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Scripta Nova

REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES


Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XV, núm. 379, 1 de noviembre de 2011

IDENTIDADES TERRITORIALES EN CHILE: ENTRE LA GLOBALIZACIÓN Y EL


REGIONALISMO

Francisco Sabatini
Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales – Pontificia Universidad Católica de Chile

Federico Arenas
Instituto de Geografía – Pontificia Universidad Católica de Chile

Andrés Núñez
Instituto de Geografía – Pontificia Universidad Católica de Chile

Resumen

Las transformaciones económicas, sociales y políticas contemporáneas,


resumidas en la idea de globalización, plantean dudas sobre la vigencia de
la regionalización chilena y, en general, sobre las nociones tradicionales
de región. La desadaptación de las estructuras institucionales frente a los
cambios aparejados a la globalización, la difícil articulación de decisiones
que involucran distintas escalas espaciales de gestión y la mutación de las
identidades sociales territoriales, se cuentan entre los factores detrás de
dicho cuestionamiento. En este trabajo hacemos foco en las identidades
territoriales emergentes, tanto para explicar la crisis de la regionalización
como para evaluar las nuevas expresiones de regionalismo que pudieran
sostener proyectos nacionales de desarrollo.

Palabras clave: identidades territoriales, regionalismo, división político-


administrativa.

Overview

Contemporary economic, social and political change, summarized in the


idea of globalization, raises questions about the validity of Chilean
regionalization and, in general terms, poses doubts on traditional notions
of region. Mismatch between institutional structures and changes shaped
by globalization, the hard articulation of decisions requiring different
spatial scales of management, and the mutation of territorial social
identities, are all motives for such questioning. In this paper we focus on
emerging local identities, both to explain the crisis of regionalization and
to evaluate the new expressions of regionalism that could sustain
nationwide development projects.

Key words: territorial identities, regionalism, and regionalization.

Territorio y medio ambiente: ¿el puente que falta?

Los críticos de la sociedad que la globalización nos ofrece enfatizan el carácter


“flexible” o “líquido” de las identidades personales que predominan hoy[1].
Richard Sennett argumenta que el recurso humano ideal demandado por el
nuevo capitalismo es una persona que pueda desprenderse fácilmente del
pasado, tal como el consumidor ávido por lo nuevo desecha con agilidad lo
viejo[2]; en el extremo, una persona sin memoria, perfectamente movible, sin
lealtades que lo aten a localidades o territorios. El individuo requerido, dice por
su parte Zygmunt Bauman, es uno sin proyectos personales de largo plazo, que
lo rigidizan; sin lealtades, que dejaron de ser motivo de orgullo; y dispuesto a
comenzar de nuevo cuantas veces se le requiera[3].

La sociedad actual produce individuos sin un centro claro, siempre casi-


excluidos de todo y con una permanente sensación de inseguridad. Mientras
que en la época de la “modernidad sólida” el individuo debía limitar sus
impulsos personales en aras del interés colectivo, en la “modernidad líquida” es
compelido a una vertiginosa e ilimitada creación y recreación de sus proyectos
e identidad, transformación que ha roto los puentes entre las identidades y la
acción personal, de una parte, y la acción y los intereses colectivos, de otra,
argumenta el mismo Bauman[4].

Sin embargo, la contradicción, que podríamos adjetivar de estructural, entre una


economía que requiere crecer para mantenerse sana y un planeta fijo con
ecosistemas finitos, podría ayudar a establecer uno de esos puentes. Cuando se
están experimentando los límites de intervención sobre los sistemas naturales y
se fortalece el ecologismo y la conciencia de los líderes mundiales sobre los
problemas de sustentabilidad, como es el caso del calentamiento global, surgen
posibles puentes para conectar las preocupaciones y las identidades personales
con las colectivas.

Por otra parte, las diversas formas en que, desde la crisis de la economía
internacional de los años 1970, se ha buscado acortar el ciclo de circulación del
capital incluyen reconfiguraciones territoriales que amenazan la calidad de vida
y las identidades de personas y comunidades. Esta “sobre-conformación” de los
territorios cumple parecida función que la exacerbación del consumismo:
permite acortar los tiempos entre inversión de capital y capitalización de
ganancias, entre deseo y consumo, entre surgimiento y desaparición de
necesidades. De paso, los individuos son arrojados a una vida social con altas
cuotas de incertidumbre y desprotección; con identidades personales que se
suceden unas a otras sin haberse realizado plenamente, mientras las identidades
colectivas de todo tipo, incluidas las asociadas a territorios, se ven cuestionadas
o sobrepasadas.

Así, ecologismo y regionalismo, o la defensa del patrimonio natural y de las


identidades territoriales, se erigen en nuevas dimensiones de la definición y
redefinición de la división político-administrativa de cada país. De clara
impronta ciudadana y premunidos de un cierto conservadurismo contestatario,
ambos tipos de movilizaciones de la sociedad civil vienen a complementar la
importancia que siempre ha tenido el despliegue de las actividades económicas
en la regionalización.

Unidades político-administrativas regionales tensionadas por las


profundas transformaciones de la sociedad actual

La nueva economía

Si se analizan los cambios más importantes del último tiempo, resulta discutible
que lo propio de la llamada economía global que domina el planeta sea el
predominio de los flujos económicos internacionales y la emergencia de
relaciones sociales en tiempo cero, como se argumenta usualmente. Es cierto
que somos testigos de una intensificación de ambos fenómenos, pero ellos están
en escena desde hace mucho tiempo, tal como lo ejemplifican, entre otros, el
telégrafo y las ferias internacionales realizadas en distintas grandes ciudades en
siglos anteriores.

Incluso más, se podría argumentar que la globalización es un fenómeno que nos


remite inicialmente a los siglos XVI al XVIII. En ese periodo aumentaron los
contactos entre todos los continentes y se configuró un mundo multipolar en el
que varios imperios oceánicos o continentales pugnaban por el control de las
rutas comerciales. En la misma lógica, el siglo XIX avanzó ya de forma decisiva
hacia dicha “globalización” gracias a los nuevos medios de transporte y
comunicación que integraron y aminoraron distancias[5].

Sin embargo, es evidente que los ritmos, escalas e intensidades de


la actual globalización comportan cambios cualitativos respecto de las previas.
La “nueva economía” es tal, en función de algunos hechos propios de nuestro
tiempo, todos referidos a una cuestión de escala: la repleción del planeta, el
fortalecimiento de una economía global vis a vis las economías nacionales, y la
complejidad caótica que se instala en las multitudinarias redes
computacionales.

