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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Vicente SIERRA.
Historia de la Argentina.
Capítulo cuarto: La Asamblea General Constituyente y los
problemas constitucionales.
Buenos Aires, 1960, tomo VI, pp. 43-57.

1- La Asamblea de Buenos Aires y las Cortes de Cádiz


Cuando en 1910 Joaquín V. González señaló el error de buscar en los hombres o
en los sucesos inmediatos el origen, la explicación, el móvil ocasional de los
hechos que componen la historia de la Argentina, destacó el defecto esencial de
la historiografía corriente sobre el pasado nacional, condensación de una síntesis
ininteligible, mera sucesión de aconteceres que no dejan ningún saldo capaz de
crear la conciencia histórica de la argentinidad. Tal historiografía ha difundido un
desarrollo histórico, a partir de 1810, de magnífica coherencia en la mentalidad
de determinado grupo de protagonistas, númenes ejemplares a los que en muchos
casos se les han asignado ideas que no tuvieron, ocultando las que
verdaderamente los movieron. La consecuencia es cada día más clara.
Deformados los hechos y los hombres, la historia de la Argentina no deja ningún
saldo creador, como no sea el de constituir una ilustre necrópolis de
personalidades que fueron motor y motivo de todo, frente a las cuales no queda
sino el imitarlas en su fervor para la acción, ya que no es posible hacerlo en los
motivos, desde que sólo su voluntad o su patriotismo se exhibe como móvil de sus
actos.

Ello determina que el argentino medio carezca de una conciencia de su presente,


porque no tiene un pasado en que apoyarla para lograr la previsión a su alcance.
Lo hemos venido viendo y cabe insistir sobre ello: el drama histórico argentino
surge en 1810 en virtud de la modificación política determinada por los sucesos
del mes de mayo, que colocó la función de gobernar en manos de grupos
dirigentes de Buenos Aires, carentes de planes, propósitos y posiciones adecuadas
al desarrollo del proceso iniciado, que los superó en todas las circunstancias. Dice
Martín Matheu:

“Moreno, Agrelo, Posadas, Chiclana, Vieytes, querían la independencia en cuanto


a los mandones de afuera, pero siempre para conservar estos dominios al
desgraciado Fernando, que se complacería al ver que un pueblo tan ilustrado y
libre se había mejorado por el gobierno propio a fin de ser su mejor joya...”.

Cuando el juego de los acontecimientos decretó la quiebra de tal esperanza, se


ligó la acción a los avatares de la política internacional. Las posiciones adquiridas
quedaron, por consiguiente, sujetas al vaivén de acontecimientos extraños a las
posibilidades internas de manejarlos; comprobación vital que no cabe limitar a la
historia de la Argentina, pues fue común en sus expresiones esenciales a la de
toda América y aún a la de la propia España. En 1813, el embajador inglés en
Cádiz, Sir Henry Wellesley, en oficio a su gobierno manifestaba la extrañeza con
que comprobaba que los sucesos que vivía el país desde 1808 no hubieran
producido ningún hombre capaz de mandar a sus ejércitos o administrar la cosa
pública.

Los pertenecientes a las clases directoras decía, por su educación, sus


costumbres y sus prejuicios, no servían ni para una cosa ni para otra. Juicio que la
historiografía española revela en toda su magnitud a través de la desgraciada
historia de su siglo XIX y que de haber conocido Wellesley la situación americana
habría podido repetir al pie de la letra.

Fuera porque bajo el absolutismo borbónico no se nutriera la casta de los grandes


pensadores (la propia literatura española sufrió un considerable descenso de
calidad), no puede dejar de advertirse en el curso del siglo XVIII y en la centuria
siguiente la crisis de altos valores humanos, sobre todo en lo político, tanto en
España como en América, a pesar de que en ésta la reacción antiabsolutista, en
las circunstancias internacionales en que se pronunció, abrió la posibilidad de
escalar posiciones a grupos nuevos, de los que surgieron muchos hábiles para
juzgar los males del pasado, pero pocos para construir los bienes del futuro. El
antiabsolutismo no buscó sus raíces en los valiosos elementos tradicionales que el
pasado le ofrecía, pero dio en el plagio de ideologías inadecuadas a las
idiosincrasias tanto como a las circunstancias económicas, políticas y sociales de
los pueblos hispánicos, con desmedro de la continuidad con los valores propios
que, bien elaborados, hubieran podido afirmar características esenciales de la
personalidad de aquéllos.

Fue el mal del siglo y, por consiguiente, algo que no se refiere a nadie
personalmente, sino a todos en cuanto fueron expresión de su momento. Si los
dos hombres mejor dotados que produjo la Revolución americana fracasaron en
sus propósitos trascendentales, y nos referimos a San Martín y a Bolívar, se debió
a que, por una parte, no comprendieron la realidad que vivían y, por otra, a que
ese trascendentalismo superaba la posibilidad de los grupos políticos, en los que
apenas si asomó algún aprendiz de estadista.

Soslayar estas verdades mediante el artilugio de una literatura ditirámbica


inspirada en la comprensible pero torpe suposición de que para fortalecer el
patriotismo nacional debe mantenerse el culto de cada uno de los beneficiados
por esa literatura, es un error que admite el absurdo de querer afirmar una
nacionalidad mediante una conciencia histórica asentada sobre una visión
equívoca del pasado, tendiente a sostener una determinada estructura
institucional y política. Una nación no es una organización estatal, ni un conjunto
de leyes, ni un símbolo, sino una voluntad, una misión y un destino. Una
nacionalidad es una expresión cultural y no un panteón. Y una cultura no es sino
extracto magnífico de una honda y profunda conciencia histórica.

Por eso, escribir la historia de una nación debe responder a la exigencia de sus
hijos de poder vivir su propia realidad histórica, de manera que cabe exigir al
historiógrafo el mayor respeto por la verdad, aunque se trate de esa verdad
subjetiva, única a su alcance en la tarea de comprender lo pretérito. Y si bien no
creemos que los historiadores sean jueces del pasado, estamos ciertos de que al
esclarecer la verdad posible sobre los hechos se contribuye a afirmar la vigencia
de factores éticos capaces de fortalecer una conciencia histórica, que no puede
surgir mediante la deformación de los hechos y de los hombres para adecuarlos a
propósitos no siempre confesables.

Hemos señalado un mal común a todos los pueblos hispánicos y de hecho


advertido la raíz del mismo en la circunstancia de que, atraídos los más capaces
por nuevas concepciones, forjáronse una conciencia del presente que vivían
apoyados en una falsa visión de lo vivido. La nota dominante en el pensamiento
ilustrado fue su antitradicionalismo y, por consiguiente, sus frutos no pudieron ser
auténticos. Hecho que se advierte en la labor legislativa de las Cortes reunidas en
Cádiz en 1812 y, como veremos en seguida, en 1813, en la Asamblea General
Constituyente, convocada en Buenos Aires. En ambos casos el desarrollo
progresivo de los respectivos grupos nacionales fue desviado de sus exigencias
más perentorias.

Un mismo mal no podía tener sino una misma causa y en efecto, aunque se
sindique a la Asamblea General Constituyente como iniciadora en la historia del
país de una huella constitucional, la realidad es que la misma no surgió como
fruto de una elaboración propia, ni de una adecuada observación de los
fenómenos nacionales, sino del plagio. No exhibió la Asamblea una idea esencial
que no tuviera su origen en la labor de las Cortes de Cádiz, cuyos miembros, por
su parte, no hicieron otra cosa, con la Constitución que sancionaron en 1812, que
realizar una experiencia sobremanera desconcertante, como fue dictar una
Constitución inspirada en los ejemplos de la Constituyente francesa, apoyándose,
no en Locke, en Montesquieu, en Rousseau o en Condorcet, sino en los teólogos
políticos españoles de los siglos XVII y XVIII, sin comprender el sentido íntimo y
esencial del sistema tradicional español que ello involucraba.

Tanto en España como en América, los afanes constitucionalistas no advirtieron


que, en el terreno de las instituciones, la propia historia les ofrecía ejemplos más
cercanos a las ideas del siglo que los países europeos dominados por el
pensamiento racionalista autónomo. Lo que determinó que, en el momento
crucial del Imperio Español, cuando la crisis estructural que lo conducía a la
disgregación reclamaba un acuerdo entre las nuevas formas políticas que imponía
la singularidad histórica del momento, con sus propios elementos tradicionales
afines a ella, tanto en España como América, los hombres nuevos, surgidos al
amparo del desarrollo imprevisto de los hechos, aceptaran como afines soluciones
triunfantes en otras partes. La consecuencia fue contradictoria. A pesar de que
hasta la denominación “liberalismo” surgió de las Cortes de Cádiz, en el mundo
hispánico el liberalismo denunció siempre falta de madurez, como lo denuncia la
pobreza de la literatura política afín. Por eso, en lugar de instituciones, fomentó
caudillos; en lugar de partidos políticos con ideas, grupos sostenidos por el
prestigio personal de algún dirigente, y ni en España ni en América se logró
establecer regímenes consolidados, estables, afirmados en una estrecha
comunidad entre los hombres y las instituciones.
Esta íntima vinculación entre las Cortes de Cádiz y la Asamblea General
Constituyente de Buenos Aires fue particularmente advertida y destacada por
Julio V. González, hasta obligarlo a decir que: “para la historia de las
instituciones políticas, la Revolución de Mayo fue una creación de la Revolución
de España”, verdad inconcusa que fortaleció agregando:

“porque el movimiento popular de la Península no sólo inició al argentino en las


prácticas de la representación pública, sino que lo nutrió con sus principios y le
proporcionó las bases sobre las que el pueblo de Mayo planeó la organización del
nuevo Estado”.

