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Taller de Expresión I

(cátedra Reale)

curso 2022

El ensayo breve
antología

Selección: Analía Reale


Índice

Los fundadores 3
Montaigne, “La amistad”......................................................................................... 3
Bacon, “Seguidores y amigos”................................................................................ 13

El ensayo literario y filosófico 14


John Berger, “Cada vez que decimos adiós”………………………………………. 14
Giorgio Agamben, “Filosofía del contacto”……………………………………..……... 23
Franco Berardi, “Facebook o la imposibilidad de la amistad”……………………….. 25
Byung-Chul Han, “Huida a la imagen” …………………………………...……………. 28

El ensayo en la prensa 30
Nicholas Carr, “¿Google nos está volviendo estúpidos?”…………………………... 30
Umberto Eco, “Una tarta de fresas y nata”…………………………………………… 39
Sherry Turkle, “Suelta el teléfono, vamos a conversar”….………………………….. 41

El ensayo académico 46
Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, “El mundo como cinevisión”………………………. 46
Maryanne Wolf, “Lector, vuelve a casa”…………….…………………………………. 51

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Los fundadores

Michel de Montaigne

Sobre la amistad

Observando la manera en que trabaja un pintor que


tengo a mi servicio, me han venido ganas de imitarlo.
Elige el lugar más bello y el centro de cada pared para
ubicar en él un cuadro elaborado con todo su talento.
Después llena el espacio alrededor de “grotescos”, que
son pinturas raras sin otra gracia que la variedad y la
extrañeza. Y, por cierto, ¿qué son estos “Ensayos” sino
“grotescos”, cuerpos monstruosos compuestos de
miembros diversos, sin forma bien definida, cuyo orden
y proporciones son frutos del azar?
Desinit in piscem mulier formosa superne
[Lo que empieza en mujer acaba en pez].
Horacio, Arte poética, 4.

Voy bien hasta aquí a la par de mi pintor, pero me


detengo en la etapa siguiente, que es la mejor parte del
trabajo, pues mi habilidad, en efecto, no alcanza para
realizar un cuadro rico, pulido y conforme a las reglas del arte. Entonces, me he permitido
tomar prestado uno a Étienne de la Boétie, que honrará el resto de esta tarea. Es un
discurso al que llamó La servidumbre voluntaria, pero que después fue rebautizado con
mucha propiedad El contra uno por quienes ignoraban su nombre. Lo escribió a manera de
ensayo, en su primera juventud, para honrar la libertad contra los tiranos. Desde hace
mucho circula entre gente cultivada y goza de una muy grande y merecida consideración,
pues es tan generoso y perfecto como sea posible. Aun así, dista mucho de ser lo mejor de
lo que era capaz de escribir. Y si a la edad en que lo conocí, más avanzada, hubiera
concebido como yo el proyecto de poner sus ideas por escrito, podríamos leer hoy un gran
número de cosas valiosas que nos acercarían mucho a la gloria de la Antigüedad, pues,
sobre todo en lo que a talento natural concierne, no conozco ningún otro que pueda
compararse con él.

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Pero no queda de él más que este escrito, y esto por casualidad −creo que jamás volvió
a verlo desde que se le escapó de las manos−, y ciertas memorias sobre el edicto de enero,
célebre por nuestras guerras civiles, que tal vez tendrán aún cabida en otro sitio. Es todo lo
que he podido recuperar de lo que queda de él yo, a quien, con tan afectuosa estima,
cuando estaba por morir, nombró en su testamento heredero de su biblioteca y de sus
papeles, además del pequeño librito que ya hice publicar. Siento un afecto particular por El
contra uno, porque este texto me permitió trabar relación con él. Me lo habían mostrado, en
efecto, mucho tiempo antes[13] de que lo conociera en persona, y fue la primera noticia que
tuve de su nombre. Dio comienzo así a la amistad que hemos alimentado, mientras Dios ha
querido, tan entera y tan perfecta que ciertamente no se encuentra nada semejante en los
libros ni entre los hombres de hoy. Hacen falta tantas coincidencias para construirla que ya
es mucho si la fortuna la alcanza una vez en tres siglos.
No hay nada hacia lo que la naturaleza nos incline más que a la vida en sociedad, y
dice Aristóteles que los buenos legisladores se han preocupado más de la amistad que de
la justicia. Y ciertamente, es gracias a la amistad que la vida en sociedad alcanza la
perfección. Porque, en general, las relaciones que se construyen sobre el placer y el interés,
la necesidad pública o privada, son menos bellas y nobles, más alejadas de la verdadera
amistad, en la medida en que la mezclan con otras causas, otros fines y otros frutos
distintos de ella. Y ninguna de estas cuatro clases antiguas de amistad: natural, social,
hospitalaria y amorosa se corresponden con ella, ni conjuntamente ni por separado.
De hijos a padres, se trata más bien de respeto. La amistad se nutre de comunicación,
y ésta no puede darse entre ellos porque la disparidad es demasiado grande. Y quizás
estorbaría las obligaciones naturales porque ni pueden comunicarse a los hijos todos los
pensamientos secretos de los padres, para no crear una intimidad indecorosa, ni las
advertencias y correcciones, en las que radica una de las primeras obligaciones de la
amistad, podrían dirigirse de hijos a padres. Ha habido naciones donde, por costumbre, los
hijos mataban a sus padres, y otras donde los padres mataban a sus hijos, para evitar las
trabas que a veces pueden ponerse entre sí, y el uno depende por naturaleza de la
destrucción del otro. Algunos filósofos han desdeñado este lazo natural, como es el caso de
Aristipo. Cierta vez en que le insistieron para que reconociera el afecto que debía a sus
hijos por haber surgido de él, se puso a escupir y dijo que también eso había salido de él, y
que engendrábamos igualmente piojos y gusanos. Y otro, a quien Plutarco quería
convencer de entenderse con su hermano, replicó: «No le presto más atención porque
hayamos salido del mismo agujero».
A decir verdad, el nombre de hermano es hermoso y está lleno de afecto, por eso lo
convertimos, La Boétie y yo, en símbolo de nuestra alianza. Pero compartir bienes,
repartirlos, y el hecho de que la riqueza de uno conlleve la pobreza del otro, debilitan
extraordinariamente y aflojan el lazo fraternal. Como los hermanos deben llevar el curso de
sus vidas y sus carreras por el mismo camino y al mismo paso, es forzoso que tropiecen y
choquen a menudo. Además, ¿por qué debería darse en ellos la empatía y la intimidad que
generan las amistades verdaderas y perfectas? Padre e hijo pueden tener temperamentos
extremadamente diferentes, y los hermanos también: «Es mi hijo, es mi padre, pero un
hombre brutal, un malvado o un necio».
Y también, en la medida en que se trata de amistades impuestas por la ley y la
obligación natural, tienen tanto menos de elección nuestra y de libre voluntad, pues no hay
nada que sea más propio de nuestra libertad de elección que el afecto y la amistad. No es

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que yo no haya tenido, en este terreno, todo lo que se puede tener. He tenido el mejor
padre que jamás ha existido, y el más indulgente, hasta su extrema vejez, y pertenezco a
una familia famosa y ejemplar de padre a hijos en lo que se refiere a concordia fraternal:
et ipse
notus in fratres animi paterni.
[y yo mismo soy conocido por mi actitud paternal con mis hermanos].
[Horacio, Odas, II 2, v. 6]

El amor por las mujeres, aun cuando nazca de nuestra elección, no puede compararse,
ni cabe asignarle este papel. Su ardor, lo confieso,

neque enim est dea nescia nostri


quae dulcem curis miscet amaritiem,[24]
[y, en efecto, no me es desconocida la diosa
que mezcla una dulce amargura con las penas],
[Catulo, Epigramas, LXVIII, 17]

es más activo, más agudo y más violento. Pero es un ardor ligero y voluble, fluctuante y
diverso, un ardor febril, expuesto a accesos y remisiones, y que nos une sólo por un
costado. En la amistad se produce un calor general y universal, templado y regular, un calor
constante y reposado, lleno de dulzura y delicadeza, que no tiene nada de violento ni de
hiriente. Es más, en el amor se trata tan sólo del deseo enloquecido de aquello que nos
rehuye:
Come segue la lepre il cacciatore
al freddo, al caldo, alla montagna, al lito,
né più l’estima poi che presa vede,
et sol dietro a chi fugge affretta il piede
[Como el cazador que persigue a la liebre con frío o con calor, en la montaña o en el
llano, deja de apreciarla cuando la ve presa, y sólo apresura el paso cuando le rehuye].
[Ariosto, Orlando furioso, X, stance VII]

En cuanto el amor se convierte en amistad, es decir, en acuerdo de voluntades,


desmaya y languidece. El goce lo destruye, porque su fin es corporal y es susceptible de
saciedad. La amistad, por el contrario, se goza cuando se desea; se eleva, se nutre y va en
aumento tan sólo con el goce, porque es espiritual y porque el alma se purifica con su uso.
En otros tiempos estas pasiones volubles han tenido cabida en mí por debajo de la amistad
perfecta; por no hablar de aquél que las confiesa de sobra con sus versos. Ambas pasiones
han llegado a conocerse en mi interior; pero nunca a compararse. La primera ha mantenido
su ruta con un vuelo altivo y soberbio, mirando desdeñosamente cómo la otra seguía su
camino muy por debajo de ella.

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En cuanto al matrimonio, más allá de que es un contrato en el cual sólo la entrada es
libre −la duración es obligada y forzosa, depende de otra cosa antes que de nuestra
voluntad− y que suele establecerse con vistas a otros fines que no tienen que ver con la
amistad, en él surgen mil enredos externos que hay que desenmarañar, capaces de romper
el hilo y de turbar el curso de un afecto verdadero. En la amistad, en cambio, no existe otro
asunto ni negocio que el de ella misma. Además, a decir verdad, la disposición natural de
las mujeres no les permite responder a las relaciones de intimidad de las que se nutre este
vínculo divino, ni su alma parece lo bastante firme para sostener la presión de un nudo tan
apretado y tan duradero. Y ciertamente, sin esto, si fuera posible establecer una relación de
este tipo, libre y voluntaria, en la cual no sólo las almas obtuviesen un goce perfecto, sino
también los cuerpos participaran en la alianza, en la cual estuviese implicado el individuo
entero, es cosa segura que la amistad sería más plena y más completa. Pero no hay
todavía ningún ejemplo de que el otro sexo haya podido alcanzarla y tradicionalmente se lo
excluye de ella.
Y en lo que concierne a esta otra forma de relación que practicaban los griegos,
nuestras costumbres la aborrecen justamente. Sin embargo, tampoco respondía del todo a
la unión y el acuerdo perfectos que proponemos aquí, ya que, según sus usos, requería una
necesaria disparidad de edades y diferencia de funciones entre los amantes. Quis est enim
iste amor amicitiae? cur neque deformem adolescentem quisquam amat, neque formosum
senem? [¿Qué es, en efecto, este amor de la amistad? ¿Por qué nadie ama ni al
adolescente deforme ni al anciano hermoso?, Cicerón, Tusculanas, IV, 33]. El mismo
Epicarmo no habrá de contradecirme, creo, si presento de este modo la pintura que hace de
esta relación: que el primer furor inspirado por el hijo de Venus en el corazón del amante
con respecto a la flor de una tierna juventud, al cual los griegos permiten todas las
insolentes y apasionadas acometidas que puede producir un ardor inmoderado, se fundaba
solamente en la belleza externa. Y ésta no era más que una imagen falsa del desarrollo del
cuerpo, pues el espíritu no podía tener ahí su parte, todavía invisible y apenas naciente, ya
que no había alcanzado la edad de germinar.
Si este furor se adueñaba de un ánimo abyecto, los medios empleados para seducir
eran las riquezas, los regalos, el favor para ascender a cargos importantes y otros bajos
beneficios del mismo estilo, que ellos reprobaban. Si caía en un ánimo más noble, los
medios eran en igual medida nobles: lecciones filosóficas, enseñanzas para venerar la
religión, para obedecer las leyes, para morir por el bien del país, ejemplos de valentía,
prudencia y justicia. El amante se esforzaba por hacerse aceptable a causa de la
amabilidad y belleza de su alma, dado que las de su cuerpo se habían marchitado mucho
tiempo antes, y esperaba establecer, a través de esta relación mental, una alianza más
firme y duradera. Cuando la persecución tenía éxito en el momento oportuno, surgía en el
amado un deseo espiritual suscitado por la espiritualidad de la belleza. Y era esta belleza lo
primordial, no la belleza corporal, que era accidental y transitoria, al contrario de lo que
ocurría con el amante.
Por eso, preferían el amado al amante y demuestran que también los dioses lo
preferían. Y le reprochaban fuertemente al poeta Esquilo que, en el caso del amor de
Aquiles y Patroclo, le hubiera dado el papel de amante a Aquiles, que estaba en su primera
juventud y era el más bello de los griegos. De esta comunión, cuya parte más elevada y
noble era la predominante y la que tenía el papel principal, decían que derivaban
consecuencias muy positivas tanto para la vida privada como para la vida pública, que

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constituía la fuerza de los países que la practicaban, y era la principal defensa de la equidad
y la libertad. Prueba de ello eran los heroicos amores entre Harmodio y Aristogiton. Por eso
la consideraban sagrada y divina, y, a su juicio, tan sólo se le oponían la violencia de los
tiranos y la cobardía de los pueblos. Finalmente, todo lo que podemos decir a favor de la
Academia es que, para esta gente, éste era un amor que terminaba en amistad, lo que
concuerda bastante con la definición estoica del amor: «Amorem conatum esse amicitiae
faciendae ex pulchritudinis specie» [El amor es un intento de trabar amistad a partir de la
apariencia de belleza] [Cicerón, Tusculanas, IV, 34].
Vuelvo a mi descripción de la amistad, de carácter más justo y más exacto: Omnino
amicitiae corroboratis iam confirmatisque ingeniis et aetatibus iudicandae sunt [En general,
la amistad se ha de juzgar una vez que el temperamento y la edad han madurado y se han
confirmado] [Cicerón, De amicitia, XX].
Por lo demás, lo que solemos llamar amigos y amistades no son más que relaciones
familiares entabladas por alguna ocasión o utilidad, por las que se unen nuestras almas. En
la amistad de la que yo hablo se mezclan y confunden entre sí de una forma tan completa
que borran y hacen desaparecer la costura que las ha unido. Si me insisten en preguntarme
por qué lo quería, siento que no puedo expresarlo más que respondiendo: porque era él,
porque era yo.
Más allá de todo lo que pueda decir, aun entrando en detalles, hay una fuerza
inexplicable del destino que concertó esta unión. Nos buscábamos, creo que por algún
mandato del cielo, antes de habernos visto por noticias que oíamos el uno del otro y que
causaban en nuestro afecto más impresión de la que las noticias mismas comportaban. Nos
abrazábamos a través de nuestros nombres. Y en nuestro primer encuentro, que se
produjo por azar entre una multitud en una gran fiesta de la ciudad, nos sentimos tan
conquistados el uno por el otro como si ya nos conociéramos, como si estuviéramos ya tan
unidos que, a partir de entonces, nada nos resultó más cercano como el uno al otro.
Él escribió una excelente sátira en latín, que se ha publicado, con la cual excusa y
explica la precipitación de nuestro entendimiento, que tan pronto llegó a la perfección. Dado
que iba a durar tan poco porque se había iniciado tan tarde −pues los dos éramos hombres
maduros, y él mayor que yo por un par de años− no tenía tiempo que perder, ni había de
ajustarse al modelo de las amistades blandas y ordinarias, en las cuales se requieren las
precauciones de un largo trato previo. Esta amistad no tiene otro modelo que el suyo propio,
y no puede referirse sino a sí misma. No fue una consideración especial, ni dos, ni tres, ni
cuatro, ni mil; fue no sé qué quintaesencia de toda esta mezcla lo que, captando mi entera
voluntad, la llevó a hundirse y a perderse en la suya, lo que, captando su entera voluntad, la
llevó a hundirse y a perderse en la mía, con un afán y empeño semejante. Digo «perderse»
de verdad, sin reservarnos nada que nos fuera propio, ni que fuera suyo o mío.
Cuando Lelio, en presencia de los cónsules romanos que, tras la condena de Tiberio
Graco, perseguían a todos sus cómplices, preguntó a Cayo Blosio, su mejor amigo, qué
habría aceptado hacer por él, éste le respondió: «Todo». «¿Cómo todo?», prosiguió el otro;
«¿y si te hubiese ordenado incendiar los templos?». «Nunca me lo habría ordenado»,
replicó Blosio. «Pero ¿si lo hubiese hecho?», añadió Lelio. «Habría obedecido», respondió.
Si su amistad con Graco era tan perfecta como dicen los libros de historia, no tenía
necesidad alguna de ofender a los cónsules con esta provocadora confesión; y no debía
apartarse de su confianza en la voluntad de Graco.

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Pero, con todo, quienes juzgan su respuesta como sediciosa no entienden bien este
misterio y no presuponen, como es el caso, que Blosio estaba seguro de la voluntad de
Graco, por poder y por conocimiento. Eran más amigos que ciudadanos, más amigos que
amigos o enemigos de su país, que amigos de la ambición y del desorden. Como confiaban
plenamente el uno en el otro, los dos tenían completamente sujetas las riendas de la
inclinación del otro. Y, si haces que el tiro sea guiado por la virtud y la razón −porque es
imposible sujetarlo sin esto−, la respuesta de Blosio es la correcta. Si sus acciones
empezaron a fallar, no eran amigos el uno del otro según mi opinión, ni amigos de sí
mismos.
Al fin y al cabo, esta respuesta no tendría más sentido que el que tendría la mía si
alguien me preguntara: «¿Matarías a tu hija si tu voluntad te ordenara matarla?», y yo dijera
que sí. Porque esto no prueba en absoluto que yo aceptara verdaderamente hacerlo, pues
no albergo dudas sobre mi voluntad, ni tampoco sobre la de un amigo semejante. Todos los
razonamientos del mundo no pueden quitarme la certeza en sus intenciones y sus juicios.
Ninguna de sus acciones podría serme presentada, de la manera que fuera, sin que yo
descubriese al instante su motivo. Nuestras almas han tirado juntas del carro tan
armoniosamente, se han estimado con un sentimiento tan profundo, y se han descubierto,
con el mismo sentimiento, tan íntimamente la una a la otra, que no sólo yo conocía la suya
como si fuese la mía, sino que ciertamente, con respecto a mí, habría preferido fiarme de él
a hacerlo de mí mismo.
Que nadie equipare esta amistad con las otras más comunes. Tengo tantas como
cualquier otro y de las más perfectas en su género. Pero no aconsejo que se confundan sus
reglas pues nos engañaríamos. En estas otras amistades hay que avanzar con la brida en
la mano, con prudencia y precaución. El lazo no está anudado de forma que no debamos
desconfiar un poco. «Ámalo», decía Quilón, «como si algún día tuvieras que odiarlo; ódialo
como si algún día tuvieras que amarlo». Este precepto, que es tan abominable en la amistad
íntegra y plena, resulta sano cuando se trata de amistades ordinarias y comunes. Con
respecto a éstas debe aplicarse una sentencia que a menudo empleaba Aristóteles: «¡Oh
amigos míos, no existe amigo alguno!».
En estas nobles relaciones, los beneficios y favores que nutren a las demás amistades
no merecen siquiera ser tenidos en cuenta a causa de la fusión tan plena de las voluntades.
La amistad que me profeso a mí mismo no se acrecienta por la ayuda que me proporciono
en caso de necesidad, digan lo que digan los estoicos, y en absoluto me agradezco el
servicio que me presto. De igual manera, la unión de tales amigos, al ser verdaderamente
perfecta, les hace perder el sentimiento de estos deberes, y detestar y excluir de entre ellos
palabras de división y diferencia como «favor», «obligación», «reconocimiento», «ruego»,
«agradecimiento» y otras semejantes. Dado que entre ellos todo es efectivamente
compartido, deseos, pensamientos, juicios, bienes, mujeres, hijos, honor y vida, y como no
tienen más que una sola alma en dos cuerpos, según la muy certera definición de
Aristóteles, nada pueden prestarse ni darse.
Por eso, los legisladores, para honrar el matrimonio por medio de alguna semejanza
imaginaria con esta unión divina, prohíben las donaciones entre marido y mujer. Esto
significa que todo les pertenece a los dos, y que no han de dividir ni repartir nada entre
ambos. Si en la amistad de la que hablo uno pudiera dar algo al otro, sería el favorecido
quien obligaría al compañero. Dado que ambos aspiran, más que a cualquier otra cosa, a
hacerse mutuamente el bien, el que lo recibe es quien asume el papel de generoso, ya que

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brinda al amigo la satisfacción de hacer con él aquello que más desea. Cuando el filósofo
Diógenes necesitaba dinero, no decía que lo pedía a los amigos, sino que reclamaba que se
lo devolvieran.
Y, para mostrar cómo se pone esto en práctica, contaré un singular ejemplo antiguo. El
corintio Eudamidas tenía dos amigos: Carixeno de Sición y Areteo de Corinto. A punto de
morir en la pobreza, mientras que sus dos amigos eran ricos, redactó así su testamento:
«Lego a Areteo el cuidado de mantener a mi madre en su vejez; a Carixeno, el de casar a
mi hija y darle la dote más grande que le sea posible. Y en caso de que uno de los dos
faltare, nombro sustituto de su parte al superviviente». Los primeros que vieron el
testamento se burlaron; pero los herederos, al ser advertidos, lo aceptaron con singular
satisfacción. Y como uno de ellos, Carixeno, falleció cinco días más tarde, se procedió a la
sustitución en favor de Areteo. Este mantuvo con toda solicitud a la madre y, de cinco
talentos que poseía, dio dos y medio para casar a su única hija y los otros dos y medio para
casar a la hija de Eudamidas, cuyas bodas celebró el mismo día.
El ejemplo es magnífico, salvo por una circunstancia: la multitud de amigos, pues esta
perfecta amistad de la que hablo es indivisible. Cada uno se da tan completamente al
amigo, que no le queda nada que repartir para los demás; al contrario, le apena no ser
doble, triple o cuádruple, y no poseer múltiples almas y voluntades para entregarlas todas a
este objeto. Las amistades comunes pueden repartirse: podemos amar en uno la belleza,
en otro el carácter amable, en otro la generosidad, en aquél la condición de padre o de
hermano, y así sucesivamente. Pero la amistad que se apodera del alma y la rige con plena
soberanía no puede ser doble. Si dos amigos pidieran ayuda al mismo tiempo, ¿a cuál
acudirías? Si requirieran de ti servicios contrarios, ¿qué solución encontrarías? Si uno
confiara a tu silencio algo que al otro le fuera útil saber, ¿cómo te las arreglarías?
La amistad única y esencial libera de todas las demás obligaciones. El secreto que he
jurado no revelar a nadie puedo comunicarlo, sin perjurio, a quien no es otro sino yo mismo.
Desdoblarse es extraordinario, y no conocen su verdadero valor quienes hablan de
triplicarse. Nada es extremo si tiene un igual. Quien suponga que, entre dos, amo a uno
tanto como al otro, y que se aman entre ellos y me aman a mí en la misma medida que yo
los amo, multiplica en cofradía la cosa más única y unida, y de la que hallar una sola es ya
lo más raro del mundo.
El resto de esta historia se acomoda muy bien a lo que yo decía. Eudamidas, en efecto,
concede a sus amigos, la gracia y el favor de ayudarlo. Les deja en herencia la generosidad
de procurarles los medios para hacerle el bien. Y, sin duda, la fuerza de la amistad se
manifiesta con mucha más riqueza en su acción que en la de Areteo. En suma, se trata de
hechos inimaginables para quien no los ha experimentado, y que me llevan a honrar de
forma extraordinaria la respuesta de un joven soldado a Ciro. Al preguntarle éste por cuánto
cedería un caballo con el que acababa de ganar el premio de una carrera, y si lo querría
cambiar por un reino, le dijo: «Ciertamente no, Majestad, pero sí lo cambiaría de buena
gana por un amigo, si hallara a alguien digno de semejante compromiso».
Decía con razón «si hallara a alguien». Porque es fácil encontrar hombres convenientes
para una relación superficial, pero en ésta en la cual se corresponde desde lo más profundo
del corazón, que no reserva nada, es necesario que todos los motivos sean perfectamente
claros y seguros.

