstancia de esa parte de mi Todo), y confieso
francamente, que en cuanto a mí no tengo ningún deseo de escribir; pero me veo obligado a ello por
circunstancias independientes de mí, las cuales no sé todavía si son accidentales o si han sido
creadas a propósito por fuerzas extrañas: sólo sé que estas circunstancias me obligan a escribir no
cualquier bagatela buena de leer para dormirse, pero sí gruesos e importantes volúmenes.
Sea lo que fuere, comienzo. ..
Sí, pero ¿con qué comenzar?
¡Ah! ¡diablos! ¿Va a volver esa sensación tan extraña y tan desagradable, experimentada
hace tres semanas, mientras yo elaboraba en la mente el programa y el orden de las ideas que había
resuelto propagar, sin saber tampoco con qué comenzar?
No habría podido definir esa sensación sino con estas palabras: "el temor de estar sumergido
en el mar de mis propios pensamientos".
Para hacer cesar esa desagradable sensación, podría haber recurrido a la funesta facultad que
poseo como todo contemporáneo -ya que se nos hizo inherente- de "dejarlo todo para mañana", sin
sentir por ello el menor remordimiento de conciencia.
Y hubiera podido fácilmente "dejarlo para mañana", pues aún tenía tiempo por delante; pero
hoy, ¡ay de mí!, eso no es posible, y cueste lo que cueste, "aunque reviente", tengo que
emprenderlo.
Pero, realmente, ¿con qué comenzar?
¡Hurra! ...¡Eureka! ...
Casi todos los libros que me ha sido dado leer en mi vida, comenzaban con un prefacio.
Será, pues, necesario para mí también, comenzar con algo por el estilo.
Digo bien "por el estilo", porque jamás en toda mi vida, casi desde el momento en el que
supe distinguir una moza de un mozo, hice nada, absolutamente nada, como mis semejantes los
bípedos, destructores de los bienes de la Naturaleza; por eso debo ahora -hasta me veo obligado a
ello por principio- escribir diferentemente a como lo haría cualquier escritor.
En vez del prefacio de rigor, empezaré pues, con una sencilla advertencia.
Comenzar con una advertencia será muy sensato de mi parte, por la sola razón de que esto
no contradirá ninguno de mis principios, ya sean orgánicos, psíquicos o hasta "extravagantes". Al
mismo tiempo será completamente honesto, hablando desde luego objetivamente, porque espero
con absoluta certidumbre, como también todos los que me conocen de cerca, que mis escritos hagan
desaparecer en la mayoría de los lectores de una vez por todas -y no progresivamente como le pasa
a uno tarde o temprano- todos los “tesoros" que poseen, tesoros transmitidos por herencia o
adquiridos por su propia labor, en la forma de "nociones tranquilizantes", que no evocan sino
imágenes suntuosas de su vida presente o candidos sueños del futuro.
Los escritores profesionales comienzan ordinariamente sus introducciones dirigiéndose al
lector con toda clase de títulos rimbombantes y de frases ampulosas, plenas de un énfasis meloso.
Sólo en eso seguiré su ejemplo, y comenzaré yo también con una de esas 'frases", evitando
claro está, hacerla tan azucarada como aquéllas a las que ellos están acostumbrados, y que
manipulan para hacer titilar la sensibilidad de lectores más o menos normales....

Pues bien . . .
Mis muy queridos, muy honrados, muy resueltos y ciertamente muy pacientes Señores, y
mis muy queridas, encantadoras e imparciales Damas
... ¡Discúlpenme! iba a olvidar lo principal: ¡y mis nada histéricas Damas!
Tengo el honor de declararles que debido a ciertas condiciones que se imponen a mí en estas
últimas etapas del proceso de mi vida, sí me dispongo a escribir libros, aunque sin haber escrito
hasta ahora la más mínima obra, ni el más mínimo "artículo instructivo", ni siquiera una de esas
cartas en las que habría que respetar lo que llaman "gramática"; de modo que hoy, a pesar de que
me convierto en un "escritor profesional", no tengo ninguna práctica de las reglas y de los
procedimientos literarios establecidos, ni tampoco de la 'lengua literaria de buen tono ", y me veo
obligado a escribir en forma diferente de como lo hacen los escritores ordinarios "patentados", a la
manera de los cuales están ustedes tan acostumbrados desde hace mucho tiempo, como a su propio
olor.
Según mi criterio, lo que es molesto para ustedes en todo esto, es que, desde la infancia, les
ha sido inculcado un automatismo que se ha armonizado perfectamente con su psiquismo general, y
que funciona de manera ideal para la percepción de toda impresión nueva, de modo que ese
"beneficio" les ahorra a ustedes en los sucesivo, en el curso de su vida responsable, toda necesidad
de hacer el menor esfuerzo individual.
Hablando francamente, considero como lo esencial de esta confesión no mi inexperiencia de
las reglas y de las técnicas literarias, sino mi ignorancia del "lenguaje de buen tono" exigido en
nuestros días de los escritores, y hasta de todo simple mortal,
De mi inexperiencia de las reglas y técnicas literarias, no me inquieto nada. Y no me
inquieto, porque está dentro del orden de cosas, para nuestros contemporáneos, el ser '"profano" en
esa materia.
Ese nuevo "beneficio" ha surgido y ha florecido por todas partes en la tierra gracias a una
enfermedad extraordinaria a la cual están sujetas, desde hace unos veinte a treinta años, todas las
personas de los tres sexos que duermen con los ojos medio abiertos, y cuyo rostro ofrece un terreno
fértil para el cultivo de granos de toda clase.
Esa singular enfermedad se manifiesta así: si el paciente es algo ilustrado, y si el primer
plazo de su alquiler está pagado, se pone infaliblemente a escribir un "artículo instructivo", cuando
no todo mi libro.
Pero, sabiendo que esa nueva enfermedad de los hombres se propaga epidémicamente por
todas partes, tengo derecho de suponer que ustedes están “inmunizados" contra ella, como lo dirían
los sabios médicos, y que por consecuencia ustedes se sentirán menos indignados por mi
inexperiencia en las diversas técnicas y reglas literarias.
Por eso hago hincapié, en esta advertencia, sobre mi ignorancia del lenguaje de buen tono.
Mas para justificarme, y para atenuar la desaprobación del consciente de vigilia de ustedes
ante mi ignorancia de ese lenguaje, tan necesario a la vida moderna, considero indispensable decir,
con humildad en el corazón y rubor en la frente, que sí lo he aprendido yo también en mi infancia
en tiempos en los que ciertos mayores que me preparaban para una vida responsable me obligaban,
sin escatimar los medios de intimidación, a machacar sin cesar la multitud de matices cuyo conjunto
constituye esa "delicia" contemporánea- por desgracia (no para mi, sino para ustedes naturalmente),
no asimilé nada de lo que había machacado, y no me queda hoy de ello ni sombra, para las
necesidades de mi actividad literaria.
Quiero añadir además que no fue de ninguna manera falla mía, ni la de mis antiguos
"respetables" e "irrespetables" maestros. Si esos esfuerzos humanos fueron en vano, se debió a un
suceso muy excepcional, que se produjo en el momento de mi aparición en este bajo mundo. En ese
momento preciso -como me lo explicó, tras investigaciones "psico-físico-astrológicas" minuciosas,
una ocultista muy conocida en Europa- las vibraciones entrechocadas de un fonógrafo Edison en la
casa vecina irrumpieron en la nuestra por un hueco que había perforado en el vidrio de la ventana
nuestra alocada cabrita coja, mientras la comadrona que me recibía tenía en la boca una tableta de
cocaína, de fabricación alemana (no ersatz, por cierto), que chupaba al son de la música, sin
encontrarle el placer anticipado,
Abstracción hecha de tal acontecimiento, raro en la vida corriente, mi situación actual -lo
advertí, lo confieso, después de haber reflexionado mucho según el método del Herr Professor
Stumpfsinnsclunausen- se debe también a que en el transcurso de mi vida adulta he evitado siempre,
tanto instintiva como automáticamente, y a veces hasta conscientemente, es decir por principio,
emplear ese lenguaje en mis relaciones con los demás,
Y me manifesté así hacia esa bagatela -pero, ¿es acaso una bagatela?- gracias a tres datos
que se constituyeron en mi presencia general durante mi edad preparatoria, y de los cuales me
dispongo a hablarles en este primer capítulo de mis obras.
Sea lo que fuere, es un hecho tan luminoso en todas sus fases como un anuncio americano,
al que no podía modificarlo fuerza alguna, ni aun la ciencia de un "experto en asuntos de monos" -y
ese hecho es que yo, que he sido considerado estos últimos anos por muchas personas como un
maestro de danzas de templo bastante bueno, me convierto a partir de hoy en un escritor
profesional. Y emborronaré cuartillas por millares, demás está decirlo, ya que me es propio, desde
la infancia, cuando hago algo, no andarme con chiquititas. Pero, al estar desprovisto, como ustedes
lo ven, de toda rutina automáticamente adquirida y automáticamente manifestada, me veo forzado a
escribir lo que medito en una lengua simple, ordinaria, hecha por la vida; una lengua corriente, sin
"melindres gramaticales", ni "manipulaciones literarias".
Sí, ¡pero - - - estamos bien lejos todavía! ¡ni he decidido lo principal!
¿En que lengua voy a escribir?
Por cierto, ya comencé a escribir en ruso, pero en ese idioma, como lo habría dicho el Sabio
de Sabios Mulaj Nassr Eddin1, "no1 se va muy lejos".

La lengua rusa es excelente, de seguro. Hasta la aprecio mucho, pero para contar anécdotas,
o devanar, con epítetos elogiosos, el árbol genealógico de alguien.
La lengua rusa es un poco como la lengua inglesa, que es incomparable para discutir en el
"smoking room", arrellanado en un buen sillón, con los píes extendidos sobre otro, acerca de la
"carne congelada australiana", o hasta de la "cuestión de la India".