La Junta de Mayo procuró mantenerse dentro de la ideología populista del


alzamiento de la Península, que mostró siempre una definida voluntad de
retornar a las viejas libertades comunales, en las que palpitaban los principios de
la representación pública, puesto que la misma tenía honrosos antecedentes en la
historia y el pensamiento político hispanos. A él respondieron el cabildo abierto
del 22 de mayo de 1810, la designación de diputados de los pueblos y la
integración con los mismos del gobierno ejecutivo, como la adaptación del
juntismo español a la realidad del medio con la creación de las Juntas
Provinciales.

Pero la realidad superó los propósitos de Mayo y planteó dilemas no previstos,


que tendieron a hacer de la vida política una lucha de facciones personales o de
grupos, con un sentido de regreso en el primer Triunvirato, que fue aventado por
el pronunciamiento de octubre de 1812, en el que por primera vez actúan quienes
alientan un propósito concreto de crear una nueva nación, pero que en esencia no
pasó de ser un golpe del porteñismo, en su máxima expresión oligárquica, que no
había madurado ningún propósito independizador ni acordado ideas concretas
sobre la forma de gobierno a adoptarse.

La Asamblea General Constituyente, que fue consecuencia de aquel


pronunciamiento, se tradujo en la reunión de un grupo de hombres sin
experiencia de gobierno y sin una ilustración política ajustada a los fines
declarados, de manera que todo se redujo a expedientes que ni tendieron a la
independencia ni organizaron la práctica de la libertad civil que todos querían.
Fue el suyo un liberalismo primario, expresado mediante algunas declamaciones
de fines, sin capacidad, ni conocimiento, ni fe en los medios para realizarlos.
Como ha dicho Juan Canter, fue la de los asambleístas

“una ideología extraña y una rara política que proclamaba los modelos ingleses y
franceses, remedando, al propio tiempo, a los españoles, sin aludirlos”.

Hasta el decreto de instalación de las Cortes de Cádiz, sancionado en la sesión


inaugural de las mismas, el 24 de setiembre de 1810, y el del 25 del mismo
estableciendo la fórmula para la publicación de las leyes, fueron aprovechados
por la Asamblea de Buenos Aires para dictar su decreto de instalación del 31 de
enero de 1813 y para el de 1º de febrero estableciendo el juramento de sus
miembros. Julio V. González hizo el consiguiente cotejo, subrayando las
disposiciones semejantes y exhibiendo ambos textos a dos columnas, como vemos
a continuación:

ASAMBLEA DEL AÑO XIII CORTES DE CÁDIZ

Decreto de instalación del 31 de Decreto de instalación del 24 de


enero de 1813. Texto fragmentario. setiembre de 1810. Texto
fragmentario.

Que verificada la reunión de la “Los diputados que componen este


mayor parte de los diputados de las Congreso y que representan la Nación
Provincias libres del Río de la Plata Española, se declaran legítimamente
en la Capital de Buenos Aires, e constituidos en Cortes Generales y
instalada en el día de hoy la Extra-ordinarias, y que reside en ellos
Asamblea General Constituyente, ha la soberanía nacional.
decretado los artículos siguientes: “Las Cortes Generales y
“Art. 1º - Que reside en ella la Extraordinarias de la Nación Española
representación y ejercicio de la congregadas en la Real Isla de León,
soberanía de las Provincias Unidas conforme en todo con la voluntad
del Río de la Plata y que su general, pronunciada del modo más
tratamiento sea de Soberano Señor, enérgico y patente, reconocen,
quedando el de sus individuos en proclaman y juran de nuevo por su
particular con el de Vd. llano”. único y legítimo Rey al Señor D.
Fernando VII de Borbón; y declaran
nula, del ningún valor ni efecto la
cesión de la corona que se dice hecha
a favor de Napoleón...”.

“Art. 5º - Que el Poder Ejecutivo “Las Cortes Generales y


quedase delegado interinamente en Extraordinarias habilitan a los
las mismas personas que lo individuos que componían el Consejo
administran con el carácter de de Regencia para que, bajo esta
Supremo y hasta que tenga a bien misma denominación, interina-mente
disponer otra cosa, conservando el y hasta que las Cortes elijan el
mismo trata miento. gobierno que más convenga, ejerzan
el Poder Ejecutivo.

“Art. 6º - Que para que el Poder “El Consejo de Regencia, para usar de
Ejecutivo pueda entrar en el la habilitación declarada
ejercicio de las funciones que se le anteriormente, reconocerá la
delegan, comparezca a prestar el soberanía nacional de las Cortes y
juramento de reconocimiento y jurará obediencia a las leyes y
obediencia a esta Asamblea decretos que de ellas emanaren, a
Soberana, disponiendo lo hagan cuyo fin pasará, inmediatamente que
inmediatamente las demás se le haga constar este decreto, a la
Corporaciones”. sala de sesión de las Cortes, que la
esperan para este acto...”
(Decreto del 1º de febrero) Se declara que la fórmula del
Que se mande al Supremo Poder reconocimiento y juramento que ha
Ejecutivo una copia del juramento de hacer el Consejo de Regencia es la
que han prestado el día de ayer en siguiente:
sus manos las autoridades “¿Reconocéis la soberanía de la
constituidas y es del tenor siguiente. Nación
Juramento: ¿Reconocéis representada por los diputados de
representada en la Asamblea General estas Cortes Generales y
Constituyente la autoridad soberana Extraordinarias? ¿Juráis obedecer sus
de las Provincias Unidas del Río de la decretos, leyes y constitución que se
Plata? Sí reconozco. establezca según los santos fines para
“¿Juráis reconocer fielmente todas que se han reunido, y mandar
sus determinaciones, y mandarlas bóxervarlos y hacerlos ejecutar?
cumplir y ejecutar? ¿No reconocer ¿Conservar la independencia, libertad
más autoridades sino las que emanen e integridad de la Nación? ¿La
de su soberanía? ¿Conservar y Religión Católica Apostólica
sostener la libertad, integridad y Romana?... Si así lo hiciereis, Dios os
prosperidad de las Provincias Unidas ayude; y si no, seréis responsables a
del Río de la Plata, la Santa Iglesia la Nación con arreglo a las leyes”.
Católica, Apostólica, Romana y todo
en la parte que os comprenda? Sí,
juro. “Si así no lo hiciereis Dios os
ayude y si no él y la patria os lo
demanden y hagan cargo”.

(Decreto del 31 de enero) Las Cortes generales y extraordinarias


Art. 4º - Que las personas de los declaran “que las personas de los
Diputados que constituyen la diputados son inviolables, y que no se
Soberana Asamblea son inviolables y puede intentar por ninguna autoridad
no pueden ser aprehendidos ni ni persona particular cosa alguna
juzgados sino en los casos y términos contra los diputados, sino en los
que la misma Soberana Asamblea términos que se establezcan en el
determinará”. reglamento general que va a firmarse
y a cuyo efecto se nombrará una
comisión”.

(Decreto del 25 de setiembre) “Las Cortes Generales Extraordinarias


ordenan que la publicación de los
“Art. 7º - Que el Poder Ejecutivo en decretos y leyes que de ella emanen,
la publicación de los decretos de la se haga por el poder Ejecutivo en la
Asamblea Soberana encabece en los forma siguiente: Don Fernando VII
términos siguientes: El Supremo Rey y en su ausencia y cautividad, el
Poder Ejecutivo Provisorio de las Consejo de Regencia autorizado
Provincias Unidas del Río de la Plata, interina mente, a todos los que la
a los que la presente vieren, oyesen presente vieren y entendieren, sabed:
o entendiesen, sabed que la Que las Cortes Generales y
Asamblea General Constituyente ha Extraordinarias congregadas en la
decretado lo siguiente:” Real Isla de León se resolvió y decretó
lo siguiente:”

Se ha dicho que la Asamblea del año XIII fue “el primer órgano de la soberanía
nacional argentina”. Lo fue sólo por su propia declaración, ya que distó de
representar la voluntad del país, pues ni siquiera supo cumplir con los fines que
justificaron su convocatoria. Reunidos sus miembros, el planteamiento y la
naturaleza institucional del organismo provinieron de Cádiz, y de aquellas Cortes
se tomaron las medidas de urgencia con que se legalizó el gobierno de hecho que
ejercía el Ejecutivo, conocido con el nombre de Triunvirato. Si las Cortes
gaditanas se encontraron con un Consejo de Regencia, la Asamblea de Buenos
Aires se encontró con el Triunvirato, y el procedimiento seguido por los diputados
de Cádiz fue el adoptado por los del Río de la Plata.

El discurso inaugural, pronunciado por Juan José Paso, destacó un hecho esencial
del nuevo orden que se establecía al decir:

“...desde este punto toda autoridad queda concentrada en esa corporación


augusta de la que han de emanar las primeras órdenes y disposiciones que el
gobierno con las corporaciones que le acompañan se retira a esperar a su posada
para darlas el más pronto y debido lleno, luego que constituida le signe
comunicársela”.

El corolario de estas palabras fue el decreto de instalación de la Asamblea, al


establecer “que reside en ella la representación y ejercicio de la Soberanía de las
Provincias Unidas del Río de la Plata y que su tratamiento sea el de Soberano
Señor...”. En consecuencia, acordó delegar en el gobierno existente, con carácter
de interinato, las funciones ejecutivas, previo juramento de sus miembros de
“reconocimiento y obediencia” a la Asamblea, como autoridad soberana. Era
exactamente lo sucedido en Cádiz entre las Cortes y el Consejo de Regencia. En
ambos casos los diputados concordaron en la necesidad de establecer una división
de los poderes, para lo cual despojaron a los regentes y triunviros,
respectivamente, de toda atribución que no fuera la de simples cumplidores o
ejecutantes de las leyes, reglamentos y decretos elaborados por los cuerpos
legislativos; los que, en ambos casos, se consideraron dos veces soberanos, a
título de depositarios del poder y representantes de la nación. Ya veremos cómo
el juego de los acontecimientos hizo que, en cuanto la situación presentó
dificultades, tanta soberanía junta sólo atinara a renunciar a actuar y diera
plenos poderes al Ejecutivo. La realidad no respetaba las tesis doctrinarias.