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En las asociaciones que sólo están unidas por un extremo no debe atenderse sino a las
imperfecciones que conciernen de modo particular a ese extremo. No me importa la religión
de mi médico o de mi abogado; tal consideración no tiene nada que ver con los servicios de
la amistad que me deben. Y en la relación doméstica que mis sirvientes establecen
conmigo, hago lo mismo. No averiguo si un lacayo es casto sino si es diligente. Y prefiero al
mulero jugador antes que al tonto, y al cocinero malhablado antes que al ignorante. No
pretendo decirle a la gente lo que tiene que hacer −ya hay bastantes que se dedican a ello−
sino lo que hago yo:
Mihi sic usus est, tibi ut opus est facto face.
[Esta es mí costumbre, tú haz lo que te convenga].
Terencio, Heautontimorúmenos, I, I, 80.

A la reunión familiar en la mesa asocio lo ameno, no lo prudente. En el lecho, la belleza


antes que la bondad. Y en la conversación, la capacidad incluso sin honradez. E igualmente
en lo demás.
Dicen que un hombre al que encontraron a caballo de un cabalgando sobre un bastón
mientras jugaba con sus hijos, rogó a quien lo sorprendió que no dijera nada hasta que él
mismo fuese padre pues pensó que la pasión que se apoderaría entonces de su alma le
daría la posibilidad de juzgarlo más equitativamente. Del mismo modo, yo desearía hablar a
quienes hubieran experimentado lo que digo. Pero sé muy bien que este tipo de amistad
está muy lejos de las costumbres comunes y es extremadamente rara, de modo que no
espero encontrar ningún buen juez.
Porque incluso los tratados sobre este tema que nos ha legado la Antigüedad me
parecen débiles en comparación con mi sentimiento. Y, en este punto, los hechos superan
incluso a los preceptos de la filosofía.
Nil ego contulerim iucundo sanus amico.[78]
[Mientras mantenga la cordura, nada será para mí comparable a un amigo].
Horacio, Sátiras, I, 5, 44.

El poeta antiguo Menandro llamaba feliz a quien había podido conocer siquiera la
sombra de un amigo. No le faltaba en absoluto razón, sobre todo si había tenido él mismo la
experiencia. Porque en verdad, si comparo todo el resto de mi vida −aunque, con la gracia
de Dios, haya sido dulce, dichosa y, salvo la pérdida de un amigo así, exenta de grave
aflicción y llena de tranquilidad de espíritu, pues me he dado por satisfecho con mis bienes
naturales y originales, sin buscar otros−, si la comparo toda, digo, con los cuatro años que
me fue concedido gozar de la dulce compañía y del trato de esta personalidad, no es más
que humo, no es sino una noche oscura e irritante. Desde el día en que lo perdí,
quem semper acerbum,
semper honoratum (sic Dii noluistis) habebo,
[que siempre consideraré aciago, que siempre
consideraré honrado —así, dioses, lo quisistéis—]
Virgilio, Eneida, V, 49-50.

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,

no hago más que arrastrarme lánguidamente. Y hasta los placeres que se me ofrecen, en
lugar de consolarme, redoblan mi dolor por haberlo perdido. Compartíamos todo; me parece
que le arrebato su parte:
Nec fas esse ulla me uoluptate hic frui
decreui, tantisper dum ille abest meus particeps.
[He decidido que no es bueno gozar de ningún placer
en ausencia de quien los compartía conmigo].
Terencio, Heautontimorúmenos, I, 1, 149-150, adaptado.

Estaba ya tan hecho y acostumbrado a ser siempre el segundo que me parece no ser
ya sino a medias.
Illam meae si partem animae tulit
maturior uis, quid moror altera,
nec charus aeque nec superstes
integer? Ille dies utramque duxit ruinam.

[Si un golpe prematuro se llevó aquella mitad de mi alma, ¿por qué he de quedar yo, la
otra mitad, sin ser estimado y sin sobrevivir íntegro? Aquel día trajo la ruina de las dos].
Horacio, Odas, II, 17, 5-9.
No hay acción ni pensamiento en que no lo extrañe, como también él me habría
extrañado a mí. Porque, en efecto, él me superaba infinitamente en la amistad al igual que
en todas las demás capacidades y virtudes:
Quis desiderio sit pudor aut modus
tam chari capitis?
[¿Qué pudor o qué moderación puede haber
en la añoranza de un ser tan querido?]
Horacio, Odas, I, 24, v. 1

O misero frater adempte mihi!


Omnia tecum una perierunt gaudia nostra,
quae tuus in uita dulcis alebat amor.
Tu mea, tu moriens fregisti commoda frater
tecum una tota est nostra sepulta anima,
cuius ego interitu tota de mente fugaui
haec studia, atque omnes delicias animi.

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[¡Oh, hermano que, desgraciado de mí, me has sido arrebatado! Contigo se han
desvanecido todas nuestras alegrías que tu dulce amor alimentaba mientras vivías. Tú, al
morirte, has destruido mis placeres, hermano; contigo ha sido sepultada toda nuestra alma.
Yo, a su muerte, he expulsado del fondo de mi espíritu estos afanes y todas las delicias del
espíritu]. Catulo, 68, 20-26.

Alloquar? audiero numquam tua uerba loquentem?


Numquam ego te uita frater amabilior
aspiciam posthac? at certe semper amabo.

[¿Podré hablarte?, ¿te oiré alguna vez decir alguna cosa?,


¿nunca más te veré, hermano más amable que la vida?
Pero, ciertamente, siempre te amaré].
Idem, 65, 9-11.

Pero oigamos un poco hablar a este muchacho de dieciséis años.


Como he visto que esta obra ha sido traída al centro de la escena con mala intención
por quienes intentan turbar y cambiar el estado de nuestro orden político, sin preguntarse si
lo mejorarán, y que, además, la han mezclado con otros escritos de su propia cosecha, he
renunciado a traerla aquí. Y para que la memoria del autor no sufra daño entre aquellos que
no han podido conocer de cerca sus opiniones y sus actos, les advierto que trató este tema
en la adolescencia, solamente a manera de ejercicio, como un asunto común y trasegado
en mil lugares de los libros.
No pongo en duda ni por un instante que creyera lo que escribía, pues era lo bastante
escrupuloso para no mentir ni siquiera jugando. Y sé, además, que, de haber tenido que
elegir, habría preferido nacer en Venecia antes que en Sarlat, y con razón. Pero tenía otra
máxima soberanamente impresa en el alma: la de obedecer y someterse con todo
escrúpulo a las leyes bajo las que había nacido. Nunca hubo mejor ciudadano, ni más
apasionado de la tranquilidad de su país, ni más contrario a los desórdenes y a las
innovaciones de su tiempo. Habría empleado su capacidad en extinguirlos antes que en
alentarlos. Su espíritu se había formado en el modelo de otros siglos que no éstos.
En lugar de esta obra seria, introduciré otra más alegre y más festiva, producida en la
misma época de su vida.
Michel de Montaigne, Ensayos, Libro I.
(Traducción de A. Reale, a partir de la versión
en francés moderno de Guy de Pernon)

12
Francis Bacon

Seguidores y amigos

No deben desearse los seguidores costosos no sea que, por alargar la cola, se acorten las
alas. Entiendo por costosos no sólo los que ocasionan un gasto sino los que son fastidiosos
e inoportunos en sus reclamos. Los seguidores comunes no deben pretender más que
apoyo, recomendación y protección de los males. Los seguidores facciosos son peores,
pues acompañan no por afecto al que se unen, sino por descontento hacia otros; lo cual
produce la incomprensión que muchas veces vemos entre los grandes personajes. Del
mismo modo, los seguidores jactanciosos, que se convierten en pregoneros aduladores de
aquellos a quienes siguen, son inconvenientes porque corrompen los asuntos por falta de
discreción; y arrebatan la honra a un hombre y lo convierten en rencoroso. Hay una clase de
seguidores que, del mismo modo, resultan peligrosos porque hacen de espías; son los que
averiguan secretos de la casa y van contándolos a otros; sin embargo, tales individuos
disfrutan muchas veces de gran favor porque son serviciales y generalmente traen y llevan
chismes. Seguir a ciertas clases de hombres correspondientes a la profesión de un gran
personaje (como los soldados con quienes se ha dedicado a la guerra y casos similares)
siempre ha sido un acto de civilidad y bien considerado incluso en las monarquías, siempre
que sea sin mucha pompa o popularidad. Pero la clase más honrosa de seguimiento es la
que recibe quien es reconocido como alguien que supera en virtud y mérito a todas las
demás personas; y, sin embargo, allí donde no hay suficientes particularidades notables, es
mejor aceptar al más pasable que no al más capaz; y, además, a decir verdad, en los malos
tiempos son más útiles los hombres activos que los virtuosos. Es cierto que, en el gobierno,
es conveniente emplear por igual hombres del mismo rango, porque apoyar
extremadamente a algunos es hacerlos insolentes y a los demás, descontentos ya que
pueden reclamar sus derechos; pero, al contrario, en el favor conviene emplear hombres
muy diferentes, pues eso hace que las personas preferidas estén más agradecidas, y las
otras, más oficiosas, pues todo es de favor. Es de buen criterio no elevar demasiado a
ningún hombre al principio porque resultará difícil mantener esa medida. Estar dominado,
como podríamos decir, por uno no es seguro porque eso indica blandura y da libertad al
escándalo y el descrédito; ya que quienes no censurarían o hablarían mal de nadie en lo
inmediato, hablarán con mayor desenvoltura de aquellos que se muestran tan grandes con
ellos, hiriendo de ese modo su honor; sin embargo, distraerse con muchos es peor porque
hace que las personas se dejen arrastrar por la última impresión y acepten todo cambio.
Seguir el consejo de unos pocos amigos es siempre honorable; porque los espectadores
muchas veces ven más que los apostadores y el valle descubre mejor al monte. Hay poca
amistad en el mundo, y donde menos se da es entre iguales, que es la que se acostumbra
ensalzar. Suele haber más entre superior e inferior, donde la fortuna del uno depende de la
del otro.

Traducción de A. Reale

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El ensayo literario y filosófico

John Berger

Cada vez que decimos adiós

(Para Tamara y Tilda y Derek J.)

EL CINE FUE INVENTADO hace cien años. Durante todo ese tiempo gentes de
todo el mundo han viajado en una escala sin precedentes desde que se formaron los
primeros poblados, cuando los nómades se hicieron sedentarios. Se pensará en seguida
en el turismo: también en los viajes de negocios, porque el mercado mundial depende del
intercambio continua de productos y trabajo. Pero, de hecho, la gran mayoría de los
viajes ha sido producto de la coerción. Desplazamientos de poblaciones enteras.
Refugiados de las hambrunas o de la guerra. Ola tras ola de emigrantes, trasladándose
por razones políticas o económicas, emigrando para sobrevivir. El nuestro es el siglo
del viaje forzado. Se podría ir aún más lejos y decir que el nuestro es el siglo de las
desapariciones. El siglo en que miles de personas han visto a otras personas muy
próximas desaparecer en el horizonte, sin poder evitarlo. "Cada vez que decimos
adiós", inmortalizado por John Coltrane. Quizás por eso no resulte tan extraño que el
arte narrativo propio de este siglo sea el cine.
Existe una capilla en Padua, construida en el 1300 sabre una arena romana. La
capilla lindaba con un palacio que hoy ha desaparecido sin dejar rastros, tal como
sucede con muchos palacios. Una vez finalizada, Giotto y sus asistentes pintaron
frescos en su interior, cubriendo las paredes y el techo. Esos frescos aún perduran
en la capilla. Cuentan la vida de Cristo y el Juicio Final. Muestran el cielo, la tierra y
el infierno. Cuando se está dentro de la capilla, los sucesos descriptos rodean al
observador. La trama es muy fuerte. Las escenas, son dramáticas. (La escena en
que Judas besa a Cristo, por ejemplo, ofrece una representación inolvidable de la
traición.) Todas las expresiones y los gestos están cargados de un significado
intenso, como en los films mudos. Giotto era un realista y un gran metteur en
scène. Las escenas, que se suceden unas a otras, están repletas de rigurosos
detalles materiales, tomados de la vida. Esa capilla, construida y concebida hace
setecientos años, se parece mucho más a una sala de cine, pienso, que cualquier
otra construcción anterior al siglo veinte que haya perdurado hasta nuestros días.
Un cine debería llevar el nombre Scrovegni, que es el nombre de la capilla, en honor
a la familia que construyó el palacio.

14
Hay, sin embargo, una diferencia muy evidente entre el cine y la pintura. La
imagen del cine se mueve y la imagen pintada es estática. Esa diferencia
cambia nuestra relación con el lugar desde el cual miramos las imágenes. En
Scrovegni se tiene la sensación de que todo lo que sucedió en la historia ha sido
traído y pertenece a un presente eterno en la capilla de Padua. Los frescos
−aun aquellos que están deteriorados− inspiran un sentido de permanencia
trascendente.
La imagen pintada transforma lo ausente −porque sucedió lejos o hace
mucho tiempo− en presente. La imagen pintada trae aquello que describe al
aquí y ahora. Colecciona el mundo y lo trae a casa. Podría parecer que un
paisaje marino de Turner contradice lo que acabo de decir, pero inclusive frente a un
cuadro de Turner, el espectador es consciente del pigmento que ha sido esparcido en
la tela, y es esa conciencia, de hecho, lo que produce parte del encanto. Turner sale
airoso de la tormenta con un cuadro. Turner cruza los Alpes y trae consigo una imagen
de la imponencia de la naturaleza. El infinito y la superficie de la tela juegan a las
escondidas en una sala en la que un cuadro se exhibe. Hablo de eso cuando digo que
la pintura colecciona el mundo y lo trae a casa. Puede hacerlo porque sus imágenes
son estáticas e inmutables.

IMAGINEMOS UNA PANTALLA de cine instalada en la capilla Scrovegni y un film que


allí se proyecta. Supongamos que se trata de la escena en la que el ángel se aparece ante
los pastores y les anuncia el nacimiento de Cristo en Belén. (Cuenta la leyenda que Giotto
era pastor cuando niño.) Ante este film, nos sentiríamos transportados fuera de la capilla
hacia un campo en algún lugar, durante la noche, donde los pastores descansan sobre la
hierba. El cine, porque sus imágenes están en movimiento, nos transporta desde el lugar en
que estamos hasta la escena de la acción. ("¡Acción!", murmura o grita el director para
poner la escena en movimiento.) La pintura nos trae a casa. El cine nos lleva a otra parte.
Comparemos ahora el cine con el teatro. Ambas son artes dramáticas. El teatro instala
a los actores frente a un público ante el que cada noche durante toda la temporada vuelven
a representar el mismo drama. En la naturaleza profunda del teatro hay algo de retorno
ritual.
El cine, en cambio, transporta a su audiencia individualmente, por separado, hacia
afuera de la sala, hacia lo desconocido. Se pueden filmar veinte tomas de la misma escena,
pero la que finalmente se incluye en el film será elegida porque es la más convincente en
imagen y sonido como una verdadera Primera Vez.
¿Dónde, entonces, ocurre esa Primera Vez? No es en el set, por supuesto. ¿En la
pantalla? La pantalla, cuando las luces se apagan, no es ya una superficie sino un espacio.
No es una pared como las paredes de la Capilla Scrovegni, sino más bien un cielo. Un cielo
repleto de sucesos y personas. ¿En qué otro lugar podrían aparecer las estrellas de cine
sino en un cielo de película?
La escala y el grano de la pantalla de cine intensifican el efecto cielo. Es por eso por lo
que los films pierden su sentido de destino en la pantalla pequeña de un televisor. Los
encuentros ya no tienen lugar en un cielo, sino en una especie de aparador.

15
Cuando una pieza teatral termina, los actores abandonan los personajes que han
representado y se acercan a las luces del proscenio para saludar al público. El aplauso que
reciben es un signo de reconocimiento por haber representado el drama sobre el escenario
esa noche. Cuando un film termina, los protagonistas que todavía están vivos deben
desaparecer. Los hemos estado siguiendo, acechando, y finalmente, allí afuera, tienen que
escaparse. El cine habla constantemente de la partida.
“Si hay una estética del cine −decía René Clair− puede resumirse en una palabra:
movimiento”. Una palabra: cinema.
Por eso tal vez muchas parejas se toman de las manos cuando van al cine, no así en el
teatro. Hay quienes piensan que se trata de una respuesta a la oscuridad. Quizás una
respuesta al viaje también. Las butacas del cine son como las butacas de un jet.
Cuando leemos una historia, vivimos allí. Las tapas de un libro son como un techo y
cuatro paredes. Lo que va a suceder a continuación ocurrirá dentro de las cuatro paredes
de la historia. Y eso es posible porque la voz de la historia se apropia de todo. Los films
están demasiado próximos a lo real como para que suceda algo así. No hay un suelo
familiar, todo es idas y vueltas. En una historia que se lee, el suspenso implica simplemente
espera; en un film implica desplazamiento.
Para demostrar que esa posibilidad de transportarnos de un aquí a un allá está en la
propia naturaleza del film, pensemos en la primera obra maestra de Bresson, Un condamné
à mort s´est échappé. Durante el film, rara vez abandonamos al prisionero, Fontaine, que
está en su celda o en el patrio de la prisión. Lo seguimos muy de cerca, paso a paso,
mientras prepara su fuga. La historia está narrada en forma muy lineal, como si se tratara
de una de las sogas que Fontaine fabrica para escaparse. Debe ser uno de los films más
lineales que jamás se hayan hecho. Y, sin embargo, en la banda de sonido escuchamos a
los guardias en los corredores y en las escaleras de la prisión, y más allá, el sonido de los
trenes que pasan. (¡Cuánta pasión en el cine por las locomotoras!) Permanecemos aquí
con Fontaine en su celda, pero nuestra imaginación es atraída hacia allá, donde los
guardas hacen sus rondas, o hacia allá, donde los hombres libres pueden tomar un tren.
Continuamente se nos hace tomar conciencia de otro lugar. Es parte del método inevitable
de la narración cinematográfica.
Para que el cine pudiera operar de otra forma habría que filmar toda la historia con una
cámara fija. El resultado sería una fotocopia del teatro, sin la presencia esencial de los
actores. Cinema, movimiento: no porque veamos cosas que se mueven en el cine, sino
porque el film es un puente aéreo entre distintos tiempos y lugares.

EN LOS PRIMEROS WESTERNS aparecen esas clásicas escenas de persecución en


las que vemos a unos jinetes galopando junto a un tren. A veces uno de los jinetes
consigue saltar de su caballo y subirse al tren. Esta escena, tan cara a muchos directores,
es la acción emblemática del cine. Todas las historias cinematográficas recurren a este tipo
de cruces. Por lo general no ocurren en la pantalla como acontecimiento, sino como efecto
del montaje. Y es a través de estos cruces que se nos hace experimentar el destino de las
vidas que aparecen ante nuestra vista.

16
Cuando leemos, es la voz de la historia la que transmite la idea de destino. Los films
están mucho más próximos a los accidentes de la vida, y el destino se revela en la fracci6n
de segundo de un corte o en los pocos segundos de un fundido. Esos cortes, por supuesto,
no son accidentales: sabemos que son deliberados en el film; revelan cómo el film calza
como un guante en el destino que opera en la historia. El resto del tiempo ese destino
acecha en otra parte, en el cielo detrás de la acci6n.
Puede parecer que, ochenta años después de Griffith y Eisenstein, estoy diciendo
simplemente que el secreto del Séptimo Arte es el montaje. Mi argumento, sin embargo, no
alude a la realización de un film, sino a cómo opera, una vez realizado, en la imaginación
del espectador.
Walt Whitman, que nació hacia fines de la era napoleónica y murió dos años antes de
que se filmaran los primeros rollos de película, previó nuestra visión cinematográfica. Su
concepción del destino humano, intensamente democrática, hizo de él el poeta del cine
antes de la invención de las cámaras. Escuchémoslo:

El niño duerme en la cuna


Descorro la muselina
y lo contemplo largo rato.
Después, silenciosamente, espanto las moscas
con las manos.

