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Los raros

No es fácil ordenar en mi mente lo que pasó ese día. Ni siquiera es fácil contarlo. Porque
primero que nada tengo que reconocer que fui un idiota. Que durante muchos años fui un
verdadero idiota con Quimera.

A ver: fue una broma estúpida, que ni siquiera sé por qué la hicimos. Y la verdad, cuando
tomé a escondidas las llaves de la bóveda, ni se me ocurrió pensar que estaba profanando
nada. Y eso que son mis ancestros los que están ahí. Mis abuelos, mis bisabuelos, tíos,
primos de mi mamá… Qué se yo, no lo pensé.

La cosa era hacer una broma pesada, bien pesada. Algo para que Quimera se hiciera en los
pantalones. Para que nos pudiéramos matar de risa un rato. No sé qué me molestaba de
él, sinceramente: solo que fuera así, tan raro. Que estuviera siempre como en su mundo,
ajeno todo; que no le diera vergüenza mostrarse tal cual era. Por eso les dije a los chicos
que sí, que bueno, que lo hiciéramos. Total…

La excusa nos la dio la de Lengua: teníamos que filmar una leyenda urbana. Y como ya
teníamos todo el plan en la cabeza, lo invitamos a Quimera:

—¿Querés estar en nuestro grupo?

La bóveda era el escenario perfecto para nuestra filmación terrorífica: con su ventana
esmerilada, los manteles blancos y almidonados, los espantosos floreros. Y bueno, los
ataúdes, por supuesto, que son la manifestación misma del horror.

El plan era sencillo: meter a Quimera con cualquier excusa, cerrar la puerta y abandonarlo
ahí por un par de horas, aunque sin alejarnos demasiado para escucharlo llorar.
Eventualmente podíamos filmar la escena, no para Lengua sino para subirla a Twitter con
algún hashtag inteligente que se volviera trending topic. Pero bueno, hubo que ajustar un
par de cosas.

Primero porque en la puerta del Cementerio me frenaron: sin autorización de mis viejos,
no nos dejaban pasar. Me dio bronca porque era obvio que no había ninguna normativa al
respecto. ¿O yo no tenía derecho a visitar la tumba de mis familiares? Creo que todo se
reducía a que el cuidador no confiaba en nosotros.

Y ahí Quimera se lució. Le empezó a temblar la barbilla y, enseguida, los ojos se le


humedecieron. Por un momento, pensé que al tarado le había dado por llorar en serio
pero apenas abrió la boca quedó claro que estaba montando un show:

—¿Por qué…Por qué no me dejan visitar a mi abuela? Tengo que ver su tumba. ¡Por
favor!

En ese momento lo habría aplaudido. La verdad, jamás hubiera pensado que alguien
conocido (digo alguien de verdad, de esa gente con la que uno se cruza todos los días)
pudiera mandarse una actuación como esa. Porque Quimera lloraba de verdad, le caían
las lágrimas, ¡hasta yo le creí que era mi primo!

Y así pasamos. Pero con una advertencia del guardia de seguridad:

—Los voy a estar vigilando.

Por eso en vez de quedarnos todos juntos, pensamos otra estrategia. Yo me ubiqué como
a ciento cincuenta metros de la bóveda de mi familia. Desde ahí veía perfectamente la
entrada del cementerio con su guardia antipático. No me emocionaba hacer de campana,
pero Juanse tenía un mejor celular para filmar a Quimera. Y Gonza, obvio, entre quedarse
con él y ver el espectáculo en primera fila o irse conmigo a la Conchinchina, ni lo pensó.

Y así fue como me quedé solo, en esa callecita estrecha y gris que parecía de otro siglo.
Las construcciones eran tan viejas que las paredes estaban llenas de manchas, no sé si de
humedad o de mugre. Las únicas flores que se veían estaban marchitas y el piso todo
mojado, capaz que por los mismos cimientos (porque llover, no llovía).

Me senté en un escalón de mármol, apoyando la espalda sobre una puerta de hierro. El


lugar estaba abandonado: papeles de caramelo, una lata de gaseosa y una bolsa de
supermercado que se me enganchó en la zapatilla. Para pasar el rato, saqué un cigarrillo.
Pero había tanta corriente de aire que era imposible mantener la llama del encendedor
prendida.

—A ver si te tapo el viento —La voz me sorprendió. El tipo estaba parado justo frente a
mí. Era alto y medio rubio. Tenía la cara chupada de tan flaco y los ojos chiquitos, como
achinados. Iba bien vestido. Demasiado bien vestido, demasiado raro. Con un pañuelo a
rayas en el cuello, todo abultado como si fuera una bufanda. Y el detalle más bizarro:
fumaba una pipa larga, de dos colores.

—¿Eeeh? —balbuceé.

—Que capaz, si te tapo el viento —y se acercó hasta donde yo estaba, atajando la brisa

molesta — el encendedor no se apaga. A ver, probá ahora…

El cigarrillo encendió. Iba a decirle gracias pero me distrajo su conversación:

—¿Y vos qué hacés, acá solo?