Estos dos idiomas se asemejan a un plato que llaman solianka en Moscú, en el cual entra de
todo, excepto ustedes y yo, y hasta el tcheshma2 de vestir de Scherezade.
Debo añadir que gracias a ciertas condiciones en las que me he encontrado de manera
accidental -o quizá no accidental en mi juventud, he tenido que aprender muy seriamente,
forzándome a mi mismo, a hablar, leer y escribir varias lenguas, hasta el punto de que podría
escribir en cualquiera de ellas, si hubiera resuelto, para ejercer la profesión que me impone de
improviso el destino, prescindir del "automatismo" dado por la práctica.
Mas para proceder de manera sensata y aprovechar ese automatismo que una larga rutina me
ha vuelto tan cómodo, necesito escribir ya sea en ruso, o en armenio, pues residía que durante los
últimos veinte o treinta años, han sido éstas las dos únicas lenguas de las que me he servido en mis
relaciones con los demás, y cuya práctica se me ha vuelto automática.
¡Ah! ¡Por el Infierno! . . .
Hasta en un caso como éste, me veo atormentado por uno de los aspectos de mi singular
psiquismo, tan diferente del psiquismo del hombre normal.
Y el '"tormento" que sufro en este momento, a una edad casi demasiado madura, viene de
una propiedad arraigada desde la infancia en este singular psiquismo, con todo el baratillo inútil de
la vida contemporánea, y que, automáticamente, me obliga, siempre y en todo, a actuar de acuerdo
con la sabiduría popular.
En el caso presente, como cada vez que me encuentro frente a una incertidumbre, se impone
a mi cerebro -construido de modo tan molesto para mí que ello me tortura- una sentencia de la
sabiduría popular, que nos viene de los tiempos más antiguos y se formula así: "Un palo tiene
siempre dos puntas".
Todo hombre de juicio más o menos sano, que tratara de comprender el sentido oculto de
esa extraña fórmula y su proyección real, llegaría pronto, según yo pienso, a la conclusión siguiente:
todas las ideas en las que se funda el concepto incluido en esa sentencia descansan ellas mismas en
esa verdad que ha sido reconocida desde los tiempos más remotos, a saber que, en la vida de los
hombres así como en todas partes, todo fenómeno se debe a dos causas de carácter contrario y se
divide en dos efectos totalmente opuestos que son a su vez la causa de fenómenos-nuevos. Por
ejemplo, si algo proveniente de dos causas diferentes produce la luz, ese "algo" producirá
inevitablemente el fenómeno contrario, es decir la oscuridad; o bien si tal factor suscita en el
organismo de una criatura viviente el impulso de placer evidente, suscitará inevitablemente lo
contrario, o sea un descontento también evidente, y así en lo sucesivo, siempre y en todo.
Emplearé esa misma imagen, fijada por siglos de sabiduría popular, de un palo que
1
'Mulaj Nassr Eddin, o, como le dicen también, Nassr Eddin Jodya, es, aparentemente.
desconocido en Europa y en América. Por el contrario, es muy conocido en todos los países del
continente de Asia, Es una personalidad legendaria, romo la del ruso "Kusma Pnltkoff". la del
"Tío Sam" americano, o la del ingles "John Bull" Se te atribuyen a Nassr Eddin. en Oriente,
numerosas máximas populares que expresan todas. tanto las más antiguas como las más
recientes, 'la sabiduría de la Vida".
2 Tcheshma: velo.
efectivamente tiene dos puntas, del que una puede considerarse como buena y la otra como mala. Si
me sirvo del automatismo adquirido por una larga práctica, será seguramente excelente para mí;
para el lector, en cambio, será justo lo contrario, según esa sentencia -y lo contrario de lo bueno,
cada uno comprende fácilmente lo que es, aun sin padecer de hemorroides.
Dicho de otro modo, si aprovecho mi privilegio para tomar el palo por la punta buena, la
mala irá inevitablemente a "caer sobre la cabeza del lector".
Y bien podría suceder así, ya que es imposible en ruso expresar todas las sutilezas de las
cuestiones filosóficas que me dispongo a remover; en cambio, eso es posible en armenio, mas, para
desgracia de todos los armenios actuales, ese idioma no permite tratar de nociones contemporáneas.
Con el fin de mitigar la amargura que siento por ello, diré que en mi juventud, cuando
comenzaba a interesarme en las cuestiones filológicas y hasta apasionarme por ellas, yo prefería la
lengua armenia a todas las que hablaba; la prefería aun a mi lengua materna.
Me agradaba sobre todo porque tenía carácter, y no se parecía en nada a las otras lenguas,
vecinas o emparentadas.
Cada una de sus "tonalidades", como dicen los sabios filólogos, le era propia tan sólo a ella,
y, como yo lo comprendía, respondía idealmente al psiquismo de los hombres de esa nación.
Pero, en unos treinta o cuarenta años, vi. esa lengua transformarse a tal punto que, sin haber
perdido completamente esa originalidad y esa independencia que ella poseía desde la más remota
antigüedad, hoy no es, podría decir, más que un "grotesco revoltillo de lenguas", que un oyente más
o menos atento y consciente percibiría como un agregado de sonoridades turcas, persas, kurdas,
francesas, rusas y de sonidos inarticulados completamente "indigestos".
Podría decirse casi lo mismo de mi lengua materna, la lengua griega, que yo hablaba en mi
infancia; y cuyo "poder asociativo automático" conserva aún todo su sabor para mí.
Quizá habría podido yo, en esa lengua, expresar todo lo que quiero, pero me es imposible
emplearla aquí, por la sencilla razón, bastante cómica además, de que hará buena falta después de
todo que alguien transcriba lo que escribiré y lo traduzca a las lenguas deseadas. ¿Y quién podrá
hacer eso?
Puede decirse con toda certeza que el mejor de los expertos en la lengua griega
contemporánea no comprendería ni una sola palabra de lo que yo escribiera en mi lengua materna,
asimilada desde la infancia, ya que, en el curso de estos treinta o cuarenta años, mis queridos
"compatriotas", seducidos ellos también por los representantes de la civilización contemporánea, y
deseando a toda costa parecérseles hasta en su lenguaje, hicieron sufrir a mi querido idioma la
suerte que los armenios infligieron al suyo, en su deseo de igualarse a la "intelligenzia" rusa.
El idioma griego, cuyo espíritu y esencia me fueron transmitidos por herencia, se asemeja
tanto al que hablan los griegos contemporáneos como, según la expresión de Mulaj Nassr Eddin,"un
clavo se parece a una misa fúnebre".
¿Qué hacer entonces?
¡Eh! . . . qué importa, respetable comprador de mis lucubraciones.
Siempre que haya bastante armañac francés y basturmá de Jaissar, ya encontraré los medios para
sacarme de apuros. ¡Me he visto en otros!
Me ha tocado tantas veces en la vida caer en situaciones difíciles y salirme de ellas, que
adquirí, digamos, la costumbre.
Mientras tanto, escribiré ya en ruso, ya en armenio; por cuanto entre las personas siempre
arrimadas a mis costados, hay algunas de ellas que saben "arreglárselas" más o menos en esas dos
lenguas, y yo no he perdido la esperanza de verlas transcribir y traducir de una manera que me sea
tolerable.
En todo caso, lo repito, y lo repito, para que conserven ustedes un recuerdo duradero de ello,
y no un "souvenir" como aquel que le es habitual a ustedes, y en el que ustedes se fían para
mantener la palabra de honor que se hayan dado a sí mismos o a los demás; sea cual fuere la lengua
que emplee, evitaré siempre y en todo, lo que yo llamo la 'lengua literaria de buen tono".
A ese respecto, hay un hecho extremadamente curioso, más digno de estudio de lo que
ustedes imaginan: desde la infancia, es decir, desde que surgió en mí la necesidad de robar nidos a
los pájaros y tomar el pelo a las hermanas de mis compañeros, germinó espontáneamente una
sensación instintiva en mi "cuerpo planetario", como decían los teósofos antiguos, sobre todo, no sé
por qué, en todo el costado derecho. Esa sensación instintiva se transformó gradualmente en
sentimiento definido hasta el período de mi vida en el que me hice "maestro de danzas"; y al
obligarme esta profesión a tratar con hombres de tipos diversos, mi consciente a su vez fue
convencido de que esas lenguas, o mejor sus "gramáticas", estaban fabricadas por gente que, desde
el punto de vista del conocimiento de esas lenguas, se asemejaba a los animales que el venerable
Mulaj Nassr Eddin caracteriza con las palabras siguientes: 'Todo lo que pueden hacer es discutir con
los cerdos sobre la calidad de las naranjas".
Esa gente, que una herencia podrida y una educación nauseabunda han transformado en
"polillas voraces", destructoras de los bienes acumulados por nuestros antepasados y que el tiempo
nos ha transmitido, jamás han oído ni siquiera hablar del hecho que a gritos evidencia el que durante
la edad preparatoria se constituye, en el funcionamiento cerebral de toda criatura -del hombre
también, por consecuencia- una propiedad particular cuyas manifestaciones automáticas se
desenvuelven de acuerdo con cierta ley que los antiguos korkolanos llamaban "ley de asociaciones";
e ignoran que el proceso del pensar de todo ser viviente, el del hombre en particular, se efectúa
exclusivamente según esa ley.
Ya que me ha tocado abordar de paso el asunto que se ha convertido en estos últimos
tiempos para mí casi en una idea fija, el del proceso del pensar humano, creo posible hablar desde
ya -sin esperar el capítulo que había asignado a la elucidación de esa cuestión- de una información
de la que me enteré por casualidad. Según esa información, era la regla en la tierra, en tiempos
antiguos, que todo hombre bastante atrevido para querer conquistar el derecho de ser considerado
por los demás, y de considerarse a sí mismo, como un "pensador consciente", fuese instruido desde
los primeros años de su vida responsable, del hecho de que los hombres tienen dos clases de pensar:
por una parte el pensar mental, que se expresa con palabras que tienen siempre un sentido relativo;
por otra parte, un pensar propio del hombre así como de todos los animales, y que llamaré el
"pensar por formas".