No hay territorios disponibles en los que la sociedad industrial, cuya fase post-
fordista no cancela la producción masiva de bienes, pueda verter los desechos
materiales y humanos que parecen serle consustanciales, como argumenta
convincentemente Bauman[6]. El planeta está lleno, y eso parece ser lo propio
del tiempo presente. En particular, los desechos humanos que el capitalismo de
épocas pretéritas producía, los exportaba hacia las colonias. Hoy, esos sobrantes
de población dan lugar a los campos de refugiados y a los guetos urbanos.
Antes, un problema local tenía una solución global (la emigración de los
desempleados hacia las colonias de ultramar); mientras que hoy, el problema es
global (de la economía global) y las soluciones, locales (guetos y campos de
refugiados)[7].

Dicha repleción del planeta es el correlato geográfico-material del ascenso de


una economía global. En tanto las economías nacionales deben ser abiertas -
como han opinado con fuerza y efectividad el Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional- se van integrando como comarcas de la economía
global. No es que dejen de existir transacciones locales o regionales; lo
novedoso es que el discurso dominante -el llamado “consenso de
Washington- funciona ahora en torno a un único mercado de finanzas que se
erige como el más genuino producto y motor del nuevo sistema económico [8].

Así, la lógica de los mercados deja de ser principalmente regional y tiende a


consolidarse globalmente. Con ello, las amenazas a la civilización también se
“globalizan”. Mientras el colapso de muchas civilizaciones del pasado por
causas de mala gestión ambiental fue regional o localizado –como las de las
culturas Pueblo y Rapa-Nui—ahora la amenaza alcanza a toda la humanidad
porque la economía es global[9].

La homogeneización de los patrones de consumo, formas productivas, gestión


empresarial, sistemas financieros y políticas económicas, es parte de la nueva
economía global. Con ello, las especificidades de las regiones y localidades
interiores de cada país quedan amenazadas o disminuidas. Y la explotación de
la naturaleza y de los seres humanos por un capitalismo tan eficiente como
agresivo, no hace sino agravar estos problemas.

Por último está la peculiaridad informática de la actual globalización. Más que


un mero paroxismo de velocidad y masividad en los flujos de información, la
Web 2.0 es portadora de un cambio cualitativo. El usuario de información, al
trabajar en el espacio de la Internet, modifica esa realidad. Como en la ciudad,
el espectador deviene en parte del espectáculo. Entonces, la complejidad es
catapultada y aparecen los “órdenes emergentes” que los teóricos del caos
destacan. Es la “danza urbana” que aparece con las ciudades cuando éstas
superan ciertos umbrales de tamaño, como tempranamente argumentó Jane
Jacobs[10].

Lo mismo en la economía que en la política y los hechos sociales, las


“emergencias globales” corresponden a realidades nuevas claramente
inductivas y no anticipadas que detonan allí donde se multiplican las decisiones.
Nunca antes ha habido tanto fundamento como para decir que la economía y la
sociedad evolucionan de forma impredecible, lejos de la capacidad de control
de una mente o autoridad central. Y se trata de una impredecibilidad que, lejos
de derivar de la retirada del Estado, como dice la ideología neoliberal, ocurre
a pesar de la importante intervención del Estado neoliberal en la creación de
condiciones legales, económicas y sociales para el surgimiento de nichos
de rentabilidad privada.

En suma, las personas y el paisaje, los dos componentes de las identidades


sociales de base territorial, están radicalmente tocados por la nueva realidad
económica que se impone planetariamente.

Crisis del sistema político

Las formas democráticas clásicas de acción colectiva, las que eran articuladas
por los partidos y tenían en los eventos electorales momentos culmines, están
en crisis por doquier. También en la América Latina de los últimos decenios
crece el descrédito de políticos y partidos, disminuye el cuerpo de electores y
los jóvenes muestran una abierta desafección con el sistema electoral.

Dos planos de explicación parecen entremezclarse: la crisis de la política como


esfera de acción colectiva frente al ascenso de la acción y la racionalidad
individual; y el debilitamiento de sistemas electorales que no logran canalizar
las demandas de los ciudadanos. Es una crisis global de la democracia electoral
que presenta giros propios en Latinoamérica, en medida importante
relacionados con el centralismo político y el cariz de autoritarismo de nuestros
patrones culturales.

Nogué, lo mismo que Sassen[11], dice que estamos en presencia de una


deconstrucción del Estado-nación, que parece ponerse al servicio de instancias
superiores de alcance global, como ciertas organizaciones supra-estatales y
empresas transnacionales. En la misma línea, Hopenhayn cree que una de las
razones que explican la desafección ciudadana con la política y con el sistema
político es la percepción de que existen “poderes fácticos (medios de
comunicación, mundo empresarial, financiero, sobre todo transnacional) con
mayor injerencia en las agendas políticas que la voluntad popular encarnada en
gobernantes y parlamentarios”[12]. Como resultado, se debilitan la esfera
política, sede del consenso social y el interés general, y las formas clásicas de
acción colectiva del sistema político tradicional[13].

El fin de los metarrelatos y la consolidación de un proyecto único, que en


América se reconoce como neoliberalismo y articula operativamente en el
“consenso de Washington”, es consecuencia de la crisis profunda de la acción
colectiva de nuestra época pero, a la vez, opera como causa local
(latinoamericana) del ascenso individualista.

Mientras el poder se sustrae del Estado nacional y se asienta en otro nivel, en la


escala de lo global, en lugar de sujetos autónomos hay situaciones efímeras que
sirven de soporte a alianzas provisionales apoyadas por las capacidades
movilizadas para cada ocasión. En lugar de un espacio político, sede de la
solidaridad colectiva, hay percepciones dominantes, tan fugaces como los
intereses que las manipulan. Estamos ante sociedades que se fragmentan
interminablemente, sin memoria ni solidaridad, que recobran su unidad sólo en
la sucesión de imágenes a las que los medios vuelven cada semana[14].

Pero los valores democráticos siguen siendo fuertes, lo mismo en Europa que
en América Latina, y hoy en países árabes cuya población se ha soliviantado.
En América hay una tendencia clara de los últimos tiempos: la ciudadanía
ocasionalmente se rebela en las calles contra dirigentes corruptos o, incluso,
contra los atentados flagrantes a la misma democracia que tan poco parece
entusiasmar; y muchos de los manifestantes son jóvenes. Toda una paradoja.