El mozo y la doncella de mejillas empurpuradas


descienden entre los arbustos de la colina.
Yo los espío desde arriba

El suicida está tendido en su cuarto sobre un


charco de sangre
Puedo ver su cabeza con los sesos fuera
y el sitio donde ha caído el revólver.

(Canto a mí mismo, sección 8)1

La narración cinematográfica tiene otra cualidad única. El crítico francés Lucien Sève
dijo alguna vez que una toma cinematográfica ofrece apenas más explicaciones que la
realidad misma, y de allí surge su enigmático poder de "adherirse a la superficie de las
cosas". Bazin escribió: "El cine se compromete a comunicar solo en virtud de la realidad de
lo que muestra". Incluso mientras esperamos que nos transporten a otro lugar,
permanecemos en estado de fascinación ante la presencia de lo que llega hasta nosotros
desde ese cielo. Las imágenes más familiares −un niño durmiendo, un hombre subiendo

1
Traducción de León Felipe, Canto a mí mismo, Losada, 1941.

17
una escalera− adquieren cierto misterio cuando han sido filmadas. El misterio deriva de
nuestra proximidad al acontecimiento y del hecho de que el acontecimiento filmado
conserva, sin embargo, una multiplicidad de sentidos posibles. Lo que se nos muestra
posee, simultáneamente, algo del foco, de la intencionalidad del arte y algo de lo
impredecible de la realidad.
Directores tales como Satyajit Ray, Rossellini, Bresson, Buñuel, Forman, Scorsese y
Spike Lee han recurrido a actores no profesionales precisamente para que las personas
que vemos en la pantalla puedan ser apenas más explicadas que en la realidad misma. Los
actores profesionales, con excepci6n de los más grandes, actúan por lo general no
solamente el papel indicado, sino también una explicación del papel.
Los films más intrascendentes no lo son tanto porque las historias son triviales, sino
porque en ellos no hay nada más allá de la historia. Los sucesos que muestran han sido
hechos a medida para la historia y no agregan ningún cuerpo que ofrezca resistencia. No
hay superficies reales adonde quedar adherido.
Paradójicamente, cuanto más familiar es el acontecimiento, mayor es su capacidad de
sorpresa. La sorpresa radica en la posibilidad de redescubrir el mundo (un niño durmiendo,
un hombre, una escalera) después de una ausencia en otro lugar. La ausencia puede haber
sido muy breve, pero en el cielo se pierde la noción del tiempo. Nadie ha utilizado la
sorpresa en sus films de modo más crucial que Tarkovsky. Con Tarkovsky volvemos al
mundo con el amor y la atención propia de fantasmas que han abandonado el mundo.
Ningún otro arte narrativo puede acercarse tanto a la variedad, la textura, la piel de la
vida coridiana. Pero en ese despliegue, en ese alumbramiento, en su matrimonio con el
Otro Lugar, se asemeja a un deseo o a una plegaria.
Se pregunta Fellini:

¿Qué es un artista? Un provinciano que se encuentra a sí mismo en algún lugar entre


la realidad física y la metafísica. Ante esa realidad metafísica somos todos provincianos.
¿Quiénes son los verdaderos ciudadanos de la trascendencia? Los Santos. Pero es este
entremedio que yo llamo provincia, este país fronterizo entre el mundo tangible y el mundo
intangible, el verdadero reino del artista.

Dice Ingmar Bergman:

El film como sueño, el film como música. Ningún arte atraviesa nuestra conciencia tal
como lo hace el cine que llega directamente a nuestros sentimientos, a los recintos más
profundos y oscuros de nuestra alma.

Desde el comienzo el cine se sustentó en esa capacidad que le es propia de inventar


sueños. Es por esa facultad del medio que a menudo se llama a la industria cinematográfica
fabrica de sueños, en el sentido más peyorativo del término, como productora de
soporíferos.

18
Sin embargo, no hay film que no participe de esta condición onírica. Y los grandes films
son sueños que producen una revelación. No hay dos momentos de revelación que sean
idénticos. The Gold Rush2 es muy diferente de Pather Panchali. No obstante, quisiera
proponer la siguiente pregunta: ¿cuál es ese deseo que el film expresa, y en el mejor de los
casos, satisface? O mejor, ¿cuál es la naturaleza de esa revelación que produce un film?
Las historias del cine, como ya hemos visto, nos instalan inevitablemente en Otro
Lugar, donde no podemos sentirnos en casa. Una vez más, el contraste con la televisión es
revelador. La televisión apunta a un público que está en casa. Todas sus series y sus
teleteatros se basan en la idea de un hogar desde el hogar. En el cine, en cambio, somos
viajeros. Los protagonistas nos resultan extraños. Puede que sea difícil creerlo, porque casi
siempre vemos a esos seres extraños en momentos muy íntimos, y nos sentimos
profundamente conmovidos por su historia. Sin embargo, no conocemos a ninguno de los
personajes de un film, tal como conocemos a, digamos, Julien Sorel o Macbeth, Natasha
Rostova o Tristram Shandy. Es imposible llegar a conocerlos porque el método narrativo del
cine sólo permite que nos encontremos con ellos, sin convivir con ellos. El encuentro se
produce en un cielo en el que nadie puede permanecer.
¿Cómo hace el cine para superar esta limitación y alcanzar su peculiar poder? El cine
celebra aquello que tenemos en común, aquello que compartimos. El cine desea ir más allá
de la individualidad.
Pensemos en el Ciudadano Kane, un insigne individualista. En el comienzo de la
historia muere, y el film trata de armar el rompecabezas de su verdadera identidad. Resulta
ser un individuo múltiple. Si en algún momento el personaje nos conmueve, es porque el
film revela que en algún lugar Kane podría haber sido un hombre como cualquier otro. A
medida que el film avanza, su individualidad se disuelve. Pero con nosotros el Ciudadano
Kane se convierte en un conciudadano.
No se puede decir lo mismo del Constructor en la pieza de Ibsen o del Príncipe Mishkin
en la novela de Dostoievsky, El idiota. En Muerte en Venecia¸ el Aschenbach de Thomas
Mann muere discretamente, en privado. El Aschenbach de Visconti muere en público,
teatralmente, y la diferencia no es tan sólo el efecto de las elecciones de Visconti, sino de
las necesidades del medio narrativo. En la versión escrita, seguimos a Aschenbach, que se
retira como un animal a morir oculto. En la versión cinematográfica, Bogarde viene hacia
nosotros y muere en primer plano. En su muerte, se nos aproxima.
Cuando leemos una novela, a menudo nos identificamos con un determinado
personaje. En poesía nos identificamos con el lenguaje mismo. El cine produce otros
efectos. Su alquimia es tal que son los personajes. los que se acercan hasta identificarse
con nosotros. Solo el cine puede obrar de esa manera.
Tomemos al viejo jubilado Umberto D., en la obra maestra de De Sica. Esa condición
anónima le ha sido dada por su edad, su indiferencia, su pobreza, su desposesión absoluta.
No tiene nada por qué vivir y quiere suicidarse. Hacia el final de la historia, solo el destino
incierto de su perro lo hace desistir de su plan. Llegado este punto, este hombre anónimo
ha pasado a representar, para nosotros, la vida misma. En consecuencia, su perro se
convierte en una esperanza oscura para el mundo. A medida que avanza el film, Umberto
D. comienza a morar en nosotros. El término bíblico define con sorprendente precisión el

2
La quimera del oro.

19
modo en que opera el film de De Sica y cualquier otra narración cinematográfica eficaz. Los
héroes y las heroínas, derrotados o triunfales, salen del cielo de la pantalla para morar en
nosotros. En ese momento, el Otro Lugar se convierte en cualquier lugar.
Umberto D. llega a morar en nosotros porque el film nos trae a la mente toda la realidad
que potencialmente compartimos con él, y porque descarta la realidad que lo separa de
nosotros y que lo ha hecho un hombre distinto y solo. El film muestra lo que le sucedió a
ese viejo en la vida y, al mostrarlo, se opone a ello. Por eso un film −cuando alcanza la
estatura de arte− se convierte en una plegaria humana. Una súplica y a la vez un intento de
redención.
También el star-system, paradójicamente, depende de algo que se comparte. Sabemos
perfectamente que una estrella de cine no es precisamente la actriz o el actor que la
encarna. La actriz o el actor apenas prestan sus servicios a la estrella, a menudo
trágicamente. La estrella tiene siempre un nombre diferente y mítico. La estrella es una
figura aceptada por el público como un arquetipo. Por eso el público reconoce a una estrella
que interpreta −relativamente desprovista de disfraces− numerosos papeles diferentes en
diferentes films. La superposición es una ventaja, no una limitación. Cada vez, la estrella
atrae el papel y el personaje en la historia del film hacia su arquetipo.
La dificultad para catalogar a los arquetipos no debería llevarnos a subestimar su
importancia.
Tomemos a Laurel y Hardy. Forman una pareja. Por este motivo, las mujeres son
marginales en las historias de sus films. Laurel se viste a menudo de mujer. Ambos −sobre
todo en los momentos de comicidad más sublime− tienen gestos habituales que son
claramente “afeminados”. ¿Por qué entonces la imaginación popular no los registra como
homosexuales? Porque, arquetípicamente, Laurel y Hardy son niños, digamos entre los
siete y los once años. La imaginación popular los percibe como niños que destruyen el
orden del mundo adulto. Y, por lo tanto, considerando la edad de su arquetipo, ¡no son aún
seres sexuados! Gracias al arquetipo, no se los cataloga sexualmente.

Para finalizar, volvamos al hecho de que un film nos atrae hacia el mundo visible: el
mundo en que nos arrojan al nacer, el mundo que todos compartimos. La pintura no obra
de este modo; interroga lo visible. lo visible. Tampoco la fotografía, porque las fotos fijas
hablan del pasado. Solo las películas nos atraen hacia el presente y lo visible, lo visible que
nos rodea.
No es necesario que un film diga "árbol": puede mostrar un árbol. No es necesario que
describa una multitud: puede estar en una multitud. No es necesario que encuentre un
adjetivo para el barro: puede estar metido en el barro. No es necesario que analice un
rostro, puede aproximarse a él. No es necesario que se lamente, puede mostrar las
lágrimas.
Escuchemos a Whitman, imaginando proféticamente la imagen en la pantalla cuando
se dirige al público:

20
Tú no eres más que la réplica deslumbrante de mí mismo.
Surcos y tierra húmeda, eso eres tú;
la reja firme y masculina del arado,
todo cuanto en mi se cultiva y se labra;
eres mi sangre fecunda
y tus corrientes pálidas de leche, las ordeñas en mi vida;
eres el pecho que se aprieta a otro pecho
y en mi cerebro están tus circunvoluciones ocultas;
raíces lavadas del cáñamo, tímida alondra,
nido oculto de huevos duplicados... eso eres tú;
heno mezclado y fundido de la cabeza, de las barbas y de la carne dura... eso eres tú;
jugo fermentado de manzanas, fibras de trigo viril
sol generoso... eso eres tú;
vapores que iluminan
y apagan mi rostro…
eso eres tú;

(Canto a mí mismo, sección 8)3

Por cierto que la mayoría de los films no alcanzan la universalidad. No se puede ir


detrás de lo universal de manera consciente porque esa ambición sólo lleva a la pretensión
o a la retórica. He tratado de desentrañar la forma en que el cine ocasionalmente confiere
universalidad a la obra de un realizador. La condición universal aparece, por lo general,
como respuesta al amor o la compasión. En ese momento, el cine produce algo muy
complejo de un modo mucho más simple que cualquier otro arte. Veamos dos ejemplos.
En L´Atalante, de Jean Vigo, un marinero se casa con una campesina. Vemos a la
pareja cuando sale de la iglesia, después de una ceremonia infeliz, casi siniestra, hombres
vestidos de negro, intimidados por el cura, viejas que murmuran escandalizadas. Luego el
marinero lleva a su esposa a su barcaza en el río. La tripulación −un viejo y un niño− la
arroja a bordo sobre un penol. El Atalante parte y navega en un largo viaje a París. Es el
anochecer quizás. La novia, todavía de blanco, camina despacio por la barcaza hacia la
proa. Sola, parece cambiar de rumbo mientras camina solemne, como si se acercara a otro
altar que ya no es siniestro. En una de las orillas una mujer con un niño la ve pasar en el río
y se persigna como si acabara de ver una aparición. Y, en verdad, ha visto una aparición.
Ha visto en ese momento a todas las novias del mundo.
En Mean Streets4 de Martin Scorsese, una pandilla de amigos del barrio encuentran
diariamente, se diría, refugios provisorios para protegerse de las llamas. Lo hacen juntos y
por separado. Las llamas son las llamas del infierno. Los refugios son comentarios
chistosos, disparadas, whiskys, recuerdos de la inocencia, un billete de cien dólares caído

3
Traducción de León Felipe, Canto a mí mismo, op. cit.
4
Estrenada en la Argentina como Calles peligrosas.

21
del cielo, una camisa nueva. Como italianos católicos de Nueva York, conocen a Cristo,
pero allí, en el Lower East Side, no existe la redención; todos se apoyan en todos, tratando
de no hundirse en el pozo. Charlie es el único capaz de fingir piedad, aunque no puede
salvar a nadie. Escapándose de otra pelea, dice: "Sé que las cosas no salieron bien esta
noche, pero, Dios, hago lo que puedo". Y, en ese preciso instante, envuelto en la mierda de
Manhattan, se convierte en el niño arrepentido que hay en todos nosotros, en un alma en el
Infierno del Dante −Dante, que modeló su visión del infierno en las ciudades de su tiempo−.
Cuando el cine alcanza la condici6n de arte rescata una continuidad espontánea con
toda la humanidad. No es un arte noble ni burgués. Es popular, callejero. En el cielo del
cine tomamos contacto con lo que podríamos haber sido y descubrimos lo que nos
pertenece mas allá de nuestras propias vidas. Su tema esencial −en este siglo de las
desapariciones− es el alma, a la que ofrece un refugio global. Es ésta, creo, la clave de su
deseo y de su encanto.

Berger, John (1997). Cada vez que decimos adiós.


Buenos Aires: Ediciones de la Flor

22
Giorgio Agamben

Filosofía del contacto

Dos cuerpos están en contacto cuando se tocan. ¿Pero qué significa tocarse? ¿Qué es
un contacto? Giorgio Colli ha dado una aguda definición afirmando que dos puntos están en
contacto cuando están separados sólo por un vacío de representación. El contacto no es un
punto de contacto, que en sí mismo no puede existir, porque cualquier cantidad continua
puede ser dividida. Se dice que dos entes están en contacto cuando no se puede insertar
ningún medio entre ellos, es decir, cuando son inmediatos. Si entre dos cosas se establece
una relación de representación (por ejemplo: sujeto-objeto; marido-mujer; amo-siervo;
distancia-cercanía), no se dirá que están en contacto; pero si se pierde toda representación,
si no hay nada entre ellas, entonces y sólo entonces se podrá decir que están en contacto.
Esto también puede expresarse diciendo que el contacto es irrepresentable, que no es
posible hacerse una representación de la relación que aquí está en cuestión — o, como
escribe Colli, que «el contacto es, por lo tanto, la indicación de una nada representativa, de
un intersticio metafísico».
El defecto de esta definición es que, en la medida en que debe recurrir a expresiones
puramente negativas, como «nada» y «no representable», corre el riesgo de confundirse
con la mística. El propio Colli especifica que el contacto puede decirse que es inmediato
sólo aproximadamente, que la representación nunca puede ser eliminada completamente.
Contra todo riesgo de abstracción, entonces, será útil volver al punto de partida y
preguntarse de nuevo qué significa «tocar» — interrogar, por lo tanto, ese sentido más
humilde y terrenal que es el tacto.
Aristóteles reflexionó sobre la naturaleza particular del tacto, que lo diferencia de los
otros sentidos. Para cada sentido hay un medio (metaxy), que desempeña una función
decisiva: para la vista, el medio es lo diáfano, que, iluminado por el color, actúa sobre los
ojos; para el oído es el aire, que, movido por un cuerpo sonoro, golpea la oreja. Lo que
distingue el tacto de los otros sentidos es que percibimos lo tangible no «porque el medio
ejerce una acción sobre nosotros, sino junto con (ama) el medio». Este medio, que no es
externo a nosotros, sino que está en nosotros, es la carne (sarx). Pero esto significa que lo
tocado no es sólo el objeto externo, sino también la carne que es movida o conmovida por
él — que, en otras palabras, en el contacto nosotros tocamos nuestra propia sensibilidad,
somos afectados por nuestra propia receptividad. Mientras que en la vista no podemos ver
nuestros ojos y en el oído no podemos percibir nuestra facultad de oír, en el tacto tocamos
nuestra propia capacidad de tocar y ser tocados. El contacto con otro cuerpo es, por lo
tanto, a la vez y en primer lugar contacto con nosotros mismos. El tacto, que parece inferior
a los otros sentidos, es, entonces, en cierto sentido el primero de ellos, porque en él se
genera algo parecido a un sujeto, que en la vista y los otros sentidos está de alguna manera
abstractamente presupuesto. Nosotros nos experimentamos a nosotros mismos por primera
vez cuando, al tocar otro cuerpo, tocamos a la vez nuestra propia carne.

23
Si, como se intenta hacer perversamente hoy en día, se aboliera todo contacto, si se
mantuviera todo y a todos a distancia, perderíamos entonces no sólo la experiencia de otros
cuerpos, sino ante todo cualquier experiencia inmediata de nosotros mismos, perderíamos
por lo tanto pura y simplemente nuestra carne.

Publicado en el blog de Giorgio Agamben en la página de la editorial Quodlibet


https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-filosofia-del-contatto
(Traducción sin atribución, publicada en Artillería inmanente
https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=2012)

24
Franco Berardi

Facebook o la imposibilidad de la amistad

Al dedicar a Zuckerberg su famosa portada,Time* captó el núcleo profundo de la condición


juvenil contemporánea, en la que solo un improbable éxito financiero puede ofrecer una
salida al sufrimiento psíquico y material.
Capitalismo financiero y trabajo precario, soledad y sufrimiento, atrofia de la empatía y
de la sensibilidad, imposibilidad de la amistad y la solidaridad, tales son los temas que
emergen en la película de David Fincher, La red social. La película cuenta la historia de la
creación y primera fase del lanzamiento de Facebook: una odisea en la época del
semiocapitalismo financiero y, al mismo tiempo, una evolución decisiva para Internet. Pero
en la película la atención también se centra en las implicaciones psíquicas, a causa de la
aceleración e intensificación derivadas del auge de la banda ancha.
Amor, amistad, afecto; toda la esfera de las emociones se enfrenta a los cambios de
ritmo de la infoesfera que rodea a la primera generación que aprendió más palabras de una
máquina que de su madre.
Aunque algunos detalles biográficos (como el final de una historia de amor narrada en
la primera escena de la película) no sean necesariamente verdaderos a diferencia de la
narración de los primeros pasos de Facebook y los sucesivos conflictos legales, la ficción
narrativa es útil para una plena comprensión de la mutación psíquica y relacional que
conlleva la vida social de la fuerza de trabajo cognitiva. El personaje principal de la historia,
Mark Zuckerberg, el joven que ha lanzado al mercado virtual la red social, podría
obviamente ser descrito como un ganador: es el millonario más joven del mundo, propietario
de una compañía que en pocos años se convirtió en la web más importante del mundo y
tiene quinientos millones de usuarios. Y aun así es difícil ver en él a una persona feliz, y la
película lo describe como un perdedor en el plano psíquico y humano. La amistad parece
algo imposible para él, hasta el punto en que se puede suponer que el éxito de su web se
debe a la sustitución artificial de la amistad y del amor por protocolos estandarizados.
Quizás justo porque su experiencia existencial lo ha convertido en un experto en el
sufrimiento, la alienación contemporánea se manifiesta perfectamente en la creación de
Zuckerberg: Facebook.
El deseo se desplaza desde el contacto físico hasta el territorio abstracto de la
seducción simulada en el espacio infinito de la imagen. La extensión ilimitada de la
imaginación (descarnada) lleva la experiencia erótica hacia lo virtual, a la huida infinita de
un objeto a otro. Valor, dinero, excitación financiera, son la formas perfectas del deseo
transformado en virtual. La movilización permanente de las energías psíquicas en la esfera

* Zuckerberg fue tapa de la revista Time el 15 de Diciembre de 2010 cuando se lo llamó “El
personaje del año 2010”. Ver:
http://content.time.com/time/specials/packages/article/0,28804,2036683_2037183,00.html

25
económica es causa y efecto de la “virtualización” del contacto. La palabra misma “contacto”
significa exactamente lo contrario de lo que significa: no ya percepción epidérmica de la
presencia sensual del otro, sino intencionalidad puramente intelectual. La virtualización del
deseo provoca un efecto patógeno de debilitamiento de la solidaridad social y del
sentimiento de empatía.
Infelicidad existencial y éxito comercial son las dos caras del mismo fenómeno.
Zuckerberg parece tan hábil en la interpretación de las insatisfechas necesidades psíquicas
de su generación porque la soledad y la frustración afectiva son una característica inherente
al proceso mismo de creación de la empresa. El genio de Zuckerberg parece revelarse
sobre todo en la habilidad para sacar provecho de la energía de la masa y del sufrimiento
colectivo: la energía que proviene del lado oscuro de la multitud.
La idea originaria de la web no es de Zuckerberg como se supo tras los juicios que lo
obligaron a pagar grandes sumas de dinero (pero mínimas respecto del valor que los
mercados atribuyen hoy en día a Facebook). La idea le había sido sugerida por dos ricos
gemelos de Harvard que querían contratarlo como programador. Zuckerberg fingió trabajar
para realizar su proyecto y creó una web que, si bien parte de la idea de los gemelos, tiene
una potencia comunicativa mucho mayor, justamente porque se inserta en las necesidades
psíquicas producidas por la alienación de masas. ¿Quiere esto decir que el programador les
robó algo a aquellos que lo querían contratar? Sí y no. En efecto, en la red es imposible
distinguir claramente los diferentes momentos del proceso de valorización: la fuerza
productiva de la red es colectiva mientras que las ganancias son privadas. Aquí se
encuentra la insuperable contradicción entre colectividad produciendo en red y la
apropiación privada de lo producido, que mina las bases del edificio del semiocapital y que
Fincher describe a su manera.
La película propone también una visión del trabajo en la época de la precariedad. La
palabra “precario” significa aleatorio, incierto, inestable, y no se refiere solamente a la
incertidumbre de las relaciones de trabajo, sino también a la fragmentación del tiempo y a la
incesante desterritorialización de los factores de producción social. Ni el trabajo ni el capital
tienen ya una relación estable con el territorio y la comunidad. El capital fluye por los
circuitos financieros mientras que la empresa no se basa ya en la producción y la posesión
de los bienes materiales, sino en símbolos, ideas, información e intercambios lingüísticos.
Esto significa que la empresa ya no está ligada al territorio y que al proceso de trabajo
no se basa en la copresencia cotidiana de una comunidad de trabajadores. El proceso de
trabajo se convierte en una recombinación continua de fragmentos de tiempo conectados a
la red global. Los trabajadores se encuentran cada día en el mismo lugar, pero permanecen
solos en sus cubículos hiperconectados, contestando los pedidos de las empresas para las
que trabajan o consumen. El capitalista no se encuentra ya empeñado en firmar un contrato
para poder explotar la energía productiva del trabajador durante toda su vida, en definitiva
ya no compra la entera disponibilidad del trabajador, sino que sencillamente compra un
fragmento de tiempo disponible, que podemos definir como tiempo fractal, en cuanto es
compatible con los protocolos de interactividad y combinable con otros fragmentos de
tiempo.