En la sesión del 8 de marzo, Alvear presentó a la Asamblea una moción que fue
aprobada en los siguientes términos:

“Los diputados de las Provincias Unidas son diputados de la nación en general, sin
perder por eso la denominación del pueblo a que deben su nombramiento, no
pudiendo de ningún modo obrar en comisión”. En los fundamentos Alvear expuso
la conveniencia de que cada diputado en su representación fuera “el todo de las
Provincias Unidas colectivamente...”, “quedando, en consecuencia, sujeta su
conducta al juicio de la Nación y garantizada por esta misma la inviolabilidad de
sus personas”.

El objetivo era claro: se trataba de forzar el mantenimiento del Estado y, por la


misma razón, liberar a los diputados de las instrucciones recibidas de sus
representados. Los pueblos podían elegir a su arbitrio a quienes debían
representarlos, pero no revocarles los mandatos, pues una vez electos la
soberanía estaba en ellos y no en los electores, a los que se los desprendía de ella
hasta perder toda autoridad sobre sus elegidos. El proceso era el mismo seguido
en Cádiz, cuya Constitución fue unitaria y centralista.

Ya en el decreto de instalación de la Asamblea se estableció la inviolabilidad de


sus miembros, los cuales no podrían “ser aprehendidos ni juzgados sino en los
casos y términos que la misma Soberana corporación determine”. Al aprobarse la
moción de Alvear se planteó la necesidad de establecer tales casos, y la tarea de
formular el proyecto correspondiente se confió al diputado Vicente López y
Planes, quien lo presentó en la sesión del 10 de marzo. Se ignora si la
reglamentación aprobada en esa fecha fue la proyectada por López, pero es
evidente que no pasó de una reproducción sustancial de la dictada el 28 de
noviembre de 1810 por las Cortes de Cádiz, con agregados de la Constitución
española de año XII. La diferencia se limitó a que, mientras las Cortes constituían
“un Tribunal que con arreglo a derecho sustancie y determine la causa,
consultando a las Cortes”, la Asamblea acordó suspender al acusado y luego
remover al reo, declarando su desafuero. El cotejo de ambos reglamentos es
elocuente:

CORTES DE CÁDIZ ASAMBLEA DEL AÑO XIII

Decreto del 28 de noviembre de 1810 y (Reglamento de 10 de marzo de


Art. 128 de la Constitución de 1812) 1813)

“Art. 1º - Las personas de los diputados “Art. 1º - Los diputados que


son inviolables y no podrá intentarse componen la Asamblea General
contra ellos acción, demanda ni Constituyente de las Provincias
procedimiento alguno en ningún Unidas del Río de la Plata no
tiempo y por ninguna Autoridad, de pueden ser acusados, perseguidos,
cualquier clase que sea, por sus ni juzgados en tiempo alguno por
opiniones y dictámenes”. las opiniones que verbalmente o
por escrito hayan manifestado en
las sesiones de la Asamblea”.

Los diputados de la Asamblea habían sido elegidos de acuerdo con la convocatoria


de 24 de octubre de 1812, en la que se establecía que, si bien sus poderes debían
ser concebidos sin limitaciones, tenían el deber de responder en sus actuaciones
a las instrucciones que recibieran de sus electores, las cuales, según el artículo 8º
de la convocatoria, no conocerían otro límite “que la voluntad de los
poderdantes”. Por el artículo 9º se agregaba:

“Bajo este principio, todo ciudadano podrá legítimamente indicar a los electores
que extiendan los poderes e instrucciones de los diputados lo que crea
conducente al interés general y al bien y felicidad común y territorial”.

Tales disposiciones implicaban la implantación de un auténtico régimen


democrático, en cuanto establecían la responsabilidad de los representantes ante
los representados. El reglamento del 10 de marzo de 1813 anuló ese régimen para
iniciar una práctica que ha impuesto el sistema nada democrático de que el
pueblo gobierne por intermedio de representantes, pero librando a éstos de
responsabilidad ante sus representados. Una vez electos, no se puede evitar que
actúen en forma opuesta a cuanto ha sido la razón misma de su elección. La
cuestión fue planteada por el Cabildo de Salta mediante oficio de 6 de marzo.

La Asamblea, en la sesión del 15 de junio, le puso fin dictando un decreto que


concedía a los pueblos “el derecho incontestable para solicitar” la “remoción o
revocación” de los “poderes” dados a sus diputados, “siempre que se invocaran
causas justificativas que lo exijan; debiendo deducirlas ante la misma Asamblea,
y esperar su soberana resolución”. Aparentemente se procuraba concordar con el
decreto de convocatoria, pero en la oportunidad se declaró que, de acuerdo con
lo resuelto en 8 de marzo, los diputados incorporados al cuerpo “eran diputados
de la Nación”. Se recordó, además, que en 19 de mayo se había acordado que
tales diputados sólo podían renunciar a sus cargos “ante sí misma”, es decir, ante
la Asamblea, a título de lo cual se declaró sin efecto todo lo obrado en la ciudad
de Salta por el Ayuntamiento y los electores, “en cuanto tiene relación a la
ratificación o revocación de poderes y nombramiento de nuevo diputado”.

El decreto del 10 de marzo de 1813 puede seguir siendo cotejado con el citado de
las Cortes de Cádiz. Helo aquí:

CORTES DE CÁDIZ ASAMBLEA DEL AÑO XIII

Art. 2º- Ninguna Autoridad, del Art. 2º- Desde el día de su


cualquier clase que sea, podrá nombramiento hasta un mes después
entender o proceder contra los de haber cesado en sus funciones, no
diputados por sus tratos y pueden ser reconvenidos en Tribunal
particulares acciones durante el alguno por causas civiles.
tiempo de su encargo, y un año más “Art. 3º- Durante el mismo período no
después de concluido”. pueden ser procesados por causas
criminales, ni violada la inmunidad de
las casas que habitan sino en la forma y
casos prescriptos en los artículos
siguientes

(Artículo 128 de la Constitución de “Art. 4º- Si algún reo retraído de una


1812) de estas casas resistiese los
“Los diputados serán inviolables por llamamientos judiciales de
sus opiniones y en ningún tiempo ni comparencia, bien sea doméstico del
caso, ni por ninguna autoridad diputado que la habite u otro extraño,
podrán ser reconvenidos por ellas. podrá allanarse. Su allanamiento se
En las causas criminales que contra hará en virtud del derecho de la
ellos se intenten no podrán ser Asamblea si estuviese en sesión; si no
juzgados sino por el tribunal de estuviese actualmente en sesión, se
Cortes en el modo y forma que se hará el allanamiento por el Presidente
prescriba en el reglamento del de la Asamblea. Si estuvieran suspensas
gobierno interior de las mismas. las sesiones, se hará el allanamiento
Durante las sesiones de las Cortes y por la Comisión Permanente con la
un mes después, los diputados no misma calidad.
podrán ser demandados civilmente “Art. 5º- Sólo por un delito criminal de
si ejecutados por deudas”. enorme gravedad in fraganti pueden
ser aprehendidos los diputados.
Cualquier juez o comandante que haya
verificado la prisión deberá sin demora
elevar a la Asamblea el parte de lo
ocurrido. Desde aquel momento queda
inhibida toda otra autoridad de
intervenir en la causa.
“Art. 6º- Fuera del caso del artículo
antecedente, ningún diputado puede
ser aprehendido, sin previo
mandamiento de la Asamblea.

“Art. 4º- Las quejas y acusaciones “Art. 7º- Ninguna denuncia contra la
contra cualquier diputado se persona de un diputado puede dar
presentarán por escrito a las mérito o procedimiento si no se hace
Cortes, y mientras se delibera sobre por escrito, firmada y dirigida a la
ello se retirará el diputado Soberana Asamblea.
interesado de la sala de sesiones, y
para volver esperará orden de las
Cortes”.

“Art. 3º- Cuando se haya de “Art. 8º- Si después de discutir la


proceder civil o criminalmente, de denuncia en la forma adoptada para los
oficio o a instancia de parte, contra demás asuntos resultare admitida, se
algún diputado, se nombrará por las nombrará una Comisión Interior para la
Cortes un Tribunal que con arreglo correspondiente formalización del pro-
a derecho sustancie y determine la ceso, quedando en suspenso el
causa, consultando a las Cortes la diputado en el ejercicio de sus
sentencia antes de su ejecución”. funciones, cuando resulte de él mérito
suficiente a juicio de la Asamblea.
“Art. 9º- Presentado el pro-ceso por la
Comisión en estado de sentencia y
discutido en la forma ordinaria falla la
Asamblea”.
El artículo 10º establecía que el juicio
de la Asamblea no pasaría de remover
al reo del oficio de diputado e
inhabilitarlo para todo empleo honroso
y lucrativo. El Poder Judicial se
encargaría de juzgarlo. Siendo absuelto
podía restituirse al ejercicio de sus
altas funciones.

La significación de estos cotejos proviene, como lo señalara Julio V. González, de


que permite descartar la hipótesis de que el período inicial del liberalismo
argentino fue de directa influencia francesa. González subraya el concepto
diciendo:

“En la primera década nuestra historia constitucional se nutrió de las


instituciones políticas creadas por la revolución de España”.