Desde esta perspectiva, la crisis de la democracia representativa dista de ser un


fenómeno nacional atribuible a la mala performance de los políticos y los
partidos. Es una tendencia y una transformación internacional que, además,
tiene como sustrato paradojal un fortalecimiento de la democracia como valor.
La democracia es un valor que se ha ido globalizando, igual que la conservación
ambiental y los derechos humanos.

Frente a la globalización económica, como discurso y como práctica


dominantes, surgen iniciativas de resistencia, de insurgencia en algunos
casos. Algunas son muy visibles, como el movimiento zapatista en el Sur de
México o las acciones de la organización Greenpeace; y muchas otras, la
mayoría, lo son menos. Su lenta cadencia, su difícil progreso, su carácter local
e, incluso, endémico las vuelve invisibles para el sistema político.
Discursivamente, son más reacciones de defensa de la calidad de vida, de
protección de lo que existe y está amenazado por la nueva economía, que
propuestas de cambio. Los meta-relatos ecologistas están aún en pañales y lejos
del sentimiento de ciudadanos que se inquietan y cuyo desasosiego tiene esa
clara impronta conservadora.
De tal forma, la globalización económica y la crisis del sistema político llevan
a fortalecer la así llamada sociedad civil. Ésta se encuentra constituida por los
ámbitos de ejercicio del poder que son relativamente autónomos de los polos
dominantes en las sociedades actuales, esto es, respecto del Estado y la
economía corporativa, incluidos los partidos y los gremios patronales, según la
reconocida conceptualización de Cohen y Amato[15]. Así, la sociedad civil
incluye desde los hogares que resisten el influjo consumista y la farándula de la
televisión hasta una serie de movimientos ciudadanos con demandas
específicas, pasando por las organizaciones ciudadanas de base territorial que
impugnan el centralismo.

La agresión ambiental y cultural del capitalismo de nuevo cuño combinada con


el individualismo que se fortalece, hacen a las movilizaciones locales,
regionalistas, indigenistas o ecologistas, verdaderas instancias de recreación del
sentido más profundo de la política. Grupos pequeños de ciudadanos se
movilizan en defensa de sus intereses comunes. La acción colectiva está de
vuelta, aunque sea en cuotas limitadas y ocasionalmente. Y los partidos,
incapaces de canalizar tanta demanda dispersa y variada, tienden a elitizarse,
finalmente integrándose al tira-y-afloja con que se va construyendo día a día la
alianza estratégica entre Estado y economía corporativa que sostiene el
proyecto único.

La crisis del sistema político en América Latina es, hasta cierto punto, una crisis
del centralismo. La vieja manera centralista de organizar la sociedad desde el
Estado -Góngora argumenta que la sociedad chilena desde la Independencia fue
configurada por el Estado[16]- encuentra dificultades para proyectarse en el
tiempo. La crisis de la política y del sistema político deja espacios, al menos
como posibilidad, para irrupciones de la sociedad civil que podrían evaluarse
como mejoras a tan débiles democracias.

Este movimientismo suele pasar desapercibido para la prensa, por su carácter


local y ocasional e inestable, y los partidos, afanados en la captura de votos, no
tienen ni capacidad ni interés de operar demandas tan específicas y modestas
en tamaño demográfico. El clientelismo de antaño, el de los partidos
apadrinando grupos, organizaciones, localidades y barrios comprometidos con
demandas universalistas (pan, trabajo, techo, salud), ha perdido sustento y
presencia. La relación entre los partidos y la base social más activa –la sociedad
civil- está debilitada y el marketing electoral, como forma de conexión entre
sistema político y ciudadanía, no parece sustento suficiente para la estabilidad
y salud de largo plazo de la democracia.

Dado el debilitamiento de nuestro sistema político -y de nuestra cultura política


tradicional- la unidad e integridad de la nación podrían, más que nunca, ser
amenazadas por las demandas y reivindicaciones locales y regionales. El
centralismo político que cruza nuestra historia y nuestra realidad actual, y que
es el sustrato de la división político-administrativa, se expresa como resistencia,
especialmente tenaz, de estas irrupciones regionalistas, reales o potenciales. No
parece haber solución clara para fortalecer el sistema democrático dentro de
nuestro inveterado centralismo[17].

Crisis de las regiones tradicionales

La globalización de las economías y los acuerdos de integración que lo


complementan tienden, al menos en principio, a debilitar a las regiones
subnacionales e, incluso, a los mismos países como ámbitos territorialmente
definidos de autonomía política. Qué duda cabe que el llamado consenso de
Washington carcomió, de facto, las potestades de los gobiernos nacionales para
definir la orientación de sus políticas económicas, sociales y ambientales. Como
ha expresado un reconocido autor francés, la competitividad nacional no ha
podido llegar a ser más que global[18], en tanto el rol de los Estados ha
requerido considerar inevitablemente una negociación con poderes
supranacionales, a los cuales ha debido adaptarse y modelarse.

El fenómeno descrito, marcadamente atópico y multiescalar, también se


reproduce cuando el afán de los gobiernos nacionales por atraer inversiones
extranjeras y la correspondiente firma de tratados comerciales, reduce el
espacio de maniobra y negociación que tienen los dirigentes regionales y locales
frente a tan poderosos actores. Como cada región o ciudad debe especializase
para definir su rol dentro de la “división global del trabajo” se debilita
relativamente su rol en el control e influencia de la producción. En definitiva,
los lugares se han vuelto componentes de una corriente más amplia, dice
Benko[19].

En los distintos niveles territoriales, las autoridades políticas, tanto las


individuales como las colegiadas, parecen enfrentar un mismo dilema entre
competitividad y autonomía. El éxito de la gestión local, regional o nacional en
atraer inversionistas y promover el desarrollo económico y la competitividad
significa, al mismo tiempo, restar autonomía y posibilidades al municipio, la
región o el país para hacer frente a los impactos sociales y ambientales
negativos que suelen acompañar a los proyectos de desarrollo.

Debemos tener en cuenta que dichos impactos negativos son productores de


desigualdad, exclusión social y degradación ambiental, todo ello redundando
en un deterioro de la calidad de vida.

Como contraparte, la autonomía que pueda desplegar la autoridad al fijar


estándares y decidir acciones en los campos del desarrollo social y la protección
ambiental le restan competitividad para atraer nuevas inversiones. Ese es el
dilema que enfrentan los proyectos de desarrollo local, sea a nivel de
municipios, regiones subnacionales o países, dentro del concierto de la
economía global.