26
El trabajador industrial desarrollaba un sentimiento de solidaridad con sus compañeros
porque los reconocía como miembros de su comunidad existencial y porque compartía sus
intereses, mientras que el trabajador cognitivo en red está solo y es incapaz de solidarizarse
porque cada uno está obligado a competir en el mercado de trabajo y en la carrera
constante por las oportunidades de un salario precario.
Este tipo de soledad y de miseria psíquica no caracteriza solamente la vida del
trabajador, sino también la del emprendedor, porque desde el punto de vista laboral la
frontera que separa trabajo y empresa es confusa, indefinida. Si bien la renta de un
trabajador es cien (o quinientas) veces inferior a la renta del emprendedor, el modo en que
Mark Zuckerberg vive su jornada de trabajo no es muy diferente del modo en que la viven
sus asalariados. Todos ellos se sientan delante del ordenador y escriben con el teclado. La
miseria existencial los une.
Zuckerberg tiene un solo amigo al principio de la película, Eduardo Saverin, quien por
diecinueve mil dólares, acepta convertirse en inversor de la empresa. Saverin cree que la
amistad lo protege de las feas sorpresas que la competencia normalmente le reserva a los
que se mueven en los círculos del capitalismo financiero. Pero rápidamente vemos que se
trata de la imposibilidad de la amistad en una condición de abstracción virtual y de la
imposibilidad de construir solidaridad cuando la vida se transforma en un contenedor
abstracto de fragmentos de tiempo en competencia.

En Berardi, Franco (2014). La sublevación. Buenos Aires: Hekht LIBROS

27
Byung-Chul Han

Huida a la imagen
Hoy las imágenes no son solo copias, sino también modelos. Huimos hacia las imágenes
para ser mejores, más bellos, más vivos. Sin duda no solo nos servimos de la técnica, sino
también de las imágenes para llevar adelante la evolución. ¿Podría ser que la evolución
descansara en una imaginación, que la imaginación fuera constitutiva para la evolución? El
medio digital consuma aquella inversión icónica que hace aparecer las imágenes más vivas,
más bellas, mejores que la realidad, percibida como defectuosa:
Ante los clientes de un café, alguien me dijo justamente: «Mire qué mates son; en
nuestros días las imágenes son más vivientes que la gente». Una de las marcas de nuestro
mundo es quizá este cambio: vivimos según un imaginario generalizado. Ved lo que ocurre
en Estados Unidos: todo se transforma allí en imágenes: no existe, se produce y se
consume más que imágenes.21
Las imágenes, que representan una realidad optimizada en cuanto reproducciones,
aniquilan precisamente el originario valor icónico de la imagen. Son hechas rehenes por
parte de lo real. Por eso hoy, a pesar de, o precisamente por el diluvio de imágenes, somos
iconoclastas. Las imágenes hechas consumibles destruyen la especial semántica y poética
de la imagen, que no es más que mera copia de lo real. Las imágenes son domesticadas en
cuanto se hacen consumibles. Esta domesticación de las imágenes hace desaparecer su
locura. Así son privadas de su verdad.
El llamado síndrome de París designa una aguda perturbación psíquica que afecta
sobre todo a los turistas de Japón. Los afectados sufren de alucinaciones, desrealización,
despersonalización, angustia y síntomas psicosomáticos como mareo, sudor o sobresalto
cardíaco. Lo que dispara todo esto es la fuerte diferencia entre la imagen ideal de París, que
los japoneses tienen antes del viaje, y la realidad de la ciudad, que se desvía
completamente de la imagen ideal. Se puede suponer que la inclinación coactiva, casi
histérica, de los turistas japoneses a hacer fotos, representa una reacción inconsciente de
protección que tiende a desterrar la terrible realidad mediante imágenes. Las fotos bonitas
como imágenes ideales blindan a estos turistas frente a la sucia realidad.
La película de Hitchcock La ventana indiscreta* hace intuitiva la conexión entre la
experiencia de shock a través de lo real y la imagen como blindaje. La cercanía fonética
entre rear y real* es otra referencia a esto. La ventana de atrás es un encanto de los ojos.
Jeff (James Stewart), el fotógrafo atado a la silla de ruedas, está sentado detrás de la
ventana y se recrea en la vida burlesca que el vecino ofrece a través de ella. Un día cree
ser testigo de un asesinato. El sospechoso nota cómo Jeff, que habita frente a él, lo observa
en secreto. En ese momento él mira a Jeff. Esa terrible mirada del otro, la mirada desde lo
real, destruye la mirada atrás como encanto de los ojos. Finalmente el sospechoso, lo

*
El título original, Rear Window, podría traducirse, literalmente, como «ventana trasera». A partir de
este significado, y no del que propone la traducción española, Han desarrolla su argumento. (N. del
E.)

28
terrible real, irrumpe en la vivienda de Jeff. Jeff, el fotógrafo, intenta cegarlo con el fogonazo
de la cámara, es decir, intenta desterrarlo de nuevo a la imagen, e incluso refrenarlo, pero
no lo consigue. Jeff es arrojado desde la ventana por el sospechoso que, de hecho, se
desenmascara como el asesino. En ese momento la ventana trasera se convierte en una
ventana real. La conclusión de la película: la ventana real se transforma de nuevo en una
ventana trasera.
En contraposición a la ventana trasera, en las ventanas digitales no está dado el
peligro de irrupción de lo real, y sobre todo de lo otro. Como ventanas digitales, nos blindan
frente a lo real más efectivamente que la ventana trasera. Aquellas siguen el imaginario
universalizado. El medio digital crea más distancia frente a lo real que los medios
analógicos. En efecto, la analogía entre lo digital y lo real es menor que en los medios
analógicos.
Hoy, con ayuda del medio digital, producimos imágenes en enorme cantidad. Esta
producción masiva de imágenes puede interpretarse como una reacción de protección y de
huida. El delirio de optimación se apodera también de la producción de imágenes. Huimos
hacia las imágenes, a la vista de una realidad que percibimos como imperfecta. Aquello con
cuya ayuda nos contraponemos a la facticidad, ya sea la de los cuerpos, el tiempo, la
muerte, etcétera, ya no son las religiones, sino técnicas de optimación. El medio digital
deshace la facticidad.
El medio digital carece de edad, destino y muerte. En él se ha congelado el tiempo
mismo. Es un medio atemporal. En cambio, el medio analógico padece por el tiempo. La
pasión es su forma de expresión:
La foto corre comúnmente la suerte del papel (perecedero), sino que, incluso si ha
sido fijada sobre soportes más duros, no por ello es menos mortal: como un organismo
viviente nace a partir de los granos de plata que germinan, alcanza su pleno desarrollo
durante un momento, luego envejece. Atacada por la luz, por la humedad, empalidece, se
extenúa, desaparece.22
Barthes enlaza con la fotografía analógica una forma de vida para la que es
constitutiva la negatividad del tiempo. En cambio, la imagen digital, el medio digital, se halla
en conexión con otra forma de vida, en la que están extinguidos tanto el devenir como el
envejecer, tanto el nacimiento como la muerte. Esa forma de vida se caracteriza por un
permanente presente y actualidad. La imagen digital no florece o resplandece, porque el
florecer lleva inscrito el marchitarse, y el resplandecer lleva inherente la negatividad del
ensombrecer.

NOTAS

21. R. Barthes, La cámara lúcida, op. cit., p. 19.


22. R. Barthes, La cámara lúcida, op. cit., p. 143 s.

Han, Byung-Chul (2014). En el enjambre, Barcelona: Herder.

29
El ensayo en la prensa
Nicholas Carr

¿Google nos está volviendo estúpidos?


Lo que Internet está haciéndole a nuestro cerebro

Por Nicholas Carr5 para The Atlantic6

“¡Dave, no, por favor! ¡Basta, Dave! ¿Vas a parar de una vez, Dave?” Así le ruega la
supercomputadora HAL al implacable astronauta Dave Bowman en aquella famosa y
extrañamente conmovedora escena del final de la película de Stanley Kubrick 2001: Odisea
del espacio. Bowman, que había estado a punto de ser condenado a morir en el espacio a
causa de un problema de funcionamiento de la máquina, está desconectando tranquila y
fríamente los circuitos de memoria que controlan su cerebro “artificial”. “Dave, mi mente se
está yendo,” dice HAL, con desesperación. “Puedo sentirlo. Puedo sentirlo.”

5
Autor del libro The Big Switch: Rewiring the World, From Edison to Google (“El gran cambio:
reconectando el mundo, de Edison a Google”, 2008; Superficiales. ¿Qué está hacienda Internet con
nuestras mentes?, 2010 y Atrapados. Cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas, 2015,
entre otros ensayos).
6
The Atlantic es una revista norteamericana de publicación mensual fundada en 1857 por un grupo
de intelectuales notables entre los que se contaban escritores como Ralph Waldo Emmerson, Harriett
Beecher-Stowe y H. W. Longfellow.

30
Yo también puedo sentirlo. Durante estos últimos años he tenido la incómoda sensación
de que alguien o algo ha estado jugando con mi cerebro, rediseñando el circuito neuronal,
reprogramando la memoria. Mi mente no se está yendo –al menos eso creo– pero está
cambiando. Ya no pienso como antes. Puedo sentirlo más claramente cuando leo.
Sumergirme en un libro o en un artículo extenso solía ser fácil. Mi mente era capturada por
el relato o por los argumentos y podía pasarme horas recorriendo largos pasajes en prosa.
Eso ya casi nunca sucede. Ahora mi concentración a menudo empieza a desviarse después
de dos o tres páginas. Me pongo nervioso, pierdo el hilo, empiezo a buscar otra cosa para
hacer. Me siento como si tuviera que arrastrar a mi cerebro de vuelta al texto. La lectura
profunda que solía darse naturalmente se ha convertido en una lucha.

Creo saber lo que está pasando. Desde hace ya más de una década, paso mucho
tiempo conectado, buscando y navegando y, a veces, aportando algo a la gran base de
datos de Internet. La Web ha sido un regalo de Dios para mí, como escritor. Una
investigación que antes requería días en las bibliotecas ahora puede hacerse en minutos.
Unas pocas búsquedas en Google, algunos clicks rápidos en enlaces y ya tengo el dato
revelador o la cita precisa que necesitaba. Aun cuando no estoy trabajando, es muy
probable que me encuentre explorando la selva de información de la Web, leyendo y
escribiendo correos electrónicos, barriendo titulares y entradas de blogs, viendo videos o
escuchando podcasts o solo saltando de enlace en enlace. (A diferencia de las notas al pie
con las que a veces se los compara, los enlaces no se limitan a sugerir obras pertinentes; te
lanzan hacia ellas.)

Para mí, como para tantos otros, la Web se está convirtiendo en el medio universal, el
canal de la mayor parte de la información que fluye a través de mis ojos y oídos y en mi
mente. Las ventajas de tener acceso inmediato a un archivo tan increíblemente rico de
información son muchas y han sido ampliamente descriptas y debidamente aplaudidas. “El
recuerdo perfecto de la memoria de siliconas”, escribió Clive Tompson en Wired, “puede ser
una enorme bendición para el pensamiento.” Pero esa bendición tiene un precio. Como
señaló en los años ’60 el teórico de la comunicación Marshall McLuhan, los medios no son
sólo canales pasivos de información. Proveen material para el pensamiento pero también
modelan los procesos de pensamiento. Y lo que Internet parecería estar haciendo es triturar
mi capacidad de concentración y contemplación. Mi mente ahora espera recibir información
de la manera en que la distribuye la Web: como un rápido torrente de partículas en
movimiento. Antes era un buzo en el mar de las palabras. Ahora surfeo a lo largo de la
superficie como un tipo en un Jet Ski.

No soy el único. Cuando comento mis problemas con la lectura entre amigos y conocidos
–la mayoría de ellos, gente de letras– muchos dicen tener experiencias parecidas. Cuanto
más usan la Web, más tienen que esforzarse en mantenerse concentrados a lo largo de
escritos extensos. Algunos de los bloggers que suelo leer también han comenzado a
mencionar el fenómeno. Scott Karp, que escribe un blog sobre medios en Internet,
recientemente confesó que ha dejado de leer libros. “Estudié literatura en la Universidad y
era un lector voraz de libros,” escribió. “¿Qué pasó?” La respuesta sobre la que especula:
“¿Qué pasa si todo lo que leo está en Internet no tanto porque cambió mi manera de leer,
es decir, por una simple cuestión de comodidad, sino porque cambió mi manera de
PENSAR?”

31
Bruce Friedman, que lleva un blog sobre el uso de las computadoras en medicina,
también describió cómo Internet ha alterado sus hábitos mentales. “Perdí casi totalmente la
capacidad de leer y asimilar un artículo extenso tanto en la web como impreso”, escribió
hace poco. Friedman, un patólogo que ha sido durante muchos años profesor de la Escuela
de Medicina de la Universidad de Michigan, amplió su comentario en una conversación
telefónica conmigo. Su pensamiento, dijo, ha adquirido una cualidad de “staccato” que
refleja la manera en la que recorre rápidamente breves pasajes de texto de diversas fuentes
en línea. “Ya no puedo leer La guerra y la paz”, admitió. “He perdido la capacidad para
hacerlo. Hasta una entrada de blog de más de tres o cuatro párrafos es demasiado para
procesar. Le paso apenas por encima.”

Las anécdotas por sí solas no prueban gran cosa. Y todavía estamos esperando
experimentos neurológicos y psicológicos de largo plazo que provean una imagen definitiva
de cómo el uso de Internet afecta la cognición. Pero un estudio de investigadores de la
Universidad de Londres sobre hábitos de búsqueda online publicado recientemente, sugiere
que podríamos estar en el medio de un mar de cambios en nuestra forma de leer y pensar.
En el marco de un programa de investigación de cinco años de duración, los investigadores
examinaron registros de computación que documentan el comportamiento de los visitantes
de dos sitios de búsqueda muy frecuentados, uno operado por la Biblioteca Británica y otro
por un consorcio educativo del Reino Unido, portales que ofrecen acceso a artículos de
publicaciones periódicas, libros electrónicos y otras fuentes de información escrita.
Descubrieron que la gente que usa estos sitios exhibió una forma de actividad de “barrido
superficial”, saltaban de una fuente a la otra y raramente volvían a una fuente que habían
visitado previamente. Por lo general, no leían más de una o dos páginas de un artículo o
libro antes de decidir “rebotar” a otro sitio. A veces guardaban un artículo extenso pero no
hay evidencia de que hayan vuelto efectivamente a él para leerlo. Los autores del trabajo
señalaron que:

Es claro que los usuarios no leen en línea en el sentido tradicional: de hecho


hay indicios de que están emergiendo nuevas formas de “lectura” ya que los
usuarios recorren horizontalmente títulos, páginas de contenidos y resúmenes
en busca de resultados rápidos. Casi parecería que se conectan a la red para
evitar leer en el sentido tradicional.

Gracias a la omnipresencia del texto en Internet, y por supuesto a la popularidad de los


mensajes de texto en teléfonos celulares, es muy posible que estemos leyendo mucho más
hoy que en los años ’70 u ’80, cuando la televisión era el medio privilegiado. Pero es una
forma diferente de lectura y detrás de ella yace una forma diferente de pensamiento, quizás
hasta un nuevo sentido del ser. “No solo somos lo que leemos”, dice Maryanne Wolf,
psicóloga de la Universidad de Tufts y autora de Proust y el calamar: la historia y la ciencia
del cerebro lector. “Somos cómo leemos.” Wolf se inquieta ante la posibilidad de que el
estilo de lectura que promueve la Red, un estilo que pone la “eficiencia” y la inmediatez” por
encima de cualquier otra cosa, esté debilitando nuestra capacidad para el tipo de lectura
profunda que emergió cuando una tecnología anterior, la de la imprenta, generalizó la
circulación de obras en prosa largas y complejas. Cuando leemos en línea, dice, tendemos
a convertirnos en “meros decodificadores de información.” Nuestra capacidad para
interpretar el texto, para establecer las ricas conexiones mentales que se dan cuando
leemos profundamente y sin distracciones, se utiliza muy poco.

32
Leer, explica Wolf, no es una capacidad instintiva para los seres humanos. No está
programada en nuestros genes como lo está el habla. Tenemos que enseñarle a nuestra
mente a traducir los caracteres simbólicos que vemos a un lenguaje que comprendemos. Y
los medios y las otras tecnologías que usamos para aprender y practicar la actividad de la
lectura juegan un papel importante en la conformación de los circuitos neuronales de
nuestros cerebros. Se ha demostrado experimentalmente que los lectores de ideogramas,
como los del chino, desarrollan un circuito mental para la lectura muy diferente del que se
encuentra en aquellos cuya escritura es alfabética. Las variaciones se extienden a través de
varias regiones cerebrales, incluidas las que gobiernan funciones cognitivas tan esenciales
como la memoria y la interpretación de estímulos visuales y auditivos. Podemos sospechar,
entonces, que los circuitos configurados por nuestro uso de la Red serán diferentes de los
que establecen nuestra lectura de libros y otras obras impresas.

Alrededor de 1882, Friedrich Nietzsche compró una máquina de escribir, una Malling-
Hansen Writing Ball, para ser preciso. Su vista estaba debilitada y mantener sus ojos
concentrados en una página se había convertido en una tarea agotadora y dolorosa que a
menudo le provocaba terribles migrañas. Se había visto obligado a reducir su escritura y lo
acosaba el temor de que en poco tiempo más tendría que abandonarla por completo. La
máquina de escribir lo rescató, al menos por un tiempo. Una vez que logró dominar el tipeo
al tacto, pudo escribir con sus ojos cerrados, usando solamente las yemas de sus dedos.
Las palabras podían fluir otra vez desde su mente a la página.
Pero la máquina tuvo un efecto más sutil sobre su trabajo. Un compositor amigo de
Nietzsche notó un cambio en el estilo de su escritura. Su prosa tersa se había vuelto más
cerrada, más telegráfica. “Quizás, a través de este instrumento, te acostumbrarás a un
nuevo idioma” le escribió el amigo en una carta, a la vez que le señaló que sus
“‘pensamientos’ tanto en la música como en el lenguaje a menudo dependían de la cualidad
de la pluma y el papel”. “Tienes razón”, le respondió Nietzsche, “nuestro instrumental para
escribir participa activamente en la formación de nuestros pensamientos.” Bajo la influencia
de la máquina, escribe el investigador en comunicación alemán Friedrich A. Kittler, la prosa
de Nietzsche “cambió los argumentos por aforismos, los pensamientos por tropos y la
retórica por el estilo telegráfico.”

El cerebro humano es casi infinitamente maleable. La gente solía pensar que nuestro
entramado mental, las densas conexiones formadas por las aproximadamente cien billones
de neuronas en el interior de nuestro cráneo, estaban ampliamente fijadas al momento de
alcanzar la madurez. Pero los investigadores del cerebro han descubierto que no es así.
James Olds, un profesor de neurociencias del Instituto Krasnow de Estudios Avanzados de
la Universidad George Mason dice que incluso la mente adulta es “muy plástica”. Las
células nerviosas rompen rutinariamente las viejas conexiones y forman nuevas. “El
cerebro”, según Olds, “tiene la capacidad de reprogramarse al vuelo, y alterar su modo de
funcionamiento”.

Cuando usamos lo que el sociólogo Daniel Bell llama nuestras “tecnologías intelectuales”
–las herramientas que expanden nuestras habilidades mentales antes que las físicas–
inevitablemente empezamos a adoptar las cualidades de esas capacidades. El reloj
mecánico, que se hizo de uso corriente en el siglo XIV, es un ejemplo elocuente. En
Técnica y civilización, el historiador y crítico cultural Lewis Mumford describió cómo el reloj

33
“produjo una disociación entre el tiempo y los acontecimientos humanos y contribuyó a la
creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente mensurables”. El
“marco abstracto del tiempo dividido” se convirtió en “el punto de referencia tanto para la
acción como para el pensamiento”.