2- Proyectos de Constitución
Deseoso el gobierno de Buenos Aires, según lo expresó por decreto de 10 de
noviembre de 1812, de remover todo obstáculo capaz de retardar o entorpecer
las deliberaciones de la Asamblea, comisionó a los Pbros. Luis Chorroarín y José
Valentín Gómez, a los Dres. Pedro José Agrelo, Nicolás Herrera, Pedro Somellera,
Manuel José García y a D. Hipólito Vieytes, para que prepararan las materias que
habían de presentarse “a aquella augusta corporación, formando al mismo
tiempo un proyecto de Constitución digna de someterse a su examen”. Por
renuncia de Chorroarín, la comisión se integró con Gervasio A. Posadas, quien
aceptó el cargo, aunque confesando pocas luces en la materia.

Instó el gobierno a la Sociedad Patriótica a que hiciera otro tanto, atención que
con fecha 4 de noviembre agradeció la institución, expresando que interesarla
“en la discusión de los grandes negocios que van a deliberarse en la Augusta
Asamblea que se aproxima es el mejor elogio que puede hacerse de un gobierno
liberal”. La Sociedad Patriótica confió la redacción de su proyecto de
Constitución al Pbro. Antonio Sáenz, a los Dres. Francisco José Planes, Tomás
Antonio Valle, Bernardo Monteagudo y D. Juan Larrea. Secretario fue designado el
Dr. Dongo. La Comisión oficial elevó su proyecto al Superior Gobierno con fecha
27 de enero de 1813. El de la Sociedad Patriótica debió de ser recibido más tarde,
pues recién el 10 de febrero ambos proyectos fueron remitidos por el Ejecutivo a
la Asamblea.

3- El proyecto de la comisión oficial


En la nota elevando al Superior Gobierno el proyecto de Constitución, la comisión
oficial decía que en la tarea de redactarlo había “procurado alejar las teorías
metafísicas, comúnmente engañosas en la práctica, ciñendo su ambición a una
aplicación acertada de los saludables principios que las naciones libres e
ilustradas” habían adoptado en sus Constituciones. Era una paladina confesión de
que se había trabajado no sólo sin tener en cuenta la idiosincrasia histórica del
medio, sino que no se había hecho otra cosa que responder al entonces naciente
“mito constitucional”, que suponía la posibilidad de un régimen político
adecuado para todos los pueblos, en todas las circunstancias de su desarrollo
histórico, religioso, económico y social. Fue Clemente L. Fregeiro el primero que,
al estudiar este proyecto advirtió que sus autores habían tomado como modelo la
Constitución sancionada el año anterior por las Cortes de Cádiz. Actuaron por
imitación, sin valorar lo que imitaban. En la “Gazeta Ministerial” del 1º de
setiembre se lee:

“Por fortuna, en medio de las convulsiones que han precedido, se han conservado
indemnes entre nosotros los principios que consagran la moral, la política y la
prudencia, y si alguna vez se hubiera presentado alguno con el odioso ropaje de
los necios declamadores, que tantos males han causado a los Pueblos de la
Europa, y el silencio amenazador de los pueblos irritados les habría hecho
abandonar precipitadamente el teatro, esta adhesión constante de los Pueblos
Americanos a los principios religiosos y el respeto que le consagran sus
legisladores (digan lo que quieran nuestros maldicientes enemigos) es, y será el
más firme apoyo de sus costumbres y de su libertad”.

Teniendo en cuenta la fecha de esta publicación y la referencia a la necesidad de


defenderse de los “maldicientes enemigos”, cabe aceptarla como una explicación
de que, a pesar de los proyectos de Constitución presentados a la Asamblea, ésta
no diera gran importancia a sancionar ninguno. Había que evitar que terminara
“el silencio amenazador de los pueblos”, que podía obligar a los que querían
vestirlo con ropajes inadecuados a abandonar “el teatro” de sus empeños
antihistóricos.

Tanto el proyecto de la comisión oficial como el de la Sociedad Patriótica se


resienten de falta de madurez. Se lo ha imputado a la angustiosa perentoriedad
con que debieron ser formulados, pero fue el fruto lógico de que nadie sabía
concretamente a dónde se quería llegar y qué era lo que se quería hacer. Se
hablaba de Constitución e Independencia, pero no de realizar ambas ideas dentro
de un sentido propio, sino atadas a influencias hasta de orden internacional. La
consecuencia fue que la Asamblea ni sancionó Constitución alguna ni declaró
ninguna Independencia, fuera de algunas resoluciones propincuas a tales
finalidades, pero no expresamente dirigidas a lograrlas. De esta carencia de
orientaciones concretas es una muestra el proyecto de la comisión oficial al
guardar silencio sobre la forma de los gobiernos provinciales, lo que hizo suponer
a Fregeiro que el proyecto respondía a un ideario federal. La lectura del artículo
6º, del capítulo XXX, donde se establecía que el Directorio Ejecutivo debía oír el
parecer del consejo de Estado, que se creaba en el proyecto, para suspender a los
gobernadores de provincia, permite advertir que en un gobierno federativo esa
suspensión no podía ser facultad privativa del Ejecutivo. En cuanto a la identidad
del proyecto con los principios esenciales de la Constitución española de 1812,
ella surge de un ligero cotejo de ambas:

Constitución de Cádiz de 1812 Proyecto de la Comisión Oficia


18
“La Nación Española es libre e independiente...”. “Las Provincias del Río de la P
“La Soberanía reside esencialmente en la Nación, y por e independiente...”
lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de “La soberanía del Estado resid
establecer sus leyes y de adoptar la forma de gobierno “El Pueblo es la reunión de
que más le convenga...” República”.
“Son Españoles todos los hombres libres nacidos y “Son ciudadanos los hombres
avecindados en los dominios de las Españas y los hijos en el territorio de la Repúb
de éstos...” Registro Cívico...”
“...los extranjeros que hayan obtenido carta de “...los extranjeros que desp
naturaleza”. inscriptos...”
“...los libertos que adquieren la libertad en España”. “Los esclavos que de nue
“El territorio español comprenderá...” libertad”.
“La Nación Española profesa la religión católica “El territorio de la República
apostólica romana... La Nación la protege...” “la religión católica es la
“La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes...” protege...”
“La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el “La potestad de hacer las leye
Rey...” “La potestad de hacer eje
depositarios del Poder Ejecuti

“La potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y “Los ciudadanos tienen libert
criminales reside en los tribunales establecidos por la establecidos por la ley”.
ley”.

Los artículos 24 y 25 de la Constitución gaditana, sobre la pérdida de la calidad


de ciudadano y la suspensión del ejercicio de la soberanía, fueron tomados casi al
pie de la letra en el capítulo VI, artículos 3º y 4º, del proyecto de la comisión
oficial de Buenos Aires. En cuanto al régimen electoral, ambas Constituciones
coincidieron en que la elección de diputados se celebrara mediante juntas
electorales de parroquia, de partido y de provincia. No decimos que la comisión
oficial se limitó a copiar la Constitución española, sino que buscó en ella las notas
esenciales de su proyecto, el tono y carácter del mismo.

4 - El proyecto de la Sociedad Patriótica


El proyecto de la Sociedad Patriótica no podía dejar de responder al estilo de
Monteagudo, de manera que se inicia con una declaración “de los derechos y
deberes del hombre”. El nuevo orden surgido de las actividades constitucionales
que inició la Francia revolucionaria respondió a un fondo romántico, como
expresión de su individualismo. Lógicamente, la Constitución francesa de 1791
sólo habló de los derechos del hombre. Rasgo de fidelidad al romanticismo
rousseauniano. El proyecto de la Sociedad Patriótica agregó los “deberes” a los
derechos, lo que ya fue algo.

En tales declaraciones se estableció a quién podía considerarse “hombre de


bien”; y es que el proyecto de la Sociedad Patriótica era obra de quienes
admitían la posibilidad de gobernar con “máximas”, y pertenecían al mismo
mundo de ideas a que se refería Joung, un viajero por la Francia revolucionaria,
al decir:
“Creen muchos que hay una receta para hacer revoluciones como para hacer
morcillas”.

Los artículos del proyecto dedicados a establecer la organización del Estado


coinciden en lo esencial con el de la comisión oficial, y en ambos casos tomados
de la Constitución de Cádiz. Sin embargo, se advierten en el de la Sociedad
Patriótica algunos agregados adoptados de la constitución de los Estados Unidos,
tomados de la obra del venezolano Manuel García de Sena: “La independencia de
la Costa Firme justificada por Thomas Paine treinta años ha”, que incluía los
artículos de la Confederación, la constitución federal y las Constituciones de
varios Estados de la Unión. Esta obra ejerció influencia sobre muchos hombres de
la época. Tal el caso de Nicolás Laguna, diputado por Tucumán a la Asamblea,
cuando escribiendo a su Cabildo decía:

“Quien juró Provincias Unidas, no juró la unidad de las provincias; quien juró y
declaró las provincias en Unión, no juró la unidad e identidad sino la
confederación de las ciudades; pues saben todos que ni una ni otra palabra son
en sí controvertibles...; pero la unidad significa el contacto de partes realmente
distintas y separadas, tal cual en materia física se demuestra y en la política por
la Constitución de los Estados Unidos angloamericanos, cuya Constitución he visto
y tengo a mano”.

5- El problema constitucional en la Asamblea


La Asamblea General Constituyente no alcanzó a considerar ningún proyecto de
Constitución. José Armando Seco Villalba ha aportado testimonios de que, a pesar
del poco entusiasmo con que se encaró el tema, una comisión interna lo estudió y
es posible que llegara a formular un proyecto.