—Esperando a mi vieja –mentí—. No me banco estar encerrado en la bóveda.

—Y sí… ¡Es feo! En eso son mejores los cementerios parque. Y además, huelen más rico.

Lo dijo tirando una bocanada y su aliento me golpeó la cara. Algo se me revolvió adentro.
Pero no fue por el olor a tabaco, que apenas se notaba en medio de un hedor más ácido y
penetrante, como a desperdicio, a encierro, a perro viejo. Lo que fuera, tuve que hacer un
esfuerzo para no fruncir la nariz.

Por suerte, el tipo no me dio más charla y, tras darme una palmada en el hombro, se fue
alejando por la callecita angosta. Lo seguí con la vista hasta que dobló y entonces, recién
entonces, miré hacia donde estaban mis amigos.

Juanse me filmaba. Gonza y Quimera, detrás de él, se mataban de risa. Me acerqué


intrigado de que todavía no hubieran dado la gran estocada. Quimera estaba de lo más
tranquilo, no parecía haber vivido ninguna situación traumática y la puerta de la bóveda
de mi familia, estaba abierta de par en par.

—¿Qué pasó? —le pregunté a Gonza, que estaba unos pasos más adelante.

—Nada, ya fue… Era una broma estúpida. Y además, Quimera es copado.

Y sí, evidentemente tenía dotes histriónicos porque no pude evitar reírme cuando lo vi a
caminando como zombie entre las lápidas. Lo hacía de verdad muy bien, con un hombro
caído y arrastrando los pasos como si todo el esqueleto se le hubiera partido en pedazos.

—Ya está, tenemos todo… —dijo Juanse sin sacar la vista del celular.

Y yo, no sé por qué, me mandé a la bóveda. Los vidrios esmerilados hacían un efecto raro
con las luces que se movían como un oleaje sobre los mantelitos blancos de los ataúdes.
Toqué el único que conocía, el del abuelo Luis, y el mismo nudo en la garganta que había
sentido el día de su entierro, me volvió a cortar la respiración. No sé si fue la pena de ese
horrible recuerdo, o si fue la culpa por estar ahí, por haber pensado en usar a mis
ancestros para una broma tonta.

Entonces tuve la corazonada. No sé, me brotaron unas ganas incontenibles de bajar por la
escalera y mirar el subsuelo. El subsuelo de la bóveda donde ni siquiera mi vieja entraba.
Solo cada tanto lo inspeccionaba medio desde arriba (supongo que para asegurarse de
que no hubiera filtraciones ni problemas edilicios), como temiendo bajar los escalones a
ese inframundo de muertos desconocidos. Porque eran muertos que a ella no le
importaban. Gente que no había conocido nunca y estaban allí en la bóveda desde que
ella era muy chica; cuando era su mamá la que tenía que ir a limpiarla.

Yo sí bajé hasta el final. Y desde el centro, fui mirando uno a uno todos los cajones.
Algunos eran ligeramente ovalados en las puntas, otros eran más altos. Había marrón
oscuro y más claro, incluso de madera medio rojiza, como los muebles de nuestro
comedor. Y uno blanco, chiquito, que estaba sobre otro, bien cuadrado y sin ningún
herraje.
Sobre algunos, había portarretratos. Eran fotos viejísimas, amarillentas, puestas en
marcos metálicos y ovalados. Llenos de firuletes horribles que, tal vez por el entorno en el
que estaban, me resultaron diabólicos.

Después todo fue confuso. Los chicos que bajaban la escalera, Juanse extendiéndome su
celular para que yo viera la grabación maldita, la voz risueña de Gonza que desde la
pantalla me acusaba (“¿Qué hace, con quién habla?”) y la foto. La foto sobre el cajón sin
herrajes, amarillenta y macabra, de un tipo medio rubio, de cara chupada y ojos
achinados. Llevaba el mismo pañuelo a rayas, enroscado tipo bufanda, y su pipa larga de
dos colores.

Pero ese tipo raro, el de la foto, el que hacía un rato nomás me había ayudado a encender
mi cigarrillo, no salía en el vídeo que me mostraba Juanse. No… En ese vídeo estaba yo
solo, sentado en un escaloncito de mármol, con la vista en alto y conversando con nadie.
Gesticulando como un loco.

Al final, fui yo el que me hice en los pantalones. Y me sentí raro. Sobre todo cuando
Juanse y Gonza estallaron en una carcajada larguísima y cruel. ¿Y Quimera? Quimera me
abrazó sin asco. “Ya está, tranquilo: no pasa nada”, me dijo.

Y fue allí, frente a mis ancestros, ahí mismo junto al féretro de aquel tipo que estaba en
alguna parte de mi árbol familiar, cuando yo juré que nunca más — que nunca pero nunca
más— iba a burlarme de los raros.

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