El metódico tic-tac del reloj contribuyó al surgimiento de la mentalidad científica y del


hombre de ciencia. Pero también hizo desaparecer algo. Como señala el científico
computacional del MIT Joseph Weizenbaum en su libro de 1976 Computer Power and
Human Reason: From Judgement to Calculation [El poder de la computadora y la razón
humana: del juicio al cálculo], la concepción del mundo que resultó del uso extensivo de los
instrumentos de medición del tiempo “sigue siendo una versión empobrecida de la anterior,
dado que se funda en un rechazo de las experiencias directas que formaban la base para -y
de hecho constituían- la antigua realidad.” Para decidir cuándo comer, cuándo trabajar, ir a
dormir o levantarnos, dejamos de escuchar a nuestros sentidos y empezamos a obedecer
al reloj.

El proceso de adaptación a nuevas tecnologías intelectuales se refleja en las cambiantes


metáforas a las que recurrimos para explicarnos a nosotros mismos. Cuando apareció el
reloj mecánico, la gente empezó a pensar que su cerebro funcionaba como una “pieza de
relojería”. Hoy, en la era del software, pensamos que nuestros cerebros operan “como
computadoras”. Pero los cambios, dice la neurociencia, son mucho más profundos que las
metáforas. Gracias a la plasticidad de nuestro cerebro la adaptación ocurre también a nivel
biológico.

Internet promete tener efectos cognitivos mucho más profundos. En un artículo publicado
en 1936, el matemático británico Alan Turing, probó que una computadora digital, que hasta
ese momento existía solamente como una máquina teórica, podía ser programada para
llevar a cabo la función de cualquier otro dispositivo de procesamiento de información. Y
eso es lo que estamos viendo hoy. Internet, un sistema de computación
inconmensurablemente poderoso, está subsumiendo la mayoría de nuestras otras
tecnologías intelectuales. Se está convirtiendo en nuestro mapa y nuestro reloj, nuestra
imprenta y nuestra máquina de escribir, nuestra calculadora y nuestro teléfono, y nuestra
radio y televisión.
Cuando la Red absorbe un medio, ese medio es recreado a imagen y semejanza de la
Red. Inyecta el contenido de ese medio con hipervínculos, avisos parpadeantes y otras
chucherías digitales y lo rodea de contenidos de todos los otros medios que la Red ha
absorbido. Por ejemplo, un nuevo correo electrónico anuncia su llegada mientras leemos
los titulares en el portal de un diario. El resultado es que nuestra atención se dispersa y
nuestra concentración se vuelve difusa.

La influencia de la Red no termina en las fronteras de la pantalla de la computadora,


tampoco. A medida que nuestras mentes van sintonizando con este collage enloquecido de
los medios de Internet, los medios tradicionales tienen que adaptarse a las nuevas
expectativas del público. Los programas de televisión agregan textos móviles en la base de
la pantalla y globos de avisos, y los diarios y revistas acortan sus artículos e introducen
cápsulas con resúmenes y pueblan sus páginas con retazos informativos de fácil lectura.
Cuando, en marzo de este año, el New York Times decidió dedicar la segunda y tercera
página de cada edición a los resúmenes de artículos, el director de diseño, Tom Bodkin,

34
explicó que estos “atajos” les darían a los lectores apurados picoteo rápido por las noticias
del día y les ahorraría la tarea “menos eficiente” de dar vuelta las páginas para leer los
artículos. Los medios tradicionales tienen poco margen para elegir y sólo pueden jugar con
las reglas que imponen los nuevos medios.

Nunca antes un sistema de comunicaciones ha tenido tantas funciones en nuestras vidas


-o ejercido una influencia tan amplia en nuestro pensamiento- como Internet hoy. Sin
embargo, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre la Red, ha habido poca reflexión
acerca de cómo, exactamente, nos está reprogramando. La ética de la Red sigue siendo
poco clara.

Más o menos en la misma época en la que Nietzsche empezó a usar su máquina de


escribir, un honesto joven llamado Frederick Winslow Taylor llevó un cronómetro a la planta
de acero de Midvale, Filadelfia, y empezó una histórica serie de experimentos destinados a
mejorar la eficiencia de los maquinistas de la planta. Con el acuerdo de los dueños de
Midvale, reclutó a un grupo de obreros, los uso a trabajar en diversas máquinas
metalúrgicas y registró y cronometró cada uno de sus movimientos así como las
operaciones de las máquinas. Al analizar cada tarea como una secuencia de pequeños
pasos discretos y después probar diferentes maneras de llevar a cabo cada una, Taylor
creó un conjunto de instrucciones precisas -hoy diríamos un “algoritmo”- para indicarle a
cada operario cómo debería trabajar. Los empleados de Midvale protestaron por el nuevo
régimen estricto, argumentando que los convertía en poco menos que autómatas, pero la
productividad de la fábrica se fue por las nubes.

Más de cien años después de la invención de la máquina de vapor, la Revolución


Industrial había encontrado, por fin, su filosofía y su filósofo. La precisa coreografía
industrial de Taylor -su “sistema”, como le gustaba llamarlo- fue abrazada por los
fabricantes de todo el país y, con el tiempo, de todo el mundo. En la búsqueda de la
máxima velocidad, máxima eficiencia y máxima producción, los propietarios de las fábricas
usaban estudios de tiempo y movimiento para organizar su trabajo y configurar las tareas
de sus operarios. El objetivo, tal como lo definió Taylor en su celebrado tratado de 1911 The
Principles of Scientific Managment [Los principios de la administración científica] fue
identificar y adoptar, para cada tarea, el mejor método de trabajo y, de ese modo,
reemplazar gradualmente las reglas prácticas por el método científico en las artes
mecánicas.” Una vez que su sistema se aplicara a todas las actividades de trabajo manual,
Taylor aseguraba a sus seguidores, produciría la reestructuración no sólo de la industria
sino también de la sociedad, creando la utopía de la eficiencia perfecta. “En el pasado el
hombre ha estado en primer lugar,” declaró, “ en el futuro el sistema estará primero”.

El sistema de Taylor todavía está muy presente entre nosotros, continúa siendo la ética
de la manufactura industrial. Y ahora, gracias al creciente poder que tienen los ingenieros
informáticos y los programadores sobre nuestras vidas intelectuales, la ética de Taylor está
empezando a gobernar el reino de nuestra mente también. Internet es una máquina
diseñada para la recolectar, transmitir y manejar información eficiente y automatizadamente
y sus legiones de programadores se esfuerzan por encontrar el “mejor método” -el algoritmo
perfecto- para llevar a cabo cada movimiento mental que hemos llegado a describir como
“trabajo intelectual”.

35
El cuartel central de Google en Mountain View, California -el Googleplex- es la Iglesia
Mayor de Internet y, en su interior, la religión que se practica es el taylorismo. Google, dice
su CEO, Eric Schmidt, es “una compañía fundada en la ciencia y la medición” y se propone
“sistematizar todo” lo que hace. A partir de los terabytes de información conductual que
recoge a través de su motor de búsqueda y de otros sitios, lleva adelante miles de
experimentos cada día, según la Harvard Business Review, y usa esos resultados para
refinar los algoritmos que controlan cada vez más cómo encontramos información y le
damos sentido. Lo que Taylor hizo para el trabajo manual, Google lo está haciendo para el
trabajo de la mente.

La compañía ha declarado que su misión es “organizar la información mundial y hacerla


universalmente accesible y útil.” Su propósito es desarrollar el “motor de búsqueda
perfecto”, al que define como algo que “comprende perfectamente lo que quieres decir y te
devuelve exactamente lo que necesitas.” Desde el punto de vista de Google, la información
es como un commodity, un recurso utilitario que puede ser extraído y procesado con
eficiencia industrial. Cuantos más elementos de información podemos “acceder” y cuanto
más rápido podemos extraer su sustancia, más productivos somos en tanto pensadores.

¿Dónde acaba todo esto? Sergey Brin y Larry Page, los talentosos jóvenes que fundaron
Google mientras trabajaban en sus tesis doctorales en la escuela de computación científica
de la Universidad de Stanford, hablan con frecuencia de su deseo de convertir ese motor de
búsqueda en una inteligencia artificial, una máquina como HAL, que pudiera conectarse
directamente a nuestros cerebros. “La más perfecta de estas máquinas sería algo tan
inteligente como las personas, o más”, dijo Page en una charla hace unos años. “Para
nosotros, trabajar en las búsquedas es una forma de trabajar en inteligencia artificial.”

En una entrevista de 2004 con la revista Newsweek, Brin dijo, “Ciertamente, si tuvieras
toda la información del mundo directamente conectada a tu cerebro o a un cerebro artificial
que fuera más inteligente que tu cerebro, estarías mucho mejor.” El año pasado, Page le
dijo a una convención de científicos que Google “está tratando realmente de construir
inteligencia artificial y hacerlo a gran escala.”

Tal ambición es natural, incluso admirable, para un puñado de genios de la matemática


con vastas cantidades de dinero a su disposición y un pequeño ejército de científicos de la
computación entre sus empleados. Como empresa fundamentalmente científica, Google
está motivada por el deseo de usar tecnología, en palabras de Eric Schimdt, “para resolver
problemas que nunca habían sido resueltos antes,” y la inteligencia artificial es el problema
más difícil que se puede abordar. ¿Por qué Brin y Page no querrían ser quienes lo
resolvieran?

De todos modos, su sencilla suposición de que “todos vamos a estar mejor” si nuestros
cerebros fueran complementados, o incluso reemplazados, por una inteligencia artificial es
inquietante. Sugiere la creencia de que la inteligencia es el resultado de un proceso
mecánico, de una serie de pasos discretos, que pueden ser aislados, medidos y
optimizados. En el mundo de Google, el mundo en el que entramos cuando nos conectamos
a Internet, hay poco lugar para el desorden de la contemplación. La ambigüedad no es una
apertura para la intuición sino un error que hay que corregir. El cerebro humano es tan sólo

36
una computadora desactualizada que necesita un procesador más rápido y un disco rígido
más grande.

La idea de que nuestras mentes tienen que operar como máquinas procesadoras de
información de alta velocidad no sólo está incorporada en el diseño de Internet, es el
modelo de negocios líder de la Red. Cuanto más rápido surfeamos la Red -cuantos más
enlaces cliqueamos y más páginas vemos- más oportunidades tendrá Google y otras
compañías de recolectar información sobre nosotros y mostrarnos publicidad. Muchos de
los propietarios de la Internet comercial tienen un interés financiero en recoger las migajas
de datos que dejamos a nuestro paso mientras saltamos de enlace a enlace -cuantas más
migajas, mejor-. Lo último que quieren estas compañías es alentar la lectura de placer o el
pensamiento lento, concentrado. Es su propio interés económico el que nos mueve a la
distracción.

Quizás me preocupo demasiado. Así como hay una tendencia a glorificar el progreso
tecnológico, hay una contra-tendencia a esperar lo peor de cada nueva herramienta o
máquina. En el Fedro de Platón, Sócrates se lamenta por el desarrollo de la escritura.
Temía que, si la gente confiaba en la palabra escrita como sustituto del conocimiento que
antes tenían en sus mentes, “dejarían -para decirlo en palabras de uno de los personajes de
su diálogo- de ejercitar su memoria y se volverían olvidadizos.” Y, como estarían en
condiciones de recibir una cantidad de información sin una adecuada enseñanza, “se
creerían sabios cuando, en su mayor parte, serían ignorantes”. “Estarían llenos de falso
conocimiento en lugar de verdadero saber”. Sócrates no estaba equivocado, la nueva
tecnología a menudo tuvo los efectos que temía, pero le faltó ver más allá. No podía prever
las muchas maneras en las que la escritura y la lectura iban a contribuir a difundir
información, alentar nuevas ideas y expandir el conocimiento humano (si no la sabiduría).

La llegada de la imprenta de Gutenberg en el siglo XV disparó nuevas angustias. Al


humanista italiano Hieronimo Squarciafico le preocupaba que el fácil acceso a los libros
llevara a una pereza intelectual, que volviera a los hombres “menos estudiosos” y debilitara
sus mentes. Otros argumentaban que esos libros impresos baratos socavarían la autoridad
religiosa, degradarían el trabajo de los escolásticos y escribas, y divulgarían la sedición y el
libertinaje. Como señala Clay Shirky, profesor de la Universidad de Nueva York, “Muchos de
los argumentos esgrimidos contra la imprenta eran correctos, incluso visionarios.” Pero, de
todos modos, quienes predecían el apocalipsis no fueron capaces de imaginar la incontable
cantidad de beneficios que traería el mundo impreso.

Entonces, sí, claro, se podría ser escéptico frente a mi escepticismo. Quizás, quienes
rechazan las críticas a Internet como si proviniesen de luditas o nostálgicos, están en lo
cierto, y de nuestras mentes hiperactivas, empapadas de datos surgirá una edad de oro del
descubrimiento intelectual y la sabiduría universal. Aun así, la Red no es el alfabeto, y
aunque pueda reemplazar a la imprenta, produce algo totalmente diferente. El tipo de
lectura profunda que promueve una secuencia de páginas impresas es valiosa no sólo por
el conocimiento que adquirimos de las palabras del autor sino por las vibraciones
intelectuales que esas palabras despiertan en nuestras propias mentes. En los espacios
silenciosos abiertos por la lectura sostenida, sin distracciones de un libro -o por cualquier
otro acto de contemplación, por caso- hacemos nuestras propias asociaciones, nuestras

37
inferencias y analogías, damos aliento a nuestras propias ideas. La lectura profunda,
sostiene Maryanne Wolf, es indistinguible del pensamiento profundo.

Si perdemos esos espacios, o los llenamos con contenido, sacrificaremos algo


importante no sólo en nosotros sino en nuestra cultura. En un ensayo reciente, el
dramaturgo Richard Foreman, describió demanera elocuente lo que está en juego.

Vengo de una tradición cultural occidental en la que el ideal (mi ideal) era una
estructura compleja, densa y semejante a una catedral, de las personalidades
altamente educadas y con gran capacidad para la palabra -un hombre o mujer que
llevaban en sí una versión única y personal del legado de Occidente. [Pero ahora]
veo en nosotros (y me incluyo) la sustitución de esa densidad interior compleja por
una nueva forma de ser que evoluciona bajo la presión de la sobrecarga de
información y la tecnología de lo “inmediatamente accesible”.

A medida que vamos vaciando nuestro “repertorio interior de este denso legado cultural”,
concluye Foreman, corremos el riesgo de convertirnos en “panqueques” desparramados a
lo ancho, muy delgados, cuando nos conectamos con ese vasto entramado de información
al que accedemos por la mera presión de un botón”.

Esa escena de 2001 me persigue. Lo que la hace tan conmovedora y tan extraña es la
reacción emocional de la computadora frente al desmantelamiento de su mente: su
desesperación a medida que cada circuito va apagándose, su ruego infantil al astronauta –
“Puedo sentirlo. Puedo sentirlo. Tengo miedo.”– y su regresión final a lo que solo puede
llamarse “estado de inocencia”. El torrente de sentimientos de HAL contrasta con la falta
absoluta de emoción que caracteriza a las figuras humanas en el film, que hacen sus tareas
con eficiencia casi robótica. Sus pensamientos y acciones parecen establecidos por un
guión, como si siguieran los pasos de una fórmula. En el mundo de 2001, la gente se ha
vuelto tan maquinal que el personaje más humano resulta ser una máquina. Esa es la
esencia de la oscura profecía de Kubrick: cuanto más dependemos de las computadoras
para mediar nuestra comprensión del mundo, es nuestra inteligencia la que se achata y se
convierte en inteligencia artificial.

Publicado en la edición julio/agosto 2008 de The Atlantic,


Disponible en http://www.theatlantic.com/doc/200807/google
(traducción de A. Reale)

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Umberto Eco

Una tarta de fresas y nata

Hace un tiempo, mientras intentaba hablar en la Accademia di Spagna en Roma, una


señora me deslumbraba con una luz cegadora (para poder accionar bien su cámara
fotográfica) y me impedía leer mis apuntes. Reaccioné con cierta irritación diciendo (como
les digo a algunos fotógrafos indiscretos) que cuando yo trabajo deben dejar de trabajar
ellos, por aquello de la división del trabajo; la señora apagó la cámara, pero con aire de
haber sido víctima de un atropello. Precisamente la semana pasada, en San Leo, mientras
se estaba presentando una excelente iniciativa del ayuntamiento para el redescubrimiento
de los paisajes del Montefeltro que aparecen en las pinturas de Piero della Francesca, tres
individuos me estaban deslumbrando con sus flashes y tuve que recordarles las reglas de la
buena educación.
Obsérvese que en ambos casos los que me deslumbraban no eran huéspedes de
Gran Hermano, sino presumiblemente personas cultas que acudían por voluntad propia a
escuchar discursos de cierta altura. Sin embargo, es evidente que el síndrome del ojo
electrónico les había hecho descender del nivel humano al que tal vez aspiraban: sin prestar
apenas atención a lo que se decía, su único deseo era grabar el acto, tal vez para colgarlo
en YouTube. Habían renunciado a entender las explicaciones para dejar constancia en la
memoria de su móvil de lo que habrían podido ver con sus propios ojos.
Este presencialismo de un ojo mecánico en detrimento del cerebro parece haber
alterado mentalmente incluso a personas que de no ser por eso serían civilizadas. Saldrán
del acto al que han asistido con algunas imágenes (cosa que estaría justificada si yo fuera
una artista de striptease), pero sin ninguna idea de lo que allí se ha dicho. Y si, como
imagino, van por el mundo fotografiando todo lo que ven, están condenados sin remedio a
olvidar al día siguiente lo que han registrado el día antes.
He contado en varias ocasiones cómo dejé de hacer fotografías en 1960, tras una
visita a distintas catedrales francesas que fotografiaba enloquecido. De regreso, me
encontré con que tenía una serie de fotografías mediocres y no recordaba nada de lo que
había visto. Tiré la cámara fotográfica y en los sucesivos viajes me limité a registrar
mentalmente lo que veía. Como recuerdo, más para los demás que para mí, compraba
excelentes postales.
Una vez —tenía once años— me sorprendió escuchar gritos en la vía de
circunvalación de la ciudad donde nos habíamos refugiado. Desde lejos vi lo ocurrido: un
camión había chocado contra un carro conducido por un campesino que viajaba con su
esposa. La mujer había salido disparada, tenía la cabeza abierta y yacía en medio de un
charco de sangre y sesos (en mi recuerdo, todavía horrorizado, era como si se hubiera
espachurrado una tarta de nata y fresas), mientras el marido la estrechaba entre sus brazos
gritando desesperadamente.
No me acerqué, estaba aterrorizado; no solo era la primera vez que veía sesos
desparramados sobre el asfalto (y por suerte fue también la última), sino que asimismo era
la primera vez que me enfrentaba a la muerte. Y al dolor, y a la desesperación.
¿Qué habría sucedido si hubiera tenido un móvil con cámara incorporada como
tienen hoy todos los chicos? Tal vez lo habría grabado todo para mostrar a mis amigos que
yo estaba allí, y luego habría colgado mi capital visual en YouTube, para delicia de otros
adeptos a la Schadenfreude, esto es, al regodeo que se experimenta ante las desgracias
ajenas. Y después, quién sabe, a base de ir grabando otras desgracias acabaría siendo
indiferente al mal ajeno.

39
En cambio, lo he conservado todo en la memoria, y setenta años después aquella
imagen sigue obsesionándome y enseñándome a no mostrarme indiferente ante el dolor
ajeno. No sé si los chicos de hoy tendrán aún esta posibilidad de convertirse en adultos. Los
adultos, con los ojos pegados al móvil, ya están perdidos para siempre.

[2012]
En Eco, Umberto (2016) De la estupidez a la locura. Barcelona: Lumen.

40
Sherry Turkle*

Muchos estudiantes universitarios me cuentan que saben cómo mirar a alguien a los ojos y
teclear en sus teléfonos al mismo tiempo, sin que su interlocutor advierta su atención
dividida. Dicen que es una habilidad que aprendieron en la preparatoria, cuando querían
enviarse mensajes de texto en clase sin ser descubiertos. Ahora recurren a esta habilidad
cuando quieren estar, pero al mismo tiempo, no estar.

*
Sherry Turkle es catedrática del programa en ciencia, tecnología y sociedad en M.I.T. y autora del
libro Reclaiming Conversation: The Power of Talk in a Digital Age, del que se adaptó este ensayo.

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Hoy en día, ya no sentimos tanta necesidad de ocultar nuestra atención dividida. En un
estudio de 2015 del Pew Research Center, el 89 por ciento de las personas con teléfonos
móviles dijeron que habían usado sus teléfonos en la última reunión social a la que
asistieron. Pero no se sentían bien al respecto; el 82 por ciento de los adultos sintieron que la
manera en la que usaron sus teléfonos en entornos sociales le había hecho daño a la
conversación.

He estudiado la psicología de la conectividad durante más de treinta años. Y durante los


últimos cinco, he tenido un interés especial: ¿Qué pasó con las conversaciones cara a cara en
un mundo en el que tantas personas prefieren mandar mensajes y evitan hablar? He
observado familias, amistades y romances. He estudiado escuelas, universidades y lugares de
trabajo.

Cuando los universitarios me explican cómo pueden dividir su atención en la cafeteria,


algunos lo describen como una “regla de tres”. En una conversación entre cinco o seis
personas a la hora de la cena, tienes que fijarte que tres estén poniendo atención y con la
cabeza levantada, antes de buscar tu teléfono. Así la conversación continúa, pero las
personas que tienen la cabeza levantada van cambiando. El efecto es el esperado: la
conversación es relativamente superficial, y toca temas que es posible abandonar y retomar.