Cuando en febrero de 1814 la Asamblea suspendió sus sesiones, aprobó un


reglamento por el que se creó una “Comisión permanente” que la representara, y
entre las facultades que se le acordaron figura un artículo 2º que dice:

“Continuar el proyecto de Constitución mandado formar por decreto de 13 de


mayo último, e instar en que se realicen en las provincias libres los censos
mandados formar por decreto de 5 de febrero del presente”.

Seco Villalba sostuvo que el resultado de los trabajos internos de la Asamblea se


concretó en un proyecto que sería el publicado por Emilio Ravignani en la obra:
“Asambleas Constituyentes Argentinas”, tomado de un manuscrito que Diego Luis
Molinari puso en su conocimiento en una copia, cuyo original habría sido,
posteriormente, encontrado por Seco Villalba. Al anunciar su hallazgo, Molinari
advirtió que se trataba de una pieza sustancialmente igual al proyecto de la
comisión oficial. Por su parte, Seco Villalba destacó agregados tomados del
proyecto de la Sociedad Patriótica, de la Constitución de los Estados Unidos y aún
de la de Venezuela, y estableció el siguiente cómputo: cuarenta y tres artículos
de redacción idéntica al proyecto de la comisión oficial; trece tomados del de la
Sociedad Patriótica; setenta y nueve que corresponden a modificaciones de
detalle de otros tantos tomados del proyecto de la comisión oficial; treinta y
cinco artículos y cinco capítulos originales.

Es decir, que, sustancialmente, tal como dijera Molinari, el proyecto siguió el de


la comisión oficial, o sea el más directamente inspirado en la Constitución de
Cádiz de 1812. La influencia del modelo estadounidense se advierte en el capítulo
dedicado a enumerar las facultades del Congreso, si bien Seco Villalba, que así lo
destaca, no dejó de advertir que en este punto el supuesto proyecto de la
Asamblea y el de la comisión oficial no conservan el mismo orden ni el mismo
número de atribuciones, y parece advertirse el uso de otras guías, que podrían ser
las constituciones venezolana y española. Entre las disposiciones más interesantes
de este proyecto se destaca la supresión del Consejo de Estado, prevista en el de
la comisión oficial, organismo que limitaba al Ejecutivo, para dotar, en cambio,
de mayores facultades a los secretarios de Estado. A pesar de lo cual, cuando en
21 de enero de 1814 se puso fin al régimen de Triunvirato para iniciar el del
Directorio, se procedió a reformar el “Estatuto Provisional del Supremo
Gobierno”, estableciéndose un Consejo de Estado.

6- Proyecto de un estatuto de Confederación


Con la denominación “Artículos de Confederación y perpetua unión entre las
provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes, Banda Oriental del Uruguay,
Córdoba, Tucumán, etc.”, se conoce un manuscrito encontrado por José Luis
Busaniche que muestra al pie las iniciales F.S.O. o F.S.C. sobre las que no ha sido
posible determinar a quién pertenecen. Esencialmente es un arreglo de los
“Artículos de Confederación y unión perpetua entre los Estados”, de 1778, y de la
“Constitución Federal de los Estados Unidos de América”, de 1787, o sea una
solución impracticable en 1813, fecha que se lee en el manuscrito. Si como cabe
suponer se trata de la obra de un allegado al artiguismo, que procuró con ella
demostrar la practicidad de los planteos del caudillo oriental formulados en las
Instrucciones del año XIII, el resultado no pudo ser más negativo, pues confirma el
carácter híbrido y poco realista de aquéllos.

(...)

Capítulo quinto. Labor legislativa de la asamblea general constituyente (pp.


59-79)
1- Una tarea sobrevalorada
Algunas resoluciones de la Asamblea General Constituyente que, con el correr de
los años, adquirieron un alto valor sentimental, han determinado que la labor de
aquel cuerpo haya dado origen a una literatura encomiástica destinada a ocultar
la realidad de la carencia de trascendentalidad de la misma. La Asamblea no
cumplió sus fines esenciales, apenas los subsidiarios, y terminó negando sus
principios, hasta ser barrida en 1815 por la primera revolución de carácter
nacional que registra la historia política argentina. Ya su composición distó de ser
un acierto. Sus miembros no pudieron reivindicar que constituían una legítima
representación de los pueblos, aún dentro de las limitaciones con que tal
legitimidad podía establecerse en la época; sin olvidar que en el curso del año XIII
ni siquiera reunió un número de provincias representadas que diera autoridad
moral a sus resoluciones más atrevidas. Dice Martín Matheu en la “Autobiografía”
de su padre, el prócer de Mayo:

“La Asamblea defraudó completamente los fines primordiales que se tenían en


objetivo para definir la vaga situación en que se hacían tantos sacrificios; y para
desenvolverse en sus omnímodas facultades que al efecto acordaron sus
miembros: puede decirse que la filosofía política ganó, pero con la filosofía sola
no se fundan las grandes nacionalidades”.

En realidad, aún las ganancias de la filosofía política no pasaron del huero


verbalismo que caracterizó a los integrantes de la Sociedad Patriótica herencia
del morenismo del “Club” de 1811, que tanta preponderancia tuvieron en la
composición de la Asamblea.

En el curso del régimen asambleísta mediaron para poner a prueba al cuerpo las
derrotas sufridas por los patriotas en el Alto Perú, las dificultades con Artigas, la
caída de Napoleón y la recuperación del trono de España por Fernando VII, tanto
como la falta de una concreta voluntad revolucionaria y emancipadora de parte
de la oligarquía que la dominó, grupo dirigente o influyente sin fe en el país, sin
voluntad de sacrificio, sin confianza en el pueblo y más dispuesto a las
transacciones que a la lucha, más verbalista que ejecutor y, lo más grave, ayuno
de planes e ideas precisas sobre lo que debía o podía hacerse que sobrepasara el
afán de no dejar que el gobierno pasara a manos de intereses ajenos a los
propios.

Si en las primeras sesiones del cuerpo se adoptaron algunas resoluciones que


parecían responder a fines preestablecidos de indudable trascendencia, a medida
que pasaron los meses el tono fue disminuyendo de acuerdo con la influencia de
los sucesos internos y externos que se sucedieron, sin demostrar otra aspiración
que salvar la vida y los bienes de cuantos se sentían comprometidos por su
actuación y temían caer víctimas de la venganza dirigida por Fernando VII. Y ello
en momentos en que el ideal de forjar una nueva nación se iba afirmando en el
sentimiento popular del país, lo que se explica, pues, como dice Martín Matheu

“las masas, los pueblos con intuición tomada de reflejo, tenían pura o no
enturbiada su inteligencia con las nociones de las democracias confusas”

que enceguecían a los dirigentes, cuya “ciencia era falsa y brilladora”, y por lo
mismo incapaz de cuanto no fuera esperar las soluciones que el país requería de
alguna ayuda exterior, aún al precio de caer bajo protectorados infamantes. La
labor legislativa de la Asamblea denuncia la realidad sobre los méritos de sus
integrantes. Lo esencial fueron las leyes sobre las que informamos a
continuación.

2- Libertad de vientres y de esclavos


En la sesión del 2 de febrero de 1813 la Asamblea declaró libres a los hijos de los
esclavos nacidos en el país desde el 31 de enero de dicho año, día consagrado a la
libertad por haber sido el de la instalación del cuerpo. Tal resolución, conocida
como de “libertad de vientres”, fue ampliada por la del 4 de febrero suprimiendo
el tráfico de esclavatura y estableciendo que todo esclavo introducido de países
extranjeros sería libre “por el sólo hecho de pisar el territorio”. Con fecha 6 del
marzo se reglamentó la educación y ejercicio de los libertos, y en 15 del mismo
mes, que los individuos de castas que antes del decreto sobre libertad de vientres
hubiesen obtenido la libertad gratuitamente, por gracia de sus dueños, siempre
que no pasaran de quince años de edad podían ser incluidos en las gracias y
pensiones que se establecieron en 6 de febrero por un reglamento, siempre que
los amos que se hubieran dado admitieran sujetarse al cumplimiento de sus
disposiciones.

La Asamblea no abolió la esclavitud, sino la introducción de esclavos, tal y como


lo habían resuelto las Cortes de Cádiz al declarar que todo esclavo era libre por el
solo hecho de pisar el territorio español. Resolución de 10 de enero de 1812,
ampliatoria de otra de 2 de abril de 1811 que prohibió el comercio de esclavos en
los dominios de la corona. Cuando se conoció en Buenos Aires la ley española del
10 de enero, el Triunvirato, a pedido del Cabildo local, dictó el 14 de mayo de
1812 un decreto prohibiendo la introducción de esclavos. La Asamblea no hizo
sino sancionar algo que ya existía, agregando la libertad de vientres a fin de
extinguir sucesivamente la esclavitud “sin ofender el derecho de propiedad”,
como entonces se dijo, de manera que la compraventa de esclavos continuó en el
país.

Al amparo de la ley que declaraba libre a todo esclavo que pisara el territorio, se
inició la huida hacia las Provincias del Río de la Plata de muchos del Brasil; el
gabinete de Río de Janeiro se sintió lesionado “en aquellos principios de una
inteligencia recíproca” hasta considerar que la liberación de los esclavos huidos
de su jurisdicción constituía un acto de hostilidad. La economía brasileña se
apoyaba en la esclavatura, de manera que Brasil reclamó por intermedio de lord
Strangford, y el Superior Gobierno Ejecutivo accedió al reclamo, suspendiendo la
vigencia de la ley protestada, la que fue abolida por la Asamblea el 21 de enero
de 1814.