Ese "pensar por formas" debe servir para percibir el sentido exacto de todo escrito, y para
asimilarlo, después de una confrontación consciente con las informaciones adquiridas
anteriormente; se constituye en los hombres bajo la influencia de las condiciones geográficas, del
lugar de residencia, del clima, de la época y en general del medio en el cual se encuentran desde su
llegada al mundo hasta su mayoría de edad.
Por consiguiente, en el cerebro de los hombres, según su raza y sus condiciones de
existencia, y según la región en donde viven, se constituye, respecto de un mismo objeto, de una
misma idea o de un mismo concepto, una forma particular completamente independiente, que
provoca en el ser, durante el desarrollo de las asociaciones, una sensación definida, la cual
desencadena una imagen subjetiva precisa; y tal imagen se expresa por medio de cierta palabra, que
sólo le sirve de apoyo exterior subjetivo.
Por tal razón esa palabra referida a una sola y misma cosa, o a una sola y misma idea,
adquiere, entre los hombres que viven en regiones diferentes o pertenecientes a razas distintas, "un
contenido interior" muy determinado, del todo diferente.
En otras palabras, cuando en la " presencia" de un hombre, que ha visto la luz y ha crecido
en tal o cual región, se fija cierta " forma" , resultado de influencias e impresiones específicas
locales, esa " forma" suscita en él, por asociación, la sensación de un "contenido interior" definido,
y, por consiguiente, una imagen o un concepto definido, que expresa con la palabra que se le ha
hecho habitual y, como ya lo dije antes, subjetiva; pero el que le escucha -en cuyo ser, por el hecho
de las condiciones diferentes de su venida al mundo y de su crecimiento, se ha constituido respecto
a esa palabra una forma con un contenido interior diferente- le dará siempre un sentido enteramente
diferente.
Por lo demás, uno puede comprobarlo al observar con imparcialidad un intercambio de
opiniones entre personas de razas diferentes, o formadas desde la infancia en países diferentes.
Pues bien, alegre y temerario candidato a la compra de mis "lucubraciones", ya que le he
prevenido que no escribiré como lo hacen en general los escritores de profesión, sino de otra
manera, le aconsejo reflexione seriamente antes de embarcarse en la lectura de las exposiciones que
seguirán. Si no, temo estén sus oídos y los otros órganos perceptores y digestivos de usted tan bien
entrenados y automatizados al "lenguaje de los letrados" que reina en la tierra hoy día, que la lectura
de mis obras tenga sobre usted una acción muy, pero muy cacofónica, que podría hacerle perder . . .
¿sabe qué? el apetito por su plato favorito, así como el placer que "cosquillen sus entrañas" a la
vista de la morenita que pasa.
Que mi lenguaje, o más bien mi modo de pensar, pueda ejercer semejante acción, muchas
experiencias de mi pasado me han convencido de ello con todo el ser, como un "asno de raza"
puede estar convencido de la justicia y de la legitimidad de su testarudez.
Ya les he dicho a ustedes lo esencial, y me siento tranquilo por lo que ha de venir.
Si usted sufre el mínimo desengaño con mis obras, será por su culpa, exclusivamente. Mi propia
conciencia estará limpia, tan limpia como, por ejemplo ... la del ex-emperador Guillermo.
Tal vez usted cree que soy, como dicen, un hombre joven "de exterior agradable y de
interior sospechoso", y que siendo un escritor novato, busco probablemente singularizarme, con la
esperanza de hacerme célebre, y hasta rico.
Si usted realmente piensa así, ¡bueno! está usted muy equivocado.
Primero, no soy joven; he vivido ya tanto, que las he pasado moradas -por no decir negras-,
segundo, no escribo con la intención de hacer carrera, y para "levantar cabeza" no cuento con esa
profesión que, según pienso, da a quienes la ejercen muchas oportunidades de convertirse en
candidatos directos... al Infierno, si acaso semejante gente puede perfeccionar su ser hasta ahí. Pues,
aun no sabiendo ellos nada, escriben toda clase de tonterías, y adquiriendo automáticamente
autoridad, desarrollan más cada año uno de los principales factores de debilitamiento del psiquismo
de los hombres, ya bastante debilitado sin eso.
En cuanto a mi carrera personal, gracias a todas las fuerzas superiores, inferiores y hasta, si
usted quiere, a las de izquierda y de derecha, está hecha desde hace mucho tiempo. Hace un buen
rato que me puse sobre mis pies, a fe mía hasta muy buenos pies, y estoy convencido que se
mantendrán sólidos por largos anos, para gran perjuicio de todos mis enemigos pasados, presentes y
futuros.
Sí... sería bueno participarle a usted una idea que acaba de surgir en mi loco cerebro: exigiré
al impresor a quien confiaré este libro que este primer capítulo sea presentado de tal forma que se
pueda leer sin tener que cortar las páginas; así, cada uno de ustedes sabrá que no está escrito de la
manera habitual, es decir, para favorecer en el pensar del lector el florecimiento de imágenes
excitantes y de sueños arrulladores; sin tener que discutir con el librero, usted podrá devolver su
dinero, ganado quizá con el sudor de su frente.
Y me siento obligado a obrar así, pues acabo de recordar la historia de cierto kurdo de
Transcaucasia, de quien oí hablar en mi infancia. Cada vez que un caso semejante me la traía a la
memoria, dicha historia provocaba en mí un impulso "por mucho tiempo inextinguible" de
enternecimiento. Y pienso que será muy útil, tanto para mí como para usted, que se la relate
detalladamente.
En efecto, he resuelto hacer de la "miga" de esta historia -o, como lo habrían dicho los
judíos de negocios modernos "pura sangre", de su tsimes -uno de los principios fundamentales de la
nueva forma literaria de la cual voy a hacer uso para alcanzar el objetivo que tengo en vista.
Ese kurdo transcaucasiano salió un día de su pueblo para ir a la ciudad, por razones de
negocio; al llegar al mercado, vio un escaparate de frutas de toda clase, muy bellamente dispuestas.
Entre todas las frutas exhibidas, se fijó en algunas, soberbias tanto por su color como por su
forma; se sintió tan atraído y tenía tal deseo de morderlas, que resolvió, pese a que tenía poco
dinero, comprar aunque fuese uno solo de esos dones de la Gran Naturaleza.
Muy excitado con la idea, nuestro kurdo entró en la tienda con una desenvoltura que no era
habitual en él, y apuntando su índice calloso hacia las frutas de su agrado, pidió el precio al tendero.
Este le respondió que costaban seis groshes la libra.
Viendo que no era tan caro para unas frutas tan maravillosas, compró una libra completa.
Luego, nuestro kurdo, al terminar sus negocios, regresó el mismo día, a pie, hacia su pueblo.
Caminaba a la caída de la tarde por montes y valles, percibiendo, a pesar suyo, el aspecto
exterior de las partes encantadoras del seno de la Gran Naturaleza, nuestra Madre común. Y como
absorbía involuntariamente el aire puro, no envenenado por las exhalaciones de las ciudades
industriales, le vinieron de golpe las ganas de hartarse también de alimento ordinario.
Sentándose entonces al borde del camino, tomó de su saco de provisiones pan, luego las "frutas"
admiradas, que se puso a comer tranquilamente.
Cuando . . . ¡oh, horror! ... ¡se sintió arder todo!
Pero, a pesar del ardor, nuestro kurdo sigue comiendo.
Y seguía comiendo, esta desafortunada criatura bípeda de nuestro planeta, por el solo hecho
de esa propiedad específica del hombre, que yo fui el primero en hacer notar, y cuyo principio, que
sirve de base a la nueva forma literaria que yo creé, me llevará al objetivo como un "faro director".
Usted captará pronto también, estoy seguro, su sentido y su alcance -según el grado de su
comprensión, desde luego- si usted lee ciertos capítulos de mis obras, a condición, sin embargo, de
que se arriesgue a continuar esa lectura- a menos que usted ya "olfatee" algo hacia el final de este
primer capítulo.
Así pues, justo en el momento en el que nuestro kurdo estaba invadido por la oleada de
sensaciones extrañas que suscitaba en él ese original festín del seno de la Naturaleza, pasó por el
camino un hombre de su pueblo, conocido por su sentido común, y lleno de experiencia. Vio que el
kurdo tema el rostro encendido, que las lágrimas le chorreaban de los ojos, pero que eso le tenía sin
cuidado, tan ocupado estaba –como absorbido por el cumplimiento de un deber supremo- en
comer un verdadero "pimiento rojo".
Le dijo:
-¡Qué diablo haces ahí! Eh, triple idiota de Jericó, ¿quieres acaso quemarte vivo? ¡Tira ese
producto insólito que no conviene a tu naturaleza!
Pero nuestro kurdo le replicó:
-¡Ah no! ¡No lo tiraré por nada del mundo! ¡Lo pagué con mis últimos seis groshes!
¡Aunque el alma me salga del cuerpo, me lo comeré hasta lo último!
Dicho eso, nuestro resuelto kurdo -y por cierto lo era- lejos de tirar su "pimiento rojo",
siguió comiéndolo.
Después de lo que acaba de leer, espero que comience en su pensamiento a despertar la
asociación deseada, que debería finalmente conducirle, como les pasa a veces en nuestros días a
ciertas personas, a lo que usted llama comprensión. Y entonces comprenderá por qué a mí -que
conozco tan bien esa propiedad específica del hombre, y me he dejado conmover tantas veces por
su manifestación inevitable, la cual requiere que después de haber pagado por una cosa uno se crea
obligado a gozarla hasta el fin- me ha animado por entero esta idea surgida en mi pensar: la de
tomar todas las medidas posibles para evitarle a usted, mi hermano en espíritu y en apetito, como se
dice, usted que está acostumbrado a leer quizá cualquier libro, siempre que esté escrito en el
"lenguaje de los letrados", descubrir, después de haber pagado por mis obras, que no están escritas
en la lengua ordinaria, que le es a usted tan cómoda, y de verse obligado a leerlas cueste lo que
cueste, hasta el fin – tal como nuestro pobre kurdo de Transcaucasia se vio obligado a comer hasta
lo último ese alimento que le había seducido por su sola apariencia, el noble "pimiento rojo", el
cual, por cierto, "no bromea".