En cierta medida, la actual división político-administrativa supone una suerte


de calce o ajuste geográfico entre las distintas dimensiones de la realidad
regional: las regiones físicas calzarían con las regiones económicas y éstas con
las regiones étnico-sociales. Los recursos naturales sustentan históricamente la
formación de las economías regionales, y los grupos humanos y las estructuras
sociales evolucionarían ajustados a aquéllas. El que estos calces no se
verifiquen y que hayan sido largamente discutidos en el pasado, no contradice
que haya sido este paradigma “de calce” la forma predominante de abordar la
definición de nuestras regiones subnacionales.

Hoy, la situación es más dinámica y desordenada. La regionalización necesaria


requiere escalas variables y cambiantes. De hecho, el concepto región, en el
marco del debilitamiento de los Estados-Nación, ya no expresa lo mismo que
décadas atrás. Su representación y su alcance ya no se asimilan a un cuerpo
absoluto con límites preclaros e inamovibles. “Estamos acostumbrados a una
idea de región como un sub-espacio largamente elaborado, como una
construcción estable. Sin embargo, la región no es el resultado de la longevidad
del edificio, sino de la coherencia funcional que la distingue de las otras
entidades, vecinas o no”[20].

Dicho sea de paso, igual cosa sucede con el concepto de identidad. Como
expresa Ortiz: “La identidad es fruto de una construcción simbólica. En rigor,
no tiene mucho sentido la búsqueda de la existencia de una identidad; sería más
correcto pensarla en la interacción con otras identidades, construidas según
otros puntos de vista”[21].

En suma, mientras la globalización económica exige a Chile una


institucionalidad regional que se adapte a redes económicas regionales que
afloran, se expanden y contraen territorialmente, la dimensión geopolítica se
muestra más estable, aunque con sus habituales periodos de tensión que le
otorgan variabilidad temporal. Por su parte, el regionalismo, entendido como
campo de activación de la sociedad civil, mantiene importantes tensiones con
la regionalización, y esta última, al operar en tiempos tan cambiantes, no sabe
mucho más que recurrir a la vieja disciplina centralista, más allá de loables
esfuerzos de desconcentración y tímidas decisiones de descentralización que
caracterizan los últimos veinte años.

Los desafíos de la hora presente

Como fue señalado, la globalización económica contemporánea gatilla contra-


reacciones de parte de quienes ven amenazada su calidad de vida, su paisaje,
sus costumbres y sus identidades territoriales por proyectos de inversión
privada o pública, por nuevas plantas industriales y por carreteras, puertos o
gasoductos.

La globalización, sin embargo, no genera de forma automática estas respuestas


civiles. Se trata en cierto modo de un proceso dialéctico donde la relación
global-local se desenvuelve a partir de conexiones y tensiones múltiples que
hacen que la globalización no sea tan homogénea ni constante como parece.

A medida que aparecen, estas tensiones contribuyen a fortalecer y consolidar la


respuesta de la sociedad civil. Pero más allá, permiten madurar al sistema
democrático de cada país. Así, por ejemplo, la resistencia del ecologismo ha
ayudado en Chile a posicionar la conservación ambiental como ventaja
competitiva más que como costo[22].

Esta participación ciudadana, aún débil en Chile en comparación con otros


países, ayudaría a mejorar el sistema democrático, lo mismo que a generar
nuevas formas de negocio, morigerando los efectos ambientales y culturales de
un capitalismo global desenfrenado. La clave estaría en las “tensiones
democráticas” que la ciudadanía ayuda a consolidar en cada país [23].

De esta forma, el movimientismo que caracteriza hoy a la sociedad civil a nivel


local en tantos países constituye, por un lado, la contraparte local de la apuesta
global que el nuevo capitalismo deja caer sobre los territorios subnacionales y,
por otra, el complemento político y social de los nodos empresariales locales
que la misma globalización económica estimula.

Así, los desafíos que enfrenta la división político-administrativa requerirían, en


medida apreciable, una “solución participativa”, y los elementos objetivos de
soporte de esta salida parecen estar en el movimientismo y las nuevas
identidades territoriales que están asomando en localidades y regiones.

La descentralización política es sustento insoslayable de la nueva


regionalización. Entendida como ajuste a las identidades territoriales o, mejor
dicho, vista en su dimensión social identitaria, la descentralización política nos
plantea, no obstante, dilemas nada sencillos de resolver para el diseño de una
nueva división político-administrativa.

El primero lo podemos enunciar como sigue: ciudadanos movilizados en torno


a sus intereses locales tenderán a producir regiones más fuertes pero también
producirán un mayor número de ellas, debilitándolas a todas, en promedio o en
conjunto, frente a nuestro poderoso centro político.

Otro dilema es el que se establece entre el respeto a las peculiaridades locales


y el objetivo de reducir las desigualdades sociales. La descentralización
política, tanto a nivel intra-urbano en las grandes ciudades como a nivel regional
e interregional, puede dejar espacio libre para el aumento de las disparidades en
los niveles y la calidad de vida. La experiencia internacional y los estudios así
lo demuestran.[24] En contraposición, los llamamientos a conservar las
tradicionales políticas universalistas, especialmente las sociales, podrían
aplanar en demasía los rasgos propios de cada localidad o territorio subnacional.

Una descentralización política apoyada en la presencia ciudadana parece una


combinación adecuada para los tiempos que se viven. Parece una manera
adecuada de hacer frente a la homogeneización cultural que la globalización de
las economías promueve; asimismo, parece la mejor manera de resistir las
presiones que se descargan hoy sobre los territorios, sistemas naturales y
comunidades locales y regionales; también parece un camino adecuado para
potenciar las formas empresariales locales que tantas oportunidades encuentran
en una economía internacional integrada en acuerdos comerciales; y, por
último, se presenta como la forma conveniente para recomponer un nuevo
reparto de poder entre las regiones y el Centro.

El desarrollo de formas flexibles y escala adaptable de regionalismo


(regionalismo entendido como la contraparte política de la regionalización
político-administrativa), requiere, necesariamente, de comunidades locales
movilizadas, despiertas, empoderadas para acometer la defensa de sus derechos
e intereses. Sin la presencia ciudadana, los esquemas alternativos o flexibles de
división político-administrativa no pasarían de ser alternativas formales o
academicistas sin visos de concreción. La nueva regionalización, como hecho
político-administrativo, requiere de un fuerte complemento en el regionalismo,
entendido como hecho político asentado en la activación de la sociedad civil.