Los jóvenes me hablaron con entusiasmo sobre las cosas buenas que resultan de una vida
que sigue la regla de tres, la cual puedes aplicar todo el tiempo, no sólo durante las comidas.
Antes que nada, está la magia de siempre estar disponible. Tu atención puede estar donde tu
quieras que esté, siempre puedes hacerte escuchar y no hay campo para el aburrimiento.
Cuando sientes que viene una pausa en la conversación, simplemente puedes dirigir tu
atención hacia tu teléfono. Sin embargo, los estudiantes también describieron un
sentimiento de pérdida.

Una adolescente de 15 años que entrevisté en un campamento de verano narró su reacción


cuando salió a cenar con su padre y él sacó su teléfono para añadir “hechos” a su
conversación. “Papá”, dijo ella, “deja de googlear. Quiero hablar contigo”. Un joven de 15
años me contó que algún día le gustaría educar a una familia, pero no como sus padres lo
estaban educando a él (con los teléfonos en la mesa durante la cena, en el parque y durante
sus eventos deportivos), sino como sus padres creían que lo estaban educando: sin teléfonos
en la mesa y con muchas conversaciones familiares. Un joven en el tercer año de universidad
trató de resumir lo que estaba mal con la manera de vivir de su generación: “Nuestros
mensajes de texto están bien”, dijo, “el problema es lo que hacen nuestros mensajes de texto
cuando estamos teniendo conversaciones cara a cara”.

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Es una reflexión profunda. Los estudios de conversación, tanto en el laboratorio como en los
entornos naturales, demuestran que cuando dos personas están hablando, la sola presencia
de un teléfono en la mesa o dentro de su campo visual cambia el tema de conversación y el
grado de conexión que experimentan. La conversación gira en torno a temas que pueden ser
interrumpidos y no sienten que hay que dedicarle tanta atención al otro. Incluso un teléfono
en silencio nos desconecta.
En 2010, un equipo de la Universidad de Michigan liderado por la psicóloga Sara Konrath
reunió los hallazgos de 72 estudios que se llevaron a cabo durante 30 años. El equipo
descubrió una caída del 40 por ciento en la empatía entre los estudiantes universitarios. La
mayoría del declive tuvo lugar después del año 2000.

La tecnología es uno de los responsables de este asalto a la empatía. Nos hemos


acostumbrado a estar conectados todo el tiempo, pero hemos descubierto maneras para
manejar la conversación, al menos esa que es abierta y espontánea, en la que jugueteamos
con ideas y nos permitimos estar realmente presentes y vulnerables. Pero es en este tipo de
conversaciones en las que florece la empatía y la intimidad, donde aprendemos a mantener
el contacto visual, a darnos cuenta de la postura y el tono de voz de la otra persona, a
consolarnos y cuestionarnos con respeto. Es en estas conversaciones donde aprendemos
quiénes somos.

Claro que todavía podemos encontrar charlas así hoy en día, pero la tendencia está clara. No
sólo se trata de que huímos de las charlas presenciales para hablar en línea, sino de que no
permitimos que esas conversaciones ocurran, pues mantenemos nuestros teléfonos a la vista.

En el fondo, nosotros lo sabemos, y ahora la investigación le está dando la razón a nuestra


intuición. Estamos ante una elección importante. Tampoco hay que abandonar nuestros
teléfonos, sino usarlos con mejor intención. La conversación está ahí para que la
recuperemos, es la cura para esas conexiones fallidas de nuestro mundo digital.

El problema con la conversación empieza en la juventud. Hace pocos años, un colegio


privado me pidió una asesoría: los estudiantes no estaban desarrollando amistades como
solían hacerlo. En un retiro, el decano describió cómo una estudiante de séptimo grado había
tratado de excluir a una compañera de un evento social del colegio. Es un problema usual,
salvo que en esta ocasión cuando cuestionaron a la estudiante por su comportamiento, el
decano informó que la joven no dijo gran cosa: “Casi parecía un robot. Dijo: ‘No siento nada
al respecto’. No pudo leer las señales de que la otra estudiante se sentía herida”.

El decano añadió más: “Los niños de doce años juegan en el parque como los de ocho años.
La forma en la que excluyen a los demás es algo que harían los niños de ocho años al jugar.
No parecen ser capaces de ponerse en el lugar de otros niños”.

Un maestro comentó que los estudiantes “se sientan en el comedor y miran sus teléfonos.
Cuando comparten cosas entre ellos, lo que comparten es lo que está en sus teléfonos”.
¿Éstas son las nuevas conversaciones? De ser así, no están cumpliendo la antigua función de
conversar. Las charlas de antaño nos enseñaban empatía, pero estos estudiantes parecen
entenderse cada vez menos entre sí.
Pero los humanos somos fuertes. La psicóloga Yalda T. Uhls fue la autora principal de un
estudio que observó a niños en campamento al aire libre sin dispositivos en 2014. Después
de cinco días sin teléfonos ni tabletas, los niños pudieron leer las emociones faciales e
identificar correctamente las emociones de actores en escenas grabadas con más facilidad
que un grupo de control. ¿Qué promovió esas nuevas respuestas empáticas? Hablaron entre
sí. En una conversación, las cosas funcionan mejor si estás muy atento y aprendes a ponerte
en los zapatos del otro. Y esto es más fácil sin un teléfono a la mano. La conversación es la
actividad más humana que podemos hacer.

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Muchas veces la gente me dice que notan cómo las demás personas pueden molestarse
cuando ellos voltean a ver sus teléfonos en su presencia. ¿Pero no pasa nada cuando uno
mira su teléfono estando solo, verdad? Es que ésta podría ser nuestra nueva manera de estar
juntos.

Pero esta división hace que se pierda la conexión esencial entre la soledad y la conversación.
En soledad aprendemos a concentrarnos y a imaginar, a escucharnos. Necesitamos estas
habilidades para estar totalmente presentes en una conversación.

La tecnología nos confronta con los valores humanos una y otra vez. Y esto es bueno, porque
nos hace reafirmar esos valores. Si en este momento estamos listos para darle prioridad a las
conversaciones en persona, es más fácil ver cuáles son los pasos a seguir.

Un paso para recuperar la conversación es recuperar la soledad. Algunas de las


conversaciones más importantes de tu vida las sostendrás contigo mismo. Permítete el
tiempo necesario para que esas conversaciones sean posibles. Y trata de hacer una cosa a la
vez. En cada dimensión de la vida, aumentará tu desempeño y disminuirá el estrés.

Pero hacer una cosa a la vez es difícil, porque implica que tenemos que ser asertivos frente a
la tecnología que nos facilita la vida y frente a ese sentiimento de productividad en el corto
plazo. El multitasking viene con su propia emoción, pero cuando andamos en busca de ese
sentimiento, estamos en busca de una ilusión. La conversación es una manera más humana
de hacer una cosa a la vez.

Nuestros teléfonos no son sólo accesorios, sino dispositivos psicológicamente poderosos que
cambian lo que hacemos y también quienes somos. Otro camino hacia la conversación
implica reconocer hasta qué grado somos vulnerables a todo lo que esa conexión ofrece.
Tenemos que comprometernos a diseñar nuestros productos y nuestras vidas con esa
vulnerabilidad en mente. Podemos elegir no llevar con nosotros nuestros teléfonos todo el
tiempo. Podemos dejar nuestros teléfonos en una habitación e ir a consultarlos cada una o
dos horas mientras hacemos otras cosas o hablamos con alguna persona.
Podemos designar un lugar en la casa o en el trabajo que esté libre de dispositivos; lugares
sagrados para las virtudes paralelas de la conversación y la soledad. Las familias pueden
encontrar estos espacios en el día a día: no se usan dispositivos en el comedor, la cocina ni en
el auto. Esta idea debe introducirse a los niños desde pequeños para que no la vean como un
castigo, sino como la base de la cultura familiar. En el trabajo la idea de los espacios sagrados
también resulta propicia: la conversación entre los empleados aumenta la productividad.

Una estudiante universitaria me contó que conversar la intimidaba porque exigía vivir bajo
“la regla de los siete minutos”. Se necesitan mínimo siete minutos para saber si una
conversación va a despegar o no. No puedes mirar tu teléfono antes de que pasen esos siete
minutos y si la conversación se acaba, tienes que aceptarlo. La conversación, como la vida
misma, tiene silencios: eso que algunos de los jóvenes que entrevisté llaman “los momentos
aburridos”. A veces es en esos momentos que tropezamos, dudamos y nos quedamos callados
cuando revelamos más de nosotros mismos.

La joven de los “siete minutos” admite que muchas veces no tiene la paciencia para esperar
tanto antes de echar un vistazo a su teléfono. En esto, presenta una de las características de
lo que los psicólogos Howard Gardner y Katie Davis denominaron la “generación app”,
aquella que creció con teléfono en mano y aplicaciones siempre listas para usarse. Esta
generación suele ser más impaciente y espera que el mundo responda como una aplicación,
de manera rápida y eficiente. La forma de pensar “app” empieza con la idea de que el mundo
debe funcionar como los algoritmos, donde ciertas acciones llevan a resultados predecibles.

44
Esta actitud puede entenderse, en la amistad, como una falta de empatía. Las amistades se
convierten en algo qué administrar: tienes demasiadas y tienes ciertas herramientas para
manejarlas. Pero este puede ser un primer paso: para recuperar la conversación contigo
mismo, con tus amigos y con la sociedad, no entiendas el mundo como una aplicación
gigante. La conversación es el antídoto para la forma algorítmica de ver la vida porque es una
lección sobre fluidez, personalidad y cómo manejar imprevistos.

Es tiempo de reconocer las consecuencias imprevistas de la tecnología y nuestra


vulnerabilidad ante ella, pero también es tiempo de respetar la fortaleza que siempre ha sido
nuestra. Estamos a tiempo para corregir el rumbo y recordar quiénes somos: criaturas de
historia, de psicología profunda, de relaciones complejas, y de conversaciones: ingenuas,
atrevidas y frente a frente.

45
El ensayo académico

Gilles Lipovetsky y Jean Serroy

El mundo como cinevisión

Aunque el cine cumpla una función narrativo-expresivo-onírica de primer orden, esta


dimensión, sin embargo, no es única. Hay otra función, insuficientemente destacada pero
crucial, que abre una perspectiva del todo distinta: y es que el cine construye una
percepción del mundo. No sólo según el papel clásico que se concede al arte, cuya función
estética es, en efecto, hacer ver, a través de la obra, lo que en principio no se ve en la
realidad. Sino, en un sentido más radical, produciendo la realidad. Lo que nos pone delante
el cine no es sólo otro mundo, el mundo de los sueños y de la irrealidad, sino nuestro propio
mundo, que se ha vuelto una mezcla de realidad e imagen-cine, una realidad
extracinematográfica vertida en el molde de lo imaginario cinematográfico. Produce sueño y
realidad, una realidad remodelada por el espíritu de cine, pero en modo alguno irreal. Si
bien permite la evasión, también invita a retocar los perfiles del mundo. Ofrece una visión
del mundo, que aquí llamamos cinevisión.
El cine viene a ilustrar aquello que decía Osear Wilde provocativamente en 1889,
refiriéndose a las artes entonces dominantes, la literatura y la pintura: «La vida imita el arte
mucho más que el arte la vida.» El propio Wilde dice de esta paradoja que «es una teoría no
propuesta por nadie hasta ahora, pero es muy fructífera y arroja una luz completamente
nueva sobre la historia del Arte»2, un arte interpretado desde Platón a través del prisma de
la mimesis. En este sentido, Alain Roger habla con acierto de una «revolución copernicana
de la estética»3; basándose en el arte del paisaje, su análisis adelanta un concepto clave
utilizado por Charles Lalo, que a su vez lo tomó de Montaigne: la artificación de la vida.4
Este problema teórico es fundamental y de una utilidad excepcional para comprender la
función transcultural o civilizadora del séptimo arte: ajustándose perfectamente al caso del
cine, la idea de artificación es incluso más válida para él que para las demás formas de arte.
Ese cine que durante mucho tiempo se consideró únicamente el lugar de lo irreal, hasta el

2
Oscar Wilde, Le Déclin du mensonge (1889), Allia, París, 1997, p. 71 [trad. esp.: La decadencia de
la mentira, Siruela, Madrid, 2001; para la presente traducción se ha consultado el pasaje original en
Complete Works of O.W., Collins, 1968, p. 992].
3
Alain Roger, Court Traite du paysage, Gallimard, París, 1997, p. 13 [trad. esp.: Breve tratado
delpaisaje, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007].
4
Ibid., pp. 16-17. Alain Roger habla de una «artificación doble»: «La primera es directa, in situ; la
segunda indirecta, in visu, por la mirada.»

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punto de originar expresiones para indicarlo -«eso es cine», «no me cuentes películas»-,
ese cine cuya mágica fuerza para ilusionar ha hecho vivir a su público los sueños más
inverosímiles, ese cine resulta que ha forjado la mirada, las expectativas, las visiones del
ciudadano moderno y, más aún, ampliándolas, agrandándolas, expandiéndolas, las del
ciudadano hipermoderno. El cine es hoy uno de los principales instrumentos de artificación
del universo hipermoderno.
El proceso está en marcha desde que las estrellas iluminaron la pantalla con su belleza.
Estrellas, vampiresas, divas, toda aquella constelación que transfiguró el universo
cinematográfico en los años veinte, han producido y alimentado no solamente sueños, sino
también comportamientos muy reales que afectan a la moda, a la indumentaria, el peinado,
el maquillaje, la forma de ser. Manteniéndose en la lejanía, inaccesible, estelar, la estrella
de los tiempos modernos transformó conductas, evolucionó costumbres, engendró posturas.
En Sin aliento, Belmondo, nuevo astro de los años sesenta, se pasa el pulgar por el labio,
como ha visto hacer a Bogart en muchas películas. Actualmente, el look cine, esa forma de
concebirse y de presentarse ante los demás, se ha impuesto y difundido socialmente a
través de una nueva estética del individuo: el glamour, la seducción anunciada y
espectacular, mostrándose como tal al desnudo, sin falso pudor, como por exceso. Aunque
el tabaco haya desaparecido por orden sanitaria, las gafas negras, el abrigo largo, la
cazadora de aviador, las bufandas largas, la camiseta de tirantes, la guerrera de explorador,
el 4x4, todo un concentrado de novela policíaca, la saga de Indiana Jones, Matrix, Hombres
de negro, que eleva al cuadrado la seducción, que se exhibe con ostentación deslumbrante
y espectacular. El propio erotismo, que parecía tener alguna complicidad con la vampiresa y
la chica de calendario, se ha vuelto forma natural de ser, como si el cine lo hubiera
adaptado y bebotizado. El mundo de las apariencias se baña en el presente en un glamour
que resulta legítimo casi en todas las edades: el cine le ha impuesto su ley. Queremos
vernos y que nos vean un poco como los ídolos del cine cuando aparecen en
resplandeciente primer plano y llenando la pantalla.
Esta cinematización se ha infiltrado un poco en todas partes y muchas esferas de la
vida social han acabado imitando el universo-cine. El propio fenómeno de la estelarización,
nacido de la gran pantalla, ha invadido el medio de los creadores, la política, el deporte, la
gente guapa cuya imagen difunden las revistas especializadas para consumo de multitudes.
Pero el proceso desborda ampliamente el círculo de las celebridades estelarizadas. En el
dominio de la moda y el lujo, más allá de las meras colecciones de maquillaje, ropa y joyas
y de las estrellas que hacen de embajadoras de marcas, lo que rige de manera creciente las
misas solemnes del sector es el espíritu de cine: no hay un solo desfile que no se guionice
previamente, que no se transforme en imagen y en espectáculo como una película. Hasta
hace poco se presentaban las últimas creaciones en la discreta intimidad de la casa de
modas: hoy se monta un hiperespectáculo, un show con tema, decorados, instalaciones,
luces destellantes, música en dolby. En las arquitecturas comerciales sucede lo mismo: las
galerías y centros comerciales, los bares, los restaurantes, los locales de moda se
organizan como decorados de película. Los Tex Mex y los Buffalo Grill se visten de western,
Planet Hollywood anuncia su procedencia con su nombre. Los sonidos y las luces, los
parques de ocio, Disneylandia, el Puy du Fou presentan espectáculos guionados
previamente, atracciones temáticas, decorados de estudio, actores y extras.
Esta dinámica no se detiene aquí. En Las Vegas, creación totalmente irreal, surgida en
pleno desierto, hay un largo tramo de bulevar, el célebre Strip, donde, en medio de

47
cascadas y surtidores, decorados de cartón piedra, casinos, luces y oropel, se ha
concentrado todo lo imaginario de Hollywood, Cecil B. DeMille y Steven Spielberg, tigres de
Bengala y Harley-Davidsons, Piratas del Caribe y jugadores de Casino. Ciudades enteras
son como escenarios de cine: Solvang, en California, cuenta la historia de la inmigración
danesa, con casas típicas, molinos de viento, granjas con huerto, panaderías y pastelerías
escandinavas; el centro de Praga, restaurado, se repintó con colores de decorado de ópera
para recibir a su Amadeus. Los centros de las ciudades se tratan de manera creciente como
decorados, se iluminan con juegos de reflectores proyectados por urbanistas-escenógrafos,
diseñados por diseñadores-decoradores y puestos en escena según una dramaturgia de
intención turística que, por organizar la mirada, impone una cinevisión. Visitamos estos
centros como vamos a ver una película. Los músicos callejeros, convocados para amenizar
los lugares, crean un baño sonoro permanente que sumerge al turista en algo que se
parece a una película, porque escucha y cree. La realidad se ha convertido en un sueño
filmado y musicalizado con los esperados aires de violines y acordeones. La iluminación y el
aparato musical dialogan en una realidad verdadera-falsa, en una película verdadera-falsa:
el turismo como universo-cine.
Estados Unidos en particular es un país percibido de manera inmediata como cine, por
quienes llegan por primera vez, a causa de sus dos grandes y privilegiados decorados: la
inmensidad de sus espacios, que se dirían salidos de un western o de una road movie, y la
verticalidad de sus ciudades: los rascacielos, las calles, los ruidos, las sirenas de la policía,
el humo que sale de los rótulos callejeros, las luces en la noche, todo nos produce la
impresión de estar en una comedia sentimental o en una película de intriga y acción. El país
que más ha contribuido a crear el cine parece creado por el cine. 5
Ni siquiera las obras de arte se libran ya de la guionización y la espectacularización
extrema, criterios fomentados, magnificados, superdesarrollados por el cine. La gran
pantalla, que ha acostumbrado el ojo a los primeros planos gigantes y a las vistas
panorámicas en Cinemascope, sin duda no es ajena a la aparición de obras de gran formato
en el arte surgido en la segunda posguerra mundial. El expresionismo abstracto, el land art,
los environments y las instalaciones revientan el formato pequeño y presentan a quien mira
el gigantismo desmesurado de lo espectacular. Los artistas del pop dan al primer plano toda
la fuerza de su impacto en cuadros de grandes dimensiones que concentran en un solo
objeto, en tecnicolor y en blanco y negro, y el hiperrealismo utiliza el plano rectangular,
«cinemascópico», como forma nueva de enfocar la realidad. Aparecen arquitecturas-
espectáculo (Gehry, Mayne, Foster, Sanaa, Libeskind, Herzog & De Meuron) que se
presentan al público como imágenes enormes y fascinantes, sacadas de una película. La
museografía concibe las visitas a los museos como itinerarios llenos de aventura y las
exposiciones oficiales parecen contar una historia que despliega paneles, fotografías y
vídeos. La iluminación, la puesta en escena, la colocación de las obras: son elementos de
una auténtica escenografía que no desdeña a veces el recurso a los efectos especiales.
Hasta el extremo de que, cuando se expone a Poussin a la luz natural del Grand Palais, sin
efectos, sin puestas en escena, sin iluminación, el público tiene la impresión de que no ve
nada y se queja de que falta espectáculo. Ocurre lo mismo con las puestas en escena del

5
Hasta el punto de que ni siquiera los acontecimientos más trágicos están libres de referencias
cinematográficas: los aviones que el 11 de septiembre de 2001 se estrellaron contra las Torres
Gemelas parecían salidos de las películas hollywoodenses de catástrofes, con las que se los vinculó
inmediatamente, con la sensación de que la realidad escribía un guión más dramático todavía que la
ficción.