Por consiguiente, para evitar toda confusión, debida a esa propiedad humana, cuyas
características se fijan evidentemente en la "presencia" del hombre contemporáneo por el hecho de
que va a menudo al cinematógrafo y que no pierde ninguna ocasión de mirar con el ojo izquierdo a
las personas del otro sexo, quiero hacer imprimir mi introducción en la forma indicada, de modo
que cada cual pueda leerla sin cortar las páginas.
De otro modo, el librero le "buscará camorra", como suele decirse, y se manifestará una vez
más según el principio, típico de los mercaderes, que ellos formulan de la manera siguiente: "Tú no
eres más que un cretino y no un pescador si se te escapa el pez que ya mordió el anzuelo"; y
rehusará aceptar un libro cuyas páginas hayan sido ya cortadas.
No tengo, además, duda alguna al respecto. Es de esperarse tal deshonestidad de parte de
ellos.
Los datos gracias a los cuales he adquirido la certidumbre acerca de la deshonestidad de
parte de los libreros se constituyeron en mí cuando, ejerciendo la profesión de "faquir indio", tuve
necesidad, para elucidar ciertas cuestiones "ultrafilosóficas", de conocer el proceso asociativo de
manifestación del psiquismo automáticamente construido de los libreros contemporáneos y de sus
dependientes, mientras "cuelan" sus libros a los clientes.
Sabiendo todo esto, y habiéndome vuelto extremadamente justo y escrupuloso después de
mi accidente, no puedo menos que recordarle a usted mi advertencia, y aún más, aconsejarle
insistentemente que lea con atención, repetidas veces, este primer capítulo, antes de cortar las
páginas del libro.
Pero si, pese a la advertencia, usted desea conocer la continuación de mis relatos, no me
queda más que desearle con toda mi "verdadera alma" un excelente "apetito" y hacer votos por que
"digiera" usted todo lo que lea.
¡A su salud! y no sólo a la de usted, sino a la de todos los suyos.
Digo bien: "mi verdadera alma". He aquí por qué:
He encontrado muchas veces en Europa, donde he vivido últimamente, gente que, a
propósito de todo y de nada, le gustaba proferir nombres sagrados, reservados para la vida interior
del hombre, es decir, blasfemar sin razón. Por lo demás, como ya se lo he confesado a usted, soy
partidario declarado de la sabiduría popular, cuyos dichos se han fijado tras largos siglos, y lo soy
no sólo en teoría, como los hombres contemporáneos, sino en la práctica. Pues bien, entre esos
dichos hay uno que corresponde perfectamente al caso presente: "¡Para vivir entre los lobos, hay
que aullar con los lobos!" Así pues, para no infringir la costumbre establecida en Europa, he
resuelto blasfemar yo también; al mismo tiempo, no queriendo desobedecer el mandamiento que
nos ha sido dado por San Moisés: "No perturbarás en vano los nombres sagrados", he decidido
sacarle provecho a una de las curiosidades de la última lengua de moda, me refiero a la lengua
inglesa -y, cada vez que la ocasión me obliga a ello, juro por mi " alma inglesa".
El hecho es que en esa lengua la palabra alma y la palabra suela no sólo se pronuncian, sino
que se escriben casi de la misma manera.
No sé lo que piensan ustedes de ello, semicandidatos a la compra de mis obras; en cuanto a
mí, sea cual fuere el deseo intelectual que yo tenga, no puedo impedir que mi singular naturaleza se
rebele contra esa manifestación de los representantes de la civilización contemporánea. Pues al fin y
al cabo, ¿como puede designarse con la misma palabra lo que hay en el hombre de más elevado y
más amado por el Creador, nuestro Padre común, y lo que hay en él de más bajo y más sucio?
Pero, ¡basta de "filología"! Volvamos a la tarea esencial de este primer capítulo que es la de
sacudir tanto mis pensamientos polvorientos como también los de ustedes y de hacerle cierta
advertencia al lector.
He establecido ya en mente el plan y el orden de mis relatos; pero ¿qué forma adoptarán
sobre el papel? Confieso que hasta ahora mi consciente no sabe nada de ello; mientras tanto,
mi instinto siente claramente que será algo "fuerte", y que tendrá sobre la presencia general
de todo lector un efecto análogo al del pimiento rojo sobre el pobre kurdo de Transcaucasia.
Ahora que usted conoce la historia de nuestro kurdo, considero mi deber hacerle ciertas
confesiones. Antes de continuar este primer capítulo, que sirve de introducción a todo lo que me
propongo escribir, deseo pues informar a su consciente "puro", quiero decir, su consciente de
vigilia, que en la secuencia de mis obras, expondré de propósito mis ideas en orden tal y de acuerdo
con una confrontación lógica tal, que la esencia de ciertos conceptos reales pueda automáticamente
pasar de ese "consciente de vigilia", que la mayoría de los hombres contemporáneos toma por
ignorancia por el verdadero consciente (mientras que yo afirmo y pruebo experimentalmente que es
ficticio), a lo que usted llama el "subconsciente", que debería ser, según pienso yo, el verdadero
consciente humano a fin de que esos conceptos sufran mecánicamente en la presencia general del
hombre, la transformación necesaria, cuyos resultados, bajo la acción de su pensar activo
voluntario, harán de él un hombre y ya no un simple animal unicerebral o bicerebral.
He resuelto proceder así para que este capítulo de introducción, destinado a despertar su
consciente, justifique plenamente su misión, y que no toque solamente su "consciente ficticio",
como sólo yo lo he llamado hasta aquí, sino también el consciente verdadero -el subconsciente
según usted- y que le obligue, quizá por primera vez, a pensar activamente.
En la "presencia" de todo hombre se constituyen, sean cuales fueren su educación y su
herencia, dos conscientes independientes, que no tienen casi nada de común entre ellos, ni en su
funcionamiento, ni en sus manifestaciones.
El primero se constituye por la percepción de todas las impresiones mecánicas accidentales,
así como de todas las impresiones producidas deliberadamente por los demás, entre las cuales deben
incluirse casi todas las palabras, que no son más que "sonidos" vacíos; el segundo se constituye ya
sea a partir de los "resultados materiales fijados anteriormente" en el hombre, transmitidos por
herencia, e integrados a las partes correspondientes de su presencia general, ya sea a partir de
confrontaciones asociativas, efectuadas intencionalmente sobre los mismos "datos materializados".
Este segundo consciente humano, que no es sino el que usted llama el "subconsciente", y
que está constituido, como acabo de decirlo, por los "resultados materializados" de la herencia, y
por las confrontaciones realizadas voluntariamente, debe predominar, según pienso yo, en la
presencia integral del hombre.
Esta opinión se funda en investigaciones experimentales proseguidas durante largos años en
condiciones excepcionalmente favorables.
Partiendo de esto convicción, que probablemente no es para usted más que la fantasía de un
demente, me es imposible hoy, como usted ve, no tener en cuenta ese segundo consciente. Y hasta
me veo obligado por mi esencia a construir este primer capítulo de mis obras, que debe servirles de
prefacio, de tal forma que llegue a tocar y fastidiar, de manera satisfactoria para mi meta, las
nociones acumuladas en sus dos conscientes.
Con esa idea en mente, comenzaré por instruir a su consciente ficticio del hecho de que,
gracias a tres datos psíquicos singulares cristalizados en mi presencia general en el curso de mi edad
preparatoria, soy realmente "único en mi género" para "embrollar y enredar", en las personas que
encuentro, todas las nociones y convicciones que ellas creen tener fijadas sólidamente ensimismas.
¡Vaya, vaya, vaya, vaya! . . . Siento ya que dentro de su falso consciente -el "verdadero"
según usted- giran como moscas cegadas todos los datos legados por "tiíto y mamita" cuyo conjunto
no engendra en usted, en todo y por todo, más que un impulso verdaderamente enternecedor de
curiosidad. Por ejemplo, usted quisiera saber cuanto antes, por qué yo, especie de escritor novato de
quién usted jamás ha leído hasta hoy el nombre, ni siquiera en un periódico, tengo derecho a
declararme único.
¡Poco importa! Personalmente estoy muy contento de ver surgir esa curiosidad, aunque sólo
sea en su "falso" consciente, pues sé por experiencia que, en ciertas personas, esa tendencia indigna
del hombre puede cambiar a veces de naturaleza y transformarse en un impulso meritorio que se
llama "deseo de saber", que favorece a su vez una mejor percepción y una comprensión más justa
de la esencia del objeto sobre el cual puede ocurrir que el hombre contemporáneo concentre su
atención; por eso es que consiento, hasta con gusto, en satisfacer esa curiosidad surgida en usted.
¡Escuche pues, y trate de no decepcionarme, sino de justificar mis esperanzas!
Mi original personalidad, "olfateada" ya por ciertos Individuums pertenecientes a los dos
coros del Tribunal Supremo que imparte la Justicia objetiva, y en la Tierra, por un número muy
limitado de personas, se ha edificado sobre tres datos específicos, fijados en mí en el curso de mi
edad preparatoria.
El primero se convirtió, desde su aparición, en la palanca directora de mi Todo integral, y
los otros dos en las "fuentes vivificadoras" que alimentan y perfeccionan al primero.
Ese primer dato se constituyó en mí cuando apenas era un chiquillo.
Mí querida abuela difunta aún vivía; tenía poco más de cien años.
En la hora de su muerte -j que el Reino de los Cielos le pertenezca!-mi madre me condujo
hacia su lecho, como era entonces la costumbre, y mientras yo besaba su mano derecha, mi querida
abuela puso su mano izquierda moribunda sobre mi cabeza, y me dijo con una voz baja pero clara:
"¡Tú, el mayor de mis nietos!
¡ Escucha... y acuérdate siempre de mi última voluntad: en la vida, jamás hagas nada como
los demás!"