Cambio de paradigma histórico en la construcción del sistema regional

En un lapso de tiempo que se aprecia breve desde una perspectiva histórica,


nuestro tradicional modo de construir y sostener el sistema de regiones
subnacionales parece haber entrado en un cambio de fase. Los afanes
expansivos y homogeneizadores con que se construyó nuestro Estado-nación
parecen fuera de época, y la realidad emergente indica, más bien, que el futuro
será el de un país que deberá construir su unidad a partir de la diversidad [25].

La formación del territorio nacional y la construcción de una identidad nacional


se han hecho de cara a desafíos y guerras tanto externos como internos. La larga
Guerra de Arauco, la primera fundación de ciudades, los incendios de ellas en
manos de los indígenas, la concentración de tropas y funcionarios en Santiago,
la expansión territorial del complejo latifundiario o hacendal, la segunda ola de
fundación de ciudades, la ampliación de las fronteras productivas a través de la
guerra del Pacífico y la llamada “Pacificación de la Araucanía” –ambas
acciones bélicas en la segunda mitad del siglo XIX – y, en fin, una serie de
iniciativas de racionalización territorial encaminadas a uniformar el territorio
nacional, son todos hitos de un mismo esfuerzo tesonero: la construcción de un
territorio unitario y la integración de los grupos humanos en una cultura e
identidad fuertemente homogénea.[26]

Chile ha sido un Estado-nación construido desde el Centro; un territorio


ocupado y controlado desde Santiago; y ha consistido en una serie de grupos
que han debido sacrificar sus notas propias y sus caracteres en aras de la unidad
y prestancia de Chile. Pero esa época, sin temor a exagerar, parece estar tocando
a su fin.

Desde una tarea que se apreciaba antaño como clara y simple, más allá de los
ingentes esfuerzos y sacrificios materiales y humanos que demandaba, el
devenir histórico nos pone de cara a un desafío que se presenta
indiscutiblemente más complejo. Construir unidad desde la diversidad es, sin
duda, más difícil que la orientación que hemos seguido hasta ahora como
nación.

La integración desde la diversidad parece una contradicción en los términos,


pero es la tarea que la sociedad contemporánea nos pone en ámbitos tan
distintos de la vida social como la economía, el medio ambiente, las ciudades y
las regiones interiores de los países. La economía de mercado debe acoger las
iniciativas individuales y locales para fortalecerse. Flexibilidad, oportunidad, y
economías de tiempo más que economías de escala, son algunos de los
fundamentos de la competitividad.

De forma parecida, la sustentabilidad de los sistemas naturales, apremiados por


la expansión productiva, depende críticamente de la mantención de niveles
mínimos de diversidad biológica. Por su parte, las ciudades lucen también
apremiadas: deben evitar que la diversidad social, que es su fundamento último,
se debilite con la segregación residencial que estimula la aparición de guetos
urbanos de desesperanza y crimen. Similares niveles de segregación en el
pasado no generaron guetos sino barrios que, aunque pobres, estaban sostenidos
por esperanzas de progreso e integración social.

De forma parecida, en el actual concierto internacional, las regiones interiores


no pueden perseverar en la dependencia del Centro, a riesgo de ser arrasadas
ambiental y socialmente por las poderosas fuerzas que está desplegando sobre
el planeta y sus regiones el capitalismo global. Las oportunidades de progreso
local y regional no podrán seguir descansando en tan alto grado en el Estado,
esto es, dependiendo del Centro político y económico, sino que de la
movilización de las propias energías e inventiva. La reconstitución de alianzas
sociales de base territorial, regionalistas o barriales para el caso de las ciudades,
se irán tornando más importantes que las alianzas sociales de base clasista a las
que típicamente recurrían los grupos populares y medios en sus
reivindicaciones y luchas del pasado.

En el fondo, hemos pasado en Chile desde una modernización trunca a una


integración precaria[27]. La importante reducción de la pobreza que hemos
conseguido ha dado paso a formas inestables de integración social. Muchos
salen de la pobreza, pero la probabilidad de volver a caer en ella es
significativamente más alta que otrora. No basta con la simple expansión del
polo dinámico -hoy llamado moderno, antes civilizatorio- como estrategia
adecuada para que nuestro país y su sistema regional enfrenten con éxito los
desafíos futuros.

Las identidades territoriales

Todo grupo humano que comparte un territorio y, sobre esa base, consolida
unas relaciones sociales, económicas y culturales, o sistema de vida, tiende a
generar tradiciones, intereses comunitarios y sentimientos de arraigo. La
vinculación subjetiva con ese territorio depende, a su vez, del grado de
integración o aislamiento respecto de la sociedad mayor que dicha localización
y recursos asociados hacen posible.

Comunidad “cero”

Las identidades sociales territoriales tienen, entonces, soporte en ciertos


intereses territoriales conectados con el hecho de compartir un hábitat y un
sistema de vida y costumbres locales. Dichos intereses son progresivamente
inclusivos: interés en el hábitat, como sustento material de la vida, e interés en
la mantención de los sistemas de vida locales. Puede existir el primero sin el
segundo, pero no viceversa.

En el primer caso, estaríamos frente a una comunidad “cero” o mínima. Más


allá de sus conflictos e, incluso, de cierto grado de desintegración interna, los
miembros del grupo comparten un interés objetivo en la conservación de los
sistemas naturales y calidad material del hábitat del que depende su
supervivencia y calidad de vida.

En el segundo caso, las identidades son más desarrolladas e incluyen los


sentimientos de arraigo a las costumbres y patrimonios intangibles del grupo.
Por cierto, ello presupone interés en el cuidado del hábitat. Pero en este segundo
caso de arraigos más fuertes, debemos distinguir entre dos variantes: la primera
nacida del aislamiento social; y la segunda, del ejercicio de las preferencias de
las personas.
Comunidad “por aislamiento”

El aislamiento social, que puede ser geográfico o por condiciones


socioeconómicas, y que no pocas veces presenta ambas dimensiones, sea en
áreas rurales o en vecindarios urbanos, suele dar lugar a identidades territoriales
que son, al mismo tiempo, fuertes e inestables. En estas comunidades
predomina el aislamiento físico, el social o ambos, y suelen formarse lazos
sociales y un sentido de arraigo comunitario con más rapidez.

Los grupos humanos enfrentados a condiciones de pobreza rural o urbana viven


típicamente esta situación. La ayuda mutua y su máxima de “hoy por ti, mañana
por mí” se vuelven dominantes y recursos sociales críticos. Las personas
manifiestan una fuerte identidad e incluso, a veces, un palmario sentido de
orgullo con su barrio o localidad. Pero este capital social puede adoptar formas
negativas, como es el caso de los guetos urbanos o de las redes criminales de
base territorial.