Se estableció entonces que la libertad se concedía a “aquellos que sean


introducidos por vía de comercio y venta”, a fin de “calmar las alarmas de un
poder vecino”, pero declarando que se había procedido con espíritu de justicia y
recordando que “algunas leyes que se encuentran el Código español” establecían
que, “por el solo hecho de pisar su territorio”, debía declararse en “libertad a
los esclavos que transfugaran de país extranjero”. La esclavitud en la Argentina
sólo fue abolida siendo gobernador de Buenos Aires y encargado de las Relaciones
Exteriores de las Provincias Unidas del Río de la Plata Juan Manuel de Rosas,
mediante un acuerdo con la Gran Bretaña; abolición ratificada posteriormente
por el artículo 15 de la Constitución de 1853.

3- Extinción del tributo de los indios


En la sesión del 12 de marzo de 1813 se declararon extinguidos el tributo, la mita,
las encomiendas, el yanaconazgo y el servicio personal de los indios. Se trataba
de crear factores de atracción a fin del ganar a los indígenas del Perú a la causa
patriota, pero, esencialmente, no pasaron de constituir declaraciones
sentimentales, dado que algunas de tales instituciones ya no existían en América,
abolidas como lo habían sido por los reyes; y las que subsistían no se conmovieron
por tales decretos, que no beneficiaron a ningún indio.

El tributo había sido suprimido por las Cortes de Cádiz por decreto del 13 de
marzo de 1811, y la Junta Grande lo había hecho por decreto del 1º de setiembre
del mismo año, dado a conocer en el Alto Perú por Juan Martín de Pueyrredón,
mediante bando de 17 de octubre. El decreto del 1º de setiembre de 1811,
precedido de un extenso preámbulo, fue publicado en “La Gazeta” del 10 de
dicho mes, en castellano y en quichua; pero se daba el caso de que en España,
aún antes de las Cortes de Cádiz, se había resuelto lo mismo por el Consejo de
Regencia desde la isla de León, el 26 de mayo de 1810. Por otra parte, como lo
hace notar Julio V. González, la sanción española fue más amplia en sus efectos,
por lo que éste pregunta:

“¿Por qué, cuando la Junta decreta el 1º de setiembre la supresión del tributo,


no la hace extensiva al trabajo forzoso de mitas, encomiendas y yanaconazgos,
que era donde estaba la verdadera esclavitud del indio y ha de ser la Asamblea
del año XIII quien lo cumpla?”

El propio autor se responde diciendo:

“Porque cuando la Junta argentina dictó el decreto las Cortes españolas no


habían dado su segunda ley sobre el asunto, dictada sólo el 9 de noviembre. En
cambio lo hace la Asamblea, porque el legislador español tuvo tiempo de hacerle
conocer su disposición complementaria del 9 de noviembre para que la
adoptase”.

“Efectivamente, la Asamblea, al dar por ley del 12 de marzo de 1813 toda la


fuerza de su soberanía a la abolición del tributo decretado por la Junta
Provisional Gubernativa, le agregó la segunda ley de las Cortes. Pudo así decir:
«Y además, derogada la mita, las encomiendas y el yanaconazgo y EL SERVICIO
PERSONAL DE LOS INDIOS, últimas palabras éstas que repiten las de la ley
española». “Se observa, sin embargo, un agregado final en el texto, por el que la
disposición argentina va mucho más allá de la peninsular, puesto que reconoce a
los indios «por hombres perfectamente libres, y en igualdad de derechos a todos
los demás ciudadanos». Tampoco en esto los revolucionarios argentinos sacan
ventaja a los españoles”.

Tanto es exacto el juicio de González, que Castelli, en el bando electoral que


lanzó en Chuquisaca, dio cuenta de que las Cortes de Cádiz habían declarado que
los indios tenían iguales derechos políticos que los blancos. Ya en 1502 lo había
proclamado la reina Isabel la Católica. Por otra parte, hacía más de dos siglos que
estaban prohibidos los servicios personales. Los indios no necesitaban leyes;
necesitaban que se respetaran las existentes.

4- Supresión de mayorazgos, títulos y símbolos


En la sesión del 13 de agosto de 1813, la Asamblea entró a considerar un proyecto
presentado por Alvear antes de renunciar a su diputación (4 de junio) para volver
al servicio activo de las armas, estableciendo la abolición de los mayorazgos y
vinculaciones en todo el territorio de la unión. El proyecto fue sostenido por los
diputados Tomás Antonio Valle, José Valentín Gómez e Hipólito Vieytes, quienes,
según reza el acta correspondiente, desarrollaron, “a la par de otros, todas las
razones que han analizado los políticos contra esa consuptiva estagnación que
constituyen los mayorazgos”, cuya permanencia se tachó de contraria a la
igualdad, al interés de las poblaciones y al aumento de las riquezas territoriales
del país. La Asamblea aprobó el proyecto, prohibiendo la fundación de
mayorazgos, “no sólo sobre la generalidad de los bienes, sino sobre las mejoras
de tercio y quinto, como, asimismo, cualquier otra especie de vinculación que,
no teniendo un objeto religioso o de piedad, trasmita las propiedades a los
sucesores sin la facultad de enajenarlas”.

La lectura del acta, publicada en “El Redactor de la Asamblea”, permite advertir,


a pesar de lo parco de su texto, que la argumentación con que el proyecto fue
aprobado no fue al fondo del sentido antijurídico y antieconómico del mayorazgo.
Se trataba de una institución que inmovilizaba la propiedad territorial,
trasmitiéndola indivisa, “sin la facultad de enajenarla”, entre los primogénitos
de una misma familia. El principal problema que podía encararse con su supresión
era el de liquidar una de las formas del latifundismo, pero se daba el caso de que
el mayorazgo carecía de importancia en el Río de la Plata, de manera que no
respondió a ninguna necesidad real, y es notorio que Carlos de Alvear careció de
conocimientos jurídicos y económicos para comprender el problema que resolvía
su proyecto. Julio V. González se preguntó el motivo de su sanción, y la encontró
en “la causa que explica gran parte de la legislación fundamental del período
revolucionario, es decir, porque España había dictado una ley semejante”.

Pero en España, agrega, la amortización de la propiedad territorial era un


problema pavoroso, en cuya solución estaba comprometido el progreso económico
de la nación. Lo revela, entre otros trabajos, el “Informe sobre la ley agraria” de
Jovellanos. Las “Sociedades Económicas” habían venido agitando la cuestión en la
metrópoli, de manera que la supresión del mayorazgo por las Cortes de Cádiz
respondió a una corriente de ideas que tenía en Europa una larga historia. Cuando
las Cortes trataron la cuestión, el diputado Argüelles dijo:

“Según el juicio de los mejores economistas e informes dados al gobierno en toda


la mitad del siglo anterior, resultaba que el área o superficie cultivable de la
península podía regularse aproximadamente en cincuenta y cinco millones de
aranzadas de tierra distribuidas en la proporción siguiente: treinta y siete
millones y medio pertenecientes a señorío y abolengo; y sólo correspondían a
realengo los diecisiete y medio restantes. Es decir, que más de dos terceras
partes de la propiedad territorial del reino debía considerarse sujeta, no a los
principios legales que reglan los contratos entre dueños y colonos... sino a
restricciones y disposiciones establecidas arbitrariamente en tiempos
remotos...”.
Después de un debate que abarcó veintisiete sesiones de las Cortes, el 6 de
agosto de 1811 se dictó la ley de abolición de privilegios señoriales, origen de la
de mayorazgos y vinculaciones sancionada por la Asamblea de Buenos Aires, que
completó esta legislación el 26 de octubre cuando, a moción de Monteagudo,
dispuso “alejar a los ojos del pueblo los vergonzosos monumentos de la inmensa
distancia que establecía la política antigua entre el trono de los déspotas y el
inmenso origen de la soberanía”; palabrerío usado para acordar la prohibición de
que en las fachadas de las casas se exhibieran “armas, jeroglíficos ni distinciones
de nobleza, que digan relación a señaladas familias que, por este medio aspiran
a singularizarse de las demás”.

Fue éste un pequeño triunfo de Monteagudo contra la nobleza, aunque no se


destruyeron muchos “jeroglíficos” en las Provincias del Río de la Plata
propiamente dichas, ya que apenas los había. En cambio, produjo mal efecto en
las del Alto Perú, donde abundaban. Buenos Aires, con su aristocracia mercantil,
es posible que recibiera complacida esta resolución, como ya había recibido la
resolución de 12 de mayo aboliendo los títulos de conde, marqués y barón en el
territorio del Río de la Plata, votada por los mismos que, a poco, se empeñaron
en encontrar un rey para gobernarlo y crear condados, marquesados y ducados.

5- Abolición de la tortura judicial


En la sesión del 12 de mayo, después de señalar que “el hombre ha sido siempre
el mayor enemigo de su especie, y por un exceso de barbarie ha querido
demostrar que él podía ser tan cruel como insensible al grito de sus semejantes”,
se resolvió terminar con “la invención horrorosa del tormento adoptado por la
legislación española para descubrir los delincuentes”; bárbaro exceso que, según
entonces se dijo, sólo sería borrado de todos los códigos del universo (pues no
sólo figuraba en la legislación española) por “las lágrimas que arrancará siempre
a la filosofía” (sic).