Después fijó su mirada en el puente de mi nariz y, notando probable- mente que me había
quedado perplejo ante sus palabras, añadió un poco enfadada, con tono autoritario:
"O bien no hagas nada en absoluto -ve solamente a la escuela- o bien haz algo que nadie
hace".
Dicho esto, con un evidente impulso de desprecio hacia los que la rodeaban y de digna
conciencia de sí, entregó, sin vacilar, su alma en las manos de Su Fidelidad el Arcángel Gabriel.
Pienso que será interesante para usted, y puede que hasta instructivo, saber que todo eso
produjo en mí una impresión tan fuerte que, de pronto, me sentí incapaz de tolerar a mis semejantes,
y que al salir de la habitación en donde reposaba el "cuerpo planetario" perecedero, causa de la
causa de mi venida al mundo, me introduje muy despacito, tratando de pasar desapercibido, en el
foso en el que conservaban durante la cuaresma, el afrecho y las mondas de papa para los
"basureros" de la casa, es decir para los cerdos; allí me quedé tendido, sin beber ni comer, asediado
por un torbellino de pensamientos perturbadores y embrollados -nacidos, por suerte para mí, en
cantidad limitada en mi cerebro de niño- hasta que mi madre hubo regresado del cementerio y que
su llanto, causado por haberse dado cuenta de mi ausencia y por su vana búsqueda, me arrancó de
mi torpor.
Saliendo entonces de mi foso, me quedé inmóvil unos instantes, las manos tendidas hacia
adelante, luego me arrojé a ella, me así fuertemente de su falda y, pataleando, me puse, sin saber
por qué, a remedar el rebuzno del asno de nuestro vecino, el juez de instrucción.
¿Por qué hizo todo eso tan fuerte impresión en mí? ¿Por qué me porté, casi
automáticamente, de modo tan extraño? He reflexionado con frecuencia sobre eso los últimos años,
particularmente en los días llamados de "mediados de cuaresma", pero hasta hoy no lo he
comprendido todavía.
Entretanto, me pregunto si no sería que la habitación donde se realizó esa ceremonia, que
habría de tener tan enorme influencia en toda mi vida, estaba impregnada hasta en sus mínimos
rincones del olor de un incienso especialmente importado de un monasterio del Monte Athós, muy
conocido entre los adeptos de todos los matices, de la religión cristiana.
Sea lo que sea, esos son los hechos.
En los días que siguieron a ese suceso, mi estado general no sufrió nada en particular, salvo
que caminaba más frecuentemente que de costumbre con los pies en el aire, es decir, con las manos.
El primero de mis actos que estuvo claramente en desacuerdo con las manifestaciones de
mis semejantes, pero sin que en él participara mi consciente, ni tampoco, por otra parte, mi
subconsciente, sobrevino el cuadragésimo día después del deceso de mí querida abuela. Nuestra
familia entera, parientes próximos y lejanos, y todos los que estimaban a mi abuela -ella gozaba, por
lo demás, del afecto de todos- estaban reunidos en el cementerio, según la costumbre, para celebrar
sobre sus restos mortales una ceremonia llamada "réquiem". De repente, sin ton ni son -en vez de
observar la "etiqueta" que consiste, entre los hombres de todas las posiciones y de todos los grados
de moralidad tangible e intangible, en mantenerse quieto, como consternado, con una expresión de
tristeza en el rostro, y si posible, hasta con lágrimas en los ojos- me puse a bailar y saltar alrededor
de la tumba, cantando:
Paz al alma
Paz, al alma de la bella
Toda de oro y calma
La doncella
y así sin interrupción...
Es desde ese momento que, ante toda "monería" -o sea ante toda imitación de las
manifestaciones automáticas habituales de los presentes- surge siempre en mi presencia "algo" que
suscita en ella lo que llamaría ahora una "tendencia imperiosa" a no hacer nada como los demás.
A esa edad, por ejemplo, yo me portaba así:
Si mi hermano, mis hermanas y los niños del vecindario, se adiestraban en agarrar una
pelota con la mano derecha, comenzando por lanzarla al aire como todos tienen por costumbre, yo,
para lograrlo, la hacía rebotar primero con fuerza contra el suelo, después la cogía en el aire
delicadamente entre el pulgar y el dedo medio de la mano izquierda, habiendo dado antes una
voltereta.
Cuando los niños bajaban una pendiente en trineo con la cabeza hacia adelante, yo lo hacía
en "marcha atrás" como decían ellos. O bien, cuando nos distribuían pasteles de Abaram que los
otros antes de comer se ponían, por costumbre, a lamer, posiblemente para darse cuenta de su gusto
y hacer durar el placer, yo, en cambio, olfateaba primero ese alajú por todos los lados, a veces hasta
lo acercaba a mi oído, escuchaba con atención y murmuraba, casi inconscientemente tal vez, pero sí
con la mayor seriedad: "Bien hecho, sabes, bien hecho: no te atraques, por favor"; después,
acompañándome de algunos sonidos acompasados, me lo comía de un bocado, tragándomelo entero
sin saborearlo -y así sucesivamente.
El primer acontecimiento que suscitó en mí uno de los dos datos, convertidos desde
entonces en las "fuentes vivificadoras" que animan y refuerzan la exhortación de mi difunta abuela,
se produjo a la edad en que el chiquillo que yo era se transformó en un "joven granuja", modelo de
candidato al título de "mozo de exterior agradable, pero de interior sospechoso".
Ese suceso se produjo por azar -a menos que haya sido por disposición especial del Destino-
en las circunstancias siguientes:
Un día, ayudado por unos pillos como yo, coloqué en el techo de la casa vecina un "lazo"
para cazar palomas.
Uno de los chicos, que, inclinado encima de mi cabeza, me observaba atentamente, dijo:
-"Si fuera yo, pondría el nudo de crin de modo que el dedo medio de la paloma, el más
largo, no quede enganchado, pues, como acaba de explicárnoslo nuestro maestro de zoología, es en
ese dedo donde se concentran todas las reservas de fuerza de la paloma cuando se debate y
naturalmente, si ese dedo se enreda en el lazo, lo romperá sin dificultad".
Ante esta observación, otro chico que se encontraba justo frente a mí y no podía hablar sin
lanzar torrentes de saliva en todas las direcciones, empezó a salpicarnos gruñendo las siguientes
palabras:
-"Para tu máquina de hablar, maldito bastardo, semilla de hotentote. Tu maestro no es más
que un engendro como tú. Admitamos que toda la fuerza física de la paloma esté concentrada en el
dedo medio: razón demás para arreglárselas de modo que sea ese mismo dedo el que se enganche en
el nudo. Será entonces cuando adquiera toda su importancia para nuestro propósito -la captura de
esas infelices criaturas, las palomas- cierta particularidad, innata en todo portador de esa "cosa"
viscosa y blanda, el cerebro, o sea ésta: cuando bajo la acción de nuevas influencias, de las cuales
depende el insignificante poder de manifestación de ese cerebro, se efectúa de acuerdo con las leyes
un cambio de presencia periódicamente necesario, el ligero desconcierto que de ahí resulta -y cuya
razón de ser es intensificar otras manifestaciones del funcionamiento general- determina al instante
un desplazamiento temporal del centro de gravedad de todo el organismo, en el cual no desempeña
esa "cosa" viscosa más que un papel muy reducido, lo que produce a menudo, en el conjunto de ese
funcionamiento, resultados inopinados, insensatos hasta el absurdo . . ."
Lanzó esta última palabra con tales torrentes de saliva que mi cara parecía haber estado
expuesta a la acción de un "pulverizador" de concepción y fabricación alemanas para teñir telas con
anilina.
Eso fue más de lo que podía soportar, y, sin levantarme, me precipité hacia él de cabeza,
asestándole un formidable golpe en la boca del estómago, que inmediatamente lo dejó tendido "sin
conocimiento".
No sé ni deseo saber qué resultados aparecerán en el pensar de usted por el relato del
cúmulo extraordinario de circunstancias que voy a describirle; en cuanto a mí, esa coincidencia
contribuyó fuertemente a hacerme creer que todos los sucesos acaecidos en mi infancia y los cuales
refiero aquí, lejos de haber sido simples efectos del azar, han sido creados de propósito por ciertas
fuerzas extrañas.
He aquí los hechos: fui instruido en proezas de esa clase apenas unos días antes de ese
incidente, por un sacerdote griego de Turquía; perseguido por los turcos a causa de sus opiniones
políticas, tuvo que huir de allí, y mis padres, a su llegada a nuestro pueblo, lo contrataron como
profesor de griego moderno.
No sé en que se fundaban las convicciones políticas y las ideas de ese sacerdote griego, pero
recuerdo muy bien que, en todas nuestras conversaciones -hasta cuando él me explicaba la
diferencia entre las exclamaciones del griego antiguo y las del griego moderno- se transparentaba
claramente su deseo de volver cuanto antes a Creta para manifestarse allí como debe hacerlo un
verdadero patriota.
Hay que confesarlo, yo mismo me horroricé de los resultados de mi destreza, pues no
conociendo todavía el efecto de un golpe en ese sitio, creí haberlo matado.
Mientras yo experimentaba ese miedo, otro chico que me había visto hacerlo, primo
hermano probablemente de la víctima de mi "habilidad en el ataque", impulsado probablemente por
el sentimiento de "consanguinidad", arremetió contra mí sin reflexionar, y me golpeó a más no
poder en plena cara.
Los golpes me hicieron "ver las estrellas" como dicen, mientras mi boca se llenaba de un
alimento destinado a la ceba artificial de un millar de pollos.
Al cabo de algún tiempo, cuando esas dos sensaciones insólitas se calmaron un poco, sentí
un cuerpo extraño en mi boca. Lo saqué muy rápido con los dedos: no era ni más ni menos que un
diente de gran tamaño y de forma singular.