El abandono de la localidad tan fuertemente defendida, suele ser consecuencia


de que surja alguna oportunidad de trabajo o desarrollo personal en otro lugar.

Comunidad “por opción”

En contraposición, cuando el aislamiento es menor, esos lazos locales y el


arraigo se forman más lentamente. A veces nunca llegan a ser demasiado
fuertes. Se trata de comunidades formadas por la suma de voluntades
personales. La podemos denominar comunidad por opción, y describirla como
aquella en que las identidades sociales territoriales, o arraigo, tienen un carácter
más genuino y estable.

La comunidad de arraigo por opción típicamente provee a sus miembros de


condiciones mínimas de seguridad, apoyo afectivo y social, todo ello sin que
implique niveles de control social limitantes para el desarrollo de las personas,
como es habitual en comunidades primarias, en que el arraigo está alimentado
por el aislamiento social.

La integración de una comunidad territorial con la sociedad puede adoptar


muchas formas, las que influyen en el tipo específico y fuerza de las identidades
territoriales. Además, las personas despliegan estrategias individuales de
integración y no tan solo grupales, como la migración o el relativo aislamiento
en su propia vida (y ensimismamiento sicológico).

Visto en términos geográficos, el fenómeno de las identidades territoriales tiene


implicancias para el desarrollo de los territorios y regiones. La identidad propia
de una comunidad cero –el compromiso con el hábitat- es una base
indispensable para la formación de intereses y comunidades territoriales con
más prestancia política y económica en una nación, pero no la garantiza. La
identidad propia de una comunidad primaria, el arraigo por aislamiento,
abundante en un país pobre y centralista como el nuestro, no es necesariamente
sustento de largo plazo de las identidades territoriales que echamos de menos
en Chile. Y los arraigos formados por opción suelen ser escasos y débiles.

El centralismo, con su mensaje implícito de que todo interés local debe


posponerse en aras del interés nacional y de que todo sentimiento por la
localidad es sospechoso de competir con el sentimiento patrio, constituye un
freno para el desarrollo de las identidades territoriales.

¿Cómo cobijar el fortalecimiento de identidades sociales territoriales que, en


vez de competir con la identidad nacional, la lleguen a constituir?

Tres continua en la construcción de las nuevas identidades territoriales

La identidad social es lo distintivo de un grupo o categoría de personas frente a


los demás. Se reconoce su fuerza cuando consolida el uso de denominaciones
categoriales, como obrero, hispanic, o joven. En el caso de las identidades
territoriales, se muestra fuerte cuando da lugar a gentilicios: porteño,
colombiana, puntarenense.

La identidad social, en tanto instancia cultural, es una realidad esencialmente


dialéctica, por lo mismo, no es fruto de una esencia única o final. Se construye
en ciertas polaridades, en ciertos espacios de significado que son básicamente
cambiantes y ambiguos. Estas polaridades son, al mismo tiempo,
unos continuums. Tres de ellos nos resultan especialmente relevantes: entre
igualarse con y diferenciarse de otros; entre apelar al pasado y construir el
futuro; y entre la identidad recibida desde fuera y la sentida como propia.

Las identidades sociales territoriales no escapan a estas sinuosidades y


complejidades. Repasaremos los tres continua, y recobraremos cierto sentido
de orden cuando constatemos que las transformaciones que estamos
identificando en las identidades territoriales chilenas toman la forma de avances
simultáneos en ellos.

Entre igualarse con y diferenciarse de “otros”

La identidad social se forma enfatizando lo que nos diferencia de los otros,


especialmente de los rechazables o execrables. Pero, asimismo, a las
identidades sociales concurren los esfuerzos por parecernos a otros,
especialmente a quienes nos resultan admirables. Las elites latinoamericanas
han intentado persistentemente formar identidades propias y, por extensión y
dominación, identidades nacionales recurriendo a la imitación de españoles,
ingleses, franceses y estadounidenses en las distintas etapas de la historia; y, al
mismo tiempo, han buscado distanciarse de los indígenas locales, epítome de la
identidad que se quiere evitar.

No obstante, la globalización actual desafía este afán. No resulta adecuado para


insertarse en la comunidad nacional e internacional, como había sido hasta
ahora. La asimilación, como orientación de integración social que marcó buena
parte de la historia social occidental de los tiempos modernos, ya no reporta los
mismos dividendos. Las formas requeridas de integración están más cerca de la
que se construye desde la diferencia.

Para mejorar las posibilidades de triunfar en una economía global y liberalizada


como la actual, hay que apelar a la creatividad y a lo distintivo antes que a la
aquiescencia y la imitación. Es lo que, en buena medida, ha estado sucediendo
con nuestro sector exportador y nuestras regiones.

Entre destacar el pasado y construir el futuro

La identidad social se forma combinando el acervo con el proyecto; el pasado


con el futuro. Una identidad de arraigo y vital no puede descansar sólo en el
pasado, en lo patrimonial. Debe articular ese capital histórico con un proyecto.
Es como la resiliencia, tipificada por los sicólogos como la capacidad de
sobreponerse a la adversidad y los problemas y, aún, de mutar éstos en nuevas
oportunidades de crecimiento.

El pasado es carga y, por supuesto, también acervo. Si la identidad ya no se


conseguirá principalmente asimilándose o imitando a quienes se admira sino
que apelando a lo propio y distintivo, entonces el pasado de subdesarrollo y
atraso puede bien ser un baúl de recursos con que se cuenta y no el sello que
hay que ocultar o eliminar.

Como proyecto, como flecha de tiempo, la identidad social nos obliga a mirar
por encima de las historias y los pasados individuales. ¿Cómo se construye esa
identidad que suma todas esas historias en una propuesta unitaria que nos
proyecta hacia el futuro? ¿Cómo puede realizarse ese proyecto en un país, como
Chile, cuyos trazos propios, sus localidades y sus peculiaridades étnicas, han
sido tradicionalmente vistos como lo que debe dejarse atrás en aras de la
identidad nacional?

Nuevamente, son los mismos desafíos que nos plantean la economía y la


sociedad contemporánea los que nos fuerzan a salir del acomodo tradicional de
nuestras identidades territoriales dibujadas por el paso, cansino o violento, de
nuestra historia. La irrupción de la diversidad, de las identidades territoriales y
de polos empresariales locales está siendo estimulada por la globalización
económica y sus adláteres de globalización cultural y política.

