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El caudillismo es negativo no sólo porque bloquea el surgimiento de nuevos líderes e

impide la oxigenación y la necesaria renovación del sistema político nacional sino


también porque sacrifica la institucionalidad, las reglas democráticas y condena a las
nuevas generaciones a estar gobernadas por mentalidades del siglo XX. Los partidos
políticos necesitan reivindicar su condición de intermediarios entre la sociedad civil y el
Estado.
El “proceso de cambio” que enarbola el Gobierno no ha cambiado nada la centenaria
organización “colonial”, “centralista” y “presidencialista” del Órgano Ejecutivo, donde
su figura encarna el poder total e impone su voluntad (Evo Morales se confiesa: “yo le
meto nomás aunque sea ilegal y después que vengan y arreglen los abogados”).
El caudillo vive obsesionado por tener la concentración del poder, y termina
erosionando el sistema democrático, el pluralismo político, la independencia judicial, la
transparencia de la cosa pública y facilita la corrupción, máxime cuanto el Presidente
del Estado ostenta la jefatura del partido en función de gobierno y de hecho se torna en
el principio y el fin de la causa partidaria.
El caudillismo constituye una funesta herencia para las nuevas generaciones no solo
porque les impide ser elegidas, acceder al poder y disfrutar de las generosidades del
sistema democrático, sintonizarse con los adelantos tecnológicos y las nuevas
tendencias universales, sino también porque vulnera una serie de valores y principios
imprescindibles para la convivencia ciudadana.

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