48
teatro o la ópera: los decorados, las luces, el vestuario se toman de buena gana de los
grandes almacenes del cine y, mientras los grandes teatros internacionales hacen desfilar
ya la traducción de lo que se está cantando, como en las v.o. subtituladas, no es raro que al
fondo de la escena haya una gran pantalla para que el público tenga como si dijéramos un
efecto de eco iconográfico.
El estilo-cine ha invadido el mundo: hoy lo vemos ya sin mirarlo siquiera, dado que
estamos modelados por él, sumergidos en imágenes que han partido de él y han vivificado
las pantallas que nos rodean. Algunos dicen que el espectáculo nos enajena, nos despoja
de la «verdadera» vida. Sin duda. A pesar de lo cual, en la era de la todopantalla, nos la
devuelve bajo un aspecto igual de interesante pero diferente, «cinematizada», reconfigurada
por la espectacularización venida de la pantalla. En un momento en que se habla de second
life virtual, la vida misma es ya, en gran medida, cinevida. De un modo u otro, el cine se ha
colado en la vida concreta de los individuos, en los genes de nuestra cotidianidad. Truffaut
decía que el cine es mejor que la vida. Oscar Wilde, a su modo, le daba la razón: en los
tiempos hipermodernos, la vida acaba por imitar al cine.
Esta generalización del proceso de cinematización ha dado lugar a un torrente de
críticas que denuncian el control de las conductas, el empobrecimiento de la vida, el
hundimiento de la razón, la pérdida de contacto con la realidad, el formateo de la cultura.
Hay muchos interrogantes filosófico-sociales de fondo y los plantean pensadores que
critican la hipermodernidad, lo cual demuestra que el cine no ha quedado reducido a simple
entretenimiento de masas: se ha convertido en mundo, en estilo de vida, pantalla global y
cinevida. En este sentido no habría que enfocar la cinevisión hipermoderna sin una reflexión
de tipo transpolítico, transocial y transmediático que contemple el devenir de la
individualidad en su relación con la vida.
Que seamos testigos de la fuerza que está adquiriendo la superficialidad de las
imágenes, testigos del creciente «personalismo» de los medios, de una tendencia a
elaborar hit-parades con los productos culturales, todo esto es innegable y justifica, y
cuánto, las numerosas denuncias y advertencias relativas a la espectacularización del
mundo. Pero ¿es lícito condenar la estandarización de las mentes y los modos de vida, y el
empobrecimiento del mundo estético e imaginario, basándonos en esto? No está tan claro.
La verdad es que la difusión generalizada del estilo-cine suele ser inseparable de una
tendencia a elevar las exigencias estéticas de la mayoría. No estamos tanto en la época de
la proletarización del consumidor y de la destrucción de la vida personal como en la época
de la artistificación general de los gustos y los modos de vida. Cinevida, cinemanía,
cinevisión no quiere decir inmersión total en el mundo de las imágenes. Si aumenta la
influencia de éstas, también crece la capacidad individual de reflexionar y guardar distancias
respecto del mundo y la cultura, tal como se presentan ambos. Lo que ha traído el universo
de la pantalla al individuo hipermoderno no es tanto el reino de la alienación total, como se
afirma con demasiada frecuencia, cuanto una capacidad nueva para crearse un espacio
propio de crítica, de distancia irónica, de opinión y deseos estéticos. La singularización ha
ganado más terreno que el aborregamiento.
Ese honor le corresponde al cine: cuando la vida quiere parecerse al cine, crecen los
objetivos estéticos y la afirmación de las singularidades. Pero, al mismo tiempo, en ese
emparejamiento infernal en el que la sed individualista de satisfacciones va de la mano con
la decepción, se disparan los sueños y su estela de desilusiones y frustraciones. La luz de
la pantalla tiene su parte de sombra: cuando se vuelve refugio, la vida se difumina en el

49
señuelo de la experiencia delegada y en la tibia banalidad de lo ya formateado. Ningún
hundimiento de la cultura de la singularidad en el reino de la barbarie estética, pero tampoco
ningún triunfo para lo que Valéry llamaba «valor de espíritu». Se acabó la película de
catástrofes, se acabó el happy end.

Lipovetsky, Gilles y Jean Serroy (2009). La pantalla global.


Cultura mediática y cine en la era hipermoderna. Barcelona: Anagrama.
(texto adaptado)

50
Maryanne Wolf

Novena carta
Lector, vuelve a casa

Para leer, necesitamos un cierto tipo de silencio... que parece cada vez más difícil de alcanzar en
nuestra sociedad hiperconectada... y no es la contemplación lo que buscamos, sino una extraña
suerte de distracción, una distracción disfrazada de estar al día. Con semejante panorama, el
conocimiento no puede evitar caer en la ilusión, aunque sea una ilusión profundamente seductora,
con su promesa de que la velocidad nos puede llevar a la iluminación, de que es más importante
reaccionar que reflexionar [...]. Leer es un acto de contemplación..., un acto de resistencia en un
escenario de distracción [...]. Nos devuelve a saldar cuentas con el tiempo.
DAVID ULIN6

Más allá de una cierta escala, no hay disenso respecto de la elección tecnológica [...]. ¿Qué es (por
tanto) lo que nos puede devolver... de nuevo a la esfera de nuestro ser, lo que nos une a nuestro
hogar, a los demás, y a otras criaturas? Creo que es el amor... (un tipo) especial de amor... que
requiere posicionarse y actuar [...]. Y que implica una responsabilidad... fruto de la generosidad. Creo
que esta suerte de amor define el alcance efectivo de la inteligencia humana.

WENDELL BERRY7

Mi querido lector:

De pequeña, pensaba que un «buen lector» era aquel que pudiera leer todos los libros
que llenaban las dos diminutas estanterías que había al fondo del aula de una escuela rural.
Cuando empecé a estudiar en lugares donde los libros eran tantos que copaban bibliotecas
enteras, edificios con varias plantas muy por debajo del nivel del suelo, pensé que ser un
«buen lector» debía significar leerse el mayor número de libros posible y hacer tuyo su
saber. Cuando era una joven maestra en un lugar cuyos profesores se habían marchado
tiempo atrás, mi única obsesión era que si no conseguía ayudar a aquellos niños a que se
convirtieran en «buenos lectores», nunca podrían abandonar la precaria vida de sus
familias. Cuando me convertí en investigadora, me indignó descubrir que había estudios
que comparaban a los «buenos lectores» con los niños con dislexia, que trabajaban más
duramente que nadie para entender un texto. Finalmente, cuando estudié lo que hace el
cerebro cada vez que recupera los múltiples significados de las palabras, aprendí que cada
uno de los distintos significados que yo albergaba de lo que era un «buen lector» se
activaría siempre que pensara en él.

6
D. L. Ulin, The Lost Art of Reading, op. cit., nota 126, pp. 34, 16, 50.
7
W. Berry, Standing by Words: Essays (Washington, DC: Shoemaker & Hoard, 2005), pp. 6061.

51
He añadido un nuevo significado. En su obra Ética a Nicómaco,8 Aristóteles señala que
una buena sociedad tiene tres vidas: la vida del conocimiento y la productividad, la vida del
ocio, con la singular concepción de los griegos del placer,9 y, finalmente, la vida
contemplativa.10 Y lo mismo tiene también el «buen lector».
Hay una primera vida del buen lector que consiste en recopilar información y adquirir
conocimiento. Nosotros estamos inmersos en esta vida.
También hay una segunda vida, en la que coexisten las numerosas y variadas formas
de entretenimiento de la lectura: la pura distracción y el exquisito placer de la inmersión en
la historia de otras vidas, en artículos sobre los misteriosos exoplanetas recientemente
descubiertos, en poemas que te dejan sin aliento. Ya elijamos escapar sumergiéndonos en
novelas romanticonas, entrar en los mundos minuciosamente recreados de las novelas de
Kazuo Ishiguro, Abraham Verghese o Elena Ferrante, poner a prueba nuestra inteligencia
con los misterios de John Irving o las biografías de santos o presidentes escritas por G. K.
Chesterton y Doris Kearns Goodwin, respectivamente, o descubrir el épico viaje genético de
nuestra especie con Siddhartha Mukherjee o Yuval Noah Harari, leemos para que este
económico medio de transporte nos aleje de nuestra frenética vida cotidiana.
La tercera vida del buen lector es la culminación de la lectura y el destino final de las
otras dos vidas: la vida reflexiva, a través de la cual —independientemente del género que
leamos— nos internamos en un reino personal totalmente invisible, nuestro particular
«territorio privado»,11 donde podemos contemplar la existencia humana en toda su amplitud
y reflexionar sobre un universo cuyos verdaderos misterios van más allá de nuestra
imaginación.
John Dunne escribió que si bien nuestra cultura encarna a la perfección las dos
primeras vidas aristotélicas de una buena sociedad, cada vez está más alejada de la
tercera, la contemplativa. Y eso, creo, también sucede con la tercera vida del buen lector.
Años atrás, el filósofo Martin Heidegger advirtió que el gran peligro que nos acecha en
una era de ingenuidad tecnológica como la nuestra es «la indiferencia hacia el pensamiento
meditativo [...]. Con la ausencia de pensamiento el hombre se habría despojado de su
propia esencia, que consiste en ser el ser pensante. Lo que hay que salvar por tanto es la
esencia del hombre: mantener vivo el pensamiento meditativo». 12 No faltan los
observadores contemporáneos de nuestra cultura digital que, como Heidegger, temen que
nuestra dimensión meditativa se vea amenazada por la abrumadora incidencia del
materialismo y el consumismo, por una relación rota con el tiempo. Como escribió Teddy
Wayne en The New York Times: «Los medios digitales nos capacitan para ser
consumidores de ancho de banda en lugar de pensadores meditativos. Descargamos o
transmitimos una canción, un artículo, un libro o una película al instante, y tan pronto
acabamos (si no nos dejamos llevar por el infinito inventario adicional que se nos ofrece)

8
Aristóteles, Ética a NicómacoÉtica a Eudemo (Madrid: Gredos, 2019; traducción de Julio Pallí
Bonet).
9
J. Pieper, Leisure: The Basis of Culture (San Francisco: Ignatius Press, 2009).
10
Éstos son pensamientos elaborados en el presente siglo por el teólogo John Dunne. Véase, por
ejemplo, J. S. Dunne, Love’s Mind, op. cit., nota 16.
11
Expresión utilizada por Philip Davis en Reading and the Reader (Oxford, UK: Oxford University
Press, 2013).
12
M. Heidegger, Discourse on Thinking (Nueva York: Harper, 1966), p. 56.

52
saltamos a la siguiente cosa irrelevante».13 O como Steve Wasserman planteó en Truthdig,
«el apreciado espíritu de inmediatez de internet ¿reduce nuestra capacidad de deliberación
y debilita nuestra capacidad de reflexión? ¿Elimina la avalancha diaria de información que
recibimos, el espacio necesario para la sabiduría real?... Los lectores saben... en su fuero
interno... algo que nosotros corremos el riesgo de olvidar: que sin libros —y, por ende, sin
alfabetización— la buena sociedad se desvanece y la barbarie triunfa».14
Si vamos a evaluar la verdad de tales descripciones de la cultura digital, debemos
empezar por autoanalizarnos concienzudamente y ver quiénes somos ahora, tanto como
lectores como como cohabitantes del planeta. Muchos de los cambios de nuestro
pensamiento responden tanto a nuestro reflejo biológico de atender a nuevos estímulos
para sobrevivir como a una nueva cultura que nos bombardea con constantes tentaciones
que cuentan con nuestra connivencia. Lo verdaderamente importante es lo que hagamos
tras tomar conciencia de estos cambios; de que exacerbemos sus efectos negativos al
ignorarlos o los corrijamos a través de un mayor conocimiento dependerá en gran medida lo
que hagamos a continuación.
Es fácil olvidar que la dimensión contemplativa que habita en nosotros no nos viene
dada, y que requiere intención y tiempo para sostenerse. Cómo contamos con el tiempo que
tenemos —en milésimas de segundo, horas y días—bien puede ser la más importante de
nuestras elecciones en una época de flujos continuos. En su precioso ensayo Time, Eva
Hoffman nos apela a planearnos cómo «la necesidad de reflexión, para dar sentido a
nuestra condición transitoria, es el paradójico regalo que nos hace el tiempo y,
posiblemente, también el mejor consuelo». El llamamiento de Hoffman me volvió a la
cabeza de pronto al leer una reciente entrevista de Charlie Rose con Warren Buffett y Bill
Gates15. Cuando se le preguntó qué le había enseñado Buffett, Gates comentó gentilmente
que Buffett le había enseñado «a llenar su calendario de espacios». En un sorprendente
gesto, Buffett sacó una pequeña agenda de papel que cabía en la palma de su mano, y
mostró los espacios en blanco a la vez que decía con voz queda: «El tiempo es lo único que
nadie puede comprar». Todos permanecieron en silencio durante unos segundos, y la
cámara, fija en aquel rostro paternal, como queriendo preservar esa reflexión a la vez tan
simple y tan difícil de sostener.
Que seamos o no capaces de atender a nuestra capacidad de reflexión en esta época
es decisión de cada uno, con implicaciones clave para nosotros, como individuos y como
ciudadanos. John Dunne concebía la pérdida de esta dimensión como algo relacionado con
el incremento de la violencia y el conflicto. Yo, en cambio, considero que su pérdida gradual
es más el resultado de las imprevistas secuelas de nuestro entorno, la necesidad constante
de eficiencia: «comprar tiempo» sin saber con qué propósito; la disminución de la capacidad
de atención, impulsada más allá de sus límites cognitivos por una avalancha de
distracciones e información que nunca se convertirán en conocimiento, y los usos cada vez
más manipulados y superficiales del conocimiento que nunca se convertirán en sabiduría.
En la primera mitad del siglo XX, T. S. Eliot escribió en «El primer coro de la roca»:
«¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento

13
T. Wayne, «Our (Bare) Shelves, Our Selves», The New York Times, 5 de diciembre de 2015.
14
S. Wasserman, «The Fate of Books After the Age of Print», Truthdig, 5 de marzo de 2010,
<http://www.truthdig.com/arts_culture/item/steve_wasserman_on_the_fate_of_books_after_the_age_
of_print_20100305/>. Disponible también en otra versión en Columbia Journalism Review.
15
Charlie Rose, entrevista, PBS, 27 de enero de 2017.

53
que hemos perdido en información?».16 En el primer cuarto de nuestro siglo mezclamos a
diario la información con el conocimiento y el conocimiento con la sabiduría, con el
consiguiente menoscabo de los tres. Ejemplificada por la dinámica interactiva que rige
nuestros procesos de lectura profunda, sólo la asignación de tiempo a nuestras funciones
inferenciales y analíticas puede transformar la información que leemos en conocimiento
susceptible de consolidarse en nuestra memoria. Sólo este conocimiento interiorizado nos
permitirá a su vez establecer analogías e inferencias respecto de la nueva información. El
discernimiento de la verdad y el valor de la nueva información dependen de esta asignación
del tiempo. Sin embargo, las recompensas son muchas, incluyendo, paradójicamente, el
tiempo en sí mismo, para unos usos que de otra manera podrían pasar de largo en nuestra
vida sin ni siquiera darnos cuenta: mi particular transición para volver a las cosechas
invisibles que brotan de la tercera vida contemplativa.

La vida contemplativa

Tiempo de alegría

Nadie puede seguir visualmente lo que sucede en los últimos nanosegundos del proceso de
lectura; está fuera del alcance de los actuales métodos de imagen cerebral. Quiero seguir
contigo vías menos visibles que conducen a la tercera vida del lector, y en las que, de
manera consciente, percibimos el tiempo de maneras diferentes, empezando por la alegría.
Durante este último rato juntos te pido que pruebes lo que Calvino describió como «el
tiempo que corre sin otra intención que la de dejar que los sentimientos y los pensamientos
se sedimenten, maduren, se aparten de toda impaciencia y de toda contingencia efímera».17
Él utilizaba la expresión latina festina lente, que se podría traducir literalmente como
«apresúrate despacio» o, de un modo más libre, con el conocido refrán «vísteme despacio
que tengo prisa», para subrayar la necesidad del autor de ralentizar el tiempo. La utilizo
aquí para ayudarte a experimentar la tercera vida de un modo más consciente: sabiendo
cómo focalizar la atención (el ojo tranquilo) y permitiendo que tus pensamientos se fijen y se
asienten, preparados para lo siguiente.
Quiero que los niños conozcan la capacidad de tal paciencia cognitiva y te pido que
recuperes lo que puedes haber perdido. Festina lente te libera de las formas reducidas en
que la mayoría de nosotros leemos actualmente: rápido si puedes, despacio si debes. Tener
paciencia cognitiva es recuperar el ritmo del tiempo que te permite atender consciente e
intencionadamente. Lees rápido ( festina) hasta que tomas conciencia (lente) de los
pensamientos a comprender, la belleza a apreciar, las cuestiones a recordar, y, si tienes
suerte, las ideas a desarrollar.
Desde este punto de vista, festina lente nos ofrece dos metáforas respecto de todas las
reflexiones aquí contenidas sobre los cambios en la lectura. A gran escala, nos orienta
sobre cómo podemos navegar la transición hacia una cultura digital: apresurémonos a

16
T. S. Eliot, poema «El primer coro de la roca»; versión de Jorge Luis Borges.
17
I. Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, op. cit.

54
afrontar ese futuro, pero examinémoslo despacio con nuestros mejores pensamientos de
nuestra parte. A pequeña escala, es una metáfora de todo el circuito de lectura del buen
lector: decodificamos automáticamente hasta que la percepción se convierte en conceptos,
cuando el tiempo se ralentiza conscientemente y todo nuestro ser se ve afectado por el
torrente mental donde convergen el pensamiento y el sentimiento. Podemos apresurarnos a
entrar en ese lugar interior, pero aprendamos de nuevo a parar, a serenar nuestras vidas, y
a abandonar sólo ese lugar para el yo en nuestro propio tiempo.
He sido muy parca en el uso de la palabra yo. Pero ahora llegamos al núcleo de la
tercera vida lectora, el hogar donde el yo y, quizá, el alma confluyen, y donde todos nos
podemos mirar de manera más consciente a través de la lente de los pensamientos de los
demás. Son pocos los intentos que consiguen retratar mejor este hábitat invisible del yo
interior del lector que la descripción de la señora Ramsey que Virginia Woolf hace en Al
faro.18 Mientras lee poemas de Shakespeare, la señora Ramsey empieza a conectar sus
percepciones sobre los sonetos con su vida y con la de su familia. Todo su ser se impregna
de una nueva visión y un refrescante sentimiento de alegría, mientras su marido la observa
con esa peculiar condescendencia que nos lleva a encasillar al ser amado y que impide que
el espectador advierta la vorágine de sentimientos y pensamientos que la embargan.
A aquellos que, como la señora Ramsey, conocéis el lugar al que se accede cuando
dejamos atrás la superficie de nuestro ser y nos liberamos del tiempo, os aguarda una
alegría inigualable. Semejante alegría no es un evento aleatorio fruto de la casualidad o de
un temperamento naturalmente predispuesto a la felicidad; es más bien la condición
necesaria para que emerjan los pensamientos y sentimientos que tanto esfuerzo exigen por
parte de la persona que facilita las condiciones y el tiempo para ello.
Pocas personalidades históricas hay que describan mejor la enorme incidencia que en
la vida tiene la alegría que proporciona la lectura, incluso en las condiciones más adversas,
que Dietrich Bonhoeffer.19 Mencionado previamente en mi Cuarta carta, Bonhoeffer escribió
uno de los libros más conmovedores que he leído jamás, Resistencia y sumisión: cartas y
apuntes desde el cautiverio,20 tras ser enviado a un campo de concentración por su
oposición a la Alemania nazi. Las cartas reflejan un espíritu asediado e inquebrantable que
se mantiene con vida gracias, en gran medida, a los libros que podía leer (el único lujo que
su ilustre familia había logrado enviarle), tanto en soledad, como a sus compañeros de
cautiverio, e incluso —y esto al igual que sus escritos da cuenta de la naturaleza de su
carácter— a sus guardianes.
Lo más sorprendente de sus cartas es la plena felicidad que Bonhoeffer obtenía de sus
lecturas, una felicidad que luego transmitía a los demás pese a su profunda desesperación.
En una carta dirigida a su novia escribió: «Tus oraciones y amables pensamientos, pasajes
de la Biblia, conversaciones por largo tiempo olvidadas, piezas de música, libros, todo ello
cobra una vida y una realidad como nunca antes. Vivo en una esfera invisible de cuya

18
Quiero expresar mi agradecimiento a Andrew Piper por recordarme en su obra Book Was There la
poderosa influencia de la lectura en la novela Al faro (Barcelona: Debolsillo, 2013; traducción de
Miguel Temprano García), de Virginia Woolf.
19
También incluyo aquí a Etty Hillesum, cuyo relato sobre un campo de concentración es
extraordinario; véase An Interrupted Life: The Diaries and Letters of Etty Hillesum, 19411943,
introducción de J. G. Gaarlandt, trad. ingl. A. J. Pomerans (Nueva York: Pantheon Books, 1984).
20
D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión: cartas y apuntes desde el cautiverio (Salamanca: Sígueme,
2008; traducción de J. J. Alemany y Constantino RuizGarrido).

55
existencia verdadera no tengo la menor duda».21 Creo que, precisamente, fue el santuario
invisible del acto de leer lo que le permitió soportar aquella vida de privaciones hasta el final
de sus días.
Al ser trasladado de Buchenwald a Flossenbürg, donde fue ejecutado apenas unos días
antes de la liberación y el suicidio de Adolf Hitler, Bonhoeffer se llevó consigo un ejemplar
de la Biblia, otro de Goethe y un tercero de Plutarco. Éstos, los libros de su fe en Dios y los
símbolos de su sempiterna esperanza en el bien más profundo de la vida humana y de la
naturaleza, lo sostuvieron hasta que murió. En palabras de otro prisionero, un oficial de
inteligencia británico, «siempre me pareció que transmitía una sensación de felicidad, hasta
en los eventos más pequeños de la vida... Era uno de los pocos hombres que he conocido
cuyo Dios era real y siempre cercano a él... Era, sin lugar a dudas, el hombre más gentil y
adorable que he conocido en mi vida».22 Mi esperanza para mis hijos y los hijos de mis hijos
y los tuyos es que ellos, al igual que Bonhoeffer, sepan dónde encontrar las múltiples
formas de alegría que residen en los lugares secretos de la vida lectora y el santuario que
brinda a cuantos la buscamos.
Hace poco me topé con un inesperado ejemplo de la poderosa naturaleza de esta
dimensión de la lectura. El filósofo Bernard Stiegler, director del Instituto de Investigación e
Innovación en el Museo Pompidou de París, me invitó a presentar mi investigación en una
conferencia en París. Fue para mí un evento estresante que finalizó con una cena posterior
a la que asistieron no menos de quince hombres y servidora, lamentablemente, la única que
no hablaba francés y la única mujer. Sentada junto al profesor Stiegler y resuelta a vencer
mi timidez, tomé las riendas de la conversación y le pregunté cómo había llegado a
convertirse en filósofo. Tras una leve pero elocuente pausa, dijo: «En la cárcel». Luego de
una pausa igualmente explícita con el único objeto de ser cortés, finalmente le espeté:
«Pero ¿por qué?». A lo que él respondió: «Robo a mano armada. Pasé unos cuantos años
preso».
Solté lo primero que me vino a la cabeza: «¿Formaba parte del brazo político... de las
brigadas rojas francesas?». Y así comenzó la conversación que el profesor Stiegler y yo
mantuvimos sobre lo que sucede en la vida de una persona encarcelada, en este caso,
además de por un delito, por una cuestión de conciencia.
Al igual que lo relatado por Nelson Mandela en El largo camino hacia la libertad, o por
Malcolm X en su autobiografía, en un primer momento, Stiegler leía para escapar de la
realidad de la prisión y, luego, por lo que acabó convirtiéndose en un deseo casi insaciable
de aprender. Descubrió la filosofía en los libros que un grupo de voluntarios lograba llevarle
semanalmente, algo parecido al trabajo desinteresado que lleva a cabo la Organización de
Lectores en el Reino Unido.23 Durante su último año en prisión, leía entre diez y doce horas
diarias con lo que él describió como «una alegría sin parangón»24 en su vida, ya sea antes o
después.