Entre la identidad asignada desde fuera por el experto y la identidad sentida


como pertenencia o como arraigo

Los juicios sobre la existencia de identidades suelen hacerse desde fuera sin
ser necesariamente compartidos por los afectados, que a veces no se enteran de
ser lo que otros dicen que son.

Precisamente, durante la globalización la identidad colectiva proyectada por


encima de las identidades individuales, de grupos parciales o localidades y
regiones interiores, suele ser asignada desde fuera. En el extremo, como versión
perversa de estas identidades asignadas, está el estigma social o territorial,
forma de agresión sobre un grupo, comunidad, localidad o barrio.

La identidad social es base de proyectos y de progreso cuando es sentimiento


de pertenencia y arraigo, y cuando además ese sentimiento es visado y
complementado con el reconocimiento externo.

Esta polaridad específica de las identidades sociales suele adoptar una forma
que es dable encontrar en comunidades marcadas por las desigualdades de
ingresos: a saber, aquella que se da entre identidades elegidas e identidades
recibidas. Los grupos pobres y las localidades o zonas apartadas generalmente
carecen de opciones de progreso y, por lo mismo, quedan asignados a ciertas
identidades sociales y territoriales. En lo territorial esa falta de alternativas se
traduce en lo que hemos denominado identidades y comunidades por
aislamiento.

El desasosiego que se percibe en barrios, localidades y regiones, y la


emergencia de nuevas demandas por reconocimiento de derechos y
patrimonios, nos ponen sobre aviso. No parece fácil perseverar en la vieja
manera de definir identidades territoriales. La toponimia matemática de las
regiones chilenas numeradas del uno al quince, simboliza el extremo histórico
de esta suerte de sustracción o drenaje de identidades propias a que el Estado
ha sometido a nuestras regiones.

Efectivamente, la historia republicana de Chile está cruzada por la construcción


centralista y algo abstracta de una identidad nacional. Según Bengoa, el Estado
chileno se fue transformando en símbolo de civilización, frente y por encima de
los grupos y hechos repartidos por el territorio nacional percibidos, implícita o
explícitamente, como afectados o sumidos en la barbarie; y levantó, al nivel de
mito fundacional de la nacionalidad chilena, al roto chileno, al que revistió,
entre otros, de valores de heroísmo en la defensa de la Patria, sobriedad,
mestizaje y catolicidad[28].

El panorama regional emergente

Hemos aludido a algunos de los cambios más trascendentes de nuestro tiempo,


como la globalización económica, el descrédito que aqueja a los sistemas
políticos y sus agentes, y la aparición en escena de demandas y acciones de la
sociedad civil vinculadas a la calidad de vida y al territorio.

En este marco, las identidades territoriales parecen ad portas de una


transformación, la que sin embargo, hasta aquí al menos, permanece más como
una posibilidad que como un logro. Desde un país de enorme diversidad
geográfica y una notable homogeneidad cultural gestada en el devenir histórico
y centralmente “manufacturada”, hay indicios que nos permiten pensar que se
irá paulatinamente transitando hacia una nación más claramente amalgamada
en la diversidad.

Hacia allá parece empujar el desarrollo económico en un marco liberal. La


competitividad es, en parte importante, una cuestión de relevar y aprovechar
territorios, recursos humanos, sociales y naturales y, en general, acervos locales
y regionales. De hecho, la economía actual y sus retos representan quizás el
principal soporte objetivo o material de las nuevas identidades territoriales que
irán surgiendo.

La incertidumbre constituiría, en cambio, la base subjetiva de las nuevas


identidades. La masificación de la inseguridad explica la profunda
transformación internacional de la política y los sistemas políticos de las
últimas décadas. Entre los factores de crecimiento de la inseguridad, se cuenta
la misma economía liberalizada y global que emergió en las dos últimas décadas
del siglo XX.

La revolución conservadora que, paradójicamente, acompañó al aumento de las


desigualdades sociales, ala explotación laboral y la agresión ambiental, pasó a
ser un eje organizador de las formas emergentes de la política. La sociedad civil
que se ha activado en estas últimas décadas, en gran medida al margen de los
sistemas políticos formales, exhibe un cariz profundamente conservador. La
conservación de la vida, del medio ambiente y de la diversidad étnica impulsan
los movimientos de los derechos humanos, ecologista e indigenistas,
respectivamente. La movilización es contra la agresión que sufren estos ámbitos
por el desarrollo económico dinámico que la globalización ha traído aparejado.
La inseguridad da lugar a formas nuevas de conservadurismo que tienen
implicancias políticas de cambio o transformación.
La exclusión social y los impactos ambientales ya no pueden ser externalizados
hacia geografías lejanas; pero, al mismo tiempo, la economía sólo se mantiene
sana y vigorosa cuando crece. Estamos topando los límites ambientales y
humanos de la expansión industrial –para muestra un botón: el calentamiento
global, recientemente reconocido por los líderes de los principales países como
producido por la industrialización– y no parece clara la salida a este importante
dilema. Los guetos urbanos que se multiplican en ciudades de países que no los
conocían, y los campos de refugiados y asentamientos precarios de miles de
personas en espacios rurales, muestran los límites sociales de la economía
global.

Pero, al mismo tiempo, la economía global estimula, como contra-cara, la


formación de nuevas identidades territoriales relacionadas con la emergencia
de nuevos polos o complejos económicos exportadores y, de paso, contribuye a
elevar los niveles de vida de muchas personas y a reducir los índices de pobreza
de no pocas.

Por otra parte, la globalización es también valórica. Nunca antes en la historia


los valores de la democracia, los derechos humanos, la diversidad étnica y la
diversidad biológica habían alcanzado la intensidad que ahora. Se ha cerrado
cada vez más el espacio para que la democracia y los derechos humanos sean
interpretados y adjetivados desde distintas visiones e ideologías, como la
democracia protegida de las dictaduras de derecha y los intereses del pueblo
que justifican violaciones a los derechos de las personas en dictaduras de
izquierda. Hace tiempo que la etnicidad dejó de interpretarse con
el continuum barbarie-civilización que relegaba a condición menoscabada a
unos pueblos en aras de otros.

La globalización toma forma, además, en el plano de la cultura. La diferencia


cultural ha pasado a tener nuevo sentido y nuevas formas de expresión. Dos
tendencias parecen contraponerse: la que conduce a una uniformización de los
estilos de vida, pautas de consumo y formas culturales; y por otro lado, la que
sitúa en primer plano la especificidad como base para la reivindicación de la
diferencia cultural[29].