Adelantándose, la Asamblea resolvió, por aclamación, “la prohibición del


detestable uso de los tormentos... para el esclarecimiento de la verdad e
investigación de los crímenes; en cuya virtud serán inutilizados en la plaza mayor
por mano del verdugo, antes del feliz día 25 de Mayo, los instrumentos
destinados a este efecto”. En franca guerra con la sintaxis, en la mayoría de los
textos escolares se lee que en la oportunidad fueron “abolidos los instrumentos
de tortura”, los cuales, como es notorio, no pueden ser abolidos, como puede
serlo su uso, que es lo que se resolvió mediante un decreto de auténtico cuño
español, pues fue motivo de una ley dictada por las Cortes del 22 de abril de
1811, que dice así:

“Las Cortes generales y extraordinarias, con absoluta unanimidad y conformidad


de todos los votos decretan: Queda abolido para siempre el tormento de todos
los dominios de la monarquía española, y la práctica introducida de afligir y
molestar a los reos por lo que ilegal y abusivamente llamaban APREMIOS; y
prohíben los que se conocían con el nombre de ESPOSAS, PERRILLOS, CALABOZOS
EXTRAORDINARIOS y otros cualquiera que fuese su denominación y uso; sin que
ningún juez, tribunal ni juzgado, por privilegiado que sea, pueda mandar ni
imponer la tortura, ni usar de los insinuados apremios, bajo responsabilidad y la
pena, por el mismo hecho de mandarlo, de ser destituidos los jueces de su
empleo y dignidad, cuyo crimen podrá perseguirse por la acción popular,
derogando desde luego cualesquiera ordenanzas, leyes, órdenes y disposiciones
que se hayan dado y publicado en contrario”.

En noviembre de 1813 las Cortes ampliaron esta resolución declarando abolida la


pena de horca, la de azotes y todo castigo infamante.

Julio V. González comenta estos hechos y dice:

“Por virtud de la bienhechora influencia española, los argentinos pusimos esta


otra piedra sillar en el edificio de nuestra organización política”,

y tal es la significación que tiene esta simultaneidad en el pensamiento de los


diputados a Cortes y de los diputados de la Asamblea, o sea señalar la
continuidad del cuño hispánico en las distintas zonas del Imperio, entonces en
franco tren de atomización política. Realidad que rompe el absurdo histórico que
ha pretendido dar a la Revolución emancipadora de América el sentido de una
ruptura total y absoluta con todos los elementos materiales y morales afines a su
origen hispánico.

6- Extinción de la autoridad del tribunal de la Inquisición


A propuesta del diputado por Salta Pedro José Agrelo, en la sesión del 24 de
marzo de 1813 la Asamblea declaró extinguida la autoridad del tribunal de la
Inquisición, y, por consiguiente, “devuelta a los ordinarios eclesiásticos su
primitiva facultad de velar sobre la pureza de la creencia que los medios
canónicos que únicamente puede, conforme al espíritu de Jesu Cristo”. Al
tratarse el asunto, lo apoyó el Canº José Valentín Gómez, “fundándolo
difusamente”, dice el acta del día; “y con igual energía”, agrega, lo hizo el
diputado presidente Tomás Antonio Valle. Como en los casos anteriores, también
en éste se había adelantado el movimiento reformista español. Si bien las Cortes
ordinarias acordaron sólo el 22 de febrero de 1813 suprimir el Santo Oficio, su
extinción venía siendo debatida desde el 3 de enero, y el despacho aprobado se
conocía desde su publicación, el 8 de diciembre de 1812.

Habitualmente se dice que la Asamblea del año XIII abolió el Santo Oficio. No
pudo hacerlo porque en el virreinato del Río de la Plata no hubo tribunal del
Santo Oficio, de manera que lo único que se hizo fue extinguir en los pueblos del
territorio de las Provincias Unidas “la autoridad” que sobre ellos ejercía el
Tribunal instalado en Lima.

7- La Asamblea y la Iglesia
Frente a los problemas de la Iglesia, la identidad de la política liberal de los
constituyentes de Cádiz y la de los diputados de Buenos Aires fue notoria, sobre
todo en cuanto a la tendencia a someter a su imperio a las autoridades
eclesiásticas, hasta llegar la Argentina a desconocer la del mismo Pontífice en el
territorio del Río de la Plata.
Entre los muchos elementos que el liberalismo tomó del absolutismo real uno de
ellos fue un regalismo señalado, que, en su esencia, buscó acomodar la Iglesia a
los fines del Estado, en momentos en que el Estado se acomodaba a la ideología
de las clases poseedoras. El regalismo se manifestó en la Junta de Mayo, pero se
afianzó en el “Estatuto” del 27 de febrero de 1813, al establecer como función
del Supremo Poder Ejecutivo la de “presentar a los obispos y prebendas de todas
las iglesias del Estado”. La presencia de numerosos eclesiásticos entre los
integrantes de la Asamblea, no todos de conducta eclesiástica encomiable, pues
abundaron los que en los sucesos que venían ocurriendo sólo vieron la posibilidad
de liberarse de disciplinas que no se acomodaban a la conveniencia de sus
aspiraciones, determinó que el cuerpo entrara a legislar sobre los problemas de la
Iglesia con marcada tendencia galicanista y josefinista.

Así, en 12 de abril, a propuesta del canónigo Gómez, se derogó la cédula de 29 de


diciembre de 1791 en la parte que prohibía a los provisores en sede vacante “los
intersticios para las órdenes sagradas”. Fue absurdo que se entrara a legislar en
una materia privativa de la organización eclesiástica. En la sesión del 11 de mayo
se inició un debate sobre la edad que debía prefijarse a los regulares de ambos
sexos para profesar. El diputado Tomás Antonio Valle, en la sesión del diecinueve
de dicho mes, fundó su voto en contra, por estimar que se trataba de una
disciplina eclesiástica legislada por el Concilio de Trento, y no era misión de la
Asamblea fijar por una ley la edad que debían tener los regulares antes de
profesar. Se opuso el canónigo Vidal, quien trató de demostrar los deberes del
soberano "con respecto al dogma y a lo que es de mera disciplina”, según dice el
acta, la que agrega:

“...él demostró la incontrastable autoridad de la Asamblea para expedir una ley


prohibitiva de la profesión de regulares antes de los treinta años de edad; y
contrajo luego la cuestión al punto político: a saber, si los intereses del Estado
reclamaban esta forma, y si era conveniente anticiparla. Sostuvo la opinión
afirmativa fundado en el mismo espíritu del Evangelio [¡qué pena que el acta no
sea más expresiva! ¡Seguramente que no fue recordando las palabras del
Salvador: «Dejad que los niños vengan a mí»!], a más de otras urgentes [sic]
consideraciones políticas. Es verdad que la religión necesita de ministros, pero
también exige su pureza, que nadie se acerque al altar para profanarlo. La
experiencia enseña que en los primeros períodos de la juventud, casi siempre se
confunde el entusiasmo con el celo; y la razón dicta que no es el número de
sacerdotes el que recomienda su ministerio, sino su ejemplo, y costumbres que
deben ser el principal título de su comisión”.

Es éste uno de esos casos en el que las palabras sirven para ocultar los verdaderos
pensamientos, pues, en el fondo, de lo que se trataba era de atacar la vida
monástica. En España, como complemento de la abolición del Santo Oficio, se
dictó la ley de 18 de marzo de 1813 limitando y reglamentando los conventos y
monasterios. No alcanzó la Asamblea del año XIII a trasplantarla, pero dio el
primer paso con la sanción de la que limitó las posibilidades de profesar, hasta
que, en 1821, Rivadavia, con su reforma eclesiástica, se puso de acuerdo con los
términos de la citada ley española.

El desarrollo de los hechos sigue la lógica de estos antecedentes, y así, en 4 de


junio, después de un debate que duró dos sesiones, se aprobó una ley declarando
“que el Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata es independiente de
toda autoridad eclesiástica que exista fuera de su territorio, bien sea de
nombramiento, o presentación real”. Como había que suplir a tales autoridades,
en la sesión del 16 de junio se continuó con el tema, acordándose prohibir que el
nuncio apostólico residente en España pudiera ejercer acto alguno de jurisdicción
en el Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata; estableciendo el
principio, tan caro al galicanismo episcopal, de que, reasumiendo los obispos sus
primitivas facultades ordinarias, usaran de ellas plenamente en sus respectivas
diócesis, mientras durase la incomunicación con la Santa Sede Apostólica.

Desde el momento en que la Asamblea había caído en el absurdo de prohibir toda


intervención de prelados extranjeros para ejercer jurisdicción sobre las órdenes
religiosas, se creó la llamada “Comisaría General de Regulares”, para suplir el
estado de incomunicación existente con los superiores que residían en Roma o en
Madrid. Creada el 28 de junio de 1813, fue suprimida por el Congreso de Tucumán
el 12 de octubre de 1816, en vista de “la probada nulidad de los actos ejercidos
por ella... y los daños y males gravísimos, que tanto en lo espiritual como en el
orden económico de los claustros había inducido y podría inducir en lo sucesivo”.
También este tribunal tenía sus antecedentes en la península. Tales la “Comisaría
de Regulares”, la “Comisaría de la Santa Cruzada” y la “Comisaría de Indias”, las
cuales, como ha señalado el P. Fr. Jacinto Carrasco, tenían una finalidad lógica,
natural y canónica; mientras que la “Comisaría” establecida por la Asamblea fue
anticanónica, anómala y, para decirlo de una vez, absoluta e insanablemente
nula.

Primer comisario fue el padre franciscano José Casimiro Ibarrola, que murió al
año siguiente, y segundo y último, el padre dominico Julián Perdriel, a la sazón
provincial de su Orden. En descargo de la Asamblea, Fr. Jacinto Carrasco recordó
que antes de crear el referido tribunal se consultó a los superiores provinciales de
las órdenes sobre si sería posible semejante creación, solicitando de los obispos
diocesanos que delegaran en el comisario general todas sus facultades
extraordinarias, “cuyo ejercicio se les insinuaría como necesario en las presentes
extraordinarias circunstancias”. Los provinciales contestaron que, además de
posible, era necesario, lo que demuestra que el regalismo había ganado a muchos
religiosos, y justifica que el obispo Orellana llegara a decir a Perdriel que le
extrañaba que en la cuestión “haya sido más teólogo el señor Alvear”. Los
obispos consultados, que además de Orellana fueron Nicolás Videla del Pino, de
Salta, y los vicarios y gobernadores eclesiásticos de Charcas, La Paz y Santa Cruz
de la Sierra, accedieron a delegar sus facultades, algunos de grado, otros por
fuerza y los más por miedo, como dijo Orellana”.