21
Citado en E. Metaxas, Bonhoeffer: Pastor, Martyr, Prophet, Spy (Nashville: Thomas Nelson, 2010),
p. 496.
22
Ibid., pp. 514, 528.
23
Quiero recordar aquí la importante labor de los voluntarios de prisiones como los de la
Organización de Lectores británica, que hacen el trabajo de rehabilitación de presos que nuestra
sociedad a menudo desatiende.
24
Entrevista personal, Providence, RI, 2014. Véase también B. Stiegler, Goldsmith Lectures,
Conferencia 1.a, 2013.

56
El resto de la historia ya forma parte de la leyenda parisina. El eminente filósofo francés
Jacques Derrida pidió verse con Stiegler tras su salida de la cárcel. Después de su
encuentro, Stiegler se reincorporó a la universidad, completó su tesis doctoral con Derrida, y
se convirtió en uno de los filósofos más provocadores y controvertidos de Francia. En su
obra, Stiegler propone una serie de medidas encaminadas a adoptar un nuevo enfoque
sobre cómo los humanos pueden vivir vidas con sentido en una cultura tecnológica.
Desarrollado en otro ámbito, su evocador concepto del pharmakon, «un remedio que
contiene un veneno con una virtud terapéutica», me ha ayudado a refinar mi propio punto de
vista sobre las complejas contribuciones de la tecnología a la sociedad. Pero no sólo me fui
de París con sus arduas aportaciones dialécticas al pensamiento moderno, también me
llevé su ejemplo vital sobre las aportaciones de la lectura, tanto para sostener el yo en la
adversidad como para redirigir los pensamientos más allá del yo hacia el bien de los demás.

Tiempo para el bien social

Estamos tan distraídos y fagocitados por las tecnologías que hemos creado, y por el aluvión
constante de la llamada información que se nos presenta, que hoy más que nunca sumergirte en un
libro interesante parece socialmente útil... El lugar de quietud al que tienes que acudir para escribir, y
también para leer en serio, es el punto en el que realmente puedes tomar decisiones responsables,
donde de verdad puedes involucrarte de manera productiva en un mundo que, de otra manera,
resulta aterrador e inmanejable...
JONATHAN FRANZEN25

Tanto Bonhoeffer como Stiegler son dos ejemplos de seres humanos en los que la tercera
vida de lectura apoya al yo en circunstancias que de otra manera habrían resultado
imposibles, y deviene la base de un servicio extrapolable a los demás. El «lugar de quietud»
que Jonathan describe es el dominio reflexivo en el que el acto de leer seriamente nos
permite pensar de manera crítica y tomar decisiones responsables que, en el proceso, se
convierten en actos socialmente útiles.
En un reciente ensayo sobre nuestros valores como nación, Marilynne Robinson
escribió: «Creo que, al igual que Bonhoeffer, nos encontramos en el umbral, y es su ejemplo
de vida lo que me impele a hablar de la gravedad de nuestro momento histórico tal como lo
veo, a sabiendas de que ninguna sociedad es nunca inmune a la catástrofe moral... A él le
debemos reconocer la amarga lección que aprendió antes que nosotros: que puede que
estos desafíos se entiendan demasiado tarde».26
Según Robert Darnton, vivimos un momento «bisagra» 27 encaminado hacia formas
completamente nuevas de comunicación, cognición y elecciones, que, en última instancia,
son profundamente éticas. A diferencia de otras grandes transiciones, ahora tenemos la
ciencia, la tecnología y la imaginación ética necesarias para entender los desafíos a los que

25
Citado en L. Grossman, «Jonathan Franzen: Great American Novelist», Time, 12 de agosto de
2010.
26
M. Robinson, The Givenness of Things: Essays (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2015), pp.
176, 187.
27
Citado en el artículo de S. Wasserman «The Fate of Books after the Age of Print», Truthdig, 5 de
marzo de 2010.

57
nos enfrentamos antes de que sea demasiado tarde, siempre y cuando estemos dispuestos
a hacerlo. Como se indicó anteriormente, debemos afrontar la realidad de que cuando
somos bombardeados con demasiadas opciones, podemos tender por defecto a confiar en
un tipo de información que exige poca reflexión. Seríamos más cada vez los que
pensáramos que sabemos algo basados en informaciones cuya fuente elegimos
precisamente por ajustarse a cómo y qué pensábamos de antemano. Por tanto, aunque
parece que estamos bien pertrechados, empieza a percibirse cada vez menos motivación
para pensar de un modo más profundo, y menos aún para enfrentarnos a visiones que
difieren de la nuestra. Creemos que sabemos lo suficiente, ese ilusorio estado mental que
nos sume en una suerte de complacencia cognitiva pasiva que imposibilita una reflexión
ulterior y abre de par en par la puerta a que otros piensen por nosotros.
Ésta es una vieja receta ampliamente conocida para el abandono intelectual, social y
moral, y para el deterioro del orden social. Lo que aquí está en juego es el mensaje final de
este libro: que cualquier versión de la hipótesis de la cadena digital, fuerte o débil, entraña
amenazas al uso de nuestras capacidades más reflexivas si continuamos ajenos a este
potencial, con profundas implicaciones para el futuro de una sociedad democrática. La
atrofia y el desuso paulatino de nuestras capacidades analíticas y reflexivas como
individuos son los peores enemigos de una sociedad verdaderamente democrática,
independientemente del motivo, en cualquier soporte, a cualquier edad.
Hace veinte años, Martha Nussbaum escribió sobre la susceptibilidad y la toma de
decisiones de los ciudadanos que han cedido su pensamiento a terceros:

Sería catastrófico que nos convirtiéramos en una nación de personas técnicamente competentes
que han perdido la capacidad de pensar de manera crítica, de analizarse a sí mismas y de
respetar la humanidad y la diversidad de los demás. Con todo, a menos que apoyemos estas
iniciativas, es una nación en la que bien podríamos acabar viviendo. Es acuciante, por tanto, que
apoyemos desde ya las iniciativas curriculares destinadas a producir ciudadanos que puedan
hacerse cargo de su propio raciocinio, que puedan ver al diferente y al extranjero no como una
amenaza a enfrentar, sino como una invitación a explorar y comprender, expandiendo sus
propias mentes y su capacidad de ciudadanía.28

El alegato de Nussbaum en favor de una ciudadanía más reflexiva, compasiva y diversa


no podía ser más urgente ni oportuno. Si perdemos paulatinamente la capacidad de evaluar
cómo pensamos, acabaremos perdiendo la capacidad para evaluar desapasionadamente
cómo piensan aquellos que nos gobiernan. Las peores atrocidades del siglo XX constituyen
un trágico testimonio de lo que sucede cuando una sociedad deja de evaluar sus propias
acciones y cede sus poderes analíticos a quienes les dicen cómo pensar y qué temer.
Bonhoeffer describió este viejo escenario desde su celda:

Si miramos más de cerca, vemos que toda manifestación violenta de poder, ya sea político o
religioso, genera un estallido de locura en gran parte de la humanidad; de hecho, esto parece
ser en realidad una ley psicológica y sociológica: el poder de unos necesita la locura de los
otros. No es que ciertas capacidades humanas queden aturdidas o destruidas, sino que el

28
M. Nussbaum, El cultivo de la humanidad: una defensa clásica de la reforma de la educación
liberal (Barcelona: Paidós, 2005; traducción de Juana Pailaya).

58
aumento de poder causa una impresión tan apabullante que los hombres se ven privados de su
propia capacidad de juicio y... dejan de tratar de evaluar por sí mismos el nuevo estado de las
cosas.29

Por ende, dos de los mayores errores del siglo XXI serían tanto hacer caso omiso de
los cometidos en el siglo XX, como no evaluar si ya hemos empezado a ceder a otros
nuestros poderes de análisis crítico y capacidad de juicio independiente en una sociedad
cada vez más fraccionada. Son pocos los que, si se les presiona, refutarían que tal
disminución de nuestras capacidades críticas colectivas ya ha comenzado. Lo que sí se
discutiría es en quiénes y por qué.
Nunca imaginé que la investigación sobre los cambios en el cerebro lector, que en su
mayoría reflejan crecientes adaptaciones a la cultura digital, tendría implicaciones en las
sociedades democráticas. Sin embargo, ésa es mi conclusión. En un diálogo epistolar entre
Umberto Eco y el cardenal Carlo Maria Martini, el cardenal reiteró una visión atemporal del
proceso democrático que atañe a esta conclusión: «El delicado juego de la democracia
garantiza una dialéctica de opiniones y creencias con la esperanza de que tal intercambio
amplíe la conciencia moral colectiva que cimenta la convivencia ordenada».30
La principal contribución de la invención del lenguaje escrito a la especie es una base
democrática para las capacidades críticas, inferenciales y reflexivas. Esto es la base de la
conciencia colectiva. Si nosotros, en el siglo XXI, queremos preservar una conciencia
colectiva vital, debemos asegurarnos de que todos los miembros de nuestra sociedad
puedan leer y escribir bien y en profundidad. Fracasaremos como sociedad si no educamos
a nuestros niños y reeducamos a nuestra ciudadanía en la responsabilidad de cada
ciudadano de procesar la información de manera vigilante, crítica y sabia a través de los
distintos medios de información. Y fracasaremos como sociedad, como lo hicieron las
sociedades del siglo XX, si no reconocemos y asumimos la capacidad de razonamiento
reflexivo de aquellos que no están de acuerdo con nosotros.
Como elocuentemente escribe Nadine Strossen en su libro Hate: Why We Should
Resist It with Free Speech, Not Censorship, «una democracia sólo triunfa cuando se
respetan los derechos, los pensamientos y las aspiraciones de la ciudadanía y se le da voz,
y cuando los ciudadanos creen que esto es cierto, independientemente de cuál sea su
punto de vista».31 El gran e insuficientemente discutido peligro para una sociedad
democrática no se deriva tanto de la expresión de distintos puntos de vista como del fracaso
que supondría el hecho de no garantizar que todos los ciudadanos sean educados para
utilizar todos sus poderes intelectuales en la formación de esos puntos de vista. El vacío
que se genera cuando esto no se produce nos lleva ineluctablemente a ser más vulnerables

29
D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión: cartas y apuntes desde el cautiverio, op. cit., nota 333.
Publicado originalmente en 1951, la traducción al inglés fue publicada por Touchstone Press en
1997. Es importante señalar que las tres primeras palabras del título original en alemán, Widerstand
und Ergebung: Briefe und Aufzeichnungen aus der Haft, fueron suprimidas en la traducción al inglés
y que subrayan la importancia de su postura en contra de la depravación moral del nazismo. Yo
traduzco estas palabras como «Resistencia y Resolución», si bien Ergebung también connota lo que
resulta o se desarrolla al adoptar una posición contraria de resiliencia.
30
U. Eco y C. M. Martini, ¿En qué creen los que no creen? Un diálogo sobre la ética (Madrid: Temas
de Hoy, 2005; traducción de Esther Cohen).
31
N. Strossen, Hate: Why We Should Resist It with Free Speech, Not Censorship (Nueva York:
Oxford University Press, próximamente).

59
frente a la demagogia, donde las esperanzas y los temores falsamente generados rebasan
la razón y la capacidad de pensamiento reflexivo disminuye, junto con su influencia en la
toma de decisiones racionales y empáticas.32
La mayoría de la gente nunca será consciente de esto. Como bien refleja mi reciente
experimento fallido al leer El juego de los abalorios de Hesse, la asunción personal del
paulatino desuso de nuestras habilidades reflexivas, y más aún la asunción colectiva, es
una cosa débil y porosa que debemos poner a prueba y no dar nunca por sentada. Al igual
que me preocupa que, en su excesiva dependencia de fuentes externas de información,
nuestros jóvenes no lleguen a saber qué es lo que no saben, también me preocupa que
nosotros, sus guías, no advirtamos la insidiosa reducción de nuestro propio pensamiento, la
imperceptible disminución de nuestra atención frente a problemas complejos, el
insospechado declive de nuestra capacidad para escribir, leer o pensar más allá de los 140
caracteres. Todos debemos hacer balance de quiénes somos como lectores, escritores y
seres pensantes.
Los buenos lectores de la sociedad son tanto sus canarios —que avisan a sus
miembros de la presencia del peligro— como los guardianes de nuestra humanidad común.
El requisito final de la tercera vida lectora es la capacidad de convertir la información en
conocimiento y el conocimiento en sabiduría. De hecho, tal como Margaret Levi ha sugerido
respecto de los principios del altruismo, la combinación de nuestros más altos poderes
intelectuales y empáticos junto con nuestra capacidad para la virtud bien pueden ser la
razón por la que nuestra especie sigue aquí.33 Si estas capacidades están en peligro, si los
buenos lectores están en peligro, todos lo estamos. En cambio, si son apoyados, además
de disponer del antídoto frente a la debilidad de la cultura digital, tendremos la llave para
impulsar hacia el futuro el mayor potencial de nuestra cultura: la acción sabia.

32
A lo largo del tiempo los demagogos y sus acólitos han descubierto el poder de infundir miedo,
pues los que temen toman decisiones irracionales sobre miedos irracionales. Véase el ensayo
«Fear», New York Review of Books, del 24 de septiembre de 2015, en el que Marilynne Robinson
escribe que el miedo puede convertirse en una adicción, con el consiguiente resultado de que «el
temor difumine la línea que separa a la amenaza real y verdadera de los terrores que asolan a
aquellos que ven la amenaza en todas partes». En los juicios de Nuremberg, Hermann Göring dijo al
tribunal que todo cuanto debía hacer para controlar una nación era, en primer lugar, infundir miedo
en la población y, luego, declarar traidores a los disidentes. En nuestra época, son demasiadas las
personas que tildan de mentiroso a cualquiera que represente una amenaza para sus puntos de
vista. Ya sea en el siglo XX, el XXI o en cualquier otro siglo, cuando se silencian formas opuestas de
pensamiento la «conciencia colectiva» empieza a desaparecer.
33
Véase una línea distinta de trabajo sobre la empatía desde la perspectiva del «altruismo recíproco»
de Margaret Levi en «Reciprocal Altruism», Edge.org, 5 de febrero de 2017,
<https://www.edge.org/responsedetail/27170>. Levi concluye: «El reconocimiento de la importancia
del altruismo recíproco para la supervivencia de una cultura nos hace conscientes de lo mucho que
dependemos de los demás. El sacrificio y la generosidad, el material del altruismo, son los
ingredientes necesarios para la cooperación humana, que en sí misma constituye la base de las
sociedades eficaces y prósperas». Véase asimismo el libro que escribe con John Ahlquist In the
Interest of Others (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2013).

60
Tiempo para la sabiduría

La sabiduría, en suma, no es sólo contemplación, no es sólo acción, sino la contemplación en acción.


JOHN DUNNE34

De todos los dones que confiera la tercera vida del buen lector, la sabiduría, la forma
suprema de conocimiento, es su expresión última. En su libro Animal de lenguaje, el filósofo
Charles Taylor empezó un luminoso pasaje sobre el lenguaje con una cita de Wilhelm von
Humboldt que encarna la humana «pulsión de articular» que subyace en la búsqueda de la
sabiduría: «Siempre existe la “sensación de que hay algo que el lenguaje no contiene
directamente, pero que la (mente/alma), impulsada por el lenguaje, debe proveer; y el
(impulso), a su vez, de emparejar todo lo que el alma siente con un sonido”». Según Taylor,
la naturaleza misma de «poseer un lenguaje es estar continuamente implicado en el intento
de ampliar su poder de expresión».35
Y lo mismo sucede con la experiencia de la tercera vida del buen lector: estar
continuamente comprometidos en tratar de alcanzar y expresar nuestros mejores
pensamientos, tanto para ampliar una comprensión cada vez más genuina y más bella del
universo como para regir nuestras vidas conforme a esta visión. Embarcarnos en dicha
búsqueda es el último objetivo de la lectura profunda y el principio de la sabiduría, no su
final. Como articuló Proust años atrás, «el final de la sabiduría (del autor) no es sino el
principio de la nuestra».36 Durante años estas palabras han sido mi particular memorando
para saber cuándo parar y preparar al buen lector —tú, mi querido lector— para asumir el
trabajo que todos tenemos por delante.

34
J. S. Dunne, The House of Wisdom: A Pilgrimage (Nueva York: Harper & Row, 1985), p. 77. A mí
este pasaje me parece un complemento contemporáneo al Salmo 90:12: «Enséñanos de tal modo a
contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría».
35
C. Taylor, Animal de lenguaje. Hacia una visión integral de la capacidad humana de lenguaje, op.
cit., nota 224).
36
M. Proust, Sobre la lectura, op. cit., nota 13.

61
El futuro de la lectura y los buenos lectores

El trabajo de las palabras es sublime... porque es generativo; contribuye a hacer que nuestra
diferencia tenga sentido, nuestra diferencia humana, el modo en que somos diferentes a todos los
demás. Morimos. Tal vez ése sea el significado de la vida. Pero nosotros hacemos el lenguaje. Tal
vez sea eso la medida de nuestras vidas.
TONI MORRISON37

Desde la primera hasta la última carta, estas páginas celebran el logro impulsado por el ser
humano que es el cerebro lector. Mi objetivo a lo largo de estas páginas era entablar un
diálogo contigo, el lector, sobre mis preocupaciones. Primera, ¿precipitará la propia
plasticidad del cerebro que refleja las características de los medios digitales la atrofia de
nuestros procesos más esenciales de pensamiento −análisis crítico, empatía y reflexión−
en detrimento de nuestra sociedad democrática? Segunda, ¿estará la formación de estos
mismos procesos amenazada en nuestros jóvenes? Sin duda, cada uno de estos procesos
humanos está permanentemente en peligro. Pese a todo, todos se han acelerado a través
de los siglos. Es un consuelo.
Menos reconfortante resulta mi tercera preocupación, dado que es igualmente
beneficiosa para nuestro desarrollo. Los humanos parecemos nacer con la irrefutable
pulsión de aumentar nuestras capacidades y rebasar nuestros límites. Cuando no podemos,
creamos nuevas herramientas y tecnologías que lo hagan por nosotros. De hecho, la
plasticidad misma del cerebro humano nos faculta para hacerlo. Sin embargo, la plasticidad
cerebral también tiene una sabiduría propia respecto de la alteración de algunas
capacidades (como la atención y la memoria) cuando tratamos de refutar nuestras
limitaciones perceptuales e intelectuales con nuevas herramientas tecnológicas. Así como
había «errores» en la evolución que hicieron desaparecer por completo especies, rasgos o
habilidades al no soportar el entorno su continuación, también puede haber errores en los
cambios epigenéticos de nuestras capacidades cognitivas a medida que adquirimos con
gran entusiasmo nuevas habilidades que nos preparan para un futuro cuyos parámetros
apenas podemos imaginar.
Éste es el dilema digital que en este momento se está representando en los procesos
cognitivos, afectivos y éticos ya conectados en el actual cerebro lector y ahora amenazados.
Cuán fácil sería cortocircuitar estos procesos que han hecho de nosotros lo que hasta ahora
somos como lectores. Cuán sencillo sería saltar a nuevos modos de adquirir más
conocimientos de un modo más rápido y hacer caso omiso de la creciente brecha entre la
información que leemos, el análisis y la reflexión que aplicamos al hacerlo. Sería un «acto
de resistencia», como dijo David Ulin,38 parar un momento y analizar con toda nuestra
inteligencia quiénes queremos ser en el futuro y cuál es la mejor combinación de facultades
en el cerebro lector de las generaciones futuras.

37
T. Morrison, discurso de aceptación del Premio Nobel, 7 de diciembre de 1993,
<https://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1993/morrisonlecture.html>.
38
D. L. Ulin, The Lost Art of Reading, op. cit., nota 126, p. 150.

62
Ahora ya sabes que el cerebro de lectura profunda es a la vez una realidad hecha de
carne y hueso craneal y una metáfora de la continua expansión de la inteligencia y la virtud
humanas. Aunque a veces temo que acabe cortocircuitándose en las futuras generaciones,
también espero y confío en que las pluripotenciales capacidades de este circuito puedan
encarnar todas las facultades intelectuales, afectivas y morales que siguen creciendo
exponencialmente en nuestra especie. Éste es el momento bisagra de nuestra generación:
el momento en que decidimos tomar la verdadera medida de nuestras vidas. Si actuamos
sabiamente en esta encrucijada cultural y cognitiva, estoy convencida de que, como Charles
Darwin esperaba para el futuro de nuestra especie, forjaremos circuitos cerebrales de
lectura cada vez más elaborados y capaces de encontrar «infinidad de formas, las más
bellas y portentosas».39
Festina lente, mi querido y buen lector, es hora de volver a casa...

Buena suerte,
MARYANNE

Wolf, Maryanne (2020). Lector, vuelve a casa:


cómo afecta a nuestro cerebro la lectura en pantallas, Barcelona: Deusto.

39
Del precioso aserto final de Darwin en El origen de las especies (1859): «Hay grandeza en esta
concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un corto
número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley
de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo,
infinidad de formas, las más bellas y portentosas». (Versión castellana original: Calpe; 1921; trad.
Antonio de Zulueta.)

63

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