El terreno está, de tal forma, abonado para el surgimiento de reclamaciones


locales basadas en la prestancia global o absoluta de estos valores. La
globalización cultural contribuye al fortalecimiento de las identidades locales,
de la misma forma como la economía globalizada estimula el surgimiento de
ofertas locales en el plano de la economía y las exportaciones.

La oposición entre lo global y lo local no ofrece soluciones fáciles, por lo que


hay que precaverse del discurso que señala que lo local ha quedado sepultado
por lo global, lo mismo como realidad que como proyecto político identitario y
regionalista.
En último término, lo que parece estar sucediendo es el surgimiento de una
nueva cultura política, lo mismo en Chile que en muchos otros países. La crisis
de los partidos políticos y el debilitamiento de su relación tradicional con la
base social, es tal vez el hecho más importante. El clientelismo, al menos en sus
formas tradicionales, ha perdido mucho terreno. Mientras las demandas
específicas y locales se multiplican, la política formal se ajusta cada vez más a
las claves, territorialmente inespecíficas, del marketing.

En el marco de este movimientismo finisecular, el regionalismo muestra notas


propias y distintivas, pero en gran medida es parte de los mismos cambios. Hay
mucho en el regionalismo actual de la reacción conservadora mencionada,
especialmente en defensa de la calidad de vida, los recursos naturales y los
grupos indígenas. Pero las demandas regionalistas también reciben soporte de
las formas nuevas de la economía, como destacamos antes.

Y este hecho, la convergencia entre empresariado regional y demandas


populares locales, es más fuerte que en el pasado. Antes, era en buena medida
el producto de la acción de grupos y líderes regionalistas visionarios que, sin
embargo, no lograban tener una influencia duradera. Hoy, las nuevas
condiciones estructurales de la economía y la política avalan dicha
convergencia.

A modo de conclusión: transiciones que afectan a las identidades


territoriales chilenas

El panorama que hemos descrito permite abrigar expectativas, aunque


moderadas por ahora, de que las identidades sociales territoriales chilenas
podrían transitar en cada uno de los tres continuum que identificamos. Podrían
evolucionar más hacia lo distintivo, lo proyectual y los sentimientos de arraigo;
y perder lo imitativo, su reclusión en el pasado y su asignación desde fuera.

Los conflictos étnicos, los conflictos ambientales locales, las demandas contra
el centralismo y en favor de proyectos empresariales regionales podrían ir
apuntando a la paulatina sustitución del tradicional Estado-Nación por el de un
Pueblo-Nación estructurado con más prestancia por las regiones, los grupos
locales y la diversidad étnica y social de Chile.

Por otra parte, el éxito de las nuevas movilizaciones -de hecho, ya cosechan no
pocas conquistas- podría fortalecer estas nuevas identidades regionales y
locales. Hay una relación entre éxito e identidad que, al constituirse como
causación circular virtuosa, haría de soporte de la transformación.

Sin embargo, los movimientos de la sociedad civil deben todavía madurar. El


modelo expansivo-exportador es aún vigoroso. Las empresas líderes siguen
haciendo “más de lo mismo” -la exportación de commodities con bajo valor
agregado-, contando con la debilidad de la sociedad civil local. La vigilancia
ambiental sigue en gran medida a cargo de ecologistas o consumidores
extranjeros[30].

Con todo, como expresamos unas líneas antes, surgen espacios para la
esperanza. La relación entre lo global y lo local ya no es un vínculo unilateral
en favor de un capitalismo de alcance mundial. La fragmentación cultural a que
hacíamos alusión es consecuencia de las tensiones y resistencias locales o
subnacionales que la expansión del proyecto único suscita. Según propone
Harvey, “ese espacio merece una exploración y un cultivo intenso por parte de
los movimientos de resistencia. Es uno de los espacios de esperanza claves para
la construcción de un tipo de globalización alternativo. Uno en que las fuerzas
progresistas de la cultura se apropien de las fuerzas del capital, y no al
contrario”[31].

Notas

[1] Este artículo se basa parcialmente en el trabajo hecho por los autores en la elaboración del marco
conceptual del estudio “Evaluación de la División Político Administrativa: un modelo para la toma de
decisiones”, de la Pontificia Universidad Católica de Chile con financiamiento de la Subsecretaría de
Desarrollo Regional y Administrativo de Chile (2006-7). A su vez, respecto de Andrés Núñez en el
proyecto posdoctoral Fondecyt N° 3110027 (2011-2013), Estudio de la frontera norpatagónica chilena y
argentina: de la línea divisoria a la frontera permeable o intercultural. Siglos XIX y XX.

[2] Sennett, 2006.

[3] Bauman, 2006.

[4] Bauman, 2001.

[5] Capel, 2009.

[6] Bauman, 2005.

[7] Bauman, 2005.

[8] Nogué, 2001, p. 78.

[9] Diamond, 2006.

[10] Jacobs, 1961.

[11] Nogué, 2001, p. 73; Sassen, 2003.

[12] Hopenhayn, 2005, p. 220.

[13] Castells, 2001, Vol II, p. 342.


[14]Guehenno en Castells, 2001, Vol II, p. 342.

[15] Cohen y Amato, 1994.

[16] Góngora, 1981.

[17] El informe de la OCDE, a inicios del proceso para el ingreso de Chile, mostraba que el país presenta
escasos avances en materia de descentralización, muy por debajo del promedio de los países que la integran
(Diario La Tercera, 28 de julio de 2009).

[18] Veltz, 1999, p. 237.

[19] Benko, 1998.

[20] Santos, 1996, p. 142.

[21] Ortiz, 2002, p. 78.

[22] Sabatini y Geisse, 2011.

[23] Sabatini y Geisse, 2011.

[24] Un ejemplo es el de las áreas metropolitanas de los Estados Unidos. Las con mayor descentralización
político-administrativa, esto es, con mayor número de municipios, presentan mayores niveles de
desigualdad y desintegración que las con menos descentralización (Rusk, 1993).

[25]Una iniciativa liderada por la Subsecretaría de Desarrollo Regional y Administrativo (SUBDERE)


durante el año 2009, denominada “Políticas para la Descentralización: construyendo institucionalidad para
un Chile heterogéneo”, mostró por primera vez conciencia desde el estado central sobre la necesidad de
hacerse cargo de la gran diversidad geográfica chilena.

[26] Más sobre este tema en Núñez, 2009.

[27] Wormald, 2007.

[28] Bengoa, 2002.

[29] Comas D’Argemir, 2002, p. 100.

[30] Sabatini y Geisse, 2011.

[31] Harvey, 2997, p. 434.

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