Viéndome examinar ese diente extraordinario, los chicos se agruparon a mi alrededor, y en
medio de un profundo silencio se pusieron a su vez a observarlo con la mayor curiosidad, mientras
mi víctima, recobrando el conocimiento, se levantó y, acercándose a mí como si no hubiera
sucedido nada, miró también con asombro mi diente.
Ese diente extraño presentaba siete ramificaciones, y en la extremidad de cada una de ellas
goteaba, luminosa, una lágrima de sangre; y a través de cada una de esas gotas transparentaba claro
y distinto, uno de los siete aspectos de manifestación del rayo blanco.
Siguiendo a ese mutismo, tan singular para jóvenes rapaces como nosotros, la barahúnda
habitual tomó su libre curso y se decidió con grandes vociferaciones ir en seguida a donde el
barbero, sacamuelas instituido, y preguntarle por qué ese diente era así.
Bajamos todos como una tromba del techo para ir a casa del barbero.
Yo, el "héroe del día", iba a la cabeza, naturalmente. Tras una ojeada distraída, el barbero
declaró que esa era simplemente una muela del juicio, y que era así en todos los humanos del sexo
masculino, quienes antes de haber balbuceado "papá" y "mamá", no habían tomado más leche que
la de su madre, y sabían al primer vistazo distinguir a su padre entre muchas personas.
Este suceso, en el cual mi pobre muela del juicio fue, por así decirlo, el "chivo expiatorio",
tuvo un doble efecto. Por una parte, desde entonces, mi consciente se penetró en toda ocasión de la
esencia misma de la última voluntad de mi difunta abuela -¡que el Reino de los Cielos le
pertenezca! Por otra parte, al no recurrir a un "dentista diplomado" para curar la cavidad de mi
muela (lo cual además no podía hacer, estando nuestra casa tan lejos de todo centro de cultura
contemporánea) se produjo ahí una especie de supuración crónica, que tenía la propiedad -como me
lo explicó recientemente un meteorólogo muy conocido, de quién me hice por casualidad amigo
íntimo, a consecuencia de frecuentes encuentros en los restaurantes nocturnos de Montmartre- de
despertar una tendencia imperiosa a investigar las causas de todo "hecho real" de naturaleza insólita,
y esa propiedad independiente de mi herencia, hizo poco a poco de mí un especialista en el arte de
escudriñar los "fenómenos sospechosos de toda clase" que encontraba en mi camino..
Y cuando me transformé -con la ayuda, por supuesto, de Nuestro Maestro Universal, el
Despiadado Heropás, es decir, el "curso del Tiempo"- en el tipo de mozo que ya caractericé, esa
nueva propiedad se convirtió entonces en un foco inextinguible de calor y de vida para mi
consciente.
El segundo factor vivificante que aseguró la fusión definitiva de la última voluntad de mi
querida abuela con los elementos constitutivos de mi individualidad fue el conjunto de impresiones
que produjeron en mí ciertas informaciones respecto al origen de un principio que se convirtió más
tarde -como lo demostró el Sr. Allan Kardec en el curso de una sesión de espiritismo
"absolutamente secreta"- en uno de los más importantes "principios de vida" para los seres que
pueblan todos los demás planetas de Nuestro Gran Universo.
Ese principio universal de vida se formula así:
"Cuando se hace la fiesta, se hace hasta el final, incluidos transporte y embalaje".
Como ese principio ha nacido en el mismo planeta de usted –donde digámoslo de una vez,
ustedes pasan el tiempo holgando en un lecho de rosas, cuando no bailando el fox-trot- no me
reconozco el derecho de ocultarle los datos que poseo al respecto, y que le harán comprender ciertos
detalles de su aparición.
Poco después de haberse implantado en mi naturaleza el deseo inconsciente de conocer la
causa de "hechos reales" de toda índole, fui por primera vez al corazón de Rusia, a la ciudad de
Moscú. Al no encontrar allí nada que pudiera satisfacer esa necesidad de mi psiquismo, me dediqué
a investigar las leyendas y los refranes rusos, y un buen día -ya fuese por azar, o en virtud de una
serie de circunstancias objetivamente conformes a las leyes- me enteré de lo siguiente:
Un ruso, considerado por sus circundantes como un simple comerciante, tuvo que ir, por
negocios, de su ciudad de provincia a la segunda capital de su país, Moscú, y su hijo preferido (por
el hecho, tal vez, de que no se parecía sino a su madre) le rogó traerle cierto libro.
Al llegar a Moscú, ese insigne autor de un principio universal de vida se embriagó hasta el
tope, con uno de sus amigos, de verdadera vodka rusa, como era y como todavía es de rigor allá.
Y en cuanto esos dos miembros de una de las grandes agrupaciones contemporáneas de
criaturas bípedas hubieron vaciado el número deseado de copitas de esa "delicia rusa", se
enfrascaron en una conversación sobre la "instrucción pública", ya que era tradicional empezar con
ese tema; de golpe el mercader, acordándose por asociación del encargo de su hijo, resolvió ir en el
acto con su amigo, a comprar el libro pedido.
En la tienda, después de hojear la obra que acababan de entregarle, el comerciante se
informó de su precio.
El dependiente le dijo que el libro costaba sesenta kopecks.
Pero al notar que el precio indicado en la cubierta era sólo de cuarenta y cinco kopecks, el
comerciante se puso a reflexionar de manera inusitada -sobre todo para un ruso- y haciendo un
extraño ademán con los hombros, se enderezó abombando el torso como un oficial de la guardia,
firme en el sitio y, después de una ligera pausa, dijo tranquilamente, pero con tono de gran
autoridad:
-El precio marcado aquí es de cuarenta y cinco kopecks. ¿Por qué pide usted sesenta?
El dependiente, adoptando entonces la expresión "oleaginosa" típica de todos los empleados,
respondió que el libro no costaba en efecto más que cuarenta y cinco kopecks, pero que debía
venderse en sesenta, ya que había quince kopecks en gastos de transporte y de embalaje.
A esa respuesta, nuestro mercader ruso, muy confundido por los dos hechos contradictorios
y sin embargo claramente conciliables, pareció ser presa de algo insólito. Levantando los ojos hacia
el techo, se puso a reflexionar, pero esta vez como un profesor inglés que hubiese inventado las
cápsulas de aceite de ricino, y de pronto, volviéndose hacia su amigo, profirió por primera vez en el
mundo estas palabras que expresaban por su esencia una verdad objetiva incontestable, y que han
adquirido desde entonces carácter de sentencia:
-Que no quede por eso, querido; nos llevamos el libro. Hoy da igual.
Estamos de fiesta, y cuando se hace la fiesta, se hace hasta el final, incluidos el transporte y
el embalaje.
En cuanto a mí, infeliz condenado a padecer en vida las delicias del infierno, me quedé
mucho tiempo tras ese descubrimiento, en un estado extraño, como jamás experimenté ni antes, ni
después. Era como si todas las asociaciones y emociones de fuentes diversas que habitualmente se
efectúan en mí, se hubieran puesto a "correr el Derby", como dirían los jivintses contemporáneos.
Al mismo tiempo, sentía también un intenso picor, casi inaguantable, a lo largo de la
columna vertebral, y en el centro mismo de mi plexo solar unos "cólicos" igualmente intolerables; y
todas estas extrañas sensaciones, que se estimulaban las unas a las otras, dejaron sitio, al cabo de
algún tiempo, a un estado de calma interior que nunca más experimenté después, salvo el día en que
procedieron conmigo a la ceremonia de la "gran iniciación" en la cofradía de los "hacedores de
mantequilla con aire".
Cuando mi "Yo", es decir esa cosa desconocida, que un tipo original de la más remota
antigüedad -calificado de "sabio" por sus seguidores, como lo son todavía hoy las personas de esa
clase- caracteriza así: "aparición relativamente pasajera, dependiente de la calidad de
funcionamiento del pensamiento, del sentimiento y del automatismo orgánico", y que otro sabio
célebre de la antigüedad, el árabe Mal-el-Lel describe a su vez como el "resultado conjugado del
consciente, del subconsciente y del instinto" - definición "tomada en préstamo" después, dicho sea
de paso, por un sabio griego no menos célebre, llamado Jenofonte- cuando mi "Yo", digo, hubo
vuelto su atención pasmada hacia el interior, constató primero muy claramente que todo lo que me
había permitido comprender hasta la más mínima palabra de esa sentencia, reconocida como un
"principio universal de vida", se había convertido en mí en una sustancia cósmica particular, la cual,
fusionándose con los datos cristalizados antes por la última voluntad de mi querida abuela, se había
transformado a su vez en "cierta cosa" y que esa "cierta cosa", al penetrar toda mi presencia, se
había fijado para siempre en cada átomo que la constituye. En segundo lugar, mi desdichado "Yo"
sintió claramente y reconoció, con un sentimiento de sumisión, la dolorosa certidumbre de que
desde entonces yo debería, siempre y en todo, sin excepción, manifestarme según esta propiedad
que se había formado en mi presencia, no según las leyes de la herencia, ni bajo la influencia de las
condiciones circundantes, sino por la acción de tres causas exteriores accidentales que no tenían
nada en común las unas con las otras a saber: las exhortaciones de una persona que había sido, sin
que yo hubiese tenido en ello el menor deseo, la causa pasiva de la causa de mi aparición en este
mundo; mi muela descuajada por tal bribonzuelo cualquiera, y eso porque su primo era "baboso";
por último, la sentencia surgida de la boca aguardentosa de un personaje completamente extraño
para mí: cierto "comerciante ruso".
Antes de conocer ese "universal principio de vida", si me manifestaba diferentemente de
todos los animales bípedos, mis semejantes -que nacen y vegetan en el mismo planeta que yo- lo
hacía de manera automática y sólo a veces medio consciente; pero, después de ese descubrimiento,
comencé a hacerlo conscientemente, con la sensación instintiva de dos impulsos con- fundidos: la
satisfacción de sí y la conciencia de sí, nacidas del cumplimiento leal y correcto de mi deber para
con la Madre Naturaleza.