La Asamblea no declaró la independencia del país, pero en cambio declaró la de


los franciscanos, dominicos y mercedarios. Los que quedaron en desventaja
fueron los agustinos y betlehemitas, dado que su gobierno central estaba en
Chile; pero algunos de sus miembros promovieron desórdenes que demostraron el
estado de descomposición en que, como cuerpos colectivos, habían caído hasta
anularlos de la historia religiosa del país sin pena de nadie. Las intromisiones del
poder civil en la vida de la Iglesia se expresaron, además, en la secularización de
los bienes pertenecientes a los establecimientos hospitalarios a cargo de
comunidades religiosas, y con el reglamento de 18 de agosto que ajustó la
distribución de las rentas del obispado de Buenos Aires y las prebendas y
beneficios de la Catedral. Ya sin control, el 4 de agosto se dio entrada a un
proyecto originado en el Protomedicato, prohibiendo que el bautismo fuera
administrado con agua fría, y antes del octavo o noveno día del nacimiento.

Según el Protomedicato, bautizar antes del octavo día de nacimiento era, además
de un error pernicioso, algo degradante a la religión del Estado pues condenaba a
muerte a muchos inocentes. La razón “científica” era que,

“siendo endémicos en nuestro clima los espasmos, según lo justifican frecuentes


víctimas del tétanos, que por la más ligera herida, y aún por la más leve
dilaceración de los tegumentos de la palma de las manos, o plantas de los pies,
son conducidas al sepulcro dolorosamente, sin embargo, de que los adultos están
ya acostumbrados a resistir las impresiones externas, es más natural que al
infante, que apenas sale de la vida interior y para quien todo es nuevo en la
naturaleza, le sobrevenga el TRISMUS, por verter sobre su delicado cerebro un
chorro de agua fría, que por lo común está depositada en recipientes de piedra,
colocados en el ángulo más sombrío de los templos”.

El acta de la Asamblea continúa dando cuenta del memorial del Protomedicato. A


pesar de las “razones” científicas (sic) la Asamblea no se avino a aceptar la
dilación del bautismo, considerando que hacerlo pondría a prueba el celo
religioso de los padres. El diputado Gervasio A. de Posadas hizo moción de que se
invocara en una resolución el celo ilustrado de los párrocos y padres de familia,
para que, no habiendo un próximo riesgo que amenazara la vida de los párvulos,
difirieran el bautismo “hasta que puedan resistir sin tanto peligro las impresiones
del agua y demás agentes externos”, en atención al interés “que tienen las
Provincias Unidas en el aumento de su población”. La resolución de la Asamblea
se limitó, por consiguiente, a disponer que no se bautizara “sino con agua
templada en cualquiera de las estaciones del año”; y a los efectos de combatir la
ignorancia con que eran tratados los infantes al nacer, se encargó muy
particularmente al Supremo Poder Ejecutivo la vigilancia en el cumplimiento de
la Ley 1ª, tít. 16, libro 3º, de la Recopilación de Leyes de Castilla, por parte de
los protomédicos y sus lugartenientes, sin embargo de la Ley 2ª del mismo título y
libro.

Algunas otras disposiciones respecto de la Iglesia y sus miembros fueron


adoptadas, respondiendo a un josefinismo que no deja de producir cierta
impresión de pena, pues, como acota el P. Cayetano Bruno, cuesta aceptar que
hayan podido entretener semejantes nimiedades, impropias de un período
histórico en el que todo estaba por hacer, a representantes llamados a conducir
“a los pueblos del Río de la Plata a la dignidad de una nación legítimamente
constituida”, que fue para lo que se convocó la Asamblea, según el manifiesto del
24 de octubre de 1812.

8- La Asamblea y los problemas económicos


En materia económica la Asamblea navegó en permanente deriva, conducida por
influencias extrañas. Comenzó bien, cuando en 3 de marzo dispuso que las
mercaderías extranjeras debían ser consignadas a comerciantes del país, lo
mismo que los buques de bandera extranjera que las condujeran. Se anuló así el
decreto de libre comercio lanzado por el primer Triunvirato. A efecto del
cumplimiento de lo resuelto, en la sesión del 9 de abril aprobó el Reglamento
consiguiente, por el que se dispuso que el Consulado abriera un registro para
matricular a los comerciantes nacionales residentes en la ciudad.

El Reglamento establecía que debía entenderse por comerciante nacional a todo


ciudadano con algún giro con capital propio y ajeno. No sería inscripto en el
registro el fallido y sería borrado el que quebrase después de matriculado. El
registro debía quedar terminado en quince días, para ser pasado al administrador
de la Aduana, a sus efectos. El comerciante no matriculado no podría ser
consignatario, y éstos no podrían trabajar por una comisión inferior al cuatro por
ciento de las ventas, ni de dos por ciento en las compras. Quien lo hiciera por
menores porcentajes sería borrado del registro de matrículas.

La fijación de porcentajes mínimos tendía a evitar la simulación en las


consignaciones, a la que se prestaban algunos comerciantes mediante un
porcentaje limitado. Pero, como en el caso de la legislación sobre la esclavitura,
la del comercio duró poco. Mediaron protestas de parte de los mercaderes
británicos, y como la situación no permitía grandes gestos y los que gobernaban
no habían nacido para hacerlos, en la sesión del 19 de octubre se presentó, como
“un grave negocio... preferido por la urgencia de su objeto, y elevado a la
Asamblea por el Gobierno en consulta”, la necesidad de revocar o suspender la
ley expedida el 3 de marzo, lo que fue resuelto inmediatamente, dejando a la vez
sin efecto el reglamento expedido el 9 de abril.

Con objeto de fomentar la producción agrícola, en 15 de febrero se dispuso que la


exportación de harinas y granos fuera libre de todo derecho. El 29 de abril se dio
a conocer un memorial del secretario de hacienda del Ejecutivo, Manuel José
García, sobre fomento de la industria minera. El principio esencial era que “los
inmensos depósitos de plata y oro que contienen estas cordilleras deben quedar
abiertos a cuantos hombres quieran venir a extraerlos desde todos los puntos del
globo”. Un proyecto de ley adjunto fue aprobado el 7 de mayo, y el 14 de junio la
Asamblea entró a discutir una propuesta del diputado Vidal para que se
permitiera la libre extracción del oro y plata sellada, pagando los derechos
correspondientes.

Según el acta del día, Vidal abundó en “razones económico-políticas” para


demostrar el absurdo de “que nada era tan conforme a los intereses del Estado y
del comercio, como la libre extracción del dinero”, ya que no siendo posible
evitarlo, el Estado perdía las rentas provenientes de permitir su exportación.
Apoyó la propuesta Hipólito Vieytes, “con profundas reflexiones” sobre “la
justicia, la necesidad y la utilidad de exportar el dinero bajo las calidades ya
indicadas”; ampliando su exposición Tomás Antonio Valle para rebatir al Pbro.
Anchoris, que sostuvo la prohibición de la extracción “con fundamentos que
impugnó sólidamente el ciudadano Larrea”. Como saldo del debate se acordó
designar al diputado Juan Larrea para que preparase un proyecto sobre los
derechos que podían imponerse a la exportación del dinero. No podía ponerse el
asunto en manos más interesadas en la exportación de metálico, por las
vinculaciones que tenía con el comercio inglés.

En la sesión del 23 de junio se dio lectura al proyecto formulado por Larrea, que
fue aprobado. Por él se permitió la extracción de plata y oro, fuera en moneda o
en pasta, y se estableció un derecho de exportación del seis por ciento para la
plata sellada; del dos por ciento para el oro, y en ambos casos de medio por
ciento de consulado. Para la plata en pasta se fijó un doce por ciento y para el
oro un ocho. La Junta Grande había prohibido en 17 de enero de 1811 la
exportación de metálico, contra lo resuelto por la Junta de Mayo, pero en marzo
de dicho año volvió a permitirlo en atención a una protesta inglesa, pero en
noviembre se volvieron a adoptar disposiciones para detener una evasión
determinada por los saldos negativos de la balanza comercial.

El drama era el siguiente. Para Buenos Aires lo esencial eran las rentas de la
Aduana. Fomentar el comercio extranjero equivalía a aumentar las entradas
aduaneras y tener satisfecho al embajador inglés en Río de Janeiro. Se creía
entonces que las riquezas aduaneras bastaban para cubrir todos los déficits del
comercio exterior, de manera que el crecimiento de las importaciones no sólo no
alarmaba a los gobernantes, sino que los alarmaba su disminución. Por ello,
cuando en octubre se acordó terminar con la obligación de consignar los buques y
las mercaderías extranjeras a comerciantes del país, no se tuvo en cuenta la
disminución que registraba el comercio inglés de importación.

Nadie vio que ese comercio, además de destruir muchas posibilidades productivas
en el país, lo empobrecía; nadie vio que la zona rica en minerales correspondía al
Alto Perú, cuya posesión o domino por los hombres de Buenos Aires era relativa, y
el resultado de tanta ceguera fue un acrecentamiento de la depauperación de las
masas del país y, en general, del interior del mismo, y que, pocos años después,
en nombre de los grandes principios británicos de la economía, las Provincias
Unidas entrarían por el camino del endeudamiento a las finanzas de Londres y,
por lo mismo, al dominio de su economía por éstas.

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