Debo incluso insistir en el hecho de que antes de ese acontecimiento, aun cuando yo no
hacía nada como los demás, mi comportamiento no atraía especialmente las miradas; pero a partir
del momento en que mi naturaleza asimiló la esencia de ese principio, todas mis manifestaciones,
ya fuesen voluntarias, dirigidas hacia una meta, o simplemente destinadas a "pasar el tiempo",
adquirieron gran fuerza de vida, y favorecieron la formación de "callosidades" en los diversos
órganos perceptores de todas las criaturas, mis semejantes, sin excepción, cuando ponían directa o
indirectamente su atención en lo que yo hacía; por otra parte, para obedecer la última voluntad de
mi difunta abuela, llevé mis actos hasta su límite extremo, y adquirí el hábito, al comienzo de todo
asunto nuevo, y cada vez que se modificaba - claro está, en el caso de que se extendiera- de
pronunciar siempre, ya fuese mentalmente o en voz alta, esta fórmula:
"¡Si haces la fiesta, hazla hasta el final, incluido el transporte y el embalaje!".
Ahora, por ejemplo, ya que, por razones que no dependen de mí, sino de ciertas condiciones
fortuitas y singulares de mi vida, me veo obligado a escribir libros, sólo puedo hacerlo
conformándome al principio determinado poco a poco por extraordinarias combinaciones de
circunstancias, el cual se ha identificado con cada átomo de mi presencia general.
Esta vez pondré en práctica ese principio psico-orgánico de la manera siguiente: en lugar de
seguirla costumbre de los escritores, que es, desde hace siglos, la de tomar como tema de sus
"obras" supuestos acontecimientos que habrían sucedido o que sucederían hoy en la Tierra, yo
tomaré en cambio, acontecimientos a escala del mundo entero. En este caso una vez más, "cuando
uno toma, toma", es decir "cuando se hace la fiesta, se la hace de veras".
A escala de la Tierra, cualquiera puede escribir. ¡Pero yo!... ¡yo no soy cualquiera!
¿Cómo podría limitarme a nuestra "Tierra de nada" -desde un punto de vista objetivo?
No, yo no lo puedo hacer, no puedo tomar como tema de mis obras uno de los que toman
generalmente los otros escritores, y no lo puedo hacer, por la sola razón de que si mi abuela lo
supiera -después de todo, las afirmaciones de nuestros sabios espiritistas quizás no son
completamente inexactas - ¿se representa usted lo que le sucedería a mi buena, a mi querida abuela?
Se daría vuelta en su ataúd, como dicen, no sólo una vez, sino -tal como la conozco desde
que me convertí en "as" en el arte de meterme en el pellejo de otro- una gran cantidad de veces,
tantas, que hasta correría el riesgo de ser transformada en "veleta irlandesa".
En cuanto a ustedes, mis lectores, no se inquieten ... Yo hablaré también de la Tierra; pero
desde un punto de vista tan imparcial que este planeta relativamente pequeño, con todo lo que lleva,
tendrá en mi libro el lugar correspondiente al que ocupa en realidad, y que según la sana lógica de
usted -en la medida, claro está, en la que yo le sirvo de guía- debe de ocupar en Nuestro Gran
Universo.
Del mismo modo, en cuanto a los héroes: naturalmente tendré que presentar en mis obras
"tipos" diferentes de los que describen y exaltan en la Tierra los escritores de todos los rangos y de
todas las épocas -diferentes de los héroes del tipo de esos Juanes, Jaimes o Pablos nacidos por
descuido, quienes durante el proceso de su preparación para una "existencia responsable", no
adquieren nada de lo que debe poseer una criatura a la imagen de Dios, es decir un hombre, y sólo
desarrollan en ellos progresivamente, hasta su último soplo "atractivos" diversos, como
"lubricidad", "baba", "enamoramiento", "perfidia", "sensiblería de corazón", "envidia" y otros vicios
indignos del hombre.
Tengo la intención de tomar como héroes de mis obras tipos que uno deberá, por las buenas
o las malas, sentir con todo el ser como reales, y con respecto a los cuales deberá cristalizarse
inevitablemente, en el lector, la noción de que cada uno de ellos es verdaderamente "alguien" y no
"cualquiera".
Durante estas últimas semanas, mientras estaba todavía en cama, físicamente exhausto,
esbozando en el pensamiento el programa de mis obras, y meditando en la forma y el orden de su
exposición, decidí tomar por héroe principal de la primera serie... ¿sabe usted a quién? al gran
Belcebú en persona . . .
Y eso sin tener en cuenta que mi elección podría provocar desde el comienzo, en el pensar de la
mayoría de los lectores, asociaciones de idea que suscitarían en ellos toda clase de impulsos
automáticos contradictorios, surgidos de un conjunto de datos necesariamente constituidos en el
psiquismo de los hombres debido a las condiciones anormalmente establecidas en su vida exterior y
cristalizadas en ellos gracias a su famosa "moral religiosa", lo cual no dejaría de traducirse en una
hostilidad inexplicable hacia mi.
¿Sabe usted, lector? '
Si a pesar de mi advertencia, quisiera usted arriesgarse a conocer la continuación de esta
obra, a esforzarse por asimilarla con un espíritu de imparcialidad, y a comprender la esencia misma
de las cuestiones que tengo la intención de aclarar, yo me propongo - a fin de tener en cuenta esa
particularidad psíquica innata en el hombre, según la cual el bien no puede ser percibido por él sin
oposición sino en la medida en la que se establece un "lazo" de sinceridad y de confianza mutua-
confesarle a usted desde ahora, con toda franqueza, las asociaciones que se han formado en mí para
consumir poco a poco, en la esfera apropiada de mi consciente, ciertos datos que han sugerido a mi
individualidad escoger como héroe principal de mis obras a un Individuum tal como el Señor
Belcebú, con todo lo que él representa ante los ojos de usted.
Y no fue sin astucia.
Mi astucia consiste simplemente en dar por descontado, con toda lógica, que si yo le presto
semejante atención, él querrá, seguramente –no tengo hasta ahora razón alguna para dudarlo-
demostrarme su agradecimiento ayudándome con todos los medios a su alcance, en las obras que
tengo la intención de escribir.
Aunque el Señor Belcebú esté hecho, como dicen, de otra pasta, posee, sin embargo -lo he
aprendido hace mucho tiempo en los tratados de un célebre monje católico, el hermano Fulón- un
rabo rizado; ahora bien, la experiencia me ha convencido formalmente que todo lo que está rizado
jamás es natural, y no puede obtenerse más que por medio de manipulaciones variadas; de lo que
concluyo, según la "sana lógica" formada en mi consciente por la lectura de libros de quiromancia,
que el Señor Belcebú, él también, debe tener su pequeña buena dosis de vanidad . .. ¿Cómo no
habría de poder entonces ayudar a quien le haga propaganda a su nombre?
No es por nada que nuestro incomparable maestro común Mulaj Nassr Eddin dice
frecuentemente:
"Sin untar la pata, no hay forma de vivir cómodo en ninguna parte, ni aún de respirar".
Y otro sabio terrestre, llamado Till Eulenspiegel, quien también edificó su sabiduría sobre la
crasa estupidez de los hombres, expresa la misma idea en estos términos:
"Sin engrasar las ruedas, no hay modo de partir".
Por conocer esta máxima de la sabiduría popular, y otras muchas además, elaboradas por
siglos de vida común, he resuelto "untar la pata" del Señor Belcebú, que dispone, como cada uno
sabe, de medios y de ciencia en profusión.
Alto ahí, viejo . . .
Bromas aparte, aun filosóficas, pareces haber violado por tus digresiones, uno de tus más
importantes principios, ése del cual has hecho tú la base del sistema destinado a realizar tus sueños
por medio de tu nueva profesión; ese principio consiste en jamás olvidar el debilitamiento de la
función del pensar en el lector contemporáneo, y, teniendo en cuenta ese hecho, en no fatigarlo
forzándolo a absorber múltiples ideas en un corto espacio de tiempo.
Cuando le pedí a una de las personas, siempre arrimadas a mi lado, con la esperanza de
merecer así "entrar en el Paraíso con sus botas", de leerme de un tirón en voz alta, lo que yo había
escrito en este primer capítulo, mi "Yo" -sostenido desde luego por los numerosos datos fijados en
mi psiquismo original en el curso de mi vida pasada, y que me permitieron, entre otras cosas,
comprender el psiquismo de las criaturas de tipos variados, mis semejantes- mi Yo, digo, comprobó
y reconoció formalmente que este primer capítulo suscitaría con seguridad en la presencia general
de todo lector, sea quien fuere, "cierta cosa" automáticamente provocadora de una marcada
hostilidad hacia mí.
A decir verdad, no es eso lo que me inquieta más en este momento; lo que me preocupa es el
hecho, comprobado al final de la lectura, de que en el conjunto de este capítulo, mi presencia
integral - en la cual mi "Yo" toma una parte muy restringida- se había manifestado contrariamente
al siguiente mandamiento del maestro universal que respeto entre todos, Mulaj Nassr Eddin:
"Jamás jeringues con tu bastón un nido de avispas".
Mas la emoción que había invadido el sistema del cual depende mi sentimiento, cuando
hube reconocido que el lector debía inevitablemente sentir animosidad hacia mí, se apaciguó de
repente, apenas mi pensar se recordó del viejo proverbio ruso:
"No hay mal que el tiempo no muela como grano, para que suelte su harina".
Desde entonces, no sólo la emoción provocada en ese sistema por la conciencia de la
desobediencia al mandamiento de Mulaj Nassr Eddin no me preocupa en lo más mínimo, sino que
se ha desencadenado en mis dos almas recientemente adquiridas, un extraño proceso, en la forma de
un picor violento, y que aumenta poco a poco hasta producirme dolores casi intolerables en la
región situada poco más abajo del lado derecho de mi "plexo solar", que ya sufre suficientemente
de hiperfuncionamiento, sin eso.
Espere, espere... me parece que ese proceso se calma a su vez, y que de las profundidades de
mi consciente -digamos, mientras tanto, de mi "subconsciente"- empieza a surgir todo lo que hace
falta para convencerme de que va a cesar completamente, pues acabo de acordarme de otro ejemplo
de sabiduría popular, y este último me hace considerar que si me he conducido sin tomar en cuenta
la advertencia del estimable Mulaj Nassr Eddin, en cambio, he actuado (sin premeditación)
conforme al principio de un personaje de lo más sabroso, cuyo nombre, sin duda, no se ha extendido
muy lejos, pero que se mantiene inolvidable para quién lo haya conocido, aunque fuese una vez;
quiero hablar de esa joya pura: Karapet de Tiflis.
Después de todo, este capítulo introductor se ha vuelto ya tan largo que no hará mucho daño
si lo alargo más para hablarle a usted de ese archisimpático Karapet de Tiflis.
Unos treinta a treinta y cinco años atrás, los talleres de la estación de Tiflis tenían un "pito
de vapor".
Cada mañana despertaba a los obreros del ferrocarril y a los empleados de los talleres; como
la estación de Tiflis está situada en una colina, el pito se oía en casi toda la ciudad, y despertaba no
sólo a los empleados del ferrocarril, sino a los demás habitantes.
Creo que los servicios municipales de Tiflis hasta habían intercambiado toda una
correspondencia con la administración del ferrocarril respecto a la perturbación ocasionada al sueño
matutino de los apacibles ciudadanos.
La obligación de hacer funcionar el pito estaba encomendada a ese Karapet, empleado
entonces en los talleres.
En la mañana, cuando él llegaba, antes de tomar la cuerda que operaba el pito, agitaba los
brazos en todas las direcciones, gritando solemnemente a pleno pulmón, como un Mulaj
mahometano desde lo alto de su minarete:
“! Vuestra madre es una... tal! ¡Vuestro padre es un... tal! ¡Vuestro abuelo es el más grande
de los... tales! ¡Que vuestros ojos, vuestros oídos, vuestra nariz, vuestro bazo, vuestro hígado,
vuestros callos!" En resumen, lanzaba a la redonda todas las injurias que conocía -y sólo después de
esto, agarraba la cuerda.
Al oír hablar de ese Karapet y de su costumbre, fui a verlo una tarde, después del cierre, con
una bota llena de vino de Cachetía, y tras haber cumplido con el "ritual de los brindis"
acostumbrado allá, le pregunté -guardando la forma, claro está, según el código local de las
"amabilidades"- por qué actuaba así.
Bebió su vaso de un trago y, después de haber cantado una famosa canción a la bebida, de
rigor en Georgia: "Hartémonos más, muchachos", me contestó sin apresurarse:
"Usted no toma el vino a la manera moderna, es decir por aparentar, sino que bebe
honradamente. Eso me indica ya que si usted busca conocer mi hábito, no es por curiosidad, como
nuestros ingenieros y nuestros técnicos, que me acosan con preguntas, sino por verdadero deseo de
saber; por consiguiente quiero, y hasta considero que debo confesarle a usted francamente las
escrupulosas reflexiones que me llevaron a adquirirlo.
Antes trabajaba de noche en los talleres como peón para lavar las calderas de las
locomotoras. Pero cuando instalaron el pito de vapor, el jefe del taller, quizás por razón de mi edad
y de mi incapacidad para los trabajos pesados, me asignó como única ocupación la de venir mañana
y tarde a una hora fija, a poner en marcha el pito.
Ya en la primera semana de mi nuevo servicio, noté que después de haber cumplido con mi
obligación, durante una hora o dos me sentía "muy raro".
Un extraño sentimiento . . . aumentaba cada día y terminó por transformarse en una angustia
instintiva que me hizo perder todo apetito -hasta por la sopa de cebollas; pensaba y repensaba en él
sin cesar tratando de adivinar su causa.
Rumiaba el asunto con intensidad particular al llegar a mi trabajo o al salir de él.
Mas, pese a todos mis esfuerzos, no encontré explicación alguna, ni siquiera aproximada.
Las cosas duraban así desde hacía casi seis meses, y el roce de la cuerda había vuelto la
palma de mis manos dura como pergamino viejo, cuando de repente, por grandísima casualidad,
comprendí lo que pasaba.
El choque que abrió mi comprensión y me condujo a una convicción inquebrantable me fue
dado por una exclamación que oí en las circunstancias siguientes -bastante raras por cierto.
Una buena mañana, no habiendo dormido lo suficiente porque había pasado una parte de la
noche en casa de unos vecinos que celebraban el bautizo de su novena hija, y la otra parte leyendo
un libro raro y muy interesante titulado "Los Sueños y la Hechicería", que cayó por casualidad en
mis manos, me apresuraba a ir a mandar el vapor, cuando vi. de golpe, en una esquina de la calle, a
un enfermero conocido mío, adscrito al servicio sanitario de la ciudad, que me hacía señas para que
me detuviese.
La función de ese enfermero consistía en recorrer las calles de la ciudad a ciertas horas con
un asistente, empujando un carro especialmente equipado, y capturar de paso todos los perros
vagabundos cuyos collares no llevasen la placa de metal entregada por la ciudad de Tiflis contra el
pago del impuesto. Llevaba luego los perros al matadero, en donde los guardaban durante dos
semanas por cuenta de la ciudad, y los alimentaban con los desechos del matadero. Si durante ese
plazo no habían sido reclamados por sus dueños, o si el impuesto no había sido pagado, los perros
eran conducidos con gran pompa hacia una salida que llevaba directamente a un horno especial.
Poco después fluía, del otro lado de ese homo notable y saludable, con murmullo
encantador, para gran beneficio de nuestra municipalidad, cierta cantidad de grasa de una pureza
ideal y de una transparencia perfecta, destinada a la fabricación de jabones, y quizás también a otra
cosa, mientras vertía por otra parte, con ruidos no menos encantadores, un flujo de sustancias muy
útiles como abono.
Mi amigo el enfermero atrapaba los perros con un procedimiento de lo más simple, y de una
maravillosa ingeniosidad.
Se había conseguido una vieja red de pescar de grandes dimensiones, que llevaba doblada de
cierta manera sobre su robusta espalda durante las expediciones que emprendía por el bien de la
humanidad en los barrios de mala fama de nuestra ciudad, y cuando uno de esos perros "sin
pasaporte" caía en el campo de percepción de sus ojos clarividentes, terribles para toda la gente
canina, él, sin apresurarse, se acercaba al perro furtivamente, con la suavidad de la pantera, y
aprovechando el momento en que el animal mostraba interés o atracción por alguna cosa, lanzaba su
red sobre él y lo envolvía hábilmente; luego, halando hacia sí el carro sobre el cual tenía una jaula,
desenredaba el perro para encerrarlo en ella.
En el momento en que mi amigo enfermero me detuvo, estaba precisamente vigilando a su
víctima; aguardaba el momento propicio para echar su red sobre un perro que movía la cola, parado
frente a una perra.
Se preparaba a hacerlo, cuando de golpe sonó la campana de la iglesia vecina, llamando a
los habitantes a la misa de la mañana.
Asustado por esos sonidos inesperados que repercutían en el silencio matinal, el perro dio un
salto de lado y luego echó a correr como un loco, a galope tendido, a lo largo de la calle desierta.
Entonces el enfermero, presa de una cólera que se le extendía hasta los pelos de la axila, tiró
la red a la acera, y escupiendo por encima de su hombro izquierdo, gritó: "¡Ah! ¡demonios!
¡precisamente ahora tenían que tocar!".
Apenas la exclamación del enfermero llegó a mi aparato de comprensión, se agolparon
numerosos pensamientos en mi cabeza, que me llevaron finalmente a una visión correcta, en mi
opinión, de la razón por la cual era yo presa de esa angustia instintiva.
Después de este descubrimiento, experimenté de inmediato una fuerte contrariedad por el
hecho de que esa idea, tan simple y tan límpida, no me hubiese venido mucho antes a la mente.
Yo sentía con todo mí ser que mi intervención en la vida pública debía dar necesariamente
por resultado la sensación que sufría mi presencia desde hacía seis meses.
En efecto, todo hombre arrancado de su dulce sueño matutino por el grito estridente del pito
de vapor no puede dejar de maldecirme a diestra y siniestra, a mí, causa de esa infernal cacofonía,
lo cual hace afluir de todas partes sin duda alguna, hacia mi persona, las vibraciones de
innumerables deseos malévolos.
Ese famoso día, luego de haber cumplido con mi obligación fui a sentarme, presa de mi
estado habitual, en la taberna vecina. Mientras comía mi refrigerio, reflexionaba y llegué a la
conclusión de que si yo maldecía por adelantado a todos los que mi servicio parecía afectar de
manera irritante en su bienestar, esas personas que se encontraban dentro de la "esfera de la
idiotez", es decir, como lo explicaban en el libro que había leído la víspera, entre el sueño y la
modorra, ya podrían maldecirme cuanto quisieran, pues eso no tendría ya entonces ningún efecto
sobre mí.
Y debo decir que desde ese día, jamás he vuelto a sentir esa "angustia instintiva"."
Pero, ahora, paciente lector, no me queda más que terminar este capítulo de introducción.
Sólo me falta firmar.
El que...
¡Detente, so monstruo! No se juega con la firma; recuerda cómo, en un país de Europa
Central te obligaron a pagar diez años de alquiler por una casa que habitaste sólo tres meses, por la
única razón de que habías firmado de tu puño y letra un papel por el cual te comprometías a renovar
el arrendamiento cada año.
¡Y cuántas otras experiencias por el estilo!
Después de esto, claro está, debo ser muy, muy prudente en lo que concierne a mi firma.
Basta.
Aquél a quien llamaban Tatah" en su infancia, "el Moreno" en su juventud, más tarde "el
Griego Negro", en los años de su madurez "el Tigre del Turkestán", y quién, hoy, no es cualquiera,
sino "Monsieur" o "Mister Gurdjieff en persona, o también "el sobrino del Príncipe Mujransky", o
muy simplemente:

EL MAESTRO DE DANZA

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